El símil de la vidriera y el sol es de antiguo abolengo en la tradición espiritual; algo semejante al del fuego y el leño. Lo acogen con fidelidad los escritos sanjuanistas bajo diversas fórmulas, pero siempre con vinculación al “rayo del sol”, que es el otro referente en la comparación. El rayo del sol da o pega en el cristal, en la ventana, en el vidrio o en la vidriera. Los términos menos usados son el “cristal” y el “vidrio”, que aparecen en dos ocasiones solamente. Vidrio, en una de ellas, es versión de un texto bíblico (Prov 23,31) sin que establezca comparación alguna (S 3,22,6). Tampoco está presente el símil en dos de los lugares en que J. de la Cruz usa el sustantivo “ventana” (S 2,3,3). En otros cuatro alterna literaria y doctrinalmente con “vidriera”, resultando perfectamente idénticos en la estructura y en el significado del símil.
Este, como tantos otros, arranca de la observación física y se traslada al ámbito espiritual. Lo que se percibe en la ventana o en el vidrio cuando el sol reverbera en él se aplica al impacto de la comunicación divina en el alma. La limpieza o las manchas en el vidrio determinan su mayor o menor recepción del rayo luminoso; lo mismo sucede en el alma ante la iluminación divina. Siguiendo su costumbre, J. de la Cruz comienza por aclarar la relación entre los dos extremos de la comparación: “La vidriera, aunque se parece al mismo rayo, tiene su naturaleza distinta del mismo rayo; mas podemos decir que aquella vidriera es rayo o luz por participación” (S 2,5,6).
Explica esta especie de transformación en el plano natural de la manera siguiente: “Cuando el cristal limpio y puro es embestido de la luz, cuanto más grados de luz va recibiendo, tanto más de luz en él se va reconcentrando, y tanto más se va él esclareciendo; y puede llegar a tanto su copiosidad de luz que recibe, que venga él a parecer todo luz, y no se divise entre la luz, estando él esclarecido en ella todo lo que puede recibir de ella, que es venir aparecer como ella” (LlB 1,13). En la descripción del referente anota aún otro detalle con respecto a la sombra en el madero y en el cristal cuando reciben la luz: en el primero es opaca, mientras en el segundo es clara (LlA 3,12). Este aspecto carece, sin embargo, de aplicación directa a partir del símil estudiado.
Si se comparan los textos en los que J. de la Cruz ilustra su pensamiento con el símil del rayo del sol y la vidriera, se constata que la idea central, común a todos ellos, adopta ligeras variaciones según el contexto doctrinal de cada caso. El núcleo aglutinador de todos responde a la relación más natural entre el efecto de la luz en el cristal, según queda señalado. La acción de Dios en el alma, su comunicación e iluminación, es tanto más clara, pura y sencilla cuanto más limpia de manchas y motas –espiritualmente hablando– la encuentre. Tiene a la vez efectos de purificación, iluminación y unión. Según estos efectos, unas veces se propone el símil del rayo del sol en conexión con la advertencia amorosa o contemplación; otras, con la misma unión.
a) La vidriera y la contemplación divina. La noticia general, sencilla y amorosa, que sustituye paulatinamente a la meditación, es tanto más “sencilla, perfecta, espiritual e interior”, cuanto menos adherida está a formas imaginarias o inteligibles. “Lo cual se entenderá bien –escribe el Santo– por esta comparación. Si consideramos en el rayo del sol que entra por la ventana, vemos que cuando el dicho rayo está más poblado de átomos y motas, mucho más palpable y sensible y más claro la parece a la vista del sentido. Y está claro que entonces el rayo está menos puro y menos claro y sencillo y perfecto, pues está lleno de tantas motas y átomos. Y también vemos que cuando está más puro y limpio de aquellas motas y átomos, menos palpable y más oscuro le parece al ojo material; y cuanto más limpio está, tanto más oscuro y menos aprehensible le parece … De donde si entrase el rayo por una ventana y saliese por otra, sin topar en cosa alguna que tuviese todo de cuerpo, no se vería nada, y con todo eso el rayo estaría en sí más puro y limpio que cuando, por estar lleno de cosas visibles, se veía y sentía más claro” (S 2,14,9).
La aplicación es inmediata a la luz espiritual “en la vista del alma o entendimiento”, en el cual la noticia general amorosa de Dios “embiste tan pura y sencillamente y tan desnuda ella y ajena de todas las formas inteligibles”, que el entendimiento no la hecha de ver, y cuando es más sencilla y pura “le hace tiniebla, porque le ajena de sus acostumbradas luces, de formas y fantasías”. Si no embiste con tanta fuerza en el alma, “ni siente tiniebla, ni ve luz, ni aprehende nada que no sepa ella”; por lo mismo, a veces se queda el alma en un “olvido grande” (ib. n. 10). La comparación al mismo propósito se repite casi a la letra en Noche (2,8,3-4), aunque en lugar de la noticia amorosa el extremo comparativo es el “divino rayo de contemplación”.
b) La vidriera y la unión transformante. Como variante de la anterior aplicación del símil aparece la comparación con el alma que se vuelve “simílima a Dios en pureza” por la participación en la unión transformante. Para ello ha de tener en sí pureza total, “sin alguna mezcla de imperfección”. También a este propósito habla de “poner una comparación” para que se comprenda mejor su pensamiento: “Está el rayo del sol dando en una vidriera; si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no la podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla”. Tanto menos la esclarecerá cuanto menos desnuda estuviere de velos y manchas, “y tanto más cuanto más limpia estuviere. Y no quedará por el rayo, sino por ella; tanto que si ella estuviere limpia y pura del todo, de tal manera la transformará y esclarecerá el rayo, que parecerá el mismo rayo, y dará la misma luz que el rayo” (S 2,5,6).
También en este caso la aplicación a la unión transformante o divinización del alma es clara e inmediata. Tan pronto como el alma se despoja y desnuda de toda mancha de criatura, de todo lo que no es Dios, “luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios … Y el alma más parece Dios que alma … aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto le tiene del de Dios como antes, aunque esté transformada” (ib. n. 7; cf. CB 26,4 y 17).
c) La vidriera y los grados de amor. La predilección de J. de la Cruz por el símil de la vidriera le permite extender la comparación más allá de lo que es corriente en la tradición espiritual. La mayor o menor cantidad de luz concentrada en el cristal o vidrio puede compararse a la intensidad o grados de amor a que puede llegar el alma en esta vida. Según el Santo, el crecimiento del amor divino está en proporción a la mayor aproximación a su centro, que es Dios. Llegar al último grado, es llegar al “más profundo centro del alma”, donde es transformada y esclarecida “según todo el ser y potencia y virtud de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios”.
Lo ilustra una vez más el rayo de luz. Lo dicho sucede “bien así como cuando el cristal limpio y puro es embestido de la luz, cuantos más grados de luz va recibiendo, tanto más de luz en él se va reconcentrando, y tanto más se va él esclareciendo; y puede llegar a tanto por la copiosidad de luz que recibe, que venga a parecer todo luz, y no se divise entre la luz, estando él esclarecido en ella todo lo que puede recibir de ella, que es venir a parecer como ella” (LlB 1,13).
Esta variada aplicación espiritual del símil de la vidriera embestida por el rayo del sol se complementa en las páginas sanjuanistas con otros detalles menores, en parte consecuencia de las observaciones precedentes. Si el rayo del sol en la vidriera emite resplandor, nada tan apropiado como compararlo a los resplandores que se desprenden de las lámparas de fuego que iluminan las cavernas profundas del sentido (LlB 3,77). La constatación de que las “máculas y motas” desaparecen cuando el sol se infunde en la vidriera, pero vuelven a aparecer cuando se aparta el sol, es aplicable a lo que sucede cuando a la noticia sencilla y amorosa de Dios vuelve a sustituirse con formas particulares y actos imaginarios (CB 26,17).
Encuadrando la iluminación divina en ese contexto, puede afirmar J. de la Cruz, al insistir en su norma de no apegarse a las gracias especiales, como visiones, revelaciones, que cuando son obra de Dios no “puede resistir el alma aunque quiera, más que la vidriera al rayo del sol cuando en ella da” (S 2,11,6). Lo reafirma con mayor fuerza más adelante: “La vidriera no es parte para impedir el rayo del sol que da en ella, sino que pasivamente, estando ella dispuesta con limpieza la esclarece sin su diligencia u obra”.
La aplicación que sigue puede ser la conclusión práctica general: “Así también el alma, aunque ella quiera, no puede dejar de recibir en sí las influencias y comunicaciones de aquellas figuras, aunque más las quisiere resistir; porque a las infusiones sobrenaturales no las puede resistir la voluntad negativa con resignación humilde y amorosa, sino sola la impureza e imperfecciones del alma, como también en la vidriera impiden la claridad las manchas” (S 2,16,10).
Probablemente la conexión figurativa entre la vida espiritual y el caso de la vidriera y el sol es la que establece el Santo al explicar el origen de la iluminación divina que llega al hombre a través de la contemplación mística. Manteniendo la teoría dionisiana de la derivación a través de las jerarquías angélicas, “de unas en otras sin alguna dilación”, añade que es “así como el rayo del sol comunicado a muchas vidrieras ordenadas entre sí; que, aunque es verdad que de suyo el rayo pasa por todas, todavía cada una le envía e infunde en la otra más modificado, conforme al modo de aquella vidriera, algo más abreviada y remisamente, según ella está más o menos cerca del sol” (N 2,12,3).
Eulogio Pacho