Señales (de la contemplación)

Un tema recurrente en los escritos de Juan de la Cruz es el del desarrollo y evolución de la experiencia orante del hombre espiritual.  Una perspectiva privilegiada para asomarnos al mundo, mucho más amplio, de las relaciones del  hombre con Dios, y evaluar el desarrollo del itinerario espiritual hacia la  unión con Dios.

I. Encrucijada decisiva

El Santo, buen maestro espiritual y consumado pedagogo en los caminos del espíritu, es especialmente sensible a un hecho que, tarde o temprano, aparece siempre en el camino del hombre que avanza hacia la comunión con Dios: la inflexión drástica que experimenta la propia experiencia orante, llegados a un punto en el cual todo lo que antes era mediación y apoyo para la oración, se convierte, sorprendentemente, en obstáculo y dificultad para el ejercicio y desarrollo de la misma. Se trata del paso decisivo de la meditación a la contemplación.

1. Desde la meditación. La primera fase de la experiencia orante suele ir caracterizada por un mayor protagonismo activo por parte del hombre: es él quien busca a Dios, quien habla a Dios, quien se expresa a sí mismo en la oración, haciendo aflorar en presencia de Dios lo mejor de su riqueza interior. Es una forma orante más verbal, más conceptual, más imaginativa, más discursiva; en una palabra, más activa. Es lo que el Santo llama “meditación”, y define como “acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras, fabricadas e imaginadas por los sentidos” (S 2,12,3), ya que mediante ella “obra el alma discurriendo con las potencias sensitivas” (S 2,14,6).

Se trata de una forma de oración “necesaria” para los principiantes (S 2,12,5), cuyo fin es “sacar alguna noticia y amor de Dios” (S 2,14,2). El Santo la llama “estado y ejercicio de principiantes” que consiste en “meditar y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación” (LB 3,32).

2. A la contemplación. Después de haberse ejercitado durante un tiempo conveniente en esta forma de oración discursiva o meditación, Dios da generalmente un nuevo impulso al proceso orante, “pues, como el estilo que llevan los principiantes en el camino de Dios es bajo y que frisa mucho con su propio amor y gusto”, quiere Dios “llevarlos adelante, y sacarlos de este bajo modo de amor a más alto grado de amor de Dios y librarlos del bajo ejercicio del sentido y discurso, con que tan tasadamente y con tantos inconvenientes andan buscando a Dios, y ponerlos en ejercicio de espíritu, en que más abundantemente y más libres de imperfecciones pueden comunicarse con Dios” (N 1,8,3).

Dios abre así camino a la experiencia de la contemplación, que es una forma nueva de oración donde el hombre cede protagonismo en la medida en que es Dios quien lo va asumiendo. El Santo define la contemplación como “infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios que, si la dan lugar, inflama al alma en espíritu de amor” (N 1,10,6). Es de notar que hemos pasado de una forma de oración en que el hombre busca a Dios, a otra en la que es Dios mismo quien se autocomunica al hombre. Se le “infunde”. Una forma de oración “en que en secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo” (N 2,5,1). Más adelante, describirá la contemplación como “ciencia de amor, la cual … es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado hasta Dios, su Criador, porque sólo el amor es el que une y junta al alma con Dios” (N 2,18,5).

Se trata, pues, de un cambio radical de protagonismo. Ahora es Dios quien obra en el hombre. A Dios le corresponderá el verbo “hacer”, mientras que el verbo que mejor cuadra al hombre será el “padecer”. Del mismo modo, Dios será el sujeto del verbo “dar”, y el hombre el del verbo “recibir”. Ninguna reflexión nuestra puede aquí sustituir la lectura reposada, y atenta a los verbos, del texto insuperable del Santo en la Llama (LlB 3,32-41).

3. El desconcierto del paso. Cuando acontece este cambio en la propia experiencia orante, el desconcierto del hombre suele ser grande y desestabilizador, “se le ha vuelto todo al revés” (N 1,8,3), pues lo que antes le era medio y ayuda para la oración, es decir, su propia actividad discursiva, ahora no le sirve ya. Es más, se siente cada vez más incapaz de ella.

Por otro lado, al no reconocer aún el valor orante de la nueva experiencia contemplativa, le parece que no hace nada y que pierde el tiempo, pues no se ejercita como antes con sus capacidades discursivas, ni puede hacerlo (S 2,12,6-7; S 2,14,3-4; N 1,10,1-2; etc.).

II. Criterios de discernimiento

J. de la Cruz afirmaba en cierta ocasión que se decidía a escribir “por la mucha necesidad que tienen muchas almas” (S pról. 3). También, al hacerlo sobre este tema, lo que le mueve es venir en ayuda de quien necesita luz para discernir la propia experiencia y poder así acertar con la actitud más adecuada para afrentar la nueva situación en que se halla, pues “es recia y trabajosa cosa en tales sazones no entenderse una alma ni hallar quien la entienda” (S pról. 4).

1. El agravio de la inexperiencia. Y lo primero que lamenta el Santo es la inexperiencia de ciertos maestros espirituales que, sin comprender el momento de crecimiento en que se halla el orante, y sin saber cómo afrontarlo adecuadamente, lo único que hacen es crear nuevas dificultades, desorientando al alma, y haciéndole volver atrás, en vez de facilitarle el avance en su camino oracional (S pról. 5-6). Es muy oportuno aquí repasar cuanto el Santo dice acerca de los “maestros espirituales” (LlB 3,30-62): “De esta manera –escribe– muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas, porque, no entendiendo ellos las vías y propiedades del espíritu, de ordinario hacen perder a las almas la unción de estos delicados ungüentos con que el Espíritu Santo les va ungiendo y disponiendo para sí, instruyéndolas por otros modos rateros que ellos han usado o leído por ahí, que no sirven más que para principiantes. Que, no sabiendo ellos más que para éstos, y aun eso plega a Dios, no quieren dejar las almas pasar, aunque Dios las quiera llevar, a más de aquellos principios y modos discursivos e imaginarios, para que nunca excedan y salgan de la capacidad natural, con que el alma puede hacer muy poca hacienda” (LlB 3,31).

2. “Señales” claras para discernir el paso. Frente a estos “maestros espirituales” así denostados, Juan de la Cruz, desde su experiencia de orante y de acompañante espiritual, ofrece unos indicios o señales claras y sencillas para discernir cuándo es llegado el momento en que se produce la inflexión decisiva en el proceso orante y, por tanto, es necesario renunciar al ejercicio de la meditación para dejarse introducir, cada vez más dócilmente, en la oración contemplativa. Las señales que ofrece son tres, siempre las mismas, aunque a veces varía el orden de las mismas, según el momento en que las redacte en una u otra de sus obras.

No importa tanto el orden, si tenemos en cuenta una advertencia muy importante que el mismo Santo resalta: “Estas tres señales ha de ver en sí juntas, por lo menos, el espiritual para atreverse seguramente a dejar el estado de meditación y del sentido y entrar en el de contemplación y del espíritu” (S 2,13,5). Las señales las encontramos descritas en S 2,13 y en N 1,9. En su enunciación, suenan así:

a) Primera señal: “La primera es ver en sí que ya no puede meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como de antes solía; antes halla ya sequedad en lo que de antes solía fijar el sentido y sacar gusto” (S 2,13,2). En Noche esta señal pasa a ser la tercera, y se describe así: “La tercera señal que hay para que se conozca esta purgación del sentido es el no poder ya meditar ni discurrir en el sentido de la imaginación, como solía, aunque más haga de su parte” (N 1,9,8).

b) Segunda señal: “La segunda es cuando ve no le da ninguna gana de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores” (S 2,13,3). En Noche esta señal pasa a ser la primera, y suena así: “La primera es si, como no halla gusto ni consuelo en las cosas de Dios, tampoco le halla en alguna de las cosas criadas” (N 1,9,2).

c) Tercera señal: “La tercera y más cierta es si el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso y sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad -a lo menos discursivos, que es ir de uno en otrosino sólo con la atención y noticia general amorosa, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué” (S 2,13,4). En Noche esta señal ocupa el lugar central, siendo la segunda de las tres. El Santo la redacta así: “La segunda señal … es que ordinariamente trae la memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios, sino que vuelve atrás, como se ve en aquel sinsabor en las cosas de Dios. Y en esto se ve que no sale de flojedad y tibieza este sinsabor y sequedad; porque de razón de la tibieza es no se le dar mucho ni tener solicitud interior por las cosas de Dios” (N 1,9,3).

A pesar de las coincidencias, hay en las dos redacciones matices diversos, que se explican por la distinta perspectiva contextual en que se sitúa el Santo al escribir. En Subida busca directamente el discernimiento sobre el cambio en el modo oracional, el paso de la meditación a la contemplación. En Noche, en cambio, el discernimiento apunta más bien a identificar el fenómeno purificativo que se produce en la noche del sentido. Aunque, según el Santo, ambos momentos coinciden cronológicamente en la práctica, el matiz es diverso, según nos fijemos en un aspecto o dimensión de la experiencia o nos fijemos en otro. En otro lugar, encontramos un breve “aviso” del Santo sobre “las tres señales del recogimiento interior”, que tienen una estrecha cercanía y familiar con las que aquí nos ocupan (Av 2,39).

III. Finalidad pedagógica

Ya hemos indicado cómo, en todo este tema, la intención de Juan de la Cruz no es otra sino ayudar al hombre en su camino espiritual, dándole luz para comprender su propia experiencia y pautas concretas para afrontar esta coyuntura con acierto, no entorpeciendo la obra de Dios en el alma sino más bien adecuándose dócilmente a la misma.

1. Empeño personal. Una vez identificada la naturaleza del paso que se está viviendo, lo primero que le preocupa al Santo es librar al hombre del comportamiento errado que fácilmente, de forma casi instintiva, se siente tentado a asumir.

Es éste un momento en que “padecen los espirituales grandes penas … por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino … Entonces se fatigan y procuran, como lo han habido de costumbre, arrimar con algún gusto las potencias a algún objeto de discurso, pensando ellos que, cuando no hacen esto y se sienten obrar, no se hace nada” (N 1,10,1).

Lo primero que no se debe hacer es empeñarse en continuar con la forma meditativa-discursiva de oración “porque de tal manera pone Dios al alma en este estado y en tan diferente camino la lleva, que, si ella quiere obrar con sus potencias, antes estorba la obra que Dios en ella va haciendo, que ayuda” (N 1,9,7).

2. Comportamiento adecuado. Pasando a la pedagogía más positiva, la recomendación del Santo en este caso es “confiar en Dios”, consolarse “perseverando en paciencia” (N 1,10,3), “dejar estar el alma en sosiego y quietud”, “perseverar en la oración sin hacer ellos nada”, “dejar al alma libre y desembarazada y descansada de todas las noticias y pensamientos”, “contentarse sólo con una advertencia amorosa y sosegada en Dios” (N 1,10,4). En definitiva: “súfrase y estése sosegado” (N 1,10,5).

Puede dar la impresión de que el Santo invitara a una actitud de mera pasividad, renunciando a la propia responsabilidad personal. Nada más lejos de su intención. Lo comprenderá bien quien haya captado el genuino sentido sanjuanista de la “pasividad”, que podríamos calificar de pasividad activa. Para él, en efecto, la “actividad” del hombre alcanza su plenitud y madurez cuando cede ante la “actividad” de Dios, y se transforma, no en inercia sino en acogida, en receptividad. Es lo que, de forma paradójica, el Santo llama “obrar pasivamente”: “A estos tales se les ha de decir que aprendan a estarse con atención y advertencia amorosa en Dios en aquella quietud, y que no se den nada por la imaginación ni por la obra de ella, pues aquí, como decimos, descansan las potencias y no obran activamente, sino pasivamente, recibiendo lo que Dios obra en ellas” (S 2,12,8).

Llegamos así a un verbo clave para la recta comprensión de la doctrina sanjuanista: “recibir”. La experiencia contemplativa gira en torno a estos dos verbos: “dar” y “recibir”, referidos, respectivamente, a Dios y al hombre. La contemplación es infusión de Dios en el alma, autodonación y autocomunicación de un Dios que trata con el hombre “en modo de dar”, y que configura la actitud justa del hombre ante él como acogida, receptividad, debiendo colocarse ante Dios “en modo de recibir” (LlB 3,34). La articulación de estos dos verbos, y sus correspondientes actitudes, es la urdimbre sobre la cual se va tejiendo el denso y significativo discurso del Santo en el comentario a la tercera canción de la Llama.

IV. Sintonizar con la pedagogía divina

Para el Santo lo más importante y decisivo es que lleguemos a sintonizar con la pedagogía de Dios, que es quien de verdad asume el protagonismo en nuestro camino espiritual. Como muestra, aducimos sólo dos textos. El primero dedicado a los “maestros espirituales”: “Adviertan los que guían las almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos sino el Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas … según el espíritu que Dios va dando a cada una … mirando el camino y por dónde Dios las lleva” (LlB 3,46).

El segundo, enderezado directamente al interesado: “Ha de advertir el alma en esta quietud que, aunque entonces ella no se sienta caminar ni hacer nada, camina mucho más que si fuese por su pie, porque la lleva Dios en sus brazos; y así, aunque camina al paso de Dios, ella no siente el paso. Y, aunque ella misma no obra nada con las potencias de su alma, mucho más hace que si ella lo hiciese, pues Dios es el obrero. Y que ella no lo eche de ver no es maravilla, porque lo que Dios obra en el alma a este tiempo no lo alcanza el sentido, porque es en silencio … Déjese el alma en las manos de Dios y no se ponga en sus propias manos ni en las de estos dos ciegos, que, como esto sea y ella no ponga las potencias en algo, segura irá” (LlB 3,67).

En conclusión, lo que Juan de la Cruz busca, y lo único que le mueve a escribir desde su propia experiencia, es venir en ayuda de quienes necesitan luz y orientación para su caminar hacia Dios. Es su intención claramente confesada: “De todo, con el favor divino, procuraremos decir algo, para que cada alma que esto leyere, en alguna manera eche de ver el camino que lleva y el que le conviene llevar”.

Alfonso Baldeón-Santiago