1. Libro de la Sabiduría
(juicio, siervo de Yahvé, chivo expiatorio, asesinato). La justicia (sedaqá, dykaiosynê) está en el centro del mensaje de la Biblia y ofrece, quizá, su mayor aportación humana y religiosa. Ella no puede confundirse con la simple justicia moral (propia de las virtudes cardinales), entendida de manera filosófica o judicial (en el Derecho Romano), sino que es ante todo la justicia salvadora de Dios.
1. Dos sentidos básicos. He comenzado distinguiendo la justicia bíblica de la justicia filosófico-judicial. Pero debo matizar mejor esa diferencia. (a) Plano judicial. Ciertamente, en un nivel, la justicia bíblica puede y debe compararse con la justicia de casi todas las culturas de la tierra, que han buscado un equilibrio de talión entre la acción y la sanción, para fundar de esa manera el orden de la vida sobre el mundo. En ese sentido, la justicia expresa también un orden de Dios, que busca la igualdad y dignidad entre los hombres; por eso, la injusticia y el asesinato son pecado, como sabe el conjunto de la Biblia, desde Gn 4 (muerte de Abel), pasando por la opresión de los vigilantes (1 Henoc), hasta culminar en el gran retablo de la injusticia universal que Pablo ha condenado en Rom 1,18-32. (b) Justicia y orden suprajudicial. Pero, en otro sentido, la justicia entendida como pura igualdad no basta por sí misma: ni responde al misterio de Dios ni sirve para superar la violencia de la historia humana. Por eso, la justicia de Dios en el Antiguo Testamento se entiende básicamente como acción salvadora: Dios no es un simple juez que aguarda desde fuera, mirando lo que hacen los hombres para luego sancionarles, sino que es justo realizando su justicia, es decir, ofreciendo a los hombres y mujeres un camino de salvación.
2. Contrapunto cristiano. Jesús se sitúa en la línea anterior, cuando apela a la justicia entendida como gracia (perdón y no violencia, amor al enemigo). Ésta es la justicia más alta de la que habla Mt 5,20 (¡si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos…!), ésa es la justicia entendida como justificación del pecador, que está en el fondo de todo el mensaje de Pablo, empeñado en superar el nivel de la pura justicia de las obras, como muestra Rom 1,18-32. Si la justicia de Dios se desplegara y cumpliera simplemente conforme a los principios de la ley, siguiendo el equilibrio del talión, no podría haber surgido el pueblo de Israel, ni tampoco el cristianismo, de manera que Jesús hubiera muerto en vano (cf. Gal 2,21). Toda la Biblia, y no sólo san Pablo, distingue, por tanto, dos niveles de justicia. (a) Hay una justicia de la Ley que sirve de alguna forma para resolver unos problemas en el ámbito social, como debe hacer Roma o las autoridades del mundo, que no en vano llevan la balanza y la espada del juicio (cf. Rom 13,4). (b) Y hay una justicia más alta: «Pero ahora, fuera de la Ley se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la Ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (Rom 3,21-23). Ésta es la justicia que brota del amor gratuito, justicia que nunca se merece y que los hombres sólo pueden recibir y compartir como creyentes, porque «el justo vive de la fe» (Rom 1,17; 3,26; Gal 3,1; cf. Os 2,4).
3. Libro de la Sabiduría, libro de Justicia. Presenta, de un modo privilegiado, los valores y retos de la justicia bíblica, tal como se expresa en la figura privilegiada el justo perseguido (cf. Sab 2,10-20), uno de los personajes más importantes de la Biblia, por su sentido intrínseco y por el influjo que ha tenido en la experiencia posterior de judíos y cristianos. Estamos ante un caso paradigmático, que nos permite entender el sentido de la justicia. (a) El justo es pobre. «Atropellemos al justo que es pobre, no nos apiademos de la viuda, ni respetemos las canas venerables del anciano; que la fuerza sea para nosotros la ley de la justicia, pues lo débil, es claro, no sirve para nada» (Sab 2,10-11). El gozo de la vida parece reservado a los ricos-triunfadores, de manera que la misma vida se vuelve injusta para aquellos que no pueden disfrutarla, pues son pobres o se encuentran solos o son ya mayores (ancianos). (b) Los ricos son injustos. Este pasaje supone que los ricos son injustos, simplemente por serlo, siempre que no ayuden a los pobres, pues de hecho aquellos que buscan sólo su placer, en un mundo lleno de necesidades, gozan y viven a costa de los pobres. Conforme a la tradición israelita, la justicia se expresa en el amor a los huérfanos, viudas y extranjeros, es decir, ayudando a los oprimidos (cf. Ex 22,20-23; Dt 16,9-15; 24,17-22). (c) Los ricos identifican justicia y poder. Los fuertes-ricos de nuestro pasaje interpretan la justicia en un sentido contrario al del Antiguo Testamento, como si ella fuera expresión de su fuerza: «que la fuerza sea para nosotros la ley de la justicia». Los poderosos aparecen así como dueños del árbol del bien y del mal, de manera que definen lo justo e injusto, lo legal o ilegal, conforme a sus propios intereses. En el plano económico emerge de esta forma el rico injusto, aquel que puede tener y disfrutar, a diferencia (y a costa) del pobre. En plano social está el que tiene una buena familia (un grupo que le apoya), frente a la viuda, que aparece así como persona que no tiene respaldo social ni derechos. Finalmente, en el plano vital se eleva el joven frente al viejo. La cultura antigua veneraba a los ancianos, como signo de sabiduría y continuidad vital; pero la nueva carrera del placer rechaza a los ancianos, dejándolos a un lado. La fiesta de la finitud (que se opone a la fiesta de la gracia) selecciona a los fuertes (ricos, influyentes y jóvenes), marginando y oprimiendo así a los pobres, viudas y ancianos.
4. Justicia y pobreza. Al justo le acusan y condenan, porque no acepta el sistema, porque la auténtica justicia, llevada hasta el límite, supera todo sistema judicial y se abre a un nivel de gracia: «Acechemos al justo que nos resulta incómodo: se pone contra nosotros, nos echa en cara las faltas contra la Ley… Afirma que conoce a Dios y dice que es hijo del Señor. Se ha vuelto acusador de nuestras convicciones y sólo el mirarle se nos hace muy pesado… Su vida es diferente a la vida de los otros; sus caminos son totalmente distintos. Piensa que nosotros somos una moneda falsa y se aparta de nuestras sendas como contaminadas; proclama dichoso el final de los justos y se gloría por tener a Dios por Padre» (Sab 2,1016). El justo de este pasaje es alguien que no acepta las normas del sistema, ni se pliega a los dictados de la mayoría. Este justo es un pobre, pero no por necesidad o fortuna, sino por vocación; prefiere ser diferente, cultivando otros valores, desplegando otros principios de vida, y de esa forma se vuelve objeto de envidia y rechazo para aquellos que marcan el sentido oficial de la justicia. El texto nos sitúa así ante el tema de la disidencia: los ricos-triunfadores, que definen lo que es justo, no pueden soportar la diversidad, no admiten otros valores que los suyos, en clave social o religiosa, cultural o lingüística; por eso, ellos condenan a los disidentes (justos) diciendo que en el fondo son injustos. Estos disidentes no se enfrentan con los fuertes con medios militares, sino en un plano de resistencia e insumisión no violenta. En el nivel de la justicia del talión, una violencia se vence con otra; pues bien, en contra de eso, los justospobres del libro de la Sabiduría se enfrentan a los justos-ricos con el testimonio de su vida: no se avergüenzan ni ocultan, no se esconden, sino que se limitan a mantener su fidelidad a la vida en la misma plaza donde otros sólo quieren celebrar la fiesta del poder que lleva a la muerte. Nos hallamos, por tanto, ante dos tipos de justicia: la del sistema, que acude a la fuerza para defenderse; y la de la gracia de la vida, que no se defiende con violencia, sino que se deja matar.
5. Dos justicias. El libro de la Sabiduría ha llevado este análisis de la justicia hasta sus últimas consecuencias, planteándolo de un modo concreto, en la prueba de la vida. Los justos-ricos sólo pueden apelar a la prueba de la violencia. Se creen justos porque «pueden», imponiendo de esa manera su visión del orden: «Vamos a ver si es verdad lo que dice [el justo pobre], comprobando cómo es su muerte; si este justo es hijo de Dios, Dios lo auxiliará y lo arrancará de la mano de sus adversarios. Lo someteremos a torturas y ultrajes, para conocer su paciencia y comprobar su aguante; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay alguien que se ocupa de él» (Sab 2,17-20). El justo-pobre no puede apelar a la fuerza, pero cree en la vida eterna y por eso puede mantenerse fiel a su justicia. Por el contrario, los justos-ricos (los injustos) no creen en la vida eterna (sino sólo en la vida que ellos dominan) y para probar el valor de lo que tienen, es decir, el valor de su sistema, no encuentran otro camino que acabar matando a quienes rechazan su forma de vida. Normalmente, los hombres se matan a consecuencia de una guerra o conflicto entre poderes semejantes y limitados: reino contra reino, grupo contra grupo… Unos y otros sienten la necesidad de conquistar la misma tierra o se combaten por motivos raciales o económicos… Pues bien, nuestro pasaje es más profundo y nos conduce hasta la misma raíz de la violencia, que nace precisamente allí donde unos hombres se sienten capaces de imponer sobre los demás su visión de una justicia que es injusta. Los violentos lo tienen todo, pues forman un imperio sin límites ni enemigos exteriores, pero no tienen justicia. Aquí ha culminado la visión israelita de la justicia, ofreciendo una reflexión que no ha sido superada en la historia de la humanidad.
Cf. J. R. BUSTO, La justicia es inmortal. Una lectura de la sabiduría de Salomón, Sal Terrae, Santander 1992; P. JARAMILLO, La injusticia y la opresión en el lenguaje figurado de los profetas, Monografías ABE-Verbo Divino, Estella 1992; P. MIRANDA, Marx y la Biblia. Crítica a la filosofía de la opresión, Sígueme, Salamanca 1972; E. NARDONI, Los que buscan la justicia: un estudio de la justicia en el mundo bíblico, Verbo Divino, Estella 1997; X. PIKAZA, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006; J. L. SICRE, Con los pobres de la tierra. La justicia social en los profetas de Israel, Cristiandad, Madrid 1984.
2. Jesús
(gracia, perdón, ley, justo perseguido). La tradición cristiana ha interpretado el mensaje y la muerte de Jesús desde la perspectiva del justo sufriente de Sab 2 (justicia 1). Teniendo eso en cuenta, citamos unas palabras centrales de su mensaje: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; porque Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? También los gentiles lo hacen. Por tanto, sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,43-48).
1. Los bienes del mundo, bienes comunes. Este pasaje sorprendente está fundado en la observación de la naturaleza. Es claro que la lluvia no distingue entre el campo del justo y del malvado, y que el sol alumbra por igual a todos los humanos. A partir de aquí podría deducirse, y así lo hacen algunos, que no hay orden ni verdad sobre la tierra: da lo mismo comportarse bien o ser perversos. Otros afirman que no hay Dios en este mundo, sino un destino que cabalga ciego sobre todos los humanos, como en algún momento parece haber pensado el mismo Eclesiastés del Antiguo Testamento. Pues bien, en contra de eso, abriendo sus ojos de amor sobre las cosas, Jesús ha descubierto que el sol del cielo y la lluvia de la tierra, que caen por igual sobre buenos y perversos, son un signo de la creatividad y del perdón más alto de Dios, que ofrece vida a todos, de un modo gratuito, superando las normas de justicia legal que después se han establecido. Las religiones tienden a encerrar a Dios en cláusulas de ley mundana, como si Él tuviera que ser bueno con aquellos que nosotros suponemos buenos (= con nosotros), castigando de manera implacable a los culpables (= a los otros). Pero no es así. Los bienes de este mundo (agua y calor) no están repartidos según normas o leyes de justicia distributiva, sino que Dios ofrece su abundancia (expresada en sol y lluvia) de manera generosa, abierta a todos los vivientes. Esa actitud de Dios, bueno con todos (dentro de un mundo que a otro plano sigue siendo enigmático), debe conducirnos a la generosidad interhumana. Por eso, la antigua ley de equivalencias (ojo por ojo y diente por diente; amar a los amigos y odiar o someter a los enemigos) pierde su sentido: también los humanos podemos y debemos portarnos como Dios, ofreciéndonos los dones de la vida con generosidad.
2. Una justicia realista. Ciertamente, Jesús sabe que hay males e injusticias sobre el mundo: pocos como él han conocido los dolores de la historia (enfermos y excluidos de la tierra, condenados por la ley del mundo). Pues bien, a pesar de eso, o precisamente por eso, ha querido ofrecer su alternativa de amor universal, que no atiende a razones de justicia legal (que nos invitan a dar al otro lo debido, ofrecer a cada uno lo que es suyo), sino a la más profunda razón del puro bien. De esa manera ha elevado el más bello de los cantos de la creación, situándose allí donde al principio Dios había dicho que todas las creaturas eran (y siguen siendo) buenas (cf. Gn 1). Alguien pudiera afirmar que no ha sido realista, sino idiota, es decir, un pobre ingenuo, alejado del mundo, como suponía Nietzsche. Pues bien, en contra de eso, desde el fondo de esa ingenuidad de amor, como niño que vuelve al principio de la creación, para alumbrar desde Dios lo que pueden y deben ser las cosas de este mundo, Jesús se eleva ante nosotros como el más realista de todos: realista de la gracia que triunfa sobre el legalismo, del amor que vence al odio, de la vida que supera a la muerte. De esa forma supera la espiral de violencias (de juicio y de venganza) que amenaza con destruir la historia humana, introduciendo el puro amor de Dios (perdón que ni siquiera debe «perdonar») en medio de la lucha de la historia. Otros sabios lo habían entrevisto: algunos neoplatónicos griegos, ciertos confucianos de China, bastantes budistas… De formas diversas, también ellos habían descubierto la gratuidad generosa de la vida, la eficacia más alta del amor que regala de manera gratuita la existencia. Pero sólo Jesús ha llegado hasta el final en esta línea, expresando (realizando) con su vida el ideal de su doctrina, de manera que 1 Cor 1,30 ha podido presentarle como la reconciliación y gracia de Dios para todos los hombres.
3. Los planos de la vida. Este pasaje de Jesús incluye dos enseñanzas básicas. (a) Neutralidad cósmica positiva de Dios. Normalmente suponemos que el mundo ha de ser bueno para los buenos y malo para los malos, y así rezamos a Dios, para que «se porte bien con nosotros»: le pedimos la lluvia y queremos que nos libre de las enfermedades y desgracias. Pues bien, el texto dice que Dios cuida (y descuida) por igual a unos y otros, en afirmación que rompe nuestros presupuestos religiosos: ¡Llueve también sobre aquellos que no rezan! (b) Invitación de amor universal. Ese descubrimiento (¡Dios ofrece por igual sus bienes!) podía conducir al desinterés intracósmico: ¡Da lo mismo ser bueno que malo! Sin embargo, el texto invierte ese argumento y lo convierte en principio de amor escatológico: ¡Para ser hijo de Dios debes amar de igual manera a todos, especialmente a los enemigos! Esta neutralidad cósmica de Dios, que tiene un carácter amoroso, como el sol y la lluvia, va en contra de un tipo de religiosidad apocalíptica del tiempo de Jesús (que hablaba de castigos cósmicos de Dios para los pecadores); ella va incluso en contra de las antítesis del libro de la Sabiduría, centradas en el talión cósmico: «Porque la creación, sirviéndote a ti, su hacedor, se tensa para castigar a los malvados y se distiende para beneficiar a los que confían en ti» (Sap 16,24; cf. Sab 5,21-22). En ese nivel (que no es el nivel del justo perseguido: justicia 1), el libro de la Sabiduría supone que cada hombre encuentra aquello que merece: enferma quien busca enfermedad con su conducta; se angustia o deprime aquel que lo ha buscado a través de su comportamiento. Es evidente que en un plano esa visión resulta verdadera, como supone Gn 2–3, cuando afirma que el pecado engendra muerte (entendida incluso en sentido físico). Pero, en otro plano, resulta insuficiente, como sabe Gn 1 y Gn 8,22, que ponen de relieve la bondad universal de la creación de Dios, con independencia de las obras de los hombres. La gracia creadora y suprajudicial de Dios nos libera del agobio del juicio (es decir, del cumplimiento de la ley) y nos permite vivir en actitud de gracia, amando a los enemigos. No tenemos que pensar ya en reprimir a los demás, ni en la venganza de Dios, pues Dios es gracia universal y así debemos ser también nosotros. Dios emerge por encima de las divisiones sociales o morales, dentro de un mundo que también tiene sus sombras. Todo viene de Dios: sol y oscuridad, lluvia y sequía, salud y enfermedad… Pero no todo resulta equivalente, no todo da lo mismo: la vida es más valiosa que la muerte, el sol vale más que la tiniebla, el agua más que las arenas del desierto. El mundo es bueno en su pluralidad, en un nivel de ley, pero no puede cerrarse en sí mismo, pues el agua que riega los campos y el sol que alumbra la tierra son signo de un Dios que se sitúa por encima de la ley, como fuente gratuita de vida y principio de perdón y amor para los hombres.
Cf. J. P. MEIER, Law and History in Matthew’s Gospel, Roma 1976; E. NARDONI, Los que buscan la justicia: un estudio de la justicia en el mundo bíblico, Verbo Divino, Estella 1997; A. NYGREN, Eros et Agapé. La notion chrétienne de l’amour et ses transformations I-II, Aubier, París 1962; X. PIKAZA, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006; H. SCHELKLE, Teología del Nuevo Testamento III. Moral, Herder, Barcelona 1975; R. SCHNACKENBURG, Mensaje moral del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1989; W. SCHRAGE, Ética del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1987.
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