Soberbia

El vicio capital de la soberbia quizás sea el que tiene más repercusiones negativas en el organismo espiritual del alma en contraposición a las positivas que produce la humildad. Es siempre una rama fuerte nacida del tronco general del pecado. La Biblia la reconoce como el motivo determinante del primer pecado humano y como origen de la malicia: “El comienzo del orgullo es el pecado” (Si 10,13). Desde antiguo se le asigna un puesto eminente entre los pecados capitales. De esta rama principal de la soberbia brotan otros ramos (S 2,21,11; N 1,2,1) que, juntos, forman todo el tejido de la estimación excesiva de uno mismo con menosprecio de los demás e incluso contra la sumisión natural a Dios.

El Santo habla de “arrogancia”, “estimación”, “jactancia”, “ostentación”, “presunción”, “vanagloria”, “vanidad”. No se trata tanto de sinónimos, cuanto de expresiones o matizaciones del mismo pecado, pues el origen siempre es el mismo: el orgullo. Esta palabra sin embargo no se encuentra en los escritos sanjuanistas. Son ramos que completan la rama, como retoños de la misma savia; brotes que se caracterizan bien por el desprecio a los demás o por la sobreestimación de las propias cualidades, dones o gracias. El  hombre se siente algo que no es o se apropia de la gratuidad de Dios. En ocasiones, menciona con característica propia cada una de las palabras: “vanagloria”, “presunción”, “soberbia” y “desestima del prójimo” (S 3, 22,2 y 28,2; N 2,2,3 y 16,3).

Daños que se siguen de poner el gozo en los bienes morales. Dos son los lugares donde se habla de la soberbia: Subida y Noche. Primero dice en Subida (3,22,2) los daños que provienen de poner el  gozo en los bienes materiales. Luego explica más largamente (S 3,28) los daños en que se puede caer poniendo el gozo de la voluntad en los bienes morales. Son nada menos que siete, “muy perniciosos, porque son espirituales”. No todos producen soberbia o derivados, pero sí lo más frecuente. De hecho, cuatro fomentan la soberbia. El primer daño es “vanidad, soberbia, vanagloria y presunción”. De la estima de las propias obras nace la jactancia. El primero origina el segundo: juzgar a los demás por malos e imperfectos comparativamente. En un acto, dos daños: estima de sí y desprecio de los demás, como se dio en la oración del fariseo (Lc 18,11-12). Cuando actúan, no obran sólo por amor de Dios; lo hacen si ven que se ha de seguir algún gusto o alabanza. “Hay tanta miseria acerca de este daño en los hijos de los hombres, que tengo para mí que las más de las obras que se hacen públicas, o son viciosas, o no les valdrán nada, o son imperfectas delante de Dios” (S 3,28,5).

Imperfecciones de los principiantes. Sólo un maestro en los caminos del espíritu puede descender a las observaciones que se hacen en Noche (1,2) a este respecto. Conoce a los  principiantes en sus reacciones más íntimas y subrepticias. Los pinta con los colores vivos y rasgos precisos, como para conocerse cada uno en su retrato propio. Comienza por decir que se sienten tan fervorosos y diligentes en las cosas espirituales, que vienen a tener satisfacción de sus obras y de sí mismos, de lo que nace cierto ramo de soberbia oculta. Cierta gana algo vana, y a veces muy vana, de hablar cosas espirituales delante de otros, de enseñarlas más que de aprenderlas, de condenar a los que no son tan devotos como ellos querrían, a decírselo incluso de palabra. En fin, se repite de nuevo la escena del fariseo en oración ante el publicano.

Sintetizando, éstas son las ideas claves: querrían que nadie apareciese bueno sino ellos; cuando los confesores y prelados no les aprueban su espíritu y modos de proceder, juzgan que no los entienden o que no son espirituales; huyen, como de la muerte, de aquellos que les deshacen sus planes para ponerlos en camino seguro; suelen proponer mucho y hacen muy poco; por querer privar con los confesores les nacen mil envidias; se resisten a decir sus pecados desnudos para que los confesores no les tengan en menos y los colorean, para que no aparezcan tan malos, “lo cual más es irse a excusar que a acusar”; hasta buscan otro confesor para decir lo malo, porque el ordinario no piense que tienen nada malo, sino bueno; se entristecen al verse caer, se enojan contra sí mismos con impaciencia; “tienen muchas veces grandes ansias con Dios porque les quite sus imperfecciones y faltas, más por verse sin la molestia de ellas en paz que por Dios; no mirando que, si se las quitase, por ventura se harían más soberbios y presuntuosos; son enemigos de alabar a otros y amigos que los alaben (N 1, 2-5).

La soberbia se cura con la humildad. Después de haber expuesto las imperfecciones de los principiantes en el camino de la vida espiritual, presenta una cara distinta: la de los que han pasado a la noche oscura y que son los aprovechados o perfectos. Lo que quiere enseñar el Santo es que el pecado capital de la soberbia sólo se le puede combatir con la  humildad. En Subida (1,13,8-9) ha dicho que para vencer la soberbia de la vida hay que “procurar pensar bajamente de sí en su desprecio y desear que todos los hagan”. Y en Noche (1,2) presenta a la persona que ha entendido la vida como un edificarse en humildad y como un poner la confianza en Dios.

Evaristo Renedo