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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz, El Castillo interior de Santa Teresa
El Castillo interior.
I. Análisis de la obra de santa Teresa
II. «Las Moradas» a la luz de la filosofía moderna
El Castillo interior.
1. Análisis de la obra de santa Teresa
[l] Ya que he usado el término «Castillo interior» refiriéndome a la principal obra mística ele nuestra madre Santa Teresa de Jesús, ahora quisiera decir cómo mis explicaciones sobre la estructura del alma humana conectan con esa obra ele la Santa. El objetivo fundamental es netamente diverso. En nuestro contexto tenernos que afrontar el intento puramente teórico de indagar en la constitución graduada ele los seres las notas específicas del ser humano, en el cual entra la definición del alma como centro de todo ese edificio físico-psíquico-espiritual que llamamos «hombre». Pero no es posible ofrecer un cuadro preciso del alma -ni tan siquiera ele forma somera y deficiente- sin llegar a hablar de lo que compone su vida íntima. Para ello, las experiencias fundamentales sobre las que hemos de basarnos son [2] los testimonios de los grandes místicos ele la vida ele oración. Y en tal calidad, el «Castillo interior» es insuperable: ya sea por la riqueza de la experiencia interior de la Autora, que cuando escribe ha llegado al más alto grado de vicia mística; ya sea por su extraordinaria capacidad de expresar en términos inteligibles sus vivencias interiores, hasta hacer claro y evidente lo inefable, y dejarlo marcado con el sello ele la más alta veracidad; ya sea por la fuerza que hace comprender su conexión interior y presenta el conjunto en una acabada obra de arte.
El objetivo de la Santa es religioso-práctico. Ella recibió de sus confesores el encargo [3] de escribir sus experiencias de oración. Lo cumple pensando que el escrito serviría únicamente a sus hijas las carmelitas. Escribe, por tanto, con el deseo ele ayudarlas en la oración y animarlas en el camino de la perfección. También con la esperanza ele hacerles comprensible lo que muchas de ellas, quizás, ya habían experimentado -pues la Santa sabía que en sus conventos no eran raras las gracias místicas-, y de ese modo quiere librarlas de las ansias y confusiones que ella misma había tenido que combatir por falta de un buen guía espiritual.
Habla con plena libertad, corno una madre a sus hijas. Intercala exhortaciones. Las incita a alabar a Dios por las maravillas [4] que El obra en las almas. Con frecuencia introduce reflexiones ocasionales, para prevenirlas contra ciertos peligros. Todo eso corresponde a su principal objetivo. Pero al lector que se acerca a la obra con la intención de estudiar lo profundo del alma le parecerán florituras. Y, sin embargo, también él se aprovechará de ello.
Para la Santa, no era posible dar a entender los sucesos que acaecen en el interior del hombre, sin antes aclararse a sí misma en qué consiste exactamente ese mundo interior. Para ello se le ocurrió la feliz imagen de un castillo con muchas moradas y aposentos. Al cuerpo lo describe como el muro que cerca el castillo. A los sentidos y potencias espirituales (memoria, entendimiento y voluntad), a veces como vasallos, a veces como centinelas, o bien simplemente como moradores del castillo. El alma, con sus numerosos [5] aposentos, se asemeja al cielo, en el cual «hay muchas moradas» (Cf. Jn 14, 2). Y «que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice El tiene sus deleites»(1M 1 ,1). Las moradas no hay que imaginarlas en fila, una detrás de otra, … «sino poned lo ojos en el centro, que es la pieza adonde está el rey, y considerad como un palmito, que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor ele esta pieza están muchas, y encima, lo mismo. Porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más que podremos considerar…»(1M 2,8).
[6] Fuera del mundo de las murallas que rodean el castillo, se extiende el mundo exterior; en la estancia más interior habita Dios. Entre estos dos (que, como es obvio, no han de entenderse espacialmente), se hallan las seis moradas que circundan la más interior (la séptima), Pero los moradores que andan por fuera o que se quedan junto al muro de cerca, no saben nada del interior del castillo. Cosa ésta realmente extraña; es una situación patológica, que uno no conozca su propia casa. Pero, de hecho, hay muchas almas así, «…tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no ha remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí; porque ya la costumbre la tiene tal de haber siempre tratado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo, que ya casi está hecha como ellas…»(1M 1,6). Así estas almas han desaprendido a rezar. Y, sin embargo, «la puerta para entrar en este castillo [7] es la oración y consideración»(1M 1,7). Pues para que la oración merezca tal nombre, uno ha de advertir «con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién»(1M 1,7).
Por eso la primera morada, a la que se entra a través de la puerta, es el conocimiento de sí misma. No se pueden levantar los ojos a Dios sin ser conscientes de la propia bajeza. El conocimiento de Dios y el conocimiento propio se sostienen mutuamente . Mediante el propio conocimiento nos acercamos a Dios. Por eso nunca es superfluo, ni siquiera cuando se ha llegado a las moradas internas.
Por otro lado, » …jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; [8] considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes»(1M 2,9). Y como en esta primera estancia el alma está todavía muy lejos de Dios, ocurre que «en estas moradas primeras aún no llega casi nada la luz que sale del palacio donde está el Rey»(1M 2,14). O más bien: el alma no puede ver la luz por «tantas cosas malas de culebras y víboras y cosas emponzoñosas que entraron con él»(1M 2,14). El alma está aún tan enredada en las cosas de este mundo que no puede reflexionar sobre sí misma, sin pensar a la vez en las cosas que la tienen sujeta. Por eso la luz se oscurece para ella. No nota la presencia de Dios, ni siquiera cuando habla con El, y rápidamente es empujada hacia afuera.
A diferencia de la primera, la segunda morada se caracteriza porque aquí el alma ya percibe ciertas llamadas de Dios. No se trata [9] de voces interiores, que se hagan sentir en el alma misma, sino de reclamos que le vienen desde fuera y que ella percibe como un mensaje de Dios: como las palabras de un sermón, o pasajes de un libro que parecerían dichos o escritos precisamente para ella, enfermedades y otros casos providenciales. El alma vive todavía en y con el mundo; pero estas llamadas penetran en su interior y la invitan a entrar dentro de sí. (Surge la pregunta: ¿qué cosa puede mover a ese hombre totalmente «exteriorizado», a entrar por la puerta de la oración, cuando aún no percibe tales llamadas? La Santa no nos lo explica. Sospecho que ella lo encuentra obvio para el hombre que, por su educación religiosa, está ya habituado a orar en ciertos momentos, y por otro lado está suficientemente instruido en las [10] verdades de la fe para pensar en Dios cuando reza).
En las terceras moradas se encuentran las almas que han acogido de corazón las llamadas de Dios, y se esfuerzan constantemente, por ordenar su propia vida conforme a la voluntad divina: se guardan con cuidado de todo pecado incluso de los veniales; se dedican con regularidad a la oración, a las prácticas de penitencia, y a las obras buenas. Cuando son probadas con duras pruebas, éstas sirven para demostrarles que todavía están fuertemente apegadas a los bienes de la tierra. Y si por su buena voluntad son frecuentemente agraciadas con consolaciones, éstas consisten todavía en sentimientos totalmente naturales: como lágrimas de arrepentimiento, devociones sensibles en la oración, satisfacción por las obras buenas realizadas.
Lo expuesto hasta aquí indica [11] el camino «natural» y «normal» del alma hacia sí misma y hacia Dios . Con ello no se quiere decir que hasta este punto no entre en juego lo sobrenatural. Al contrario, cualquier impulso que mueva al hombre a entrar en sí mismo y lo encamine hacia Dios, debe ser visto como efecto de la gracia, aun cuando proceda de hechos y motivos naturales . Pero lo que hasta este punto el alma conoce de Dios y de las propias relaciones con El, procede de la fe, y la fe viene «del oído». Hasta aquí el alma no ha experimentado nada de la presencia de Dios en su interior. Sólo cuando suceda esto se podrá hablar de gracia «extraordinaria” o «mística». Esto comienza en las cuartas moradas.
En vez de los contentos que «comienzan de nuestro natural mismo [12] y acaban en Dios”(4M 1,4) -sentimientos que sustancialmente no se diferencian de los que nos deparan las cosas terrenas-, sobrevienen gustos que «comienzan de Dios y siéntelos el natural y goza tanto de ellos como goza los que tengo dichos y mucho más»(4M 1,4). La Santa los llama también oración de quietud, porque brotan sin ningún esfuerzo propio.
Los contentos los procuramos «con los pensamientos, ayudándonos de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento»(4M 2,3). Se los ilustra con el símil del agua que «por muchos arcaduces y artificio» y con gran ruido es llevado hasta un pilón. Hay otra fuente (el alma en la oración de quietud) a la que «viene el agua ele su mismo nacimiento, que es Dios, y así cuando Su Majestad quiere hacer al alma alguna merced sobrenatural, produce con grandísima paz y quietud y suavidad de lo muy interior [13] ele nosotros mismos, yo no sé hacia donde ni cómo … ni aquel contento y deleite se siente como los terrenos en el corazón – digo en su principio, que después todo lo hinche-, vase revertiendo esta agua por todas las moradas y potencias hasta llegar al cuerpo; que por eso dije que comienza de Dios y acaba en nosotros; que cierto, como verá quien lo hubiere probado, todo el hombre exterior goza de este gusto y suavidad»(4M 2,4). Es agua que brota de una arcana profundidad, «del centro del alma»(4M 2,5). El alma siente «una fragancia … como si en aquel hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes: ni se ve la lumbre, ni adonde está; mas el calor y humo oloroso penetra toda el alma…»(4M 2,6).
«Calor» y «fragancia» son sólo imágenes para reflejar una «más delicada cosa». «No es esto [14] cosa que se pueda antojar, porque por diligencias que hagamos no lo podemos adquirir, y en ello mismo se ve no ser de nuestro metal, sino de aquel purísimo oro de la sabiduría divina. Aquí no están las potencias unidas (con Dios), a mi parecer, sino embebidas (en El) y mirando como espantadas qué es aquello»(4M 2,6).
La preparación para la oración de quietud, es «un recogimiento que también me parece sobrenatural, porque no es estar en oscuro ni cerrar los ojos, ni consiste en cosa exterior, puesto que, sin quererlo, se hace esto ele cerrar los ojos y desear soledad; y sin artificio» (4M 3,1) «…los sentidos y cosas exteriores parece [15] que van perdiendo cada vez más de su derecho, porque el alma vaya cobrando el suyo, que tenía perdido. Dicen que ‘el alma se entra dentro de sí’ y otras veces que ‘sube sobre sí’ …» (4M 3,1-2). Los sentidos y potencias del alma «que son la gente de este castillo…» se habían ido fuera pasándose a un pueblo extraño, enemigo del bien de este castillo (4M 3,2).
Transcurren días y años, hasta que por fin, viendo su perdición, se han ido acercando al castillo sin lograr entrar dentro; ya no son traidores, y merodean alrededor, pues es recia cosa y difícil de vencer esa su costumbre de vagar fuera de casa.
«Visto ya el gran Rey, que está en la morada de este castillo, su buena voluntad, por su gran misericordia [16] quiérelos tomar a El y como buen pastor, con un silbo tan suave que aún casi ellos mismos no lo entienden, hace que conozcan su voz y que no anden tan perdidos, sino que se tomen a su morada, y tiene tanta fuerza este silbo del pastor, que desamparan las cosas exteriores en que estaban enajenados, y métense en el castillo … Porque para buscar a Dios en lo interior (que se halla mejor y más a nuestro provecho que en las criaturas …), es gran ayuda cuando Dios hace esta merced» (4M 3,2-3).
No se piense que este interiorizarse se adquiere con el entendimiento «procurando pensar dentro de sí a Dios, ni por la imaginación, [17] imaginándole en sí … ; lo que digo es en diferente manera, y … algunas veces, antes que se comience a pensar en Dios, ya esta gente está en el castillo, que no sé por dónde ni cómo oyó el silbo del pastor, que no fue por los oídos -que no se oye nada-; mas siéntese notablemente un encogimiento suave a lo interior, como verá quien pasa por ello…» (4M 3,3).
Como depende solamente de Dios el poner a un alma en esta quietud cuando él quiere y como quiere, la Santa avisa insistentemente que no se ataje arbitrariamente la actividad del entendimiento y de la imaginación. Las potencias deben emplearse en Dios, con su propio [18] esfuerzo, mientras puedan actuar libremente. Lo contrario serviría sólo para procurar sequedad al alma, que se dañaría a sí misma con sus propios forcejeos, sumergiría en la agitación a la imaginación y entendimiento, descuidando «lo más sustancial y agradable a Dios», es decir, «que nos acordemos de su honra y gloria y nos olvidemos de nosotros mismos y de nuestro provecho y regalo y gusto. Pues ¿cómo está olvidado de sí el que con mucho gusto y cuidado está, que no se osa bullir, ni aun deja a su entendimiento y deseos que se bullan a desear la mayor gloria de Dios, ni que se huelguen de la que tiene?» (4M 3,6).
[19] «Cuando Su Majestad quiere que el entendimiento cese, ocúpale por otra manera y da una luz en el conocimiento tan sobre la que podemos alcanzar (con nuestro conocimiento natural), que le hace quedar absorto, y entonces, sin saber cómo, queda muy mejor enseñado que no con todas nuestras diligencias para echarle más a perder…» (4M 3,6) «Lo que entiendo que más conviene que ha de hacer el alma que ha querido el Señor meter a esta morada es … que sin ninguna fuerza ni ruido procure atajar el discurrir del entendimiento, mas no el suspenderle ni el pensamiento…»(4M 3,7).
El efecto de esta oración es «un dilatamiento o ensanchamiento del alma a manera de como si el agua que mana de una fuente no tuviese corriente, sino que la misma fuente [20] estuviese labrada de una cosa que mientras más agua manase más grande se hiciese el edificio» (4M 3,9).
Mientras que el alma en la oración de quietud está «como en sueños», «porque así parece está el alma como adormecida, que ni bien parece está dormida ni se siente despierta» (5M 1,3) no sucede lo mismo en las moradas quintas al entrar en la oración de unión: está «aquí, con estar todas dormidas, y bien dormidas, a las cosas del mundo y a nosotras mismas (porque en hecho de verdad se queda como sin sentido aquello poco que dura1Cf. 5M 2,7, dice la Santa que nunca dura media hora., que no hay poder pensar, aunque quieran), aquí no es menester con artificio suspender el pensamiento hasta el amar -si lo hace- no entiende cómo, ni qué es lo que ama ni qué querría; en fin, como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios» (5M 1,3-4). El cuerpo está como sin vida; las potencias del alma en reposo. «Todo su entendimiento se querría [21] emplear en entender algo de lo que siente y, como no llegan sus fuerzas a esto, quédase espantado de manera que, si no se pierde del todo, no menea pie ni mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada que nos parece está muerta»(5M 1,4). «Aquí … ni hay imaginación ni memoria ni entendimiento que pueda impedir este bien» (5M 1,5).
Ni siquiera el demonio puede entrar para hacer daño. «Porque está Su Majestad tan junto y unido con la esencia del alma, que no osará llegar ni aun debe de entender este secreto. Y está claro: pues dicen que no entiende nuestro pensamiento, [22] menos entenderá cosa tan secreta que aún no la fía Dios de nuestro pensamiento Así queda el alma con tan grandes ganancias, por obrar Dios en ella sin que nadie le estorbe, ni nosotros mismos» (5M 1,5).
Durante el breve espacio de la unión, el alma no comprende lo que le ocurre, pero «fija Dios a sí mismo en lo interior de aquel alma de manera que cuando torna en sí en ninguna manera pueda dudar que estuvo en Dios y Dios en ella. Con tanta firmeza le queda esta verdad, que aunque pase años sin tomarle Dios a hacer aquella merced, ni se le olvida ni puede dudar que estuvo» (5M 1,9). El alma jamás ve este secreto misterio mientras se realiza en ella, pero «lo ve después claro; y no porque es [23] visión, sino una certidumbre que queda en el alma, que sólo Dios la puede poner» (5M 1,10). La Santa llegó así, por el camino de la propia experiencia interior, a descubrir una verdad de fe que ignoraba hasta ese momento: «que Dios está en todas las cosas por presencia y potencia y esencia»2Cf. Relación 54, y que esto es algo bien diverso de la inhabitación divina por medio de la gracia.
Imposible querer entrar en esta «bodega»3Cf. Cant 2, 4. por el propio esfuerzo. «Su Majestad nos ha de meter y entrar El en el centro de nuestra alma» (5M 1,13). Pero el alma es capaz de realizar, con sus propias fuerzas, un trabajo preparativo.
Esto será explicado mediante la graciosa imagen del gusano de seda: como el óvulo pequeño y yerto, con el calor adquiere vida y comienza a alimentarse con las hojas [24] de la morera, y lo mismo que el gusano se hace mayor y fuerte, y de sí va sacando la seda y construyendo la casa en que muere para transformarse en una linda y blanca mariposa, así se realiza la vida del alma, «cuando con la calor del Espíritu Santo se comienza a aprovechar del auxilio general que a todos nos da Dios, y cuando comienza a aprovecharse de los remedios que dejó en su Iglesia» (5M 2,3).
Esos medios son tanto «las confesiones como … las buenas lecciones y sermones, que es el remedio que un alma que está muerta en su descuido y pecados y metida en ocasiones puede tener. Entonces comienza a vivir y vase sustentando en esto y en buenas meditaciones, hasta que está crecida” (5M 2,3). Después comienza [25) el alma a construir la casa en que debe morir. «Esta casa querría dar a entender aquí que es Cristo» (5M 2,4) según la palabra del Apóstol: «vosotros estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, apareceréis también vosotros con él en la Gloria» (Col 3,3-4).
Parecerá extraño que Dios mismo sea nuestra morada, y que nosotros seamos capaces de edificarla. Pero esto no debemos entenderlo como si pudiéramos nosotros «quitar de Dios ni poner». Nosotros «podemos, no quitar de Dios ni poner, (5M 2,5) sino quitar de nosotros y poner, como hacen estos gusanitos» (5M 2,5) «quitando nuestro amor propio y nuestra voluntad, el estar asidas a ninguna cosa de la tierra, poniendo obras de penitencia, oración, [26) mortificación, obediencia, todo lo demás que sabéis» (5M 2,6); «que no habremos acabado de hacer en esto todo lo que podemos, cuando este trabajillo, que no es nada, junte Dios con su grandeza y le dé tan gran valor que el mismo Señor sea el premio de esta obra. Y así como ha sido el que ha puesto la mayor costa, así quiere juntar nuestros trabajillos con los grandes que padeció Su Majestad y que todo sea una cosa” (5M 2, 5).
Y como del capullo del gusano de seda sale la pequeña mariposa, así ocurre con nuestra alma: «cuando está en esta oración bien muerto está al mundo … y cuál sale de aquí, de haber estado un poquito metida en la grandeza de Dios y tan junta con El … Yo os digo de verdad que la misma alma no se conoce a sí» (5M 2,7).
Se despierta en ella un irresistible deseo de alabar a Dios [27] y de sufrir por El. Tiene ansias de penitencias y soledad. Le brotan «deseos grandísimos … de que todos conociesen a Dios; y de aquí le viene una pena grande de ver que es ofendido» (5M 2,7). Y si bien «con no haber estado más quieta y sosegada en (toda) su vida», vive ahora un extraño desasosiego. Porque una vez que ha gustado de tal paz, -especialmente si esta gracia se le concede con frecuencia , todo lo que ve en la tierra le descontenta. «Todo se le hace poco cuanto puede hacer por Dios, según son sus deseos …; el atamiento con deudos, u amigos, u hacienda (que ni le bastaban actos ni determinaciones ni quererse apartar …) ya se ve de manera que le pesa estar obligada …: Todo [28] le cansa, porque ha probado ya que el verdadero descanso no le pueden dar las criaturas» (5M 2,8).
En la unión, Dios la ha marcado con su sello. Y «para que esta alma ya se conozca por suya, Dios Je da lo que tiene, que es lo que tuvo su Hijo en esta vida» (5M 2,12-13). Esto es, el deseo de partir de esta vida, por nadie sentido tan intensamente como por el Hijo de Dios. Y a la vez, el amor a las almas, y el deseo de salvarlas, que a El le ocasionaron sufrimientos tan insoportables que en su comparación la muerte y las penas que la precedieron le parecieron cosa de nada.
Este deseo de hacer la voluntad de Dios y trabajar por la salvación de las almas, incluso por la propia, es el mejor fruto de la unión. Y esta [29] es también asequible a aquellos «a los que el Señor no da cosas tan sobrenaturales» (5M 3,3); la Santa lo asegura para consuelo de los mismos: «pues la verdadera unión se puede muy bien alcanzar, con el favor de nuestro Señor, si nosotros nos esforzamos a procurarla, con no tener voluntad sino alada con lo que puede la voluntad de Dios» (5M 3,3). Lo más valioso de «la otra unión regalada» es «por proceder de ésta que ahora digo y por no poder llegar a ella, si no es muy cierta la unión de estar resignada nuestra voluntad en la de Dios» (5M 3,3).
Para esta unión de la voluntad con la de Dios, no es necesario «la suspensión de las potencias». Pero también aquí «os es necesario que muera el gusano, y más [30] a nuestra costa. Porque acullá ayuda mucho para morir el verse en vida tan nueva; acá es menester que viviendo en ésta, le matemos nosotras» (5M 3,5). Estar del todo unidos con la voluntad de Dios, significa «ser perfectos», y para esto «solas estas dos cosas nos pide el Señor: amor de Su Majestad y del prójimo: es en lo que debemos trabajar. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con El» (5M 4,7). La más cierta señal que hay de que amamos a Dios es el amor del prójimo; «porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras» (5M 4,8). Además, [31] «según es malo nuestro natural, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener con perfección el del prójimo» (5M 4,9).
Así, existen claramente dos caminos para la unión con Dios, y a la vez para la perfección del amor: una vida fatigosa con el propio esfuerzo, cierto no sin la ayuda de la gracia; y el ser llevados hacia lo alto, con gran ahorro de trabajo personal, pero en cuya preparación y realización se le exige muchísimo a la voluntad.
Para las almas que Dios conduce por el camino de las gracias místicas, la oración de unión es sólo preparación para un grado más alto: el desposorio espiritual, que tiene lugar en las sextas moradas. Hasta aquí, «la unión aún no llega a desposorio espiritual, sino como por acá cuando se [32] han de desposar dos» (5M 4,4). Ambos buscan el modo de conocerse y mostrarse el amor que se tienen. «Así acá, (en la oración de unión), presupuesto que el concierto está ya hecho y que esta alma está muy bien informada cuán bien le está y determinada a hacer en todo la voluntad de su esposo de todas cuantas maneras ella viere que le ha de dar contento, y Su Majestad, como quien bien entenderá si es así, lo está de ella, y así hace esta misericordia, que quiere que le entienda más y que -como dicen- vengan a vistas y juntarla consigo … Más como es tal el este Esposo, de sola aquella vista [33] la deja más digna de que se vengan a dar las manos, como dicen; porque queda el alma tan enamorada, que hace de su parte lo que puede para que no se desconcierte ese divino desposorio» (5M 4,4).
Pero tampoco la sexta morada es lugar de reposo para el alma. Su anhelo mira a la unión estable y duradera que se le concederá sólo en la morada séptima, y todavía el alma es probada con los más inmensos sufrimientos, externos e internos. Sobrevienen pues violentas tormentas interiores, que podrían compararse únicamente con las pruebas de los condenados y a los que sólo Dios puede poner fin. Esto ocurre ciertamente: porque «a deshora, con una palabra sola suya o una ocasión que acaso sucedió, lo quita todo tan de presto, que parece no hubo nublado en aquel alma … [34] Y como quien se ha escapado de una batalla peligrosa con haber ganado la victoria queda alabando a nuestro Señor, que fue el que peleó … y así conoce claramente su miseria y lo poquísimo que podemos de nosotros si nos desamparase el Señor» (6M 1,10).
Verdaderamente el alma «parece que ya no ha menester consideración para entender esto, porque la experiencia de pasar por ello, habiéndose visto del todo inhabilitada, le hacía entender nuestra nonada, y cuán miserable cosa somos» (6M 1,11). Entre los sufrimientos de esta etapa se halla también la incapacidad de hacer oración. El alma no encuentra consuelo ni en Dios ni en las criaturas. Lo único que hace soportable esta situación, «es entender en obras de caridad exteriores, y esperar en la misericordia de Dios, que nunca falta [35] a los que en El esperan» (6M 1,13).
En medio de todos estos sufrimientos al alma no se le oculta cuán cercana está del Señor. El se hace sentir mediante «unos impulsos tan delicados y sutiles que procede de lo muy interior del alma … Va bien diferente de todo lo que acá podemos procurar y aun de los gustos que quedan dichos, que muchas veces estando la misma persona descuidada y sin tener la memoria en Dios, Su Majestad la despierta, a manera de una cometa que pasa de presto, o un trueno, aunque no se oye ruido; mas entiende muy bien el alma que fue llamada de Dios, y tan entendido, que algunas veces, en especial a los principios, la hace estremecer y aun quejar, sin ser cosa que le duela. Siente [36] ser herida sabrosísimamente, mas no atina cómo ni quién le hirió; mas bien conoce ser cosa preciosa y jamás querría ser sana de aquella herida»(6M 2,2). Aunque entiende que «su Esposo está presente», él «no quiere manifestarse de manera que deje gozarse, y es de harta pena, aunque sabrosa y dulce». Pena de la que no querría verse libre jamás: «mucho más le satisface que el embebecimiento sabroso, que carece de pena, de la oración de quietud» (6M 2,2). Dios le da a entender su presencia «con una señal tan cierta que no se puede dudar, y un silbo tan penetrativo para entenderle el alma que no le puede dejar de oír … Porque en hablando el Esposo, que está en la séptima morada, por esta manera (que [37] no es habla formada), toda la gente que está en las otras no se osan bullir, ni sentidos, ni imaginación, ni potencias» (6M 2,3). «Aquí están todos los sentidos y potencias sin ningún embebecimiento» -libres- «mirando qué podrá ser, sin estorbar nada ni poder acrecentar aquella pena deleitosa ni quitarla, a mi parecer» (6M 2,5).
«También suele nuestro Señor tener otras maneras de despertar el alma: que a deshora, estando rezando vocalmente y con descuido de cosa interior, parece viene una inflamación deleitosa, como si de presto viniese un olor tan grande que se comunicase por todos los sentidos»(6M 2,8). [38] Olor es una simple imagen. Sirve «sólo para dar a sentir que está allí el Esposo» (6M 2,8).
Un tercer modo «que tiene Dios de despertar el alma» son ciertas hablas «de muchas maneras: unas parece que vienen de fuera, otras de lo muy interior del alma, otras de lo superior de ella» (6M 3,1). En todas estas hablas es posible engañarse, porque «pueden ser de Dios, y también del demonio, y de la propia imaginación (6M 3,4). La primera y más verdadera señal de que son de Dios «es el poderío y señorío que traen consigo, que es hablando y obrando» (6M 3,5). Así por ejemplo, «está un alma en toda la tribulación y alboroto interior … [39] y oscuridad del entendimiento y sequedad», y «con una palabra de éstas que diga solamente ‘no tengas pena’, queda sosegada y sin ninguna, y con gran luz».
La segunda señal para discernir el origen divino de estas palabras es «una gran quietud que queda en el alma, y recogimiento devoto y pacífico, y dispuesta para alabanzas de Dios» (6M 3,6). La tercera, «es no pasarse estas palabras de la memoria en muy mucho tiempo y algunas jamás» (6M 3,7). De ahí que si esas hablas se refieren a cosas futuras, deriva de ellas una «certidumbre grandísima» de que se cumplirán aun cuando su cumplimiento tarde años o llegue a parecer imposible.
El alma tiene plena seguridad de que provienen de Dios las hablas no percibidas con los sentidos o con la imaginación, sino con solo el entendimiento. Estas [40] vienen acompañadas de una claridad tal «que una sílaba que falte de lo que entendió, se acuerda…» (6M 3,12). Y en segundo lugar, porque «no pensaba muchas veces en lo que se entendió-digo que es a deshora y aun algunas estando en conversación- (6M 3,13). En tercer lugar, «porque lo uno es como quien oye, y lo de la imaginación es como quien va componiendo lo que él mismo quiere que le digan, poco a poco» (6M 3,14).
En cuarto lugar, «porque las palabras son muy diferentes, y con una se comprende mucho, lo que nuestro entendimiento no podría componer tan de presto» (6M 3,15). En quinto lugar, «porque junto con las palabras muchas veces, por un modo que yo no sabré decir, se da a entender mucho más de [41] lo que ellas suenan sin palabras» (6M 3,16). Todas estas palabras interiores, de que aquí se trata, no pueden menos de ser escuchadas por el alma, «porque el mismo Espíritu que habla hace parar todos los otros pensamientos y advertir a lo que se dice“ (6M 3,18).
A veces el alma es «tocada» en forma tal por una palabra de Dios, que cae en éxtasis: «parece que Su Majestad desde lo interior del alma hace crecer la centella que dijimos ya, movido de piedad de haberla visto padecer tanto tiempo por su deseo, que abrasada toda ella como una ave fénix queda renovada y, piadosamente se puede creer, perdonadas sus culpas; [42] y así limpia, la junta consigo, sin entender aún aquí nadie sino ellos dos, ni aun la misma alma entiende de manera que lo pueda después decir, aunque no está sin sentido interior» (6M 4,3).
A esto se suma una especialísima iluminación, tal «que el alma nunca estuvo tan despierta para las cosas de Dios ni con tan gran luz y conocimiento de Su Majestad» (6M 4,3). Y eso, pese a que «las potencias están tan absortas que podemos decir que están muertas, y los sentidos lo mismo. ¿Cómo se puede entender que entiende este secreto? Yo no lo sé, ni quizá ninguna criatura, sino el mismo Creador» (6M 4,4).
A pesar de que, después, no se sepa decir nada de estas gracias, «de tal manera queda imprimido en la memoria [43] que nunca jamás se olvidan», y «quedan unas verdades en esta alma tan fijas de la grandeza de Dios, que cuando no tuviera fe que le dice quién es y que está obligada a creerle por Dios, le adorara desde aquel punto por tal, como hizo Jacob cuando vio la escala» (6M 4,6).
Al mismo tiempo, en el éxtasis ve el alma algo de las maravillas de esa especie de «aposento de cielo empíreo que debemos tener en lo interior de nuestra alma» (6M 4,8). Esto, sin embargo, pasa sólo en una asomada fugaz, porque el alma «está tan embebida en gozar de Dios, que le basta tan gran bien», y le ocurre que cuando «torna en sí, con aquel representársele las grandezas que vio … , no puede decir ninguna» (6M 4,8). Y ya que puede ella, absolutamente imperturbada, engolfarse en la [44] meditación del Señor y del Reino que ha ganado como esposa suya, sin que El consienta «estorbo de nadie, ni de potencias ni sentidos, sino de presto manda cerrar las puertas de las moradas» (6M 4,9) «y aun las del castillo y cerca» (6M 4,13), dejando abierta sólo la morada en que El está para introducir en ella el alma (6M 4,9).
De hecho, las dos últimas moradas no están rigurosamente separadas la una de la otra. Con todo «hay cosas en la postrera» que sólo a los que entran en ella se les dan a conocer (6M 4,4). El gran éxtasis en que queda suspendida la actividad natural de los sentidos exteriores e interiores, al igual que la de las potencias, por lo general dura poco. Pero aún cuando ha pasado del todo, «queda la voluntad tan embebida y el entendimiento tan enajenado …, que parece [46] no es capaz para en tender una cosa que no sea para despertar la voluntad a amar, y ella se está harto despierta para esto y dormida para arrostrar a asirse a ninguna criatura». «Y durar así día y aun días» (6M 4,14).
Sustancialmente es uno con el éxtasis, aunque «en el interior [del alma] se siente muy diferente», es lo que la Santa llama vuelo del espíritu, en que «muy de presto algunas veces se siente un movimiento tan acelerado del alma, que parece es arrebatado el espíritu con una velocidad que pone harto temor, en especial a los principios» (6M 5,1). «Este apresurado arrebatar el espíritu es de tal manera que verdaderamente parece sale del cuerpo, y por otra parte claro está que no queda [47] esta persona muerta; al menos ella no puede decir si está en el cuerpo o sí no, por algunos instantes. Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de en esta que vivimos» (6M 5,7). Y allí «acaece que en un instante le enseñan tantas cosas juntas que en muchos años que trabajara en ordenarlas con su imaginación y pensamiento no pudiera de mil partes la una» (6M 5,7).
La Santa intenta explicar lo que aquí ocurre al alma: «muchas veces he pensado si, como el sol estándose en el cielo, que sus rayos tienen tanta fuerza que no mudándose él de ahí, de presto llegan acá, si el alma y el espíritu, que son una misma cosa como lo es el sol y sus rayos, pueden, quedándose ella en su puesto, con la fuerza del calor que le viene del verdadero Sol de Justicia, alguna parte superior salir sobre sí misma (6M 5,9). El vuelo del espíritu [48] pasa rápidamente, pero al alma le queda una grande ganancia: «conocimiento de la grandeza de Dios …, propio conocimiento y humildad de ver cómo cosa tan baja en comparación del Criador de tantas grandezas, la ha osado ofender ni osa mirarle …; tener en muy poco todas las cosas de la tierra, si no fueren las que puede aplicar para servicio de tan gran Dios» (6M 5,10). Como efecto le nace un vivo anhelo de morir y el deseo de guardarse de la más pequeña imperfección.
De buena gana querrían estas almas evitar todo trato con los hombres. «Por otra parte se querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que una alma alabase más a Dios» (6M 6,3). Además le «da [49] nuestro Señor unos júbilos y oración extraña, que no sabe entender qué es … Es, a mi parecer, una unión grande de las potencias, sino que las deja nuestro Señor con libertad para que gocen de este gozo, y a los sentidos lo mismo, sin entender qué es lo que gozan y cómo lo gozan … Es un gozo tan excesivo del alma que no querría gozarle a solas sino decirlo a todos para que la ayudasen a alabar a nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento» (6M 6,10).
A almas elevadas a tan alto grado de contemplación, se les hace después difícil discurrir normalmente sobre la vida y pasión de Cristo. Pero la Santa advierte insistentemente que este tipo de meditación [50] no debe considerarse definitivamente superado, porque será necesaria la ayuda del entendimiento para encender la voluntad (6M 7,7).
Todas las gracias que se reciben en la sexta morada, sirven sólo para avivar en el alma su deseo de sufrir, «porque como va conociendo más y más las grandezas de su Dios y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo; porque también crece el amar mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor» (6M 11,1). Con frecuencia, pensando en la tardanza de la muerte, se siente como traspasada por «una saeta de fuego … en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo que de presto pasa, todo cuanto haya de esta tierra de nuestro natural y lo deja hecho polvos» (6M 11,2). [51] La pena de este deseo lleva realmente al alma hasta el borde de la muerte. E igualmente incurre «en peligro de muerte … del muy excesivo gozo y deleite que es en tan grandísimo extremo, que verdaderamente parece que desfallece el alma de suerte que no le falta tantito para acabar de salir del cuerpo» (6M 11,11). Es ésta su preparación inmediata para llegar al más alto grado de la vida de gracia que puede alcanzarse en la tierra.
«Cuando nuestro Señor es servido haber piedad de lo que padece y ha padecido por su deseo esta alma que ya espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se consuma el matrimonio espiritual métela en su morada, que es ésta séptima” (7M 1,3).
Sucede esto en una visión intelectual, en la que «se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima [52] claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se Je comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos (7M 1,6).
Esta «divina Compañía» ya jamás abandona el alma; pero ella no siempre la ve con la misma [53] claridad que la primera vez; solo Dios puede renovar esa claridad. El alma no debe estar constantemente sumergida en esta contemplación, sino que ha de atender a sus obligaciones. Sí, atiende a ellas «mucho más que antes, en todo lo que es servicio de Dios, y en faltando las ocupaciones, se queda con aquella agradable compañía» (7M 1,9). Es como si Jo esencial del alma «por trabajos y necesidades que tuviese, jamás se moviera de aquel aposento» (7M 1,0), y como sí el alma misma estuviese dividida en dos, como en Marta y María a la par. Y se hace patente que «hay diferencia en alguna manera -y muy conocida- del alma al espíritu, aunque más sea todo uno. Conócese una división tan delicada, que algunas veces parece obra de diferente manera lo uno de lo otro, como el sabor [o bien el conocimiento]4Es un añadido, entre paréntesis, de Edith a la cita de santa Teresa. que les quiere dar el Señor. También me parece que el alma es diferente cosa de las potencias…» (7M 1,11).
[54] En la Santa, el matrimonio estuvo precedido por una visión imaginaria: «se le representó el Señor acabando de comulgar, con forma de gran resplandor y hermosura y majestad, como después de resucitado, y le dijo que ya era tiempo que sus cosas tomase ella por suyas, y El tendría cuidado de las suyas» (7M 2,1). El matrimonio mismo tiene lugar «en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios … en todo lo que se ha dicho basta aquí, parece que va por medio de los sentidos y potencias, y este aparecimiento de la Humanidad del Señor así debía ser; mas lo que pasa en la unión del matrimonio espiritual es muy diferente: aparece el Señor en este [55] centro del alma sin visión imaginaria, sino intelectual, aunque más delicada que las dichas, como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo: Pax vobis (Lc 24,36). Es un secreto tan grande y una merced tan subida lo que comunica Dios allí al alma en un instante, y el grandísimo deleite que siente el alma, que no sé a qué comparar, sino a que quiere el Señor manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo, por más subida manera que por ninguna visión ni gusto espiritual. No se puede decir más de que -a cuanto se puede entender- queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios; que, como es también espíritu, ha querido Su Majestad mostrar el amor que nos tiene, en dar a entender a algunas [56] personas hasta dónde llega, para que alabemos su grandeza, porque de tal manera ha querido juntarse con la criatura, que así como los que ya no se pueden apartar, no se quiere apartar El de ella» (7M 2,3).
La corriente que se comunica al alma, se desborda desde lo más íntimo de sí a las potencias. «Se entiende claro que hay en lo interior … un sol de donde procede una gran luz que se envía a las potencias, de lo interior del alma. Ella … no se muda de aquel centro ni se le pierde la paz» (7M 2,6).
Con todo, esta paz no ha de entenderse como si el alma estuviese ya «segura de su salvación y de [no]5Edith añadió entre paréntesis este no para más claridad del texto. tomar a caer»(7M 2,9). Ella misma no se tiene por segura, sino que anda «con mucho más temor que antes» y se guarda «de cualquier pequeña [57] ofensa de Dios» (7M 2,9).
El primer efecto del matrimonio es «un olvido de sí, que verdaderamente parece ya no es … ; porque toda está de tal manera que no se conoce ni se acuerda que para ella ha de haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en procurar la de Dios, que parece que las palabras que le dijo Su Majestad hicieron efecto de obra, que fue que mirase por sus cosas, que El miraría por las suyas» (7M 3,2).
El segundo efecto es “un deseo de padecer grande, mas no de manera que la inquiete como solía; porque es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo lo que Su Majestad hace tienen por bueno» (7M 3,4). Y si antes deseaba la muerte, «ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, [58] que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos» (7M 3,6).
Ya no tienen deseos «de regalos ni de gustos» espirituales. Viven en «un desasimiento grande en todo y deseo de estar siempre a solas u ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma. No sequedades ni trabajos interiores, sino con una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querrían estar sino dándoles alabanzas. Y cuando se descuidan, el mismo Señor las despierta … , que se ve clarísimamente que procede de aquel impulso … de lo interior del alma» (7M 3,8). Es algo que «ni procede del pensamiento, ni de la memoria, ni cosa que se pueda entender que el alma [59] hizo nada de su parte» (7M 3,8). «Pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido» (7M 3,11). «No hay para qué bullir ni buscar nada el entendimiento, que el Señor que le crió le quiere sosegar aquí, y que por una resquicia pequeña mire lo que pasa» (7M 3,11).
En este punto los éxtasis cesan casi del todo. Esto es lo que se deja quizás entender, de lo que la Santa ve como fin de todo ese camino de gracia: un fin que no consiste sólo en la «divinización de las almas», sino que todas las gracias deben servir «para fortalecer nuestra flaqueza … para poder imitar a Cristo en el mucho padecer» (7M 4,4), y trabajar sin descanso por el Reino de Dios. «Para esto es la oración … ; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (7M 4,6).
* * *
2. «Las Moradas» a la luz de la filosofía moderna
[60] El reino del alma y el camino por ella recorrido desde el «muro de cerca» hasta el centro interior ha sido descrito, en lo posible, con las mismas palabras de la Santa, porque difícilmente se podrían encontrar otras mejores.
Será necesario ahora poner de relieve qué es lo que esta imagen del alma tiene en común con la que antes nosotros mismos hemos descrito (con criterios filosóficos), y qué es lo que tiene de diverso. Ante todo, es común la concepción del alma como un amplísimo reino, a cuya posesión debe llegar el propietario, porque precisamente es propio de la naturaleza humana (mejor dicho, de la naturaleza caída) el perderse en el mundo exterior. Pero en este perderse debemos distinguir la entrega objetiva, como lo hace el niño o el artista en un gesto que llega hasta el «olvido de sí», [61] pero que no excluye en un determinado momento un real retorno a la propia interioridad, y -por otro lado- el enredarse en las cosas del mundo, que hace brotar del deseo pecaminoso y que frena el «recogimiento», o puede convertirse en origen de una actividad errónea consigo mismo.
Esto nos lleva discretamente a la diferencia fundamental de las dos concepciones, que residen en la diversidad de los puntos de vista. Para la Santa es claro su objetivo: diseñar el castillo interior -casa de Dios y hacer comprensible lo que ella misma ha experimentado: cómo el Señor mismo llama al alma de su extravío en el mundo exterior, cómo le atrae más y más a sí misma, hasta que finalmente Él pueda unirla aquí en el centro interior de ella misma.
Quedaba absolutamente fuera del punto de mira de la Santa indagar si la estructura del alma [62] tenía además sentido, prescindiendo de este ser habitación de Dios, y si quizás habría otra «puerta», diversa de la oración. A las dos preguntas nosotros tenemos que responder, evidentemente, en sentido afirmativo. El alma humana, en cuanto espíritu e imagen del Espíritu de Dios, tiene la misión de aprehender todas las cosas creadas conociéndolas y amándolas y así comprender la propia vocación y obrar en consecuencia. A los grados del mundo creado corresponden las moradas del alma: pero esto hay que entenderlo desde una profundidad diversa. Y si la morada más interior está reservada para el Señor de la Creación, también es cierto que sólo a partir de la última profundidad del alma, -punto céntrico del Creador-, puede recabarse una imagen realmente adecuada de la Creación: no será una imagen que abarque todo, como corresponde a [63] Dios, pero sí una imagen sin deformaciones. Queda así absolutamente en firme lo que la Santa expresó tan netamente: que entrar en sí mismo significa acercarse gradualmente a Dios.
Pero a la vez significa la progresiva adquisición de una posición cada vez más nítida y objetiva frente al mundo. Si para poder llegar a Dios, es necesario liberarse plenamente de las ataduras pecaminosas que nos ligan a las cosas del mundo, ese sustraerse no es meta sino camino. La conclusión viene a demostrar que, al fin, se restituyen al alma todas sus fuerzas naturales para que pueda trabajar en el servicio del Señor.
Como espíritu y como imagen del Espíritu divino, el alma no sólo tiene conocimiento del mundo externo sino también de sí misma: es consciente de toda su vida espiritual, [64] y es capaz de reflexionar sobre sí misma, incluso sin entrar por la puerta de la oración. Ciertamente hay que pensar con qué tipo de «yo» viene a encontrarse el alma y, consecuentemente, por qué otra puerta puede entrar. Una posibilidad de entrada en su interior, se la ofrece el trato con otros hombres. La experiencia natural nos da una imagen de ello y nos dice que también ellos tienen una imagen de nosotros. Y así llegamos, en cierto modo, a vemos a nosotros desde fuera. Es posible en ello constatar algunas apreciaciones correctas, pero rara vez penetraremos más en lo hondo de nuestro interior; y a ese conocimiento van vinculadas ronchas causas de error, que permanecen ocultas a nuestra mirada, [65] hasta que Dios, con una neta sacudida interior -con una llamada interior- nos quita de los ojos la venda que a todo hombre le esconde en gran parte so propio mundo interior.
Otro impulso a reentrar en sí mismo se da, por pura experiencia, en el crecimiento de la persona durante el período de maduración que va desde la infancia a la juventud. Las sensibles transformaciones interiores impulsan por sí mismas a esta autobservación. Pero con ese genuino y sano anhelo de conocerse, suscitado por el descubrimiento del «mundo interior», se mezcla de ordinario un impulso excesivo a la «autoafirmación». Y esto se convierte en una nueva fuente de ilusión que origina una falsa «imagen» del propio yo. A esto se añade el que en este período comienza la meditación [66] de sí mismo basada en la imagen que los otros ven desde fuera, y por tanto una formación del alma desde lo exterior, que conlleva el encubrimiento del propio ser.
Finalmente pensemos en la investigación científica del «mundo interior», que se ha interesado por este tema del ser como de cualquier otro: resulta sorprendente qué es lo que ha quedado del reino del alma, desde que la «psicología» de nuestro tiempo ha comenzado a seguir un camino independientemente de toda consideración religiosa o teológica del alma: se llegó así, en el siglo XIX a una «psicología sin alma». Tanto la «esencia» del alma como sus «potencias» fueron descartadas como «conceptos mitológicos», y se quiso tomar en cuenta únicamente los «fenómenos psicológicos». [67] ¿Pero qué tipos de «fenómenos» eran esos?
No es posible reducir a un cuadro sencillo y único la psicología de las últimos tres siglos, pues se han simultaneado constantemente orientaciones diversas. Con todo, la corriente principal, que surge del empirismo inglés, se ha ido configurando cada vez más como ciencia natural, llegando a hacer de todos los sentimientos del alma el producto de simples sensaciones, como una cosa espacial y material está hecha de átomos: no sólo se le ha negado toda realidad permanente y durable, fundamento de los fenómenos mudables, o sea de la vida que fluye, sino que se han desconectado del fluir de la vida anímica el espíritu, el sentido y la vida. Es como si [68] del «castillo interior» se conservasen sólo restos de muralla que apenas nos revelan la forma original, a la manera que un cuerpo sin alma ya no es un verdadero cuerpo.
Ante este campo de ruinas, uno se siente tentado de preguntar si, a fin de cuentas, la puerta de la oración no será el único ingreso al interior del alma. Realmente, la psicología naturalística del siglo XIX, en sus concepciones de fondo, hoy está ya superada. El redescubrimiento del espíritu y el interés por una auténtica «ciencia del espíritu» se cuentan ciertamente entre los más grandes cambios logrados en el campo científico durante las últimas décadas. Y no sólo han recuperado sus derechos la espiritualidad y el pleno sentido [69] de la vida anímica, sino que también se ha descubierto su fundamento real, aun cuando haya todavía psicólogos -e incluso, extrañamente, psicólogos católicos-, que sostienen no poder hablarse del alma en términos científicos.
Si volvemos la mirada a los pioneros de la nueva ciencia del espíritu y del alma (me refiero ante todo a Dilthey, Brentano, Husserl y a sus escuelas) no tenemos ciertamente la impresión de que sus obras más importantes sean escritos religiosos y que sus autores hayan «entrado por la puerta de la oración». Pero recordemos que Dilthey estaba familiarizado con los problemas de la teología protestante, como lo demuestra por ejemplo su Jugendgeschichte Hegels; [70] -que Brentano era sacerdote católico, y que aun después de su rotura con la Iglesia, hasta los últimos días de su vida, se ocupó apasionadamente de los problemas de Dios y de la fe; -que Husserl, en cuanto discípulo de Brentano, sin haber estudiado directamente la teología y filosofía medieval, conservaba una cierta vinculación viva con la gran tradición de la philosophia perennis; -que él, además, en su lucha filosófica era consciente de tener una misión y que en el círculo de personas cercanas, tanto en el plano científico como en el humano, promovió un fuerte movimiento hacia la Iglesia; entonces hemos de pensar que no se trata de una mera yuxtaposición de estos hombres, sino de una profunda e íntima conexión.
[70a] Especial mención merece en este punto la obra -tantas veces citada- del fenomenólogo de Munich, Pfänder: El alma del hombre. Ensayo de una psicología inteligible, cuya concepción del alma concuerda ampliamente con la nuestra. Partiendo de una descripción de los movimientos del alma, Pfänder trata de comprender la vida del alma misma, descubriendo los impulsos fundamentales que la dominan. Y esos impulsos fundamentales, intenta él reconducirlos a un impulso originario: a la tendencia del alma al autodesarrollo, tendencia basada en la esencia misma del alma. El ve en el alma un núcleo de vida que partiendo de ese germen debe desarrollarse hasta tener forma plena. Pertenece a la propia esencia del alma humana el que, para su propio desarrollo, sea necesaria la libre actividad de la persona. Sin embargo, el alma es «esencialmente creatura y no creadora de sí. No se genera a sí misma, sino que únicamente puede desarrollarse. En el punto más profundo de sí misma, (cara atrás), está ligada [70b] a su perenne principio creativo. A partir de él puede procrear en plenitud, únicamente manteniéndose estable en contacto con ese perenne principio creador». La esencia del alma se presenta a sí misma como la clave para entender su propia vida. Apenas cabe imaginar una negación más categórica de la «psicología sin alma».
La obra de Pfänder acerca del alma es evidentemente la conclusión de un continuado trabajo de su vida, y el resultado de un serio enfrentamiento con las últimas preguntas. Por eso resultan algunas cosas oscuras, precisamente en los puntos más decisivos. Queda en plena sombra la relación entre alma y cuerpo. A lo sumo se habla de ello como si se tratase de dos sustancias unidas entre sí; sólo en un pasaje se dice expresamente que permanece incierto si el «germen del cuerpo» y el «germen del alma» son distintos, o si en el fondo son un germen solo. El concepto de espíritu se deja de lado por lo poco claro que resulta, y por ello no se hace intento alguno por indagar las relaciones entre alma y espíritu. [70c] Por eso mismo, resulta más extraño poder llegar a una completa comprensión del alma, de su esencia y su vida, del alma humana en cuanto tal, y en cuanto individual. Nos encontramos ante los residuos del viejo racionalismo, que no admitía ningún misterio, ni quiere saber nada de la fragmentación del saber humano y en cambio cree poder desvelar por completo el misterio de las relaciones del alma con Dios. Ignora cuánto debe a la doctrina y a la vida de la fe, precisamente en lo mismo que él cree resultado de su conocimiento natural.
[71] No es posible, en este lugar, rebasar estos pocos apuntes e insinuaciones. Sería necesario un trabajo específico, para estudiar la historia de la psicología con esta perspectiva: descubrir en cada estudioso y en su época respectiva, cómo se correlacionan sus posturas en cuanto a vida de fe y en cuanto a la concepción del alma.
Cuando se observa una ceguera tan incomprensible respecto de la realidad del alma, como la que encontrarnos en la historia de la psicología naturalística del siglo XIX, cabe pensar que la causa de esa ceguera y de la incapacidad de llegar a Jo profundo del alma no reside simplemente en una obsesión en relación a algunos prejuicios metafísicos, sino en un inconsciente miedo a encontrarse con Dios. [72] Por otra parte, ahí está el hecho de que nadie ha penetrado tanto en lo hondo del alma como los hombres que con ardiente corazón han abarcado el mundo, y que por la fuerte mano de Dios han sido liberados de todas las ataduras e introducido dentro de sí en lo más íntimo de su interioridad. Al lado de nuestra santa Madre Teresa encontramos aquí en primera línea a san Agustín, tan profundamente afín a ella, como ella misma lo sentía. Para estos maestros del propio conocimiento y de la descripción de sí mismos, las misteriosas profundidades del alma resultan claras: no sólo los fenómenos, la superficie movediza de la vida del alma, son para ellos innegables· hechos de experiencia, sino también las potencias que actúan sin mediaciones en la vida consciente del alma, e incluso la misma esencia del [73] alma.
Pero también éste es un punto en el que hemos constatado una concordancia entre nuestra exposición y el testimonio de la Santa: precisamente porque el alma es una realidad espiritual-personal, su ser más íntimo y específico, su esencia de la que brotan sus potencias y el despliegue de su vida, no son sólo una desconocida x que nosotros admitamos para esclarecer los hechos espirituales que experimentamos, sino algo que puede iluminamos y dejar sentir aun cuando permanezca siempre misterioso.
El extraño camino que, según la descripción de la Santa, recorre el alma en su interiorización -desde el muro de cerca hasta el centro más íntimo- puede, quizás, hacérsenos más comprensible mediante nuestra distinción [74] entre el alma y el Yo. El Yo aparece como un «punto» móvil dentro del «espacio» del alma; allá donde quiera que toma posición, allí se enciende la luz de la conciencia e ilumina un cierto entorno: tanto en el interior del alma, como en el mundo exterior objetivo hacia el cual el. Yo está dirigido. A pesar de su movilidad, el Yo está siempre ligado a aquel inmóvil punto central del alma en el cual se siente en su propia casa. Hacia ese punto se sentirá llamado siempre (nuevamente se trata de un punto que hemos tenido que llevar más allá de cuanto nos dice al respecto el Castillo interior), no sólo es convocado ahí a las más altas gracias místicas del desposorio espiritual con Dios, sino que desde aquí puede tomar las decisiones últimas a que es llamado el hombre como persona libre.
[75] El centro del alma es el Jugar desde donde se hace oír la voz de la conciencia, y el lugar de la libre decisión personal. Por eso y porque la libre decisión de la persona es condición requerida para la unión amorosa con Dios, ese lugar de las libres opciones debe ser también el lugar de la libre unión con Dios. Esto explica por qué Santa Teresa (al igual que otros maestros espirituales) veía la entrega a la voluntad de Dios como lo más esencial en la unión: la entrega de nuestra voluntad es lo que Dios nos pide a todos y todos podemos realizar. Ella es la medida de nuestra santidad, y a la vez la condición para la unión mística que no está en nuestro poder, sino que es libre regalo de Dios. Pero de aquí resulta también [76] la posibilidad de vivir desde el centro del alma y de realizarse a sí mismo y la propia vida, sin ser agraciados con gracias místicas.
Todavía la Santa, como algo que rebasa su competencia, trata de explicar el hecho que ella cree ver con plena claridad: que el espíritu y alma son una sola cosa, y, sin embargo, se distinguen entre sí. Por nuestra parte, hemos intentado resolver este enigma distinguiendo: por un lado, la diversidad de contenido entre espíritu y materia (que llena el espacio), considerados como diferentes categorías del ser (donde el alma pertenece al lado del espíritu, pero en cuanto a la configuración espiritual, que a la manera de las formas materiales median entre espíritu y materia); y por otro lado, la formal diversidad del ser entre cuerpo, alma y espíritu: el alma es lo oculto e informe, y el espíritu es lo libre que fluye de dentro, la vida que se manifiesta.
En correspondencia con esas diferencias hemos encontrado en el alma humana diversos [77] modos de ser: como forma del cuerpo el alma toma forma en una materia que le es extraña y con ello sufre el obscurecimiento y el gravamen que consigo trae la vinculación a la materia pesada (la materia en el estado de caída). Pero el alma a la vez se realiza y se manifiesta como ser personal-espiritual en cuanto fluye en vida libre y consciente y se eleva al reino luminoso del espíritu, sin que cese de ser fuente secreta de la vida. Esta fuente secreta es una realidad espiritual, en el sentido de la distinción entre materia y espíritu, y cuanto más hondamente el alma se sumerge en el espíritu y más firmemente se instala en su centro, tanto más libremente puede elevarse sobre sí misma y liberarse de las ataduras materiales: hasta romper los lazos que unen el alma y el cuerpo terreno -como sucede en [78] la muerte, y en cierto sentido también en el éxtasis-, y hasta la transformación del «alma viviente» en el «espíritu que da la vida», que es capaz desde sí mismo de formar un «cuerpo espiritual».