En una espiritualidad como la de Juan de la Cruz, que pretende llevar al alma hasta la unión con Dios, una vez despojada de todo lo que puede impedirla, nada tiene de extraño que el tema de los vicios capitales aparezca tratado con cierta morosidad. Hay alusiones a ellos en todas sus obras mayores. Pero especialmente en el libro primero de la Noche, en el que dedica un capítulo a cada uno de los llamados vicios capitales, como cabeza y origen de otros muchos, “para que más claramente se vea cuán faltos van estos principiantes en las virtudes” (N 1,1,3), o “cuán de niños es su obrar” (ib. 3) por lo que necesitan de la purificación de la noche.
El capítulo segundo está dedicado a la soberbia, que es un afán vano de las obras espirituales y el deseo de ser estimado por ellas, menospreciando a quien no practica lo mismo, o no estima lo que hacen, por más que todas estas obras “no les valen nada, mas antes se les vuelven en vicio” (ib. 2,2).
En el siguiente capítulo habla de la avaricia espiritual de los principiantes que descontentos de todo, no se hartan de oír consejos, tener y leer libros, y cargarse de imágenes y rosarios, “como los niños con dijes” (N 1,3,1). Lo mismo viene a decir en el libro tercero de la Subida en los capítulos 35-37, resaltando en todo caso cuál es el modo contrario de obrar de quienes van llegando a la perfección.
El capítulo cuarto está dedicado a la lujuria espiritual, no porque así lo sea, –advierte el Santo– sino porque procede de las cosas espirituales (N 1,4,1) aludiendo a ciertas rebeliones de la carne, promovidas bien por el propio gusto sentido en las cosas espirituales, bien porque el demonio tienta así para apartar de las mismas, bien por el mismo temor de que aparezcan cuando ya se han sentido.
Al vicio de la ira dedica el santo el capítulo quinto, que es el desabrimiento que sienten los principiantes cuando se les acaba el gusto en las cosas espirituales, como el niño a quien le apartan del pecho, dice gráficamente, de modo que “se aíran muy fácilmente por cualquier cosilla, y aún a veces no hay quien los sufra” (N 1,5,1). Otras veces esta ira se manifiesta según el Santo en el enfado por los vicios ajenos, sintiéndose ellos “los dueños de la virtud”, pecando unas veces por exceso de tolerancia y otras de impaciencia consigo mismos (N 1,5).
El capítulo sexto está dedicado al vicio de la gula espiritual, que es la que lleva al principiante a buscar por encima de todo su gusto espiritual, bien a través de penitencias, bien haciendo su voluntad, aún en contra de la del maestro de espíritu, apartándose de la oración cuando llega la sequedad, buscando nuevos libros y a “la caza” siempre del gusto (N 1,6).
Finalmente, en el capítulo siete aborda el santo los otros dos vicios capitales que son la envidia y acidia espiritual. El primero lleva a los principiantes a sentir pesar por el bien espiritual de los otros, y que les lleven ventaja en la virtud o hablen bien de ellos, queriendo ser preferidos en todo (N 1,7,1). El otro vicio les lleva a sentir tedio en las cosas espirituales si contradicen su gusto o yendo de mala gana cuando les falta. Hasta el punto de entristecerse de querer lo que quiere Dios, pues querrían más bien que Dios quisiera lo que quieren ellos (N 1,7,2) y sienten más tedio cuanto las cosas son más espirituales.
Luego, por contraposición, en los capítulos siguientes hace ver el Santo cómo la noche con su sequedad va purificando estos vicios capitales uno a uno (cap. 12-13) consiguiendo con la virtud desterrar el vicio, ya que “todas las virtudes crecen en el ejercicio de una y todos los vicios crecen en el de uno” (S 1,12.5), convirtiéndose las virtudes “en fuertes escudos contra los vicios, que con el ejercicio de ellas venció” (CB 24.9), y resaltando la importancia que tienen las virtudes adquiridas en el tiempo de la juventud –las frescas mañanas de las edades– “por ser en el tiempo de juventud cuando hay más contradicción de parte de los vicios para adquirirlas, y de parte del natural más inclinación y prontitud para perderlas” (CB 30,4).
Alfonso Ruiz