Liturgia de las Horas

La liturgia de las Horas, llamada entonces Oficio divino, era la oración que marcaba el ritmo de la jornada, de importancia capital en la vida religiosa. Obligatoria para las comunidades claustrales en que T vive su vida consagrada como religiosa contemplativa. Obligatoria incluso como rezo personal, cuando la religiosa no ha podido asistir al rezo coral comunitario. Para las carmelitas, lo prescribía la Regla del Carmen, una de cuyas rúbricas establecía el rezo de las “horas canónicas… para los religiosos clérigos y quienes con los clérigos supieren rezar la salmodia”, lo cual en los monasterios femeninos indujo la distinción entre monjas coristas (religiosas profesas de velo negro) y no coristas o religiosas profesas de velo blanco (“freilas”, en el léxico teresiano). Estas últimas suplían el rezo de la salmodia con un número determinado de Padrenuestros, fijado por la misma Regla.

Dada la importancia de la liturgia de las horas en la vida comunitaria, a ella dedicaban sus primeras rúbricas las Constituciones, tanto las de la Encarnación (“Capítulo primero: del Divino Oficio”), como las de los carmelos teresianos (título primero “De la orden que se ha de tener en las cosas espirituales”). La Madre Teresa se inició en la liturgia, según lo establecido en aquéllas, que comenzaban: “Oída la primera señal, así de maitines como de las otras horas, las hermanas se aparejen, y antes que fenezca o dejen de tañer la postrera señal, sean en el coro cada una en su lugar, y todas las cosas que han de leer o cantar en el divino juntamente todas lo prosigan con mucha devoción, con todas las cerimonias, según que en las rúbricas del Ordinario está aseñalado. Los salmos sean dichos distintamente, con pausa en el medio del verso, no alargando ni acortando la voz en la pausa o en el fin del verso, mas antes se acabe muy breve y redondo. Ni sea comenzado otro verso hasta que el primero cumplidamente sea acabado, y esto se guarde mayormente en las horas canónicas” (BMC 9, 483). El texto constitucional sigue formulando normas meticulosas sobre el canto y la salmodia. Normas que en las futuras Constituciones teresianas quedarán reducidas a lo esencial. Encargada de velar por el buen orden en el rezo del Oficio divino es la supriora: “el oficio de la Madre Supriora es tener cuidado con el coro, para que el rezado y cantado vaya bien, con pausa. Esto se mire mucho” (Constituciones teresianas, 10, 3).

Como la liturgia de las horas se rezaba en latín, exigía intensa preparación, que se impartía en el noviciado. Teresa la recibió entre los veinte y veintidós años. Esa formación incluía el conocimiento del ritual o ceremonial, el estudio de las rúbricas y el manejo del breviario: páginas impresas en caracteres góticos, con numerosas abreviaturas. Todo él en latín, incluidas las rúbricas normativas. Aún después de 20 años largos de vida religiosa, T sigue teniendo dudas y dificultades frente a las complicaciones del “rezado y de lo que tenía que hacer en el coro y de cómo lo regir”, y no se sonroja de “preguntarlo a las más niñas” (V 31,23). Igualmente “sabía mal cantar: sentía tanto si no tenía estudiado lo que me encomendaban…, que de puro honrosa me turbaba tanto, que decía muy menos de lo que sabía” (V 31,23).

La liturgia de las horas vigente en los monasterios carmelitas seguía el rito jerosolimitano, distinto del rito romano a que alguna vez alude la Santa (F 28,42). Constaba de las partes siguientes: laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas y maitines. Según las Constituciones de T, esas Horas se distribuían así: “Los maitines se digan después de las nueve (de la tarde)” (Cons 1,1). Después de la hora de oración matinal, a las seis o a las siete de la mañana, “se digan luego las Horas (prima, tercia, sexta) hasta nona, salvo si no fuere día solemne o un santo que las hermanas tengan particular devoción, que dejarán nona para cantar antes de misa”, es decir, a las ocho o a las 9 de la mañana (1,3). A las dos de la tarde se rezan vísperas (2,3), que en tiempo de invierno se anticiparán a las once de la mañana (ib). “Las completas se digan en verano a las seis y en invierno a las cinco” (2,4). En diversas ocasiones se rezará además el “oficio parvo” de la Virgen (“cada semana”, según Conc 6,8) o el de difuntos (V 31,10; cta 12,2).

A causa de los abusos introducidos en el canto coral, T prescribe que “jamás sea el canto por punto, sino en tono, las voces iguales” (1,5). Ordinariamente será rezado, no cantado (1,5), “en voz baja, conforme a nuestra profesión, que edifique” (Mo 30).

Cuando la Santa funda el Carmelo de San José y se ve obligada a abandonar a las jóvenes postulantes para regresar ella a la Encarnación, hace que varias religiosas profesas de este monasterio las asistan e instruyan en el rezo coral (V 36,23). Lo mismo, en cada nueva fundación será una de sus primeras preo­cupaciones normalizar cuanto antes el rezo del Oficio divino (F 3,15; 14,7; 24,16…). Humoriza sobre el desconcertante rezo coral de las beatas postulantes de Villanueva de la Jara (F 28,42). Cuando admite en el Carmelo de Sevilla a su sobrina Teresita, de pocos años, también a ella la entrena en el rezo gracias a un diurnal que el provincial, P. Gracián, regala a la niña (cta 423,4; 426,9). Ella misma reza con gran devoción la liturgia de las horas. Cuando se ve precisada a rezar fuera del coro, en especial si es a causa de enfermedad, se procura la compañía de otra hermana con quien alternar en la salmodia (cta 63,8; 459,1). En sus viajes de fundadora, lo reza comunitariamente, a pesar de las incomodidades del carromato o de la venta. En alguna ocasión, ella y sus monjas lo rezan al aire libre, frente al paisaje. Más de una vez, mientras lo reza, recibe altas gracias místicas (V 34,2; 40,5…).

De hecho la liturgia de las horas fue para T una escuela de vida y una constante fuente de formación. No sólo porque en ella podía gustar la belleza de los salmos, sino porque le permitían “orar en nombre de la Iglesia”, y porque desde ella podía internarse en los más diversos pasajes de la Biblia. Para superar el escollo del latín, entendido sólo a medias, la Santa tuvo al alcance de la mano los libros del Cartujano Landulfo de Sajonia, cuyo índice de adaptación de los comentarios bíblicos al ciclo litúrgico le permitía leer en castellano gran parte de los pasajes bíblicos alegados en la misa o en la liturgia de las horas. Esas “Meditaciones de la Vida de Cristo” fueron para ella un excelente suplemento de formación bíblica y litúrgica.

Con todo, a causa de la inacabable monotonía del latín y del propio cansancio físico, T incurre más de una vez en el escollo de las distracciones. Se lo dice confidencialmente al sacerdote D. Sancho Dávila, para consolarlo en las que él mismo padece: “En eso de divertirme en el rezar el oficio divino, aunque tengo quizá harta culpa, quiero pensar es flaqueza de cabeza; y así lo piense vuestra merced, pues bien sabe el Señor que, ya que rezamos, querríamos fuese muy bien” (cta 409,2). Del rezo cotidiano del Oficio divino recabó T una especial riqueza espiritual y doctrinal, especialmente en el conocimiento de la temática oracional de los salmos.

T. Álvarez

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