Cuerpo

T participa del oscurecimiento a que fue sometida la noción cristiana de cuerpo bajo el influjo del helenismo tardío. Adolece y abusa del simplismo dualista simplemente popular, del esquema, indispensable por otra parte, “alma-cuerpo” “espíritu-carne”. Participa de las sospechas sobre el placer, del prejuicio de “menosprecio del cuerpo”, a veces protocolariamente escondido bajo el “topos” retórico de la humildad y la “ruindad”; prejuicio, por otra parte, muy extendido en aquellas condiciones sociales y en la literatura espiritual que frecuenta. No problematiza en general sus afirmaciones sobre la condición negativa del cuerpo. Pero su mensaje puede orientar la actual preocupación por el sentido del cuerpo en nuestro tiempo y mundo.

Caso a parte en la corriente cultural es su testimonio ambivalente sobre la condición expropiada y sometida, alienada al fin, del “cuerpo” femenino en su sociedad. Ambigüedad, porque su testimonio es simultáneamente el de un ambiente en el que el cuerpo femenino está “sometido” a la dependencia del varón y reducido a “instrumento” de generación, y sin embargo ella personalmente ha hurtado su cuerpo de mujer a esa presión social “liberándolo” por la virginidad, por la toma de la palabra, por el ejercicio del magisterio, por la maternidad espiritual y por la creatividad de su actividad como escritora, como fundadora y mediante otras “salidas” de mujer. T, pues, es testigo de las miserias de un ámbito de esclavitud (situación de la mujer) y de una forma de liberación (propuesta teresiana de liberación). T ha conquistado el acceso a espacios y poderes, a cátedras y saberes dominados por “corporaciones” de varones.

En T se da una verdadera apropiación del propio cuerpo por la educación ascética y el respeto a sus necesidades y valores. Participa de la ascética o disciplina corporal común en su tiempo. Control del sueño, higiene, dieta, abstinencia, ayuno, ejercicios corporales, disciplina de tiempo y mortificación corporal, castigos, privaciones y disciplinas corporales, templanza, castidad, silencio, gestos, cantos y posturas de oración, reeducación de hábitos de los sentidos y de los hábitos de la sensibilidad y del corazón, etc. componen la panoplia a disposición de la mujer común para el inicio en la vida espiritual, pero es en la fase “mística” donde la aportación de T es más original o considerable. En estos aspectos nos hemos de centrar.

Naturalmente el cuerpo de T está y vive marcado social y culturalmente con el complejo entramado de raza, linaje, sangre, sexo y género.

Si el cuerpo de la mujer es siempre sismógrafo de todas las tensiones sociales del tiempo, T refleja bien estas barreras y rupturas. Tuvo que entrar en espacios prohibidos, tuvo que “recuperar” su cuerpo de mujer, apropiárselo personalmente, puesto que en su sociedad el varón había expropiado, confeccionado e impuesto artificialmente el cuerpo femenino y le había marcado sus significados, roles, poderes, deberes, placeres, dolores, posibles e imposibles, lugares de ausencia y presencias.

Pero con el cuerpo de mujer (hecho de naturaleza) y con su femineidad (hecho social) Teresa ha de construir su aventura y ser Teresa (hecho personal). Su tino está en acertar con su destino redefiniéndose, encontrándose y realizándose, no sólo desde las limitadas condiciones de su cuerpo y de su papel social impuesto, sino desde la vocación y misión que concibió como propiamente suyas. Y después de apropiárselo, educado, dócil y liberado, espiritualizado, entregárselo pleno al Señor.

Hacer el “proyecto Teresa” comportará reeducar, reconducir, no sólo con técnicas de relajación, concentración y recogimiento mental, o con terapias y habituación, sino con su original propuesta de “salud” o “redención” válida para la mujer y el varón por cuanto se dan en un plano superior y anterior a toda determinación sociobiopsicológica o corporal.

La palabra (y el gesto), el sexo (adscripción al género) y la muerte (y sus emisarios: enfermedad y dolor) son los “datos y deberes” primeros y primordiales del cuerpo en cuanto factor y gestor de la expresión (palabra o símbolo), la relación (sexo, sensibilidad, ser con otros, fecundidad) y la limitación (nacimiento, pasibilidad, muerte) del hombre. Estos son los trascendentales presentes en la condición corporal del ser humano.

La investigación del mensaje teresiano sobre la dimensión corporal de la existencia, sobre su conciencia de la miseria, su implicación en la experiencia cristiana y en su propuesta de matrimonio espiritual, su participación en la aventura espiritual y su eventual logro o malogro de los proyectos o procesos espirituales en que la autora se embarca ha de comenzar por reconocer que el vocabulario a propósito de este mensaje no se halla todo bajo la voz “cuerpo” o “cuerpos”; hay que integrar en esta exploración conceptos o vocablos teresianos como “natural” substantivado como “el natural”, “nuestro natural”, “complexión”, “complexiones”, “es­tos cuerpos”, “carne”, “corazón”, “sentidos”…

Experiencia, simbolización, mensaje doctrinal y pedagogía del cuerpo son corrientes que van mezcladas y trabadas en todo texto teresiana. Toda existencia espiritual se vive y se expresa a través del cuerpo. Los “sucesos” interiores o relacionales son registrados en el ámbito corporal. Bien como sensaciones, bien como símbolos de la realidades espirituales o idea­les. Es la persona la convocada por la gracia encarnada (humanidad de Cristo) a responder también encarnada y corporalmente en su vida moral. Toda la gracia y la conquista espiritual con su mesura y su bravura, toda “la suavidad” y el humanismo de T tienen componentes corporales: la abnegación, la dieta, la vivencia de la oración y de la pasión mística, la salud y la enfermedad, todas las manifestaciones de la precariedad y la miseria del hombre se expresan a través del cuerpo, que otorga posibilidades de expresión a la conciencia de la fe, del amor y de la esperanza. Toda experiencia de grandeza es también corporal. Corporales son los signos de la feminidad, primera determinación personal anterior e interior a toda otra expresión, y corporal es la expresión de toda forma de respuesta: convertirse, (“María [la pecadora] luego mudaría el vestido”); consagrarse en la vida religiosa afecta al cuerpo, se expresa en el cuerpo: cuerpo vestido (galas o jerga) limitado en espacio y relaciones “a encerramiento y clausura”, cuerpo apartado y marcado (virginidad y separación de familia y adscripción a un grupo femenino exclusivamente) descalcez, ayuno, “mudanza de vida y de manjares”, cuerpo consagrado con su culto y sus ritos. Todos los gestos de dimensión espiritual tienen dimensión corporal en T.

Todos, por tanto, están sujetos a la ambigüedad de los valores humanos. El cuerpo es expresión pero puede ser máscara de farsa. Buscar la verdad mediante la humildad será para T el gran trabajo: la autenticación y verificación de todos los gestos personales.

1. “El cuerpo es para el Señor”

El cuerpo ha de ser espíritu. “Os exhorto… a que ofrezcáis vuestro cuerpo como víctima viva, santa agradable a Dios, que este es vuestro culto” (Rom 12, 1). El cuerpo participa de lo dado y lo construido o conquistado. Manifiesta a la persona su límite y su posibilidad. Es gracia y pondus. Un dato con el que hacer algo. Lo entiende enseguida T Para ella el cuerpo es a la vez el lugar de revelación de la ausencia de la gracia. Su labilidad se expresa en lo abundantes términos teresianos: “malicia” “concupiscencia”, “ruindad”, “flaqueza”, “rudeza”, “miseria”, “bestialidad”, “ser tierra”, o vivir en la “cerca del castillo” y simultáneamente el lugar de manifestación de la verdad del hombre y de cómo el espíritu –su alta vocación– puede integrar cuerpo y alma en la realización de los más altos ideales evangélicos. “Ahora, pues, lo primero que hemos de procurar es quitar de nosotras el amor de este cuerpo, que somos algunas tan regaladas de nuestro natural, que no hay poco que hacer aquí, y tan amigas de nuestra salud, que es cosa para alabar a Dios la guerra que dan, a monjas en especial, y aun a los que no lo son. …Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo, y no a regalaros por Cristo” (C 10,5). En el cuerpo se da y aparece la actualización incipiente de la ya incoada “salus” última, de la transfiguración, de la resurrección, de la glorificación, pues ya el cuerpo es templo del Espíritu Santo y no es el cuerpo una determinación provisional sino definitiva del hombre. Su estado actual es fruto de la culpa, es por tanto responsabilidad del hombre, herido y derrotado, hacer de su cuerpo que es signo de rebelión un mediador de sus ideales, no un ídolo que venerar.

Es el hombre entero, para T “el alma”, quien puede vivir en la cerca del castillo, desconocerse en su valor y destino, vivir desalquilado y deshabitado de sí mismo o el que puede concebirse y realizarse como morada de Dios y progresar en la vivencia de esa condición habitada y santa. El cuerpo está hecho para el espíritu, para hacerle florecer y ofrecerse.

Este es el drama de cuerpo, puede distraer al hombre y desarmonizarlo o sacarlo de su centro y destino. Pero la última estancia del cuerpo no es la tumba sino el Reino. Este carácter dramático, ambiguo y dialéctico de la condición humana, simbolizada y expresada por su cuerpo, está siempre activa y presente en la conciencia teresiana. T, desde luego, es deudora de su tiempo, pero cargar las tintas en lo negativo la libra – y nos puede ayudara a corregir- de la actual “invención mitológica” moderna del cuerpo ídolo, solo y segregado, sujeto de derechos frente al hombre, sano, bello, joven, fuerte (“sportdietizado”), residencia de toda (im)posibilidad humana y por tanto de toda frustración.

La Autobiografía y las Relaciones no son Historia de un alma, llevan gran carga de aventura corporal –con razón hablan de patografía teresiana– y de conciencia de su peso y su vuelo. Salud y dolor, interior y exterior son unidas en Teresa. Hasta en la repercusión de los sacramentos es así: “En llegándome a comulgar queda el alma y el cuerpo tan quieto, tan sano y tan claro”… “y cuando comulgo… notablemente siento clara salud corporal” (R 1,23) . No hay para T otra manera que no sea la vital y sencilla de hablar de su experiencia espiritual. La oración es su termómetro, pero son los efectos corporales y visibles su verdadero metro y criterio de progreso espiritual: pobreza, libertad ante murmuraciones, piedad de los pobres, deseo de soledad y penitencia, gratuidad, inevitabilidad, aprovechamiento en las virtudes, humildad, salud corporal son criterios de juicio que aplica con una misma importancia en su discernimiento continuo.

Vamos a ver el despliegue en el tiempo, según su propia periodización de la experiencia del cuerpo en la vida espiritual.

2. La ascética del cuerpo

El cuerpo de Cristo (su humanidad) es el medio de redención, de revelación y de comunicación con Dios. La dimensión corporal es consustancial a la condición sacramental de esta redención. La rearmonización o espiritualización del cuerpo es la propuesta de las primeras fases de redención del cuerpo según santa Teresa. La gracia del propio cuerpo, que también debe ser acogida como regalo gratuito, y la vivencia del dolor y la enfermedad son la primera prueba de fortaleza, exigencia de caridad y comunión con la Pasión que Teresa ha experimentado y en ellas tiene que aprender y enseñar a vivir la corporalidad antes de llegar al anticipo de redención del cuerpo en la experiencia mística.

El pecado tiene repercusiones en todo el compuesto humano: “¡Cuáles quedan los pobres aposentos del castillo! ¡qué turbados andan los sentidos que es la gente que vive en ellos! ¡Y las potencias que son los alcaides y mayordomos y maestresalas, con qué ceguedad, con qué malgobierno!” (M 1, 2,4) En definitiva que el cuerpo, todavía en los arrabales del castillo, está, como el alma, sujeto al poder indómito del pecado, el mundo y la carne. T analiza con especial agudeza y dolor la fenomenología de la esclavitud que sobre el cuerpo orante cae por la presión social de la honra, por la debilidad, por la falta de hábitos, de fuerza de voluntad y de motivaciones. Aún no llega casi nada “la luz del palacio donde está el Rey” (ib 14) y el cuerpo queda sujeto a temor y cobardía. Las fuerzas residentes en el cuerpo “embebidas en el mundo y engolfadas en sus contentos y desvanecidas en sus honras, no tienen fuerza los vasallos del alma (que son los sentidos y potencias) que Dios les dio de su natural” (M 1,2,12); Pero el celo indiscreto o el exceso de penitencia corporal tampoco son adecuados para el momento de este combate; siempre el cuerpo combate en territorio fronterizo.

La pedagogía teresiana se abre con un grito de atención a la dignidad humana, mediante el reclamo a la conciencia del valor decisivo de la interioridad. El hombre se juega en su intimidad. Es vasija que guarda un tesoro. No sólo lo ha de guardar, ha de ganárselo. El hombre es crisálida y diamante, palacio y paraíso.

El cuerpo es evidente al hombre en todo el proceso por su misma pesadumbre, pero ha de pasar de ser factor de disgregación y distracción a ser cooperador; ha de entrar en armonía y colaboración con el designio y vocación que tiene en Cristo: “Glorificad a Dios con vuestro cuerpo” (1Cor 6, 23). “Este es vuestro culto razonable” (Rom 12,1). Pero su propensión es la contraria: “Sino que nos detenemos en estos cuerpos, y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas… todo se nos va en la grosería del engaste o cerca de este castillo que son estos cuerpos” (M 1,1,2). La imagen lleva cargada ya una propuesta de acción ética y responsable. Un castillo, como una montaña, es un desafío que conquistar, pacificar y habitar desde el centro. El cuerpo se plenificará en el encuentro de su centro y mitad. El cuerpo se adecuará a la vocación y destino sólo en el encuentro amistoso o matrimonial con Cristo. El cuerpo será el lugar del encuentro y trato con el encarnado, humanado, humillado y glorificado.

Quien ora, entra y avanza en este proceso de apropiación e integración del cuerpo en la vocación. Es la oración el instrumento pedagógico y el recurso privilegiado por T para disponerse a la gracia de la unión. Gracia que se da mediante la carne y el cuerpo de Jesús.

La oración es de por sí un ejercicio compuesto y expresado por gestos corporales previa o sucesivamente autentificados: gestos de silencio y diálogo, de conocimiento propio y humildad, de consideración de Dios y recogimiento y atención a su llamada, de contemplación de la naturaleza, de imaginación, de fantasía y de lectura. “Son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía o tullido” (M 1,1,6). El recurso de aprendizaje está también en el cuerpo: oración mental o vocal que es más que “menear los labios” (ib. 7) pero que es también menear los labios; de hecho, todo el cuerpo se ha de movilizar para, apropiado por su centro y unificado por el espíritu, “huir de la bestialidad” del cuerpo ausente, de la distracción y disgregación de las potencias y facultades derramadas, para hurtar el cuerpo a la costumbre maquinal y a la palabra servil ante Dios (ib y en M 1,1,1). La pedagogía de estos gestos y posturas hace progresar hasta hacer del cuerpo y con él un único sujeto de trato y comunión con Cristo humanado. Gestos, posturas, el llamado “yoga” teresiano, el desprendimiento de bienes y necesidades, el “recogimiento de los sentidos derramados” (V 11,9) y hasta el canto conforman las tareas de esta etapa primera de disposición y educación corporal.

El cuerpo ha de “acostumbrarse” por el ejercicio continuado y fiel a cerrar los ojos, a recogerse y retirarse, a tratar la vida de Cristo, a recibir lágrimas, a pasar las “congojas por sustentarse en la oración” (ib 11).

Cuenta para T mucho en esta fase también la discreta atención a las necesidades o ritmos que impone la condición corporal del orante. Hay que dar tiempo al cuerpo pues a veces “la sequedad viene de indisposición corporal, que participa esta encarceladita de esta pobre alma de las miserias del cuerpo” (V 11, 15); el cuerpo reclama al orante discreción, no forzar, que no le ahoguen, “el alma… no puede lo que quiere, por tener tan mal huésped como este cuerpo” (V 11,15). “Sirva entonces al cuerpo por amor de Dios porque otras veces muchas sirva él al alma y tome algunos pasatiempos santos de conversaciones… o irse al campo” (ib 16). La ley de la “suavidad” teresiana impone el ritmo de adaptación del cuerpo a las exigencias del espíritu, es decir de los ideales a la realidad. Siempre el cuerpo en T es el guardián de la realidad. Quien hace posible lo más alto y avisa de los imposibles y las ilusiones.

En esta educación teresiana no vale “traer el alma arrastrada”, sino la suavidad que impone la condición corporal y encarnada de la comunión con Dios en Cristo. Y ante todo “acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerla siempre consigo y hablar con él… pedirle… quejársele… alegrase con él… no olvidarse… y… sin oraciones compuestas” (V 12,3), “sin cansarse en componer razones” (V 13,11). “Ordenar el tiempo y las cosas para que vayan conforme a verdad” (V 13,17). Que los ideales se realicen en carne y tiempo. Si no, todo es pensamiento y ejercicio mental sin encarnadura.

Pero sin que el cuerpo y sus querencias o supuestas exigencia y necesidades se imponga sobre el proyecto que la razón y la fe han determinado seguir. Por eso insiste en el aprendizaje –con libros e imágenes si es preciso– de una actitud corporal y mentalmente vivida “con alegría y libertad”, con discreción y conciencia de los limites, con “ánimos animosos” para el desprendimiento que “no nos ha de faltar la tierra en queriéndonos descuidar un poco del cuerpo”. Y, por supuesto, todo medido por las exigencias del propio estado: “cada quien según su llamamiento” (V 13,4-5). No vale el cálculo mezquino de “querer concertar cuerpo y alma para no perder acá descanso y gozar allá de Dios” (ib 5) le parece “paso de gallina”. Que el cuerpo con sus temores y derechos no sea el metro. Pues el cuerpo es también velo opaco que falsea. Salir de sus límites para llevarle a donde no conoce: “procurar soledad y silencio… que no nos matarán estos negros cuerpos que tan concertadamente se quieren llevar… que nos hace temer que todo nos ha de matar y quitar la salud, hasta tener lágrimas nos hace temer de cegar” (V 12,1). Las fronteras del hombre están en sus miedos físicos más que en sus reales capacidades. “Como soy tan enferma, hasta que no me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud…” (V 13,7). La relativización de todo lo exterior es al fin muestra de la ambigüedad de lo corpóreo: “¿Ves toda la penitencia que hace la Cardona? En más tengo tu obediencia” (R 23).

3. Repercusiones corporales de la vida mística

El cuerpo entra poco a poco en la órbita del espíritu. Si el cuerpo es la medida de todo avance, por cuanto que “no está la perfección en los gustos sino en quien ama más… y en quien mejor obrare con justicia y verdad”, su opacidad también es la fuente de todas las dudas. Gustos o contentos, de qué se trata pregunta la autora. Cuando el Señor dilata el corazón comienza la vida mística. (Moradas cuartas).

La primera experiencia de la afectividad corporal es una cierta inversión de la dirección del gozo: “…estos contentos son naturales… comienzan de nuestro natural mismo y acaban en Dios. Los gustos comienzan de Dios y siéntelos el natural y goza tanto de ellos… y mucho más” (M 4,1,4). Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo. El cuerpo se somete con su propia aportación: su gesto aquí son las “lágrimas”. Un gesto corporal con apariencia mística. Sin embargo, es ambiguo. Puede proceder de la pasión: Teresa ha pasado por las “lágrimas congojosas” cuando “no sabía acabar (de llorar) hasta que se me quebraba la cabeza”. Pueden también nacer “de linaje más noble” y acabar en Dios. “No se puede entender”, concluye T. Vuelve sobre ello en M 6,6,7-10.

Pero el cuerpo empieza a sentirse excluido: “Cuando nos ata a Sí … parece estamos en alguna manera desatados de este cuerpo. Yo veía a mi parecer las potencias del alma empleadas en Dios y estar recogidas con El, y por otra parte el pensamiento alborotado: traíame tonta” (ib 5). El cuerpo se desconcierta por su exclusión. Los modos de conocimiento y gozo se invierten. T se problematiza, pero halla la solución en establecer que el pensamiento o la imaginación no es todo el hombre, “no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho”. No entenderlo tiene malas repercusiones: “De aquí proceden las aflicciones… y el quejarse de trabajos interiores… y vienen las melancolías y a perder la salud”.

Habla en su experiencia de un desdoblamiento o escisión que sólo tiene explicación por el rastro del pecado de origen: “es de la miseria que nos quedó del pecado de Adán” (ib 11). Su experiencia (M 4,1,10) dice que es compatible la locura de la imaginación, el gran ruido de la cabeza, la barahúnda, los muchos pajarillos y silbos y no en los oídos, “sino en lo superior de la cabeza adonde dicen que está lo superior del alma” con la verdadera experiencia de amor místico “donde el alma se está muy entera en su quietud y amor y deseos y claro conocimiento”. El cuerpo sujeto “a comer y dormir y a otras servidumbres” que nos “menosprecian” y que las llevamos dondequiera vayamos. No es culpa del cuerpo ni del alma. “Hay más y menos en este estorbo conforme a la salud y a los tiempos [edades]… tengamos paciencia… entendámonos… y lo que hace la flaca imaginación, y el natural y el demonio no pongamos la culpa al alma” (M 4,1,14).

La vida mística comienza con “gran alboroto”. Los consuelos espirituales “algunas veces van envueltos con unos alborotos de sollozos… se les aprieta el pecho… movimientos exteriores [involuntarios] les hacen salir sangre de narices y cosas así penosas” (M 4,2,1). Los gustos de Dios u oración de quietud es de otra manera. El cuerpo no sufre. Participa del gozo por desbordamiento y rebose de dentro a fuera. La parábola de la fuente que se hinche da a entender la nueva condición pasiva e interior de la experiencia corporal. La fuente que se hinche sin ruido por manantial caudaloso y la que se llena desde fuera por arcaduces señalan el nuevo estadio del proceso místico. La que tiene el manantial de la gracia en el centro del alma “produce una grandísima paz y quietud y suavidad en lo muy interior de nosotros mismos… vase revertiendo esta agua por todas las moradas y potencias hasta llegar al cuerpo… todo el hombre exterior goza de este gusto y suavidad” (M 4,2,4). “Aquel ensanchamiento… comienza a producir aquella agua celestial de este manantial… de lo profundo de nosotros, parece que se va dilatando y ensanchando todo nuestro interior y produciendo unos bienes que no se pueden decir, ni aun el alma sabe entender qué es lo que se le da allí. Entiende una fragancia… el calor y el humo oloroso penetra toda el alma y aún hartas veces participa el cuerpo. Mirad que ni se siente calor ni se huele olor” (ib 6)… no es cosa que se pueda antojar, se ve no ser de nuestro metal”.

En el cuerpo se asientan todas las dudas todavía. No está en él mismo, sino en su disposición para la relación de amor, la garantía de valor de estas gracias místicas: “Mas en los efectos y obras (corporales) de después se conocen estas verdades de oración que no hay mejor crisol para probarse” (ib. 8). Ni se pueden producir con artificio, ni se pueden evitar…

4. El cuerpo transfigurado

Huésped es el alma del cuerpo y el cuerpo huésped es del alma. La transformación del hombre y su proceso lo describe e interpreta T con la parábola de la crisálida. De nuevo los efectos de la unión tiene registro corporal: el deseo y la desazón del amor omnímodo y proteico: “Desasosiego de servir, de alabar, de padecer por el, de penitencia, de soledad, de deseo de darle a conocer, de andar en misión, de…”; y con esa desazón llega la noche oscura del alma donde “la entraña del alma se desmenuza y muele” (M 5,2,10-12) y se “sella con su sello” (ib. 13). El amor se hace pasión, “duele el cuerpo”, siempre duele más el amor. Es el cap. 3 de las quintas moradas el que da el criterio claro “la más cierta señal” de discernimiento: hacer la voluntad de Dios, mediada por la obediencia, por el amor al prójimo, por obras conformes y virtudes no fingidas, y por la humildad del amor concreto no “encapotado” ni hecho de “suspensioncillas”: “obras quiere el Señor” lo traduce T en alivio de enfermos, compasión, ayuno porque otro coma, tomar trabajos por quitarles al prójimo… Cosas bien corporales y exteriores son la esencia y señal de la unión mística.

La corporalidad impone la historicidad y la materialidad de la caridad cristiana. Este es vuestro culto razonable. “Ofreced vuestros cuerpos como hostia viva” Rom 12, 1-2. “Dad vuestros miembrios a Dios como instrumentos de justicia” (Rom 6,12-13). Teresa muestra cómo se cura la ambigüedad congénita de lo corporal y se abre a la sana y leal relación con Dios mediante la relación de amor con el prójimo. En este punto introduce el sacramento del matrimonio como símbolo (y sacramento) del amor de Dios. No disponía T de los logros de la actual teología del matrimonio. Le basta el uso alegórico de los usos sociales para hacer la graduación que le importa.

La experiencia mística tiene siempre esta condición de estímulo, para hacer desear, para acercar a la promesa, en algún modo son anticipo y aperitivo de la vida celestial. El cuerpo es testigo de lo futuro y se proyecta como palabra y símbolo del profeta para que veáis y creáis. Este valor apologético y de encarecimiento tiene siempre el testimonio de T. La centralidad de los pasajes sobre la Humanidad corporal y gloriosa, sobre el Cristo espíritu que trasformará nuestro cuerpo de miseria en un cuerpo de gloria (Fil 3,21), es por defensa del poder salvador de la carne glorificada y sacramentada del Señor.

Vivir la vida nueva, entrar en la morada, trasformar el gusano en crisálida, disponerse para el matrimonio, dejarse invadir por el agua viva que dilata nuestro cauce, es vivir bajo el imperio actual y vivificante de su cuerpo resucitado, norma y eje de toda novedad de vida. En esta vida se avista su eficacia en la experiencia mística, pero sobre todo en la conformación con su voluntad y en la aproximada reproducción “corporal” y existencial de sus obras, virtudes y sentimientos.

Impetus y deseos, purificaciones e insatisfacciones (M 6,11) no son si no muestra de esta tensión reveladora de la condición fronteriza del hombre (ib 4 v. gr.). La descripción de la noche del espíritu que se hace en este capítulo. En las séptimas moradas se despliega el último grado de participación en la resurrección y de transformación espiritual que afecta a todos los niveles de la persona también al corporal. Los sentidos espirituales serían una manifestación de la transformación de toda la potencia corporal de comunicación, expresión y actuación del alma.

La ultima morada es también de naturaleza corporal: templo de la Trinidad, experiencia ligada a la Humanidad de Cristo y al sacramento de la eucaristía y del matrimonio (M 7,2,1) aunque se esfuerza en decir: “aquí no hay memoria de cuerpo”, o “no ha menester puerta por donde entre” (ib 3).

Cuerpo templo del Espíritu Santo. Eucaristía –banquete y alianza esponsal–, Resurrección, Humanidad del Verbo, Matrimonio forman el cuadro donde es posible integrar teológicamente las experiencias en las que según santa T participa el cuerpo armónica y serenamente: “de este centro… salen unos rayos de leche que toda la gente del castillo confortan… para sustentar [al los] que en lo corporal han de servir a estos dos desposados”. Este hombre está unido, ya son dos, su vida es Cristo, su cuerpo lo sabe y lo expresa. Estas repercusiones no son clamorosas o exteriores sino en silencio.

El porqué y para que de esta aventura y esta torrente de gracias es también de naturaleza eclesial y corporal: para fortalecer en la imitación de Cristo crucificado (M 7,4,4-5) en la fortaleza del sufrimiento. “Hacerse esclavos de Dios, a quien señalados con su hierro que es la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo como El lo fue”. Todo se resuelve en obras “corporales” de servicio y misericordia: “procurada ser la menor de todas y esclava suya mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir”. La fortaleza es también corporal (ib 11) pero siempre para servir. Marta y María siempre juntas.

En este punto se avista ya la condición glorificada del cuerpo espiritual. “Si nuestro cuerpo es pesado y peligroso no es porque esté unido al alma sino porque no lo está del todo y en consecuencia escapa en parte a su influjo” (J. Mourroux, Sentido cristiano del hombre, Madrid 1972, p. 103). La unión con la humanidad de Cristo que propone santa Teresa implica de lleno la condición corporal, la redime, la glorifica, la necesita y la consuma en la unión con Cristo. Divinizado el espíritu se espiritualiza el cuerpo. El cuerpo al fin lejos de ser espíritu es más cuerpo que nunca, puesto que el matrimonio espiritual lo ha dominado, asumido y conformado con su vocación de “ser para el Señor” y “templo del Espìritu Santo”.

BIBL. – M. I. Alvira, Visión de l’homme selon Thérèse d’Ávila. Une philosophie de l’héroïsme, Paris 1992; A. Roccetti, Antropología teresiana. Acerca­miento humano a Teresa de Ávila, Oviedo 1999 (especialmente pp. 90-228).

Gabriel Castro

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