Ciencia de la Cruz

Ciencia de la Cruz
– Edith Stein –

Indice
Prólogo
Introducción


I El mensaje de la Cruz
1 Tempranos encuentros con la cruz
2 El mensaje de la Sagrada Escritura
3 El Sacrificio de la misa
4 Visiones de la Cruz
5. El mensaje de la Cruz
6 Contenido del mensaje de la Cruz


II Doctrina de la Cruz
Introducción: San Juan de la Cruz como escritor
1. Cruz y noche (noche del sentido)
1.1 Diferencia en el carácter del símbolo: El símbolo y su expresión cósmica
1.2 La canción de la
Noche oscura
1.3 Noche oscura del sentido

a) Introducción al sentido de la Noche
b) Entrada activa en la noche como seguimiento de la Cruz
c) La noche pasiva como crucifixión
2 Espíritu y fe. Muerte y resurrección: (Noche del espíritu)
2.1 Despojo de las fuerzas espirituales en la noche activa

a) La noche de la fe como camino para la unión
b) La desnudez de las fuerzas espirituales como camino y muerte de cruz
c) Incapacidad de todo lo creado para servir de medio para la unión
d) Desnudez de la memoria
e) Purificación de la voluntad
Pasiones
2.2 Esclarecimiento mutuo entre “espíritu” y “fe”

a) Mirada retrospectiva y prospectiva
b) Actividad natural del espíritu
c) Elevación del alma al orden sobrenatural
d) Comunicaciones extraordinarias de la gracia y liberación de ellas
2.3 Muerte y resurrección

a) Noche pasiva del espíritu
b) Inflamación de amor y transformación
c) La secreta escala
d) El vestido tricolor del alma
e) A oscuras y escondida en profunda paz
El alma en el reino del espíritu y de los espíritus
a) Estructura del alma-Espíritu de Dios y espíritus creados
b) Comunicación del alma con Dios y con los espíritus creados
c) El más profundo centro del alma y los pensamientos del corazón
d) El alma, el yo y la libertad
e) Diversas especies de la unión con Dios
f) Fe y contemplación. Muerte y resurrección
3 La gloria de la resurrección
3.1 En las llamas del Divino amor

a) En el umbral de la vida eterna
b) Unión con Dios, Uno y Trino
c) Entre resplandores de gloria divina
d) Vida escondida de amor
e) Características de la Llama
3.2 El cántico nupcial del alma

a) El Cántico Espiritual y su relación con los demás escritos
b) La idea central, conforme a la exposición del Santo
c) La imagen dominante y su valor dentro del contenido del Cántico
d) El símbolo de esposa y el detalle de las otras imágenes
e) El símbolo de esposa y la cruz

III El seguimiento de la Cruz



CIENCIA DE LA CRUZ

Edith Stein

– Santa Teresa Benedicta de la Cruz –



A Juan de la Cruz,
Doctor de la Mística y Padre de los Carmelitas
en ocasión del 400 aniversario de su nacimiento

Por una de sus hijas
del Carmelo de Echt

1542-1942

(Traducción y notas: Francisco Javier Sancho Fermín)
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Prólogo

Nuestro intento en las presentes páginas es tratar de comprender a San Juan de la Cruz en la unidad de su ser tal como se manifiesta en su vida y en sus escritos y esto desde un punto de vista que permita captarla plenamente. No pretendemos ofrecer una biografía del Santo ni dar tampoco una exposición completa de sus enseñanzas; pero, tanto los hechos de su vida como el contenido de sus escritos, los aprovecharemos para conseguir penetrar más profundamente el sentido de esta unidad.

Aduciremos profusión de testimonios a los cuáles trataremos de dar una interpretación que sirva para confirmar lo que la autora, a través de esfuerzos que han durado toda su vida, cree haber comprendido acerca de las leyes del ser y de la vida espiritual. Ha de aplicarse esto de manera particular a las disertaciones sobre el espíritu, la fe y la contemplación que se insertan en distintos lugares y, sobre todo, en el apartado que lleva el título: «El alma en el reino del espíritu y de los espíritus». Lo que allí se afirma del «yo», de la «libertad» y de la «persona» no está tomado de los escritos del Santo, aunque no faltan en sus obras algunos puntos que pudieran servir de apoyo para ello. Una exposición detallada de estos problemas no entraba dentro de sus cálculos ni estaba tampoco de acuerdo con su manera de pensar. Por otra parte, no podemos olvidar que la elaboración de una filosofía de la persona, tal como aparece en esos lugares, sólo se ha conseguido en los filósofos de los últimos tiempos.

En la presentación de testimonios nos hemos guiado por los libros de nuestro Padre Bruno de Jesús María Saint Jean de la Croix, París 1929 y Vie d’amour de Saint Jean de la Croix. París, 1936, así como del de Juan Baruzi «Saint Jean de la Croix et le Probléme de l’Experience Mystique», París 1931. La obra de Baruzi es rica en sugerencias y, sin embargo, no la hemos transcrito con mucha frecuencia porque no resulta fácil apoyarse en sus explicaciones sin haberlas pasado antes por el tamiz de una severa crítica, cosa que no entraba dentro de nuestros planes al escribir el libro. Para quien conozca a Baruzi no resultará difícil descubrir las huellas de su influjo y aun los elementos que puedan servir de fundamento a una crítica de sus afirmaciones. Sin embargo, tiene Baruzi un mérito que no se le puede discutir, el del celo incansable con que ha examinado y valorado las fuentes. Más discutible resulta su posición respecto a las dos redacciones manuscritas a través de las cuáles han llegado hasta nosotros El Cántico Espiritual y la Llama de Amor Viva, la última de las cuáles (posiblemente en el caso de la Llama y con toda verosimilitud en el Cántico) según él debería considerarse apócrifa, así como su afirmación, contra el sentir unánime de la tradición, de que sólo poseemos una versión apócrifa y truncada de la Subida y de la Noche Oscura.
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Introducción

Sentido, origen y fundamento de la ciencia de la cruz

En el mes de septiembre u octubre de 1568 el joven carmelita Juan de Yepes, conocido hasta entonces con el nombre de Juan de Santo Matía con el que había profesado en el Carmelo, hacía su entrada en la pobre alquería de Duruelo, que había de servir de fundamento y piedra angular a la Reforma Teresiana que entonces comenzaba. El 28 de noviembre, juntamente con otros dos compañeros, se comprometió a la observancia de la Regla primitiva y tomó como título de nobleza el sobrenombre de la Cruz. Era todo un símbolo de lo que andaba buscando al abandonar el Convento Carmelitano de Medina, desligándose con ello de la Observancia mitigada, cosa que ya anteriormente había procurado hacer viviendo conforme a la Regla primitiva, para lo cual había obtenido particular licencia. Así se manifestaba la característica especial de la Reforma: la vida de los carmelitas descalzos debía basarse en el seguimiento de Cristo al Calvario y en la participación en su Cruz.

Como se acaba de notar, Juan de la Cruz no era para entonces ningún novato en la ciencia de la Cruz. El sobrenombre que adoptó en la Orden demuestra que Dios se unía a su alma para simbolizar un particular misterio. Juan trata de indicar con su cambio de nombre que la Cruz será en adelante el distintivo de su vida. Cuando hablamos aquí de Ciencia de la Cruz no tomamos el nombre de ciencia en su sentido corriente: no se trata de pura teoría, es decir, de una suma de sentencias verdaderas o reputadas como tales, ni de un edificio ideal construido con pensamientos coherentes. Se trata de una verdad bien conocida la teología de la Cruz pero una verdad real y operante: como semilla que depositada en el centro del alma crece imprimiendo en ella un sello característico y determinando de tal manera sus actos y omisiones, que por ellos se manifiesta y hace cognoscible. En este sentido es como puede hablarse de ciencia de los santos y a él nos referimos cuando hablamos de ciencia de la Cruz.

De esta forma y fuerza vivientes brota en lo más profundo del hombre un concepto de la vida y una visión de Dios y del mundo que permiten un particular modo de pensar que se presta a ser formulado en una teoría. Una tal cristalización la tenemos en la doctrina de nuestro Santo Padre. Y es lo que nos proponemos buscar en su vida y en sus escritos. Mas antes de preguntarnos de qué manera podemos concebir una ciencia en el sentido arriba indicado.

Existen síntomas, detectables naturalmente, que demuestran que la naturaleza humana, tal como es en su realidad, se encuentra en estado de corrupción. Uno de estos síntomas es la incapacidad de apreciar las circunstancias de los actos en su verdadero valor y de reaccionar ante ellos rectamente. Incapacidad que puede provenir de cierto embotamiento, ya congénito, o ya también adquirido en el curso de la vida, o, finalmente, de una insensibilidad ante ciertos estímulos como resultado de rutinaria repetición. Lo continuamente oído, lo conocido de mucho tiempo atrás «nos deja fríos». Añádase a todo que con la mayor frecuencia nos afectan en exceso nuestras propias conveniencias, mientras seguimos impermeables a las de nuestros prójimos. Sentimos esta insensibilidad nuestra como algo que no está de acuerdo con lo que debiera ser la realidad y nos hace sufrir. Pero de nada nos sirve pensar que obedece a una ley psicológica. Por otra parte nos sentimos felices al comprobar por experiencia que somos capaces de profundas y auténticas alegrías, y hasta un verdadero e íntimo dolor lo consideramos como una gracia en comparación con la fría rigidez de la insensibilidad. Esto resulta particularmente penoso en el campo religioso. Muchos creyentes se sienten atormentados, porque los hechos de la Salvación o nunca les han impresionado, o ya no les impresionan tanto como debieran, y ya no conservan para sus vidas la fuerza formativa de otros tiempos. La lectura de la vida de los santos les hace volver a la realidad y ver que donde la fe es en verdad viva, allí la doctrina de la fe y las grandes obras de Dios constituyen el núcleo de la vida; todo lo demás queda postergado y únicamente conserva su valor en cuanto está informado por aquellos. Es el realismo de los santos, que brota del sentimiento íntimo y fundamental del alma que se sabe renacida del Espíritu Santo. Cuanto en esa alma entra, ella lo acoge en forma adecuada y su correspondiente profundidad, y encuentra con ello una fuerza viva, impulsora y dispuesta a dejarse moldear, y no impedida por obstáculo ni entorpecimiento alguno, que se deja moldear, dirigir fácil y gozosamente por lo que ha recibido. Cuando un alma santa acepta así las verdades de la fe, éstas se le convierten en la Ciencia de los Santos. Y cuando su íntima forma está constituida por el misterio de la Cruz, entonces esa ciencia viene a ser la Ciencia de la Cruz.

Este realismo santo tiene cierto parentesco con el realismo del niño que recibe sus impresiones y reacciona ante ellas con fuerza aun no debilitada y con una viveza e ingenuidad libre de inhibiciones. Claro está que tal reacción no siempre estará naturalmente en conformidad con la razón. Le falta la madurez de la inteligencia. Y tan pronto como la inteligencia entra en acción se le presentan fuentes de error y de engaño tanto interiores como exteriores que la dirigen por caminos equivocados. El pertinente influjo del medio ambiente puede actuar preventivamente. El alma del niño es blanda y dúctil. Lo que en ella penetre puede estar informándola toda la vida. Cuando los hechos de la Salvación penetran en el alma tierna del niño debidamente, puede que se hayan colocado las bases para una vida santa. A veces nos encontramos también con una temprana y extraordinaria elección de la Divina Gracia, coincidiendo en este caso el realismo infantil con el realismo santo. Así se cuenta de santa Brígida que a la edad de diez años oyó por primera vez hablar de la Pasión y Muerte de Jesús. A la noche siguiente se le apareció el Salvador en la Cruz y desde entonces ya no le fue posible meditar la Pasión del Señor sin derramar lágrimas.

En el caso de San Juan de la Cruz hay que tener en cuenta un tercer aspecto: poseía una naturaleza de artista. Entre los distintos oficios y artes manuales en los que se entrenó de niño se cuentan los de escultor y pintor. De época posterior se conservan todavía dibujos salidos de sus manos. (Es universalmente conocido su dibujo de la Subida al Monte Carmelo). Siendo prior de Granada trazó los planos de un convento de contemplativos. Pero a la vez que artista dibujante, es poeta. Sentía la necesidad de expresar en canciones lo que experimentaba su alma. Sus escritos místicos no son otra cosa que explicaciones posteriores de sus inmediatas expresiones poéticas. Por ello en su caso hemos de atender al realismo propio del artista. El artista por la fuerza inquebrantable de su sensibilidad se emparenta al niño y al santo.

Más al revés de lo que sucede en el realismo santo aquí estamos ante una impresionabilidad que contempla el mundo a la luz de una determinada categoría de valores, con fácil detrimento de los demás, y tiene su propio y peculiar procedimiento. Es propio del artista representar en imágenes lo que interiormente le impresiona y pugna por manifestarse al exterior. Cuando hablamos de imágenes no pretendemos limitarnos al arte gráfico y representativo: se incluye en esta expresión cualquier reacción artística, sin excluir la poética ni la musical. Es, al mismo tiempo, imagen que representa algo, y creación: algo creado y encerrado dentro de sí mismo formando su pequeño mundo. Toda obra genuina de arte es además símbolo, háyalo pretendido o no el artista, tanto si éste es naturalista como si es simbolista. Símbolo: es decir, que de la plenitud infinita del sentido con la que tropieza necesariamente todo humano conocimiento, capta algo y lo hace manifiesto y lo expresa; y, por cierto, de tal manera que esa misma plenitud de sentido, inagotable para el conocimiento humano, encontrará en el símbolo una misteriosa resonancia. Así entendido todo arte auténtico es una revelación y la creación artística un servicio santo. A pesar de todo, sigue siendo verdad que en toda creación artística se oculta un peligro y esto no solamente cuando el artista no tiene idea de la santidad de su misión. Es el peligro de que se contente con la representación externa de la imagen, como si no existieran para él otras exigencias.

Lo que afirmamos de una manera general aparece con mayor claridad tratándose de la imagen de la Cruz. Apenas hay artista cristiano que no se haya sentido impulsado a representar a Cristo cargado con la cruz o clavado en ella. Pero el Crucificado pide al artista algo más de su imagen que una representación. Exige de él, como de cualquier otro hombre, la imitación: que se convierta él mismo en imagen de Cristo cargado con la cruz y crucificado y que conforme a ella se deje modelar. La mera representación externa puede ser obstáculo para su configuración personal, pero no debe ser en absoluto así; incluso puede servir a ella, ya que la misma imagen interior, proyectada al exterior, no hace sino que quede más vivamente plasmada y más asimilable interiormente. Por ello, cuando ningún obstáculo se cruza en su camino, se convierte en forma interior que impulsa a la acción, es decir, a caminar en su seguimiento. Sí, la misma imagen exterior, la creada por uno mismo, puede servir como acicate para la formación de la propia persona. Tenemos motivos para afirmar que así sucedió en el caso de san Juan de la Cruz: el realismo del niño, del artista y del santo se han unido en él para preparar un terreno adecuado para el mensaje de la Cruz, para permitirle progresar en la ciencia de la Cruz. Ya hemos dicho que su naturaleza artística se manifestó desde su infancia. Tampoco faltan testimonios que nos hablan de su temprana vocación a la Santidad. Contaba más tarde su madre a las carmelitas descalzas de Medina que su hijo durante su infancia se comportó como un ángel. Esta piadosa madre le inculcó un amor tiernísimo a la Madre de Dios y sabemos de buena fuente que María, por su intervención personal, libró por dos veces al niño de ahogarse. Todo lo demás que de su infancia y su juventud conocemos demuestra igualmente que desde sus primeros años era el niño de la gracia.
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I El mensaje de la cruz

1 Tempranos encuentros con la Cruz

Nos preguntamos ahora cómo fue sembrada en esta tierra fecunda la semilla del mensaje de la Cruz. No poseemos ningún testimonio que nos diga cuándo contempló Juan por primera vez la imagen del Crucificado. Es verosímil que su madre, profundamente creyente, lo llevase consigo, siendo aún muy pequeño, a la iglesia parroquial de su Fontiveros natal. Allí pudo contemplar al Salvador en la Cruz, desfigurado el rostro por el dolor, con cabellos naturales que descendiendo por sus mejillas llegaban hasta sus espaldas, cubiertas de heridas. Y cuando la joven viuda, que tanta necesidad y tanto sufrimiento había tenido, conduciría también ante la Madre del cielo, le conduciría también ante la Madre Dolorosa al pie de la cruz. Podemos conjeturar, con todo respeto ante los misterios de la gracia, que fue María la que adoctrinó a su protegido, ya en edad temprana, en la ciencia de la Cruz. ¿Quién más instruida y penetrada en la dignidad de la Cruz que la Virgen Sapientísima?.

Juan encontró también, en todo caso, la imagen del Crucifijo en los obradores en que trabajaba. Es posible que ya entonces se entretuviera en tallar cruces, trabajo que tan gustosamente hará más tarde. Si para todas estas afirmaciones nos hemos de conformar con conjeturas, tenemos un buen apoyo para la hipótesis de un encuentro con la Cruz, en el hecho seguro de que muy pronto se manifestó en él el amor a la penitencia y mortificación. Cuando contaba todavía 9 años despreciaba su cama y dormía sobre una yacija de sarmientos. Algunos años más tarde no se concedía más que unas pocas horas de reposo sobre este duro lecho y empleaba en el estudio una buena parte de la noche. Siendo estudiante pedía limosna para otros compañeros más pobres que él y, más tarde, para los pobres del hospital. Después de varios intentos sin éxito en otras profesiones, se consagró a la dura tarea de enfermero y perseveró en ella con plena dedicación; según el testimonio de su hermano Francisco se trataba del «hospital de los bubas». Se ha aventurado también la hipótesis de que los enfermos cuidados en este hospital eran sifilíticos. Sea esto verdad o no, lo seguro es que el niño aprendió a conocer entre sus enfermos no sólo las enfermedades del cuerpo, sino también a compadecerse de las del alma y las morales, y fiel cumplimiento de su deber exigió del puro, profundo y tierno corazón del niño con mucha frecuencia vencimientos dolorosos. ¿Quién le dio fuerza para ello? Sin duda alguna el amor al Crucificado a quien quería seguir por duro, escarpado y estrecho camino. El deseo de conocerlo más de cerca y conformarse más perfectamente con su imagen, determinó a san Juan de la Cruz a frecuentar el estudio en el colegio de los Jesuitas como preparación para su vocación sacerdotal. Para mejor escuchar el mensaje de la Cruz rechazó la oferta lucrativa de capellán en el Hospital en que servía, prefiriendo la pobreza de la Orden. Este mismo deseo hizo que no encontrara reposo en la Observancia mitigada de los Carmelitas en aquel tiempo y se refugiara en la Reforma.
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2 El mensaje de la Sagrada Escritura

Es posible que ya siendo estudiante en los Jesuitas, san Juan de la Cruz fuera iniciado en el manejo de la Sagrada Escritura. En más temprana edad, tuvo, sin duda, ocasión, de escuchar las palabras de Cristo, y entre ellas, el mensaje de la Cruz, en los sermones e instrucciones y en la Liturgia. Por lo demás, el estudio cotidiano de las Sagradas Escrituras es cosa corriente entre los Carmelitas. Cuando, joven carmelita, fue enviado a estudiar a Salamanca, el examen del texto sagrado, bajo la dirección de competentes exégetas, constituía la parte esencial de su trabajo, y tenemos noticia de que, años más tarde, vivía sumergido por completo en la meditación de la Escritura. Era la Biblia uno de los pocos libros que tenía siempre en su celda. Las palabras de la Escritura son inseparables de sus escritos, se habían convertido en la expresión natural de su experiencia y brotan espontáneamente de su pluma. Su secretario y confidente de los últimos años, el padre Juan Evangelista, testifica que san Juan de la Cruz apenas necesitaba consultar la Escritura porque se la sabía casi de memoria. De todo ello podemos concluir que el mensaje de la Cruz, contenido en las Sagradas Letras, tuvo que ir penetrando cada vez más íntimamente en su corazón a lo largo de toda su vida. Nos resulta imposible examinar exhaustivamente esta primerísima fuente de su ciencia de la Cruz, porque no podemos olvidar que toda la Sagrada Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, eran para él el pan de cada día. Las citas de la Sagrada Escritura son tan numerosas en sus obras, que no interesa citarlas todas. Por lo demás, no sería razonable limitarnos a ellas y pretender que otras expresiones, que no se encuentran citadas por él, no han tenido también un influjo vital en su alma. Por ello, hemos de limitarnos a mostrar, con otra serie de casos, su penetración en el mensaje de la Cruz.

El mismo Salvador, en distintas ocasiones y con diverso sentido, ha hablado de la Cruz: cuando predijo su Pasión y Muerte (Mt 20,19;26,2) tenía ante sus ojos en sentido literal el madero de ignominia en que había de acabar su vida. Pero cuando dice «…el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (Mt 10,38) o «el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame» (Mt 16,24; cfr. Mc 8,34; Lc 9,23;14,27), la Cruz es el símbolo de todo lo difícil y pesado, y que resulta tan opuesto a la naturaleza, que, cuando uno toma esta carga sobre sí, tiene la sensación de caminar hacia la muerte. Y ésta es la carga que ha de llevar diariamente el discípulo de Cristo (Lc 9,23). El anuncio de la muerte ponía ante sus discípulos la imagen del Crucificado y esto mismo hace todavía hoy en cuantos leen o escuchan el Evangelio. Hay en esto una intimación callada a responder de manera conveniente. La invitación a seguir a Cristo por el Vía Crucis de la vida nos da la respuesta oportuna y, al mismo tiempo, nos hace comprender el sentido de la muerte en la Cruz, ya que a estas palabras sigue inmediatamente la advertencia: «Quien quisiere salvar su vida la perderá; pero quien perdiere su vida por amor de mí, la salvará» (Lc 9,24; Mt 10,39; Lc 17,33; Jn 12,25). Cristo ofreció su vida para abrir a los hombres las puertas de la vida eterna. Mas para ganar esta vida eterna hay que renunciar a la terrena. Hay que morir con Cristo y con él resucitar: morir con la muerte del sufrimiento que dura toda la vida, con la negación diaria de sí mismo y, si se tercia, con la muerte sangrienta del martirio por el Evangelio.

Las narraciones evangélicas de la Pasión pintan por extenso y circunstanciadamente esta imagen de Cristo paciente y crucificado, aludida en las palabras del Señor. El puro y tierno corazón de niño y la fantasía de artista que poseía Juan de Yepes, tenían que quedar imborrablemente impresionadas por estas imágenes. Además, hemos de tener en cuenta que el niño asistiría e incluso haría de acólito en los oficios de Semana Santa. Todos los años, el domingo de Ramos y durante los días de Semana Santa, la Iglesia, a través de la liturgia, pone ante los fieles los últimos días de la vida de Cristo, su muerte y sepultura con dramática viveza y con tan conmovedoras palabras y melodías, que convidan irresistiblemente a participar en ellas. Si hasta los hombres fríos y los mismos incrédulos que viven envueltos en la vida mundanal no pueden permanecer indiferentes a ellas, ¿cuál sería el efecto que producirían sobre el santo joven del cual sabemos que en los años últimos de su vida apenas podía hablar de cosas espirituales sin quedar extasiado y le bastaba oír una canción para entrar en arrobamiento?

Estudiando la Sagrada Escritura, además de los datos de los Evangelios, se encontró con las profecías del Antiguo Testamento y, ante todo, con la descripción que del siervo de Dios hace Isaías y que el joven Carmelita podía haber conocido por las lecciones del breviario en la Semana Santa. Aquí no sólo podía encontrar retratada con despiadado realismo la Pasión, sino que se ofrecía el gran fondo histórico, sagrado y profano, sobre el cual se desarrollaba el drama del Gólgota; Dios el Creador, todopoderoso y Señor del mundo que derriba los pueblos como vasija de barro y es al mismo tiempo Padre que rodea a su pueblo de los más tiernos cuidados que, a través de los siglos, corteja a Israel su esposa y, una y otra vez, es despreciado y olvidado, como canta san Juan de la Cruz en su Canción del Pastorcito. Los Profetas y los Evangelios se aclaran mutuamente cuando pintan el retrato del Mesías que, obediente a su Padre, viene para rescatar a su esposa y que, para liberarla, toma su yugo sobre sus espaldas y no retrocede ante la muerte por darle la vida. En sus Romances resuena un eco de todo esto. En los Profetas las relaciones de amor de Israel se extienden a toda la humanidad y así se da una correspondencia entre el anuncio del reino de Dios por los Profetas y por los Evangelios.

Hay todavía otra cosa que debía aparecer clara para Juan en los libros profetices: la relación que el mismo Profeta tenía con Dios: la vocación y segregación de un hombre sobre el que el Omnipotente había puesto su mano. Una relación que convertirá a este hombre en amigo y confidente de Dios, conocedor y mensajero de los divinos decretos, y exige, por otra parte, de él una entrega incansable ay una limitada disposición por arrancarle de la comunidad de los hombres que piensan al modo natural y le convierte en signo de contradicción. Para todo esto no solamente se sirve inmediatamente de la Sagrada Escritura sino también de su interpretación en la tradición de la Orden. En el Carmelo aún bajo la regla mitigada se conservaba vivo el recuerdo del Profeta Elías «Guía y Padre de los carmelitas». La Institutio primorum monachorum lo presenta a los jóvenes Carmelitas como modelo de vida contemplativa. El Profeta a quien Dios ordena que se retire al Desierto y se oculte en el torrente Karith, enfrente del Jordán, y que beba del agua del torrente y se alimente de la comida que Dios le enviará (1Re 17,2-3), es el modelo de todos aquellos que, retirándose a la soledad, se despojan del pecado y de todos los gustos sensibles (así interpreta la frase «enfrente del Jordán») y se ocultan en el amor de Dios (Karith es interpretado como caritas): el torrente de la divina gracia le dará deleitosa bebida y la doctrina de los Padres ofrecerá a su alma sólido alimento: el pan del arrepentimiento y de la penitencia y la carne de la verdadera humildad. ¿No habrá encontrado aquí san Juan de la Cruz la clave para explicar lo que Dios obra en su propia alma? Se realizan los planes salvadores de Dios sobre la humanidad y, por su medio, sobre su pueblo escogido. Mas dentro de él tiene que tratar con cada una de las almas. Cada una debe ser rodeada por él de solícito cariño y de cuidado paternal. Encontrará en la Sagrada Escritura, concretamente en el Cantar de los Cantares, un ejemplo de cómo el sentirse amada se convierte para el alma en un aguijón que ya no le permite quedar tranquila. El Cántico espiritual es el eco de todo esto. Más tarde demostraremos hasta qué punto es el motivo de la Cruz el que continuamente se repite en él.

Si el poeta encuentra en las imágenes tan plásticas del Antiguo Testamento rica inspiración, puede hallarlas el teólogo en otras fuentes fecundas. El alma, hecha una con Cristo, viviendo de su vida pero sólo por su abandono en el Crucificado, sólo cuando ha recorrido con él todo el camino del Calvario; en ninguna parte aparece esto tan clara e impresionantemente expresado como en el mensaje de san Pablo que constituye bien desarrollada una Ciencia de la Cruz, una Teología de la cruz, vivida en el alma. «Cristo me envió… a evangelizar y no con artificiosas palabras para que no se desvirtúe la Cruz de Cristo. Porque la doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan»; «…los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, ya sean judíos, ya griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la flaqueza de Dios más poderosa que la fuerza de los hombres» (1Cor 1,17-18 y 22-24.1).

La doctrina de la Cruz constituye el «Evangelium Pauli», el mensaje que tiene que anunciar a judíos y gentiles. Es un mensaje sencillo, sin adornos, sin pretensión alguna de persuadir con argumentos racionales. Saca toda su fuerza del testimonio mismo que anuncia y éste es la Cruz de Cristo, es decir, la muerte de Cristo en la Cruz y el mismo Crucificado. Cristo es fuerza de Dios y sabiduría divina, no sólo en cuanto enviado de Dios, Hijo de Dios y Dios El mismo, sino en cuanto crucificado. Y es que la muerte de Cruz es el medio de salvación escogido por la infinita sabiduría, Y para demostrar que la fuerza y la sabiduría humana son incapaces de conseguir la Redención ha sido dada la fuerza salvadora a aquello, que según medidas humanas, parece débil y loco: el que no quiere ser nada por sí mismo, sino que deja que la fuerza de Dios obre sola en él, el que se ha despojado de sí mismo y «se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de Cruz» (Fil 2,7-8).

La fuerza salvadora, es decir, el poder de resucitar a la vida a quienes estaban muertos a la vida divina por causa del pecado. Esta fuerza salvadora de la Cruz ha pasado a la palabra de la Cruz y, a través de esta palabra, se comunica a cuantos la reciben y se abren a ella sin pretender milagros ni fundamentos de humana sabiduría: en ellos se convierte en esa fuerza vivificadora y formadora que llaman Ciencia de la Cruz. El mismo san Pablo ha cumplido esto a la perfección; «mas yo, por la misma ley, he muerto a la Ley, para vivir para Dios; estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,19-20). Por aquellos días en que en torno suyo se hizo noche y, sin embargo, lucía la luz en su interior, conoció el celador de la Ley, que la Ley era el pedagogo en el camino que conduce a Cristo. La Ley podía preparar para recibir la vida pero no podía dar vida alguna. Cristo ha tomado sobre sí el yugo de la Ley por cuanto la cumplió perfectamente y murió para la Ley y por la Ley. Con ello ha librado de la Ley a quienes de él quieren recibir la vida, más sólo podrán recibirla cuando abandonen la suya propia. Porque cuantos han sido bautizados en Cristo han sido bautizados en su muerte (cfr. Rom 6,3ss).

Se han sumergido en su vida para ser miembros de su cuerpo y, como tales, padecer y morir con él, pero también resucitar con él a la vida eterna y divina. Esta vida llegará a nosotros plenamente en el día de su gloria. Sin embargo, ya ahora «en la carne» tomamos parte en El cuando creemos: creemos que Cristo ha muerto por nosotros para darnos la vida. Esta fe es la que nos permite ser una cosa con El con la unidad que tienen los miembros con la cabeza y abre para nosotros el torrente de su vida. Tal es la fe en él Crucificado, la fe viva que va unida a un abandono amoroso y constituye para nosotros la entrada a la vida y el principio de la futura glorificación: de aquí que sea la Cruz nuestro único título de gloria: «Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14). El que se ha decidido por Cristo, está muerto para el mundo y el mundo para él. Lleva en su cuerpo los estigmas del Señor (Gal 6,17); es débil y despreciado ante los hombres pero recto y, por ello mismo, fuerte, pues la fuerza de Dios es su fortaleza en la debilidad (cfr. 2Cor 12,9). Con este conocimiento, no sólo toma el discípulo de Cristo sobre si la Cruz que le ha sido impuesta, sino que él mismo se crucifica. «Los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias» (Gal 5,24). Han tenido que librar una guerra implacable contra su naturaleza para que muriera en ellos la vida de pecado y diera lugar a la vida del espíritu. Esto último es lo que importa. La Cruz no es un fin en sí misma. Ella se eleva y empuja hacia lo alto. Por esta razón, no es solamente símbolo, sino arma poderosa de Cristo, el cayado del pastor, con que el divino David sale a combatir con el Goliat infernal y con el cual llama con autoridad a la puerta del cielo y se le abre. Desde entonces fluyen torrentes de luz divina que envuelven a cuantos siguen al Crucificado.
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3 El Sacrificio de la misa

El morir con Cristo y resucitar con él se hace factible para todos los fieles, y particularmente para los sacerdotes, en el Santo Sacrificio de la misa. El Sacrificio de la misa, según la doctrina católica, no es otra cosa sino la renovación del sacrificio de la Cruz. Para quien lo ofrece con fe viva o toma parte en él vuelve a repetirse lo que en el Gólgota aconteció. Juan siendo niño ayudaba a misa y este mismo oficio ejercitó, sin duda, en la Orden antes del sacerdocio. Sabemos por la historia de su vida que la mera contemplación del crucifijo era capaz de dejarle literalmente extático. ¡Cómo hubo de atraerle esta ofrenda perfecta! -primero como monaguillo y, más tarde, cuando era él mismo el que la ofrecía-. Tenemos noticias de su primera misa. La celebró en el Convento de Santa Ana de Medina del Campo, en septiembre de 1567, acaso en la octava de la Natividad, y en presencia de su madre, de su hermano mayor Francisco y de su familia. Un santo terror le retraía de la dignidad del sacerdocio y sólo la obediencia a las indicaciones de sus superiores consiguió vencer sus escrúpulos. Entonces, al comenzar la Santa Misa, se hizo más vivo en él el sentimiento de su indignidad, se encendió en ardiente deseo de ser completamente puro para poder tocar con limpias manos al Santo de los Santos y brotó de su corazón la petición de que el Señor velara por él para que nunca le ofendiera mortalmente. Quiso sentir dolor de todas las faltas en las que podía caer sin la asistencia divina, pero sin cometer la culpa. En la consagración escuchó las palabras «yo te concedo cuanto me pides» y, desde entonces, fue confirmado en gracia y conservó el corazón puro como el de un niño de dos años. Sentirse libre de culpa y, a pesar de ello, experimentar dolor ¿no constituye esto una verdadera compenetración con el Cordero sin mancha que tomó sobre sí los pecados del mundo? ¿No es esto Getsemaní y el Gólgota?

Nunca disminuyó el sentimiento de Juan ante la grandeza del sacrificio de la misa. Sabemos que un día encontrándose en Baeza se retiró extasiado del altar sin haber terminado la Santa Misa. Uno de los que asistían a ella exclamó que debían venir los ángeles para terminar aquella misa porque el Santo Padre no se acordaba de que no la había terminado. En Caravaca se le vio en cierta ocasión durante la misa cubierto del resplandor que salía de la Sagrada Hostia. El mismo contó que, a veces, durante varios días tuvo que prescindir de celebrar la Santa Misa, porque su naturaleza era demasiado débil para soportar el torrente de consolaciones divinas. Con particular deleite celebraba la Misa de la Santísima Trinidad. Existe una íntima conexión entre este altísimo misterio y el Santo Sacrificio que ha sido instituido conforme al decreto de las Tres Divinas Personas, sirve para su gloria y abre la puerta a la participación del torrente eterno de vida trinitaria. No podemos ni siquiera sospechar la plenitud de divina iluminación que le fue comunicada al Santo en el Altar durante el transcurso de su vida sacerdotal. En todo caso hubo de ser en gran parte durante la celebración de la Santa Misa cuando se desarrolló su ciencia de la Cruz y tuvo lugar su misteriosa y progresiva transformación en el Crucificado.
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4 Visiones de la Cruz

El mensaje de la Cruz se deja oír en el corazón de todo aquel que vive dentro del ambiente cultural del cristianismo a través de las palabras, las imágenes y las fiestas de la Liturgia, pero encuentra una particular resonancia en el corazón del sacerdote, aunque habrá muy pocos tan capaces y tan dispuestos a aceptarlo y responder a El como san Juan de la Cruz. Además, y, prescindiendo de las gracias extraordinarias de la Santa Misa, el mensaje de la Cruz ha llegado a él de otras maneras extraordinarias. El Crucificado se le ha aparecido en repetidas ocasiones, de dos de las cuáles tenemos noticias concretas. En su doctrina considera el Santo las visiones, locuciones y revelaciones como elementos accidentales de la vida mística. Ha advertido, ante todo y con gran insistencia, del peligro de engaño o, por lo menos, de ser detenido en el camino de la unión que puede seguirse de dar valor a tales cosas. Además se mostró siempre muy retraído para comunicar nada que se refiriera a su vida, tanto en lo exterior como en lo interior. Si ha hablado de estas visiones, ha sido porque tenían para él un significado particular. A ambas siguió en su vida una tempestad de persecuciones y de sufrimientos y es evidente que estas visiones le sirvieron como de avisos.

La primera aparición tuvo lugar en Ávila, en el Monasterio de la Encarnación, a donde le había llamado santa Teresa como confesor de las monjas. Hallándose cierto día sumergido en la contemplación de la Pasión, se le mostró el Crucificado, visible a los ojos del cuerpo, cuerpo cubierto de llagas y bañado en sangre. Tan clara fue la aparición, que pudo dibujarla a pluma en cuanto volvió en sí. La hojita amarillenta, sobre la que la dibujó, se conserva aún en nuestros días en el Monasterio de la Encarnación. El dibujo da una impresión de modernidad. La Cruz y el cuerpo están representados en fuerte escorzo, como vistos de lado: el cuerpo en movimiento forzado, muy separado de la Cruz, colgado de las manos (las manos, traspasadas por fuertes clavos, muy prominentes, son particularmente impresionantes), la cabeza está inclinada hacia delante de manera que no permite ver los rasgos de la cara y deja descubierta la parte superior de la espalda desnuda marcada de cardenales. El Santo envió la hojita a la hermana María de Jesús a quien confió su secreto. Lo cual es cosa comprensible por cuanto el mismo Señor comunicó al alma de esta religiosa algo de los más íntimos secretos del Santo: la gracia que recibió en su primera Misa. Ignoramos si le habló el Señor al inclinarse tan profundamente en la Cruz. Pero lo que podemos afirmar es que tuvo lugar un intercambio de corazón a corazón. Sucedió esto poco antes de que se desencadenara la persecución de los calzados contra la Reforma, cuya principal víctima había de ser él precisamente.

La segunda aparición tuvo lugar en Segovia hacia el fin de su vida. Había llamado allí a su hermano Francisco que es el que nos ha transmitido el hecho. «Yo fui a verle y después de haber estado allí dos o tres días, le pedí licencia para venirme. Díjome que me detuviese algunos días más, que no sabía cuándo nos volveríamos a ver. Fue esta la última vez que le vi.

Una tarde después de la cena me tomó de la mano y me llevó al jardín y cuando nos encontramos solos me fijo: «quiero contaros una cosa que me sucedió con Nuestro Señor. Teníamos un crucifijo en el convento y estando yo un día delante de él, parecióme estaría más decentemente en la Iglesia, y con deseo de que no sólo los religiosos le reverenciasen, sino también los de fuera, hice como me había parecido. Después de tenerle en la iglesia puesto lo más decentemente que yo pude, estando un día en oración delante de él, me dijo: «fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho». Y yo le dije: «Señor, lo que quiero que me deis trabajos que padecer por vos, y que yo sea menospreciado y tenido en poco».

Cuando Juan expresó este deseo, las circunstancias de su vida eran tales, que fácilmente podía cumplirse sin intervenir más que las causas naturales. Era superior provincial del reformado Carmelo el padre Nicolás Doria, exaltado celador de la observancia, que quería modelar la Reforma de Teresa conforme a sus propias ideas. Juan defendió con decisión la herencia de la Santa Madre y a las víctimas del fanatismo: el padre Gracián y las carmelitas. El 30 de mayo de 1591 se abrió en Madrid el Capítulo General de los Descalzas de Segovia. La priora María de la Encarnación exclamó vivamente impresionada: «Padre, quién sabe si no volverá vuestra reverencia como provincial de esta Provincia» y el Santo respondió: «Si supiese, hija cuan diferentemente pienso yo lo que en el Capítulo pasará!. Hágola saber que estando en oración encomendando a Dios los sucesos de él, me pareció que me tomaban y arrojaban a un rincón». Y así sucedió de hecho. No se le dio ningún cargo y fue enviado a la soledad de la Peñuela. Allí le llegaron noticias de las vejaciones de que eran objeto las Descalzas. Se las tomaba declaración para reunir materiales contra el Santo. Se buscaban motivos para arrojarlo de la Orden. Poco después, a causa de sus enfermedad, se vio obligado a abandonar la Peñuela donde carecía de asistencia médica. Así llegó a la última estación de su Vía Crucis: Úbeda. Cubierto de llagas purulentas, encontró aquí en el padre prior. Francisco Crisóstomo, un enconado enemigo que hizo más que lo suficiente para colmar su deseo de ser despreciado. Había llegado a la cumbre del Gólgota.
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5. El mensaje de la Cruz

Tenemos todavía un tercer testimonio que prueba que san Juan de la Cruz recibió de la imagen del Crucificado un influjo poco corriente. Y es fácil que le haya ocurrido con mucha más frecuencia de lo que sabemos. Todos estos influjos los consideramos como mensajes que le animan y preparan a llevar la Cruz Mas también todo cuanto comprendemos simbólicamente bajo el nombre de Cruz, todas las cargas y sufrimientos de la vida, pueden considerarse como mensajes de la Cruz, ya que es precisamente por su medio como mejor se puede aprender esta ciencia. El Santo tuvo ocasión, desde sus primeros años, de conocer el dolor y la necesidad. La temprana muerte del padre, la lucha que hubo de emprender su madre para ganar el pan para sus hijos, sus propios esfuerzos, siempre fracasados, para colaborar al sostenimiento de la familia -todo esto debió de hacer una profunda impresión en sus tiernos años-; mas nada sabemos de ello. Tampoco sabemos mucho del efecto que tuvieron en su alma las crisis de los primeros años de su vida religiosa.

De tiempos posteriores se conservan noticias que nos descubren mejor su vida interior. Una tarde en Ávila, después de haber oído las confesiones, volvía del monasterio a la hora del Ángelus por la senda que conducía a la casita en que habitaba con su compañero, el Padre Germán. Repentinamente se precipitó sobre él un hombre que lo molió a palos y lo derrumbo al suelo. (Era la rabia de un amante a quien había arrebatado su presa). Cuando contaba Juan esta aventura solía añadir que nunca había experimentado tanto consuelo, porque había sido tratado como el mismo Salvador y había podido probar la dulzura de la Cruz.

La prisión en Toledo le ofreció también abundantísimas ocasiones para ello. El Santo había comenzado la Reforma en Duruelo y fue trasladado a Mancera al crecer la Comunidad; trabajó después en el noviciado de Pastrana y, finalmente, dirigió el colegio de la Orden de Alcalá, en 1572 le llamó la Santa Madre a Ávila para que la ayudara en su difícil misión. Había recibido la orden de volver como priora al Monasterio de la Encarnación del que había salido. Debía, bajo la observancia de la regla mitigada, suprimir los abusos que allí se habían introducido y llevar a la numerosa Comunidad a una verdadera vida espiritual. Para ello le pareció imprescindible contar con buenos confesores. Ninguno pudo encontrar más a propósito que Juan, cuya experiencia en la vida interior conocía muy bien. Desde 1572 a 1577 trabajó aquí con gran provecho de las almas. Mientras él tan calladamente trabajaba, la Reforma había realizado grandes progresos. La Santa Madre viajaba de un monasterio a otro. También habían surgido nuevos conventos de frailes. Grandes personalidades habían ingresado en la orden y tomado las riendas de su gobierno. Entre ellos los más importantes eran el padre Gerónimo Gracián y Ambrosio Mariano. Los calzados, no sin culpa, se sintieron perjudicados y organizaron una poderosa contraofensiva. No vamos a investigar aquí por qué dirigieron principalmente sus tiros, y con particular dureza, contra el Padre Juan, cuya actividad era puramente espiritual. En la noche del 3 al 4 de diciembre de 1577 penetraron algunos calzados con sus cómplices en la casa que habitaban los dos padres confesores y se los llevaron presos. Desde entonces desapareció todo rastro del padre Juan. La Santa Madre se enteró de que el padre Maldonado se lo había llevado.

Sólo nueve meses más tarde, a raíz de su liberación, se supo dónde había estado. Con los ojos vendados fue conducido, a través de barrios solitarios, al Convento de Nuestra Señora en Toledo, el más famoso de los conventos que la Observancia mitigada poseía en Castilla. Se le tomó declaración y, como se negaba a abandonar la Reforma, fue tratado como rebelde. Le sirvió de prisión una habitación estrecha, diez pies de larga por seis de ancha, en la que apenas cabía «cuan chico es», como escribió más tarde Teresa. Esta habitación no tenía ventana ni otro respiradero sino una saetera abierta en la pared. El prisionero para rezar su breviario tenía que subirse a una silla y esperar hasta que el sol diera de frente. La puerta estaba asegurada con un candado. Cuando en marzo de 1578 se tuvo noticia de la fuga del padre Germán, se cerró incluso la puerta de la sala que estaba delante de la celdilla. Al principio todas las tardes y posteriormente tres veces a la semana, -a lo último sólo los viernes-, era llevado el preso al refectorio, donde, sentado en tierra, tomaba sólo pan y agua como comida. En el mismo refectorio recibía la disciplina. Se arrodillaba, desnudo de cintura arriba y con la cabeza inclinada, y todos los religiosos pasaban delante de él y le golpeaban con la disciplina. Como todo lo llevaba con paciencia le llamaban mosca muerta, mátalas callando. Para apartarle de la Reforma le ofrecieron como cebo un priorato, pero se mostró tan inmóvil como una roca. Entonces abrió sus labios que habían permanecido sellados y aseguró que no volvería atrás aunque le costase la vida. Los jóvenes novicios, testigos de las injurias y de los malos tratos, lloraban de compasión y, admirados de su paciencia, decían: «es un Santo». Su túnica quedaba empapada con la sangre de los azotes. Mas no podía cambiársela y hubo de llevarla durante los nueve meses que duró su prisión. Puede imaginarse lo que hubo de padecer así en los calurosos meses de verano. La comida que le servían le causaba tales trastornos, que pensó que le querían matar. Tenía que hacer un acto de amor con cada bocado pare resistir a esta tentación.

Sabemos cuan íntimamente compenetrado estaba con los demás compañeros de la Reforma a la que se había entregado con toda su alma: la Santa Madre y los demás que seguían identificados con él para esta grandiosa empresa y que, como él, habían consagrado su vida entera -en gran parte bajo su dirección- al ideal del Carmelo primitivo. Más tarde, cuando sus obligaciones le retuvieron durante largo tiempo en Andalucía, manifestó a personas de su confianza su nostalgia de Castilla. «Que después que me tragó aquella ballena y me vomitó en este extraño puerto, nunca más merecí verla, ni a los santos de por allá». Ahora se encontraba tan separado de todos ellos, que no pudo darles noticia alguna durante todos estos meses. «A veces me preocupa el pensamiento de que podrán pensar que me he vuelto atrás en lo comenzado y lo siento por el dolor de la Santa Madre».

Todavía hubo de soportar privaciones más duras. El 14 de agosto de 1578, el padre Maldonado, prior, entró en su celda con otros dos frailes. El prisionero estaba tan débil, que apenas se podía mover. No le vio y pensó que se trataba de su carcelero. El prior le golpeó con el pie y le preguntó por qué no se había levantado en su presencia. Como él le pidiese perdón y le asegurara que no se había dado cuenta de quién era, le preguntó el padre Maldonado: «pues ¿en qué pensabais ahora?», respondió el Santo: «pensaba en que mañana es día de Nuestra Señora y gustara mucho decir Misa». ¡Cuánto debió sufrir no pudiendo decir Misa ni una sola vez en los nueve largos meses de prisión! El día del Corpus, día en que acostumbraba a pasar largas horas de oración arrodillado delante del Santísimo, hubo de quedarse sin decir Misa y sin comulgar.

Sentirse indefenso, entregado a la maldad de encarnizados enemigos, sufriendo en cuerpo y alma, separado de todo humano consuelo y hasta de la fuente de energía de la vida sacramental de la Iglesia, ¿podía darse una más dura escuela de la Cruz? Y, sin embargo, no fueron éstos los más hondos sufrimientos. Nada de esto podía separarle de la fuente trinitaria de cuya existencia estaba plenamente cierto por la fe. Su espíritu no se encontraba encerrado en la prisión, podía levantarse hasta esa fuente que siempre mana y corre y bucear en sus insondables profundidades, en ese torrente que llena todo lo creado y aun el propio corazón. Ningún poder humano podía separarle de Dios. Pero Dios mismo podía escapársele. Y el prisionero experimentó la más oscura de las noches aquí en la prisión.

«¿A dónde te escondiste, Amado,
y me dejaste con gemido?»

Este grito de dolor del alma resonó en la cárcel de Toledo. No tenemos ningún testimonio que nos diga cuándo experimentó Juan por primera vez la dulzura de la proximidad divina. Pero todo parece indicar que su vida de oración mística comenzó muy tempranamente en él. Para quedar más libre para el servicio de Dios se había separado de sus seres queridos; por esta misma razón había abandonado la carrera de los estudios y dejó también el Convento de Medina. Su ocupación en Ávila no fue otra que hacer libres a las almas para que pudieran servir a Dios y esto mismo puede aplicarse a toda su actividad dentro de la Orden. Por este ideal de la Reforma soportó las penalidades de la prisión. Sufrió alegremente las enfermedades y vejaciones por amor de su Señor. Y ahora parecía que se había apagado su dulce luz en su corazón. Dios le dejaba solo. Este fue el sufrimiento más profundo con el que ningún dolor terreno puede compararse. Y, sin embargo, era la prueba de un amor de predilección. Parecía conducirle a la muerte, pero le llevaba a la vida.

Ningún humano corazón ha penetrado jamás en una tan oscura noche como el Verbo Encarnado en Getsemaní y el Gólgota. Ningún espíritu humano podrá, por mucho que investigue, penetrar en el secreto del abandono divino de Cristo moribundo. Pero Jesús puede dar a gustar a las almas escogidas algo de esta extrema amargura. Son sus más fieles amigos a quienes exige la suprema prueba de amor. En el caso de que no se asusten de ello y se vuelvan atrás, sino que voluntariamente se dejen introducir en la oscura noche, él mismo se convierte en su guía.

¡Oh noche que guiaste,
oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche amable que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!.

Esta es la gran experiencia de Toledo: abandono de Dios y en medio de este abandono unión con el Crucificado. Así deben acaso explicarse los testimonios referentes al tiempo de su prisión que parecen contradictorios; cuando nos dicen que nunca o muy raras veces encontró consolación; que sufrió en el cuerpo y en el alma; y que, por otra parte, con una sola de las gracias que recibió en la prisión podían darse por bien pagados muchos años de cárcel. Más adelante demostraremos cómo el alma, con la experiencia de su nada y de su impotencia en la noche oscura, llega al verdadero conocimiento de sí misma y a la iluminación acerca de la inmensa grandeza y santidad de Dios, y cómo, de esta manera purificada y adornada de virtudes, se prepara para la unión con Dios. Son ciertamente gracias preciosas que nunca se pagan demasiado caras y por ellas podemos comprender que Juan, después de la huida de la cárcel, hablase a las Carmelitas de Toledo de sus verdugos como de sus grandes bienhechores. Cuando él asegura en esta ocasión que jamás ha experimentado tanta luz y consuelo sobrenaturales como en la prisión, podemos suponer que aquí alcanzó, en el más alto grado, la gracia de la Cruz y sufrimiento. También las estrofas de la Noche Oscura y del Cántico espiritual que nacieron en la prisión, dan testimonio de una unión beatificante. Cruz y noche son caminos para llegar a la luz celestial: éste es el mensaje gozoso de la Cruz.
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6 Contenido del mensaje de la Cruz

Hemos considerado los caminos por los cuáles llegó a san Juan el mensaje de la Cruz. En las páginas siguientes pretendemos demostrar hasta qué punto este mensaje ha influido en la vida y en la doctrina del Santo. Para ello es necesario, a grandes rasgos, poner delante de los ojos el contenido de este mensaje. Lo exponemos aquí tal como lo hemos encontrado en el mismo maestro de la ciencia de la Cruz.

«Cuan angosta es la puerta y estrecho el camino que guía a la vida, y pocos son los que le hallan» (Mt 7,14). En la cual autoridad debemos mucho notar aquella exageración y encarecimiento que contiene en sí aquella partícula quam. Porque es como si dijera: de verdad es mucho angosta…; porque esta senda del alto monte de perfección, como quiera que ella vaya hacia arriba y sea angosta, tales viadores requiere que ni lleven carga que les haga peso cuanto a lo inferior ni cosa que les haga embarazo cuanto a lo superior; que pues es trato en que sólo Dios se busca y se granjea, sólo Dios es el que se ha de buscar y granjear… De donde instruyéndonos e induciéndonos Dios en este camino, dijo por san Marcos, aquella tan admirable doctrina, no sé si diga tanto menos ejercitada de los espirituales cuanto les es más necesaria… Si alguno quiere ser mi discípulo niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quisiere salvar su alma, perderla ha; pero el que por mí la perdiere, ganarla ha.

«¡Oh! quién pudiera aquí dar a entender y ejercitar y gustar qué cosa sea este consejo que nos da aquí el Señor…; aniquilación de toda suavidad en Dios, en sequedad, en sinsabor, en trabajo, lo cual es la pura cruz espiritual y desnudez de espíritu pobre de Cristo… Porque buscarse a sí en Dios es buscar los regalos y recreaciones de Dios; mas buscar a Dios en sí es no sólo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido ahora de Dios, ahora del mundo; y esto es amor de Dios».

Este abandono conforme a la voluntad de Dios debe ser un morir y aniquilarse a todo lo que la voluntad aprecia en lo temporal, natural y espiritual. Quien de esta manera lleva la cruz experimentará que es ella un yugo suave y una carga ligera (Mt 2,30).

«Porque, si el hombre se determina a sujetarse a llevar esta cruz, que es un determinarse de veras a querer hallar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios, en todas ellas hallará grande alivio y suavidad para andar este camino así, desnudo de todo sin querer nada». «Y cuanto viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar. No consiste, pues, en recreaciones y gustos y sentimientos espirituales, sino en una muerte de Cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior» (2S 6). Esto no puede suceder de otra manera, sino conforme al admirable plan de salvación por el cual el alma debe ser salvada y unida a Dios por los mismos medios por los que la naturaleza quedó corrompida y destruida. Como, concretamente en el paraíso, por haber gustado el fruto prohibido, la naturaleza fue corrompida y entregada a la corrupción, de la misma manera bajo el árbol de la Cruz será por El salvada y restituida a su prístino esplendor. El que quiere tomar parte en su vida debe como El caminar a la muerte de cruz, crucificar como El la propia naturaleza con una vida de mortificación y de negación de sí mismo y ofrecerse a la crucifixión en la Pasión y en la muerte como Dios quiere. Cuanto más perfecta sea esta crucifixión activa o pasiva, tanto más íntima será la unión con el Crucificado y tanto más rica la participación en su vida.

Con esto hemos tocado los puntos principales de la Ciencia de la Cruz. Volveremos a encontrarnos con ellos cuando oigamos las enseñanzas del Santo y sigamos las huellas de su vida. Se verá entonces que ellas son las más profundas fuerzas motoras que han formado su vida y su obra.
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II Doctrina de la Cruz

Introducción: San Juan de la Cruz como escritor

Quien trate de comprender las enseñanzas de san Juan de la Cruz partiendo de sus raíces anímicas, debe tener en cuenta la particularidad, es más, el carácter único de sus escritos, su origen y su destino.

Desde que la Iglesia le ha elevado a la categoría de Doctor, quienquiera que trate de encontrar solución a los problemas de la Mística dentro del catolicismo, debe dirigirse a él. Y aun para los que militan fuera de la Iglesia católica, reconocidamente, es uno de los espíritus rectores y de los más seguros guías, ante el cual no puede pasar de largo quien quiera penetrar seriamente en el Reino de la vida interior. Y. sin embargo, san Juan de la Cruz no nos ofrece una exposición sistemática de la Mística. Su intención al escribir no era teorética, por más que fuera suficientemente teórico como para saber exponer las conexiones puramente objetivas de su doctrina saliendo del plan prefijado. Lo que él pretendía era «llevar de la mano» (como de sí decía el Areopagita), completar con sus escritos su labor de Director de almas. No se ha conservado todo lo que él escribió; lo escrito antes de su prisión fue destruido por él o por otros. También la segunda persecución (dentro de la Reforma) nos ha arrebatado mucho; por ejemplo, los valiosos apuntes que hicieron las Carmelitas tomados de sus enseñanzas orales. Tampoco de sus cartas se conserva más que un pequeño número y de los grandes tratados que nos quedan -Subida del Monte Carmelo, Noche Oscura, Cántico Espiritual, Llama de Amor Viva- la Subida y la Noche han llegado a nosotros incompletas. A pesar de estas lagunas y de algunas cuestiones insolubles que plantean, lo que hemos recibido como inestimable legado de nuestro Padre, contiene ideas tan claras y fundamentales, que bien podemos esperar encontrar en ellos la respuesta a nuestro problema.

El origen de estos escritos hay que buscarlo en su prisión de Toledo. La fuente de que manan es su intima experiencia; la felicidad y el tormento de un corazón probado y herido por Dios se expresan primero en una confesión lírica; las 30 primeras estrofas del Cántico Espiritual nacieron en la cárcel y acaso también las de la Noche Oscura que sirven de fundamento al tratado de este nombre y al de la Subida. Juan las sacó consigo de la cárcel (no sabemos si sólo conservadas en la memoria o escritas en un cuaderno, ya que son dispares a este respecto los testimonios) y las dio a conocer a algunas almas de su confianza. Tenemos que agradecer a la súplica de algunos hijos e hijas espirituales los tratados aclaratorios respectivos. En ellos su experiencia, expresada antes de manera poética, se traduce al lenguaje de un pensador que conoce la teología y la filosofía, con un empleo sobrio de las expresiones escolásticas y el uso más copioso de las imágenes expresivas. Extiende notablemente los fundamentos de su experiencia: lo que conoce por la propia viene aclarado por lo que llega a saber por su penetración en la vida interior de otras personas, como maestro en la dirección de las almas. Esto le libra de particularismos y falsas generalizaciones. Cuenta siempre con la gran diversidad de los posibles caminos y con que la dirección de la gracia se acomoda siempre suave y fácilmente a las circunstancias particulares. La Sagrada Escritura se convierte para él en la fuente incesante de enseñanzas acerca de la vida interior. Halla siempre en ella la comprobación segura de lo que por la experiencia interior le es ya conocido. Por otra parte, su propia experiencia le abre los ojos para el conocimiento místico de los Sagrados Libros. El atrevido estilo de los Salmos, tan cuajados de imágenes, las parábolas del Señor, las narraciones históricas del Antiguo Testamento, todo le resulta transparente y le permite dirigir una mirada cada vez más rica y profunda a lo único que pretende alcanzar: el camino del alma hacia Dios y la acción de Dios en el alma. Dios ha creado las almas para Sí. Dios quiere unirlas a Sí y comunicarles la inconmensurable plenitud y la incomprensible felicidad de su propia vida divina, y esto, ya aquí en la tierra. Esta es la meta hacia la que las orienta y a la que deben tender con todas sus fuerzas, pero la mayor parte se quedan en el camino y muy pocas logran pasar de los primeros principios, siendo en número insignificante las que llegan hasta la meta. De ello son responsables los peligros del camino – peligros por parte del mundo, del enemigo malo y de la propia naturaleza y también la ignorancia y la falta de directores apropiados-. No comprenden las almas, lo que les sucede y muy pocas veces encuentran alguno que pueda abrirles los ojos para comprenderlo. El Santo tiene compasión de quienes así yerran y lo siente por la obra de Dios que con ello se malogra.

Quiere y puede ayudar, porque conoce todos los caminos y pasos del reino misterioso de la vida interior. No le es posible decir todo cuanto sabe sobre el tema; tiene que ponerse un freno continuo para no sobrepasar lo que el tema exige.

El Santo no ha escrito sus obras para todos. No es que pretenda excluir a nadie expresamente, mas sabe que sólo puede ser comprendido por un limitado círculo de personas con una cierta experiencia de vida interior. Y piensa en primer lugar en los Carmelitas y las Carmelitas cuya vocación propia es la contemplación. Mas sabe también que la gracia de Dios no se circunscribe a un hábito religioso ni a una Orden determinada. Precisamente, debemos su comentario a la Llama de Amor Viva a una de sus penitentes o hijas espirituales «que vivía en el mundo». Escribe para las almas contemplativas y las toma por la mano, en un determinado punto del camino, en el que la mayor parte de las almas, faltas de consejo, quedan paradas, incapaces de seguir adelante. En el camino por el que hasta entonces ha andado el alma choca con obstáculos insalvables. El nuevo camino que se abre ante ella sigue adelante a través de impenetrable oscuridad -¿quién tiene el valor de aventurarse por él?-. La encrucijada de que se trata es la que separa la meditación de la contemplación. Hasta el presente el alma ha ejercitado sus fuerzas en las horas de meditación, acaso por el método ignaciano -sentidos, imaginación, memoria, entendimiento, voluntad-. Nada de ello le sirve ahora, resultan inútiles todos sus esfuerzos. Los ejercicios espirituales, fuente un tiempo de interna alegría, se le convierten en insufrible tormento, aridez y esterilidad. Más tampoco siente ninguna inclinación a interesarse de las cosas del mundo. Lo que el alma querría es permanecer tranquila en la quietud de sus potencias, sin agitación ninguna. Pero esto le parece ociosidad y pérdida de tiempo. Algo parecido acontece en el alma cuando quiere meterla en la noche oscura.

Según el común lenguaje cristiano a un estado así bien puede llamársele Cruz. Ya anteriormente hemos advertido que Cruz y Noche tienen algo de común. Más de poco nos sirve la comprobación de un cierto parentesco. Querríamos encontrar muchos lugares de los escritos del Santo Padre en que se hable con tal determinación del significado de la cruz que pudiéramos justificar plenamente con ellos nuestra pretensión de explicar su vida y su doctrina por la ciencia de la cruz. Pero estos lugares son relativamente pocos. El símbolo que domina tanto en sus poesías como en sus tratados no es el de la Cruz sino el de la Noche, que constituye el centro de la Subida; y en el Cántico y en la Llama (que propiamente tratan del estado que tiene el alma una vez atravesada la noche) continúa resonando todavía. Por ello es necesario hablar ante todo de la relación entre la Cruz y la Noche, si se quiere aclarar el sentido de la Cruz en la doctrina del Santo.
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1. Cruz y noche (noche del sentido)

1. Diferencia en el carácter del símbolo: el simbolismo y su expresión cósmica

Ante todo hemos de preguntarnos si la Cruz y la noche son símbolos en el mismo sentido. La palabra símbolo suele emplearse en diversos sentidos. A veces, se la toma en sentido amplio, pretendiendo significar por su medio todo elemento sensible a través del cual se designa algo espiritual, o más bien todo aquello que, conocido por experiencia natural, sirve para designar algo que está al margen de esta experiencia. En este sentido lato, tanto la noche como la Cruz pueden llamarse símbolos. Mas, en cuanto atendemos a la diferencia entre signo e imagen, se hace patente la distancia que entre ellos existe.

La imagen – en el sentido de representación- muestra lo representado por medio de una íntima semejanza: el que la contempla inmediatamente pensará en el modelo que ella le vuelve a representar o que por su medio puede conocer. Entre el signo y lo significado, por el contrario, no se precisa correspondencia alguna. Su relación ha sido establecida arbitrariamente y quien quiera entender el signo debe ser instruido acerca de lo que con él se pretende significar. La Cruz no es ciertamente una imagen en el sentido propio. (Cuando se la llama imagen no se quiere con ello significar otra cosa sino que es símbolo en el sentido amplio a que más arriba hemos aludido: algo visible que extiende su significado a otra cosa invisible). Entre Cruz y sufrimiento no existe ninguna semejanza inmediata apreciable, pero tampoco media entre ellos una relación de signo puramente arbitraria. La Cruz ha recibido su significado de la Historia. No es ningún objeto natural sino un instrumento preparado y usado por el hombre con una determinada finalidad. Como instrumento ha desempeñado en la historia un papel de alcance incomparable. Todos cuantos viven dentro del ambiente cultural cristiano lo conocen muy bien. De aquí que la Cruz, a través de su figura visible, nos lleva a la plenitud del sentido que en ella se encierra. Es también un signo, una señal, pero una señal cuyo significado no le ha sido aplicado artificialmente, sino que dimana del fundamento de su eficacia y de su misma historia. Su figura visible significa algo dentro de la relación sensible en que se emplea. A ella aludimos cuando decimos que la Cruz es un símbolo.

La noche, en cambio, es algo natural: lo contrario de la luz que a nosotros y a todas las cosas envuelve. No es propiamente un objeto en el sentido literal de la palabra. No está delante de nosotros y ni siquiera se sostiene por sí mismo. No es tampoco una imagen, entendida como figura visible. Es invisible e informe. Y, sin embargo, la percibimos verdaderamente y está más próxima a nosotros que todas las formas y figuras, está más propiamente unida con nuestro ser. Como la luz penetra con sus propiedades visibles todas las cosas, de la misma manera se las traga la noche y amenaza con tragarnos a nosotros también. Lo que en ella se hunde es algo más que nada: continúa existiendo, pero indeterminado, invisible e informe como la noche misma o como una sombra, un fantasma y, por ello, como algo amenazador. En ella no sólo está amenazado exteriormente nuestro ser por peligros ocultos en la noche, sino también interiormente afectados por la noche misma. Nos priva del uso de los sentidos, impide nuestros movimientos, reduce nuestras fuerzas y nos arroja a la soledad convirtiéndonos a nosotros mismos en sombras y fantasmas. Es como un preludio de la muerte y todo esto no tiene solamente un significado vital sino también anímico y espiritual. La noche cósmica produce en nosotros un efecto semejante al de la que en sentido figurado llamamos noche. O al revés: lo que en nosotros produce efectos semejantes a los de la noche cósmica puede ser designado con el nombre de noche en sentido figurado. Antes de intentar comprender en qué puede consistir esta noche hemos de dejar claro que la noche cósmica tiene un doble aspecto. Frente a la noche oscura y espantosa está el embrujo de las Noches de luna que la penetra con un suave y delicado resplandor. No se traga las cosas, sino que las deja brillar con aspecto nocturno. Todo lo duro, lo áspero y penetrante es moderado y suavizado y aparecen rasgos esenciales de las cosas que no se ven a la luz del día. Se escuchan también voces que el ruido del día amortigua y hace enmudecer. Mas no solamente la noche iluminada tiene sus encantos sino que podemos igualmente encontrarlos en la noche oscura. Da fin a la prisa y al ajetreo del día y nos trae el descanso y la paz. Estos mismos efectos causa la noche, entendida en sentido anímico-espiritual. Hay también una suave claridad nocturna del espíritu en la cual el alma, libre de la esclavitud de los negocios cotidianos, se siente a un tiempo distraída y reconcentrada en una profunda armonía de su ser y de su vida entre el mundo y el trasmundo. Y hay en la paz de la noche un profundo y agradecido descanso.

Hay que pensar en todo esto si queremos comprender el simbolismo de la noche en san Juan de la Cruz. Por los testigos de su vida y por sus propias poesías, sabemos que era extraordinariamente sensible a la noche cósmica con todos sus matices. Pasaba noches enteras en la ventana, perdida la mirada en el amplio panorama o en el vacío. Y encuentra para describir la noche expresiones que no han sido igualadas por ningún poeta. El alma compara a su amado con:

La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora (CE 15).

Cuando Juan, el pensador, habla de la noche en sus tratados, detrás de sus palabras se encuentra lo que esta expresión significa para el hombre y el poeta. Hemos tratado de reflejarlo a grandes rasgos en cuanto expresión simbólica, sin pretender por ello agotar su contenido. Ahora vamos a intentar captar lo que tal simbolismo trata de expresar. El Santo ha hablado de ello expresamente y a su exposición tenemos que recurrir. Ante todo vamos a dar una rápida ojeada para comprender con propiedad las relaciones de este simbolismo. La noche mística no debe entenderse cósmicamente. No tiene su origen fuera del alma sino que brota de sus mismas entrañas y afecta sólo al alma de donde nace. Pero los efectos que opera en el interior, son semejantes a los de la noche cósmica: implica un hundimiento del mundo exterior, aunque el exterior se encuentre en la plena luz del día. Establece el alma en la soledad, la aridez y el vacío, liga la actividad de su fuerzas y la angustia con los terrores amenazadores que en ella se ocultan. Sin embargo, también hay una luz en la noche, que descubre un nuevo mundo en lo más hondo del alma, y, en cierto modo, ilumina desde dentro el mundo exterior que se nos devuelve completamente transformado.

Ahora tratamos de aclarar la relación de la noche cósmica con la mística, en cuanto sea posible sobre la base de estas primeras consideraciones. No se trata evidentemente de una relación de signos, no hay nada intencionalmente determinado desde fuera ni se trata tampoco de una dependencia causal que se haya desarrollado históricamente como en el símbolo. Existe entre ellas una íntima analogía que permite que, en ambos casos, se empleen los mismos nombres. Cuando se habla de la imagen de la Noche, se quiere significar con ello que este nombre conviene en primer término a la noche cósmica y de ella se traslada a la mística, para de esta forma dar a conocer, por medio de algo que nos es conocido, con lo que estamos familiarizados, algo desconocido y difícil de comprender, pero que le es semejante. No se puede hablar, sin embargo, de una correspondencia de imágenes, ya que ninguna de las dos noches ha sido modelada a imagen de la otra. Antes bien hay que pensar en la relación de una expresión simbólica, como la que existe generalmente entre lo sensible y lo espiritual: de la misma manera que la fisonomía y los gestos son expresión de la personalidad y de la vida anímica y, al igual de como muchas veces lo espiritual, y aún el mismo Dios, se revelan en la naturaleza. Se trata de una comunidad de origen y una objetiva analogía que hace a lo sensible apropiado para revelar lo espiritual. De la correspondencia de imágenes no queda más que la semejanza, que , por cierto no puede captar «el parecido», por ambas partes, sino sólo a través de ciertos rasgos comunes. Es también diferente de la correspondencia de imágenes, no sólo por faltarle la posibilidad de representación sino también porque se da la circunstancia de que no se trata de imágenes, de figuras bien perfiladas. Estas pueden ser objeto de expresión por medio de los gestos. Un cambio determinado del rostro, que el pintor puede dibujar con el lápiz o con el pincel, corresponde a un acontecimiento anímico. La noche, por el contrario, tanto la cósmica como la mística, es algo informe e inaprensible que, en la plenitud de su sentido, sólo sugiere sin agotar nunca su contenido. En ello se incluye una cosmovisión completa y una perfecta concepción del ser. Un algo inaprensible es común a ambas que, sin embargo, resulta tan claro como para que por medio de la una podamos descubrir a la otra para la que sirve de camino, no por una elección intencionada y por una comparación pensada de antemano, sino sólo a través de la experiencia simbólica, que tropieza con la dependencia primitiva, y por ello, se encuentra una expresión gráfica que le es necesaria para manifestar lo que no puede expresarse en abstracto.

Estamos ahora en disposición de comprender la diferencia que existe entre el carácter simbólico de la Cruz y la Noche. La Cruz es símbolo de todo lo que causal o históricamente depende de la de Cristo. Noche es la necesaria expresión cósmica de la mística cosmovisión de san Juan de la Cruz. La nota predominante del simbolismo de la Noche es una prueba de que en los escritos del Santo Doctor no es el teólogo sino el poeta y el místico el que habla, por más que también el teólogo controla concienzudamente los pensamientos y las palabras.
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2. La canción de la Noche oscura

Vamos ahora a investigar la noche mística para percibir en ella el eco del mensaje de la Cruz; para ello escogeremos como más indicado punto de partida la canción de la Noche Oscura que sirve de base a los dos grandes tratados que versan sobre la Noche Mística.

Noche oscura

1. En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

2. A oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

3. En la noche dichosa
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa
sin otra luz, ni guía,
sino la que en el corazón ardía.

4. Que ésta me guiaba
más cierto que la luz de mediodía,
a donde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

5. ¡Oh noche, que guiaste,
oh noche amable más que el alborada,
oh noche, que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

6. En mi pecho florido,
que entero para él sólo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.

7. El aire de la almena
cuando ya sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.

8. Quédeme y olvídeme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y déjeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
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3 Noche oscura del sentido

a) Introducción al sentido de la Noche

La imagen poética se mantiene perfectamente sin que se intercale ninguna expresión doctrinal. Para entenderla tenemos la clave en los dos tratados explicativos Subida y Noche Oscura.

El alma que canta esta canción ya ha atravesado la Noche y llegado al término pasando a la unión con el amado divino. De aquí que sea un canto de alabanza a la noche que ha servido de camino para su radiante felicidad. El grito de júbilo:

¡Oh dichosa ventura! le sirve de estribillo. Pero no ha olvidado la oscuridad y la angustia pasadas. Y puede todavía con mirada retrospectiva trasladarse a la noche.

La casa que ha dejado la esposa es la parte sensible del alma (1S 1). Está sosegada, porque todos sus apetitos han sido acallados. El alma pudo salir de ellos porque Dios la ha librado previamente. Con sus propias fuerzas no lo hubiera conseguido. Aquí con una breve aclaración se nos da a conocer la diferencia más característica que existe entre la noche activa y la pasiva, de la cual tratará más tarde expresamente, así como la relación que media entre las dos. El alma debe trabajar, poniendo en tensión todas sus fuerzas, para librarse de las ataduras de la naturaleza sensible, pero antes Dios debe venir en su ayuda con su acción divina, que es la que dirige y perfecciona la del alma.

El desprendimiento o purgación es designando como la noche por la que el alma debe atravesar. Es de tres maneras según que se la considere relacionada con el punto de partida, el camino y la meta a alcanzar. El punto de partida es el gusto de las cosas de este mundo de que el alma debe desprenderse. Este desprendimiento deja el alma en tinieblas y como sin nada. Por esta razón se la denomina noche. El mundo que captamos por los sentidos es, desde el punto de vista natural, el suelo que nos sostiene, la casa en la cual nos sentimos como en nuestro propio centro, que nos alimenta y nos provee de lo necesario y es la fuente de nuestras alegrías y de nuestros gozos. Si se nos quita o nos vemos precisados a abandonarla es verdaderamente algo así como si el suelo faltara bajo nuestros pies y como si se hubiera hecho noche en torno nuestro y nosotros mismos nos hundiéramos y desapareciéramos.

Pero no es esto lo que sucede, sino que de hecho quedamos asentados sobre un camino más seguro, aunque tenebroso y envuelto en la noche: el camino de la Fe. Es un camino que conduce a la meta de la divina unión. Pero es un camino nocturno, ya que, comparado con la evidencia del conocimiento racional, es el de la fe un conocimiento oscuro: nos da a conocer algo pero no podemos verlo. Por esta razón podemos afirmar que también el término que alcanzamos por el camino de la fe es Noche: Dios queda oculto para nosotros mientras vivimos en la tierra aunque lleguemos a la dichosa unión. El ojo de nuestro espíritu no está proporcionado a la intensidad de su luz y mira como si se encontrara en las tinieblas de la noche. Pero así como la noche cósmica no es igualmente oscura a lo largo de toda ella, también la noche mística tiene sus fases y grados respectivos. La purgación del mundo de los sentidos es como la irrupción de la noche en que todavía queda algo de la claridad del día. Por el contrario la fe se asemeja a la media noche en la que no sólo ha desaparecido la actividad de los sentidos sino también el conocimiento natural de la razón. Mas cuando el alma encuentra a Dios, irrumpe en su noche una como alba del nuevo día de la eternidad.

Ya con estas breves consideraciones podemos establecer alguna relación entre la noche y la Cruz, que aparecerá más clara cuando tratemos en particular de cada una de las fases de la noche.
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b) Entrada activa en la noche como seguimiento de la Cruz

El Santo llama Noche Oscura del Sentido al punto de partida o fase primera de la noche. Esta, en el sentido en que aquí se trata, consiste en «la privación del gusto en el apetito de todas las cosas». No puede ciertamente tratarse de que no hay que conocer ya con los sentidos, porque son ellos las ventanas por las que penetra la luz del conocimiento en la tenebrosa cárcel del alma que sigue ligada al cuerpo: No podemos prescindir de ellas mientras vivimos. Pero, debemos aprender a ver y a oír de manera muy diversa a como vemos y oímos. El enfoque fundamental ante el mundo de los sentidos debe ser muy otro. Este enfoque no es una postura puramente intelectual para el hombre medio en su estado normal -ya que se encuentra en el mundo más bien como ser que apetece y como hombre de acción-. Está con él relacionado de mil maneras, por cuanto le ofrece algo que puede calmar sus deseos, le impulsa a la acción y constituye la materia de la misma. Generalmente se deja guiar de sus impulsos y apetitos, en la comida y en el vestido, en el trabajo y en el descanso, en el juego y la diversión y en el trato con los demás. Se siente feliz y contento cuando no está embarazado por ningún obstáculo especial. Teniendo en cuenta que una veda sin obstáculo los no es posible en este mundo, idea con la que se ha familiarizado desde su juventud hasta tal punto que se ha convertido para él en una segunda naturaleza, sabe por la educación y experiencia que ha tenido que es condenable el dar rienda suelta a los apetitos de la naturaleza y así se deja guiar por la recta razón y trata de limitarlos y reglamentarlos. En el mismo sentido influye el respeto hacia los demás; el derecho y moral naturales, como exigencia indeclinable, se imponen en la vida comunitaria. No se atenta con todo ello al derecho natural de los instintos; solamente se le pone en armonía con los otros derechos. Por el contrario, al instaurarse la Noche Oscura comienza algo completamente nuevo.

Toda esa cómoda familiaridad con el mundo, ese sentirse saciado con los placeres que ofrece el apetito de estos placeres, aceptado naturalmente por el alma -todo esto que para el hombre que vive siguiendo a la naturaleza es claro como la luz del día- son tinieblas a los ojos de Dios e incompatibles con la luz divina. Deben ser arrancadas con todas sus raíces si se ha de dejar sitio en el alma para Dios. Responder a esta exigencia significa presentar batalla en toda la línea a la propia naturaleza, tomar sobre sí su Cruz y entregarse a la crucifixión. El Santo Padre cita en esta ocasión las palabras del Señor: «el que no renuncia todas las cosas que con la voluntad posee, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,13). Que el señorío que el apetito ejerce sobre el alma sea verdaderamente tinieblas lo prueba detalladamente: los apetitos cansan y atormentan al alma, la oscurecen y manchan y debilitan y le arrebatan el espíritu de Dios, del cual se aleja al abandonarse al espíritu animal. Entablar la lucha, o sea tomar sobre sí la cruz, es penetrar activamente en la Noche Oscura. El Santo da para ello unos avisos, breves y precisos, de los que él mismo afirma que «el que de veras quisiere ejercitarse en ellos no le harán falta otros ningunos, antes en estos los alcanzará todos». Son los siguientes:

«Lo primero traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él.

Lo segundo para poder bien hacer esto, cualquiera gusto que se le ofreciere a los sentidos como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba El su comida y manjar. Pongo ejemplo. Si se le ofreciere gusto de oír cosas que no importan para el servicio y honra de Dios ni lo quiera gustar ni lo quiera oír… y en todos los sentidos, ni más ni menos en cuanto lo pudiere excusar buenamente; porque, si no pudiere, basta que no quiera gustar de ello, aunque estas cosas pasen por él.

Y de esta manera ha de procurar dejar luego mortificados y vacíos de aquel gusto a los sentidos, como a oscuras. Y con este cuidado en breve aprovechará mucho.

Y para mortificar y apaciguar las cuatro pasiones naturales, que son, gozo, esperanza, temor y dolor, de cuya concordia y pacificación salen estos y los demás bienes, es total remedio lo que se sigue, y de gran merecimiento y causa de grandes virtudes:

Procure siempre inclinarse:
– no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso;
– no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido;
– no a lo más gustoso, sino antes a lo que da menos gusto;
– no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso;
– no a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo;
– no a lo más, sino a lo menos;
– no a lo más alto y precioso, sino a lo más bajo y despreciado;
– no a lo que es querer algo, sino a no querer nada;
– no andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor, y desear entrar en toda desnudez y vacío por Cristo de todo cuanto hay en el mundo.

Y estas obras conviene las abrace de corazón y procure allanar la voluntad en ellas…
Lo que está dicho, bien ejercitado, bien basta para entrar en la Noche Sensitiva…» (1S 13).

No son necesarias nuevas aclaraciones para probar que el caminar por la Noche Oscura del sentido es lo mismo que tomar voluntariamente la Cruz y llevarla con perseverancia; pero con sólo llevar la Cruz no se muere y para atravesar la Noche por completo tiene el hombre que morir al pecado. Puede entregarse para ser crucificado, mas no crucificarse él mismo. Por ello lo que la Noche activa ha comenzado ha de completarlo la Noche pasiva, esto es, el mismo Dios, «porque, por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purga en aquel fuego oscuro para ella» (1N 3,3).
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c) La noche pasiva como crucifixión

Ya hemos advertido anteriormente que la entrada del alma en la Noche Oscura sólo es posible porque la gracia divina preveniente le ha empujado y apoyado a lo largo del camino. Pero esta gracia preveniente y auxiliar no tiene todavía en los principiantes el carácter de Noche Oscura. Estos son tratados por Dios más bien como los niños pequeñitos por una madre cariñosa, que los lleva en sus brazos y los alimenta con dulce leche. En todos los ejercicios espirituales -oración, meditación, mortificación- les comunica abundantemente alegría y consuelo. Para ellos esta alegría se convierte en motivo para entregarse a los ejercicios espirituales. No se dan cuenta de la imperfección que esto supone, ni advierten las muchas faltas que cometen en la práctica de las virtudes.

El Santo demuestra, con vivos ejemplos, que en los principiantes se encuentran los siete pecados capitales, trasladados al terreno espiritual: soberbia espiritual, con alguna satisfacción de las propias gracias y virtudes y desprecio de los demás, prefiriendo enseñar a ser enseñados; avaricia espiritual, que no se harta de libros, cruces, rosarios, etc. (1N 2-7). Para librarnos de estas faltas tenemos que ser destetados de la leche de los consuelos y alimentarnos con sólida corteza «ya que se han ejercitado algún tiempo en el camino de la virtud, perseverando en meditación y oración, en que con el sabor y gusto que allí han hallado se han desaficionado de las cosas del mundo y cobrado algunas fuerzas espirituales en Dios, con que tienen algo refrenados los apetitos de las criaturas, con que podrán sufrir con Dios un poco de carga y sequedad sin volver atrás al mejor tiempo; cuando más a su sabor y gusto andan en estos ejercicios espirituales, y cuando más claro les luce el sol de los divinos favores, oscuréceles Dios toda esta luz y ciérrales la puerta y manantial de la dulce agua espiritual que andaban gustando en Dios en todas las veces y todo el tiempo que ellos querían… y así los deja tan a oscuras que no saben por dónde ir con el sentido de la imaginación y el discurso» (1N 8,3). Todos los ejercicios espirituales le parecen ahora al alma insípidos o repugnantes.

Por tres señales se conoce que no es esto consecuencia de pecado o imperfecciones sino sólo pura sequedad de la Noche Oscura:
1°Que el alma no halla gusto ninguno en las criaturas.
2° «Que ordinariamente trae la memoria de Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios sino que vuelve atrás, como se ve con aquel sinsabor en las cosas de Dios» (1N 9,3). Esto la tendría sin cuidado si su sequedad se fundase en la tibieza. En la sequedad purificativa, por el contrario, predomina siempre el deseo de servir a Dios, y el espíritu se fortalece mientras la parte sensible se adormece y se siente sin fuerzas por falta de gusto, «porque la causa de esta sequedad es porque muda Dios los bienes y fuerza del sentido al espíritu, de los cuáles, por no ser capaz el sentido y fuerza natural, se queda ayuno, seco y vacío. Porque la parte sensitiva no tiene habilidad para lo que es puro espíritu, y así, gustando al espíritu, se desabre la carne y se afloja para obrar. Mas el espíritu que va recibiendo el manjar, anda fuerte y más alerta y solícito que antes en el cuidado de no faltar a Dios» (1N 9,4). Mas como no está acostumbrado a la dulzura espiritual, de primeras no experimenta en ello más que sequedad y disgusto.
3° Se conoce la sequedad purificadera en «el no poder ya meditar ni discurrir en el sentido de la imaginación como solía, aunque más haga de su parte. Porque, como aquí comienza Dios a comunicársele, no ya por el sentido, como antes hacía por medio del discurso que componía y dividía las noticias, sino por el espíritu puro, en que no cae discurso sucesivamente, comunicándosele con acto de sencilla contemplación, la cual no alcanzan los sentidos de la parte inferior exteriores ni interiores». Esta contemplación oscura y seca para el sentido es algo escondido y misterioso aun para quien la posee (1N 9,8.6). «Ordinariamente junto con esta sequedad y vacío que hace al sentido da al alma inclinación y gana de estarse a solas y en quietud, sin poder pensar cosa particular ni tener gana de pensarla.» (1N9,6) y si el alma permaneciera en esta quietud «luego en aquel descuido y ocio encontraría delicadamente aquella refección interior. La cual es tan delicada que, ordinariamente, si tiene gana o cuidado en sentirla no la siente; porque como digo ella obra en el mayor ocio o descuido del alma: que es como el aire, que en queriendo encerrar el puño se le sale… «porque de tal manera pone Dios al alma en este estado, por tan diferente camino la lleva, que si ella quiere obrar con sus potencias antes estorba la obra que Dios va haciendo en ella» (1N 9,7). La paz que Dios quiere otorgar por medio de la sequedad del sentido «…es espiritual y delicada» y «hace obra quieta y delicada, solidaria, satisfactoria y pacífica, y muy ajena de todos esotros gustos primeros que eran muy palpables y sensibles» (1N 9,6.7). Así se comprende que sólo se perciba el morir del hombre sensible sin que se rastree el romper de una nueva vida que en esa muerte se oculta.

No hay, pues, ninguna exageración cuando llamamos crucifixión a los sufrimientos del alma en este estado. Se encuentran como clavadas en su incapacidad para usar de sus propias fuerzas. A la sequedad se añade el tormento del miedo a ir equivocados. «Pensando que se les ha acabado el bien espiritual y que los ha dejado Dios». Se empeñan en obrar como antes acostumbraban y no consiguen otra cosa sino turbar la paz que Dios va poniendo en ellas. En estas circunstancias el alma no debe hacer otra cosa sino «…tener paciencia y perseverar en la oración sin hacer ellas nada. Sólo lo que aquí han de hacer es dejar al alma libre y desembarazada y descansada de todas las noticias y pensamientos, no teniendo cuidado allí de qué pensarán ni meditarán, contentándose sólo con una advertencia amorosa y sosegada en Dios y estar sin cuidado, sin eficacia y sin gana de buscarla o sentirla». Cuando carecen de Director experto, en lugar de esto se cansan inútilmente, atormentándose todavía con el pensamiento de que en la oración no hacen más que perder el tiempo y de que deben abandonarla. Si se hubieran entregado a la oscura contemplación pronto se habrían apercibido de lo que dice el segundo verso de la Canción de la Noche: «la inflamación del amor». Porque la contemplación no es otra cosa que una infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios, que si le dan lugar inflama al alma en espíritu de amor» (1N 10,1.4.6). Al principio esta inflamación de amor es, por lo general, imperceptible para el alma. El alma siente más bien sequedad y vacío, angustia dolorosa y preocupación, y cuando algo de aquello rastrea no es más que una ansia penosa que la impulsa hacia Dios, una dolorosa herida de amor. Solo más tarde comprenderán que Dios trata de purificarla por la noche del sentido y de someter el sentido al espíritu. Entonces exclamará: ¡oh dichosa ventura! y aparecerá claro la ganancia que ha supuesto para ella «salir sin ser notada»: se ha librado de la esclavitud en que la tenían los sentidos, sus inclinaciones se han ido progresivamente desprendiendo de todo lo creado y aficionándose a los bienes eternos. La Noche del Sentido fue para ella la puerta estrecha (Mt 7,14) que conduce a la vida. Ahora le resta caminar por el estrecho sendero de la Atoche del espíritu. Ciertamente que son pocos los que hasta aquí llegan, pero aún las ventajas que el alma obtiene en la Noche del Sentido son extraordinarias: adquiere conocimiento de sí, llega a penetrarse de su propia miseria, no encuentra ya en sí nada bueno y aprende con ello a tratar con Dios con mayor temor y reverencia. Sí, ahora se da cuenta de la grandeza y sublimidad divinas. Precisamente al sentirse liberada de los estorbos sensibles la capacita para recibir las ilustraciones y la hace accesible a la verdad. Por esto dice en el salmo «en la tierra desierta, sin agua, seca y sin camino parecí delante de ti para ver tu virtud y gloria» (62,3). «….Lo cual es cosa admirable que no da aquí a entender David que los detalles espirituales y gustos muchos que había tenido le fuesen disposición y medio para conocer la gloria de Dios, sino las sequedades y desarrimos de la parte sensitiva» (1N 12,6). Por «tierra sin camino» entiende el Santo la incapacidad para formar un concepto de Dios a base del discurso o con el pensamiento ayudado de la imaginación.

Además en la sequedad y vacío se vuelve el alma humilde. Desaparece la soberbia anterior, porque ya nada encuentra en sí que pueda servirle de apoyo para despreciar a los demás: más bien le parecen los otros mucho más perfectos y en consecuencia nace en su corazón el amor y aprecio hacia ellos. Tiene demasiado que hacer con su propia miseria para preocuparse de los demás. A causa de su desamparo se vuelve el alma sumisa y obediente: desea ser adoctrinada para encontrar el camino recto. La avaricia espiritual se ha curado radicalmente. El alma se ha hecho frugal y moderada, todo lo que hace lo hace tan sólo para cumplir la voluntad divina, sin buscar en ello su propia satisfacción. Otro tanto sucede con las imperfecciones. Con ellas desaparece toda turbación e intranquilidad. En su lugar se establece una profunda paz y un permanente recuerdo de Dios. Su única preocupación es saber que le puede desagradar. La Noche Oscura se convierte en escuela de todas las virtudes; se ejercita en la resignación y paciencia, ya que permanece fiel a la vida espiritual, a pesar de no hallar consuelo ni refrigerio; alcanza un alto grado de amor de Dios, porque ya sólo obra movida por él. La perseverancia en las contradicciones le da energía y fortaleza. La perfecta purificación de todas las inclinaciones y apetitos sensibles la lleva a la libertad de espíritu en la que maduran los doce frutos del Espíritu Santo. Toma confianza contra los tres enemigos, demonio, mundo y carne, que nada pueden contra el espíritu. También en relación con ellos puede aplicarse lo de «salí sin ser notada». Y ahora que las pasiones han sido aquietadas y que los sentidos están dormidos, se queda «la casa sosegada».

El alma se ha escapado y ha alcanzado el camino del espíritu, el de los aprovechados o vía iluminativa, en el que Dios mismo quiere ser su maestro sin que intervenga la actividad del alma. Esta se encuentra ahora en un estado de tránsito. La contemplación le proporciona alegrías puramente espirituales, en las que también toman parte los sentidos que a su vez están espiritualizados. Pero a veces vuelve todavía a la meditación, y las alegrías se mezclan con dolorosas aflicciones. Antes de que entrara en la Noche del Espíritu a la sequedad y vacío se añadieron pruebas más duras y dolorosas consistentes en penosas tentaciones; el espíritu de impureza y de blasfemia se hacen fuertes por la fuerza de la imaginación y el espíritu de vértigo la sumerge en mil escrúpulos, en desorden y perplejidad. En medio de estas tempestades se prueban y fortalecen las almas. Muchos no logran traspasar este período de transición, pero los que llegan al fin han de sufrir mucho. Cuanto más alto es el grado de unión con Dios al que Dios quiere elevarlas tanto más profunda y duradera debe ser la purificación. Pero los mismos aprovechados conservan todavía muchas imperfecciones habituales, de las cuáles tienen que ser liberados por la Noche Oscura. Juntamente con el espíritu deben ser purificados plenamente los sentidos, ya que en ellos tienen su raíz las imperfecciones (2N 3. Noche del Espíritu).

La exposición de los caminos de la purificación muestra claramente que no falta del todo la luz en esta noche, por más que los ojos del alma no están todavía acomodados a ella y no pueden verla. En las relativamente breves explicaciones que dedica el Santo a los sentidos resaltan enérgicamente los apreciabilísimos frutos de la Noche. Mas esto no está reñido con el mensaje de la Cruz. Ya anteriormente hemos recordado cómo el Salvador terminó el anuncio de su Pasión y muerte de Cruz con el alegre mensaje de la Resurrección. La liturgia de la Iglesia recuerda el «per passionem et crucem ad resurrectionis gloriam». Con la muerte del hombre animal comienza a dar sus primeros pasos el hombre espiritual. Hasta el presente apenas si hemos aludido a este maravilloso renacimiento; Juan se ha detenido muy poco en la exposición de la primera noche , porque tenía prisa de llegar a la Noche del Espíritu que es el objeto fundamental de su estudio. Por ello es mejor que tratemos de las relaciones de la muerte y de la resurrección inmediatamente después de la Noche Oscura del Espíritu.
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2. Espíritu y fe. Muerte y resurrección: (Noche del espíritu)

Introducción: desarrollo del problema
San Juan de la Cruz llama a la Noche Oscura del Espíritu Camino estrecho. Antes la había llamado Camino de fe y había comparado su oscuridad a la de la media noche. La fe debe por consiguiente representar un papel importante en la ciencia del Espíritu. Para ver esto claramente, debemos (emprender rectamente qué es lo que el Santo entiende por Espíritu y por Fe. No es tarea fácil. Como fondo de todo lo que escribe se encuentra una Ontología del espíritu. Mas no nos ha dejado ningún tratado a este propósito y es posible que ni él mismo se haya preocupado de convertir en teoría lo que vivía en él como conocimiento habitual y que, circunstancialmente, se expresaba al exterior. Para su finalidad carecía de importancia esclarecerlo. La investigación ulterior de estos problemas históricos y espirituales nos llevaría demasiado lejos de nuestro intento. Mas no debemos pasar por alto las cuestiones fundamentales -lo que el santo entiende por espíritu y por fe-. Estas cuestiones deben ser resueltas a base de lo que nos ha dicho de la Noche del Espíritu.

Una cierta dificultad procede del hecho de que ha tratado de la Noche Oscura en dos veces -en la Subida yen la Noche- y que estos dos tratados han quedado incompletos.
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1 Despojo de las fuerzas espirituales en la noche activa

a) La noche de la fe como camino para la unión

La segunda noche es más oscura que la primera, por cuanto ésta corresponde a la parte inferior sensitiva del hombre y por ello es más externa. La Noche del Espíritu, por el contrario, corresponde a la parte más elevada, la racional, y es por tanto más interna y priva al alma de la luz de la razón o la ciega.

«La fe dicen los teólogos que es un hábito del alma cierto y oscuro»; oscuro porque «hace creer verdades reveladas por el mismo Dios las cuáles son sobre toda luz natural y exceden a todo humano entendimiento sin alguna proporción. De aquí que para el alma esta excesiva luz que se le da de fe le es oscura tiniebla, porque lo más priva y vence a lo menos». «Así la luz de la fe por su grande exceso oprime y vence a la del entendimiento, la cual sólo se extiende de suyo a la ciencia natural» (2S 2).

Puede consecuentemente captar lo sobrenatural cuando Dios la quiera levantar a su conocimiento. El entendimiento por sí sólo puede adquirir conocimientos naturales por vía natural; por vía de los sentidos que le representan el objeto: «para lo cual ha de tener los fantasmas y las figuras de los objetos presentes en sí o en sus semejantes» (2S 2). Si se le habla a un hombre de algo que nunca ha visto y que no conoce nada semejante, que pueda servirle de rastro, podrá captar el nombre mas no conseguirá formarse una imagen de la cosa; por ejemplo, un ciego de nacimiento respecto de los colores. Lo mismo sucede en nosotros con la fe; nos da noticia de cosas de las cuáles jamás hemos visto ni oído nada; nada conocemos que se les parezca. Justamente podemos captar lo que se nos dice, si prescindimos de la luz de nuestro conocimiento natural. Sólo nos queda aceptar lo que oímos sin que nos haya llegado a través de los sentidos. Por ello es la fe Noche completamente oscura para el alma. Mas esto mismo supone alguna luz; un conocimiento completamente cierto que supera a toda otra ciencia y conocimiento, hasta el punto de que sólo en la contemplación perfecta podemos alcanzar una recta idea de la fe. Por ello se dice: Si non credideritis, non intelligetis («si no creyereis no entenderéis») (Is 7,3).

Finalmente, de lo dicho no sólo se deduce claramente que la fe es noche oscura, sino también que es camino: el camino hacia la meta por cuya consecución se esfuerza el alma, es decir, la unión con Dios. Porque ella sola nos da el conocimiento de Dios. Ni ¿cómo podría llegarse a la unión con Dios sin conocerle?. Mas para poder ser dirigida por la fe hasta este término debe el alma comportarse de manera conveniente: introducirse en la Noche por su propia elección y con sus propias fuerzas. Después de haberse despojado en la Noche del sentido del apetito de todas las cosas creadas, tiene que morir ahora para llegar hasta Dios, morir a todas sus fuerzas naturales, a sus sentidos y a su misma razón. Pues para alcanzar la transformación sobrenatural, tiene que dejar tras de sí todo lo natural. Sí, debe desprenderse de todos los bienes sobrenaturales que Dios le regala. Debe deshacerse de todo lo que cae bajo el dominio de su concupiscencia. «Siempre se ha de quedar como desnuda de ellas y a oscuras, así como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz y no arrimándose a cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que la hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar» (2S 4,2).

Respecto de todo ello debe el alma ser ciega y permanecer en esta ceguera para alcanzar lo que la fe enseña. Porque el que no es completamente ciego, no se deja guiar por el mozo de ciegos sino que confía en lo que él ve. «Y así, el alma sin estribar en algún saber suyo o gusto o sentir de Dios, como quiera que ello, aunque más sea, sea muy poco o disímil de lo que es Dios, para sí por este camino fácilmente yerra o se detiene por no querer quedarse bien ciega en fe, que es su verdadero guía». Para alcanzar la unión con Dios, al alma «no ha de ir entendiendo ni arrimándose al gusto, ni al sentido, ni a la imaginación, sino creyendo su ser que no cae en sentido, ni apetito, ni imaginación, ni otro algún sentido, ni en esta vida se puede saber; antes en ella, lo más alto que se puede sentir y gustar de Dios dista en infinita manera de Dios y del poseerlo puramente».

Debe el alma esforzarse para ser perfectamente una misma cosa durante la vida con Aquel con quien otros están tan íntimamente unidos en la gloria como dice el Apóstol san Pablo que «ni ojo jamás lo vio, ni oído lo oyó, ni cayó en pensamiento ni corazón de hombre» (1Cro 2,9; Is 64,4), por ello en cuanto le sea posible debe mostrarse insensible a «todo cuanto pueda entrar por el ojo y de todo lo que se pueda recibir por el oído y se pueda imaginar con la fantasía y comprender con el corazón que aquí significa el alma» (2S 4,3s). Si se apoya todavía en sus propias fuerzas no hace más que crearse dificultades e impedimentos. Para conseguir el fin tiene tanta importancia abandonar el camino propio como seguir el verdadero. Sí, «en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o por mejor decir, es pasar al término, y dejar su modo es entrar en lo que no tiene modo que es Dios. Porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras ni menos se ase ni puede asir a ellos», a ninguna manera particular de entender, de gustar o de sentir «aunque en sí encierre todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo. Porque teniendo ánimo para pasar de limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos» (2S 4,5). Ha de levantarse sobre todo lo espiritual que puede ser conocido y comprendido de manera natural y también sobre todo lo espiritual que puede en esta vida ser gustado y sentido con los sentidos. Cuanto mayor aprecio haga de ello tanto más se aleja del supremo bien. Si en comparación con éste, todo lo tiene en poco, «grandemente se acerca el alma a la unión por medio de la fe» (2S 4,6).

El Santo da en este lugar una breve explicación de lo que entiende por unión para mejor inteligencia de todo lo que viene exponiendo; no se refiere a esa unión sustancial de Dios ion todas las cosas por la cual éstas permanecen en su ser, sino la unión y transformación del alma con Dios por amor: «ésta no está realizada siempre, sino sólo cuando ha alcanzarlo el alma la semejanza con el amor». Aquella unión es natural, ésta sobrenatural. La sobrenatural se establece cuando la voluntad del alma y la de Dios quedan fundidas en una, hasta «al punto que no hay nada en una que contradiga a la otra.

Cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor.

Esto se entiende no sólo en cuanto a lo que repugna a la voluntad divina según el acto, sino también según el hábito. De manera que no sólo los actos voluntarios de imperfección le han de faltar, mas los hábitos de esas cualesquiera imperfecciones ha de aniquilar. «Y por cuanto toda cualquier criatura y todas las acciones y habilidades de ella no cuadran ni llegan a lo que es Dios, por eso se ha de desnudar el alma de toda criatura y acciones y habilidades suyas… y así se transforma en Dios». La luz divina habita naturalmente en el alma. Pero sólo cuando el alma se despoja por amor de Dios de todo lo que no es Dios -esto es amar- puede ser iluminada y transformada en Dios «y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera que parece el mismo Dios, y tiene lo que tiene el mismo Dios». Y llega a tanto esta unión «que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante; y el alma más parece Dios que alma». Es Dios por participación, pero conserva a pesar de la unión «su ser naturalmente… tan distinto del de Dios como antes» (2S 5,7).
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b) La desnudez de las fuerzas espirituales como camino y muerte de cruz

El despojo que se exige para esta unión transformante debe producirse en el entendimiento por medio de la fe, en la memoria por la esperanza y en la voluntad por el amor. De la fe ya hemos dicho que por su medio el entendimiento adquiere un conocimiento oscuro pero seguro. La fe le muestra a Dios como luz inaccesible, incomprensible e infinito ante el cual fallan todas las fuerzas naturales y por lo mismo hace volver al entendimiento al reconocimiento de su nada; conoce su impotencia y la grandeza de Dios. De la misma manera la esperanza vacía la memoria, porque se preocupa de algo que no posee; «la esperanza que se ve no es esperanza; porque si lo que uno ve lo posee ¿cómo lo espera?» (Rom 8,24). Nos enseña a esperarlo todo de Dios y nada de nosotros mismos o de las demás criaturas. Esperar de él una felicidad sin fin y renunciar por ello en esta vida a todo gusto y posesión. Finalmente el amor libra la voluntad de todas las cosas, en cuanto obliga a amar a Dios sobre todas ellas. Pero esto sólo es posible cuando se ha suprimido el apetito de las criaturas.

Este camino del despojo total ha sido descrito anteriormente como el camino angosto que pocos encuentran (Mt 7,14) el camino que conduce al alto monte de la perfección y que sólo puede ser andado por aquellos que no se asustan de ninguna carga. El camino de la Cruz, al cual convida Jesús a sus discípulos: «El que quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo, lome su Cruz y sígame. Porque el que quiere salvar su vida la perderá; pero el que por mi amor la perdiere la salvará» (Mc 8,34s.). Lo que aquí se exige no es un poco de recogimiento y una cierta mejora en este o en el otro aspecto; una pequeña prolongación de la oración o un poco de mortificación y en ellos gozar de consuelos y sentimientos espirituales. Quienes con ello se contentan, «huyen como de la muerte en ofreciéndoseles algo de esto sólido y perfecto, que es la aniquilación de toda suavidad en Dios, en sequedad, en sinsabor, en trabajo, lo cual es Cruz pura espiritual y desnudez de espíritu pobre en Cristo». Lo otro no es más que «buscarse a sí mismo en Dios, lo cual es harto contrario al amor. Porque buscarse a sí mismo en Dios, es buscar los regalos y recreaciones de Dios. Mas buscar a Dios en sí, es no sólo querer carecer de eso y de eso otro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo; y esto es amor de Dios» (2S 7,5). Odiar su alma -o intentarlo- significa renunciar por amor de Cristo a «todo lo que puede apetecer su voluntad y gustar, escogiendo lo que más se parece a la Cruz». Beber el cáliz con el Señor (Mt 20,21) significa morir a la naturaleza -tanto sensitiva como espiritual-. Sólo así puede el alma ascender por el camino estrecho. «Pues en él no cabe más que la negación… y la Cruz, que es el báculo para poder estribar en él, con el cual grandemente se aligera y facilita. De donde el Señor dijo por san Mateo: mi yugo es suave y mi carga liviana, la cual es la Cruz (Mt 11,30). Porque si el hombre se determina a sujetarse y llevar esta Cruz, que es un determinarse de veras a querer hallar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios, en todas ellas hallará grande alivio y suavidad para andar este camino así desnudo de todo sin querer nada. Empero si pretende tener algo, ahora de Dios, ahora de otra cosa, con propiedad alguna, no va desnudo ni negado en todo; y así no cabrá, no podrá subir por esta senda angosta. Las almas espirituales tienen que persuadirse de que este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones ni modos, ni maneras, ni gustos…, sino en una sola cosa necesaria, que es saberse negar de veras según lo interior y exterior, dándose al padecer por Cristo, y aniquilándose en todo. Porque ejercitándose en eso, todo eso otro y más que ello se obra y se halla aquí. Y si en este ejercicio hay falta, que es el total y la raíz de las virtudes todas, todas esotras maneras es andar por las ramas y no aprovechar, aunque tengan tan altas consideraciones y comunicaciones como los ángeles». Cristo es nuestro camino. Todo se reduce a comprender cómo hemos de caminar imitando al modelo que es Cristo.

«Cuanto a lo primero, cierto está que él murió, cuanto a lo sensitivo espiritualmente en su vida, y naturalmente en su muerte. Pues como él dijo, en la vida no tuvo donde reclinar la cabeza (Mt 8,20). Y en la muerte lo tuvo menos. Cuanto a lo segundo, cierto está que al punto de la muerte quedó también desamparado y como aniquilado en el alma, dejándole el Padre sin consuelo ni alivio alguno, en íntima sequedad, por lo cual fue necesitado a clamar en la Cruz: «Deus meus, Deus meus, ut quid deleriquisti me?: Dios mío ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46). Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que ha tenido en su vida. Y así entonces hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y maravillas había hecho…; que fue reconciliar y unir al género humano por la gracia con Dios. Y esto fue al tiempo y punto que este Señor estuvo más aniquilado en todo; conviene a saber: acerca a de la reputación de los hombres, porque como le veían morir en un madero, antes hacían burla de él que le estimaban en algo; y acerca de la naturaleza, pues en ella se aniquilaba muriendo y acerca del amparo y consuelo espiritual del Padre, pues en aquel tiempo le desamparó, porque puramente pagase la deuda y uniese al hombre con Dios… para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios, según estas dos partes sensitiva y espiritual, tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace. Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar. No consiste pues en recreaciones ni gustos ni sentimientos espirituales, sino en una viva muerte de Cruz sensitiva y espiritual, interior y exterior» (2S 7,11…).
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c) Incapacidad de todo lo creado para servir de medio para la unión.
Insuficiencia del conocimiento natural y sobrenatural

Se puede percibir aquí cómo pulsaba el corazón de nuestro Santo. Habla de grandes verdades que ha conocido y en cuya divulgación consiste su misión; nuestra meta es la unión con Dios, nuestro camino Cristo crucificado. El único medio apropiado para ello es la fe. Esto puede probarse, demostrando que ninguna cosa real o imaginaria fuera de ella puede servirnos para esta unión. Todo medio debe corresponder a su fin; por consiguiente, sólo puede ser medio para la unión con Dios «aquel medio que junta con él y tiene con él próxima semejanza». Esto no puede afirmarse de ninguna cosa creada. Por más que todas las cosas tengan cierta relación con Dios y lleven un cierto rastro suyo, de Dios a ellas ningún respecto hay ni semejanza esencial; antes la distancia que hay entre su divino ser y el de ellas es infinita, y por eso es imposible que el entendimiento pueda dar perfectamente en Dios por medio de las criaturas, ahora sean celestiales, ahora sean terrenas, por cuanto no hay proporción de semejanza. «Los mismos ángeles y Santos están tan lejos de la esencia divina, que no puede el entendimiento por su medio unirse perfectamente a Dios». Y esto mismo puede afirmarse para «todo lo que la imaginación pueda imaginar y el entendimiento recibir y entender en esta vida» (2S 8,4). El mundo natural lo conoce el alma a través de formas y figuras que recibe por el sentido, y éstas no le sirven para adelantar en el camino que conduce a Dios. Y ni aún lo que aquí en la tierra puede conocer de una manera precisa a Dios. No puede el entendimiento con su propia capacidad formarse un concepto adecuado de Dios, ni la imaginación con su fantasía crear formas o imágenes que puedan representarle, ni finalmente puede la voluntad gustar ningún placer o gusto parecido a aquel que es Dios. Por lo cual el hombre para llegar hasta Dios «antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender; y antes cegándose y poniéndose en tinieblas, que abriendo los ojos para llegar más al Divino Rayo…». Por ello el Areopagita llama a la contemplación Mística Teología, esto es, sabiduría de Dios secreta y rayo de tiniebla (Mística Teología, I,1: 2S 8,5-6).

Esta tiniebla que guía hasta Dios es, como ya sabemos, la fe. Es el único medio que nos lleva a la unión, porque pone a Dios delante de nuestros ojos tal como él es: infinito y trino. La fe es semejante a Dios porque ambos ciegan el entendimiento y se le aparecen en tinieblas. Por lo cual el alma está más íntimamente unida a Dios cuanto más está llena de fe. Su oscuridad la representa la Sagrada Escritura en la imagen de la Nube bajo la cual Dios se ocultaba en las revelaciones del Antiguo Testamento: ante Moisés sobre la Montaña (Ex 19, 9 y 16; y 24, 15 s.); en el templo de Salomón (1Re 8,12). En esta oscuridad se oculta la luz de la verdad. Será descubierta e irradiará tan pronto como desaparezca la fe al acabar la vida (cfr. 2S 9,3). Pero mientras tanto necesitamos de ella. Lo que ella nos da -la contemplación- es un conocimiento oscuro y general; la fe no sólo está por encima de la capacidad natural sino también de los diversos modos con que al entendimiento clara y particularmente pueden comunicársele conocimientos sobrenaturales. Pueden mostrarse a los ojos del cuerpo figuras del otro mundo, ángeles o Santos o un extraordinario resplandor. Pueden oírse palabras desusadas, percibirse olores agradables, gustarse gustos sensibles o sentirse grandes sensaciones de placer en el tacto.

Todo esto ha de desecharse sin investigar si es bueno o malo. Corresponde a Dios más propiamente comunicarse al espíritu que al sentido, y en ello encuentra el alma mayor seguridad y hace mayores progresos, mientras que con los fenómenos sensibles por lo regular van unidos grandes peligros. Porque en ésta los sentidos pretenden juzgar acerca de las cosas espirituales que conocen tan poco, como un jumento de las cosas de razón. En este terreno puede también el demonio ejercitar sus artes, puesto que tiene influjo en lo corpóreo. Y aunque las figuras procedieran de Dios, son tan poco provechosas para el espíritu, que, cuanto más se asienta en apariencias exteriores, menos estímulo tiene para la oración, y da la sensación de que tienen para él más importancia y se deja mejor guiar por ellas que por la fe, y además conducen al alma a pensar más altamente de sí misma. Por ello se sirve con tanta complacencia de ellas el demonio para perder a las almas. Por todos estos motivos lo mejor es rechazar tales imágenes. Si son de Dios, nada pierde el alma en ello, puesto que toda comunicación que procede de Dios «en este mismo punto que parece o se siente, hace su primer efecto en el – espíritu, sin dar lugar a que el alma tenga tiempo de deliberación en quererlo o no quererlo». Y contrariamente a lo que acontece con las visiones del Demonio «que sólo puede poner primeros movimientos en la voluntad y no puede moverla a más si ella no quiere». A pesar de estos efectos saludables, no debe el alma en manera alguna desear tales apariciones: 1) «porque causan perjuicio a la fe que está por encima de toda aprensión de los sentidos y de esta forma apartan al alma del único medio para la unión con Dios. 2) Detienen al espíritu y la impiden levantarse a lo invisible. 3) No dejan llegar al alma al verdadero abandono y desnudez del espíritu; 4) Al quedarse pegada a lo sensible se hace menos permeable al espíritu de piedad; 5) Al procurar egoístamente las visiones, pierde la gracia que Dios quería concederle. 6) Con ello da paso al demonio para engañarla con tales visiones. Porque si el alma no rechaza y se muestra desfavorable a tales apariciones, el demonio va cesando de que ve que no hace daño; y Dios por el contrario va aumentando y aventajando las mercedes en aquella alma humilde y desapropiada, constituyéndola y poniéndola sobre lo mucho, como el siervo que fue fiel en lo poco…(Mt 25, 21) en las cuáles mercedes si todavía el alma fuere fiel y retirada, no parará el Señor hasta subirla de grado en grado a la divina unión y transformación» (2S 11,9).

De la misma manera que las aprensiones de los sentidos deben también rechazarse las imágenes de los sentidos interiores, imaginación y fantasía. La primera forja imágenes, la otra fantasea sobre lo imaginado. Ambas son útiles para la meditación relacionada con tales imágenes. (Por ejemplo, se puede representar a Cristo en la Cruz, o en la columna de la flagelación o la Dios en el trono de gloria). Todas estas imágenes sirven tan poco de medio inmediato para la unión como los objetos de los sentidos exteriores, «porque la imaginación no puede fabricar ni imaginar cosas algunas fuera de las que con los sentidos exteriores ha experimentado… o cuando mucho con poner semejanzas de otras cosas vistas, oídas o sentidas»; porque éstas no pertenecen a más alta categoría que las sensibles, «por cuando todas las cosas creadas… no pueden tener alguna proporción con el ser de Dios», no puede servir de próximo medio para la unión con Dios, aquello cuyo parecido podemos representarnos según nuestro capricho. Para los principiantes puede que sea necesario imaginarse a Dios como un gran fuego o resplandor o algo semejante para que el alma se inflame o mueva a amor a través de lo sensible. Mas estas imágenes sólo servirán de medio remoto… Las almas «ordinariamente han de pasar por ellas para llegar al término y estancia del reposo espiritual». Pero debe ser de manera que «pasen por ellas y no se estén en ellas, porque de esa manera no llegaran al término…» (2S 12,5).

El tiempo apropiado para abandonar la etapa de la meditación habrá llegado cuando concurran las tres señales que ya conocemos por la Noche Oscura del Sentido; que el alma no encuentre ya gusto, ni jugo en la oración sensible; que no sienta tampoco inclinación a ocuparse de otras cosas; que guste de plena quietud entretenerse con Dios en una noticia general amorosa. Este conocimiento amoroso ordinariamente es fruto de precedentes meditaciones conseguido a través de penosas consideraciones, reflexiones y noticias particulares, que por el largo ejercicio se han convertido en hábito. Por más que a veces Dios produce este estado en el alma sin que preceda mucho ejercicio, «poniéndolas luego en contemplación y amor». Este conocimiento general amoroso no permite ya ninguna noticia distinta, ni se detiene en particularidades, «por lo cual, en poniéndose el alma en oración, ya como quien tiene allegada el agua bebe sin trabajo en suavidad, sin ser necesario sacarla por los arcaduces de las pasadas consideraciones, formas o figuras. De manera que luego en poniéndose el alma delante de Dios se pone en acto de noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada en que está el alma bebiendo sabiduría, amor y sabor». Toda la intranquilidad y tormento vienen de no entender este estado y del empeño en volver a la meditación que se ha hecho ya infructuosa.

En la contemplación continúan unidas las potencias del alma, memoria, entendimiento y voluntad. Pero en la meditación y consideración ve además el Santo una actividad de las potencias del sentido. Cuanto más pura, simple y perfecta y más espiritual e interior es la noticia general, -y esto sucede cuando se derrama en un alma completamente pura, libre de todas las demás impresiones y conocimientos particulares-, tanto más libre y delicada será y tanto más pronto podrá sustraerse a la percepción. El alma se encuentra en un profundo olvido y vive como abstraída del tiempo. La oración le parece muy breve aunque haya durado horas. Es la oración breve que «penetra los cielos porque la tal alma está unida en inteligencia celestial» (2S 14,11). Deja en el alma como efecto un levantamiento de mente a inteligencia celestial y enajenación y abstracción de todas las cosas, formas y figuras. Al mismo tiempo, las más de las veces queda también afectada la voluntad sumergida en deleite de amor, sin que sepa cuál es el objeto particular de este amor. La actividad del alma en este estado consiste simplemente en recibir «lo que le dan, como acaece en las iluminaciones, ilustraciones e inspiraciones de Dios». Es una luz limpia y serena ésta que se le infunde y nada puede asemejársele, por lo cual el acudir a objetos o consideraciones particulares «impediría la luz sutil y sencilla general del espíritu poniendo aquellas nubes en medio». «Esta luz nunca falta en el alma; pero por las formas y velos de criaturas con que el alma está velada y embarazada no se le infunde, que si quitare estos impedimentos y velos del todo… quedándose en la pura desnudez y pobreza del espíritu, luego el alma ya sencilla y pura se transformaría en la sencilla y pura sabiduría divina, que el hijo de Dios». Y se infundirá en el alma «el divino sosiego y paz… con admirables… noticias de Dios, envueltas en divino amor» (2S 15,5). En este alto estado de unión de amor, ya no se comunica Dios al alma «mediante algún disfraz de visión imaginaria o semejanza o figura… sino boca a boca… (Núm 12,6 ss.) esto es, en esencia pura y desnuda de Dios, que es como la boca de Dios, en amor, con esencia pura y desnuda del alma, mediante la voluntad, que es la boca del alma, en amor de Dios» (2S 16,9). Para llegar hasta aquí es preciso andar un largo camino. Dios guía al alma gradualmente a esta elevada cumbre. Se acomoda a su naturaleza y le comunica al principio lo espiritual por medio de cosas comprensibles y la lleva instruyéndola «por formas, imágenes y vías sensibles a su modo de entender, ahora naturales, ahora sobrenaturales y por discursos a ese sumo espíritu de Dios». Las visiones de la imaginativa tienen también su cabida en este plan de educación divina. Pero en ellas no debe el alma atender a otra cosa sino a «lo que Dios pretende y quiere, que es el espíritu de devoción, pues que no las da para otro fin principal; y se deja lo que El dejaría de dar si se pudiese recibir en espíritu sin ello…, que es el ejercicio a aprehensión del sentido» (2S 17,9).

En el Antiguo Testamento estaba permitido, en conformidad con la ordenación divina, desear visiones y revelaciones y dejarse guiar por ellas, porque Dios descubría de esta forma los secretos de fe y manifestaba su voluntad. Y es que «lo que hablaba antes en partes a los profetas, ya lo ha hablado en El todo dándonos el todo que es su Hijo». Antes hablaba Dios para prometemos a Cristo. Ahora todo nos lo ha dado en El y nos ha dicho: «Oídle» (Mt 17,5). Desear ahora revelaciones implicaría falta de fe, ya que «en El están escondidos todos los tesoros de sabiduría y ciencia de Dios» (Col 2,3). «Y así en todo nos habernos de guiar por la doctrina de Cristo Señor nuestro, hombre, y de su Iglesia y de sus ministros, humana y visiblemente, y por esa vía remediar nuestras ignorancias y flaquezas espirituales. Y no se ha de creer cosa por vía sobrenatural, sino sólo lo que es enseñanza de Cristo hombre, como digo, y de sus ministros, hombres… Todo lo demás no es nada ni se ha de creer sino conforme con ello». Tampoco en la ley Antigua era lícito a cualquiera interrogar a Dios y tampoco respondía más que a los sacerdotes y profetas. «Porque es Dios tan amigo que el gobierno y trato de los hombres sea también por otros hombres semejantes a él y que por razón natural sea el hombre regido y gobernado, que totalmente quiere que las cosas que sobrenaturalmente nos comunica no las demos entero crédito …, hasta que pasen por este arcaduz humano de la boca del hombre. Y así siempre que dice algo o revela al alma…» imprime «una manera de inclinación puesta en la misma alma a que se diga a quien conviene decirse. Porque en aquellos que se juntan a tratar la verdad se junta allí él para aclararla y confirmarla en ellos» (2S 22,11). A lo que el entendimiento comprende con ayuda de los sentidos exteriores ni interiores y sin propio obrar «se ofrecen al entendimiento clara y distintivamente por vía sobrenatural pasivamente; que es sin poner el alma algún acto y obra de su parte, a lo menos activamente y como suyo».

El Santo distingue entre visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales, y agrupa a los cuatro bajo la denominación general de visiones intelectuales, porque en todas ellas se da de alguna forma un ver del alma. En sentido más estricto reserva este nombre a lo que es visto espiritual mente a la manera de visión corporal. A su vez puede llamarse revelación «a lo que el alma recibe aprendiendo y entendiendo cosas nuevas…»; y a lo que el alma recibe a modo de oír, llamamos locución y a lo que recibe a modo de los demás sentidos… llamamos sentimientos espirituales». En ninguno de ellos intervienen ni formas, ni imágenes, ni figuras, sino que inmediatamente se comunican por obra y medios sobrenaturales.

Aunque estas aprensiones son de más subidos quilates y más provechosas que las que se reciben por intermedio de los sentidos o por la imaginación no debe olvidarse que también en este caso puede suceder que salga perdiendo el entendimiento. «Porque, embarazándose y enrudeciéndose con ellas, no se le impida el camino de soledad y desnudez…» (2S 23,4). Las visiones pueden representar ante los ojos del alma tantos seres corporales como incorpóreos. Puede el alma contemplar en una cierta luz sobrenatural todas las cosas corporales que hay en el cielo o en la tierra. Los seres incorpóreos (Dios, ángeles, alma) sólo pueden ser vistos con la lumbre de gloria, y ni aún esto en la presente vida. «Porque si Dios las quisiera comunicar al alma esencialmente, como ellas son, luego saldría de las carnes y se desataría de la vida mortal». Estas visiones sólo pueden excepcionalmente concederse a alguno, «disponiendo Dios y salvando la condición de vida natural, abstrayendo totalmente al espíritu de ella. Como san Pablo en su visión del tercer cielo fue arrebatado de la vida natural» (2Cor 12,2). Estas visiones sólo rarísimas veces acaecen y únicamente en hombres como Moisés, Elías y Pablo, «que son fuentes del espíritu de la Iglesia y ley de Dios». «Pero las sustancias espirituales no se pueden de ley ordinaria desnuda y claramente ver en esta vida con el entendimiento; puédense empero sentir en la sustancia del alma, mediante una noticia amorosa con suavísimos toques y juntas». Esta «noticia oscura amorosa -que es la fe- sirve en esta vida para la divina unión, como la lumbre de gloria sirve de medio en la otra para la clara visión de Dios» (2S 24,4).

Aquí se nos adelanta algo de lo que tratará más tarde extensamente. Vale, sobre todo, para dar luz acerca de las visiones espirituales de cosas corporales. Pueden éstas ser vistas por el entendimiento por una luz sobrenatural, a la manera como los ojos ven las cosas por luz natural. Pero el ver espiritual es más sutil y claro que el corporal. Es como el resplandor del relámpago que en la oscura noche súbitamente y por un instante hace ver las cosas clara y distintamente. Por influjo de la luz espiritual quedan las cosas tan profundamente grabadas en el alma, que, cada vez que ilustrada de Dios las advierte, las vuelve a ver como las viera antes. Estas visiones producen en el alma quietud, iluminación, celestial alegría, amor puro, humildad y elevación de espíritu. Por estos efectos se distinguen de las imitaciones diabólicas. A pesar de todo debe el alma rechazarlas, porque si el alma quisiera conservarlas como un tesoro, «sería estarse con aquellas formas, imágenes y personajes que acerca del interior residen embarazada, y no iría por negación de todas las cosas a Dios». Es cierto que con el recuerdo de tales visiones puede alcanzarse un cierto grado de amor, pero puede conseguirse todavía más alto por medio de la fe pura, cuando por la desnudez, oscuridad y pobreza de espíritu se arraiga en el alma, se le infunde esperanza y amor, un amor que no se da a conocer por sentimiento alguno de ternura en el alma, sino que se manifiesta por un mayor ánimo, y una desconocida fortaleza. Dios es incomprensible y está sobre todo, y por esta razón «nos conviene ir a él por negación de todo» (2S 24,9).

Con el nombre de revelaciones designa San Juan de la Cruz dos clases de comunicaciones espirituales: conocimiento intelectual, en el que se descubren verdades ocultas -pueden referirse a cosas materiales o espirituales- y revelaciones en el propio y estricto sentido, por cuyo medio se revelan secretos. El conocimiento de verdades puras es completamente distinto del de las visiones corporales del que hemos hablado antes. Pueden ser verdades acerca del Creador y de la criatura. Vienen acompañadas de un deleite sin igual e inefable.

«Porque acaecen estas noticias derechamente acerca de Dios, sintiendo altísimamente de algún atributo de Dios, ahora de su omnipotencia, ahora de su fortaleza, ahora de su bondad y dulzura, etc., y todas las veces que se siente, pega en el alma aquello que se siente. Que por cuanto es pura contemplación, ve claro el alma que no hay cómo poder decir algo de ello, si no fuese decir algunos términos generales; mas no para que en ellos se pueda acabar de entender lo que allí el alma gustó y sintió». Si se trata del conocimiento del mismo Dios, no se refieren a nada particular. «Estas altas noticias amorosas no las puede tener sino el alma que llega a unión de Dios, porque ellas mismas son la misma unión; porque consiste el tenerlas en cierto toque que se hace del alma a la divinidad». De algunas «noticias y toques de estos que hace Dios en la sustancia del alma basta una de ellas para quitar al alma de una vez todas las imperfecciones que ella no había podido quitar en toda la vida, mas la deja llena de bienes y virtudes de Dios. Y le son al alma tan sabrosos y de tan íntimo deleite estos toques, que con uno de ellos se dará por bien pagada de todos los trabajos que en su vida hubiese padecido, aunque fuesen innumerables». El alma no puede llegar a este elevado conocimiento por ningún esfuerzo propio. Sólo Dios obra en ella sin su colaboración, a veces cuando menos lo piensa o lo desea. Y como le vienen tan repentinamente y sin su cooperación, «no tiene el alma que hacer en ellas en querer o no quererlas, sino háyase humilde y resignadamente acerca de ellas, que Dios hará su obra cuando y como él quisiere».

Respecto de estas noticias no piensa el Santo que hayan de ser desechadas como las anteriores, porque son una parte de la unión a la cual pretende encaminar al alma. Por ello debe desasirse de todas las otras y padecer con humildad, resignación y desinterés de toda retribución. Porque estas mercedes no se hacen al alma propietaria, por cuanto son hechas con muy particular amor de Dios, que tiene con la tal alma, porque el alma también se le tiene a él muy desapropiada. «Así se manifiesta Dios al alma que se allega a El y de veras le ama» (2S 26,10).

Muy diferentes de éstas son las otras dos maneras de noticias sobre cosas tales como hechos y casos que acaecen entre los hombres. Pertenecen al espíritu de profecía y a lo que san Pablo llama «discreción de espíritus» (1Cor 12,10), se asientan profundamente en el alma y despiertan un convencimiento inconmovible de su verdad. Mas, a pesar de todo, deben ser sometidos al Director Espiritual, porque la fe es más seguro camino para la unión con Dios que el de la razón. Así algunas almas llegan por modo sobrenatural al conocimiento de la naturaleza y de sus fuerzas. A veces son sólo iluminaciones particulares y pasajeras en los muy adelantados, pero, otras, consisten en conocimientos generales y duraderos. Hay espirituales que pueden con la fuerza de la ilustración sobrenatural ver lo que hay en el interior de otros por señales que no aparecen externamente. Además pueden conocer las acciones y suerte de ausentes. Estos conocimientos los recibe el alma sin hacer nada para ello. Puede ser que sin pensar absolutamente en ello adquiere un conocimiento de lo que ha leído u oído, mucho más claro que «la palabra suena». Sucede a veces que oye palabras de un idioma desconocido y, sin embargo, comprende perfectamente su sentido. En este terreno (al contrario de lo que acontecía en el anterior) puede de nuevo el demonio intervenir notablemente. Por lo cual, aun miradas desde este punto de vista, son de poca utilidad para el fin de la divina unión y encierran muchos peligros. De aquí que lo mejor sea desecharlas, comunicarlas al Director y seguir su consejo. Como estas cosas solo pasivamente pueden comunicársele al alma, «siempre se queda en ellas el efecto que Dios quiere sin que el alma ponga diligencia en ello» (2S 26,18).

Las revelaciones en sentido estricto se refieren a los misterios de la fe; a la esencia de Dios (Trinidad y Unidad) así como a la acción divina en la creación. A un segundo género pertenecen las promesas y amenazas que hace Dios por boca de los Profetas, así como «otros muchos casos particulares que Dios ordinariamente revela, así acerca del universo en general, como también en particular acerca de reinos, provincias, estados, familias y de personas particulares». Cuando descubre al espíritu las verdades de fe en sentido estricto, no se trata de revelaciones, puesto que ya estaban reveladas, sino que son una manifestación y aclaración de la verdad revelada. Como todo esto se comunica por medio de palabras o señales, puede ser imitado por el demonio. Si en ello se revelase algo que se apartara de la fe, en manera alguna se podría aceptar. Y aunque se trate de una nueva manifestación de verdades ya reveladas, no debe el alma «creerlas porque entonces se revelan, sino porque ya están reveladas bastantemente a la Iglesia». Y «conviénele al alma mucho no querer entender esas cosas claras acerca de la fe para conservar puro y entero el crédito de ella también y para venir en esta noche del entendimiento a la luz de la divina unión». El alma obrará prudentemente si se guarda de ellas «para caminar pura y sin error en la noche de la fe a la unión» (2S 27,7).

*

El Santo ha tratado bajo el nombre de locuciones de un tercer grupo de comunicaciones espirituales, que el entendimiento recibe sin intervención de los sentidos. Se dividen en sucesivas, formales y sustanciales. Las primeras son palabras y razones que forma el espíritu cuando está recogido en sí. Esto le sucede «cuando está el espíritu recogido y embebido en alguna consideración muy atento…, discurriendo de uno en otro y formando palabras y razones muy a propósito, con tanta facilidad y distinción y tales cosas no sabidas de El». Le parece que es otro el que responde y le enseña. De hecho está hablando consigo mismo. El se propone las preguntas y las responde, pero en ello es instrumento del Espíritu Santo bajo cuya ayuda piensa. «Porque como entonces el entendimiento está unido y recogido con la verdad de aquello que piensa y el Espíritu Divino está también unido con El en aquella verdad, como lo está siempre con toda verdad, de aquí es que comunicando el entendimiento en esta manera con el Espíritu Divino mediante aquella verdad, juntamente vaya formando en el interior sucesivamente las demás verdades que son acerca de aquella que pensaba, abriendo la puerta y yéndole dando luz el Espíritu Santo enseñador». A pesar de esta iluminación no está el alma asegurada contra el error, en primer lugar porque la luz es tan fina y espiritual, que el entendimiento no puede orientarse fácilmente y, además, porque el mismo entendimiento puede engañarse. «Que como ya comenzó a tomar hilo de la verdad al principio, y luego pone de suyo la habilidad o rudeza de su bajo entendimiento es cosa fácil ir variando conforme a su capacidad». Puede suceder que un entendimiento por naturaleza vivo y penetrante pueda sin ninguna ayuda sobrenatural llegar a semejantes actividades del espíritu y piense estar iluminado por Dios. A este peligro se añade otro y es pensar que por estas pretendidas locuciones divinas se les comunica algo grande y apartarse del abismo de la fe. Deben guardarse de ello, porque, aun cuando la iluminación se deba al Espíritu Santo, el entendimiento en verdad es iluminado por el Espíritu Santo conforme al grado de su recogimiento. Pero nunca alcanza mayor recogimiento que en la fe. «Porque cuanto más pura y esmerada está el alma en perfección de viva fe, más tiene de caridad infusa de Dios; y cuanto más caridad tiene tanto más la alumbra y comunica los dones del Espíritu Santo».

La luz que en la fe recibe, en comparación a lo que por medio de la iluminación de verdades se le comunica, es lo que el oro para los metales deleznables y como el Océano comparado con una gota de agua. «Porque en la una manera se le comunica sabiduría de una, dos o tres verdades…. y en la otra se le comunica toda sabiduría de Dios generalmente, que es el Hijo de Dios que se le comunica al alma en fe». «Cuando uno hace caso de esas comunicaciones sobrenaturales impide esta plenitud. Debe más bien el alma con corazón puro y sencillo aprender «a no hacer caso sino de fundar la voluntad en fortaleza de amor humilde y obrar de veras, y padecer imitando al Hijo de Dios en su vida y mortificaciones en todo; que éste es el camino para venir a todo bien espiritual, y no muchos discursos interiores», que pueden provenir no sólo de la actividad de la propia naturaleza sino también del influjo del demonio. Ciertamente que dejan efectos diferentes en el alma según la causa de donde proceden, pero se precisa gran experiencia de la vida interior para distinguirlos con seguridad. Por lo cual lo mejor es no darles ningún valor. Debemos contentarnos «con saber los misterios y verdades con la sencillez y verdad que nos los propone la Iglesia, que esto basta para inflamar mucho nuestra voluntad» (2S 28,12).

Las palabras formales se diferencian de las sucesivas en que el espíritu las recibe sin poner nada de su parte, ni estar recogido y sin haber pensado en lo que recibe. A veces son muy formadas y otras consisten en una manera de conceptos en los que se comunica algo. Unas veces constan de una sola palabra, otras contienen muchas y, a veces, se componen de largas enseñanzas. No dejan impresión profunda, porque por lo general su única finalidad es enseñar o esclarecer al alma acerca de algún punto determinado. Por lo común ellas mismas disponen al alma para recibirlas. Mas puede suceder también que el alma muestre repugnancia al efecto que pretenden producir. Y esta repugnancia la permite Dios, sobre todo, cuando se trata de obras muy importantes que deben llevar el sello Divino. En las cosas humildes y bajas les pone mayor facilidad. Lo contrario acaece cuando son del demonio, pues entonces el alma se muestra llena de celo para las obras grandes y extraordinarias y siente repugnancia para las comunes, aunque también aquí resulta difícil distinguir lo que viene del bueno o del mal espíritu. Por ello «de estas palabras formales tan poco caso ha de hacer el alma como de las otras sucesivas». Por lo cual jamás ha de seguir lo que las palabras reclaman, sino que antes exigen comunicarlas con algún director espiritual experimentado y seguir su consejo. Si no se encuentra a nadie con suficiente experiencia, lo mejor será quedarse con lo que ellas contienen de seguro y esencial y no preocuparse más de ello ni comunicarlo con nadie (cfr. 2S 30,5).

Las palabras sustanciales tienen de común con las formales el que claramente se imprimen en el alma, pero difieren de ellas porque producen un efecto vivo y sustancial; causan en el alma lo mismo que dicen. Así si les habla el Señor y les dice:¡ámame!, si se trata de palabras sustanciales inmediatamente se hallan en posesión de este amor y pueden verificarlo. Las palabras: «no temas», inmediatamente en un alma angustiada producen valor y paz. Tales locuciones son para el alma «vida y virtud y bien incomparable; porque tal vez le hace más bien una palabra de éstas, que cuanto el alma ha hecho en su vida». Nada tiene que hacer, nada que desear, nada que temer. Es indiferente el que se muestre propicia o reacia a ellas. Ni debe preocuparse de ponerlas por obra, puesto que el mismo Dios se encarga de hacerlo. Las locuciones se le comunican sin su deseo: «háyanse con resignación y humildad en ellas. No tiene qué desechar, porque el efecto de ellas queda sustanciado en el alma y lleno de bien de Dios, al cual, como se le recibe pasivamente, su acción es menos en todo».

No hay que temer aquí ningún engaño del entendimiento o del demonio, porque ni uno ni otro son capaces de tales efectos sustanciales. Sólo en el caso de que un alma hubiera hecho un pacto libre con el demonio podría imprimirle sus pensamientos y palabras; pero serían efectos tales, que no tendrían semejanza con las que obra Dios.

«Y así estas palabras sustanciales sirven mucho para la unión del alma con Dios; y cuanto más interiores más sustanciales son y más aprovechan» (2S 31,2).

Como cuarto y último género de aprensiones intelectuales se cuentan los sentimientos espirituales. Pueden ser de dos clases: sentimientos espirituales enraizados en la inclinación de la voluntad y sentimientos espirituales que tienen su asiento en la sustancia del alma. Aún los primeros, cuando son de Dios, son muy subidos, pero los segundos «son altísimos y de gran bien y provecho». Ni el alma ni quien la dirige pueden saber cómo y por qué comunica Dios tales gracias, porque no dependen de las consideraciones ni de las obras del alma. Es cierto que con las tales obras y consideraciones puede el alma predisponerse a estas gracias, mas Dios las da «a quien quiere y como quiere y por lo que El quiere». Algunos que se habrán ejercitado en muchas obras no les comunicará estos toques y, en cambio, a otros muchos que habrán hecho menos se los dará en grado subido y abundantemente. Muchos de estos toques pueden sentirse claramente, pero pasan pronto; otros son más indeterminados, pero duran más. De todos estos sentimientos -tanto de los de la voluntad como de los que se obran en la esencia del alma-deriva al entendimiento un cierto conocimiento e inteligencia, que consiste ordinariamente en un subidísimo sentir de Dios y sabrosísimo en el entendimiento, al que no puede poner nombre como tampoco al sentimiento del cual redundan. Tanto las noticias como los sentimientos se le comunican al alma pasivamente, la cual «tampoco ha de hacer nada en ellos, sino haberse pasivamente acerca de ellos sin entrometer su capacidad natural. Porque… facilísimamente con su actividad turbará y deshará aquellas noticias delicadas que son una sabrosa inteligencia sobrenatural a que no llega el natural…; y así no ha de procurarlas ni tener gana de admitirlas porque el entendimiento no vaya de suyo formando otras; ni el demonio en aquel tiempo tenga entrada con otras varias y falsas…». El alma «hayase resignada, humilde y pasivamente» y Dios se las comunicará «viéndola humilde y desapropiada» (2S 32,4).
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d) Desnudez de la memoria

En las pasadas explicaciones se ha ocupado el Santo preferentemente de señalar las relaciones que existen entre el conocimiento y la fe en orden al fin de la unión con Dios. Un nuevo mundo del espíritu se ha abierto ante nosotros. Se nos ha descubierto una serie variadísima de fenómenos anímicos, de cuya existencia ni siquiera sospecha la experiencia común y de mano maestra se nos ha descrito su significación y conexión con los fenómenos espirituales. Dada la finalidad de nuestra síntesis no nos es posible siquiera indicar todos los problemas y aspectos que de aquí se derivan, por lo cual entresacaremos los más importantes para nuestro intento. Pero, ante todo, es preciso que sigamos exponiendo el pensamiento del Santo. Ya en páginas precedentes el Santo ha afirmado vigorosamente que el camino de la fe a través de la Noche es una especie de Vía Crucis. Por otra parte, nos ha hablado tanto de la luz y de felicidad, que, a veces, podía parecer que había sido abandonado el tema de la Cruz. Pero hemos de advertir que cuando no se trataba de una exposición del término al que se dirige en todo cuanto trata -cosa necesaria para comprender el camino- ese despliegue de riquezas, iluminaciones y gracias no tenía otra finalidad sino demostrarnos que hay que renunciar a todas ellas. Sólo quien ha poseído estas riquezas puede medir convenientemente lo doloroso que su abandono resulta; lo oscuro que queda todo cuando se cierran los ojos estando a plena luz; cómo resulta una verdadera crucifixión controlar la vida del espíritu y privarle de todo lo que puede servirle de refrigerio. Ya se ha advertido que este despojo o purificación no sólo debe comprender al entendimiento sino también a las demás potencias del alma: memoria y voluntad. El último libro de la Subida está consagrado a prepararlas para la unión con Dios: «Siendo verdad como lo es que a Dios el alma antes le ha de ir conociendo por lo que no es, que por lo que es: de necesidad, para ir a él, ha de ir negando y no admitiendo hasta lo último que pudiese negar de sus aprensiones, así naturales como sobrenaturales» (3S 2,3).

Debemos sacar la memoria de los límites naturales que la estrechan y levantarla sobre sí, es decir, sobre toda noticia distinta y posesión sensible a «suma esperanza de Dios incomprensible». Hay que despojarla también de todos los conocimientos e imágenes que ha adquirido por la vía de los sentidos corporales. Como Dios no tiene forma ni imagen que pueda ser comprendida de la memoria tiene ésta que «desprenderse de todas las formas que no sean Dios. Esto es, cuando está unida con Dios… se queda sin forma y sin figura, perdida la imaginación y embebida la memoria en un sumo bien y en un grande olvido sin acuerdo de nada». Este perfecto vacío que tiene lugar en la unión no es -así como tampoco la unión misma- fruto solamente de la propia actuación personal. «Y así es cosa notable cuando pasa esto; porque algunas veces, cuando Dios hace estos toques de unión en la memoria, súbitamente le da un vuelco en el cerebro, que es adonde ella tiene su asiento, tan sensible, que parece se desvanece toda la cabeza, y que se pierde todo el juicio y el sentido; y esto a veces más, y a veces menos, según que es más o menos fuerte el toque, y entonces… se vacía y purga la memoria… de todas las noticias y queda enajenada y a veces tan olvidada de sí misma que ha menester hacerse gran fuerza para acordarse de algo. Y de tal manera es a veces este olvido de la memoria con Dios, que se pasa mucho tiempo sin sentirlo y sin saber qué se hizo en aquel tiempo» (3S 2,6). Una tal suspensión de la potencia sólo puede tener lugar en los principios de la unión, pero no en los perfectos. En ellos va todo dirigido por el Espíritu Santo: El es el que las advierte a su debido tiempo de lo que tienen que hacer, y así se libran de las faltas en la conducta exterior que son propias del estado de transición.

La perfecta purificación viene dirigida pasivamente por Dios. Lo único que tiene que hacer el alma es disponerse para ella. De todo lo que le ofrecieron los sentidos «no haga particular archivo ni presa de ellas en la memoria, sino que las deje luego olvidar, y lo procure con la eficacia, si es menester, que otras acordarse; de manera que no le quede en la memoria alguna noticia ni figura de ellas, como si en el mundo no fuesen, dejando la memoria libre y desembarazada, no atándola a ninguna consideración ni de arriba ni de abajo, dejándola libremente perder en olvido como cosa que estorba…» (3S 2,14).

En cambio, un alma espiritual «que todavía quiere usar de las noticias y discursos naturales de la memoria para ir a Dios» experimentará tres géneros de daño. Por parte de las cosas del mundo tendrá que sufrir hartas mezquindades «así como falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo, etcétera». Si se deja que la memoria se entretenga en lo que ha percibido por los sentidos, hallará a cada paso imperfecciones, «en lo cual se le ha de pagar alguna afición ahora de dolor, ahora de temor, ahora de odio. de vana esperanza, vano gozo…; cosas todas que impiden la perfecta pureza y simplicísima unión con Dios… De todos los cuáles daños yo creo no habrá quien se libre, si no es cegando y oscureciendo la memoria acerca de todas las cosas». Sin duda «lo que fuere puramente de Dios y ayudare aquella noticia confusa, universal, pura y sencilla, que eso no se deje, sino lo que detuviere en imagen, forma, figura o semejanza de criatura». Por lo cual es lo mejor «aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios». Entonces « se las llenará de paz declinando sobre ella… un río de paz en que la quitará todos los recelos y sospechas, turbaciones y tinieblas que la hacían creer que iba perdida» (3S 3,6).

Nuevos daños vienen por parte del demonio, el cual «puede añadir formas, noticias y discursos, y por medio de ellos afectar el alma con soberbia, avaricia, envidia, ira, etc., y poner odio injusto, amor vano, y engañar de muchas maneras… Y, finalmente, todos los más engaños que hace el demonio y males al alma, entran por las noticias y discursos de la memoria. La cual, si se oscurece en todas ellas y se aniquila en olvido, cierra totalmente la puerta de este daño del demonio y se libra de todas estas cosas que es grande bien» (3S 4,1).

El tercer daño consiste en que las aprensiones naturales de la memoria «le pueden impedir el bien moral y privar de lo espiritual». «El bien moral consiste en la rienda de las pasiones y freno de los apetitos desordenados», de manera que con ello se hace posible: la paz, sosiego, tranquilidad del alma y las virtudes morales que son su cortejo. Toda turbación y toda guerra le viene al alma del contenido de la memoria. El alma que vive desasosegada y no tiene ningún apoyo en el bien moral «no es capaz, en cuanto tal, de lo espiritual, el cual no se imprime sino en el alma moderada y que está en paz». Si el alma hace caso de los contenidos de la memoria y se inclina a ellos «no es posible que esté libre para lo incomprensible que es Dios». Porque para que el alma llegue a unirse con Dios debe «de trocar lo conmutable y comprensible, por lo inconmutable e incomprensible» (3S 5,3). Entonces en lugar de estos daños gana el alma los provechos opuestos: tranquilidad y paz de espíritu, pureza de conciencia y de alma y con ello la mejor disposición para recibir «la sabiduría humana y divina y las virtudes». Se libra de muchas sugestiones, tentaciones y desasosiegos del enemigo malo que hace presa en tales pensamientos. Y se dispone el alma para las inspiraciones y consuelos del Espíritu Santo (3S 6,1).

Al igual que las aprensiones de los sentidos también las visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos sobrenaturales dejan frecuentemente una viva impresión en la memoria y fantasía. También para ellas vale el principio fundamental de que el alma no debe reflexionar sobre cosas claras y distintas para conservarlas en la memoria, porque «cuanto el alma más presa hace en alguna aprehensión natural o sobrenatural distinta y clara, menos capacidad y disposición tiene en sí para entrar en el abismo de la fe, donde todo lo demás se absorbe. Porque… ningunas formas ni noticias… son Dios, ni tienen proporción con Dios, ni pueden ser próximo medio para su unión». De todo lo cual hay que vaciar la memoria «para unirse con Dios en esperanza perfecta y mística». «Porque toda posesión es contra esperanza…; de donde cuanto más la memoria se desposee, tanto más de esperanza tiene, y cuanto más de esperanza tiene tanto más tiene de esta unión con Dios. Porque acerca de Dios, cuanto más espera el alma, tanto más alcanza, y entonces espera más cuando, como digo, se desposee más; y, cuando se hubiere desposeído perfectamente, perfectamente quedará con la posesión de Dios en unión divina» (3S 7,2).

La preocupación por estos conocimientos sobrenaturales causa al alma cinco géneros de daños:

Primeramente la engaña grandemente en el juicio, teniendo por revelación divina, lo que no pasa de ser un juego de la fantasía, o tendrá las cosas de Dios por ilusión del demonio, etc. Por ello debe el alma «no querer aplicar el juicio para saber, qué sea lo que en sí tiene y siente… Pues todo cuanto ellas son en sí, no le pueden ayudar al amor de Dios tanto como el menor acto de fe viva y esperanza, que se hace en vacío y renunciación de todo eso» (3S 8,5).

El segundo daño es el peligro de presunción o vanidad. Piensa que está muy adelantada porque recibe comunicaciones sobrenaturales y mira con orgullo y desprecio farisaicos a los demás, que no han experimentado tales manifestaciones de la gracia. A este respecto debe el alma tener en cuenta dos cosas:

1) «La primera, que la virtud no está en las aprehensiones y sentimientos de Dios, por subidos que sean, ni en nada de lo que a este talle pueden sentir en sí, sino por el contrario, está en lo que no sienten en sí, que es mucha humildad y desprecio de sí y de todas sus cosas, muy formado y sensible en el alma, y gustar de que los demás sientan de aquello mismo, no queriendo valer nada en el corazón ajeno».

2) «Lo segundo, ha menester advertir que todas las visiones, revelaciones y sentimientos del cielo, y cuanto más ellos quisieren pensar, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad, que no estima sus cosas ni las procura, ni piensa mal sino de sí, y de sí ningún bien piensa sino de los demás» (3S 9,4).

El tercer daño proviene del demonio, «pues no solamente puede representar en la memoria y fantasía muchas noticias y formas falsas, que parezcan verdaderas y buenas», mostrándose al alma transfigurado en ángel de luz. Esto lo hace sirviéndose de las comunicaciones que realmente provienen de Dios, moviéndola a sentimientos espirituales desordenados y haciéndola consentir en ellos y caer en guía espiritual. Con ello se ciega el alma respecto del gusto y aprecia más el sabor sensible que el amor y no se preocupa del desprendimiento y del amor que exigen las virtudes teologales. El origen de este mal hay que buscarlo en que el alma «al principio no fue negando el gusto de aquellas cosas sobrenaturales (3S 10,2).

Del cuarto daño ya hemos hablado repetidas veces y no hay por qué volver a hacerlo; y es que toda posesión de la memoria constituye un impedimento para la unión con Dios por medio de la esperanza.

Finalmente, pueden las representaciones e imágenes de la memoria llevar al alma a «juzgar del ser y alteza de Dios menos digna y altamente de lo que conviene a su incomprensibilidad…, a no estimar y sentir de Dios tan altamente como enseña la fe, que nos dice ser incomparable e incomprensible». El alma sólo puede conocer clara y distintamente en esta vida lo que cae bajo género y especie. Pero Dios no cae bajo nada de esto y en consecuencia no puede ser comparado con ninguna criatura terrena, con ninguna imagen ni conocimiento que pueda ser aprendido por el alma. «Por tanto el que embaraza la memoria y las demás potencias del alma con lo que ellas pueden comprender, no puede estimar a Dios y sentir de él como debe» (3S 12,1).

Estos daños, en el caso de una perfecta purificación, se truecan en sus respectivos provechos. A la tranquilidad y paz que ya lleva consigo el despojo de las aprensiones naturales, se añade el que se ven libres de la preocupación de si estas comunicaciones sobrenaturales serán buenas o malas, «y del trabajo y tiempo que había de gastar con los maestros espirituales, queriendo que se las averigüe si son buenas o malas…, pues de ninguna ha de hacer caso. Y así el tiempo y caudal… lo puede emplear en otro mejor y más provechoso ejercicio, que es el de la voluntad para con Dios, y en cuidar de buscar la desnudez y pobreza espiritual y sensitiva», es decir, que se preocupa seriamente de salir de todo sin reparar en consuelos y aprensiones. Este negar las comunicaciones divinas no implica apagar el espíritu. El alma con sus propias fuerzas no es capaz más que de actividad natural, sin que pueda realizar nada en el orden sobrenatural: sólo Dios la mueve a ello. Por esta razón «si el alma quiere obrar de suyo, de fuerza… ha de impedir con su obra activa la pasiva que Dios le está comunicando, que es el espíritu, porque se pone en su propia obra, que es de otro género y más baja que la que Dios le comunica, porque la de Dios es pasiva y sobrenatural y la del alma activa y natural y esto sería apagar el espíritu».

«Las potencias del alma, no pueden, de suyo, hacer reflexión y operación sino sobre alguna forma o figura o imagen, y ésta es la corteza y accidente de la sustancia y espíritu que hay debajo de la tal corteza y accidente. La cual sustancia y espíritu no se une con las potencias del ánima en esta verdadera inteligencia y amor, sino cuando ya cesa la operación de las potencias. Porque la pretensión y fin de la tal operación no es sino venir a recibir en el alma la sustancia entendida y amada de aquellas formas. De donde la diferencia que hay entre la operación activa y la pasiva, y la ventaja, es la que hay entre lo que se está haciendo y lo que está ya hecho, que es, como entre lo que se pretende conseguir y alcanzar, y entre lo que está ya conseguido y alcanzado». Hacer uso activo de estas aprensiones sobrenaturales del alma «no sería menos que dejar lo hecho para volverlo a hacer». Debe el alma poner todo su empeño «en todas las aprensiones que de arriba le vinieron… no haciendo caso de la letra y corteza (esto es, de lo que significa o representa o da a entender) advertir sólo en tener el amor de Dios que interiormente le causan en el alma. Y de esta manera ha de hacer caso de los sentimientos de amor que le causan. Y para sólo este efecto bien podrá algunas veces acordarse de aquella imagen y aprehensión que le causó el amor, para poner el espíritu en motivos de amor. Porque aunque no hace después tanto efecto cuando se acuerda como la primera vez que se comunicó… se renueva el amor y hay levantamiento de la mente en Dios, mayormente cuando es la recordación de algunas imágenes, figuras o sentimientos sobrenaturales, que suelen sellarse o imprimirse en el alma, de manera que duran mucho tiempo, y algunas nunca se quitan del alma». Tales recuerdos «casi cada vez que el alma advierte en ellos le hacen divinos efectos de amor, suavidad, luz, etc., unas veces más, otras menos; porque para estos se las imprimieron y así es una gran merced a quien Dios la hace porque es tener un sin número de bienes». Estas imágenes «están asentadas vivamente en el alma según su memoria inteligible, que no son como otras imágenes y formas que se conservan en la fantasía». No necesita el alma de la fantasía para acordarse de ellas, «porque ve que las tiene en sí misma como se ve la imagen en el espejo». Y si en ellas se acuerda de despertar el amor dejan de ser impedimento, «porque no le estorbarán para la unión de amor en fe, como no quiera embeberse en la figura sino aprovecharse del amor». Estas formales imágenes son más bien raras y para quien no tiene experiencia de ello resulta dificultoso distinguirlas de las que sólo proceden de la fantasía. «Pero ahora sean éstas, ahora aquéllas, bueno le es al alma no querer comprender nada, sino a Dios por fe en esperanza» (3S 13,9).

La memoria conserva no sólo imágenes sino también noticias espirituales. «Porque después de haber caído en el alma alguna de ellas, se puede, cuando quisiere acordar de ellas», porque la noticia deja en el alma una forma, imagen o concepto espiritual. Se trata, como ya hemos advertido anteriormente, del conocimiento de las perfecciones infinitas o de las cosas creadas. Puede recordar las noticias de la segunda especie, para avivar el amor; «pero si no le causa el acordarse de ellas buen efecto, nunca quiera pasarlas por la memoria. Mas de las cosas increadas, digo que se procure acordar las veces que pudiere, porque… son toques y sentimientos de unión en Dios, que es donde vamos encaminando al alma». El recuerdo no se provoca aquí por medio de formas y figuras, ya que nada tiene que se las asemeje, sino sólo por los efectos: luz, amor, deleite, renovación espiritual. Y cada vez que de ellos se acuerda «se le renueva algo de esto» (3S 14,2).

Resumiendo, recuerda el Santo una vez más que sólo así se logra conducir la memoria a la unión con Dios. Como sólo puede esperarse lo que no se posee, tanto más perfecta será la esperanza cuanto menos el alma posea. «Cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de Él el lleno de su memoria». Cuantas veces se le ofrezcan figuras o noticias determinadas, debe rechazarlas para volverse a Dios. Sólo debe hacer uso el alma de los recuerdos en cuanto le sea preciso para el cumplimiento de sus obligaciones. Y aún entonces sin que quede prendida de ellos, par que no se lleven consigo
– ir a índice – completamente el alma (cfr. 3S 15,1).

e) Purificación de la voluntad

«No hubiéramos hecho nada en purgar el entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria de la esperanza, si no purgásemos también la voluntad acerca de la tercera virtud que es la caridad». Todo cuanto puede decirse acerca de la información de esta potencia por el amor de Dios está expresado perfectamente en las palabras del Deuteronomio: «amarás a tu Señor Dios de todo tu corazón y de toda tu alma y de toda tu fortaleza» (Deut 6,5). «La fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, todo lo cual es gobernado por la voluntad. Pues cuando estas pasiones y potencias y apetitos endereza a Dios la voluntad, y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza».
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Pasiones

Como obstáculo fundamental se cruzan en el camino las cuatro pasiones del alma: gozo, esperanza, dolor y temor. «Las cuáles pasiones poniéndolas en obra de razón en orden a Dios, de manera que el alma no se goce sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios nuestro Señor, ni tenga esperanza de otra cosa ni se duela sino de lo que a eso tocare, ni tema sino a Dios solo, está claro que enderezan la fortaleza del alma y su habilidad para Dios. Porque cuanto más se gozare en otra cosa el alma, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios». Si no son frenadas, crían en el alma las pasiones toda clase de imperfecciones; mas si, por el contrario están ordenadas y subyugadas, son fuente de todas las virtudes. Las cuatro están tan unidas, que, si se somete una, quedarán sometidas también las otras. Cuando la voluntad se goza de algo, tiene en sí el germen de la esperanza, del dolor y del temor, con relación al mismo objeto. Una pasión arrastra consigo a las demás, lleva cautiva a la voluntad y al alma toda y no la deja volar «a la libertad y descanso de la dulce contemplación y unión» (3S 16,6).

Al examinar en las páginas siguientes la pasión del gozo establece el Santo el principio fundamental que debe regir toda esta materia y es que «la voluntad no se debe gozar, sino de aquello que es honra y gloria de Dios y que la mayor honra que le podemos dar, es servirle según la perfección evangélica; y lo que es fuera de esto, es de ningún valor y provecho para el hombre» (3S 17,2). Más adelante da esta luminosa aclaración: «Todo aquello de que se puede gozar la voluntad distintamente es lo que le es suave y deleitable, y ninguna cosa deleitable y suave que ella pueda gozar y gustar es Dios, porque como Dios no puede caer debajo de las aprehensiones de las demás potencias, tampoco puede caer debajo de los apetitos y gustos de la voluntad; porque en esta vida, así como el alma no puede gustar a Dios esencialmente, así toda la suavidad y deleite que gustare, por subido que sea, no puede ser Dios. Porque también todo lo que la voluntad puede gustar y apetecer distintamente, es en cuanto lo conoce por tal o tal objeto; pues como la voluntad nunca haya gustado a Dios como es, ni conocídolo debajo de alguna aprehensión de apetito y por consiguiente, cuál sea Dios no sabe, ni puede saber cuál sea su gusto, ni puede su apetito y gusto llegar a saber a apetecer a Dios, pues es sobre toda su capacidad. Y así está claro que ninguna cosa distinta de cuantas puede gozar la voluntad es Dios». De lo cual se desprende la necesidad de renunciar al gusto de cualquier apetito tanto de cosas naturales como sobrenaturales, para conseguir la unión con Dios, porque esta unión sólo es realizable por amor. «Como el deleite y suavidad y cualquier gusto que puede caer en la voluntad no sea amor, síguese que ninguno de estos sentimientos sabrosos puede ser medio proporcionado para que la voluntad se una con Dios, sino la operación de la voluntad, porque es muy distinta la operación de la voluntad de su sentimiento. Por la operación se une con Dios y se termina en el que es amar, no por el sentimiento y aprehensión de su apetito que se asienta en el alma como fin y remate». Estos sentimientos «de suyo no encaminan al alma a Dios, antes la hacen asentar en sí mismos; pero la operación de la voluntad que es amar a Dios, sólo en El pone el alma, dejadas atrás todas las cosas, amándole sobre todas. De donde si alguno se mueve a amar a Dios no por la suavidad que siente, ya deja atrás esta suavidad y pone el amor en Dios a quien no siente». Si pusiese su amor en este sentimiento, «sería ponerle en criatura… y hacer del motivo fin y término; y, por el consiguiente, la obra de la voluntad sería viciosa…, y ansí queda el alma armando a lo cierto y de veras al gusto de la fe» (3S 46,4). Por esta razón «muy insipiente sería el que faltándole la suavidad y deleite espiritual pensase que por eso le faltaba Dios, y cuando le tuviese se gozase, pensando que por eso tenía a Dios; y más lo sería si anduviese a buscar esta suavidad en Dios y se gozase en ella, porque ya no andaría a buscar a Dios con la voluntad fundada en vacío de fe, sino el gusto espiritual, que es criatura…; y así no amaría a Dios puramente sobre todas las cosas; lo cual es poner toda la fuerza de la voluntad en El…, porque es imposible que la voluntad pueda llegar a la suavidad y deleite de la divina unión, sin vacío del apetito en todo gusto particular. Eso quiere decir el Salmo: Dilata os tuum et implebo illud (Sal 80,11). El apetito es la boca de la voluntad, la cual se dilata cuando con algún bocado de algún gusto no se embaraza… Ha de tener todo bocado de apetito, para que Dios la hinche de su amor y dulzura» (3S 47,1-3).

Esto se demuestra examinando las distintas formas de objetos en que el apetito es capaz de encontrar contento. El gozo puede referirse a los bienes temporales: riquezas, honores, descendencia, etc. Aunque no llevan necesariamente al pecado, por lo regular desembocan en infidelidad para con Dios. Sólo debe alegrarse el alma de aquellas cosas que le ayudan a servir mejor a Dios, o a conseguir más seguramente la vida eterna. Más, «como no puede conocer claramente, qué sirve más a Dios, vana cosa sería gozarse determinadamente de estas cosas…» (3S 18,3). El daño principal que consigo lleva la afición de la voluntad a estas cosas, es el apartamiento de Dios. Este apartamiento se completa en cuatro grados que juntos se encuentran expresados en el texto sagrado: «empachóse del amado y dio trancos hacia atrás. Empachóse, engrosóse, dilatóse: dejó a Dios su Hacedor y alejóse de Dios su salud» (Deut 32,15). El empacharse significa el embotamiento de la mente para las cosas de Dios. Porque por lo mismo que «el espiritual puso su gozo en alguna cosa…, se entenebrece acerca de Dios y añubla la sencilla inteligencia del juicio… y no basta santidad ni buen juicio que tenga el hombre para que deje de caer en este daño, si da lugar a la concupiscencia o gozo de las cosas temporales» (3S 19,3.4). «Empachóse y dilatóse» expresa el segundo grado, que consiste en una «dilatación de la voluntad se siente cada vez más alejada de las cosas espirituales y ya no encuentra gusto en ellas. Finalmente, «quita al hombre los continuos ejercicios que tenía, y hace que toda su mente y codicia ande ya en lo secular». Aquí ya no sólo tiene el entendimiento y el juicio oscurecidos «para conocer la verdad y la justicia…, más aún mucha flojedad y tibieza y descuido en saberlo y obrarlo» (3S 19,3).

El tercer grado consiste en el completo abandono de Dios: «Dejó a Dios su Hacedor». Los que hasta aquí llegan no tienen atención alguna a la que les obliga la ley de Dios. «Tienen grande olvido y torpeza acerca de lo que toca a su salvación, y más viveza y sutileza acerca de las cosas del mundo. Tanto que les llama Cristo Señor nuestro en el Evangelio hijos de este siglo: y dice de ellos que son más prudentes en sus tratos y agudos, que los hijos de la luz en los suyos» (Lc 16,8). Estos son los avarientos que «no se pueden ver hartos, sino que antes su apetito crece tanto más y su sed, cuanto ellos están más apartados de la fuente que sólo los podía hartar, que es Dios». «Son los que caen en mil maneras de pecado por amor a los bienes materiales y son innumerables sus males».

Así se llega al cuarto grado, en que el alma se olvida de Dios como si no existiera. Este completo olvido de Dios llega a tanto, que hace «poner el corazón, que formalmente debía poner en Dios. Tales almas convierten los bienes temporales en ídolos suyos y les sacrifican la vida cuando están amenazados de perderlos. Su Dios les da lo que tiene: «desesperación y muerte; y a los que no persigue hasta este daño de muerte los hace vivir muriendo en penas de solicitud… Mas a los que menos daño hace, es de tener harta lástima, pues… hace volver al alma muy atrás en la vía de Dios» (3S 19,10-11). Por el contrario, el que se libra de la dependencia de los bienes temporales consigue liberalidad, libertad de ánimo, claridad en la razón, tranquilidad profunda, y pacífica confianza en Dios juntamente con culto verdadero y plena sumisión a su voluntad divina. Gana también en gozo de las criaturas con el desasimiento: un gozo que nunca podrán experimentar los avaros, porque en su inquietud carecen de libertad de espíritu. El que se ha liberado aprecia las criaturas en su verdadero valor natural y sobrenatural. «Porque éste las gusta según la verdad de ellas, esotro según lo peor; éste según la sustancia, esotro, que ase su sentido a ellas, según el accidente». «Al desasido no le molestan cuidados, ni en oración ni fuera de ella; y así, sin perder tiempo, con facilidad hace mucha hacienda espiritual; pero a esotro todo se le suele ir en dar vueltas y revueltas sobre el lazo a que está asido y apropiado su corazón… Debe, pues, el espiritual al primer movimiento, cuando se le va el gozo a las cosas, reprimirle». De esta forma se guarda el corazón «libre para Dios, que es principio dispositivo para todas las mercedes que Dios le ha de hacer…». Por otra parte «podemos temer que todas las veces que vanamente nos gozamos, está Dios mirando y trazando algún castigo… según lo merecido» (3S 20,4).

Bienes naturales. San Juan de la Cruz señala un segundo grupo de bienes naturales: las prendas del cuerpo y del alma; por ejemplo, la belleza, complexión corporal, y buen entendimiento y sano juicio. Estas prendas constituyen tanto para quien las posee como para los demás un peligro de aficionarse a ellas y de vano gozo. Para evitar este peligro debe pensar «que la hermosura y todas las demás partes naturales son tierra y que de ahí vienen y a la tierra vuelven; y que la gracia y donaire es humo y aire de esta tierra…» y tiene que «enderezar su corazón a Dios en gozo y alegría de que Dios es en sí todas esas hermosuras y gracias eminentísimamente en infinito grado sobre todas las criaturas» (3S 21,2).

Los daños particulares que se siguen al alma del gozo en los bienes naturales son: «vanagloria, presunción, soberbia, y desestima del prójimo». Excitación de las sensualidad y molicie; afición a la lisonja y a alabanzas vanas de efecto perjudicial sobre la persona alabada; mayor embotamiento del entendimiento y del juicio que el que causa el gozo por los bienes temporales: tibieza y flojedad del espíritu, que llega hasta el aborrecimiento de las cosas divinas. El Santo subraya particularmente los peligros de la seducción del placer sensible: «no se pueden comprender con la pluma ni significar con palabras…, y cuánta sea esta desventura nacida del gozo puesto en las gracias y hermosura natural…, pues tan pocos se hallarán que por santos que hayan sido, no les haya embelesado y trastornado algo esta bebida del gozo y gusto de las hermosuras y gracias naturales». El vino del gozo de los sentidos anubla el entendimiento. Y si no se toma un contraveneno, «corre peligro la vida del alma». «Luego que el corazón se sienta mover de este vano gozo de bienes naturales, se acuerde cuan vana cosa es gozarse de otra cosa que de servir a Dios, y cuan peligrosa y perniciosa…, cuánto daño fue para los ángeles gozarse y complacerse de su hermosura y bienes naturales, pues por eso cayeron en los abismos feos» (3S 21,6).

Si el alma se despoja de estos gozos, «derechamente da lugar a la humildad para sí misma y a la caridad para sus prójimos». Y si no se aficiona «a ninguno por los bienes naturales aparentes que son engañadores, le queda el alma libre y clara para amarlos a todos racional y espiritualmente, como Dios quiere que sean amados – Cuanto más crece este amor, tanto más crece el de Dios; y cuanto más el de Dios, tanto más éste del prójimo».

Este despojo produce también en el alma «grande tranquilidad y evacúa las digresiones y hay recogimiento en los sentidos, mayormente en los ojos». Si se ha conseguido en esto una cierta facilidad llega a tanto, que las cosas impuras no le causan ya impresión. Adquiere el alma «limpieza de alma y cuerpo, esto es, de espíritu y sentido y va teniendo conveniencia angelical con Dios, haciendo a su alma y cuerpo digno templo de Espíritu Santo». Así llega a último provecho, «que es un generoso bien del ánima tan necesario para servir a Dios, como es la libertad del espíritu, con que fácilmente se vencen las tentaciones y se pasan bien los trabajos y crecen prósperamente las virtudes del alma» (3S 23,6).

Bienes sensibles. Por bienes sensuales entiende el Santo todo lo que puede ser percibido por los sentidos exteriores o fabricado por los interiores. Dado que Dios no puede ser percibido por sentidos, «sería por lo menos vanidad» buscar el gozo en los objetos sensibles: «porque entonces haría que la voluntad no se emplease en Dios poniendo su gozo en El».

Mas si no se detiene, sino que, tan pronto como experimenta gozo en estas cosas, pone su gozo en Dios, no precisa renunciar a estas impresiones, «porque hay almas que se mueven mucho a Dios por los objetos sensibles». En muchos casos parece que la intención se dirige a Dios, pero en realidad «el efecto que causan es para la recreación sensitiva, en que sacan más flaqueza de imperfección que avivar la voluntad y entregarla a Dios». Quien, por el contrario, en cuanto siente los primeros movimientos pone todo su gozo en Dios, «no se solicita por ellos y cuando se le ofrecen, luego pasa… la voluntad de ellos y los deja y se pone en Dios» (3S 24,5).

El abandonarse a los bienes sensibles además de los daños comunes a todo gozo en las cosas creadas causa otros particulares. El gozo de los bienes sensibles produce «vanidad de ánimo, distracción de mente, codicia desordenada, deshonestidad, descompostura interior y exterior, impureza de pensamientos y envidias. Del gozo de oír cosas inútiles derechamente nace distracción de la imaginación, parlería y envidia y juicios inciertos y variedad de pensamientos, y de estos otros muchos y perniciosos daños. De gozarse en los olores suaves, le nace asco de los pobres, que es contra la doctrina de Cristo, enemistad a la servidumbre, poco rendimiento de corazón en las cosas humildes e insensibilidad espiritual, por lo menos según la proporción de su apetito. Del gozo en el sabor de los manjares derechamente nace gula y embriaguez, ira, discordia, falta de caridad con los prójimos y pobres; de ahí nace el destemple corporal, las enfermedades, nacen los malos movimientos, porque crecen los incentivos de la lujuria. Críase derechamente gran torpeza en el espíritu, y estrágase el apetito de las cosas espirituales… Nace también de este gozo distracción de los demás sentidos y del corazón y descontento acerca de muchas cosas. Del gozo acerca del tacto, en cosas suaves muchos más daños, y más perniciosos nacen y que más en breve transvierten el sentido y dañan al espíritu, y apagan su fuerza y vigor. De aquí nace el abominable vicio de las molicies… Críase la lujuria, hace el ánimo afeminado y tímido, y el sentido… dispuesto para pecar y hacer daño. Infunde vana alegría y gozo en el corazón, y cría soltura de lengua y libertad de ojos, y a los demás sentidos embelesa y embota según el grado de tal apetito. Empacha el juicio, sustentándole en insipiencia y necedad espiritual, y moralmente cría cobardía e inconstancia; y con tiniebla en el alma y flaqueza de corazón, hace temer aún donde no hay que temer. Cría este gozo espíritu de confusión algunas veces e insensibilidad, acerca de la conciencia y del espíritu; por cuanto debilita mucho la razón y la pone de suerte que ni sepa tomar consejo ni darlo, y pénela incapaz para los bienes espirituales y morales, inútil como un vaso quebrado» (3S 25,6). Todos estos daños causan más o menos perjuicio, según la intensidad del gozo y la sensibilidad de los distintos sujetos.

 «Admirables son los provechos que el alma saca de la abnegación de este gozo…; se restaura acerca de la distracción…, recogiéndose en Dios; y consérvase el espíritu y virtudes que ha adquirido, y se aumentan y de nuevo va ganando». Luego se realiza una alta transformación: «que podemos decir con verdad que de sensual se hace espiritual, y de animal se hace racional, y de hombre camina a porción angelical; y que de temporal y humano se hace divino y celestial»; ya en esta vida se le da a la voluntad la recompensa del ciento por uno que ha prometido el Salvador (Mt 19,29). Cambia los gozos sensibles por espirituales y ya permanece unida con Dios. Como a nuestros primeros padres en el Paraíso le sirven las impresiones de los sentidos para aumentar la contemplación. Finalmente, en la vida gloriosa, recibirán el premio con que recompensará Dios el haberlos negado aquí; «las dotes corporales de gloria, como son la agilidad y claridad, serán mucho más excelentes que la de aquellos que no se negaron; así el aumento de la gloria esencial del alma que responde al amor de Dios» (3S 26).

Bienes morales. Al revés de lo que ocurre en los bienes externos naturales y sensibles, tienen los bienes morales una dignidad en sí mismos capaz de producir gozo; y pueden servir como instrumentos para los bienes que el hombre es capaz de crear. Las virtudes merecen por sí mismas aprecio y amor; además traen ventajas temporales y por lo mismo, «hablando humanamente, bien se puede el hombre gozar de tenerlas en sí, y ejercitarlas por lo que en sí son, y por lo que de bien humana y temporalmente importan al hombre».

Esto hicieron los príncipes sabios de la antigüedad. Apreciaron y ejercitaron las virtudes y Dios premió con bendiciones temporales «a los que eran incapaces por su infidelidad de premio eterno». Mas el cristiano, aunque pueda de esta primera manera gozarse de los bienes morales y de las buenas obras que realiza en el tiempo, por cuanto causan los bienes temporales a los que hemos aludido, no debe detenerse en ellos, «pues tiene lumbre de fe, en que espera vida eterna y que sin ésta todo lo de acá y lo de allá no le valdrá nada. Y así sólo debe poner los ojos y el gozo en servir y honrar a Dios con su ejemplar conducta y virtudes». Porque sin este respeto no valen delante de Dios nada las virtudes, como se ve en las diez vírgenes del Evangelio…» (Mt 25,1ss). «Debe, pues, gozarse el cristiano, no en si hace buenas obras y sigue buenas costumbres, sino en si las hace por amor de Dios sin otro respeto alguno» (3S 27,4).

Del vano gozo en la propias obras se derivan al alma la presunción farisaica, vanagloria y desprecio de los demás, deseo de alabanzas humanas con pérdida del premio eterno. El gozo y complacencia en las propias obras incluye la negación de Dios, que es la causa primera de toda buena obra. Tales almas no adelantan en la perfección. Si no encuentran ya gozo en sus obras, porque Dios les ofrece el pan de los fuertes, se quedan desalentadas y no son capaces de comerlo: «pierden la perseverancia, de que no hallan dicho sabor en sus obras». Se engañan también de ordinario juzgando mejores las obras y ejercicios que les agradan que las que les desagradan. Pero a Dios, sobre todo tratándose de almas proficientes, le complacen más las obras que exigen mayor vencimiento propio.

Finalmente, el vano gozo en las propias obras hace al alma «incapaz para recibir consejo y enseñanza razonable» acerca de las obras en que debe ejercitarse. «Estos aflojan mucho en la caridad para con Dios y el prójimo. Porque el amor propio que acerca de sus obras tienen les hace resfriar en la caridad» (3S 28,9).

Si se rechaza el vano gozo, se libra «de caer en muchas tentaciones y engaños del demonio, los cuáles están encubiertos en el gozo de las tales buenas obras». Ya el vano gozo constituye un engaño. De ahí viene un segundo provecho que consiste en que el alma «hace las obras más acordadas y cabalmente». Porque la pasión del gozo impide el influjo de la razón y hace al alma variable en sus obras y propósitos. Se dirige por su gusto variable y deja sin concluir los asuntos principales, cuando desaparece el atractivo. Si el alma prescinde del contento natural, podrá perseverar y alcanzar la meta. De esta forma se consigue también la pobreza de espíritu, que recomendó nuestro Salvador. El alma se hace mansa, humilde y prudente en toda su manera de obrar, no hará nada con ímpetu y precipitación, y no sabe nada de propia estimación. Y así al renunciar al gozo vano se «hace agradable a Dios y a los hombres y se libra de la avaricia y gula y acidia espiritual y de la envidia espiritual y de otros mil vicios» (3S 29,5).

En el quinto grupo reúne San Juan de la Cruz los bienes sobrenaturales, o sea, «todos los dones y gracias dadas de Dios, que exceden la facultad y virtud natural, que se llaman gratis datas, como son, los dones de sabiduría y ciencia que dio a Salomón; y las gracias que dice San Pablo…; fe, gracia de sanidades, operación de milagros, profecía, conocimiento y discreción de espíritus, declaración de las palabras y también don de lenguas» (1Cor 12,9-10). Su actuación va enderezada al «provecho de los hombres y para ese provecho y fin los da Dios». (Por el contrario, la finalidad de los bienes espirituales de que se hablará más tarde se dirige a establecer relaciones entre el alma y Dios). Los dones sobrenaturales tienen como efecto natural la curación de enfermedades, restitución de la vista a los ciegos, resurrección de los muertos, etc., y como efectos espirituales, el conocimiento y glorificación de Dios por lo que El obra o por los testigos de los milagros. Nadie debe complacerse en las obras sobrenaturales por los efectos temporales, porque no son medio apropiado para la unión con Dios. Y «sin estar en gracia y caridad se pueden ejercitar». Dios puede concederlas de esta forma, como en los casos de Balaam y Salomón; y pueden también ser ejecutadas por la intervención de Satanás o de las fuerzas ocultas de la naturaleza. San Pablo nos ha enseñado que todos los dones gratuitos no son nada sin el amor (1Cor 13,1-2). Por ello responderá Cristo a muchos que reclamarán un premio eterno por las maravillas que han obrado: «apartaos de mí, obradores de maldad» (Mt 7,23). Por lo cual debe el alma alegrarse solamente del provecho espiritual que saca de ellas, «sirviendo a Dios en ellas con verdadera caridad, en que está el fruto de la vida eterna» (3S 30,5).

El vano gozo de las cosas sobrenaturales puede llevar al alma a «engañar y ser engañada», hacerla retroceder en la fe, y convertirla en víctima de la vanagloria y otras vanidades. Los errores proceden de que se requiere mucha luz divina para conocer «estas obras cuáles sean falsas y cuáles verdaderas y cómo y a qué tiempo se han de ejercitar». Este conocimiento va en contra de la alta estimación de esas obras; porque el gozo embota el juicio, y la pasión mueve a alegrarse sin esperar a su debido tiempo. Dios da con esos dones y gracias la iluminación y discernimiento para conocer cómo y cuando se ha de servir de ellos. Mas los hombres en su imperfección no se preocupan de la voluntad divina y no tienen en cuenta cómo y cuándo quiere el Señor que se hagan las obras. De este modo se hace posible un uso indebido y trastocado de los dones de Dios. De ahí proviene también el vano gozo por los prodigios hechos mediante fuerzas que no proceden de Dios.

«Porque como el demonio los ve aficionados a estas cosas, dales en esto largo campo y mucha materia entrometiéndose de muchas maneras». «Debe, pues, el que tuviere la gracia y don sobrenatural, apartar la codicia y el gozo de ejercicio de él…, porque Dios que se lo da sobrenaturalmente para utilidad de su iglesia o de sus miembros, le moverá también sobrenaturalmente a su ejercicio, cómo y cuándo le debe ejercitar…; quiere que se aguarde el hombre a que Dios sea el obrero, moviendo el corazón, pues en su virtud se ha de obrar toda virtud».

El detrimento de la fe que por tales obras se ocasiona se refiere en primer lugar al prójimo. Quien pretende hacer un prodigio sin esperar al tiempo y circunstancias oportunas, comete un grave pecado, porque tienta a Dios. Si fracasa en el empeño, puede debilitar la fe en los corazones y hacerla despreciable. Y de todas formas sufrirán ellos mismos detrimento en su fe, porque «donde más señales y testimonios concurren, menos merecimiento hay en creer».

Todo demuestra que Dios no es amigo de manifestarse por milagros. Si los hace es sólo porque «son necesarios para creer, y para otros fines de gloria suya y de sus santos». «Pierden mucho acerca de la fe los que aman gozarse en estas cosas sobrenaturales» (3S 31,9).

El alma que a tales gozos renuncia glorifica a Dios y se levanta sobre sí misma. Dios es ensalzado en esa alma, porque se aparta «el corazón y el gozo de la voluntad de todo lo que no es Dios…» y al mismo tiempo es ensalzada el alma, porque en Dios sólo se confía. Manifiesta su alteza y grandeza y da testimonio de lo que en sí es. «Pues es verdad que se ensalza Dios poniendo el gozo en lo apartado de todas las cosas, mucho más se ensalza apartándola de éstas más maravillosas…»

Dios aparece más apartado y alto, cuanto más se confía en El y se le sirve sin prodigios ni señales, «pues cree de Dios más que las señales y milagros le pueden dar a entender». Por este medio alcanza el alma una más pura fe. Dios se le infunde en más rica plenitud y aumenta su esperanza y amor. Y goza de esta forma «de divinas noticias altísimas por medio del oscuro y desnudo hábito de la fe; y de grande deleite de amor por medio de la caridad, con que no se goza la voluntad en otra cosa que en Dios vivo; y en la satisfacción de la voluntad por medio de la esperanza. Todo lo cual es un admirable provecho que esencial y derechamente importa para la unión perfecta del alma con Dios» (3S 32,4).

Bienes espirituales. Más que todo otro bien sirven los bienes espirituales para la unión con Dios. Por bienes espirituales entendemos «todos aquellos que mueven y ayudan para las cosas divinas y el trato del alma con Dios, y las comunicaciones de Dios con el alma». Unos son sabrosos y otros penosos y pueden ser de cosas claras y distintas o referirse a cosas oscuras y confusas. El Santo quiere tratar aquí solamente de los sabrosos y precisamente de los claros y distintos. (El resto lo deja para más adelante, cfr. 3S 33,5). Para todas las aprehensiones de la voluntad valen las mismas reglas que para las del entendimiento y la memoria, porque éstas no pueden aceptarse o rechazarse sin que la voluntad intervenga. Si ha de purificarse, la voluntad se ha de vaciar del gozo de ellas.

Los bienes que pueden ofrecer claro y distinto gozo a la voluntad se reducen a cuatro clases: motivos, provocativos, directivos y perfectivos. A los motivos pertenecen las imágenes y estatuas de los santos, los oratorios y ceremonias. «Y cuanto a lo que toca a las imágenes y retratos de los santos, puede haber mucha vanidad y vano gozo», cuando las personas «miran más en la curiosidad de la imagen y valor de ella que en lo que representan». Son los sentidos los únicos que de ellos se agradan «y se queda el amor y gozo en aquello»; y llegan algunos hasta adornar a las imágenes con vestidos conformes al espíritu del tiempo, cosa que a los santos que representan fue aborrecible y lo es. Y de esta forma convierten la devoción en «ornato de muñecas» y se aficionan a ellos como si fuesen ídolos. Hay personas «que no se hartan de añadir imagen a imagen, y que no sea sino de tal o tal suerte y hechura….de suerte que deleite al sentido, y la devoción del corazón es muy poca…» Usadas rectamente las imágenes son muy «importantes para el culto divino y tan necesarias para mover la voluntad a devoción». Para esto y para honra de los santos ha aprobado la Iglesia su uso. «Y por eso las que más al propio y vivo están sacadas y mueven más la voluntad a devoción, se han de escoger». «La persona devota en lo invisible principalmente pone su devoción y pocas imágenes ha menester y de pocas usa». Y ante todo, prefiere «aquellas que más se conforman con lo divino que con lo humano, conformándolas a ellas, y así con ellas con el traje del otro siglo y su condición, y no con éste». «Ni en esa de que usa tiene asido el corazón; y así si se las quitan se pena muy poco, porque la viva imagen busca dentro de sí, que es Cristo crucificado, en el cual antes gusta de que todo se lo quiten y que todo le falte; hasta los motivos y medios que llegan más a Dios, quitándoselos, queda quieto…» «De manera que lo que ha de llevar el espíritu volando por allí a Dios, olvidando luego eso y esotro se lo coma todo el sentido, estando engolfado en el gozo de los instrumentos, que habiéndome de servir sólo para ayuda de esto, ya por mi imperfección me sirva para estorbo, tal vez no menos que el asimiento y propiedad de otra cualquier cosa»…

Más grave que el abuso de las imágenes es «la imperfección que comúnmente tienen en los rosarios, pues apenas hallarás quien no tenga alguna flaqueza en ellos, queriendo que sea de esta hechura más que de la otra, o de este color o metal más que de aquél, o de este ornato o de esotro, no importando más el uno que el otro para que Dios oiga mejor lo que se rece por éste que por aquél; sino antes aquella que va con sencillo y recto corazón, no mirando más que agradar a Dios, no dándose nada más por este rosario que por aquél» (3S 35,7).

«Grande es también la rudeza de las gentes que ponen más confianza en unas imágenes que en otras, entendiendo que les oirá Dios más por éstas que por aquéllas, representando ambas una misma cosa… Porque Dios sólo mira a la fe y pureza del corazón del que ora». «Y si a veces concede más gracias por medio de una imagen que por otra, esto sucede porque las personas despiertan más su devoción por medio de una que de otra. Que si la misma devoción tuviesen por la una que por la otra (y aun sin la una y sin la otra), las mismas mercedes recibirían de Dios».

A veces sucede que los milagros obrados ante una imagen determinada se despierta la devoción de los fieles y se mueven éstos a orar allí con más perseverancia -que son las condiciones para que Dios nos oiga y conceda lo que se le pide- y el Señor, movido por esa devoción continúa haciendo mercedes y milagros por medio de aquella imagen. Pero «aun por experiencia se ve que si Dios hace algunas mercedes, ordinariamente las hace por medio…». Pero «aún por experiencia se ve que si Dios hace algunas mercedes y obras milagrosas, ordinariamente las hace por medio de algunas imágenes no muy bien talladas…, porque los fieles no atribuyan algo de esto a la pintura o hechura. Y muchas veces suele obrar Nuestro Señor estas mercedes por medio de aquellas imágenes que están más apartadas y solitarias; lo uno, porque con aquel movimiento de ir a ellas crezca más el afecto… Lo otro porque se aparten de ruido y gente a orar, como lo hacía el Señor. Por lo cual el que hace romería, hace bien de hacerla cuando no va otra gente… Como haya devoción y fe, cualquier imagen bastará; mas si no la hay, ninguna bastará. Que harto viva imagen era nuestro Salvador en el mundo y con todo, los que no tenían fe, aunque más andaban con él y habían visto sus obras maravillosas, no se aprovechaban» (3S 36,3).

Pero aun donde se da verdadera devoción puede haber peligros en el uso de las imágenes. El demonio se aprovecha con mucho gusto de ellas para coger bajo su dominio a las almas incautas, por ejemplo, mediante manifestaciones sobrenaturales que él imita (las imágenes comienzan a moverse, a hacer señas y cosas por el estilo).

Para librarse de todo daño debe buscar el alma en las imágenes tan sólo «el motivo y afición y gozo de la voluntad en lo vivo que representan». Por más que una imagen «ahora le haga devoción sensitiva, ahora espiritual, ahora le haga muestras sobrenaturales», el alma «no haciendo caso de nada de estos accidentes… hecha a la imagen la adoración que manda la Iglesia, luego levante de ahí la mente a lo que representa, poniendo el jugo y gozo de la voluntad en Dios con la devoción y oración de espíritu» (3S 37,2).

El ponerla en imágenes o en oratorios hermosamente adornados es acaso todavía más peligroso que el ponerla en las cosas terrenas, y la razón es que el alma se siente en ellos más segura y no teme faltar en nada. Hay personas que gastan en el adorno de sus oratorios todo el tiempo «que habían de emplear en oración de Dios y recogimiento interior… y desquietarán en él tal apetito y gusto a cada paso, mayormente si lo quisiesen quitar» (3S 38,5). A los principiantes les conviene tener algún gusto y jugo sensible acerca de las imágenes, como oratorios y otras cosas devotas visibles. «Esto sirve para quitarles el gusto de las cosas terrenas. Por el contrario, el puro espíritu no conoce más que recogimiento interior y trato mental con Dios». De acuerdo con que hay que orar en un lugar conveniente; las iglesias y los lugares silenciosos son apropiados para consagrarlos a la oración; sin embargo, para «adorar en espíritu y en verdad» (Jn 4,23-24) no se ha de escoger lugar que halague a los sentidos. Sino más bien «lugar solitario y aun áspero para que el espíritu sólida y derechamente suba a Dios, no impedido ni detenido en las cosas visibles…; por lo cual nuestro Señor ordinariamente escogía lugares solitarios para orar, y aquellos que no ocupasen mucho los sentidos (para darnos ejemplo), sino que levantasen el alma a Dios, como eran los montes que se levantaban de la tierra, y ordinariamente son pelados sin materia sensitiva de recreación» (3S 39,2. Cfr. Lc 6,12).

De tres suertes de lugares se sirve Dios para mover la voluntad a devoción; paisajes impresionantes que por la disposición de la tierra, por sus árboles y solitaria quietud despiertan devoción. Y de éstos se puede usar, «cuando luego se endereza a Dios la voluntad en olvido de los dichos lugares». A veces suele Dios hacerles a algunas personas mercedes particulares en determinados lugares, sean solitarios o no. Por esta razón quedan inclinadas a ellos y a veces sienten grandes deseos de volver allí. No se ha de ver en ello nada de desordenado, a condición de que se haga esto sin apetito de propiedad. Porque, aunque Dios no está ligado a lugar alguno, más parece que quiere ser alabado por la tal persona en tal determinado lugar, en que le hizo la merced; allí se acuerda el alma de su deber de gratitud, y el recuerdo aviva la devoción. Finalmente, hay «lugares particulares que elige Dios para ser allí invocado y servido; así como el monte Sinaí, donde Dios dio la ley a Moisés (Ex 24,12)… y también el monte Horeb, donde mandó Dios ir a Elías para mostrársele allí (3Reg 19,8)… La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado. El se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oír nuestras oraciones en ellos y doquiera que con entera fe le rogáremos. Aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3S 42,5-6).

Los extravíos de que hasta aquí hemos tratado «por ventura son algo tolerables, por ir en ellos algo inocentemente». Pero resulta intolerable la confianza ilimitada que tienen algunos en «muchas maneras de ceremonias introducidas por gente poco ilustrada y falta en la sencillez de la fe». Atribuyen a determinados ejercicios una tal eficacia que piensan que «si un punto falta y sale de aquellos límites, no aprovechará ni le oirá Dios, poniendo más fiducia en aquellos modos y maneras, que en lo vivo de la oración, no sin grande desacato y agravio de Dios. Así, como que sea la Misa con tantas candelas, y no más ni menos; y que la diga sacerdote de tal o tal suerte; y que sea a tal o tal hora, y no antes o después; y que sea después de tal día, y no antes ni después… y… que si falta algo…, no se hace nada…; y lo que es peor e intolerable, es que algunos quieren sentir algún efecto en sí, o cumplirse lo que piden, o saber que se cumple el fin de aquellas sus oraciones ceremoniáticas» (3S 43,2-3).

«Sepan, pues, éstos que cuanto más fiducia hacen de sus ceremonias, tanto menos confianza tienen en Dios, y no alcanzarán de Dios lo que desean. Hay algunos que más oran por su pretensión que por la honra de Dios… Sería mejor mudarlos en cosas de más importancia para ellos, como es de limpiar de veras sus conciencias, y entender de hecho en cosa de salvación…, porque así lo tiene prometido el Señor por el evangelista, diciendo: pretended primero y principalmente el Reino de Dios y su justicia y todas esotras cosas se os añadirán (Mt 6,33). Porque esta es la pretensión y petición que es más a su gusto; y, para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más a gusto de Dios; porque entonces no sólo nos dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que El ve que nos conviene y nos es bueno… Cerca está el Señor de los que le llaman: de los que le llaman en la verdad (Sal 144,18). Y aquéllos le llaman en la verdad que le piden las cosas que son de más altas veras… De esta manera, pues, se han de enderezar a Dios las fuerzas de la voluntad y el gozo de ella en las peticiones, no curando de estribar en las invenciones… No quieran ellos buscar nuevos modos, como si supiesen ellos más que el Espíritu Santo y su Iglesia. Que si por esta sencillez no los oyera Dios, crean que no los oirá aunque más invenciones hagan».

Alcanzaremos de Dios todo lo que deseamos, «porque Dios es de manera, que si le llevan por bien y a su condición, harán de El cuanto quisieren, mas si por interés, no hay que hablarle». «Cuando sus discípulos le rogaron que les enseñase a orar, les diría todo lo que hace al caso, para que nos oyese el Padre Eterno…, y sólo les enseñó aquellas siete peticiones del Pater Noster, en que se incluyen todas nuestras necesidades corporales y espirituales, y no les dijo otras muchas maneras y ceremonias. Antes en otra parte les dijo que cuando oraban no quisiesen hablar mucho, porque bien sabía nuestro Padre celestial lo que nos convenía» (Mt 6,7 y 8). Sólo encargó con muchos encarecimientos, que perseveráramos en la oración. Respecto a la forma de su ejecución exterior nos dio solamente dos indicaciones: que orásemos en lo escondido al Padre Celestial en nuestro retiro y cerrada la puerta o retirados «a los desiertos solitarios como El lo hacía y en el mejor y más quieto tiempo de la noche» (3S 44,5).

El Santo habla finalmente de los predicadores que nos exhortan a servir al Señor. Para ser provechoso al pueblo y no convertirse en víctima de vana complacencia «conviénele al predicador advertir que aquel ejercicio es más espiritual que vocal». Para que la predicación consiga su efecto, se precisa una cierta receptibilidad previa por parte del oyente, mas lo principal es la disposición por parte del predicador. Si no está penetrado de verdadero espíritu, la más sublime doctrina y el más elevado estilo de nada servirán. Cuanto más ejemplar sea su vida tanto más provecho hará aunque el estilo sea pobre y el discurso sencillo. Un hermoso estilo, una profunda doctrina y un buen discurso atraen poderosamente cuando habla por su medio el espíritu de piedad; pero «sin él, aunque da sabor y gusto al sentido y al entendimiento, muy poco o nada de jugo o calor pega a la voluntad…, no teniendo la voz virtud para resucitar al muerto de su sepulcro». El Santo quiere que el estilo sea bueno, que haya elocuencia, y no desecha las palabras escogidas «porque antes hace mucho al caso al predicador, como también a todos los negocios; pues el buen término y estilo aun las cosas caídas y estragadas levanta y reedifica, así como el mal término a las buenas estraga y pierde» (3S 45,5).
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2. Esclarecimiento mutuo entre “espíritu” y “fe”

a) Mirada retrospectiva y prospectiva

Aquí se interrumpe bruscamente la Subida del Monte Carmelo». Ignoramos si es que la obra no fue terminada o si más bien no ha llegado a nosotros ningún manuscrito completo. No está concluido el trazado sobre el gozo y nada se ha expuesto acerca de las demás pasiones. Las partes anunciadas sobre la purificación pasiva han sido expuestas en la Noche Oscura. Por lo demás es extraño que la exposición sólo en sus principios sea una explicación directa de la poesía, y que progresivamente se aleje más y más del texto y siga la conexión real de las cuestiones planteadas. También de ella tenemos un complemento en la Noche Oscura. En las últimas partes de esta obra sirven los versos de hilos conductores. Aunque la exposición se rompe en el primer verso de la tercera estrofa con la misma brusquedad que la Subida en mitad del tratado del gozo.

La forma y las circunstancias en que estos escritos nacieron nos pueden explicar su carácter fragmentario, así como su falta de unidad en muchos respectos. El Santo no escribió como un artista que quiere formar un todo completo desarrollado íntegramente en todas sus partes. Tampoco pretendía crear como teólogo un sistema de Mística, o darnos, como filósofo o psicólogo una doctrina elaborada acerca de la vía afectiva. Escribió como padre y doctor de sus hijos e hijas espirituales. Tuvo a bien acceder a su petición de que declarara las canciones espirituales, reflexionó penetrando en su propia experiencia interior lo que poéticamente había expresado y tradujo sus imágenes al lenguaje del pensamiento. Sólo al hacerlo pudo darse cuenta de la necesidad de intercalar acá y allá explicaciones previas para darse a entender. Así hubo de tratar de muchas cosas accidentales que estaban fuera de su primitiva intención; pero nunca perdió de vista su pensamiento guía, sujetando con mano firme las riendas de sus ideas, impidiendo su atropellada aglomeración. Hay que tener en cuenta también que escribió sus tratados en los años en que estaba más cargado de oficios y de preocupaciones externas. Ni hay que olvidar que después de una larga interrupción no vuelve a tomar el hilo donde lo había dejado, sino que en lugar de hacerlo comienza una nueva obra. Esto ha de tenerse en cuenta más de una vez para entender rectamente algunas declaraciones preliminares del Santo.

Hemos reproducido lo que dice San Juan de la Cruz en la Subida acerca de la entrada Noche del Espíritu para esclarecer lo que entiende por espíritu y por fe. Porque la fe es el camino a través de la Noche hacia la meta de la unión con Dios y en ella se gesta el nuevo nacimiento doloroso del espíritu, su transformación de ser natural en sobrenatural. Las explicaciones acerca del espíritu y de la fe se iluminan recíprocamente. La fe consigue la negación de la actividad natural del espíritu. En esta negación consiste la Noche Activa de la fe, el seguimiento activo y personas de la Cruz. Para explicar esta negación y por su medio entender también en qué consiste la fe, hay que examinar la natural actividad del espíritu. Por otra parte, la fe, por su misma naturaleza, nos prueba la posibilidad de la existencia de un ser y una actividad espirituales por encima del ser y actividad naturales y, por ello, el aclarar en qué consiste la fe, nos lleva a una nueva visión del espíritu.

Esto es lo que hace comprensible que en distintos lugares se hable del espíritu de diversa manera. Ante una mirada superficial esta diversidad de formas de expresión puede parecer contradictoria, pero en realidad obedece a una necesidad objetiva. Porque el ser espiritual, en cuanto es vida y movimiento, no se deja encerrar en definiciones rígidas, sino que tiene un movimiento progresivo y hay que buscar expresiones fluidas para su captación. Esto vale asimismo para la fe, que al ser espiritual, supone movimiento; un subir a alturas cada vez más incomprensibles y un bajar a abismos cada vez más profundos. Por tanto, para tratar de hacerlas comprensibles, en cuanto esto es posible, habrá que echar mano de expresiones varias.
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b) Actividad natural del espíritu.
El alma, sus partes y sus potencias

Ante todo será necesario aclarar en qué consista la actividad natural del espíritu. Se deduce de la estructura del ser anímico-espiritual. El Santo trata de explicarlo a través de los conceptos tradicionales de la psicología escolástica, que le eran familiares desde los años de sus estudios en Salamanca.

El alma es un principio de actividad dotado de diversas potencias: inferiores y superiores, sensibles y espirituales. Tanto en la parte inferior como en la superior, estas potencias se dividen en cognoscitivas y operativas. (Esto no lo dice el Santo, pero lo presupone en su exposición). Los sentidos son órganos corporales y, a pesar de ello, son también ventanas del alma por las que llega a ésta el conocimiento del mundo exterior. La sensibilidad es también común al cuerpo y al alma, pero ha prestado el Santo relativamente poca atención a su parte corporal. A la sensibilidad pertenece, además de las impresiones que le proporciona el conocimiento del mundo sensible, el gozo y el deseo que despiertan en el alma al recibir las impresiones que los sentidos le comunican. Como ya hemos advertido más arriba, la Noche del sentido se refiere ante todo a la sensibilidad en este doble aspecto: la de los apetitos y deseos conforme al gusto sensible debe librarse, es decir, purificarse, el alma en la primera noche. Esta limitación se justifica plenamente porque el gusto y el deseo son posibles ya en el grado de vida anímica puramente sensible (aun entre los animales). Por el contrario, el conocimiento aun en su forma interior de aprensión sensible, no es dable sin actividad espiritual. Es más; lo que el alma «percibe» aquí propiamente es el deseo y el gozo.

El conocimiento sensible no es posible sin actividad del espíritu; con ello se significa la íntima correspondencia que existe entre la parte inferior y la superior del ser del alma. No son dos plantas superpuestas. La expresión parte superior e inferior es una imagen espacial de algo que es inespacial. El Santo advierte expresamente que «el alma en cuanto espíritu no tiene alto ni bajo…, como tienen los cuerpos cuantitativos…» (L 1,10). La actividad sensible y espiritual se entremezclan en el campo de la acción natural. Si las ventanas de los sentidos no conducen a ningún conocimiento, si el espíritu no se asoma para mirar afuera a través de ellas, sin embargo, se necesita de ellas para poder contemplar el mundo. Dicho de otra forma: los sentidos le proporcionan la materia sobre la cual actúa. Siguiendo a San Agustín (De Trinitate, XII, 4 y 7) y apartándose en esto de Santo Tomás, el Santo cuenta como tercera potencia espiritual, junto al entendimiento y la voluntad, a la memoria. No hay que ver en ello una profunda oposición real, ya que no se trata propiamente de una división efectiva del alma, sino solamente de diversas funciones y de la disposición de una misma potencia del alma en esta o en aquella dirección. Por lo demás existen razones válidas para ambas sentencias. Sin el trabajo fundamental de la memoria -conservar-, no sería posible ni una impresión sensible ni una operación espiritual. Ambas se estructuran en una sucesión temporal y para ello es necesario que las impresiones de cada momento no se hundan ni desaparezcan sino que se conserven. Para la actividad propiamente intelectual (comparación, generalización, deducción, etc.), es también evidente que se precisan las demás operaciones de la memoria: el recuerdo y la libre combinación que realiza la fantasía. Mas no podemos detenernos en esto. Si hemos aludido a ello, ha sido porque sirve para comprender que en la memoria se puede distinguir entre las operaciones de los sentidos y del espíritu y que puede considerarse como incluida en las otras potencias. Por otra parte sus operaciones no pertenecen propiamente al conocimiento, sino que tan sólo le sirven de medio. (Lo mismo puede decirse de las relaciones entre la memoria y la voluntad) y esto puede servir para justificar el que se considere a la memoria como una potencia especial. En San Agustín fue motivo determinante externo para la división tripartita la consideración del espíritu como imagen de la Trinidad; en San Juan de la Cruz, la relación de las tres potencias del alma con las tres virtudes teologales. Y con ello llegamos al punto decisivo de su doctrina.
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c) Elevación del alma al orden sobrenatural
Fe y vida de la fe

El espíritu en su actividad natural está ligado a los sentidos. Acepta lo que éstos le ofrecen, conserva lo recibido y cuando la ocasión se presenta vuelve a reflexionar sobre ello, lo compara con otras cosas, lo modifica y, comparando, universalizando, deduciendo, etcétera, consigue llegar al conocimiento abstracto, al juicio y al raciocinio, actos propiamente intelectuales. Una actividad parecida ejerce naturalmente sobre lo que los sentidos le presentan, en ello encuentra su gozo, se esfuerza por poseerlo, siente perderlo, espera su posesión y teme su pérdida.

Pero el destino del espíritu no era primariamente el conocer las cosas creadas para gozarse en ellas. Esto se debe a un trastorno de su ser primitivo y propio, que con ello ha quedado perturbado. De esta turbación debe ser liberado y levantado a su verdadero ser para el que fuera creado. Su mirada debe dirigirse a su Creador y a El debe ser liberado y a El debe abandonarse con todas las fuerzas de su ser. Esto lo conseguirá por medio de un escalonado y progresivo trabajo que comprende dos partes: educación y purgación. Dios da el impulso para iniciarlo y lo lleva a término, pero exige la colaboración del hombre con su propia actuación espiritual. El espíritu debe despojarse de todo lo que le preocupa naturalmente y así mismo debe instruirse en el conocimiento de Dios y gozarse solamente en él.

Para que esto acontezca, es necesario que a las potencias naturales se les ofrezca algo que les atraiga y satisfaga más que cuanto naturalmente pueden conocer y gustar. La fe muestra al entendimiento el Creador, cuya omnipotencia ha dado el ser a todas las cosas y es en sí mismo más grande, más elevado y más digno de amor que todas ellas. La ¡lustra sobre los atributos divinos y sobre todo lo que Dios ha hecho por el hombre y sobre lo que éste debe a Dios.

¿Qué es lo que tratamos de expresar con este conjunto de verdades de fe? Evidentemente lo que se nos propone para creer, el contenido de todas las verdades reveladas, predicadas por la Iglesia: fieles quae creditur. Cuando el entendimiento acepa lo que se le propone, pero no puede conocer por su propia visión, da el primer paso hacia la Noche Oscura de la fe. Pero ésta no es todavía más que la fe que se cree, una actividad vida del espíritu, y el hábito a ella correspondiente o virtud de la fe; el convencimiento de que Dios existe (creciere Deum) y la aceptación convencida de lo que Dios enseña por medio de su Iglesia (credere Deo). Con esta vida de la fe se levanta el espíritu sobre su actividad natural sin desprenderse en manera alguna de la misma. Más bien, las potencias del alma reciben en el nuevo mundo que la fe les presenta una nueva cantidad de material sobre el que obrar.

Esta actividad por la que el espíritu hace suyo íntimamente el contenido de la fe, es la meditación. En ella presenta la imaginación los acontecimientos de la Historia Sagrada delante de los ojos en vivas imágenes y trata de captarle con todos los sentidos, reflexiona con el entendimiento sobre su significado y las exigencias que para la propia persona se deriva; y de esta forma la voluntad se mueve a amar y se decide a transformar su vida viviendo de fe.

El Santo conoce otra forma más elevada de meditación (Cfr. 2S 27). Un espíritu de naturaleza viva y bien dotada puede penetrar profundamente con el entendimiento en las verdades de la fe, y en diálogo consigo mismo examinarlas bajo todos sus aspectos, desarrollando sus consecuencias y descubriendo sus íntimas relaciones. Todavía más fácil y fructuosa resulta esta actividad cuando el Espíritu Santo le da alas y la impulsa. En tal caso hasta tal extremo se siente en la mano de un poder más alto e iluminado por él, que le parece que no es él mismo el que obra, sino que es enseñado por Dios mismo.

Lo que el espíritu de esta o de aquella manera ha elaborado se convierte en su posesión duradera. Y es algo más que un tesoro de verdades almacenadas, susceptibles cuando sea necesario de volver a presentarse a la memoria. El espíritu -y tomamos aquí esta palabra en su sentido amplio que comprende no sólo el entendimiento sino también el corazón- por esta duradera atención a Dios se ha familiarizado con él, le conoce y le ama. Este conocimiento y amor se han convertido en parte constitutiva de su ser, algo así como la relación con un hombre con el que se ha convivido durante mucho tiempo y con el que se ha llegado a compenetrar íntimamente. Tales personas no necesitan informarse la una de la otra ni discurrir para comprenderse mutuamente y mostrar su afecto, ni tampoco precisan de palabras entre ellas. Es verdad que cada nueva entrevista hace que nuevamente se despierte y crezca el amor e incluso que proporcione el conocimiento de nuevos aspectos de cada uno, pero esto viene de por sí, sin que sea preciso preocuparse de ello. Algo parecido vienen a ser las relaciones del alma con Dios tras una larga práctica de la vida espiritual. Ya no necesita el alma de la meditación para conocer y amar a Dios. Este camino ha quedado muy atrás y el alma descansa en el término. Tan pronto como se pone en oración está ya con Dios y permanece en un santo abandono en su presencia. Su silencio le es a Dios más amable que muchas palabras. Esto es lo que hoy se designa con el nombre de «contemplación adquirida». (El Santo no usa esta expresión pero conoce muy bien la cosa). Es fruto de la propia actividad, puesta en movimiento y llevada a cabo por una variada intervención de la gracia. Es ya una gracia la que interviene cuando llega a nosotros el mensaje de la fe, la verdad revelada por Dios. Es también la gracia la que hace que admitamos este mensaje y nos convirtamos en creyentes. Sin el auxilio de la gracia no es posible ninguna oración o meditación. Y, sin embargo, todo ello es también objeto de nuestra libertad y se realiza con nuestras propias fuerzas. De nosotros depende el entregamos a la oración y el tiempo y modo que dediquemos a la contemplación adquirida. Si examinamos esta contemplación, como tranquilo y amoroso abandono en Dios, podemos considerarla como una forma de la fe -fides qua creditur-: no como el credere Deum (por más que la fe en el ser divino se presupone y va incluida en ella), ni tampoco como el credere Deo, (por más que sea el resultado de todo lo que nosotros aceptamos por la fe como verdad revelada por Dios), sino creciere in Deum, creer en Dios, entregarnos a El por la fe.

Este es el más alto grado que la vida de fe puede alcanzar con sus propias fuerzas, cuando, fundada en ella y como consecuencia práctica, se perfecciona el abandono de la propia voluntad en la divina y la dirección de las acciones y pasiones de la propia voluntad se conforma a la divina. Supone también una mayor elevación del espíritu sobre la condición de su ser natural. Las verdades de fe nos acercan a Dios por medio de figuras, imágenes y conceptos tomados de las cosas creadas. Pero además nos enseñan que Dios está por encima de todo lo creado y de todo concepto o aprensión. Por ello debemos abandonarlo todo y todas las fuerzas con las que lo captamos y comprendemos, para levantarnos por la fe a Dios, el inaprensible e incomprensible.

Para ello no sirven ni los sentidos, ni el entendimiento, si por entendimiento queremos entender la facultad de concebir pensamientos abstractos… En el abandono en Dios incomprensible que la fe presupone, somos puro espíritu, desligados de imágenes y conceptos y, por ello, quedamos en tinieblas, porque el mundo de nuestro conocimiento ordinario está edificado sobre imágenes y conceptos. Y desligados también del múltiple mecanismo de las diversas potencias, unidos y simples en una vida, en la que el conocer, el recordar y el amar son una misma cosa. Nos encontramos en los umbrales de la vida mística, en la entrada a la transformación que puede alcanzarse por la Noche del Espíritu; pero hemos llegado también a eso que queda intacto al ser suspendidas las potencias. Algo debe quedar siempre para que al suspenderse las potencias continúe siendo posible la unión y transformación del alma en Dios. Y esto algo más allá de los sentidos y del entendimiento ligado a ellos, es el espíritu propiamente dicho. San Juan de la Cruz habla también de la sustancia del alma. El alma según su sustancia es espíritu y por lo más íntimo de ella es receptiva de todo lo espiritual; puede percibir a Dios, al puro espíritu y a todo lo que él ha creado y que por su íntima naturaleza es espiritual; puede percibir a Dios, al puro espíritu y a todo lo que él ha creado y que por su íntima naturaleza es espiritual. Pero se halla sumergida en lo corpóreo y tiene como órganos de captación los sentidos corporales para conocer lo corporal. En el estado de caída estos órganos, destinados a servir, se han convertido en señores. Para recuperar la potencia de vivir y obrar puramente en lo espiritual y reconquistar el dominio sobre los sentidos, el espíritu ha de librarse del abrazo con que la aprisionan. Hemos seguido hasta cierto punto la obra que realiza la fe en este proceso de liberación. Hemos visto cómo el espíritu se orienta hacia Dios y, finalmente, se eleva a una comunicación puramente espiritual con El. Para esta comunicación con Dios se precisa todavía algo más: el abandono de todo lo que no es Dios. Esta es la labor fundamental que se llevará a cabo durante la Noche Activa del Espíritu.
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d) Comunicaciones extraordinarias de la gracia y liberación de ellas

Hemos dicho que la fe impulsa las potencias del alma llevándolas a emplearse en Dios y en las cosas divinas, pero con ello está todavía muy lejos de alcanzar el alma el desprendimiento del mundo creado. Aun aquellos que se deciden seriamente por una vida espiritual y permanecen firmes en ella, dedican tan sólo una parte mayor o menor del día a la oración y meditación. Por lo demás, están firmemente asentados en el mundo creado. Se preocupan por comprenderlo y someterlo a su dominio, por alcanzar bienes temporales y disfrutar de ellos. Sucumben todavía a los mágicos encantos de los bienes temporales y no son inaccesibles para lo que contenta los sentidos, por más que es posible que por influjo de la vida de oración hayan puesto, en este aspecto, barreras cada vez más avanzadas. Así su entendimiento está ocupado en las cosas de este mundo y emplea en ello sus energías; llena de ellas está también la imaginación y la voluntad es por ellas determinada en sus aspiraciones y ligada a ellas en sus pasiones.

Todo esto se convierte en obstáculo para la vida de oración, que quedaría finalmente destruida por completo de no acudir Dios en su ayuda con una particular asistencia de la gracia. Esto sucede no sólo por medio del mensaje de la fe, sino también a través de comunicaciones propias para vencer la atracción del mundo y destruir su influjo. Ofrecen a los sentidos y a la imaginación imágenes que superan todo lo terreno. El entendimiento es elevado por iluminación sobrenatural a la comprensión de cosas que nunca hubiera llegado a conocer por su propio esfuerzo intelectual. El corazón queda lleno de un gozo celestial junto al cual palidecen todas las alegrías y gustos del mundo. De esta forma se prepara el alma para desprenderse con todas sus fuerzas de los bienes terrenos y levantarse a los celestiales.

Pero con esto se ha hecho sólo la mitad de la tarea. Nunca se llegará a la meta de la unión con Dios si se pretende detenerse en las comunicaciones sobrenaturales y descansar en su gusto. Y es que las visiones, revelaciones y sentimientos deleitosos no son Dios ni llevan a El, exceptuados aquellos elevadísimos toques puramente espirituales en los cuáles Dios mismo se comunica a la sustancia del alma y con los cuáles lleva a cabo la unión. Por ello debe el alma desprenderse nuevamente de todo lo supraterreno de los dones de Dios para poder alcanzar al dador en vez de sus dones. ¿Qué es lo que podrá hacer que el alma se determina a abandonar voluntariamente estos dones? Aquí viene de nuevo el trabajo de la fe que enseña que Dios no es nada de cuanto podemos captar y comprender y nos invita a caminar por su camino oscuro, que es el único que conduce al fin (cfr. 2S 3). Pero se conseguiría muy poco si se limita a dirigirse al entendimiento pretendiendo enseñarle con palabras. La realidad imponente del mundo natural y de los dones naturales debe ser suplantada por una más imponente realidad. Esto sucede en la Noche Pasiva. Sin ella – el Santo se complace en repetirlo- nunca alcanzaría su propósito la Noche Activa. Debe intervenir la mano de dios vivo para desatar al alma de los lazos de todo lo creado y atraerla a sí. Esta intervención es la oscura y mística contemplación que va unida al despojo de todo aquello que hasta el presente procuraba luz, sostén y consuelo.
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3. Muerte y resurrección

a) Noche pasiva del espíritu

Fe, contemplación oscura, desnudez espiritual

Sabemos ya por la Noche del Sentido que llega un momento en que el alma pierde el gusto de todos los ejercicios espirituales así como de todas las cosas terrenas. Se encuentra en completa oscuridad y vacío. No le queda nada a qué asirse mas que la fe. La fe le presenta delante de los ojos a Cristo: pobre, humillado, crucificado y en la misma Cruz abandonado por su Padre. El alma en su pobreza y abandono se encuentra con la pobreza y abandono de Cristo. Sequedad, desgana, fatiga son «las puras cruces espirituales», que se le ofrecen. Si las acepta, experimenta que son yugo suave y carga ligera. Le servirán de cayado para ascender rápidamente monte arriba. Cuando conoce que Cristo en su mayor humillación y aniquilamiento en la cruz fue cuando precisamente realizó su mayor proeza, la Redención y la unión del hombre con Dios, se despierta en ella el pensamiento de que también para ella el aniquilamiento, que es una «viva muerte de cruz sensitiva y espiritual» (2S 7,9), la lleva a la unión con Dios. Del mismo modo que Cristo en su abandono en la Cruz se entregó en manos del Dios invisible e incomprensible, así debe también ella abandonarse en la oscuridad de la media noche de la fe, que es el único camino para llegar al Dios incomprensible. A este fin se le comunica la contemplación mística, el «rayo de tiniebla», la oculta sabiduría de Dios, el conocimiento oscuro y general; esto sólo corresponde a la incomprensibilidad divina que ciega el entendimiento y se le presenta como en tinieblas. Penetra esta contemplación en el alma como un torrente con tanta mayor pureza cuanto más libre está de otras impresiones. Es algo más puro, delicado, espiritual e interior que todo el conocimiento que procede por vía natural del espíritu y se eleva sobre todo lo temporal, constituyendo un verdadero comienzo de la vida eterna en nosotros. No se trata tan sólo de aceptar el mensaje de la fe percibido por los oídos, ni tan sólo de un mero volverse a Dios a quien sólo se conoce de oídas, sino de un toque interior de la divinidad, de un percibir a Dios con fuerza suficiente para desligarla de todas las cosas creadas y encumbrarla sumergiéndola en un amor de naturaleza desconocida. No queremos decidir ahora si este oscuro amoroso conocimiento, en el cual el alma es íntimamente tocada por Dios de «boca a boca», de sustancia a sustancia, puede ser todavía considerado como la fe. Consiste en el abandono del alma, por su voluntad (que es su boca) en Dios que amorosamente le sale al encuentro todavía escondido: amor, que no es sentimiento, sino acción y disposición para el sacrificio, conformidad de la propia voluntad con la divina, para ser sólo dirigida por él. Al volver a comunicársele ahora al alma iluminaciones, revelaciones y consuelos -como suele suceder con frecuencia en la Noche del Espíritu que por lo general es de larga duración-, el alma está dispuesta a no detenerse en ellos. Dejará a Dios que obre lo que pretende por medio de estas comunicaciones sobrenaturales, pero ella permanecerá en la oscuridad de la fe, porque no sólo ha aprendido, sino que conoce también por experiencia, que nada de ello es Dios ni le da a Dios y que en la fe tiene todo cuanto necesita: al mismo Cristo verdad eterna y, en El, al Dios incomprensible. Tanto más dispuesta estará a este despojo y a la perseverancia en la fe cuanto más de raíz se vaya purificando a través de la noche oscura.

Ya varias veces hemos apuntado cómo el alma aun después de larga práctica de vida espiritual está todavía llena de imperfecciones y precisa de una más honda purificación para hacerse apta para la unión. Vimos también cómo estas imperfecciones podían estar íntimamente relacionadas con comunicaciones sobrenaturales de todas clases, de forma que en un alma no purificada por completo, los dones de Dios pueden dar motivo a imperfecciones, particularmente soberbia, vanidad y gula espiritual. Todas estas debilidades las cura Dios por medio del despojo que lleva a cabo a través de la Noche Oscura «dejando a oscuras el entendimiento y la voluntad a secas, y vacía la memoria y las aficiones del alma en suma aflicción, amargura y aprieto» (2N 3,3). Aquí sufren el espíritu y el sentido juntamente su última purificación después de que en la primera Noche del sentido la transformación y el dominio de los apetitos y del trato con Dios la han fortalecido tanto como para poder soportar la carga de esta penetrante purificación segunda. También esta purificación es obra de la oscura contemplación.

Hasta aquí hemos considerado la contemplación principalmente desde la ganancia que el alma proporciona al hacerla poner en Dios todas sus fuerzas y desligarla de todas las cosas creadas. Esta ganancia ya parecía clara en las explicaciones de la Subida acerca de la Noche Activa del espíritu. Una vez más la resume el Santo en la nueva exposición que hace de la primera estrofa de la Noche al principio del tratado de la Noche oscura del espíritu: «En pobreza, desamparo y desarrimo de todas las aprehensiones de mi alma, esto es, en oscuridad de mi entendimiento y aprieto de mi voluntad, en aflicción y angustia de la memoria, dejándome en pura fe, la cual es Noche Oscura para las dichas potencias naturales, sola la voluntad tocada de dolor y aflicciones y ansias de amor de Dios, salí de m( mismo; esto es, de mi bajo modo de entender, y de mi flaca suerte de amar, y de mi escasa y pobre manera de gustar de Dios, sin que la sensualidad ni el demonio me lo estorben. Lo cual fue gran dicha… para mí; porque en acabando de aniquilarse y sosegarse las potencias, pasiones, apetitos y aficiones de mi alma, con que bajamente sentía y gustaba de Dios, salí del trato y escasa operación humana mía a operación y trato con Dios. Es a saber, mi entendimiento salió de sí, volviéndose humano y natural en divino; porque, uniéndose por medio de esta purgación con Dios, ya no entiende por su vigor natural sino por la divina Sabiduría con que se unió. Y mi voluntad salió de sí haciéndose divina; porque unida con el divino amor, ya no ama bajamente con su fuerza natural, sino con fuerza y pureza del Espíritu Santo…, y ni más ni menos la memoria se ha trocado en aprehensiones eternas de gloria… Todas las fuerzas y afectos del alma, por medio de esta noche y purgación del viejo hombre, todas se renuevan con temples y deleites divinos» (2N 4,1-2). La purificación no es sólo noche, sino también pena y tortura, y esto por dos causas: «la primera es por la alteza de la Sabiduría Divina, que excede el talento del alma y en esta manera le es tinieblas. La segunda, por la bajeza e impureza de ella, y de esta manera le es penosa y aflictiva, y también oscura» (2N 5,2). Mediante esta luz extraordinaria y sobrenatural «la priva y oscurece el acto de su inteligencia natural. De donde resulta que «en derivando Dios de sí al alma, que aún no está transformada, este esclarecido rayo de su sabiduría secreta se le hace tinieblas oscuras en el entendimiento». La pena y tortura del alma procede de que «esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas, y el alma que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias también en extremo malas; de aquí es que no pudiendo caber dos contrarios en un sujeto, «el alma se siente en medio de esta clara luz tan impura y miserable, que le parece estar Dios contra ella, y que ella está hecha contraria a Dios…; lo cual es de tanto sentimiento y pena para el alma, porque le parece aquí que Dios la ha arrojado». Vive atormentada por el temor de que nunca será digna de Dios y que ha perdido todos los tesoros de la gracia. Porque aquella divina y oscura luz le manifiesta claramente su miseria y sus pecados y el alma «ve claro cómo de suyo no podrá tener otra cosa» (2N 5,5).

De otra manera sufre el alma a causa de su debilidad natural, moral y espiritual. «Como esta Divina contemplación embiste en el alma con alguna fuerza, a fin de la ir fortaleciendo y domando, de tal manera pena en su flaqueza, que poco menos desfallece; particularmente algunas veces cuando con alguna más fuerza la embiste; porque el sentido y espíritu, así como si estuviese debajo de alguna inmensa y oscura carga, están penando y agonizando». En estas circunstancias desearía la muerte como un alivio y un favor. Asombro «que sea aquí tanta la flaqueza e impureza del ánima, que siendo la mano de Dios de suyo tan blanda y suave, la siente el alma aquí tan grave y contraria, con no cargar ni asentarla, sino solamente tocando, y eso misericordiosamente…, a fin de hacer mercedes al alma y no de castigarla» (2N 5,7).

Cuando se juntan los dos extremos, divino y humano, la contemplación que viene de Dios y la misma alma, «desmenuza y deshace la sustancia espiritual, absorbiéndola en una profunda y honda tiniebla… Embiste al alma de tal manera que ella se siente estar deshaciendo y derritiendo a la faz y vista de sus miserias, con muerte de espíritu cruel». Pero lo que más doloroso se le hace aquí al alma atribulada «es parecerle claro que Dios la ha desechado, y aborreciéndola arrojado en las tinieblas… Sombra de muerte y gemidos de muerte y dolores de infierno siente el alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios, y castigada y arrojada…; y más, que le parece en una temerosa aprehensión, que ya es para siempre».

Finalmente por esta alteza y magnitud de la contemplación adquiere el alma conciencia de su profunda pobreza y extrema miseria. Siente un hondo vacío y pobreza de bienes temporales, naturales y espirituales y se ve metida en los males contrarios «miserias de imperfecciones, sequedades y vacíos de las aprehensiones de las potencias y desamparo del espíritu en tiniebla…, como si a uno le pendiesen o detuviesen en el aire (que no respirase). Mas también está purgando al alma, aniquilando, vaciando o consumiendo en ella (así como hace el fuego al orín y moho del metal), todas las afecciones y hábitos imperfectos que ha contraído toda la vida. Que por estar ellos muy arraigados en la sustancia del alma suele padecer grandes gravedades, deshacimiento y tormento interior, de más de la dicha pobreza y vacío natural y espiritual».

Para alejar y extirpar el orín de sus inclinaciones es necesario que el alma «en cierta manera… ella misma se aniquile y deshaga, según está connaturalizada en estas pasiones e imperfecciones»; y ella «siente este deshacimiento en la misma sustancia del alma con extrema pobreza en que está como acabando… En esto humilla Dios mucho al alma para ensalzarla mucho después», y si se prolongase mucho este estado, «desampararía el cuerpo en muy breves días; mas son interpolados los ratos en que se siente su íntima vileza. La cual algunas veces se siente tan a lo vivo, que le parece al alma que ve abierto el infierno… De éstos son los que de veras descienden al infierno viviendo, pues aquí se purgan a la manera que allí… Y así el alma que por aquí pasa o no entra en aquel lugar, o se detiene allí muy poco, porque aprovecha aquí más una hora, que muchas allí» (2N 6,6).

El sufrimiento se agudiza con el recuerdo de la felicidad pasada, ya que tales almas para «cuando entran en esta noche, han tenido muchos gustos en Dios y héchole muchos servicios», y ahora se ven alejados de estos bienes y sin poder conseguir nada de ello. Además, la contemplación deja al alma en tan gran soledad y desamparo que no puede «hallar consuelo ni arrimo en ninguna doctrina ni en maestro espiritual. Porque aunque por muchas vías le testifique las causas del consuelo que puede tener…, parécele que como ellos no ven lo que ella ve y siente, no lo entendiendo dicen aquello, y en vez de consuelo, antes recibe nuevo dolor, pareciéndole que no es aquél el remedio de su mal, y a la verdad así es. Porque hasta que el Señor acaba de purgarla de la manera que él lo quiere hacer, ningún medio ni remedio le sirve ni aprovecha para su dolor». Esto dura «hasta que aquí se ablande, humille y purifique el espíritu, y se ponga tan sutil, sencillo y delgado, que pueda hacerse uno con el espíritu de Dios según el grado que su misericordia quisiere concederle de unión de amor». Conforme a este grado será de fuerte y larga la purificación. Generalmente dura años, aunque con intervalos, «en que por dispensación de Dios dejando esta contemplación oscura de embestir en forma y modo purgativo, embiste iluminativa y amorosamente, en que el alma, bien como salida de tal mazmorra y tales prisiones, y puesta en recreación de anchura y libertad, siente y gusta gran suavidad de paz y amigabilidad amorosa con Dios con abundancia fácil de comunicación espiritual». Piensa entonces el alma que los trabajos se han terminado para siempre, como pensaba antes que nunca iban a cesar sus penas. La razón de esto es, «porque de esta calidad son las cosas espirituales en el alma, cuando son más puramente espirituales; que cuando vuelven los trabajos, le parece al alma que nunca ha de salir de ellos…, porque la posesión actual de un contrario en el espíritu, de suyo remueve la actual posesión y sentimiento del otro contrario; lo cual no acaece así en la parte sensitiva del alma, por ser flaca su aprehensión. Más como quiera que el espíritu aún no está aquí bien purgado y limpio de las aficiones que por la parte inferior tiene contraídas, aunque en cuanto espíritu no se mude, en cuanto está afectado con ellas, se podrá mudar en penas.

Mas no sucede con frecuencia que piense el alma que se le han acabado las penas, «porque hasta que esté acabada de hacer la purgación espiritual, muy raras veces suele ser la comunicación suave tan abundante que le encubra la raíz que queda, de manera que deje el alma de sentir allá en el interior un no sé qué que le falta…, que no le deja cumplidamente gozar de aquel alivio, sintiendo allá dentro como un enemigo suyo, que aunque está como sosegado y dormido, se recela que volverá a revivir y hacer de las suyas. Y así es, que cuando más segura está y menos se cata, vuelve a tragar y a absorber al alma en otro grado peor y más duro y oscuro y lastimero que el pasado, el cual durará otra temporada por ventura más larga que la primera». Y otra vez cree el alma que la plenitud de bienes está acabada para siempre, porque «la actual aprehensión del espíritu… aniquila en él todo lo que a ella es contrario». Esta es la razón por qué las almas del purgatorio tienen duda de que tendrán fin sus sufrimientos. Ciertamente tienen las virtudes teologales y conocen que aman a Dios, mas no hallan en ello ningún consuelo, «porque no les parece que 1os quiere Dios a ellos ni que de tal cosa son dignos…; y así el alma aquí en esta purgación, aunque ella ve que quiere bien a Dios, y que por El daría mil vidas…, con todo no le es alivio eso, antes le causa más pena; porque queriéndole ella tanto, porque no tiene otra cosa que le dé cuidado, como se ve tan miserable, no pudiendo creer lo que Dios la quiere a ella, ni que tiene ni tendrá jamás por qué, sino antes que tiene por qué ser aborrecida no sólo de El, sino de toda criatura para siempre, duélese de ver en sí causas porque merezca ser desechada de quien ella tanto quiere y desea» (2N 7,7).

También se ven impedidas las potencias en este penoso estado, porque el alma no puede ya como antes levantar el corazón y la mente a Dios. Si ora es «con tanta sequedad y sin jugo que le parece que no le oye Dios ni hace caso de ella… A la verdad no es este tiempo de hablar con Dios, sino de poner… su boca en el polvo…, sufriendo con paciencia su purgación. Dios es el que anda haciendo la obra en el alma; por eso ella no puede nada…, ni rezar ni asistir con mucha advertencia a las cosas divinas puede, ni menos a las demás cosas y tratos temporales. Ni tiene sólo esto, sino también muchas veces tales enajenamientos, y tan profundos olvidos en la memoria, que se le pasan muchos ratos sin saber lo que se hizo ni pensó, ni qué es lo que hace ni qué es lo que va a hacer». Y eso le sucede, porque también la memoria debe ser purificada de todos discursos y noticias. La enajenación y frialdad provienen del íntimo recogimiento en que la contemplación absorbe al alma con todas sus potencias y la abstrae de toda afición a lo creado y de toda imaginación de criaturas. Esto le dura más o menos tiempo según la intensidad de la contemplación. Cuando más pura y limpia embiste en el alma la luz divina, tanto más oscurece, vacía y aniquila. «Y dejándola así vacía y a oscuras la purga e ilumina el rayo divino de contemplación», sin que se percate el alma de que recibe esta divina luz. Permanece más bien en tinieblas, como el rayo de sol, «que aunque está en medio del aposento, si está puro y no tiene en qué topar, no se ve, pero con esta luz espiritual de que está embestida el alma, cuando tiene en qué reverberar, esto es, cuando se ofrece alguna cosa que entender espiritual de perfección…, o juicio de lo que es falso o verdadero, luego lo ve y entiende mucho más claramente que antes que estuviese en estas oscuridades. Y ni más ni menos conoce la luz que tiene espiritual, para conocer con facilidad la imperfección que se le ofrece». «Donde por ser esta luz espiritual tan sencilla, pura y general, no afectada ni particularizada a ningún particular…, de aquí es que con grande generalidad y facilidad conoce y penetra el alma cualquier cosa de arriba de abajo que se ofrece. El espiritual todas las cosas penetra, hasta los profundos de Dios (1Cor 2,10). Y el Sabio dice que toca hasta doquiera por su pureza (Sap 7, 24): es a saber, porque no se particulariza a ningún particular inteligible ni afición. Y ésta es la propiedad del espíritu purgado y aniquilado acerca de todas particulares aficiones e inteligencias, que en este no gustar nada ni entender nada en particular, morando en su vacío, oscuridad y tinieblas, lo abraza todo con gran disposición» (2N 8,5).

Así, pues, esta dichosa noche no tiene otra finalidad al oscurecer el espíritu sino «darle luz de todas las cosas», y si le «humilla y pone miserable, no es sino para ensalzarle y levantarle, y aunque le empobrece y vacila de toda posesión y afición natural, no es sino para que divinamente pueda extenderse a gozar y gustar de todas las cosas de arriba y de abajo siendo con libertad de espíritu general en todo» (2N 9,1). Como el entendimiento natural no es capaz de captar la luz divina, debe ser puesto en tiniebla. «La cual tiniebla conviene que le dure tanto cuanto sea menester para expeler y aniquilar el hábito que de mucho tiempo tiene en su manera de entender. La destrucción del entendimiento natural es profunda, horrible y dolorosa, «porque como se sienten en la profunda sustancia del espíritu, parecen tinieblas sustanciales». También la voluntad debe ser purificada y aniquilada para llegar por medio de la unión de amor a aquel altísimo y purísimo amor divino y espiritual que sobrepuja toda inclinación, sentimiento y deseo de la voluntad, «dejándola en seco y en aprieto tanto cuanto conviene según el hábito que tenía de naturales aficiones, así cerca de lo divino como de lo humano». Para que «extenuada, enjuta y extricada en el fuego de esta oscura contemplación de todo género de demonio…, tenga disposición pura y sencilla, y el paladar purgado y sano para sentir los subidos y peregrinos toques del divino amor… Porque para la dicha unión… ha de estar el alma llena y dotada de cierta magnificencia gloriosa en la comunicación con Dios, que encierra en sí innumerables bienes y deleites que exceden toda la abundancia que el alma naturalmente puede poseer, porque en tan flaco e impuro natural no la puede recibir… Conviene que primero sea puesta el alma en vacío y en pobreza de espíritu…, para que así vacía esté bien pobre de espíritu y desnuda del hombre viejo, para vivir aquella nueva y bienaventurada vida…, que es el estado de la unión con Dios… El alma ha de venir a tener un sentido y noticia divina muy generosa y sabrosa acerca de todas las cosas divinas y humanas…, porque las mira con ojos tan indiferentes que antes, como difiere la luz y gracia del Espíritu Santo del sentido, y lo divino de lo humano». Por esto debe también ser liberada la memoria, que debe quedar «con sentido interior y temple de peregrinación y extrañeza de todas las cosas, en que le parece que todas son extrañas y de otra manera que solían ser». «Porque en esto va sacando esta noche al espíritu de su ordinario y común sentir de las cosas, para traerle al sentido divino, el cual es extraño y ajeno de toda manera humana, tanto, que le parece al alma que anda fuera de sí. Otras veces piensa si es encantamiento el que tiene o embelesamiento, y anda maravillada de las cosas que ve y oye, pareciéndole muy peregrinas y extrañas, siendo las mismas que comúnmente solía tratar» (2N 9,5).

«Todas estas aflicciones y purgaciones del espíritu para reengendrarla en vida de espíritu… las padece el alma, y con estos dolores viene a parir el espíritu de salud… De más de esto, porque por medio de esta Noche Contemplativa se dispone el alma para venir a la tranquilidad y paz interior, que es tal… que… excede todo sentido (Fil 4,7), conviénele al alma que toda la paz primera deje (que por cuanto estaba envuelta con imperfecciones no era paz, aunque a ella le parecía…que era paz dos veces»). Y es que había adquirido la paz del conocimiento sensitivo y espiritual y se veía en el sentido y el espíritu rodeada de la plenitud de esta paz. Mas antes debió someterse el alma a una limpieza. Tenía que serle quitada y destruida esta paz para experimentar el cumplimiento de aquella palabra; «quitada y despedida está mi alma de la paz» (Lam 3,17). Padece el alma muchos temores, luchas e imaginaciones. Tiene el sentimiento de estar perdida para siempre. «De aquí es que entró en el espíritu un dolor y gemido tan profundo que le causa fuertes rugidos y bramidos espirituales, pronunciándolos a veces por la boca, y resolviéndose en lágrimas, cuando hay fuerza y virtud para poderlo hacer; aunque las menos veces hay este alivio». Como las avenidas de las aguas, «así este rugido y sentimiento del alma algunas veces crece tanto, que anegándola y transpasándola toda, la llena de angustias y dolores espirituales todos sus afectos profundos y fuerzas sobre todo lo que se puede encarecer. Tal es la obra que en ella hace esta noche encubridora de las esperanzas de la luz del día». También la voluntad es traspasada con dolores, dudas y temores que no tienen fin. «Profunda es esta guerra y combate, porque la paz que espera ha de ser muy profunda; y el dolor espiritual es íntimo y delgado y apurado, porque el amor que ha de poseer, ha de ser también muy íntimo y apurado. Porque cuanto más íntima y esmerada y pura ha de ser y quedar la obra, tanto más íntima, esmerada y pura ha de ser la labor… Y ni más ni menos, porque el alma ha de venir a poseer y gozar en el estado de perfección, a que por medio de esta purgativa noche camina, de innumerables bienes de dones y virtudes», primero conviene que se vea despejada…«vacía y pobre de ellos; y le parezca que de ellos está tan lejos, que no se puede persuadir que jamás ha de venir a ellos» (2N 9,9).
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b) Inflamación de amor y transformación

En las angustias mortales de la noche del espíritu se han ido extinguiendo las imperfecciones del alma, de la manera como el madero se libra por medio del fuego de toda humedad y una vez seco puede él mismo arder resplandeciente. El fuego que calienta el alma purificándola, y que luego la hace llamear, es el amor. Así se cumple lo que anunciaba el segundo verso de la canción de la noche: «con ansias en amores inflamada». Es un amor apasionado, en el cual queda el alma inflamada. Mas es un inflamarse en el espíritu y tan distinto del que se excita en la parte sensitiva como la parte espiritual lo es de los sentidos. Es un amor infuso que se manifiesta más como pasivo que como activo; «y va teniendo ya este amor algo de unión con Dios; y así participa algo de sus propiedades», esto es, que en el alma las acciones «son más acciones de Dios que de la misma alma, las cuáles se sujetan en ella pasivamente, aunque el alma lo que aquí hace es dar el consentimiento; mas al calor y fuerza, y temple y pasión de amor, o inflamación… sólo el amor de Dios que se va uniendo con ella se le pega».

El alma se ha preparado maravillosamente para la unión por medio de la oscura purificación. En este estado «el alma ha de amar con gran fuerza de todas sus fuerzas y apetitos espirituales y sensitivos del alma». Es una fuerte inflamación de amor, «donde Dios tiene recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivos, para que toda esta armonía emplee sus fuerzas y virtudes en este amor, y así venga a cumplir de veras con el primer precepto» (Deuter 6,5). Cuando el alma se siente inflamada y herida de amor en tan extraña manera y, sin embargo, se ve todavía sumida en tinieblas y dudas y carente de la dichosa posesión del amor, se despierta en ella el ansia que con todos sus apetitos la lleva hacia Dios. «En todas las cosas y pensamientos que en sí revuelve y en todos los negocios y casos que se le ofrecen ama de muchas maneras, y desea y padece en el deseo también a este modo de muchas maneras en todos los tiempos y lugares, no sosegando en cosa». «Hócese a esta alma todo angosto, no cabe en sí, no cabe en el cielo ni en la tierra y llénase de dolores hasta las tinieblas…, que hablando espiritualmente ya nuestro propósito, es un penar y padecer sin consuelo, y hasta de cierta esperanza de alguna luz y bien espiritual».

El ansia y la pena crecen continuamente, de una parte, por las tinieblas espirituales en que se ve metida y, de otra, por el amor de Dios que la inflama. Sin embargo, en medio de este tormento siente en sí una fuerza que va decreciendo conforme se retira el peso de la tiniebla. Esto proviene de que esta fuerza del alma «era pegada y comunicada pasivamente del fuego tenebroso de amor que en ella embestía; de aquí es que en cesando de embestir en ella, cesan las tinieblas y la fuerza y calor de amor en el alma» (2N 11,7).

La purificación del alma por medio de este fuego, oscuro, espiritual y amoroso, corresponde a la purificación de las almas en la otra vida con fuego tenebroso y material. Así se alcanza la purificación del corazón, que no es otra cosa sino el amor y la gracia divinas. Es la Sabiduría Divina que en la oscura contemplación purifica e ilumina las almas. Es la misma sabiduría que a los ángeles libra de la ignorancia. La misma luz divina que ilumina a los ángeles, comenzando por las más altas jerarquías de las que esta luz se deriva a las inferiores y de ellas, finalmente, desciende hasta los hombres. Porque la divina luz que ilumina el ángel ilumina, esclareciéndole y suavizándole en amor, como a puro espíritu dispuesto para la tal infusión, al hombre por ser impuro y flaco naturalmente le ilumina…, oscureciéndole, dándole pena y aprieto (como hace el sol al ojo enfermo, que le alumbra apasionada y aflictivamente), hasta que este mismo fuego de amor le espiritualice y sutilice, purificándole, para que con suavidad pueda recibir la unión». Esta ansia amorosa no la siente siempre, ni de ordinario, al principio de la purificación, sino después de que el fuego divino la ha calentado ya durante algún tiempo. Entretanto el entendimiento es iluminado por «esta mística y amorosa teología…tan sabrosa y divinamente, que ayuda… la voluntad se afervora maravillosamente, ardiendo en ella, y sin ella hacer nada, de este divino fuego de amor en vivas llamas, de manera que ya al alma le parece vivo fuego…, este encendimiento de amor con unión de estas dos potencias… es cosa de gran riqueza y deleite para el alma. Porque es cierto toque en la divinidad y ya principios de la perfección de la unión de amor que espera». En estas comunicaciones de la gracia puede suceder «amar la voluntad sin entender el entendimiento; así como el entendimiento puede entender sin que ame la voluntad; porque pues esta Noche Oscura de contemplación consta de luz divina y amor, así como el fuego tiene luz y calor, no es inconveniente, que cuando se comunica esta luz amorosa, algunas veces hiera más en la voluntad inflamándola con el amor, dejando a oscuras el entendimiento sin herir en él con la luz; y otras, alumbrándole con la luz, dando inteligencia, dejando seca la voluntad…, y esto obrándolo el Señor que infunde como quiere» (2N 12,7 cfr. 1Cor 12,11). Esto no está sujeto a las leyes de la psicología, porque «por vía natural es imposible amar si no se entiende primero lo que se ama; mas por vía sobrenatural bien puede Dios infundir amor y aumentarlo, sin infundir ni aumentar distinta inteligencia…, y esto experimentado está de muchos espirituales».Y muchos «que no tienen muy aventajado entendimiento acerca de Dios, suelen aventajarse en la voluntad, y bástales de la fe infusa por ciencia del entendimiento, mediante la cual les infunde Dios caridad y se la aumenta, y el acto de ella que es amar más, aunque no se le aumente la noticia» (CE 26,8). Esto último naturalmente no ha de entenderse como si de ordinario la fe sólo despertara amor sin comunicar conocimiento. Al contrario: por sí misma se dirige ante todo al entendimiento y le descubre la verdad divina. Pero esto acontece de forma oculta y no a la manera del conocimiento natural. Por ello no necesita siempre poner delante de los ojos una determinada verdad. Puede también llamarse fe el acto de entregarse a la realidad a la que se refieren todas las verdades de fe, es decir, a Dios, y de tal manera puede uno darse a El que no se piense en El a la luz de ninguna verdad de fe particular, sino que se entregue a El, el Incomprensible que encierra en sí la sustancia de todas las verdades de fe y está sobre todas ellas en su incomprensión, en tiniebla e indeterminación. En este entregarse el alma se siente como asida por este Dios oscuro e incomprensible, y por ello esta oscura contemplación, que Dios mismo comunica al alma le es a un mismo tiempo luz y amor; es «confusa y oscura para el entendimiento… Que como en el entendimiento, esa noticia que le infunde Dios es general y oscura, sin distinción de inteligencia, también la voluntad ama generalmente sin distinción alguna de cosa particular entendida». «Mas a veces en esta delicada comunicación se comunica Dios más y hiere más en la una potencia que en la otra, porque algunas veces se siente más la inteligencia que el amor, y otras veces más amor que inteligencia, y a veces también todo inteligencia, sin ningún amor, y a veces todo amor sin ninguna inteligencia…, porque se puede comunicar Dios en la una potencia sin la otra; y así puede inflamar la voluntad con el toque del calor de su amor, aunque no entienda el entendimiento; bien como una persona podrá ser calentada en el fuego, aunque no vea el fuego» (L 3,49).

Pero cuando este conocimiento secreto penetra en el alma, «en medio de estas tinieblas es ilustrada el alma y luce la luz en las tinieblas (Jn 1,5)… con una serenidad y sencillez tan delgada y deleitable al sentido del alma, que no se le puede poner nombre, unas veces en una manera de sentir de Dios, otras en otra».

El hecho de que, a pesar de hacerse al mismo tiempo la purificación del entendimiento y la de la voluntad, se siente por lo común antes en ésta como amor que en el entendimiento, como noticia se explica por la oposición del amor como pasión, y como acto libre de la voluntad. Aquella «inflamación de amor más es pasión de amor que acto libre de la voluntad, porque hiere en la sustancia del alma este calor de amor, y así mueve las afecciones pasivamente. Y así ésta antes se llama pasión de amor que acto libre de la voluntad; el cual en tanto se llama acto de la voluntad en cuanto es libre. Pero porque estas pasiones y afecciones se reducen a la voluntad, por eso se dice que si el alma está apasionada en alguna afección, lo está la voluntad; y así es la verdad, porque de esta manera se cautiva la voluntad y pierde su libertad, de manera que la lleva tras sí el ímpetu y fuerza de la pasión; y por eso podemos decir que esta inflamación de amor es en la voluntad, esto es, inflama el apetito de la voluntad; y así ésta antes se llama, como decimos, pasión de amor que obra libre de la voluntad. Y porque la pasión receptiva del entendimiento sólo puede recibir la inteligencia desnuda y pasivamente (y esto no puede sin estar purgado), por eso antes que lo esté, siente el alma menos el toque de inteligencia que el de la pasión de amor. Porque para esto no es menester que la voluntad esté tan purgada acerca de las pasiones, pues que aún las pasiones le ayudan a sentir amor apasionado».

«Esta inflamación y sed de amor, por ser ya aquí del Espíritu Santo, es diferentísima de la otra que dijimos en la Noche del Sentido». Se siente en el espíritu, aunque también el sentido toma parte. Así sucede que lo que el alma siente y aquello de que se ve privada le causa un tormento tan grande, que en su comparación toda la pena del sentido es nada, a pesar de que también ésta es mucho mayor que en la primera Noche del Sentido pasada; «porque en el interior conoce una falta de un gran bien, que con nada se puede remediar». Ya a los comienzos de esta Noche del Espíritu, cuando aún «no se siente esta inflamación de amor, por no haber obrado este fuego de amor…, da desde luego Dios al alma un amor estimativo tan grande de Dios, que, como habernos dicho, todo lo más que padece y siente en los trabajos de esta noche, es ansia de pensar si tiene perdido a Dios y pensar si está dejada de El… Si entonces se pudiera certificar que no está todo perdido y acabado, sino que aquello que pasa es por mejor…, y que Dios no está enojado, no se le daría nada de todas aquellas penas, antes se holgaría sabiendo que de ellos se sirve Dios. Porque es tan grande el amor de estimación que tiene a Dios…, que holgaría mucho de morir muchas veces por satisfacerle. Pero cuando ya la llama ha inflamado al alma, juntamente con la estimación que ya tiene de Dios, suele cobrar tal fuerza y brío y tal ansia por Dios, comunicándosela el calor de amor, que con grande osadía, sin mirar cosa alguna…, en la fuerza y embriaguez del amor y deseo…, hará cosas extrañas e inusitadas…por poder encontrarse con el que ama su alma».

Con los sufrimientos de la Noche del Espíritu «se le renueva como al águila su juventud» (Ef 4,24). El entendimiento humano, unido con el divino en la iluminación sobrenatural, se hace divino; y lo mismo la voluntad en la unión con la voluntad divina, y el divino amor y la memoria y los apetitos y aficiones vueltos según Dios se transforman divinamente. «Y así esta alma será ya alma de cielo, celestial y más divina que humana», por lo cual puede el alma al mirar atrás hacia la noche exclamar: «¡Oh dichosa ventura!» (2N 13,11). Ahora ya «salió sin ser notada, estando ya su casa sosegada». Su casa, es decir, el modo natural de obrar del alma, sus deseos y afecciones, todas sus potencias. Estos son los criados que deben permanecer tranquilos para no ser obstáculos en el camino del amor. Ahora conoce que estaba «a oscuras y encelada». Todos los yerros le vienen al alma «por sus apetitos o sus gustos, o sus inteligencias o sus aficiones… De donde impedidas todas estas operaciones y movimientos, está claro que queda el alma segura de no errar en ellos porque no sólo se libra de sí, sino también del… mundo y demonio, los cuáles, apagadas las aficiones y operaciones del alma, no le pueden hacer guerra por otra parte ni de otra manera». Ahora ya no se pierden sus apetitos y potencias en cosas inútiles y peligrosas; y siente «cuan segura está… de vano y falso gozo y de otras muchas cosas…»; y «por ir a oscuras, no sólo no va perdida sino aun muy ganada, pues aquí va ganando las virtudes» (2N 16,3).

El que esta oscura noche quite al alma el gusto de las cosas buenas procede de que las potencias no purificadas del alma aun las cosas sobrenaturales no pueden recibirlas sino de manera ordinaria y natural, «porque destetadas y purgadas y aniquiladas… pierdan aquel bajo y humano modo de obrar y recibir, sentir y gustar lo divino y sobrenatural alta y subidamente, lo cual no puede ser si primero no muere el hombre viejo. De aquí es que todo lo espiritual, si de arriba no viene, comunicado del Padre de las lumbres sobre el albedrío y apetito humano, aunque más se ejercite el gusto y potencias del hombre con Dios, y por mucho que les parezca gustan de El, no le gustarán divina y espiritualmente, sino humana y naturalmente, como gustan las demás cosas, porque los bienes no van del hombre a Dios, sino vienen de Dios al hombre; y así hay muchas almas que encuentran mucho más gusto en Dios y en las cosas espirituales, y «pensarán que aquello es sobrenatural y espiritual y, por ventura, no son más que actos y apetitos naturales y humanos». Por lo cual debe considerar el alma la aridez y oscuridad como dichosas señales de que Dios está allí para librarla de sí misma, «quitándole de las manos la hacienda». Es cierto que el alma podría haber conseguido mucho, pero nunca hubiera realizado obra tan perfecta como ahora que Dios ha puesto su mano en ello. Porque le guía como a un ciego por un camino oscuro, sin que sepa dónde ni por dónde, mas es un camino que, por bien que hubiera andado el alma, jamás habría podido encontrar ni caminar por él «por sus ojos y pies». Hace el alma grandes progresos, sin sospecharlo siquiera, antes pensando que va perdida.

Porque todavía no conoce el nuevo estado y ve tan sólo «que se pierde acerca de lo que sabía y gustaba». Sólo mirando hacia atrás conoce que va «a oscuras y encelada». Era más seguro camino porque era camino de padecer, «porque el camino de padecer es más seguro y aun provechoso, que el de gozar y hacer…; porque en el padecer se le añaden fuerzas de Dios, y en el hacer y gozar ejercita el alma sus flaquezas e imperfecciones. Y… porque en el padecer se van ejercitando y ganando las virtudes y purificando el alma, y haciéndola más sabia y cauta… Pero, ante todo, la causa de la oscuridad consiste en la misma sabiduría oscura, «porque de tal manera la absorbe y embebe en sí esta oscura Noche de contemplación, y la pone tan cerca de Dios, que la ampara y libra de todo lo que no es Dios. Porque como está aquí puesta en cura esta alma, para que consiga su salud, que es el mismo Dios, tiénela su Majestad en dieta y abstinencia de todas las cosas, extragado el apetito para todas ellas». Está el alma «en el escondrijo de su rostro escondida de la turbación de los hombres» (Sal 30,30), esto es, está con la oscura contemplación fortalecida «contra todas las ocasiones que de parte de los hombres le pueden sobrevenir».

Le da también seguridad «la fortaleza que, desde luego, esta oscura, penosa y tenebrosa agua de Dios pone en el alma. Que al fin, aunque es tenebrosa, es agua, y por eso no ha de dejar de refeccionar y fortalecer al alma en lo que más le conviene… Porque, desde luego, ve el alma en sí una verdadera determinación y eficacia de no hacer cosa que entienda ser ofensa de Dios, ni dejar de hacer lo que le parece cosa de su servicio. Porque aquel amor oscuro se le pega con un muy vigilante cuidado y solicitud interior de lo que hará o dejará de hacer por El para contentarle… Aquí todas las fuerzas y apetitos y potencias del alma, como están recogidas de todas las demás cosas, emplean su conato y fuerza sólo en obsequio de su Dios». De esta manera sale el alma de sí misma y de todas las cosas creadas y camina «a oscuras y encelada» hacia la dulce y deleitosa unión «por la secreta escala disfrazada» (2N 16,14).
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c) La secreta escala

La escala secreta es la oscura contemplación; secreta, por cuanto es teología mística, que de misteriosa manera se le infunde al alma por medio del amor. Cómo suceda esto, «no sólo ella no lo entiende pero nadie, ni el mismo demonio. Por cuanto el maestro que la enseña está dentro del alma sustancialmente, donde no puede llegar el demonio, ni el sentido natural, ni el entendimiento». Es también esta sabiduría secreta y oculta a causa de sus efectos: en las tinieblas de aprietos de la purificación como en la iluminación que a ellas se sigue. El alma está incapacitada «para discernir y ponerle nombre para decirle, que de más que ninguna gana da al alma de decirlo, no halla modo ni manera, ni símil que le cuadre, para poder significar inteligencia tan subida y sentimiento espiritual tan delicado… Bien así como el que viese una cosa nunca vista, cuyo semejante tampoco nunca vio…; no la sabría poner nombre ni decir lo que es, aunque más hiciese, y esto con ser cosa que la percibió con los sentidos ¿cuánto menos, pues, se podrá manifestar lo que no entró por ellos?». Allí habla Dios en la intimidad al alma en puro espíritu, anulando toda la capacidad de los sentidos interiores y exteriores y haciéndolos enmudecer. Los sentidos no comprenden este lenguaje, ni pueden traducirlo, ni siquiera ganas sienten de decirlo.

Se llama también secreta la ciencia mística, «porque… tiene propiedad de esconder el alma en sí. Algunas veces de tal manera absorbe al alma y la sume en un abismo secreto, que ella echa de ver claramente que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura; de suerte que le parece que la colocan en una profunda y anchísima soledad, donde no puede llegar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, tanto más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y sólo, donde el alma se ve tan secreta cuanto se ve levantada sobre toda temporal criatura y tanto levanta y engrandece entonces este abismo de sabiduría al alma, metiéndola en las venas de la ciencia de amor, que la hace conocer no solamente que va muy baja toda condición de criatura acerca de este supremo saber y sentir divino, sino también echa de ver cuan bajos y cortos y, en alguna manera impropios, son todos los términos y vocablos con que en esta vida se trata de las cosas divinas, y cómo es imposible por vía y modo natural… poder conocer y sentir de ellas como ellas son». Sólo puede ser ilustrada acerca de esto por la mística teología. «Como son cosas no sabidas humanamente, has de caminar a ellas humanamente no sabiendo y divinamente ignorando. Porque hablando místicamente…, las cosas y perfecciones divinas no se conocen ni entienden como ellas son, cuando las va buscando y ejercitando, sino cuando las tiene halladas y ejercitadas». «Que esta propiedad tienen los pasos y pisadas que Dios va dando en las almas que quiere llevar a sí, haciéndolas grandes en la unión de su sabiduría, que no se conocen» (2N 17,8).

En la Canción de la Noche se llama a la oscura contemplación escala; porque «así como con la escala se sube y se escalan los bienes y tesoros y cosas que hay en las fortalezas, así también por esta secreta contemplación, sin saberse cómo, sube el alma a escalar, conocer y poseer los bienes y tesoros del cielo». Es más: «como la escala esos mismos pasos que tiene para subir, los tiene también para bajar, así también esta secreta contemplación, esas mismas comunicaciones que hace el alma, que la levantan en Dios, la humillan en sí mismo. Porque las comunicaciones que verdaderamente son de Dios, esta propiedad tienen, que de una vez humillan y levantan al alma». En este camino experimenta el alma muchos altibajos. Tras la prosperidad «luego sigue alguna tempestad y trabajo; tanto que parece que le dieron aquella bonanza para prevenirla y esforzarla para la siguiente penuria; como también después de la miseria y tormenta se sigue abundancia y bonanza. De manera que le parece al alma que para hacerla aquella fiesta, la pusieron primero en aquella vigilia. Y este es el ordinario estilo y ejercicio del estado de contemplación…, que nunca permanece en un estado, sino todo es subir y bajar. La causa de esto es que, como el estado de perfección, que consiste en perfecto amor de Dios y desprecio de sí mismo, no puede estar sino con estas dos partes, que son conocimiento de Dios y de sí mismo, y de necesidad ha de ser ejercitada el alma primero en lo uno y en lo otro, dándole ahora a gustar lo uno engrandeciéndola, y haciéndola probar lo otro humillándola, hasta que, adquiridos los hábitos perfectos, cese ya el subir y bajar, habiendo ya llegado y unídose con Dios, que está en el fin de esta escala, en quien la escala se arrima y estriba».

Pero la principal razón porque esta contemplación se llama escala es porque es «ciencia de amor, la cual es noticia infusa de Dios amorosa, y que juntamente va ilustrando y enamorando al alma, hasta subirla de grado en grado a Dios su creador. Porque sólo el amor es el que une y junta al alma con Dios». Los grados de esta escala (con San Bernardo y Santo Tomás) los distinguiremos por sus efectos; «porque conocerlos en sí, por cuanto esa escala de amor es… tan secreta, que sólo Dios es el que la mide y pondera, no es posible por vía natural» (2N 18,5).

«El primer grado de amor hace enfermar al alma provechosamente… pero esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, porque en esta enfermedad desfallece el alma al pecado y a todas las cosas que no son Dios, por el mismo Dios…».

«El segundo grado hace al alma buscar sin cesar a Dios… Aquí en este grado tan solícita anda el alma, que en todas las cosas busca al amado; en todo cuanto piensa, luego piensa en el amado; en cuanto habla, en todos cuantos negocios se ofrecen, luego es tratar y hablar del amado…».

«El tercer grado de la escala amorosa es el que hace al alma obrar y le pone calor para no faltar… En este grado las obras grandes por el amado tiene por pequeñas, las muchas por pocas, el largo tiempo que le sirve por corto, por el incendio de amor en que ya va ardiendo… Tiene el alma aquí, por el grande amor que tiene a Dios, grandes lástimas y penas de lo poco que hace por Dios; y le parece que vive de balde. Y de aquí le nace otro efecto admirable, y es que se tiene por más mala averiguadamente para consigo que todas las otras almas… Porque como las obras que aquí hace por Dios son muchas, y las conoce por faltas e imperfectas, de todas saca confusión y pena, conociendo tan baja manera de obrar para un tan alto Señor…».

«El cuarto grado… causa en el alma, por razón del amado, un ordinario sufrir sin fatigarse… El espíritu aquí tiene tanta fuerza, que tiene tan sujeta a la carne y la tiene tan en poco como el árbol a una de sus hojas. En ninguna manera aquí el alma busca su consuelo ni gusto, ni en Dios ni en otra cosa, ni anda deseando ni pretendiendo pedir mercedes a Dios, porque ve claro que hartas le tienen hechas, y tiene todo su cuidado en cómo podrá dar gusto a Dios y servirle algo por lo que El merece y de El tiene recibido, aunque fuese muy a su costa… Harto levantado es este grado de amor; porque como aquí el alma con tan verdadero amor se anda siempre tras Dios con espíritu de padecer por El, dale su Majestad muchas veces… el gozar, visitándola en el espíritu sabrosa y deleitablemente; porque el inmenso amor del Verbo Cristo no puede sufrir penas de su amante sin acudirle…».

«El quinto grado… hace al alma apetecer y codiciar a Dios impacientemente. En este grado el amante tanta es la vehemencia que tiene por aprehender al amado y unirse con El, que toda dilación por mínima que sea se le hace muy larga, molesta y pesada y siempre piensa que halla al amado… En este grado el amante no puede dejar de ver lo que ama, o morir» (2N 19,5).

«El sexto grado hace correr al alma ligeramente a Dios y dar muchos toques en él. Y sin desfallecer corre por la esperanza; que aquí el amor que la ha fortificado, la hace volar ligera». La ligereza que aquí se le comunica al alma proviene de que está muy dilatada en la caridad y es casi perfecta su purificación de todas las cosas.

Así llega pronto al séptimo grado. En éste el amor «hace atrever al alma con vehemencia; aquí el amor no se aprovecha del juicio para esperar, ni una del consejo para se retirar, ni con vergüenza se puede enfrenar… Estos alcanzan de Dios lo que con gusto le piden…». «De esta osadía y mano que Dios le da al alma en este séptimo grado, para atreverse a Dios con vehemencia de amor, se sigue el octavo, que es hacer ella presa en el amado y unirse con El. Hallé al que ama mi corazón y ánima, túvole y no le soltaré» (Cant 4,3). «En este grado de unión satisface el alma su deseo, mas no de continuo, porque algunos llegan a poner el pie y luego le vuelven a quitar; que si…durasen en este grado, tendrían cierta manera de gloria en esta vida…».

El nono grado de amor «es el de los perfectos, los cuales arden ya en Dios suavemente. Porque este ardor suave y deleitoso les causa el Espíritu Santo por razón de la unión que tienen con Dios… De los bienes y riquezas de Dios que el alma goza en este grado no se puede hablar; porque si de ellos se escribiesen muchos libros, quedaría lo más por decir…».

«El décimo y último grado de esta escala secreta del amor no pertenece ya a esta vida». «Hace al alma asimilarse totalmente a Dios, por razón de la clara visión de Dios que luego posee inmediatamente el alma, que habiendo llegado en esta vida al nono grado, sale de la carne. Porque estos (que son pocos) por cuanto ya por el amor están purgadísimos, no entran en el purgatorio. De donde San Mateo dice: Beati mundo corde; quoniam ipsi Deum Videbunt (Mt 5,8). Esta visión es la causa de la similitud total del alma con Dios… No porque el alma se hará tan capaz como Dios, porque eso es imposible, sino porque todo lo que ella es se hará semejante a Dios; por lo cual se llamará, y lo será. Dios por participación…; mas en este último grado de clara visión, que es lo último de la escala donde estriba Dios, como ya dijimos, y no hay cosa para el alma encubierta… Pero hasta este día, aunque el alma más alta vaya, le queda algo encubierto, y tanto, cuanto le falta para la asimilación total con la divina esencia. De esta manera por esta teología mística y amor secreto se va el alma saliendo de todas las cosas y de sí misma, y subiendo a Dios. Porque el amor es semejante al fuego, que siempre sube hacia arriba, con apetito de engolfarse en el centro de su esfera» (2N 20,6).
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d) El vestido tricolor del alma

El alma, conforme se ha dicho, salió disfrazada por la secreta escala. Disfrazarse significa ocultar su propio vestido y su propia figura bajo otra distinta y eso se hace «para ganar la gracia y voluntad de quien bien quiere; ahora también para encubrirse de sus émulos, y así poder hacer mejor su hecho. Y entonces aquellos trajes y librea toma que más represente y signifique la afición de su corazón, y con que mejor se pueda de sus contrarios disimular… El alma, pues, aquí tocada del amor del Esposo Cristo…, sale disfrazada con aquel disfraz que más al vivo represente las aficiones de su espíritu y con que más segura vaya de sus adversarios…; demonio, mundo y carne». Por esto tiene su librea tres colores fundamentales: blanco, verde y rojo, símbolo de las tres virtudes teologales. Con ellos se gana el alma la complacencia de su amado y camina del todo segura de sus tres enemigos. «Porque la fe es una túnica interior de una blancura tan levantada, que disgrega la vista de todo entendimiento. Y así, yendo el alma vestida de fe, no ve ni atina el demonio a empecerla». No puede darse mejor vestido que el blanco deslumbrante de la fe, fundamento para las demás virtudes, si se ha de ganar la benevolencia del Amado y alcanzar la unión. Este deslumbrante vestido blanco de la fe lleva el alma en la salida de la noche, mientras camina en medio de las tinieblas, y aprietos interiores de la noche oscura. No la tranquiliza ningún conocimiento natural, ni la anima ninguna iluminación sobrenatural, porque el cielo le parece cerrado; pero «sufrió con constancia y perseveró, pasando por aquellos sin desfallecer y faltar al Amado».

Sobre esta túnica blanca de la fe lleva el alma el verde corpino de la esperanza. En fuerza de esta virtud «el alma se libra y ampara del segundo enemigo, que es el mundo. Porque esta verdura de esperanza viva en Dios da al alma una tal viveza y animosidad y levantamiento a las cosas de la vida eterna, que en comparación de lo que allí espera, todo lo del mundo le parece (como es la verdad) seco y lacio y muerto y de ningún valor. Aquí se desnuda y despoja de todas estas vestiduras y trajes del mundo, no poniendo su corazón en nada, ni esperando nada de lo que hay o ha de haber en él, viviendo solamente vestida de esperanza de vida eterna. Por lo cual, teniendo el corazón tan levantado del mundo, no sólo no le puede tocar y asir el corazón, pero ni alcanzarle de vista. Y así con esta verde librea y disfraz va el alma muy segura de este segundo enemigo, que es el mundo» y «es el oficio ordinario que hace la esperanza en el alma, levantar los ojos sólo a mirar a Dios», de manera que de ninguna otra parte espera bien alguno. En este vestido agrada al amado hasta tal punto que de él alcanza cuanto espera. Sin esta librea de la esperanza no conseguirá nada «por cuanto la que mueve y vence es la esperanza porfiada».

«Sobre el blanco y verde, para el remate y perfección de esta librea, lleva el alma aquí el tercer color, que es una excelente toga colorada» símbolo del amor. Por medio de ella «no sólo se ampara y encubre del tercer enemigo que es la carne (porque donde no hay verdadero amor de Dios, no entra amor de sí ni de sus cosas); pero aún hace pálidas a las demás virtudes, dándoles vigor y fuerza, para amparar al alma, y grada y donaire para agradar al Amado con ellas; porque sin caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios».

Esta es la vestidura por la cual el alma, en la noche de la fe, se levanta hacia Dios. Fe, esperanza y amor le proporcionan la adecuada preparación para la unión. «Porque la fe vacía y oscurece al entendimiento de toda su inteligencia natural, y en esto le dispone para unirle con la sabiduría divina. Y la esperanza vacía las aficiones y apetitos de la voluntad de cualquier cosa que no es Dios, y sólo los pone en El… Y así porque estas virtudes tienen por oficio apartar al ama de todo lo que es menos que Dios, lo tienen consiguientemente de juntarla con Dios». Sin el traje de estas tres virtudes «es imposible llegar a la perfección de amor con Dios… Y también afinársele a vestir y perseverar con él hasta conseguir pretensión y fin tan deseado como era la unión de amor, fue gran ventura» (2N 21,12).

Ahora está claro cómo ha sido una gran ventura para el alma haber llevado a cabo tan gran obra; se ha librado del demonio, del mundo y de su propia sensibilidad, y ha ganado la preciosa libertad del espíritu, se ha trocado de alma terrena en celestial y ha conseguido que su vida sea divina (2N 22).
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e) A oscuras y escondida en profunda paz

Fue también una dicha que el alma pudiera salir «a oscuras y encelada». A oscuras camina más segura, librándose de los más astutos planes y asechanzas del demonio. Como la contemplación infusa se le ha comunicado de modo secreto y sin su cooperación, todas las potencias de la parte sensible permanecen en tinieblas. El demonio no puede penetrar ni conocer «lo que hay en el alma, y lo que en ella pasa. De donde, cuando la comunicación es más espiritual, interior y remota de los sentidos, tanto menos alcanza el demonio a entenderla. Y así es mucho lo que importa para la seguridad del alma, que el trato interior con Dios sea de manera que sus mismos sentidos de la parte interior queden a oscuras y ayunos de ello y no lo alcancen…, porque haya lugar que la comunicación espiritual sea más abundante, no impidiendo la flaqueza de la parte sensitiva la libertad del espíritu». De esta manera estará segura contra el enemigo malo.

Lo que sucede en la parte superior del alma debe pasar inadvertido: «sea sólo secreto ente el espíritu y Dios». A veces puede el demonio deducir las comunicaciones internas y espirituales que acaecen en el alma «por la gran pausa y silencio que causan algunas de ellas en los sentidos y potencias de la parte sensitiva. Por aquí echa de ver que las hay, y que recibe el alma algún gran bien. Y entonces, como ve que no puede alcanzar a contradecirlas al fondo del alma, hace cuanto puede por alborotar y turbar la parte sensitiva, que es donde alcanza, ahora con dolores, ahora con horrores y miedos, con intento de inquietar y turbar por este medio a la parte superior y espiritual del alma, acerca de aquel bien que entonces recibe y goza. Pero muchas veces cuando la comunicación de tal contemplación tiene su puro embestimiento en el espíritu y hace fuerza en él, no le aprovecha al demonio su diligencia, para desquietarle, antes entonces el alma recibe nuevo provecho y amor y más segura paz; porque en sintiendo la turbadora presencia del enemigo, ¡cosa admirable!, que sin saber cómo es aquello y sin ella hacer nada de su parte, se entra ella más adentro del fondo interior, sintiendo muy bien que se pone en cierto refugio, donde se ve estar más alejada y escondida del enemigo… Y entonces todo aquel temor le cae por de fuera, sintiéndolo ella claramente y holgándose de verse tan a lo seguro gozar de aquella quieta paz y sabor del esposo en escondido, que ni mundo ni demonio pueden dar ni quitar».

«Otras veces, cuando la comunicación espiritual no comunica mucho con el espíritu, sino que participa en el sentido, con más facilidad alcanza el demonio a turbar el espíritu, y algunas veces más de lo que se puede decir; porque como va de espíritu a espíritu desnudamente, es intolerable el horror que causa el malo en el bueno, digo en el del ánima, cuando le alcanza su alboroto… Otras veces acaece, cuando es por medio del ángel bueno, que algunas veces el demonio echa de ver algunas mercedes que Dios quiere hacer al alma; porque las que son por medio del ángel bueno, ordinariamente permite Dios que las entienda el adversario; lo uno para que haga contra ellas lo que pudiere, según la proporción de la justicia, y así no pueda el demonio alegar de su derecho, diciendo que no le dan lugar para conquistar al alma…; lo cual sería si no le dejase Dios lugar a que hubiese cierta paridad en los dos guerreros, conviene a saber, el ángel bueno y el malo, acerca del alma, y así la victoria de cualquiera sea más estimada y el alma victoriosa y fiel en la tentación sea más premiada. Esta es la causa porque… Dios… da licencia al demonio para que de esa misma manera se haya él con el alma».

Si por medio del ángel bueno se le comunican visiones verdaderas puede también representar falsas el mal espíritu y tan semejantes a las verdaderas, que fácilmente puede ser el alma engañada. Asimismo puede imitar las comunicaciones espirituales que por medio del buen ángel se le transmiten. Pero no puede hacer esto con las comunicaciones espirituales que no tienen forma ni figura. «Y así para impugnarla, al mismo modo que el alma es visitada, represéntala su temeroso espíritu, para impugnar y destruir espiritual con espiritual. Cuando esto acaece así al tiempo que el ángel bueno va a comunicar al alma la espiritual contemplación, no puede el alma ponerse tan presto en lo escondido y celado de la contemplación, que no sea notada del demonio y la alcance de vista con algún horror y entonces algunas veces se puede el alma despedir presto, sin que haya lugar de hacer en ella impresión el dicho horror del espíritu malo; y se recoge dentro de sí favorecida para esto de la eficaz merced que el ángel bueno entonces le hace».

«Otras veces prevalece el demonio y comprende la turbación y horror, lo cual es al alma de mayor pena que ningún tormento de esta vida le podía ser, porque como esta horrenda comunicación va de espíritu a espíritu algo desnuda y claramente de todo lo que es cuerpo, es penosa sobre todo sentido… Todo esto que aquí habernos dicho pasa en el alma pasivamente, sin ser ella parte en hacer ni deshacer acerca de ello». Los horrores pasados la han preparado en gran manera para recibir esto, «para purificarla y disponerla con esta vigilia espiritual para alguna gran fiesta y merced espiritual… conforme a la purgación tenebrosa y horrible que padeció, goza de admirable y sabrosa contemplación espiritual, a veces tan subida, que no hay lenguaje para ella…, porque estas visiones espirituales más son de la otra vida que de ésta, y cuando se ve una dispone para otra». Esto es solamente aplicable a las gracias que se comunican por medio de los ángeles. Mas cuando es Dios mismo el que visita al alma permanece del todo «a oscuras y encelada», porque «como su Majestad mora esencialmente en el alma, donde ni el ángel ni el demonio pueden llegar a entender lo que pasa, no pueden conocer las íntimas y secretas comunicaciones que entre ella y Dios allí pasan. Estas… totalmente son divinas y soberanas, porque todo son toques sustanciales de divina unión entre el alma y Dios; en uno de los cuáles, por ser éste el más alto grado de oración que hay, recibe el alma mayor bien que en todo el resto…».

Por esta razón «el alma estima y codicia un toque de esta divinidad más que todas las mercedes que Dios le hace… Cuando acaece que aquellas mercedes se le hacen en el alma encelada, que es sólo, como habernos dicho, en espíritu, suele en algunas de ellas el alma verse sin saber cómo es aquello, tan apartada y alejada según la parte superior de la porción inferior y sensitiva, que conoce en sí dos partes tan distintas entre sí, que le parece no tiene que ver la una con la otra, pareciéndole que está muy remota y apartada de la una. Y a la verdad, en cierta manera así lo está; porque según la operación que entonces obra, que es toda espiritual, no comunica en la parte sensitiva. De esta suerte se va haciendo el alma toda espiritual; y en este escondrijo de contemplación unitiva se le acaban por sus términos de quitar las pasiones y apetitos espirituales en mucho grado». Y esto mueve al alma a cantar refiriéndose a su parte espiritual: «estando ya mi casa sosegada» (2N 23,14).

Quiere con ello decir: «estando la porción superior de mi alma ya también como la inferior sosegada según sus apetitos y potencias, salí a la divina unión de amor de Dios». Tanto la parte sensitiva como la espiritual han sido atacadas en la Noche Oscura y ambas deben ser puestas en paz y sosiego con todas sus potencias y pasiones. Por ello repite dos veces este verso. «Este sosiego y quietud de esa casa espiritual viene a conseguir el alma, habitual y perfectamente (según esta condición de vida sufre), por medio de los actos, como sustanciales, de divina unión». Por medio de ellos el alma se ha purificado, sosegado y fortalecido para alcanzar aquella unión, «que es el desposorio divino entre el alma y el Hijo de Dios. El cual, luego que estas dos casas del alma se acaban de sosegar y fortalecer en uno con todos sus domésticos de potencias y apetitos, poniéndolas en sueño y silencio acerca de todas las cosas de arriba y de abajo, inmediatamente esta divina sabiduría se une en el alma con un nuevo nudo de posesión de amor… No se puede venir a esta unión sin gran pureza… El que rehusare salir en la noche ya dicha a buscar al amado, y ser desnudado de su voluntad, y ser mortificado, sino que en su lecho y acomodamiento le busca…, no llegará a hallarle» (2N 24,4).

En la dichosa noche fue agraciada el alma con la sosegada y oscura contemplación que para la parte sensitiva es tan ajena e incomprensible, que ninguna criatura puede ponerse en contacto con ella y apartarla del camino de la unión de amor. Mediante las tinieblas espirituales de esta noche quedan todas las potencias superiores a oscuras. De esta manera no puede conocer nada ni se le ofrece cosa alguna fuera de Dios que le sea dado alcanzar. Queda libre de todas las formas, imágenes y noticias que pueden ser obstáculo para la unión con Dios. No puede ya apoyarse en ninguna iluminación del entendimiento ni en guía o director alguno para encontrar consuelo y satisfacción, «porque el amor sólo que en este tiempo arde, solicitando el corazón por el amado, es el que mueve y guía al alma entonces, y la hace volar a su Dios por el camino de la soledad, sin ella saber cómo ni de qué manera» (2N 25,4).

Aquí termina bruscamente el tratado de la Noche Oscura. de ocho estrofas que tiene la canción sólo dos han sido explicadas. Esta explicación tiene para nosotros una doble significación: nos da una más amplia información sobre la sustancia del espíritu y nos muestra que la contemplación oscura es a un tiempo muerte y resurrección a una nueva vida.
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El alma en el reino del espíritu y de los espíritus

a) Estructura del alma-Espíritu de Dios y espíritus creados

El alma se encuentra, en cuanto espíritu, en el reino del espíritu y de los espíritus. Está constituida con su propia peculiaridad individual; no es solamente forma viviente de un cuerpo, elemento interior de algo externo, sino que en sí misma lleva la oposición entre algo interno y externo. El alma se encuentra propiamente en su casa cuando está en su parte más íntima, en la sustancia o en lo más profundo de su ser. A través de la actividad de sus potencias, sale de sí misma para encontrarse con el mundo exterior, en una actividad puramente sensible y que está por debajo de sí misma. Esto en busca de lo cual sale el alma, la introduce dentro de sí y queda de ello prendada; la determina en su acción y pasión y en cierto sentido limita su libertad. No puede penetrar en su intimidad, pero puede mantenerla alejada de ella. En su elevación hacia Dios el alma se levanta o es levantada sobre sí misma, y sólo cuando esto acaece consigue propiamente penetrar en su interior. Esto puede parecer paradoja; sin embargo, responde a la realidad y se funda en la relación que existe entre el reino del espíritu y Dios.

Dios es espíritu puro y prototipo de todo ser espiritual. Por ello sólo partiendo de Dios puede entenderse rectamente qué sea un espíritu, esto es, que es un misterio que continuamente nos atrae, porque es el misterio de nuestro propio ser. Tenemos un cierto acceso a él, por cuanto nuestro propio ser es también espiritual. Y todos los seres pueden a él encaminarnos, ya que todos tienen algo de espiritual, en cuanto pueden ser conocidos y comprendidos por el espíritu. Pero se descubre más profundamente en proporción a nuestro conocimiento de Dios, sin que llegue jamás a ser completamente desvelado, es decir, sin que deje de ser misterio.

El espíritu de Dios es perfectamente comprensible para si mismo, y puede con plena libertad disponer de sí (en la infinitud que encierra el ser que es); libremente sale de sí mismo permaneciendo, no obstante, en sí. Saca de sí todos los seres, los comprende, los penetra y los domina. El espíritu creado no es más que una limitada imagen de Dios en todos sus aspectos; en cuanto imagen, semejante a Dios, en cuanto limitada, contraria a El; tiene más o menos capacidad para la capacidad receptiva de Dios, que en su más elevada forma implica la posibilidad de una unión con Dios por medio de una libre y mutua entrega.

Hablamos de un reino del espíritu y de los espíritus, porque todos los espíritus tienen por lo menos posibilidad de relacionarse y forman parte de un todo. Lo llamamos reino del espíritu, porque el espíritu abarca más que todos los espíritus, a saber, todo lo espiritual, en lo cual en cierta manera se comprende todo lo existente. Añadimos de «los espíritus», porque ni este reino, los espíritus, es decir, las sustancias con entidad personal y espiritual, juegan un papel importantísimo.

En la cúspide de este reino está Dios, que sobrepuja infinitamente todo lo espiritual y a todos los espíritus. A El no ruede subir un espíritu creado más que levantándose sobre sí mismo. Mas por cuanto Dios da el ser y lo conserva a todos los seres, es Dios el fundamento que a todos los sustenta. El que sube hasta El, baja al mismo tiempo hasta su más seguro centro de gravedad.
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b) Comunicación del alma con Dios y con los espíritus creados

El Santo llama a Dios centro del alma, sirviéndose de una imagen espacial tomada de las ciencias naturales, conforme se encontraban en su tiempo (LB 1,10-12). Según éstas, los cuerpos son atraídos con todas sus fuerzas hacia el centro de la tierra como hacia el punto de su mayor atracción. Una piedra se encontraría en cierta manera en su centro en el interior de la tierra, pero no estaría por ello sólo en su más profundo centro, porque aún tiene facultad, fuerza e inclinación para caer más profundamente mientras no se encuentra en el centro de la tierra.

Así también el alma encuentra su último y más profundo centro en Dios «cuando con todas sus fuerzas entienda y ame y goce a Dios». Nunca acontece esto perfectamente en esta vida. Por más que con la divina gracia se encuentre ya en su centro, no es éste el más profundo centro porque siempre podrá adentrarse más profundamente en Dios, ya que la fuerza que le empuja hacia Dios es el amor y éste puede siempre alcanzar mayor grado de intensidad mientras vivimos en la tierra. Cuando este grado es más alto, más profundamente está anclado en el alma y más íntimamente está el alma asida de Dios. El alma sube a Dios, es decir, alcanza la unión con El por los grados de la escala del amor. Cuanto más se eleva hacia Dios, más profundamente baja dentro de sí, porque la unión con Dios se realiza en lo interior del alma, en su más profundo seno. Esto puede parecer paradójico; mas para comprenderlo hay que tener en cuenta que se trata de imágenes espaciales, que se aclaran mutuamente y sirven para expresar algo que está fuera del espacio y que no puede ser representado por nada que se encuentre dentro del ámbito de la experiencia natural.

Mora Dios en lo íntimo del alma y no se le oculta nada de cuanto hay en ella. Por el contrario, ningún espíritu creado puede adentrarse en este huerto cerrado y ni siquiera penetrar en él con su mirada. Por espíritus creados se entienden los buenos y malos espíritus (llamados también espíritus puros porque carecen de cuerpo) y las almas humanas. Poco es lo que hablamos en la doctrina del Santo relativo a la comunicación de las almas entre sí. Hay una sola relación humana de que trata con alguna detención: la de las almas espirituales con su director. Más tampoco se interesa en señalar los medios por los que se establece esa comunicación. Tan sólo una vez hace la advertencia de que el hombre, a quien le ha sido otorgada la gracia de la discreción de espíritus, puede conocer por pequeños indicios externos lo que acontece en el interior de los demás (2S 26,14). Ahí está señalado el camino normal que lleva al conocimiento del alma del prójimo, partiendo de las manifestaciones sensibles de su vida anímica, penetrando tan adentro como le permita su apertura íntima. Porque al salir al exterior estos brotes de lo íntimo del alma, en los gestos, interjecciones y palabras, así como en las ocasiones y obras, llevan consigo algo que arranca del interior queriéndolo o no, consciente o inconscientemente, y que por su medio se manifiesta. De aquí que no puede ser nada bien definido, nada que se comprenda con seguridad y distintamente, y si sólo se manifiesta por medios naturales y no va acompañado de la iluminación divina, quedará más bien como algo secreto y misterioso. Y cuando el interior queda cerrado, ninguna mirada humana puede penetrar en él.

El alma no sólo está en relación con sus semejantes, sino también con los espíritus puros creados, malos y buenos. San Juan de la Cruz afirma, siguiendo al Areopagita, que al hombre se le comunican las iluminaciones divinas por medio de los ángeles. Es cierto que para él no es el único medio de comunicación ese descender de la gracia divina pasando por todos los grados de la Jerarquía Celeste. Conoce una unión inmediata de Dios con el alma y a ella es precisamente adonde quiere conducir a las almas. El Santo da más importancia a las asechanzas del demonio que a la acción de los ángeles. Ve continuamente a los demonios rondando en torno a las almas para desviarlas del camino de Dios. ¿Qué posibilidades de comunicación existen entre las almas y los espíritus puros o incorpóreos? También aquí hay una posible vía de comunicación a través de formas corporales y otras manifestaciones sensibles. Y eso, por cuanto los puros espíritus tienen facultad para entenderse con los hombres, apareciendo en formas visibles o dándose a conocer por medio de palabras perceptibles al oído. Más éste es un camino peligroso, y expuesto a muchos engaños y errores. Puede atribuirse a apariciones de los espíritus lo que no es más que un engaño de los sentidos o creación de la fantasía: el demonio puede aparecer revestido de ángel de luz para engañar más fácilmente. Y, por el contrario, puede también el alma, por temor de tales engaños, rechazar como engaño del demonio o de los sentidos auténticas apariciones celestiales.

Por otra parte, las manifestaciones sensibles pueden servir a los espíritus puros de medio para penetrar en el interior del alma. Las narraciones de los libros de Job y de Tobías no pueden ser explicadas más que admitiendo que el demonio y el ángel observan y vigilan la conducta exterior de los hombres. Es doctrina de fe que los ángeles tienen conocimiento del mundo sensible y con ello también del exterior del hombre, ya que esto se presupone en el servicio que, según la fe, prestan al hombre.

El que para ello no se necesita de los sentidos exteriores es una prueba de que, además de esta clase de conocimiento sensible, existen otras posibilidades para conocer la naturaleza corporal, de que hay «un conocimiento de lo sensible sin los sentidos». No es nuestra intención investigar aquí estas posibilidades. Pero, en todo caso, no es lo exterior el único camino para penetrar en la vida interior. También son perceptibles para los espíritus las palabras y manifestaciones espirituales interiores. El Ángel de la guarda «oye» la oración que sin ruido de palabras fluye del corazón. El enemigo malo observa ciertos movimientos del alma, que le dan pretexto para sus sugestiones. Y los espíritus tienen, por su parte, la posibilidad de hacerse perceptibles a las almas por medios espirituales: a través de palabras calladas que, sin intermedio de los sentidos exteriores, hablan en lo interior y en lo interior son escuchadas, o por medio de operaciones que uno advierte en sí mismo pero como producidas desde fuera de sí, por ejemplo, cambios en la disposición de ánimo, impulsos de la voluntad que no tienen explicación si los examinamos desde el punto de vista de la propia experiencia personal. Lo que no cae bajo los sentidos exteriores no por ello está completamente libre de toda perceptibilidad y por ello no puede considerarse, sin más como puramente espiritual, en el sentido que San Juan de la Cruz da a esta expresión. Ciertamente designa a la memoria, al entendimiento y a la voluntad con el nombre de potencias espirituales, pero su actividad natural está ligada en esta vida a los sentidos y es por ello vida sensitiva; puramente espiritual es solamente aquello que tiene lugar en lo más profundo del corazón, la vida del alma desde Dios y en Dios (LB 2,32-36). Aquí no tienen posibilidad de entrada los espíritus creados. Los pensamientos del corazón les están ocultos naturalmente, pero, naturalmente también, puede Dios manifestárselos.
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c) El más profundo centro del alma y los pensamientos del corazón

Los pensamientos del corazón pertenecen a la vida Fontal del alma, a su ser más profundo, a una profundidad anterior a su división en distintas potencias y artos. El alma vive en estas profundidades tal como es en sí, al margen de todo lo que en ella se ha producido al contarte con las criaturas. Como esta parte íntima es la morada de Dios y el lugar donde se realiza la unión del alma con El, resulta que es aquí donde brota la vida propia, antes de que comience la vida de unión; y esto aun en las almas que nunca llegarán a la unión. Toda alma tiene una parte más íntima cuya esencia es su vida. Pero esta vida fontal no sólo está oculta a los demás espíritus, sino que el alma misma desconoce su existencia. Varios son los motivos que explican esto. Ante todo, el hecho de que la vida primaria es informe. Los pensamientos del corazón no son pensamientos en el sentido corriente, no se trata de conceptos bien delimitados, coordinados e inteligibles del entendimiento que piensa. Antes de que lleguen a convertirse en tales, han de atravesar diversos estratos de formación. Ante todo, han de brotar del corazón. Después llegan a un primer umbral en el que se hacen perceptibles. Esta percepción es una manera de conciencia mucho más primitiva que el conocimiento intelectual. Es anterior también a la división de potencias y artos. Le falta la claridad del puro conocimiento intelectual y, por otra parte, es más rica que él. Lo que brota de esta percepción se presenta bajo tales condiciones que el alma se ve obligada a decidirse a permitir su desarrollo o impedirlo.

Conviene notar aquí que lo que de esta manera puramente natural se presente a la percepción, no es todavía la pura vida interior del alma, porque no pasa de ser la respuesta a algo que la ha puesto en movimiento. Pero esto nos llevaría a tratar un tema del que no queremos ocuparnos aquí. En ese umbral en que se experimentan los ímpetus nacientes, comienza la división genérica de las facultades cognoscitivas y la formación de conceptos comprensibles; entre ellos se cuentan los pensamientos elaborados por el entendimiento con su división racional (se trata de las palabras interiores, a las que responden las palabras exteriores), los movimientos del espíritu y determinaciones de la voluntad, que como potencias operativas forman parte de la estructura del alma. Aquí ya no entendemos por vida del alma la vida primera elemental en su profundidad, sino algo que pueda ser captado en la percepción interior. Y la percepción interior es una manera de comprensión muy distinta de aquella primera que no pasaba de ser un simple rastrear lo que brotaba de las profundidades del alma. Se diferencia también de la aparición de un concepto ya formado, que se conservó en la memoria y que vuelve a cobrar vida de nuevo.

En realidad uno no se da cuenta de todo lo que brota del alma. Muchas veces se desarrolla y se transforma en palabras interiores o exteriores, en deseos, en voliciones y en actos, «antes de que uno pueda darse perfecta cuenta». Sólo quien vive plenamente recogido en su interior, es capaz de vigilar con fidelidad sobre todo los primeros movimientos.

Con ello llegamos a un segundo motivo que explica por qué está oculto su interior para el hombre. Ya hemos dicho antes que cuando el alma está recogida en su interior es cuando propiamente se encuentra en su casa. Pero -por extraño que parezca- por lo regular el alma no está en casa. Hay muy pocas almas que viven en su interior y de su interior; y todavía muchas menos las que viven así de una manera permanente. Naturalmente -es decir, conforme a la naturaleza caída- se quedan las almas en las estancias exteriores del Castillo de sus almas. Lo que de fuera les viene las empuja a salir y es preciso que Dios las llame e impulse perceptiblemente «a hacer en sí mismas su morada».
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d) El alma, el yo y la libertad

Importa extraer la idea, lo más inmaterializada y decantada de especies imaginarias posible, que expresan estas imágenes espaciales. Son imágenes de las que apenas podemos prescindir. Pero se prestan a ser tomadas en varios sentidos y a interpretaciones erróneas. Lo que al alma llega desde fuera pertenece al mundo exterior, con lo cual designamos algo que no pertenece al alma misma y aún generalmente lo que no pertenece al cuerpo que ella anima; ya que también el cuerpo, aunque se considera como el contorno exterior del alma, forma con ésta un todo único en la unidad de un mismo ser, y no es algo tan externo como lo que le es totalmente extraño y se halla separado de ella. Entre estas cosas extrañas y separadas podemos distinguir unas que tienen un ser simplemente externo, es decir, extendido en el espacio, y otras, que tienen un ser íntimo, como en el caso de la misma alma.

Por otra parte, en la propia alma podemos y debemos hablar de una parte interna y otra externa. Cuando ella asoma hacia el exterior, no por eso se sale de sí misma; no hace sino alejarse algo más de su centro más profundo, de su interior, asomándose y entregándose al mismo tiempo y en la misma medida al mundo exterior. A las cosas que desde fuera se acercan al alma y pueden con algún derecho interesarla y reclamar su atención, conforme al valor y significación que en sí y para ella tengan, les corresponde una determinada profundidad del alma, en la que merecen ser admitidas. Así cabe hablar de que el alma en cierto modo sale de su interioridad al paso de las cosas. Con todo no es preciso que ella abandone ningún punto situado más adentro de ella misma; como es un ser espiritual y un reino espiritual es su castillo interior, aquí tienen aplicación unas leyes diversas de las del espacio material y externo; cuando el alma se halla en lo profundo de este su reino íntimo, entonces es dueña absoluta de él y es libre de trasladarse desde allí adonde le plazca, sin abandonar su lugar propio, su centro.

El alma tiene en razón de su yo, de su autonomía individual, la facultad de moverse en sí misma. El yo es en el alma aquello por lo que ella se posee a sí misma y lo que en ella se mueve como en su propio campo. Su centro más profundo es también el centro de su libertad: el centro, donde, por decirlo así, puede concentrar todo ser y señalarle una determinada orientación. Ciertas decisiones de menor importancia podrán en cierto modo ser tomadas desde un punto situado mucho más al exterior; pero serán decisiones superficiales; será pura casualidad el que una decisión así sea la adecuada, porque únicamente partiendo desde el centro más profundo hay la posibilidad de medir todo con la regla exacta y suprema; y, después de todo, tampoco será una decisión libre, porque el que no es dueño absoluto de sí mismo no puede obrar sino inducido, no puede disponer de nada con verdadera libertad.

El hombre está llamado a vivir en su interior y a ser tan dueño de sí mismo como únicamente puede serlo desde allí; sólo desde allí es posible un trato auténticamente humano aun con el mundo; sólo desde allí puede hallar el hombre el lugar que en el mundo le corresponde. Pero aun siendo esto.así, ni él mismo llega nunca a penetrar del todo en ese interior suyo. Es un secreto de Dios cuyos velos sólo El puede levantar, en la medida que a El le plazca. Pero, eso sí, el hombre ha sido constituido dueño de ese reino suyo íntimo; puede mandar en él con entera libertad; pero también le incumbe el deber de guardarle como tesoro precioso que le ha sido confiado. Y aún le cabe una gloria mayor dentro del reino de los espíritus: es la gloria de que los mismos ángeles han sido encargados de su custodia. También los espíritus malos se esfuerzan por adueñarse de él. Y Dios mismo le ha escogido para morada suya. Sin embargo, ni los espíritus buenos ni los malos tienen acceso libre a esa morada interior. Los espíritus buenos por sí no están más capacitados que los malos para leer los «pensamientos del corazón», pero pueden ser iluminados por Dios acerca de lo que necesitan saber de esos secretos del corazón. Aparte de esto, se dan en las almas ciertas vías de acceso espirituales, para poder establecer contacto con otros espíritus creados. Puede un alma formar en sí un verbo, una palabra interior, y dirigirse mediante ella a otro espíritu. Así es como entiende Santo Tomás el hablar de los ángeles, el lenguaje con el que estos espíritus se comunican entre sí: como un dirigirse en espíritu a otro con propósito de comunicarle lo que ha concebido en su interior. Así es como se ha de entender también el silencioso recurso al santo Ángel de la Guarda o la invocación puramente mental de los espíritus malos. Pero aun sin que haya por nuestra parte intención de comunicar nada, no dejan de tener los espíritus creados cierto acceso a lo que en nuestro interior pasa; no a lo que se oculta en lo más interior de nuestro ser, pero sí a lo que en él haya entrado en forma perceptible por sus repercusiones psíquicas en lo íntimo del alma, las cuáles le sirven como de llaves para penetrar y ver lo que allí pasa oculto a sus miradas. De los ángeles buenos hemos de suponer que guardan con reverente recato el Santuario cerrado. Lo que únicamente pueden ellos hacer es inducir y mover al alma a encerrarse en su interior, para entregar a Dios la posesión de él; en cambio los intentos de Satanás tienden a apropiarse de lo que es reino y propiedad de Dios; no está en su poder conseguirlo por sus propias fuerzas, pero sí puede el alma entregársele. Mas no haya miedo de ello, mientras el alma permanezca encerrada y escondida en su interior y haya probado por experiencia lo que pasa en la divina unión. Porque entonces está tan absorta y escondida en Dios, que ya ninguna tentación puede afectarla. Pero, ¿cómo puede ser que ella se entregue, si no es dueña de sí misma más que estando encerrada en su interior? No podemos pensar sino que esto sucede en una especie de ataque por sorpresa desde fuera. El alma ella misma se extravierte, sin percatarse de lo que con ello entrega. Ni el mismo demonio podría romper el sello que se ha puesto en sus manos, pero cerrado. A lo más puede llegar a estropear lo que, por lo demás, le quedará oculto e inaccesible.

El alma tiene el derecho de disponer y decidir de sí misma. La misteriosa grandeza de la libertad personal estriba en que Dios mismo se detiene ante ella, la respeta. Dios no quiere ejercer su dominio sobre los espíritus creados sino como una concesión que éstos le hacen por amor. El conoce los pensamientos del corazón, penetra con su mirara los más profundos senos y reconditeces del alma, adonde ella misma no podía llegar, de no ser iluminada con luz especial a propósito. Pero no quiere apoderarse de lo que es propiedad del alma, sin que ella misma consienta en ello. No dejará de poner, sin embargo, todo en juego, a fin de conseguir que el alma entregue libremente la propia voluntad a la voluntad divina como una donación que ella le hace en su amor, y poder de esta suerte conducirla hacia la unión bienaventurada. Esta es la Buena Nueva que nos anuncia Juan de la Cruz y a cuya manifestación se encaminan todos sus escritos.

Lo que acabamos de decir acerca de la estructura del alma y, en particular, acerca de las relaciones entre su fondo íntimo y la libertad, no es precisamente cosa que nos diga el Santo; por eso, vamos a examinar y ver si al menos está en consonancia con sus enseñanzas, y si puede también contribuir a ponerlas más en claro. Sólo en caso afirmativo estará justificado el que hayamos traído estas nociones a nuestro propósito. A primera vista mucho de lo que aquí hemos dicho pudiera parecer no compaginar con determinadas ideas expuestas por el Santo. Todo hombre es libre y cada día y en cada momento se halla abocado a decisiones ineludibles. En cuanto al centro profundo del alma, es el lugar donde Dios sólo mora, en tanto que no está hecha la unión de amor en toda su plenitud (LB 4,14), que la Santa Madre Teresa llamará la séptima morada, a la que no tiene acceso el alma sino con el matrimonio espiritual (7M 1). Pues bien, ¿será posible que únicamente el alma que ha llegado al último grado de perfección es capaz de una decisión perfectamente libre?. Téngase también presente que la libre actuación del alma está al parecer tanto más disminuida, cuanto más se acerca a su centro más profundo. Y cuando ya ha llegado allá es Dios quien hace todo en ella, y ella no tiene nada que hacer sino recibir en actitud pasiva o receptiva (LB 1,9). Sin embargo, en esta actitud receptiva es donde cabalmente se pone de manifiesto la participación de su libertad, participación que se hace mucho más decisiva, por cuanto, si Dios hace aquí todo, es porque primero el alma se le ha entregado más por entero. Y esta entrega constituye el ejercicio supremo de su libertad. El Santo mismo describe el matrimonio espiritual como una entrega libérrima de Dios al alma y del alma a Dios, y atribuye tal poder al alma que se encuentra en este grado de perfección, que no sólo es dueña de sí mima, sino que lo es también de Dios (LB 3,71). Hay, pues, para este altísimo grado de la vida del alma una absoluta consonancia entre las enseñanzas místicas de nuestros santos reformadores y la concepción, según la cual, el centro más profundo del alma es también el centro de la más perfecta libertad.

Mas, ¿qué pasa en la gran masa de los hombres, que no alcanzan esas profundidades del matrimonio místico? ¿Podrán también ellos entrar hasta lo más íntimo de sí mismos y ser desde allí capaces de decisiones auténticas, o no lo serán sino de decisiones más o menos superficiales? No es posible dar a esto una contestación categórica, ni en sentido afirmativo ni negativo.

La estructura del alma -su mayor o menor profundidad, su centro más profundo mismo- es algo de lo primero que concebimos como constituyéndola, y en ella a su vez, como en su base natural, se asienta la posibilidad de movimientos del yo, como una capacidad de determinar o modificar su ser. El yo toma ya ésta, ya la otra postura, según los motivos que se le ofrezcan y le afecten. Pero sus movimientos parten desde un punto donde gusta posarse preferentemente, según los diversos tipos humanos. El hombre sensual, amigo del placer, estará las más veces sumergido en el deleite de los sentidos, o estará ocupado en buscarse otro placer cualquiera; se sitúa en un punto muy alejado del interior de su alma. El que anda detrás de la verdad vive preferentemente en ese centro interior donde tiene lugar la actividad encantadora del entendimiento; si en serio trata de buscar la verdad (y no de acumular meros conocimientos aislados), tal vez se halle más cerca de Dios de lo que él mismo se imagina, más cerca de ese Dios, que es la misma verdad, y, por lo mismo, más cerca también del propio centro. A estos dos tipos o casos queremos añadir otro tercero, que parece revestir alguna especial importancia: es el del hombre individualista, que gira siempre alrededor de su propio yo. Mirando superficialmente, pudiera parecer que vive muy en su interior, y, sin embargo, tal vez ningún otro tipo tenga más cerrado el camino que a esas profundidades conduce. (Todo hombre está un poco en esa situación, mientras no haya pasado por las últimas purgaciones de la Noche Oscura). Veamos de examinar y ver las posibilidades que tienen todos estos tipos de moverse, de decidirse por sí mismos y llegar hasta sus propias profundidades.

Cuando a un hombre sensual, esclavo de determinado apetito, se le presenta la oportunidad de proporcionarse un intenso placer, es casi seguro que sin más, sin previa reflexión ni elección, pasará del estímulo del apetito a la obra. Ha habido un movimiento, pero no una decisión libre propiamente ni tampoco una interiorización, un paso hacia una mayor profundidad, si las causas excitantes del apetito están en el mismo plano sensual.

Sin embargo, también el hombre sensual puede sentir las solicitaciones de algo perteneciente a un orden de valores muy diferentes: No hay ningún tipo fijado exclusivamente en un solo campo, en cada caso se trata más bien de tipos con predominio de unas características sobre otras. Un hombre sensual puede sentirse impulsado a renunciar a un determinado placer, por socorrer a un semejante. En este caso difícilmente se conseguirá el objeto pretendido sin que haya habido una libre decisión. En todo caso, el hombre sensual no llegará a una renuncia natural y espontáneamente, sino haciendo un verdadero esfuerzo: si se niega a la renuncia tras alguna reflexión o con un espontáneo y rápido «¿para qué?», estamos también ante una decisión voluntaria.

Puede darse también el caso extremo de quedarse con el placer sin negarse a la renuncia; es cuando el espíritu está tan sumergido en la vida de los sentidos, que la llamada o intimación apenas llega hasta él; ha oído las palabras, acaso ha entendido la significación material de las mismas, pero el íntimo centro receptor está desconectado e impedido para captar su sentido exacto. En este caso extremo no sólo no tenemos una libre decisión, sino que la misma libertad está de antemano como vendida. Al rechazar la invitación, se ha entendido perfectamente su sentido, aunque probablemente no se ha ponderado todo su alcance. En este no pesar todo el alcance de la invitación estriba la superficialidad de la decisión tomada, a la vez que la disminución de la libertad en el caso. No se quieren mirar de cerca y examinar en todo su peso determinados motivos y hay una resistencia a adentrarse en aquellas profundidades en las que los dichos motivos pudieran hacer mella. Con ello se abandona la única zona en que cabe una verdadera decisión; uno ya no es dueño de sí mismo o, al menos, de las capas más profundas del propio ser, y queda sin la posibilidad de tomar una actitud verdaderamente racional y verdaderamente libre, la única basada en la auténtica realidad. Junto a esta negativa superficial cabe por cierto imaginarse también otra, más natural y explicable; una negativa que puede darse, cuando la llamada a un acto de caridad y de abnegación se ha dejado oír con toda su fuerza y peso en el alma y es clarísima, y, sin embargo, tras de pesar todos los motivos y contra motivos, uno se siente inclinado a rechazarla, como injustificada y no convincente. El rechazo de esta llamada será del mismo orden que su aceptación tras una serena consideración de los motivos y contramotivos que la aconsejan o desaconsejan. Ambos actos sólo son posibles cuando el hombre sensual deja su actitud de tal y adopta una postura ética, es decir, la postura del que está pronto a aceptar y a hacer lo que moralmente sea justo. Mas para ello ha de situarse muy dentro en el propio interior, tan adentro, que el alcanzar tal profundidad equivale a una auténtica conversión que quizá no es posible naturalmente, y sí únicamente en virtud de una conmoción, de una sacudida extraordinaria. Sí, podemos afirmar sin titubeos: una decisión real y auténtica no es posible, en definitiva, sino desde el hondón del alma. Porque nadie está por sí en situación de abarcar con su mirada todos los motivos y contramotivos que hacen oír su voz en una decisión. Cada cual sólo es capaz de decidirse como mejor puede, conforme a su saber y conciencia, dentro de lo que se le alcanza.

Pero el hombre creyente sabe también que hay Uno, cuya mirada no está limitada a ningún horizonte, sino que abarca en realidad todo y todo lo penetra. Quien vive con la certeza de esta creencia no puede ya en su conciencia descansar en el propio saber. Por consiguiente deberá esforzarse por conocer lo que es justo y verdadero a los ojos de Dios. (Esta es la razón de que la actitud religiosa sea la única verdaderamente ética. Claro es que hay un deseo y unos impulsos naturales de buscar el bien y la justicia, y aún cabe que uno tenga la dicha de encontrarlos, pero sólo cuando se busca la voluntad de Dios es cuando aquel deseo y aquellos conatos se encuentran a sí mismos y hallan satisfacción). Aquel a quien Dios mismo ha hecho la gracia de introducirlo en el propio interior y se ha entregado a El por entero en la unión de amor, ese tal tiene resuelto el problema de una vez para siempre; ya no tiene sino dejarse guiar y llevar por el espíritu de Dios que sensiblemente le está empujando, y tiene en todo lugar y momento la conciencia de hacer lo que debe. En la gran decisión que ha tomado en un acto de suprema libertad, van incluidas todas las decisiones posteriores, las cuáles se irán produciendo en cada caso por sus pasos naturales. Pero desde el simple buscar una decisión justa en un caso determinado hasta llegar a estas alturas, hay un largo camino que recorrer, si es que en verdad hay algún camino que a ellas conduzca.

El que no busca la justicia sino de modo esporádico y aislado y decide su caso concreto como mejor cree saberlo cada vez, también ese tal lleva camino de encontrarse con Dios y consigo mismo, por más que él lo ignore. Pero no ha llegado aún a ser tan dueño de sí mismo como solamente llega a serlo quien domina las últimas capas interiores de la propia alma; de ahí que no puede disponer de sí plenamente, ni posee ante las cosas plena y perfecta libertad. Quien busca seriamente el bien, es decir, el que está pronto a hacerlo en todo momento, ha tomado ya su partido y ha depositado su voluntad en la voluntad divina, aun cuando no tenga conciencia clara de que el bien se identifica con lo que Dios quiere. Pero, al faltarle esta claridad, le falta todavía el medio seguro de acertar con el bien; y dispone de sí como si ya fuera dueño, a pesar de que no se le han abierto todavía las últimas profundidades de su propio interior.

La última libre decisión no será posible sino en el encuentro cara a cara con Dios. Pero si alguien ha avanzado tanto en la vida de fe que ha tomado ya entera y decididamente el partido de Dios y ya nada quiere sino lo que Dios quiere, ¿puede ser que aún no haya llegado a lo más interior y que le falta algo para alcanzar el grado sumo de unión de amor? Muy difícil es trazar aquí una neta línea divisoria, aún más difícil reconocer la que nos traza nuestro padre San Juan de la Cruz; y, a pesar de todo, paréceme a mí necesario, atendida la realidad y la misma mente del Santo, reconocer la existencia de una línea divisoria y hacerla destacar. El que verdaderamente no quiere sino lo que Dios quiere, así con una fe ciega y absoluta, ha conquistado la más alta cima que al hombre es dado alcanzar con la gracia divina; su voluntad está enteramente purificada y libre de toda atadura a estímulos terrenos; está, en razón de su libre entrega, unido con la voluntad de Dios. Y, con todo, le falta algo más decisivo para el más alto grado de unión de amor, que es el del Matrimonio Espiritual.
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e) Diversas especies de la unión con Dios

Hemos de recordar aquí que San Juan de la Cruz distingue tres maneras de unión con Dios: por la primera. Dios se hace presente esencialmente en todas las cosas y las mantiene en el ser; por la segunda se entiende la presencia de Dios en el alma por gracia, y por la tercera, la unión transformante, divinizadora, mediante el amor perfecto. San Juan de la Cruz parece establecer en el pasaje citado sólo una diferencia de grado entre la segunda y la tercera manera de unión. Pero si acudimos a otros textos y los examinamos detenidamente, parece tenemos una diferencia específica y dentro de cada especie una serie de grados. En el Cántico Espiritual, por ejemplo, alude el Santo a esta división tripartita sin hacer mención de la dicha simple diferencia de grado entre la presencia de gracia y la presencia o unión de amor, y haciendo resaltar más bien el sentimiento de la presencia del Sumo Bien en la unión de amor, y su efecto: el ansia ardiente de ver cara a cara a Dios y consumar así su felicidad (CB 11).

También la Santa Madre Teresa de Jesús se ocupa más de una vez de esta cuestión. Dice en las Moradas (5M 1) que la oración de unión fue la que la llevó al conocimiento de la presencia divina en todas las cosas por esencia, presencia y potencia. Anteriormente solamente supo de la presencia de Dios en el alma por gracia. Después, a fin de procurarse mayor claridad sobre lo que había descubierto, consultó con varios teólogos. Un «medio letrado» tampoco supo darle razón más que de la inhabitación o presencia de Dios en el alma por gracia. Pero otros la tranquilizaron, asegurando como artículo de fe lo que ella había deducido de sus propias experiencias en la oración de unión. Tal vez nos ayude a hacer más luz sobre la cuestión un esfuerzo por armonizar las dos descripciones, en apariencia divergentes, de los dos Padres de la reforma carmelitana.

Ambas descripciones están de completo acuerdo sobre una verdad de fe que para San Juan de la Cruz, como teólogo, era familiar, mientras que la Santa tuvo primero que descubrirla:

Dios creador está presente en todas las cosas y las conserva en su ser; las tuvo presentes todas y cada una de ellas antes de crearlas, y las conoce perfectísimamente con todas las mudanzas y destinos que pueden correr. El puede en virtud de su omnipotencia hacer en todo momento con cada ser lo que le plazca. Puede dejar las cosas a merced de sus propias leyes, dejándolas seguir el curso normal de los acontecimientos. Puede asimismo actuar con intervenciones extraordinarias. De esta manera es como mora y asiste también Dios en cada alma, conoce a cada una desde toda la eternidad, con todos los secretos de su existencia y todos los latidos de su vida. Toda alma depende de El; El es libre de abandonarlas a sí mismas y dejar que sigan su propio curso, o de intervenir con mano poderosa en su destino. Uno de estos milagros de su omnipotencia es el nuevo nacimiento de un alma, cuando es vivificada por la gracia santificante.

Una vez más Juan y Teresa están de perfecto acuerdo al afirmar que la inhabitación divina por gracia en las almas es cosa diferente de la presencia divina, común a todos los seres, por la que Dios las conserva en el ser de ellas. Puede Dios morar en el alma «por esencia, presencia y potencia», sin que ella lo sepa ni lo quiera, hasta cuando, endurecida en el pecado, vive en el mayor alejamiento de Dios: posible es que ella no tenga el menor barrunto de la divina presencia en su interior. La inhabitación por gracia solamente es posible en seres personales y espirituales, ya que supone la libre aceptación de la gracia santificante en el que la recibe. (En el bautismo de los niños esta libre aceptación tiene lugar por mediación de un adulto que asume la representación del niño, aceptación que será más tarde ratificada por el bautizado, tácitamente con su vida de fe y expresamente por la renovación de las promesas del bautismo). Ello implica que Dios no puede morar de esta última manera en ninguna alma pecadora, que viva de espaldas a Dios. La gracia santificante incluso se llama así, porque borra el pecado.

Que Dios no pueda morar por gracia en seres impersonales, infrahumanos, es cosa que se deduce de la naturaleza misma de esta manera de presencia divina. Ella implica una influencia permanente, un continuo derramarse de la vida y del ser divino en el alma agraciada. Pues bien, este ser de Dios es vida personal y solamente puede derramarse allí donde por un acto personal se le da entrada. Esta es la razón de que sea imposible la recepción de la gracia si no se la acepta personalmente. El resultado es una fusión de dos vidas y de dos seres, que no es posible sino donde haya un ser que tenga vida interior, espiritual. Solamente un ser que vive por el espíritu puede recibir en sí una vida espiritual.

El alma, en la que mora Dios por gracia, no es simplemente una pantalla impersonal en la que se refleje la vida divina, sino que ella misma está dentro de esa vida. La vida divina es una vida trinitaria, tripersonal: es el amor desbordante con el que el Padre engendra al Hijo y le da su ser, y con el que el Hijo recibe ese ser y se lo devuelve al Padre, el amor en que el Padre y el Hijo son una misma cosa y que lo espiran ambos como su común Espíritu. Mediante la gracia este espíritu se derrama a su vez sobre las almas. De esta manera resulta que el alma vive su vida de gracia por el Espíritu Santo, ama en El al Padre con el amor del Hijo y al Hijo con el amor del Padre.

Este participar la vida trinitaria, puede realizarse sin que el alma experimente en sí la presencia de las divinas personas. De hecho sólo un reducido número de elegidos es el que llega a la percepción experimental de Dios trino en el fondo íntimo de sus almas. Más numerosas son las almas que, guiadas por una fe ilustrada, llegan a un conocimiento vivo y cálido de esa presencia y a un trato amoroso con las tres divinas personas. El que no haya llegado a este tan alto grado puede, con todo, estar unido con Dios por la fe, por la esperanza y el amor, aun cuando no tenga clara conciencia de que Dios vive en su interior y de que allí puede hallarle, de que toda su vida de gracia y de ejercicio de las virtudes es efecto de esta vida divina que con sí atesora, y de la que él mismo participa.

La vida de fe supone una convicción firme de que Dios existe, es creer todo lo que Dios ha revelado, y es estar presto por amor a dejarse regir por la voluntad divina. Como conocimiento sobrenatural, infundido por Dios, de las cosas divinas, es un «comienzo de vida divina en nosotros», pero sólo un comienzo. Ha sido depositada en nosotros juntamente con la gracia santificante, como la semilla que se deposita en un campo; tócanos a nosotros mediante nuestros cuidados hacer que ella brote y se desarrolle hasta formar un gran árbol con abundancia de frutos. Este es el camino que nos ha de conducir, ya en esta vida, a la unión con Dios, si bien la última consumación de esta unión está reservada a la otra vida. Y henos ya ante la tarea de aclarar en qué se diferencian entre sí la unión de amor y la presencia de Dios en el alma por gracia. Es un punto en que el santo Padre y la santa Madre se explican de diferente manera.

La Santa parece ha querido ver en la oración de unión una primera manera de presencia distinta de la presencia por gracia, mientras que, según la Subida, la unión de amor se ha de considerar como un grado superior de la unión por gracia. Por lo demás, también la Santa conoce una unión con Dios, que se ha de alcanzar sencillamente mediante una constante y asidua cooperación con la gracia, la mortificación de los apetitos naturales y el perfecto ejercicio del amor de Dios y del prójimo. Hace en ello mucho hincapié para consuelo de los que no llegan a la llamada oración de unión. Pero antes ha afirmado con la máxima claridad deseable y haciendo no menos hincapié que de ningún modo es posible alcanzar la oración de unión por diligencias propias (5M 1 y 2).

Esta oración es como un arrancar Dios el alma de sí misma, que la hace insensible a las cosas del mundo, a la vez que la deja del todo despierta para Dios. «Porque en hecho de verdad se queda como sin sentido… que ni hay poder pensar, aunque quiera… Hasta el amar, si lo hace, no entiende cómo, ni qué es lo que ama ni qué querría. Todo su entendimiento se querría emplear en tener algo de lo que siente… de manera que, si no se pierde del todo, no menea pie ni mano». Dios obra en ella, «sin que nadie le estorbe ni nosotros mismos». Y lo que Dios obra en ella «es sobre todos los gozos de la tierra y sobre todos los deleites y sobre todos los contentos». Tal unión no dura sino poco tiempo, apenas si pasa de media hora. Mas el modo como Dios permanece durante ella en el alma es de tal naturaleza «que, cuando torna en sí, en ninguna manera puede dudar que estuvo con Dios y Dios en ella. Con tanta firmeza le queda esta verdad que, aunque pasen años sin tornarle Dios a hacer aquella merced, ni se le olvida, ni puede dudar que estuvo. Aun dejemos por los efectos con que queda».

Mientras duraba el misterioso fenómeno, ella no lo ha notado. Pero después bien experimenta y reconoce su realidad. No lo ha visto con claridad, pero «una certidumbre queda en el alma que sólo Dios la puede poner». No se trata de una presencia sentida «en forma corporal, como el Cuerpo de nuestro señor Jesucristo está en el Santísimo Sacramento…, sino de sola la divinidad. Pues ¿cómo lo que no vimos se nos queda con esa certidumbre? Eso no lo sé yo, son obras suyas; mas sé que digo verdad… Basta ver que es todopoderoso el que lo hace; y pues no somos ninguna parte por diligencias que hagamos para alcanzarlo, sino que es Dios el que lo hace, no lo queramos ser para entenderlo».

Sin ella proponérselo, sin embargo, la santa Madre ha hecho algunos intentos de explicación. Ya nos dio alguna, cuando concebía la presencia divina, que ella sentía con una certidumbre tan irrefragable, como la presencia común a todos los seres creados. Una explicación tenemos también en esta afirmación: «Quien no quedare con esta certidumbre, no diría yo que es unión de toda el alma con Dios, sino de alguna potencia, y otras muchas maneras de mercedes que hace Dios al alma». En la verdadera unión Dios se une con la substancia del alma.

Lo que para nosotros tiene un valor extraordinario es que Santa Teresa nos describe con toda sencillez e ingenuidad lo que ella ha experimentado, sin preocuparse de una posible explicación teórica de su experiencia, sin preocuparse tampoco del juicio o censura que su explicación pudiera merecer. Su sencilla y fiel descripción tal vez nos ayude a descubrir qué clase de presencia e inhabitación es la que aquí se da, y nos facilite a la vez un juicio acerca del mismo intento de explicación que ella hace. El alma tiene la certidumbre de que ella estuvo en Dios y Dios en ella. Esta certidumbre le ha quedado de la vivencia de su unión con Dios. Al reconstruir y describir ésta, incluso pone dicha vivencia como elemento esencial de la misma, si bien sólo después de pasado el fenómeno adquiere conciencia del mismo. La conciencia de la unión no es algo externo sobreañadido a la misma unión, sino que pertenece a ella. Allí donde tal conciencia y la certidumbre subsiguiente resultan imposibles, como en las piedras o en las plantas, tampoco puede darse esta manera de unión.

Es, pues, de hecho una unión o presencia diferente de la común a todos los seres creados la que Teresa ha experimentado en la oración de unión. Y esta nueva manera de presencia no siempre se da de hecho ni siquiera allí donde en principio podría darse. La misma Santa lo da a entender claramente, cuando asegura que el alma tiene la certeza de haber estado ella con Dios y Dios con ella. Es una situación transeúnte, pasajera; mientras que la presencia divina «por esencia, presencia y potencia» no se interrumpe en ningún momento, en tanto que un ser subsiste. La cesación de esa presencia sería para el ser creado su hundimiento en la nada.

Así podemos asegurar con San Juan de la Cruz que la presencia que se da en la unión de amor es diferente de la que conserva todas las cosas en su ser.

Por otra parte, de las explicaciones de la santa Madre se desprende bien a las claras que se trata de una presencia e inhabitación diferente de la presencia por gracia, no sólo en grado, sino en especie. Ella exhorta a sus hijas muy encarecida e insistentemente a tender con todas sus fuerzas hacia las máximas alturas de perfección alcanzables con la fiel cooperación a la gracia, hacia la unión total de la voluntad humana con la divina mediante la más perfecta práctica del amor de Dios y del prójimo. Pero con igual encarecimiento e insistencia tilda de desatino el empeñarse en alcanzar esa otra unión que sólo Dios puede dar. Nadie llegará jamás por diligencias propias, ni aun apoyadas por la gracia, a experimentar como realidad viviente la presencia divina en su interior y el sentimiento de estar unido con Dios. Nunca el esfuerzo de la voluntad, ni con la ayuda de la gracia, logrará los maravillosos efectos que se producen en los fugaces momentos de una unión: transformar el alma de tal modo, que ya ella no se reconozca a sí misma, hacer de la oruga, ese gusano feo, una hermosa mariposa. El esfuerzo propio necesitaría muchos años de dura lucha para lograr algo que se le pareciera.

La oración de unión no es todavía la unión a la que apunta siempre San Juan de la Cruz como meta de la Noche Oscura. Es un prenuncio y un primer peldaño para la misma. Sirve de disposición al alma para la perfecta entrega a Dios y de despertador de ansias impacientes porque se repita la merced de la unión y porque su posesión sea permanente. Claramente se ve esto en las Moradas V y VI del Castillo Interior, donde se describen la preparación y la consumación del desposorio espiritual. Análoga descripción se halla en el Cántico Espiritual en la declaración de las canciones XIII y XIV. En estos lugares San Juan de la Cruz y Santa Teresa declaran de consuno que el Desposorio se verifica en medio de un arrobamiento. Dios tira con fuerza del alma hacia sí, de suerte que la naturaleza casi sucumbe bajo el peso de la acción de Dios. La Santa subraya que hace falta mucho ánimo para aceptar este Desposorio. Y en el Cántico Espiritual los labios de la tímida y sobresaltada esposa piden suplicantes al Amado retire sus ojos, en cuanto éste le ha concedido de repente la gracia de la tan ansiada y solicitada mirada.

No está de perfecto acuerdo con esto lo que leemos en otro pasaje sanjuanista, según el cual la posesión por gracia y la posesión por la unión se relacionan entre sí como el desposorio y el matrimonio. La una significaría algo que el hombre podría alcanzar con su voluntad y la asistencia de la gracia, o sea, la total conformidad de la voluntad humana con la divina por la perfecta purificación del alma; la otra supondría la mutua entrega y unión totales (LB 3,9ss). Esta aparente contradicción admite en parte una explicación simplemente terminológica: la palabra desposorio no se halla empleada en ambos pasajes en el mismo sentido. Pero, aparte de esto, existe en ambos pasajes una real diferencia: lo propiamente místico parece ceñirse en el uno a los grados más elevados, en tanto que en el otro se inicia más temprano.

Pero en el problema que tratamos de dilucidar con todas estas consideraciones, lo decisivo es que, en todo caso. San Juan de la Cruz establece ya en los últimos grados una diferencia fundamental entre lo máximo a que se puede llegar con sola la voluntad ayudada de la gracia, y el matrimonio espiritual. Así queda evidentemente superada aquella afirmación de la Subida que quería ver sólo una diferencia de grado entre la unión por gracia y la unión mística. Aparte de esto, en todos los libros del Santo salen al paso pasajes que claramente manifiestan que el comienzo de lo propiamente místico hay que ponerlo en grados mucho más interiores. No tenemos sino recordar aquellos toques en la substancia del alma, de los que se habla en la Subida (2S 32). De ellos se afirma que, cuando se dan, el entendimiento entiende de un modo más eminente y sabroso, que no dependen de lo que haga el alma, que lo único que ésta puede hacer es disponerse para recibirlos, pero no causarlos, que no se reciben sino pasivamente, y que se han de ordenar a la unión con Dios. Todo esto está indicando algo que se halla fuera del camino normal de la gracia: una unión actual y transeúnte, que es un anticipo de la habitual y permanente.

¿Cómo es posible que Juan de la Cruz no se haya definido de modo claro e inequívoco en esta cuestión tan importante? Para dar a esta pregunta una respuesta decisiva, sería menester que conociéramos de la vida íntima de este Santo silencioso algo más de lo que él nos hace adivinar a través de sus escritos y de lo que sus contemporáneos nos han transmitido. Sólo hipotéticamente diremos algo de lo que la historia de su época y las nuevas investigaciones sobre el texto de sus escritos sugieren. Las grandes luchas religiosas de su tiempo, las herejías siempre en aumento, los peligros de un misticismo morboso habían dado lugar a una severa vigilancia sobre los escritos de carácter religioso.

Todo el que escribiera sobre temas de vida interior tenía que contar con que la Inquisición pondría su mano sobre él y sobre sus escritos. No sería temerario pensar que, ante esto, también San Juan de la Cruz tendría la precaución de hacer que no se confundieran sus enseñanzas con las de los iluminados, o Alumbrados (lo que evidentemente lo hace en muchos lugares) y trataría de llevar el camino místico por una línea la más aproximada posible al camino normal de la gracia.

Que un tal propósito presidió, en efecto, la publicación de sus escritos, lo ha demostrado el examen de sus primeras ediciones y el cotejo de unos manuscritos con otros. La Llama de amor Viva y el Cántico Espiritual nos han llegado en dos redacciones manuscritas. Las modificaciones introducidas con posterioridad evidencian, por la mitigación de expresiones más atrevidas y las aclaraciones añadidas, el empeño de prevenir falsas interpretaciones. Estas modificaciones se deben al Santo mismo ¿o son obra de mano ajena? La Subida y la Noche se nos han transmitido en una única redacción. Pero las diferencias entre estos manuscritos y las más antiguas ediciones hasta la edición crítica del padre Gerardo (lo mismo que las diferencias entre las primeras ediciones de la Llama y su primera redacción manuscrita, en la que se basan) son tan notables, que aquí es evidente e innegable la intervención de alguna mano ajena. A la Subida y a la Noche, tal como nos han llegado, les faltan partes. En ambos casos faltan las partes en que debía haberse tratado de intento acerca de la unión, y en las que las cuestiones que aquí nos ocupan habrían hallado aclaración.

¿Será que estas partes nunca fueron escritas o que fueron suprimidas en las copias? (de las cuatro obras sólo poseemos copias, y de ninguna de ellas el original; sólo una de las copias del Cántico tiene correcciones de mano del Santo). Y tal supresión, si la hubo obedeció a indicación del Autor o ¿la impuso una voluntad ajena? Son preguntas a las que nosotros no hemos hallado respuesta.

Con el deseo de hacer luz hemos recurrido a las descripciones, naturales e ingenuas, de nuestra santa Madre. Ellas nos vienen a dar la seguridad, allí donde las diversas formulaciones que hallamos en San Juan de la Cruz infunden dudas. Ellas, como datos auténticos de incalculable valor, no sólo nos dan una base para una formulación teórica. Tenemos además el derecho a suponer que los dos Santos, a pesar de la diferencia de sus caracteres y aun del tipo de santidad y de la diversa apreciación de las gracias místicas no esenciales, son de una misma opinión en cuanto a la concepción fundamental de la vida interior.

El Castillo Interior, lo mismo que los escritos del Santo, han sido compuestos después de haber vivido ambos durante algunos años en Ávila en un intercambio íntimo de ideas. La santa Madre llamó desde entonces a su joven colaborar «Padre de su alma», y Juan aludió ocasionalmente a los escritos de la Santa, para ahorrarse mayores explicaciones, que en aquéllos podían encontrarse (CB 13,7). Si, pues, en las explicaciones que da la Santa acerca de los diversos grados de la unión mística encontramos algo que la haga ser a todas luces específicamente diferente de la unión por gracia, podemos estar convencidos de que estamos en presencia de algo que tiene la aprobación de San Juan de la Cruz. Coordinando, pues, las enseñanzas de ambos reformadores carmelitas, llegamos a confirmarnos en la opinión de que las tres mencionadas maneras de presencia e inhabilitación de Dios en el alma no sólo suponen diferencias de grado, sino que son específicamente diferentes. Veamos de precisar aún más estas diferencias reales.

Es el mismo Dios uno en tres personas el que se hace presente en cada una de esas maneras de presencia, y su esencia inmutable es la misma en todas ellas. Y, con todo, es diversa su presencia, porque el ser en el que esa divinidad una e inmutable viene a morar queda en cada caso modificado en su ser, y esto modifica dicha inhabitación.

La primera forma de presencia no hace otra cosa sino dejar a aquel en quien Dios así se hace presente sometido a la sabiduría y poder divinos y dependiente del ser de Dios. Todo esto es común a todos los seres creados. El ser de Dios y el de la criatura permanecen en esta manera de presencia totalmente separados; entre ellos no media sino una relación, por una de las partes, de dependencia de la otra en su ser y existir, que no supone ninguna mutua compenetración, por tanto, una unión propiamente dicha. Porque para que haya inhabilitación o unión, hace falta por ambas partes una naturaleza dotada de interioridad, es decir, un ser que se vuelva sobre sí y se comprenda a sí mismo y sea capaz de recibir dentro de sí a otro, de modo que surja una unidad que no anule la autonomía del que es recibido ni del que recibe.

Esto no cabe sino entre seres espirituales; sólo un ser espiritual está dentro de sí y puede recibir en su interior a otro, que a su vez sea espíritu. Sólo así se da una verdadera unión. La unión por gracia es ya algo de esta naturaleza. El que se somete al ser, a la sabiduría y querer o poder divinos, ese tal da lugar a Dios en sí, y su ser será penetrado por el ser de Dios. Pero esta penetración no es total y completa, no llega sino hasta donde le permite la capacidad receptora del recipiente.

Para ser penetrada plenamente por el ser divino (en ello consiste la perfecta unión de amor), el alma ha de liberarse de todo otro ser: vaciarse de toda criatura y de sí misma, como San Juan de la Cruz tan machacona e insistentemente lo ha declarado y probado. Amar en su más alta realización es hacerse uno el amante con el amado en una libre entrega mutua: esa es la vida divina en el seno de la Trinidad. Hacia esa plena realización aspiran el amor anhelante y porfiado de la criatura (amor, eros) y el amor misericordioso de Dios que se abaja hasta aquélla (caritas, ágape). Donde estos dos amores se encuentren, allí se irá realizando progresivamente la unión a costa de todo lo que se oponga a su paso y en la medida en que todo esto quede aniquilado. Esto va haciéndose, como ya lo sabemos, a lo largo de la Noche oscura por modo activo y pasivo. Mediante la purificación activa la voluntad humana se va uniendo cada vez más con la divina, pero de tal manera que la voluntad divina no se percibe como realidad presente, sino que es acogida en la oscuridad de la fe. Aquí en realidad hay sólo una diferencia de grado entre la presencia por gracia y la unión de amor. Por el contrario en la purificación pasiva causada por el fuego consumidor del amor divino, la voluntad divina va penetrando progresivamente hasta sentirla como una realidad presente. Y aquí estamos y, a mi parecer, ante una presencia nueva con diferencia más que de grado de la presencia general de Dios por gracia. Tal diferencia puede hacerse más patente, si se la mira a la luz de la interpretación que da San Agustín de las palabras del Evangelio de San Juan: «Muchos creyeron en su nombre…, mas Jesús no se confiaba a ellos».

San Agustín aplica estas palabras a los catecúmenos: ellos creen y se declaran fieles a Cristo, mas Cristo no se les entrega aún en el Santísimo Sacramento. Nosotros podemos aplicarlas a las dos maneras de presencia cuya diferencia tratamos de precisar, a la vez que a la diferencia entre la fe y la contemplación. La presencia por gracia nos la da la virtud de la fe, es decir, esa facultad de aceptar como real lo que no vemos presente y de tener por cierto y verdadero lo que no es demostrable en rigor con argumentos de razón. Es como si se diera un hombre de quien hubiésemos oído ya cosas buenas y maravillosas; nos ha hecho incluso favores y hemos recibido de él grandes regalos; por todo esto nos sentimos poseídos de gratitud y de amor hacia él, y en nuestro interior nace un deseo, que va tomando proporciones crecientes, de conocerlo personalmente. Pero él no se confía todavía a su protegido; no le concede siquiera la satisfacción mínima de una entrevista personal, y menos le ha abierto su interior y le ha hecho entrega de su corazón.

Pues bien, todos estos favores hace Dios al hombre por grados sucesivos mediante la tercera manera de presencia suya, la de la elección mística: Dios le otorga una entrevista personal mediante un contacto o toque en el centro o sustancia del alma; le abre su propio interior, concediéndole especiales ilustraciones sobre la naturaleza de Dios y sobre sus secretos juicios y misterios; le hace el regalo de su propio Corazón, primeramente por una entrevista personal que tendrá lugar en un arrobamiento momentáneo (en la oración de unión; 5M 1; 2N v. 2; CB 13), luego en posesión duradera y permanente, en los desposorios místicos (6M 4; CB 13 y 14) y en el matrimonio espiritual (7M 1; CB 22). Todo esto no es, sin embargo, la visión cara a cara; aquí falla la comparación o símil de la aproximación progresiva entre los hombres. Pero sí se trata de un encuentro de persona a persona y, por lo mismo de un conocimiento experimental ya desde los primeros grados íntimos de la unión. Dios toca con su misma divinidad en lo más hondo del alma (designado también por el Santo como la sustancia del alma). La Divinidad no es sino la misma esencia Divina, es el mismo Dios en persona; su ser en un ser personal; y el fondo o centro del alma es a su vez el centro y principio de la actividad personal de ésta a la vez que el punto de contacto suyo con otra vida personal. Un contacto de persona a persona sólo es posible en el fondo más interior; con un contacto así es como una persona da a sentir a otra su propia presencia. Cuando, pues, alguien se siente tocado de esta manera en lo más íntimo de su ser, es que ha establecido un contacto vivo con otra persona. Esto no es aún la unión, sino un punto de contacto para establecerla.

En cuanto a la unión por gracia, es ya ella como una brecha que se abre a algo nuevo: es una participación de la naturaleza divina, pero el fondo, como quien dice, personal de Dios no se le abre aún al alma, como si no entrara en esa comunicación de naturaleza. Aquí, en esta otra unión, el principio mismo de la vida divina (si cabe hablar así) es el que se pone en contacto sustancial con el fondo íntimo o sustancia del alma, y se hace sentir como presente aunque de modo oscuro y velado. Mediante las ilustraciones acerca de los misterios divinos ese interior cerrado de Dios se va abriendo. Si el alma, cuando se le comunica la gracia, recibe una corriente de vida divina y se ve así elevada sobre su ser, aquí, en la unión mística, es ella la que es introducida en la misma vida y un ser de Dios. En esta unión, en sus diversos grados, se realiza una compenetración mutua con un movimiento que parte desde el principio de ambas vidas personales, y termina en una mutua entrega de persona a persona.

Tenemos que hacer aquí todavía varias observaciones: el solo contacto de Dios en la sustancia del alma no presupone necesariamente la presencia divina por gracia. Puede ser concedida a almas del todo infieles como medio para excitar la fe y como preparación para recibir la gracia santificante. Puede también ser un medio de capacitar a un incrédulo para ser instrumento idóneo para determinados fines. Otro tanto cabe decir de ciertas ilustraciones particulares. La unión, por el contrario, como entrega mutua que es, no puede darse sin fe y sin amor, es decir, sin la gracia santificante. Para establecerla en un alma que no estuviera en gracia, tendría que serle concedida, juntamente con un principio de la misma, la gracia santificante y, como su condición previa, la contrición perfecta. Estas diversas posibilidades son una confirmación de la distinción radical entre la unión por gracia y la unión mística y entre las correspondientes maneras de presencia divina en el alma. Se trata aquí de dos vías distintas escalonadas. Esto no equivale a negar que la vida ordinaria de la gracia prepare el camino a la unión mística.

Si el centro o sustancia del alma es por principio el punto donde se realizan la unión y contacto de persona a persona, se comprende, en cuanto de comprender puede hablarse al hablar de los misterios de la divinidad, que Dios haya escogido dicho centro como el lugar de su morada. Si la unión es el fin para el que han sido creadas y destinadas las almas, por el mismo hecho tienen que darse las circunstancias y condiciones que hagan posible dicha unión.

Se comprende asimismo que este centro más profundo del alma esté al alcance y libre disposición de la misma, ya que la entrega de amor sólo es posible entre seres libres. Esta entrega de amor, que tiene lugar en el matrimonio místico, ¿será también por parte del alma algo diferente de la entrega incondicional que hace de su voluntad a la voluntad divina? Evidente que sí.

Es algo diferente por razón del conocimiento que en ella actúa; cuando Dios se entrega al alma en el matrimonio espiritual, llega a conocer a Dios de un modo como no le había conocido antes, con un conocimiento de que ninguna otra manera pudiera adquirir; antes ni siquiera conocía la profundidad propia. Por consiguiente, tampoco supo antes, como lo sabe ahora, a quién entregaba su voluntad, ni lo que entregaba ni qué clase de entrega exigía de el la voluntad divina. Es diferente por parte de la voluntad: lo es por su objeto, ya que la entrega de la voluntad mira a la unión de la propia voluntad con la divina, y no a unirse con el corazón mismo de Dios, ni con las divinas personas; lo es por su punto de partida, ya que solamente ahora actúa la sustancia o el centro íntimo del alma, sólo ahora la voluntad se abarca a sí misma toda, comprendiendo toda la persona desde el centro de su propia personalidad; lo es por su término: puesto que en la entrega matrimonial el alma no sólo endereza y subordina la propia voluntad a la divina, sino que recibe a su vez a Dios que se le entrega; de aquí que esta entrega de la propia persona resulta al mismo tiempo la más audaz conquista y ganancia muy sobre toda humana ponderación. San Juan de la Cruz lo expresa bien claramente cuando dice que el alma puede dar a Dios más de lo que ella posee y es en sí; que da a Dios el mismo Dios en Dios (3L v. 5 y 6; 3L 78). Estamos, por consiguiente, aquí en presencia de algo que difiere fundamentalmente de la unión por gracia; porque estamos ante la más profunda inmersión del alma en la esencia divina, que la deja como divinizada; una unión e identificación de dos personas que no anula su independencia, sino que precisamente la supone; una compenetración sólo superada y aventajada por la circumincesión de las divinas personas, que es su prototipo. Esta es la unión, que San Juan de la Cruz ha tenido siempre presente como meta final a la que quiere conducir en sus libros, por más que muchas veces haya empleado el término en otro sentido y no haya precisado teóricamente sus características frente a las otras maneras de unión tan netamente como aquí se ha tratado de hacerlo.

Ya lo hemos dicho antes de ahora: el matrimonio místico es unión con las tres divinas personas. Mientras Dios no toca al alma sino en medio de las tinieblas y como en escondido, ésta no puede sentir el contacto personal divino sino confusamente, sin advertir si es una la Persona que la toca o son varias. Mas cuando en la perfecta unión de amor el alma es introducida en la corriente de la vía divina, ya no se puede ocultar que esa vida es una vida tripersonal, y ella entrará en contacto experimental con todas las tres divinas Personas.
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f) Fe y contemplación. Muerte y resurrección

Creemos que la doble inhabitación de Dios en el alma por gracia y por amor místico proporciona una buena base para una clara distinción entre fe y contemplación. De ambas habla frecuentemente San Juan de la Cruz, pero sin compararlas entre sí, sin precisar claramente sus mutuas relaciones. Sus explicaciones dejan muchas veces la impresión de que no llega a haber entre ellas una clara línea divisoria; ambas vienen a ser un medio para la unión, ambas aparecen definidas y descritas como conocimiento oscuro y amoroso. De la oscuridad de la fe habla en particular la Subida del Monte Carmelo (2S 1ss) donde se la compara a la oscuridad de la media noche, que totalmente es oscura, porque para dar lugar a la luz de la fe hemos de renunciar totalmente a la luz del conocimiento natural. A la contemplación se la designa más a menudo con las expresiones del Areopagita: mística teología (sabiduría de Dios secreta) y rayo de tiniebla. Una y otra aparecen muy íntimamente relacionadas y acercadas cuando se nos dice que Dios, cuando se comunica al alma, se esconde en la oscuridad de la fe (2S 8).

Por lo demás, de estas mismas explicaciones de la Subida se desprende con claridad que fe y contemplación no pueden tomarse lisa y llanamente como sinónimos, pues se nos viene a decir que la noche de la fe es guía que nos lleva a las delicias de la contemplación y de la unión. Cierta diferencia entre ellas se presupone también cuando en el Prólogo al Cántico se nos habla de que la sabiduría mística no ha menester entenderse distintamente y que es semejante a la fe, con la cual amamos a Dios sin comprenderle. Si ambas se identificaran, ya no cabría hablar de semejanzas. Tal vez, donde más claramente esté expresada la diferencia y a la vez la estrecha relación entre ellas, sea en aquel pasaje en que se contrapone la contemplación, como conocimiento oscuro y general, a las noticias sobrenaturales, distintas y particulares; «La inteligencia oscura y general está en una sola, que es la contemplación que se da en fe» (2S 9 al final).

Para entender este texto y las relaciones entre fe y contemplación, recuérdese lo dicho anteriormente acerca de las varias significaciones que necesariamente incluye la palabra fe, lo mismo que la palabra contemplación. La fe viene a ser el contenido de la Revelación divina y la aceptación de dicho contenido; y también, por último, la entrega amorosa a Dios, de quien la Revelación nos habla y a quien se la debemos. El contenido de la fe nos suministra la materia para meditar, para ese ejercicio de las potencias del alma sobre las cosas que nos propone la fe, recordándolas, haciéndolas presentes a la imaginación, discurriendo y razonando sobre ellas, sacando de las mismas propósitos y orientaciones para la voluntad. Como fruto de la meditación viene a conseguirse un hábito de inteligencia amorosa (2S 14,2ss). El alma permanece en una actitud de quieta, pacífica y amorosa atención y presencia de Dios, a quien ha llegado a conocer por la fe, sin detenerse en la consideración de ninguna verdad concreta. Como fruto de la meditación, tenemos aquí la contemplación adquirida. En el fondo no se distingue de la fe en su tercer sentido, del «credere in Deum», de esa adhesión a Dios por la fe y el amor.

Pero las más de las veces, cuando Juan de la Cruz habla de la contemplación, tiene presente otra cosa distinta. Dios puede comunicar al alma un conocimiento oscuro y amoroso de Sí mismo aún sin el ejercicio previo de la meditación. Puede ponerla súbitamente en estado de contemplación y de amor, infundirle la contemplación. Esto no tendrá lugar sin relación a la fe. Ordinariamente será gracia que se concederá al alma, ya preparada para recibirla por el ejercicio de una fe viva, con una vida prácticamente ajustada a esa fe. Si alguna vez se comunicara dicha gracia a algún infiel, no creyente, el oportuno conocimiento de los artículos de la fe, que antes no creía, le prestará una buena ayuda para el mejor conocimiento de lo que se le hubiera comunicado. Y la misma alma, fiel al amor, no dejará de acogerse, dejando la oscuridad de la contemplación, a la mayor claridad de los artículos de la fe para por ellos entender lo que se ofrece a su contemplación (CB 12,2). Y lo que a su contemplación se ofrece es, pese a todas las semejanzas y coincidencia, algo fundamentalmente distinto de la contemplación adquirida. El nuevo elemento es que el alma es posesionada por Dios, experimentalmente presente, o también -en los casos de la Noche oscura, en que el alma se ve privada de esa presencia sensible- es la sangrante herida de amor y las ansias vehementes que quedan, cuando Dios se retira del alma. Ambas experiencias son experiencias místicas, basadas en aquella forma de presencia que constituye un contacto de persona a persona en el fondo más íntimo del alma. En cambio, la fe, y todo lo que a la vida de fe pertenece, descansa sobre la presencia de Dios en el alma por gracia.

El contraste entre la presencia sensible y el abandono sensible de Dios en la contemplación mística nos pone ante otro elemento útil para distinguir a ésta de la fe. La fe es, en primer término, objeto del entendimiento. La voluntad participa claramente en la adhesión a la fe, pero ésta es, ante todo, la aceptación de algún concepto. Una de sus propiedades es la oscuridad de la fe. La contemplación es cosa del corazón, es decir, de lo más interior del alma, y por lo mismo, de todas sus fuerzas más íntimas. En el corazón es donde se sienten tanto la presencia como la ausencia aparente de Dios, ya para hacer feliz al alma, ya para dejarla desfallecida en dolorosas ansias. Pues bien, aquí en lo más interior de ella, donde ella parece concentrar todo su ser, es donde el alma se siente a sí misma y ve toda su íntima constitución; y en tanto que no está totalmente purificada, esta visión y percepción le es insufrible martirio, al verse formando tal contraste con la santidad de Dios, presente en ella. Lo que caracteriza, pues, la noche de la contemplación, es no solamente la oscuridad del conocimiento, sino también lo tenebroso de las impurezas del alma y el dolor purificador.

La fe y la contemplación son el medio en que Dios se apodera del alma. La aceptación de la verdad revelada no tiene lugar por una simple decisión de la voluntad. El mensaje de la fe llega a muchos que no la aceptan. Puede ello obedecer a razones o motivos naturales; pero también se dan casos en que, en el fondo, hay como una imposibilidad misteriosa; es que no ha sonado aún la hora de la gracia. Falta aún la presencia por gracia. En cambio, en la contemplación Dios mismo sale al encuentro del alma y se apodera de ella.

Y como Dios es amor, de ahí que el apoderarse Dios del alma es inflamarla en amor conforme a la disposición del espíritu. El amor eterno es fuego devorador, que consume todo lo terreno y perecedero que halla, como son los movimientos que despiertan en el alma las criaturas. En tanto que el alma anda tras las criaturas, está esquivando el amor de Dios, pero no puede huir de El; entonces aun el amor a sí misma se le convierte en fuego consumidor.

El espíritu humano, en cuanto espíritu, está hecho conforme al modelo de un ser imperecedero, inmutable. Esto se manifiesta en la inmutabilidad que atribuye a sus propios estados anímicos; cree que siempre va a permanecer en el estado en que de momento se encuentra (2N 7,3). Es una ilusión, puesto que el espíritu en su existencia temporal se halla sujeto a mudanzas. Pero esa convicción, suya revela también que su existencia no se reduce a lo temporal, sino que hunde sus raíces en la eternidad. Por su naturaleza no puede desintegrarse o descomponerse como los seres compuestos de materia. Pero si él libremente se abraza y ase a lo temporal, entonces llegará a sentir la mano del Dios vivo, el cual con su omnipotencia puede reducirlo a la nada, consumirlo al fuego vengador del amor divino rechazado, o mantenerlo en un eterno consumirse como a los Ángeles caídos. Esta segunda muerte, muerte la más verdadera, sería nuestro destino, de no haber mediado Cristo con su Pasión y muerte entre nosotros y la justicia divina, dando paso a la misericordia.

Ni por su naturaleza ni por libre decisión hubo en Cristo nada que opusiera resistencia al amor. En cada momento de su existencia vivió entregado sin reservas al amor divino. Mas, al hacerse hombre, tomó sobre sí toda la carga de los pecados humanos, se abrazó con ellos en su misericordioso amor, escondiéndolos en su propia alma, con aquel Ecce venio, con el que inauguró su vida terrena, expresamente repetido en su bautismo, y con el Fiat de Getsemaní. Así se fue consumando su sacrificio de expiación, primero, en su interior, y luego en los dolores todos a lo largo de su existencia, pero de modo más espantoso en el Huerto de los Olivos y en la Cruz, porque aquí llegó aún a cesar de momento el gozo que a su alma redundaba de su unión hipostática, para que así quedara más totalmente a merced del dolor, hasta probar el más total abandono de Dios. El Consumatum est señalará el fin de ese holocausto expiatorio, y el Pater, in manus tuas commendo spiritum meum será el definitivo retorno a la eterna e inalterable unión de amor.

Nuestros pecados quedaron destruidos a fuego en la Pasión y muerte de Cristo. Cuando esto creemos y nos unimos al Cristo total, guiados por la fe, lo cual quiere decir que hemos entrado también decididos por el camino del seguimiento de Cristo, ya entonces. Cristo nos va llevando «a través de su Pasión y de su Cruz, a la gloria de la Resurrección». Esto mismo, exactamente, es lo que experimenta el alma en la contemplación: el paso, a través del fuego expiatorio, a la dichosa ventura de la unión de amor. Es lo que da razón de su doble carácter. Es muerte y resurrección. Tras la Noche Oscura brillan los resplandores de la Llama de amor viva.
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3 La gloria de la resurrección

1. En las llamas del Divino amor

Llama de amor viva

I
¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres,
rompe la tela de este dulce encuentro!

II
¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!
Matando, muerte en vida la has trocado.

III
¡Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba obscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

IV
¡Cuan manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras:
y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno,
cuan delicadamente me enamoras!
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a) En el umbral de la vida eterna

El alma ha salido de la noche. Lo que ahora le aguarda supera a cuanto pueda ser expresado por palabras. Las exclamaciones ¡oh, y cuan! tratan de expresar lo que siente. Por esta razón ha diferido el Santo el complacer a la petición de su hija espiritual Ana de Peñalosa de que declarara estas cuatro canciones. Sentía la ineptitud del lenguaje para declarar cosas tan espirituales y entrañables. Pero después de algún tiempo le pareció «que el Señor ha abierto un poco la noticia, y dado algún calor», y se decidió a llevar adelante esta empresa (L Pról.,1, a Ana de Peñalosa).

«¡Algún calor!» De hecho, da la impresión de que no sólo las cuatro estrofas de la canción, sino todo el comentario no es más que un llamear incesante de la «Llama de amor viva». Por ello sólo con un santo respeto nos atrevemos a acercarnos a estos divinos secretos que tienen lugar en lo más íntimo de un alma escogida. Pero una vez que se ha descorrido el velo no está permitido callar. Tenemos ante nosotros lo que la Subida y la Noche nos habían prometido: el alma que, tras el largo camino del Calvario, ha llegado al término de la unión deseada.

Ya hemos advertido antes, que también los primeros escritos evidencian haber sido compuestos por alguien que ya ha alcanzado la meta. De otra forma apenas si sería comprensible La Canción de la Noche Oscura. Pero al declarar las estrofas se ha retrotraído al tiempo en que atravesaba todavía la Noche y la ha descrito como si estuviera todavía aprisionado en ella. Tan sólo mirando hacia adelante nos ha dicho algo acerca de su término. Pero ahora se encuentra sumergido en la radiante luz de la mañana de la Resurrección. Si todavía habla de cruz y de noche es como un recuerdo. Es verdad que esta mirada retrospectiva da mayor significación a esta obra dentro del conjunto: la nueva vida ha nacido de la muerte, la gloria de la Resurrección es el premio de haber aguantado fielmente la Noche y la Cruz. Así es como «toda deuda paga».

El alma «siente, cómo corren de su seno ríos de agua viva» (Jn 7,38), y le parece, que pues con tanta fuerza está transformada en Dios, y tan altamente de él poseída, y con tan ricas riquezas de dones y virtudes arreada, que está tan cerca de la bienaventuranza, que no la divide sino una leve y delicada tela». Cada vez que la embiste esta delicada llama de amor, que en ella arde «la está como glorificando con suave y fuerte gloria» y le parece que va a romper la tela de su vida y que le falta poco para alcanzar la posesión de la felicidad y vida eterna. Así está llena de grandes deseos y suplica ser liberada de la envoltura mortal (L 1,1).

La llama de amor viva es el Espíritu Santo, «a el cual siente ya el alma en sí, como fuego que le tiene consumida y transformada en suave amor», y además «como fuego, que arde en ella y echa llama…, y aquella llama cada vez que llamea, baña el alma en gloria y la refresca en temple de vida divina». El Espíritu Santo causa en el alma inflamaciones de amor, en las que el alma se hace un mismo amor con la divina llama. La transformación en amor es el hábito, estado duradero, al que está el alma transportada, el fuego que arde en ella permanentemente. Sus actos «son la llama que nace del fuego del amor, que tan vehemente sale, cuanto es más intenso el fuego de la unión». En este estado no es capaz el alma de obrar por sí misma. Todos los actos son dados y hechos por el Espíritu Santo, y por esta razón son todos divinos. De aquí que el alma tiene la impresión cada vez que llamea esta llama, de que se le está dando la vida eterna: «pues la levanta a operación de Dios en Dios» (L 1,4). En esta transformación en llama de amor se le comunican el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y tanto se aproxima a Dios, que percibe como un vislumbre de vida eterna y tiene la impresión de haberla alcanzado (L 1,3-4).

La llama del amor divino toca al alma con la ternura de la vida divina y la hiere tan fuertemente en sus entrañas más profundas que se derrite de amor. Mas ¿cómo se puede hablar aquí de heridas? De hecho estas heridas son «como llamaradas tiernísimas de delicado amor», fuegos de la eterna Sabiduría, «llamaradas de tiernos toques, que a el alma tocan por momentos, de parte del fuego de amor que no está ocioso.» (L 1,8).

Esto acontece en el más profundo centro del alma, donde no pueden penetrar ni el sentido ni el demonio, por consiguiente en completa seguridad, substancial y deleitablemente. «Cuanto más deleitable e interior, es más pura: y cuanto hay más de pureza, tanto más abundante y frecuente y generosamente se comunica Dios, y así es tanto más el deleite y el gozar del alma…, porque es Dios el obrero de todo, sin que el alma haga de suyo nada». El alma no puede hacer nada por sí misma si no es con ayuda de los sentidos corporales, de los cuales en este estado está completamente apartada, y así «su negocio es ya sólo recibir de Dios, el cual sólo puede en el fondo del alma…, sin ayuda de los sentidos, hacer obra y mover el alma en ella». De esta forma todos los movimientos del alma son divinos, actos de Dios, pero también actos de la misma alma. «Porque los hace Dios en ella con ella, que da su voluntad y consentimiento» (L 1,9).

Cuando afirma el alma que el Espíritu Santo la ha herido en su más profundo centro, quiere significar que hay otros puntos menos profundos en ella, que corresponden a los grados del amor divino: pero ahora es tocada y alcanzada en su substancia, en su operación y en su fuerza. No quiere con ello significar «que sea esta tan substancial y enteramente como la beatífica visión de Dios en la otra vida…» dícelo solamente «para dar a entender la copiosidad y abundancia de deleite y gloria que en esta manera de comunicación en el Espíritu Santo siente: el cual deleite es mayor y más tierno, cuanto más fuerte y más substancialmente está transformada y reconcentrada en Dios el alma. Mas no acontece esto tan perfectamente como en la vida eterna. «Aunque por ventura el hábito de la caridad puede el alma tener en esta vida tan perfecto como en la otra: mas no la operación y el fruto…» Mas es tan parecido su estado al de la vida futura, que sintiendo el alma ser así, se atreve a afirmar: de mi alma en el más profundo centro. Quien no tenga de ello experiencia lo juzgará exagerado. Mas no es «increíble que el padre de las lumbres, cuya mano no es abreviada y con abundancia se difunde… a un alma ya encaminada y probada y purgada en el fuego de tribulaciones…, y hallada fiel en el amor, deje de cumplirse en esta fiel alma en esta vida lo que el Hijo de Dios prometió, conviene a saber: que si alguno le amase vendría la Santísima Trinidad en él, y morarían de asiento en él (Jn 14,23), lo cual es ilustrándole el entendimiento divinamente en la sabiduría del Hijo, y deleitándole la voluntad en el Espíritu Santo, y absorbiéndole el Padre poderosa y fuertemente en el abismo de su dulzura». Pero en el alma en la que arde la viva llama hace el Espíritu Santo mucho más que en la comunicación y transformación de amor. «Porque lo uno es como un ascua encendida: lo otro, como ascua en que tanto se afervora el fuego, que no solamente está encendida, sino echando llama viva». La unión simple es comparada al «fuego de Dios que está en Sión» (Is 31,9), esto es en la Iglesia militante, en la que el fuego del amor no está en extremo encendido, y la unión de amor con inflamación de amor, «al horno de Dios, que está en Jerusalén», visión de paz en la Iglesia triunfante, en la que este fuego como en un horno está encendido en perfección del cielo, pero echa llamas como horno de fuego en contemplación pacífica, gloriosa y radiante de amor. Experimenta cómo «esta viva llama de amor vivamente le está comunicando todos los bienes». Por ello exclama: «¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres». Como si dijera: ¡Oh encendido amor, que con tan amorosos movimientos regaladamente estás glorificándome, según la mayor capacidad y fuerza de mi alma!, es a saber, dándome inteligencia divina, según toda la habilidad y capacidad de mi entendimiento, y comunicándome el amor, según la mayor fuerza de mi voluntad, y deleitándome en la sustancia del alma con el torrente de tu deleite en tu divino contacto y junta substancial, según la mayor fuerza de mi sustancia y capacidad y anchura de mi memoria».

Cuando se ha terminado la purgación de todas las potencias, «la Sabiduría Divina… profunda y sutil y subidamente con su divina llama la absorbe en sí, y en aquel absorbimiento del alma en la sabiduría, el Espíritu Santo ejercita los vibramientos gloriosos de su llama» (L 1,17). Es el mismo fuego que en la purificación era oscuro y doloroso para el alma y que ahora la ilumina amorosa y beatíficamente. Por ello dice el alma: «¡Pues ya no eres esquiva!». Anteriormente la divina luz no le permitió ver más que sus propias tinieblas. Ahora, como ya está iluminada y transformada, contempla en sí misma la luz. Antes era la llama terrible para la voluntad, porque le hacía sentir dolorosamente su dureza y sequedad, y no podía rastrear la ternura y delicadeza de la llama ni gustar su dulzura, porque estaba estragado su gusto por inclinaciones bastardas. El alma no podía apreciar las inmensas riquezas ni el deleite de la llama de amor y sentía bajo su influjo solamente su propia pobreza y miseria. Piensa en todo ello como en cosa pasada y con esas breves palabras quiere decir: «ya no solamente no me eres oscura como antes, pero eres la divina luz de mi entendimiento, con que te puedo mirar: y no solamente no haces desfallecer mi flaqueza, mas antes eres la fortaleza de mi voluntad con que te puedo amar y gozar, estando toda convertida en divino amor; y ya no eres pesadumbre y aprieto para la sustancia de mi alma, mas antes eres la gloria y deleite y anchura de ella» (L 1,26). Y como se sabe ya tan próxima a la meta, pide por último:

«Acaba ya, si quieres».

Es pedirle perfecto matrimonio espiritual en la visión beatífica. Como el alma en este tan alto estado está completamente abandonada en Dios y sin deseo propio, no puede pedir otra cosa. Mas como vive todavía en esperanza y no tiene la plena filiación divina, suspira por la consumación, y esto tanto más intensamente por cuanto ha experimentado el pregusto y el goce de ello, en cuanto es posible en la tierra. Tan elevado es este grado, que llega a creer que su naturaleza se disuelve, porque la parte inferior es incapaz de soportar un fuego tan subido y potente. Y así sucedería en verdad de no venir Dios en ayuda de la debilidad de su naturaleza y sostenerla con su diestra. Por lo demás estos breves destellos de contemplación son de tal suerte, «que antes sería poco amor no pedir entrada en aquella perfección y cumplimiento de amor». Ve allí el alma que el mismo Espíritu Santo la convida a aquella inmensa gloria y que, como el Esposo en el Cantar de los cantares, la llama: «Levántate, amiga mía, graciosa mía, y mi paloma y, ven…» (Cant 2,10ss.) «Acaba ya si quieres»; con esto pide el alma aquellas dos peticiones que él nos enseñó en el Evangelio, a saber: «Adveniat Regnun tuum; fiat voluntas tua»(L 1,28).

Para que pueda tener lugar la unión perfecta, han de ser retiradas todas las telas que separan al alma de Dios. Pueden ser tres estas telas: «temporal, en que se comprenden todas las criaturas; natural, en que se comprenden las operaciones e inclinaciones puramente naturales…; sensitiva, en que sólo se comprende la unión del alma con el cuerpo, que es vida sensitiva y animal…» La primera y segunda han tenido que haber sido rotas para llegar a la unión en que ya se encuentra el alma. Ello se ha hecho «por los encuentros esquivos de esta llama, cuando era ella esquiva». Ahora sólo queda la tercera tela de la vida sensitiva, y ésta con esta unión con Dios es tan sutil y delgada como un velo. Y cuando se rompe, puede hablar el alma de un dulce encuentro. Porque el morir natural de esta alma es muy diverso del de los demás, aunque sean semejantes las circunstancias de la muerte. «Porque aunque en enfermedad mueran o en cumplimiento de edad, no las arranca el alma sino algún ímpetu y encuentro de amor mucho más subido que los pasados y más poderoso y valeroso, pues pudo romper la tela y llevarse la joya del alma. Y así la muerte de semejantes almas es muy suave y muy dulce más que les fue la vida espiritual toda su vida; pues que mueren con más subidos ímpetus y encuentros sabrosos de amor, siendo ellos como el cisne, que canta más suavemente cuando se muere. Que por eso dijo David que era preciosa la muerte de los justos en el acatamiento de Dios (Sal 5,15), porque por aquí vienen en uno a juntarse todas las riquezas del alma, y van a encontrar los ríos del amor del alma en la mar, los cuales están allí ya tan anchos y represados que parecen ya mares» (L 1,30). Se ve el alma en los umbrales de la entrada en la eterna felicidad y «tan al canto de salir a poseer acabada y perfectamente su reino…; se conoce rica y pura y llena de virtudes y dispuesta para ello, porque en este estado deja Dios al alma ver su hermosura…; porque todo se le vuelve en amor y alabanzas, sin toque de presunción ni vanidad, no habiendo ya levadura de imperfección…; y como ve el alma que no le falta más que romper esta flaca tela de vida natural…, con deseo de verse desatada y verse con Cristo, haciéndole lástima que una vida tan baja y flaca le impida otra tan alta y fuerte, pide que se rompa diciendo: Rompe la tela de este dulce encuentro»(L 1,31).

Como ahora «siente el alma la fortaleza de la otra vida, echa de ver la flaqueza de estotra, y parécele muy delgada tela y aun tela de araña (Sal 89,9) y aun es mucho menos». Porque ahora conoce las cosas como Dios: «todas las cosas le son nada, y ella es para sus ojos nada. Sólo su Dios para ella es el todo».

El alma pide que se rompa la tela, no que la corte: en primer lugar, porque romper es más propio del encuentro; además, «porque el amor es amigo de fuerza de amor y de toque fuerte e impetuoso»… En tercer lugar, porque el amor apetece que el acto sea brevísimo. «Porque tiene tanto más fuerza y valor cuanto es más presto y más espiritual, porque la virtud unida más fuerte es que esparcida». Los actos que en un instante se hacen en el alma, son infundidos por Dios; los que proceden del alma son más bien deseos dispositivos y nunca llegan a ser perfectos actos de amor, sino cuando, como hemos dicho, algunas veces, «Dios los forma y perfecciona con gran gravedad en el espíritu». «En el alma dispuesta por momentos entra el acto de amor, porque la centella a cada toque prende en la enjuta yesca, y así el alma enamorada más quiere la brevedad del romper». No admite dilación ni espera que naturalmente se acabe la vida. «Porque la fuerza del amor y la disposición que en sí ve la hacen querer y pedir se rompa luego la vida con algún encuentro o ímpetu sobrenatural de amor». Sabe el alma «que es condición de Dios llevar antes de tiempo consigo las almas que él mucho ama», consumándolas en breve por medio de este amor. «Por eso es gran negocio para el alma ejercitar en esta vida los actos de amor, porque, consumándose en breve, no se detenga mucho acá o allá sin ver a Dios».

El alma a este impetuoso embestimiento interior del Espíritu Santo le llama encuentro. Dios la acomete con este ímpetu sobrenatural, para levantarla sobre la carne y conducirla a la perfección ansiada. Son verdaderos encuentros: El Espíritu Santo penetra el ser del alma, le esclarece y diviniza, «en lo cual absorbe al alma sobre todo ser el ser de Dios». El alma gusta aquí vivamente de Dios, y llama a este encuentro dulce sobre todos los demás toques y encuentros, porque supera a todos los demás. Así prepara Dios al alma para la perfecta glorificación y le concede la petición de romper el velo, para que en adelante pueda amar a Dios sin barreras, sin fin en la plenitud y saciedad por la que había suspirado (1L 33-36).
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b) Unión con Dios, Uno y Trino

¡Oh cauterio suave.
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!
matando, muerte en vida la has troncado.

En la primera estrofa se ha considerado la unión principalmente como obra del Espíritu Santo. Sólo brevemente hemos notado que las tres divinas personas establecen en el alma su morada. Ahora trataremos de exponer, qué parte tiene cada una de las personas en la «divina obra de la unión». Cauterio, mano y toque son sustancialmente una misma cosa; los nombres han sido impuestos con relación a los efectos. «El cauterio es el Espíritu Santo; la mano es el Padre, y el toque el Hijo». Cada uno le trae un don especial; al Espíritu Santo, al cauterio suave, le debe la regalada llaga. El Hijo, por medio del toque delicado, le da a gustar la vida eterna. El Padre con mano blanda la transforma en Dios. Y, sin embargo, habla ella tan sólo con uno, «porque todos ellos obran en uno, y así todo lo atribuye a uno, y todo a todos»(L 2,1).

Sabemos que el Espíritu Santo es Fuego consumidor (Deut 4,24), «fuego de amor, el cual como sea de infinita fuerza, inestimablemente puede consumir y transformar en sí al alma que tocare. Y por cuanto este divino fuego, en este caso, tiene transformada al alma en sí, no solamente siente cauterio, mas toda ella está hecha un cauterio de vehemente fuego- Y es cosa admirable…, que con ser este fuego de Dios tan vehemente y consumidor que con mayor facilidad consumiría mil mundos que el fuego de aquí una raspa de lino, no consuma y acabe el alma en que arde…, sino que la endiosa y deleita». «La dichosa alma que por grande ventura a este cauterio llega, todo lo sabe, todo lo gusta, todo lo que quiere hace y se prospera, y ninguno prevalece delante de ella, ni le toca». Para ella valen las palabras del Apóstol: «El espiritual todo lo juzga y él de ninguno es juzgado» (1Cor 2,15) y de nuevo: «El Espiritual todo lo rastrea, hasta lo profundo de Dios» (1Cor 1,10). Porque esta es la propiedad del amor: «escudriñar todos los bienes del amado» (L 2,2-4).

El suave cauterio causa una llaga regalada; «porque siendo el cauterio de amor suave, ella será llaga de amor suave, y así será regalada suavemente. Y para dar a entender cómo será esta llaga con quien ella aquí habla, es de saber que e) cauterio del fuego material en la parte do asienta siempre hace llaga, y tiene esta propiedad: que si asienta sobre llaga que no era de fuego, la hace que sea de fuego. Y eso tiene este cauterio de amor, que en el alma que toca, ahora esté llagada de otras llagas de miserias y pecados, ahora esté sana, luego la deja llagada de amor». Y aun las mismas llagas que el amor causa no pueden ser curadas sino por el amor y en esto se diferencia del fuego material. Pero si las cura es para producir otras nuevas. «Porque cada vez que toca el cauterio de amor en la llaga de amor, hace mayor llaga de amor, y así cura y sana más por cuanto llaga más—, hasta tanto que la llaga sea tan grande que toda el alma venga a resolverse en llaga de amor. Y de esta manera..,, hecha una llaga de amor, está toda sana en amor, porque está transformada en amor». A pesar de esto el cauterio no deja de hacer su operación, sino que como buen médico acaricia amorosamente la llaga ya curada.

Este tan alto grado de herida de amor se produce por «un toque sólo de la Divinidad en el alma, sin forma ni figura alguna intelectual ni imaginaria» (L 2,8). Mas se dan todavía otras muy subidas maneras de cauterios con forma intelectual. El Santo nos da aquí una detallada descripción de cómo puede ser el alma herida por un Serafín con una flecha o dardo encendido. No puede referirse más que a la Transverberación de nuestra madre Santa Teresa (V 29). La descripción contiene sin embargo importantes detalles que Santa Teresa no había notado en su propio relato. No es esto de extrañar teniendo en cuenta que la santa había abierto por entero su alma a San Juan de la Cruz y en todo caso se expresó sin reserva, cosa que no pudo hacer en su exposición literaria. El alma -dice el Santo- «siente la herida fina y la hierba con que vivamente iba templado el hierro, como una viva punta en la sustancia del espíritu, como en el corazón del alma traspasado» (L 2,9). «Y en este íntimo punto de la herida que parece queda en medio del corazón del espíritu, que es donde se siente lo fino del deleite, ¿quién podrá hablar como conviene? Porque siente el alma allí como un grano de mostaza muy mínimo, vivísimo y encendidísimo, el cual de sí envía en circunferencia un vivo y encendido fuego de amor; el cual fuego, naciendo de la sustancia y virtud de aquel punto vivo donde está la sustancia y virtud de la yerba, se siente difundir sutilmente por todas las espirituales y sustanciales venas del alma…». Con ello ve el alma que crece más en alto grado el del amor. Y en este ardor se afina el amor tanto, que le parece como si hubiera en ella mares de fuego amoroso que llegan a lo alto y a lo bajo inundando de amor la parte superior e inferior del alma. En este fuego el mundo entero le parece un mar de amor, en el que está ella engolfada, sintiendo en sí el punto y centro vivo del amor. «Y lo que aquí goza el alma no hay más que decir sino que allí siente cuan bien comparado está en el Evangelio el reino de los cielos al grano de mostaza que por su gran calor, aunque tan pequeño, crece en árbol grande (Mt 13,31); pues que el alma se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel punto encendido del corazón del espíritu.

«Pocas almas llegan a tanto como esto. Mas algunas han llegado, mayormente las de aquellos cuya virtud y espíritu se había de difundir en la sucesión de sus hijos, dando Dios la riqueza y valor a las cabezas en las primicias del espíritu según la mayor o menor sucesión que habían de tener en su doctrina y espíritu» (También esta observación apunta a la Santa Madre).

En algunas ocasiones esta herida interior se hace visible externamente en el cuerpo. El Santo acude para explicarlo a las llagas de San Francisco, a quien, cuando le llagó el Serafín con las cinco llagas, «también salió… el efecto de ellas al cuerpo, imprimiéndolas también en el cuerpo y llagándole también, como las había impreso en su alma llagándola de amor; porque Dios, ordinariamente, ninguna merced hace al cuerpo que primero y principalmente no la haga en el alma». Y cuanto mayor es el deleite y la fuerza del amor como consecuencia de la herida interior, «tanto mayor es el de fuera en la llaga del cuerpo y creciendo lo uno crece lo otro», porque «estando estas almas purificadas y puestas en Dios, lo que a su corruptible carne es causa de dolor y tormentos…, en el espíritu fuerte y sano le es dulce y sabroso. Pero cuando el llagar es sólo en el alma, sin que se comunique fuera, puede ser el deleite más intenso y más subido; porque como la carne tenga enfermado el espíritu, cuando los bienes espirituales de él se comunican también a ella, ella tira la rienda y enfrena la boca de este ligero caballo del espíritu y apágale su gran brío, porque si él usa de la fuerza la rienda se ha de romper…» (L 2,13).

La breve alusión a la variedad de heridas de amor es digna de tenerse en cuenta, por cuanto demuestra el cuidado que ha puesto el Santo en esclarecer su propia experiencia con lo que ha acontecido a otras almas; por ella se ve también con cuánta claridad ha establecido su distinción y con qué seguridad afirma lo que es para él postulado fundamental: por muy subidas que puedan ser las heridas de amor en la experiencia visionaria, no pueden equipararse con lo que de manera puramente espiritual acontece en la esencia del alma. Esto concuerda con la teoría de las relaciones entre el cuerpo y el alma que en este pasaje esboza San Juan de la Cruz; el alma en cuanto espíritu, es esencialmente la que ejerce el dominio, pero como se encuentra en el estado de naturaleza caída, aun en los grados más altos del proceso místico, tiene que sostener el peso del cuerpo y se siente oprimida por la envoltura terrena; el orden de la gracia se acomoda a este orden primordial de la naturaleza y así sus dones ante todo y en primera línea se conceden al alma. y sólo eventual mente, a través del alma, redundan en el cuerpo.

La mano que produce la herida, es el Padre piadoso y omnipotente: mano «que pues tan generosa y dadivosa cuanto poderosa y rica, ricas y poderosas dádivas dará al alma cuando se abre para hacerla mercedes». El alma siente cómo se posa amorosa sobre ella y cómo la toca tanto más delicadamente cuanto esta misma mano podría hundir el mundo en el abismo, si con mayor fuerza la aplicara. Ella mata y ella da vida y nadie puede escaparse a su poder. «Mas tú ¡Oh divina vida! nunca matas sino para dar vida…; cuando castigas levemente tocas, y eso basta para consumir el mundo; pero cuando regalas muy de propósito asientas, y así del regalo de tu dulzura no hay número. Llagásteme para sanarme ¡oh divina mano! y mataste en mí lo que me tenía muerta sin la vida de Dios en que ahora me veo vivir y esto hiciste con la liberalidad de tu generosa gracia de que usaste conmigo con el toque con que me tocaste del resplandor de tu gloria y figura de tu sustancia (Hebr 1,3), que es tu Unigénito Hijo, en el cual siendo él tu Sabiduría, tocas fuertemente desde un fin hasta otro fin (Sab 8,1); y este Unigénito Hijo tuyo, ¡oh mano misericordiosa del Padre! es el toque delicado con que me tocaste en la fuerza de tu cauterio y me llagaste.

“Oh, pues, tú, toque delicado, Verbo Hijo de Dios, que por la delicadeza de tu ser divino penetras sutilmente la sustancia del alma, y tocándola toda delicadamente en ti la absorbes toda en divinos modos de deleites y suavidades nunca oídos en la tierra de Canaán, ni vistos en Teman! (Bar 3,22). ¡Oh, pues, mucho, y en gran manera mucho delicado toque del Verbo, para mí tanto más, cuanto habiendo trastornado los montes y quebrantado las piedras en et Monte Oreb con la sombra de tu poder y fuerza que iba delante de ti, te diste más suave y fuertemente a sentir al profeta en el silbo de aire delicado! (1Re 19,11-12). ¡Oh aire delgado! como eres aire delgado y delicado, di: ¿cómo tocas delgada y delicadamente. Verbo, Hijo de Dios, siendo tan terrible y poderoso? ¡Oh dichosa, y muy mucho dichosa el alma a quien tocares delgada y delicadamente, siendo tan terrible y poderoso! Di esto al mundo, mas no se lo quieras decir al mundo, porque no sabe él de aire delgado y no te sentirá, porque no te pueden ver ni te pueden recibir. sino aquellos. Dios mío y vida mía, te verán y sentirán tu toque delgado, que enajenándose del mundo se pusieren en delgado, conviniendo delgado con delgado, y así te puedan sentir y gozar… Oh. pues, otra vez y muchas veces delicado toque tanto más fuerte y poderoso, cuanto más delicado; pues que con la fuerza de tu delicadeza deshaces y apartas al alma de todos los demás toques de las cosas creadas y la adjudicas y unes sólo para ti; y tan delgado efecto y dejo dejas en ella, que todo otro toque de todas las cosas altas y bajas le parece grosero y bastardo y le ofende aun mirarle y le es pena y grave tormento tratarle y tocarle».

Cuanto es más delgada tanto más crece su capacidad y cuanto más sutil y delicada tanto se hace más comunicativa. El Verbo es infinitamente sutil y delicado, y el alma delicado, y el alma por su purificación se ha convertido en un vaso ancho y capaz. Y cuanto más fino y delgado es el toque tanto más deleite proporciona. Este toque divino no tiene forma ni figura, porque el Verbo que es el que lo hace no puede caer bajo modo ni manera alguna. Es toque sustancial, es decir, que obra en el alma por medio de la divina sustancia que es simplicísima, por tanto, inefable. Y como es infinito es infinitamente delicado» (L 2,16-20). De esta forma puede decir «que a vida eterna sabe». No es esto imposible, porque toca la substancia de Dios en la sustancia del alma. El placer que experimenta es inefable. «Ni yo querría hablar en ello, porque no se entienda que aquello no es más de lo que se dice, que no hay vocablos para declarar». Las almas tienen su lenguaje propio para declarar cosas tan subidas de Dios, y sólo pueden entenderlo aquellas a quienes han sido comunicadas: estas se alegran de haberlas recibido y las guardan en secreto. Acontece aquí como con la piedra blanca de que habla San Juan (Ap 2,17) que nadie la conoce, sino el que la recibe. Este divino toque encierra en sí un pregusto de la vida eterna, aunque no se goza tan perfectamente como en la gloria. El alma «gusta aquí de todas las cosas de Dios, comunicándosele fortaleza, sabiduría, amor, hermosura, gracia, bondad, etc. Que como Dios sea todas estas cosas, gústalas el alma en un solo toque de Dios, y así el alma según sus potencias y sus sustancias goza. Y de este bien del alma a veces redunda en el cuerpo la unción del Espíritu Santo y goza toda la sustancia sensitiva y todos los miembros y huesos y médulas…, con sentimiento de gran deleite y gloria, que se siente hasta en los últimos artejos de pies y manos» (L2,22). En este pregusto de vida eterna se siente el alma ricamente y sobre todo merecimiento pagada de todos los trabajos, tribulaciones, tentaciones y penitencias pasadas. Y así se cumple el verso «y toda deuda paga».

Si son muy pocos los que llegan «a tan alto estado de perfección de unión de Dios», la causa no hay que buscarla en Dios que quiere que todos sean perfectos pero encuentra pocos vasos que «sufran tan alta y subida obra». La mayoría «no queriendo sujetarse al menor desconsuelo y mortificación, (Dios) no va adelante en purificarlos y levantarlos del polvo de la tierra por la labor de la mortificación…». «¡Oh almas que os queréis andar seguras y consoladas en las cosas del espíritu! si supieseis cuánto os conviene padecer sufriendo para venir a esa seguridad y consuelo…, llevaríais la cruz, y, puestas en ella. querríais beber la hiel y vinagre puro y lo habríais a gran dicha, viendo cómo muriendo así al mundo y a vosotras mismas viviríais en Dios en deleites de espíritu, y así, sufriendo con paciencia y fidelidad lo poco exterior, mereceríais que pusiese Dios los ojos en vosotras para purgaros y limpiaros por algunos trabajos más espirituales, para daros bienes más de adentro». De aquí proviene el que «son muy pocos los que merecen ser consumados por pasiones, padeciendo a fin de venir a tan alto estado» (L 2,30).

Volviendo atrás la vista conoce el alma que todo ha servido para su salvación y que la luz brota de las tinieblas. No solamente le han sido pagadas todas las deudas, sino que quedan muertos todos los apetitos imperfectos que le querrían arrebatar la vida espiritual. Y así Dios matando, muerte en vida la ha trocado.

La vida de que aquí habla puede entenderse de dos maneras: la visión beatífica, que sólo se puede alcanzar por la muerte natural, y la perfecta vida espiritual, que es posesión de Dios por amor: a ella lleva la mortificación de todos los vicios y apetitos. Lo que llama aquí el alma muerte, «es todo el hombre viejo, que es el uso de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo y los apetitos y gustos de criaturas». En todo esto consiste la vieja vida, y se identifica con la muerte de la nueva vida espiritual. En esta nueva vida de unión, todos los apetitos, potencias, inclinaciones y operaciones deben transformarse en divinas. «Vive vida de Dios y así se ha trocado su muerte en vida. que es vida animal en vida espiritual». Su entendimiento se ha transformado en entendimiento divino, su voluntad, su memoria y todos sus apetitos están divinizados. «Y la sustancia de esta alma, aunque no es sustancia de Dios, porque no puede sustancialmente convertirse en él, es Dios por participación de Dios». Y por ello puede con todo derecho decir el alma: -vivo yo, mas ya no soy yo el que vivo, sino Cristo el que vive en mí- (Gál 2,20). De aquí que siempre «el alma anda interior y exteriormente como de fiesta y trae con gran frecuencia en el paladar de su espíritu un júbilo de Dios, grande, como un cantar nuevo, envuelto en alegría y en amor en conocimiento de su feliz estado». Dios, que todo lo hace nuevo, renueva también al alma permanentemente. No la deja, como antes, volver atrás, sino que aumenta sus merecimientos; «además del conocimiento que tiene de las mercedes recibidas, siente a Dios aquí tan solícito en regalarle con tan preciosas y delicadas y encarecidas palabras, y de engrandecerla con unas y otras mercedes, que le parece al alma que no tiene él otra en el mundo a quien regalar, ni otra cosa en que se emplear, sino que todo es para ella sola; y sintiéndolo así lo confiesa como la esposa en los Cantares: Mi amado es para mí y yo soy para mi amado» (Cant 2,16; L 2,36 final).
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c) Entre resplandores de gloria divina

¡Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

El alma rebosa gratitud ante las gracias que le vienen de la unión. Sus potencias y sentidos, en otro tiempo ciegos y en tinieblas, ahora están transparentes de luz y encendidos por las noticias que recibe y que la inflaman en fuego de amor. Así es como puede ahora devolver luz y amor al Amado, lo cual colma su felicidad.

En su unión sustancial con Dios recibe el alma noticias de las excelencias y propiedades de todos los atributos divinos, encerrados en la unidad de la esencia divina: su omnipotencia, sabiduría, bondad, misericordia, con su pureza y limpieza, etc. y «como cada una de estas cosas sea el mismo ser de Dios en un solo supuesto suyo. que es el Padre o el Hijo o el Espíritu Santo, siendo cada atributo de estos el mismo Dios, y siendo Dios infinita luz e infinito fuego divino…, de aquí es que en cada uno de estos atributos, que son innumerables, luzca y dé calor como Dios, y así cada uno de estos atributos es como una lámpara que luce al alma y da calor de amor». En un solo acto de unión recibe el alma noticia de los diversos atributos divinos, y así «juntamente le es al alma el mismo Dios muchas lámparas, que distintamente le lucen en sabiduría y dan calor». De esta manera estas lámparas, todas ellas juntas y cada una en particular, van inflamando al alma. «Porque todos estos atributos, son un ser…; y así todas estas lámparas son una lámpara, que según sus virtudes y atributos, luce y arde como muchas lámparas…». Porque el resplandor que le da esta lámpara del ser de Dios, en cuanto es omnipotente, le da luz y calor de amor de Dios, en cuanto es omnipotente». Pero a la vez la llena del resplandor de Dios, en cuanto es sabiduría omnisciente y así ya le es una lámpara de sabiduría. Y ni más ni menos le ocurre con los demás atributos divinos que juntamente aquí al alma se representan en Dios. Admirable es el deleite que el alma recibe del calor y luz de estas lámparas, admirable e inmenso, «porque es tan copioso como de muchas lámparas, que cada una abrasa en amor. y ayuda también el calor de la una al calor de la otra, y la llama de la una a la (lama de la otra, así como también la luz de la una a la luz de la otra, porque por cualquier atributo se conoce el otro; y así todas ellas están hechas una luz y un fuego» (L 3,5).

El alma se siente profundísimamente sumergida y engolfada en delicadas llamas y llagada sutilmente de amor por cada una de ellas y aún más llagada por todas ellas juntas en amor de vida de Dios, «echando ella muy bien de ver que aquel amor es de vida eterna, la cual es juntura de todos los bienes. Dios comunica al alma su amor y sus favores conforme a todos sus atributos; porque la favorece y ama con su omnipotencia y su sabiduría, con su bondad y santidad, con su justicia y misericordia, con su pureza y limpieza, etc. Y la ama con suma estimación y quiere igualarla consigo y se le muestra en medio de estas noticias de la unión con rostro alegre y gracioso. Y derrama sobre ella impetuosos ríos de amor, y la deja «maravillosamente letificada, según toda la armonía de su alma y aun la de su cuerpo, hecha todo un paraíso de regadío divino». Y tan suave es el inmenso fuego que la consume, que es como aguas de vida que hartan la sed del espíritu con el ímpetu deseado. Es aquel fuego figurado en el maravilloso hecho que refiere e! libro de los Macabeos: el fuego sagrado, que había sido escondido por Jeremías en una cisterna, en el interior de ésta se había convertido en agua; pero sacada al altar del sacrificio, de nuevo se transformó en fuego (2Mac 1,19-22). Cual suave y deleitosa agua es el espíritu divino, cuando está escondido en las venas del alma, pero cuando sale a la luz del día para ser quemado en el altar del amor divino, es ya llamas vivas de fuego. Pero como aquí el alma se halla inflamada y puesta en ejercicio de amor, más bien las llama lámparas que agua.

Todo esto no viene a ser más que un intento, que se queda corto, de expresar lo que en realidad sucede en el fondo de todo, «porque la transformación del alma en Dios es indecible» (L 3,8 final).

Por los resplandores de que se habla y con los que resplandece el alma se entienden las noticias, envueltas en amor, que los atributos y perfecciones de Dios dan de sí al alma. Envuelta en estos atributos y perfecciones, ella misma resplandece como ellos, hecha resplandores de amor. Mas la luz de estos divinos resplandores no es como la luz de las lámparas materiales. Estas alumbran con sus llamaradas los objetos que están en torno y fuera de ellas; aquellas, en cambio, alumbran y hacen ver lo que está dentro de las mismas llamas. Y e! alma. que se halla precisamente metida dentro de aquel incendio de luz, queda transformada y hecha resplandores; es como el aire que está en la llama, encendido y transformado él mismo en llama.

Los movimientos de esta llama divina, sus vibraciones y llamaradas, no son ya sólo obra del alma, sino de ella y del Espíritu Santo juntos; y «no sólo son resplandores, sino glorificaciones en el alma…, los juegos y fiestas alegres que en el segundo verso de la primera canción decíamos que hacía el Espíritu Santo en el alma». Parece como si en ellos quisiera darle Dios la vida eterna y acabarla de trasladar a la gloria, que este fin llevan todas las gracias primeras y postreras que Dios la hace. Más, aunque estos movimientos del Espíritu Santo sean tan eficaces, no acaban de absorber al alma en la plenitud de la gloria «hasta que llegue el tiempo en que salga… de esta vida de carne, y pueda entrar en el centro del espíritu, de la vida perfecta en Cristo».

Pero no se vaya a atribuir estos movimientos de la llama, de que se ha hablado, propiamente a Dios, sino al alma. Porque Dios es inmutable; aunque parezca que se mueve en el alma, en sí mismo no se mueve.

Estos resplandores pueden llamarse por otro nombre obumbraciones, como lo hizo el ángel en la Anunciación (Lc 1,35). Porque obumbrar o hacer sombra «quiere decir tanto como amparar y favorecer y hacer mercedes». Porque cubrir una persona a otra con su sombra equivale a estar cerca para protegerla y asistirla. Ahora bien, cada cosa hace sombra conforme a su propia naturaleza. «Si la cosa es opaca y oscura, hace sombra oscura; y si la cosa es clara y sutil, hace la sombra clara y sutil». Así son las sombras que hacen las lámparas encendidas y resplandecientes de los atributos divinos. «La sombra que hace al alma la lámpara de la hermosura de Dios será otra hermosura al talle y propiedad de aquella hermosura de Dios; y la sombra que le hace la sabiduría de Dios, será otra sabiduría de Dios al talle de la de Dios; y la sombra que la hace la fortaleza será otra fortaleza al talle de la de Dios…, o por mejor decir, será la misma hermosura y la misma sabiduría y la misma fortaleza envuelta en sombra, porque el alma acá perfectamente no la puede comprender». Pero como esta sombra de Dios es al talle del ser y propiedad de Dios, el alma conoce en sombra perfectamente la excelencia y grandeza adivinas. Así la omnipotencia y sabiduría divinas como su bondad y gloria infinitas, todas ellas desfilan «en las claras y encendidas sombras de aquellas claras y encendidas lámparas», y todas ellas las conoce y busca el alma. De esta manera va viendo, conociendo y gustando todas las riquezas reunidas y encerradas en la unidad y simplicidad infinitas de la esencia divina. Y el conocimiento de lo uno no impide el conocimiento y gusto perfecto de lo otro; antes cada gracia y virtud es luz que alumbra cualquier otra grandeza divina. La pureza de la sabiduría divina hace que, viéndose una, se vean otras muchas cosas en ella (Cfr. L 3,15).

Toda esta gloria es la que viene a inundar «las profundas cavernas del sentido». Por éstas se entienden ¡as potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito», y cuanto más padecieron cuando aún estaban vacías, tanto más se gozan y deleitan ahora que de su Dios están llenas. No sentían antes el gran vacío de su profunda capacidad, mientras no estaban vacías, purgadas y limpias de toda afición de criatura. La menor cosilla que a ellas se pegue basta a hacerlas tan insensibles a su mal, «que no sientan su daño ni echen menos sus inmensos bienes, ni conozcan su capacidad… Con ser capaces de infinitos bienes, basta el menor de ellos a embarazarlas de manera que no los puedan recibir hasta de todo punto vaciarse… Pero cuando están vacías y limpias, es intolerable la sed y hambre y ansia del sentido espiritual. Porque como son profundos los estómagos de estas cavernas, profundamente penan, porque el manjar que echan menos también es profundo, que… es Dios. Y este tan grande sentimiento comúnmente acaece hacia los fines de la iluminación y purificación del alma». Y es que, cuando el apetito espiritual está purgado de toda criatura y afección de ella, ha perdido su temple natural y ha tomado el de Dios y tiene ya el vacío hecho. «Y como todavía no se le comunica lo divino en unión de Dios, llega el penar de este vacío y sed más que a morir, mayormente cuando por algunos visos y resquicios se le trasluce algún rayo divino, y no se le comunica Dios. Y estos son los que penan con amor impaciente, que no pueden estar mucho sin recibir o morir» (L 3,18 final).

La primera caverna es el entendimiento: su vacío es sed de Dios y ansia de la divina sabiduría. La segunda caverna es la voluntad, la cual siente hambre de Dios y suspira por el amor perfecto. La tercera caverna es la memoria, la cual se deshace y derrite por la posesión de Dios. Lo que en estas cavernas puede caber es Dios mismo. Y como Dios es profundo e infinito, así la capacidad de ella en cierta manera será infinita, infinita y profunda también su hambre y sed, y su desgarramiento y pena muerte sin fin. Y aunque esta pena no sea tan intensa como las de la otra vida, éstas pueden servir para dar una idea de las que aquí se padecen, pues está ya el alma con la necesaria disposición para recibir en sí la plenitud de la vida eterna. Pero como este penar tiene su asiento en el amor, no hay para él ningún alivio. «Porque cuanto mayor es el amor, es tanto más impaciente por la posesión de su Dios, a quien espera por momentos de intensa codicia» (L 3,22).

Pero si el alma ansia a Dios con tantas veras, posee ya al que ama, y así ¿no parece que no puede ya penar más? «Porque en el deseo…, que tienen los ángeles de ver al Hijo de Dios, no hay pena ni ansia, porque ya le poseen». Y como la posesión de Dios da deleite y hartura, «tanto más de hartura y deleite había el alma de sentir aquí en este deseo, cuanto mayor es el deseo, pues tanto más tiene a Dios; y no de dolor y pena» (L 3,23).

Bien estará aquí advertir que hay dos modos de poseer a Dios: por gracia solamente y por unión. Entre ellos existe la misma relación que entre el desposorio y el matrimonio. En el desposorio hay una sola voluntad por ambas partes, frecuentes visitas del esposo a la esposa, e intercambios de regalos; pero no hay comunicación recíproca ni unión de las personas, como la hay en el matrimonio. De la misma manera la voluntad de Dios y la del alma, por la total purificación de ésta, han llegado a una completa y libre conformidad; el alma ha llegado ya entonces a tener «todo lo que puede por vía de voluntad y gracia, y esto es haberle Dios dado en el sí de ella su verdadero si y entero de su gracia. Y este es un alto estado de desposorio espiritual del alma con el Verbo de Dios. en el cual el Esposo le hace grandes mercedes y la visita amorosísimamente muchas veces».

Pero todos estos favores tan altos que aquí recibe el alma no admiten comparación con los del matrimonio espiritual; no son sino una preparación para éste. Porque para esto no sólo necesita estar purificada de toda afección de criaturas, mas ha menester de otras disposiciones positivas de visitas y dones de Dios, con los que se va más purificando y hermoseando y adelgazando para estar decentemente dispuesta para tan alta unión. Esto requiere algún tiempo, en unos más. en otros menos. La preparación la van haciendo las unciones del Espíritu Santo. Cuando estas unciones son más elevadas, «suelen ser las ansias de las cavernas del alma extremadas y delicadas. Porque como aquellos ungüentos son ya más próximamente dispositivos para la unión con Dios, porque son más allegados a Dios, y por eso saborean al alma y la engolosinan más delicadamente de Dios, es el deseo más delicado y profundo, porque el deseo de Dios es disposición para unirse con Dios» (L 3,26). Dichos ungüentos del Espíritu Santo «son ya tan sutiles y de tan delicada unción, que penetrando ellas la íntima sustancia del fondo del alma, la disponen y la saborean de tal manera que el padecer y desfallecer en deseo con inmenso vacío de estas cavernas es inmenso». Pero cuanto más subida y delicada sea la disposición, tanto más perfecta será la hartura y fruición que sentirá el sentido del alma, una vez realizada la unión. «Por el sentido del alma entiende aquí la virtud y fuerza que tiene la sustancia del alma para sentir y gozar los objetos y las potencias espirituales, con que gusta la sabiduría y amor y comunicación de Dios». El alma llama a sus potencias «profundas cavernas del sentido», porque por medio de ellas siente y gusta las grandezas de la sabiduría y excelencia divinas. Y «como siente que en ellas caben las profundas inteligencias y resplandores de las lámparas de fuego, conoce que tiene tanta capacidad y senos, cuantas cosas distintas recibe de inteligencias, de sabores, de gozos, de deleites, etc., de Dios». Del mismo modo que el sentido común de la fantasía es el receptáculo y archivo en que se reciben las formas e imágenes del sentido, así «este sentido común del alma que está hecho receptáculo y archivo de las grandezas de Dios, está tan ilustrado y tan rico cuanto alcanza de esta alta y esclarecida posesión» (L 3,68-69). En otro tiempo estuvo «oscuro y ciego», es decir, antes que Dios le esclareciese y alumbrase. El ojo corporal no puede ver lo que está en la oscuridad o cuando él está ciego. Así el alma, aunque tenga vista muy potente y sana, no puede ver nada cuando Dios, que es su luz, no la alumbra. Y a la inversa, si su ojo espiritual está cegado por el pecado o por el apetito de cosas creadas, inútilmente le embiste la luz divina. No reconoce su propia oscuridad, es decir, su ignorancia. Hay que hacer distinción entre las tinieblas del pecado y la simple oscuridad o la ignorancia no culpable, tanto acerca de lo natural como de lo sobrenatural. Conforme a esto, el sentido del alma antes de la purificación del alma estaba ciego en doble sentido. «Porque hasta que el Señor dijo: Hágase la luz, estaban las tinieblas sobre el haz del sentido del alma, el cual cuanto es más abismal y de más profundas cavernas, tanto más abisales y profundas cavernas y tanto más profundas tinieblas hay en él acerca de lo sobrenatural, cuanto Dios, que es su luz, no le alumbra; y esle imposible alzar los ojos a la divina luz ni caer en su pensamiento, porque no sabe cómo es, no habiéndola visto, y por eso no la podrá apetecer; antes apetecerá tinieblas, porque sabe cómo son, e irá de una tiniebla en otra, guiado por aquella tiniebla». Mas cuando Dios ha comunicado al alma la luz de la gracia, entonces el ojo de su espíritu queda esclarecido, abriéndose a la luz divina. Y si antes un abismo de tinieblas llamaba a otro abismo de tinieblas (Sal 18,3) ahora un abismo de gracia llama a otro abismo de gracia, que es esta transformación del alma en Dios, de modo que podemos decir que la luz de Dios y la del alma toda es una, unida la luz natural del alma con la luz sobrenatural de Dios y luciendo ya la sobrenatural solamente.

El sentido del alma estaba asimismo ciego, porque gustaba de otra cosa que de Dios. Es que el apetito se atravesaba como catarata o como una nube ante el ojo de la razón; así éste estaba ciego para la suma hermosura y las inmensas riquezas de Dios. Si ante los ojos se pone un objeto, por pequeño que sea, basta para impedir la vista de otros objetos situados más lejos, por grandes que sean. Así basta un pequeño apetito que el alma tenga para impedir a ésta la vista de todas las grandezas de Dios. En estas condiciones el «ojo del juicio» no ve sino aquella catarata o nube, ya de un color, ya de otro; y piensa que es Dios aquella catarata que se le pone sobre el sentido, siendo así que Dios no cae dentro del alcance del sentido. Por consiguiente, los que todavía no están purgados y libres de los apetitos y gustos, deben desengañarse y convencerse de que andan errados en sus juicios. Tendrán por gran cosa las cosas más viles y bajas para el espíritu y que más halagan al sentido, y las que son de más valor y alteza para el espíritu no las estimarán y las tendrán en poco. Al hombre animal, es decir, al que vive según los apetitos y gustos naturales, hasta los apetitos que tienen su raíz en el espíritu se le vuelven completamente naturales. Ni siquiera cuando el alma apetece a Dios, le apetece siempre sobrenaturalmente, sino sólo cuando ese apetito es infundido por Dios, dando él la fuerza de tal apetito (L 3,72-74).

Este sentido, pues, del alma, estaba oscuro y ciego por sus apetitos y desordenadas inclinaciones. Mas ahora ha sido iluminado por efecto de esta altísima y sobrenatural unión con Dios; es más, él mismo se ha convertido en luz resplandeciente, y puede ya

«con extraños primores,
calor y luz dar junto a su querido».(cfr. L 3,70-76)

Las cavernas están totalmente inundadas por la luz de las lámparas divinas; y ellas mismas están ardiendo y, con amorosa gloria inclinadas hacia Dios, están enviando a Dios en Dios esos mismos resplandores que de El tienen recibidos, como el vidrio hace con la luz que le envía el sol, y aun de más subido modo, por intervenir aquí la propia voluntad. Y esto se verifica con tal perfección y primores tales y tan extraños, que exceden todo común pensar y no se pueden ponderar con palabras humanas. Porque conforme a la perfección y primores con que el entendimiento, hecho uno con el de Dios, recibe la sabiduría divina, así es como emite él hacia Dios luz y calor de la misma sabiduría. Y conforme a la perfección con que la voluntad está unida con la bondad divina, es la perfección y primor con que ella da a Dios en Dios la misma bondad. Porque el alma no recibe sino para tener qué dar; y así está devolviendo a su Querido en su Querido toda la luz y todo el calor que recibe de su Querido. Estando hecha una misma cosa con El mediante esta sustancial transformación, es ella como una sombra de Dios, y así «hace ella en Dios por Dios lo que El hace en ella por sí mismo, al modo que él lo hace…» Y así «como Dios se le está comunicando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad tanto más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios… allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee en posesión hereditaria, con propiedad de derecho como hijo de Dios adoptivo…; y como cosa suya, le puede dar y comunicar a quien ella quisiere de voluntad…Y así dale ella a su Querido, que es el mismo Dios que se lo dio a ella». De donde redunda al alma «como inestimable deleite y fruición, porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser… Y Dios se paga con aquella dádiva del alma que con menos no se pagaría, y le toma Dios con agradecimiento como cosa que de suyo le da el alma», y en eso mismo la ama y de nuevo libremente se entrega al alma. Y así entre Dios y el alma está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos… «Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, dando con tanta liberalidad a Dios a sí mismo como cosa suya…; lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en esta vida por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido con extraños primores calor y luz dan junto a su Querido». Junto, dice, porque juntos se comunican el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo en el alma, y ellos son luz y fuego para ella.

Extraños y subidísimos quilates alcanza, en efecto, aquí el amor del alma a Dios, lo mismo que el gozo que de ello al alma redunda, y la alabanza y gratitud que a Dios tributa. Lo primero, ama aquí el alma a Dios, no por sí, sino por El mismo, «porque ama por el Espíritu Santo, como el Padre ama al Hijo». Lo segundo, ama el alma a Dios en Dios; «porque en esta unión vehemente se absorbe el alma en amor de Dios, y Dios con gran vehemencia le entrega al alma». Y, por último, el alma ama aquí a Dios por quien El es. «Porque no le ama sólo porque para sí es largo, bueno y glorioso, etc…., sino mucho más fuertemente, porque en sí es todo esto esencialmente».

De ahí que la fruición sea también tan soberana, por cuanto es un gozar de Dios por el mismo Dios. Porque como el alma tiene unido el entendimiento con la omnipotencia, sabiduría y bondad divinas, aunque no con tanta claridad como lo será en la otra vida, se deleita sobremanera en todas estas cosas entendidas clara y distintamente. Además sólo halla ya gozo y deleite en Dios, sin que la tiente ninguna otra criatura. Y goza a Dios sólo por quien él es, sin mezcla alguna de propio gusto.

En cuanto a la alabanza que el alma tributa a Dios en estas alturas, se caracteriza por tributar la ya de oficio, porque ve que para su alabanza la crió Dios. Le alaba, lo segundo, por los bienes que recibe y por el deleite que tiene en alabarle. Lo tercero, le alaba «por lo que Dios es en Sí; porque aunque el alma ningún deleite recibiese, le alabaría por quien El es» (L 3,84).
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d) Vida escondida de amor

¡Cuan manso y amoroso
recuerdas en mi seno,
donde secretamente solo moras;
y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno,
cuan delicadamente me enamoras!

Habla el alma de una maravillosa operación de Dios que de vez en cuando experimenta en ella. Y acude a su mente la imagen de quien despertara de un sueño y respirara; tiene la impresión de que algo semejante sucede en ella.

«Muchas maneras de recuerdos hace Dios al alma, tantos que, si hubiéramos de contarlos, nunca acabaríamos. Pero este recuerdo que aquí quiere dar a entender el alma, que le hace el Hijo de Dios, es, a mi ver, de los más levantados y que mayor bien hacen al alma; porque este recuerdo es un movimiento que hace el Verbo en la sustancia del alma, de tanta grandeza y señorío y gloria y de tanta suavidad, que le parece al alma que todos los bálsamos y especies odoríficas y flores del mundo se trabucan y menean, revolviéndose para dar su suavidad; y que todos los reinos y señoríos del mundo y todas las potestades y virtudes del cielo se mueven. Y que no sólo eso, sino que también todas las criaturas, virtudes y sustancias y perfecciones y gracias de todas las cosas relucen y hacen el movimiento, todo a una y en uno… De aquí es que, moviéndose este gran Emperador en el alma, cuyo principado, como dice Isaías, trae sobre su hombro, que son las tres máquinas celeste, terrestre e infernal, y las cosas que hay en ellas, sustentándolas todas (como dice San Pablo) con el verbo de su virtud, todas a una parecen moverse, al modo que al movimiento de la tierra se mueven todas las cosas naturales que hay en ella, como si no fuesen nada… aunque esta comparación es harto impropia, porque acá no sólo parecen moverse, sino que también todas descubren las bellezas de su ser, virtud, hermosura y gracias, la raíz de su duración y vida. Porque echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y de abajo tienen su vida y fuerza y duración en El»: aunque conoce estar el ser de Dios «con infinita eminencia» sobre estas cosas, tanto que las conoce mejor en el ser de Dios que en las mismas cosas.

«Y este es el deleite grande de este recuerdo, conocer por Dios las criaturas y no por las criaturas a Dios… (L 4,5) Y cómo sea este movimiento, como quiera que Dios sea inmovible, es cosa maravillosa, porque aunque entonces Dios no se mueve realmente, al alma le parece que en verdad se mueve; porque como ella es la innovada y movida por Dios para que vea esta sobrenatural vista, y se le descubren con tanta novedad aquella divina vida y ser y armonía de todas las cosas y criaturas en ella con sus movimientos en Dios, parécete es Dios el que se mueve, y que toma la causa el nombre del efecto que hace» (L 4,6). Así es el alma la movida y la que despierta del sueño de vista natural a vista sobrenatural.

«Lo que yo entiendo, cómo se haga este recuerdo y vista del alma, es que, estando el alma en Dios sustancialmente, como lo está toda criatura, quítale de delante algunos de los muchos velos y cortinas que ella tiene antepuestos, para poderle ver como él es. Y entonces traslúcese y viséase algo entreoscuramente, porque no se quitan todos los velos, aquel rostro suyo lleno de gracias, el cual como todas las cosas está moviendo con su virtud, parécese juntamente con él lo que está haciendo, y parece moverse él en ellas y ellas en él con movimiento continuo. Y por eso le parece al alma que El se movió y recordó, siendo ella la movida y recordada» (L 4,7). Que así es como atribuyen los hombres a Dios lo que en ellos se halla: que siendo ellos los dormidos y caídos dicen a Dios que El sea el que se levante y se despierte. «Pero a la verdad, como quiera que todo el bien del hombre venga de Dios y el hombre de suyo ninguna cosa pueda que sea buena, con verdad se dice que nuestro recuerdo es recuerdo de Dios… De donde porque el alma estaba dormida en sueño de que ella jamás por sí misma no pudiera recordar, y sólo Dios es el que la pudo abrir los ojos y hacer este recuerdo, muy propiamente le llama recuerdo de Dios a esto» (L 4,9). «Totalmente es indecible lo que el alma conoce y siente en este recuerdo de la excelencia de Dios». Y es que esa, excelencia divina se le comunica en la sustancia del alma, a la que llama su seno, y se manifiesta con inmensa fuerza haciéndose oír en ella como un potente coro de voces, «de multitud de excelencias de millares de millares de virtudes nunca numerables de Dios», en medio de las cuales queda el alma «terrible y sólidamente ordenada como haces de ejércitos y suavizada y agraciada con todas las suavidades y gracias de las criaturas» (L 4,10).

El que el alma, no obstante la flaqueza de la carne, pueda aguantar tan fuerte comunicación sin desfallecer ni quedar amilanada, solamente se explica en primer lugar, porque se halla ya en estado de perfección. La parte inferior está ya muy purgada y conformada con el espíritu, de suerte que no siente el detrimento y penas que en las anteriores comunicaciones. Y es que, además, y ésta es la segunda causa y explicación. Dios se le muestra aquí «manso y amoroso». Es El quien tiene cuidado de que el alma no reciba ningún detrimento y quien sostiene el natural en el momento de comunicar al espíritu su grandeza. «Y así tanta mansedumbre y amor siente el alma en El cuanto poder y señorío de grandeza». Y si fuerte es el deleite, tan fuerte es el amparo divino en mansedumbre y amor, para hacerle capaz de sufrir tan fuerte transporte. Y así el alma más bien queda fuerte y firme que desfallecida. El rey del cielo trata aquí con ella amigablemente como con su igual y hermano. Desciende de su trono para inclinarse hacia ella y abrazarla. Y allí la viste de las vestiduras reales, que son las virtudes de Dios; la envuelve en el resplandor del oro, que es la caridad; y hace lucir en ella las piedras preciosas de las noticias de las sustancias superiores e inferiores (cfr. L 4,4-13). Todo esto pasa en la íntima sustancia del alma donde El «secretamente sólo mora». Verdad es que Dios en todas las almas mora en secreto y encubierto, que de no ser así, no podrían ellas subsistir. Pero «en unas mora solo, en otras no mora solo; en unas mora agradado y en otras mora desagradado; en unas mora como en su casa mandándolo y rigiéndolo todo, y en otras mora como extraño en casa ajena, donde no le dejan mandar ni hacer nada. El alma en que menos apetitos y gustos moran, es donde El más solo y agradado y más como en casa propia mora, rigiéndola y gobernándola, y tanto más secreto mora cuanto más solo. Y así en esta alma, en que ya ningún apetito ni otras imágenes ni formas ni afecciones de alguna cosa criada moran, secretísimamente mora el Amado, con tanto más íntimo e interior y estrecho abrazo cuanto ella… está más pura y sola de otra cosa que Dios». Ni el demonio ni el entendimiento del hombre pueden saber ni sospechar lo que allí pasa. Mas para la misma alma no es cosa tan secreta, porque «siempre siente en sí este abrazo». Pero todavía hay aquí esa diferencia que existe entre el momento del sueño y del de la vigilia o despertar. Sucede muchas veces como si el Amado estuviera dormido en el seno del alma, de modo que no hay comunicación de noticias ni de amor entre ambos, hasta que luego parece despertarse.

¡Dichosa el alma que siempre siente estar Dios descansando en ella y reposando en su seno! ¡Cuánto le conviene apartarse de cosas, huir de negocios y vivir con inmensa tranquilidad, porque ni con la más mínima motica ni bullicio inquiete ni revuelva el seno del amado! Porque si estuviese siempre en ella recordando, comunicándole noticias y amores, ya sería estar en la gloria. En otras almas que no han llegado a esta unión de amor, las más de las veces mora secreto para ellas, porque no le sienten de ordinario, sino cuando Ellas hacen algunos recuerdos sabrosos, que no son del género y metal de los que están en estado de perfecta unión de amor, ni tampoco son tan secretos para el demonio ni al entendimiento del hombre como los otros, por no ser del todo espirituales; quedan también algunos movimientos del sentido todavía. Mas en aquel recuerdo que el esposo despierta en el alma perfecta todo es perfecto, porque todo lo hace El. Entonces aquel aspirar y recordar es al modo de cuando uno despierta y respira, sintiendo el alma un extraño y singular deleite al percibir el aspirar del Espíritu Santo (L 4,16). Por eso añade:

«Y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno,
¡cuan delicadamente me enamoras!»

«En la cual aspiración, llena de bien y de gloria y delicado amor de Dios para el alma, yo no querría hablar ni aun quiero, porque veo claro que no tengo de saber decir, y parecería menos, si lo dijese. Porque es una aspiración que hace al alma Dios, en que por aquel recuerdo del alto conocimiento de la deidad la aspira el Espíritu Santo con la misma proporción que fue la inteligencia y noticia de Dios, en que la absorbe profundísimamente en el Espíritu Santo, enamorándola con primor y delicadeza divina, según aquello que vio en Dios. Porque siendo la aspiración llena de bien y gloria, en ella llenó el Espíritu Santo al alma de bien y gloria, en que la enamoró sobre toda lengua y sentido en los profundos de Dios;
y por eso, aquí lo dejo» (L 4,17).
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e) Características de la Llama, con relación a los libros anteriores del Santo

Si un sentimiento de incapacidad para expresar lo inefable impone silencio al Santo, ¿cómo nos hemos de atrever nosotros a añadir nada positivo a sus palabras? Sólo nos queda agradecerle el que nos haya concedido asomarnos hacia ese mundo de maravillas, ese paraíso terrenal situado ya en los linderos del paraíso celeste. Sin embargo, vamos a hacer un intento de relacionar lo que aquí acaba de revelarnos con lo que ya anteriormente conocemos por él. El amor a las almas abrió sus labios y movió su pluma; quiso darles alientos para subir el duro Calvario, la senda estrecha y empinada que termina en cimas tan felices y luminosas.

Hemos señalado con esto en pocas palabras la íntima conexión que existe entre la Llama y los dos tratados anteriores, cuyo objeto propio era el camino de la Cruz: la Subida y la Noche. Una confrontación rigurosa de su contenido ideológico sólo nos sería posible teniendo a nuestra disposición las partes quizás perdidas o quizás nunca escritas de esas dos obras primeras. De todos modos, una cosa cabe afirmar, y es que, a la vista de lo que esos primeros escritos anticipan acerca de la unión, tenemos la impresión de hallarnos ante nuevos elementos de experiencia. La postura fundamental sigue siendo la misma: no hay más camino para llegar a la unión que el de la cruz y el de las noches, la muerte del hombre viejo. Ni tenemos que suprimir después nada de lo que repetidamente hemos subrayado antes: que el poeta y cantor de la noche había llegado ya para entonces a la unión. Pero parece ser que la unión se va perfeccionando en la noche, es decir, en la Cruz. El Santo no parece haber descubierto y experimentado hasta más tarde, con inmensa satisfacción suya, todo lo anchamente que ya desde esta vida puede abrirse el cielo a un alma.

Fue también más feliz la suerte externa del último escrito suyo que el de los primeros. No queremos con esto decir solamente que esta obra quedó terminada y se conservó entera. Si las otras obras de hecho quedaron incompletas (nosotros siempre hemos dejado esta cuestión abierta y en suspenso), quizás se debe a que la declaración se escribió más tarde que el poema, y a distancia de éste, no sólo cronológica sino también psicológica. La Subida y la Noche tienen un tono mucho más marcadamente didáctico que la Llama. El pensador está ante el poema, expresión de una experiencia suya primera, casi como ante algo ajeno; en todo caso, como ante una realidad pasada y considerada de modo impersonal y objetivo. Y el afán por concretar con claridad su pensamiento sobre los conceptos allí encerrados y explicar las imágenes que le sirven de hilo conductor, le lleva tan lejos, que pronto abandonará en la Subida su propósito primero de explicar el canto, estrofa por estrofa y verso por verso, y no lo reanudará sino más tarde en la Noche.

En cambio, en la Llama el canto y su declaración forman una unidad. No perjudica a esta unidad el que entre la composición del primero y la redacción de la otra haya transcurrido algún tiempo. Todo lo contrario; Juan demoró algún tanto el comentario, porque le pareció una empresa imposible de realizar a un entendimiento humano. Se decidió a acometerla en un momento en que de nuevo sintió encenderse en su alma el fuego del amor, inundándole de luces divinas. Y entonces se le abrió como por encanto e iluminó con más profundas luces lo que antes había escrito. Así resulta natural y nada forzada esa estrecha y lógica ilación de pensamiento entre las cuatro estrofas. La unidad del conjunto sólo se interrumpe por un enérgico razonamiento dirigido a algunos directores de almas, ignorantes y de tosca mano. Prescindiendo de esta interrupción, la obra es de una sola pieza, animada desde el principio al fin por un alto vuelo poético y místico. De la sobreabundancia de luz resulta otra de las propiedades de su estilo. El Santo siempre vivió y respiró en las Sagradas Escrituras.

Sin ningún esfuerzo acuden en tropel a los puntos de su pluma en todo momento imágenes y comparaciones de los libros sagrados, y gusta de echar mano de ellas para avalar y confirmar con palabras de la Escritura lo que por propia experiencia aprendió. Pero la consonancia de la experiencia propia con la palabra revelada y los hechos de la Historia Sagrada es aquí particularmente impresionante. Se ve cómo para el Santo todo velo cae y todo se le vuelve transparente para poder iluminar las secretas comunicaciones entre Dios y el alma. Lo que para la vista no ilustrada no pasa de ser un acontecimiento material se vuelve para el Santo, como la cosa más natural, en expresión y símbolo de un fenómeno místico. Baste un ejemplo: Mardoqueo, que salva la vida del Rey Asuero, es para Juan de la Cruz figura del alma que sirve fielmente al Señor sin recibir premio alguno en recompensa. Pero ya llegará el día en que le paguen aquí todos los trabajos y servicios, «haciéndole no sólo entrar dentro del palacio y que esté delante del Rey vestido con vestiduras reales, sino que también se le ponga la corona y el cetro y silla real, con posesión del anillo real, para que todo lo que quisiere haga, y lo que no quisiere no lo haga en el Reino de su Esposo» (L 2,5).
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2 El cántico nupcial del alma

a) El Cántico Espiritual y su relación con los demás escritos

Cuando Juan habla de la unión del alma con Dios en cualquiera de sus escritos, las palabras del Cantar de los Cantares gustan de acudir en tropel a sus labios. Pero en los días en que con particular violencia fue sacudida su alma por todas las penas y todos los gozos del amor, en sus meses de prisión en Toledo, el viejo poema nupcial brotó de su corazón con nuevas resonancias. Este poema se nos ha transmitido en dos redacciones, cuyas diferencias tienen su importancia para nosotros.

Canciones entre el alma y el Esposo

Esposa
1
¿Adonde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
como el ciervo huiste, habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

2
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.

3
Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas, ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.

Pregunta a las criaturas

4
¡Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prado de verduras,
de flores esmaltado,
decid si por vosotros ha pasado!

5
Mil gracias derramando,
Pasó por esos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.

Esposa

6
¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero,
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero,
que no saben decirme lo que quiero.

7
Y todos cuantos vagan,
de ti me van mil gracias refiriendo.
Y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

8
Mas, ¿cómo perseveras,
oh vida, no viviendo donde vives,
y haciendo porque mueras
las flechas que recibes
de lo que del Amado en ti concibes?

9
¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste,
y no tomas el robo que robaste?

10
Apaga mis enojos
pues que ninguno basta a deshacellos,
y véante mis ojos,
pues eres lumbre dellos,
y sólo para ti quiero tenellos.

11
Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

11(12)
¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados,
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!

12(13)
Apártalos, Amado, que voy de vuelo.

Esposo

Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado por el otero asoma,
al aire de tu vuelo, y fresco toma.

Esposa 13(14)

Mi Amado las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos.

14 (15)
La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena, que recrea y enamora.

***

(TEXTO B)

15
Nuestro lecho florido
de cuevas de leones enlazado,
en púrpura tendido,
de paz edificado,
de mil escudos de oro coronado.

16
A zaga de tu huella
las jóvenes discurren al camino,
al toque de centella,
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.

17
En la interior bodega
de mi amado bebí y cuando salía
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía,
y el ganado perdí que antes seguía.

18
allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
y yo le di de hecho a mí, sin dejar cosa,
allí le prometí de ser su esposa.

19
Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en servicio,
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio.

20
Pues ya si en el ejido
de hoy más no fuere vista ni hallada,
diréis que me he perdido;
que andando enamorada,
me hice perdidiza y fui ganada.

III

21
De flores y esmeraldas,
en las frescas mañanas escogidas,
haremos las guirnaldas
en tu amor florecidas,
y en un cabello mío entretejidas.

22
En sólo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste,
mirástele en mi cuello,
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.

23
Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

24
No quieras despreciarme,
que, si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejase.

25
Cogednos las raposas,
que está ya florecida nuestra viña,
en tanto que de rosas
hacemos una piña
y no parezca nadie en la montiña.

26
Detente, cierzo muerto;
ven, austro, que recuerdas los amores,
aspira por mi huerto y corran sus olores
y pacerá el Amado entre las flores.

Esposo

27
Entrádose ha la esposa
en el ameno huerto deseado
y a su sabor reposa
el cuello reclinado
sobre los dulces brazos del Amado.

28
Debajo del manzano
allí conmigo fuiste desposada;
allí te di la mano
y fuiste reparada
donde tu madre fuera violada.

29
A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores,
y miedos de las noches veladores:

30
por las amenas liras
y canto de serenas os conjuro
que cesen vuestras iras
y no toquéis el muro
porque la esposa duerma más seguro.

Esposa

31
¡Oh ninfas de Judea!
en tanto que en las flores y rosales
el ámbar perfumea,
mora en los arrabales
y no queráis tocar nuestros umbrales.

32
Escóndete, Carillo,
y mira con tu haz a las montañas
y no quieras decillo,
mas mira las compañas
de la que va por ínsulas extrañas.

***

(16)
Cazadnos las raposas,
que está ya florecida nuestra viña,
en tanto que de rosas
hacemos una pina,
y no parezca nadie en la montiña

(17)
Detente, cierzo muerto,
ven, austro, que recuerdas los amores,
aspira por mi huerto,
y corran tus olores,
y pacerá el Amado entre las flores.

Esposo

(18)
Oh ninfas de Judea,
en tanto que en las flores y rosales
el ámbar perfumea,
mora en los arrabales,
y no queráis tocar nuestros umbrales.

(19)
Escóndete, Carillo,
y mira con tu haz a las montañas,
y no quieras decillo
mas mira las compañas
de la que va por ínsulas extrañas. Esposo

(20)
A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores
y miedos de las noches veladores:

(21)
por las amenas liras,
y canto de serenas os conjuro
que cesen vuestras iras,
y no toquéis al muro,
porque la Esposa duerma más seguro.

(22)
Entrado se ha la Esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa,
el cuello reclinado
sobre los dulces brazos del Amado.

(23)
Debajo del manzano,
allí conmigo fuiste desposada,
allí te di la mano,
y fuiste reparada
donde tu madre fuera violadas.

Esposa

(24)
Nuestro lecho florido
de cuevas de leones enlazado
en púrpura tendido
de paz edificado
de mil escudos de oro coronado.

(25)
A zaga de tu huella
las jóvenes discurren al camino
al toque de centella
al adobado vino;
emisiones de bálsamo divino.

(26)
En la interior bodega
de mi Amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega
ya cosa no sabia
y el ganado perdí que antes seguía.

(27)
Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa
y yo le di de hecho
a mi, sin dejar cosa;
allí le prometí de ser su esposa.

(28)
Mi alma se ha empleado
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mí ejercicio.

(29)
Pues ya si en el ejido
de hoy más no fuere vista ni hallada,
diréis que me he perdido;
que andando enamorada
me hice perdidiza y fui ganada.

(30)
De flores y esmeraldas
en las frescas mañanas escogidas
haremos las guirnaldas
en tu amor floridas
y en un cabello mío entretejidas.

(31)
En sólo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste
mirástele en mi cuello
y en él preso quedaste
y en uno de mis ojos te llagaste.

(32)
Cuando tú me mirabas
su gracia en mi tus ojos imprimían;
por eso me adamabas
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

(33)
No quieras despreciarme,
Que si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mírame
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste.

***

Textos B y J

Esposo

33 (34)

La blanca palomica
al arca con el ramo se ha tomado,
y ya la tortolica,
al socio deseado
en las riberas verdes ha hallado.

34 (35)
En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía a solas su querido,
también en soledad de amor herido.

Esposa

35 (36)
Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.

36 (37)
Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas,
y allí nos entraremos,
y el mosto de granadas gustaremos.

37 (38)
Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía,
y luego me darías
allí, tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día.

38 (39)
El aspirar del aire,
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire, en la noche serena
con llama que consume y no da pena.

39 (40)
Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía,
y el cerco sosegaba,
y la caballería a vista de las aguas descendía.

Este poema, compuesto en la cárcel, es de una riqueza incomparable de imágenes y conceptos. Y esto es lo que le distingue notablemente de las estrofas de la Noche Oscura y de la Llama. En éstas tenemos en cada caso una única imagen que domina todo el conjunto: la salida nocturna, el fuego que arde con su penacho de llamas. Cierto que también en el Cántico hay un hilo conductor que da unidad al conjunto; ya volveremos sobre ellos; pero engarzadas en él hay una multitud de imágenes que se suceden y cambian constantemente. Allí vemos sencillez y reposo; aquí el alma y la creación entera en variado movimiento. No se trata de simple diversidad de estilo poético; la diferencia de estilo es consecuencia de otra más profunda diferencia de vivencias que le sirven de fundamento. La Noche y la Llama dan, como quien dice, un perfil de la vida mística en un determinado momento de su proceso, en un momento cabalmente en que el alma, dejadas todas las cosas creadas tras de sí, tan sólo se ocupa de Dios. Únicamente en una mirada retrospectiva se alude a sus relaciones con las cosas del mundo. El Cántico Espiritual reproduce, no sólo en la explicación sino en las estrofas mismas, el proceso místico entero y ha sido escrito por un alma profundamente afectada y presa de los encantos todos de la creación visible. Sobre ese preso en oscura celda, que es nuestro poeta y artista, tan sensible al encanto de la música, el mundo exterior del que se halla separado parece precipitarse con todas sus maravillosas imágenes y sus arrobadoras armonías. Claro es que él no se queda en las imágenes ni en las armonías. Estas son para él como una clave cifrada con la que discurrir y poder darse a entender sobre lo que secretamente pasa en su alma. Se trata, efectivamente, de una misteriosa clave tan rica de sentido, que al mismo Santo llega a parecerle imposible hallar palabras adecuadas para declarar todo lo que el Espíritu Santo con gemidos inenarrables hizo oír en su alma. Porque es al Espíritu Santo al que estas estrofas se deben. Están compuestas «en amor de abundante inteligencia mística». El espíritu de Dios se las ha inspirado al alma en la que ha fijado su morada, y ni el mismo agraciado podría hacerlas comprender ni declararlas al justo. El poeta, por lo mismo, renuncia de antemano a declararlo todo. Su intento es «sólo dar alguna luz general», y, por lo demás, dejar esos dichos de amor «en toda su anchura para que uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu». Cuenta el Santo con que la sabiduría mística «no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y afición en el alma».

Así es como el Espíritu Santo, que ha infundido a esta alma su amor, facilitará a otras almas amantes el modo misterioso de expresar dicho amor. Por eso advierte que no hay para qué atarse ni a su propia interpretación. Después de leer sus comentarios, nosotros hemos de agradecerle sinceramente esta advertencia; porque el contraste entre el vuelo y entusiasmo poético-místicos del poema y el tan distinto estilo de su declaración es aquí mucho más profundo y notable que en la Subida y en la Noche. Tenemos aquí el polo opuesto de la Llama, si bien ambos escritos cronológica e ideológicamente se acercan mucho. No sólo ocurre aquí lo que en los otros tratados anteriores, es decir, que el pensador y el maestro se hallan ante el poema como ante una realidad pasada y casi ajena. (A ello ha contribuido en cada caso la distancia del tiempo: la mayor parte de las canciones datan de 1578 en Toledo, la primera versión de las declaraciones fue redactada en Granada en 1584). Es que además se tiene la impresión de que, aparte del intento principal de descifrar y explicar con propósitos doctrinales el simbolismo del poema, actuaba en el autor alguna otra consideración. Parece como si detrás de sus hijos e hijas espirituales, para los que se escribe en primer término, el Santo tuviera presente otro público menos bien dispuesto y menos dócil. Ya cuando tratábamos de comprender y explicar la Subida y la Noche Oscura nos vino la sospecha de que tal vez, en la importante cuestión de los límites entre la vida propiamente mística y la de la gracia ordinaria, la explicación no es del todo franca, sino que parece influenciada por la preocupación del ojo vigilante de la Inquisición y de la sospecha del iluminismo, a que se exponía de antemano todo lo místico. El Cántico Espiritual parece aún más influenciado por esta consideración y preocupación. Las modificaciones de la segunda redacción parecen estar en el fondo impuestas por ellas. Y aun estas modificaciones no se limitan a las declaraciones, sino que inciden profundamente en el poema mismo.

Permítasenos aquí señalar ante todo cuatro hechos que al parecer están íntimamente relacionados: 1° La segunda redacción contiene una estrofa o canción que faltaba en un principio. (Cierto es que esta estrofa apareció ya en algunas ediciones impresas, que en lo demás salieron conformes a la primera redacción, pero probablemente fue tomada de algún manuscrito de la segunda). 2° La segunda redacción divide el Cántico en tres partes: I, II, III. 3° Introduce una alteración en el orden de las estrofas, alterando la estructura inicial del poema. 4° Intercala a continuación del poema, antes de comenzar la declaración de la primera canción, un argumento, que aquí se ha añadido y que recuerda la división corriente de las tres vías, corresponde la consiguiente división del Cántico en tres partes. (Conforme a esto, al hacer en el curso de la obra un resumen retrospectivo del camino recorrido habrá una alusión a las tres vías: cfr. CB 22,2).

La Canción 11, que se ha añadido, expresa el ansia del alma por la clara y directa visión de Dios en la vida eterna y provoca la nueva explicación de las canciones 36-39 (35-38): canciones, que en la primera redacción evidentemente se refieren al estado del matrimonio espiritual, pero a las que en la segunda, mediante algunas variaciones y adiciones hechas a la declaración, se les ha dado el carácter de una descripción anticipada de la vida eterna.

Todo esto acusa la existencia de un propósito unitario en la segunda redacción: el de presentar el proceso místico en una forma la más tradicional y menos sospechosa posible y de limitar el matrimonio espiritual al período más próximo a la última perfección y consumación del alma en la vida eterna. Pronto habremos de examinar si también la alteración en el orden de las canciones habrá obedecido al mismo propósito.

Si la reelaboración de las primeras declaraciones obedece a un intento de aclarar y precisar todo lo que pudiera infundir sospecha y ser mal interpretado, parece que esta precaución tampoco estuvo ausente de la primera redacción. Ya en los prólogos a la Subida y la Llama el Santo hizo su habitual declaración de que en todo se sometía al juicio de la Santa Madre Iglesia, remitiéndose además a la doctrina de las Sagradas Escrituras. Pero aquí hace esto mismo aún con más machacona insistencia. Asegura al final del prólogo (CB Pról. 4) que no afirmará cosa de suyo ni se fiará de su propia experiencia ni de lo que en otras almas haya conocido, quiere más bien que todo vaya confirmado y declarado con autoridades de la Escritura, a lo menos en lo que pareciere más dificultoso de entender. Pero en el Cántico no siempre surgen las citas escriturísticas con la naturalidad que en la Llama, en particular los textos paralelos del Cantar de los Cantares, frecuentemente producen la impresión de un empeño estudiado en dejar bien probado que ciertas expresiones atrevidas están fundadas en el modo de hablar de los Libros Sagrados y empleadas en el mismo sentido que en ellos. En último término, este propósito tal vez pudiera también explicar la innegable distancia en el tiempo que media entre la composición del Cántico y su declaración, si bien a ello contribuyeron ciertamente otras circunstancias.

Hemos advertido ya que este poema se distingue de los otros que el Santo comentó en sus escritos, por la abundancia y variedad de las imágenes. Los comentarios casi resultan aquí un diccionario-clave para descifrar dichas imágenes, cuya interpretación en parte está sugerida por la misma propiedad de ellas, las cuales empero no guardan relación de unidad natural con lo que representan, como los símbolos en sentido propio y estricto: por ejemplo, los símbolos de la Noche y de la Llama. Cierto que existe cierta semejanza entre la imagen y lo representado por ella, y, por tanto, cierta base objetiva para la representación simbólica o significativa. Pero esta base no basta para entender sin más el sentido de las imágenes. Es necesario aprender su lenguaje, el cual es, por lo demás, mucho más arbitrario en la elección de sus expresiones que el lenguaje natural de las palabras, si bien no tan arbitrario como un idioma artificial, ni como un sistema de signos elegidos a capricho. Esta libertad de elección y la relación mutua poco o débilmente objetiva traen como consecuencia que las imágenes no sean unívocas, sino ocasionadas a varias interpretaciones; a la inversa, lo que ellas significan admite también otra expresión, por cuanto no significan necesariamente una sola cosa. Todas estas notas describen lo que se llama una alegoría. Esta, en el gusto de la época, era una característica de la poesía barroca. Juan conocía perfectamente los procedimientos poéticos de su tiempo y se dejó formar por ellos. Así le resultaba cosa natural el empleo de dichos procedimientos artísticos y los manejó con maestría en su obra poética. Pero cuando en sus comentarios va ensartando glosa tras glosa, dando muchas veces a una misma figura varias explicaciones diferentes, (por ejemplo, en la canción III los pastores significan ya los deseos y afectos del alma, ya los ángeles), entonces se sale ya de lo que la alegoría como tal pide, y resulta en detrimento del efecto poético, por destruirse la unidad ante la multiplicación de detalles y por insistirse en sugerencias raras y caprichosas de las imágenes. ¿Detrás de esta acumulación de explicaciones y significaciones no habrá también algún intento de precaver interpretaciones dudosas o peligrosas? Si fue así, el corazón del poeta más de una vez hubo de protestar contra los procedimientos del comentarista. En todo caso, su afirmación de que con su propia interpretación no pretendía poner topes al soplo del espíritu en el alma abreviando a un sentido los dichos de amor. puede tomarse como un requerimiento o invitación a atenerse ante todo al poema.
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b) La idea central, conforme a la exposición del Santo

La primera impresión que el Cántico en su primera redacción nos causa, al leerlo, libres de ideas preconcebidas, es de que se trata de una fiel descripción de todo el camino místico. Subrayamos la palabra «místico»: porque el Santo mismo nos dice en la antes mencionada ojeada retrospectiva que hace en la declaración de la canción 27 o 22 (CB 22,1) que las cinco primeras canciones tratan de los comienzos de la vida espiritual, que es al tiempo en que el alma se ejercita en la meditación y en la mortificación; ya con la canción 6, añade la segunda redacción, se entra en la vía contemplativa. Sin embargo, ya desde el grito anhelante con que comienza el cántico: ¿adonde te escondiste? escuchamos el quejido de un alma, herida de amor divino en lo más profundo de su corazón. Esta alma de fijo no sólo conoce de oídas al Señor, sino que ha llegado ya a tener un encuentro íntimo personal con El y ha sentido su contacto en las mismas entrañas. Su dolor es el dolor de la amante que se cree con derecho a gozar de la presencia, que le haría feliz, de su amado, presencia de la que ha de verse privada todavía. Este ha dejado al alma abandonada y toda llorosa; porque la «ausencia del amado causa continuo gemir en el amante», mayormente cuando el alma habiendo gustado alguna dulce y sabrosa comunicación del Esposo, al ausentarse éste, se quedó sola y seca de repente» (CB 22,1). ¿Cómo no pensar en altísimas gracias místicas, cuando se nos habla de «toques de amor que, a manera de saetas de fuego, hieren y traspasan el alma y la dejan toda cauterizada con fuego de amor»? Inflaman éstas tanto la voluntad, que se está el alma abrasando en fuego y llamas de amor, tanto que «le hace salir fuera de sí y renovar toda y pasar a nueva manera de ser, así como el ave fénix, que se quema y renace de nuevo» (CB 1,17). No podemos menos de reconocer en esta descripción la unión de amor que, conforme a la doctrina de la Santa Madre y del propio Santo Padre, es preparación para el desposorio y matrimonio místicos. Viene a ser el alma un estado nuevo que ella misma no entiende. Busca, pues, a su amado ausente en la consideración de las criaturas pero sin hallar en ellas consuelo ninguno ni satisfacción. Esto hace que esta alma sea claramente distinta de aquellos principiantes en la vida espiritual, que hallan tanto gusto en los ejercicios ordinarios de piedad, porque no han entrado aún en la Noche de la Contemplación. El alma, tocada por Dios en sus mismas entrañas, no puede ya hallar satisfacción en ninguna otra cosa que no sea Dios: «en las heridas de amor no puede haber medicina sino de parte del que hirió». De ahí es que sale aquí corriendo, clamando tras su Amado. Este salir tras Dios tiene lugar «saliendo de todas las cosas», y «saliendo de sí mismo por olvido de sí, lo cual se hace por el amor de Dios». El alma en estas condiciones no puede hacer otra cosa sino amar a Dios y consumirse en ansias de verlo y de contemplarlo. Y Dios no puede resistir largo tiempo a tales ansias. El amor, que El mismo ha encendido, le mueve a nuevas e inauditas muestras de amor. Y de pronto hace una aparición repentina, levantando al alma en vuelo impetuoso hacia sí (CB 13,7). Esta descripción del Desposorio Espiritual, con sus raptos tan espantables para el alma y que la sacan de sus naturales modos de ser, concuerda en todo con lo que hallamos descrito por la Santa Madre en las sextas Moradas de su Castillo interior. La debilidad del natural teme sucumbir y prorrumpe en un grito suplicante: «Apártalos, Amado», es decir, aparta esos ojos tan deseados. Pero esta súplica no va en serio. El alma más bien ansia ser desatada de las cadenas que la sujetan a esta vida, a fin de poder entrar a gozar junto a su Amado. Mas aún no le ha llegado la hora. El «vuélvete, paloma» es una invitación que le dirige el Amado a volver a su existencia terrena. De momento tiene que contentarse con lo que acá se le da. Y que será, por cierto, algo que la hará inmensamente rica.

Ahora comienzan los juegos de amor entre el Amante divino y el alma amada. Ya no necesita ésta de las criaturas como de intermediarias para ir a su Amado. En la unión con su Esposo divino queda también ella enriquecida y colmada de dones, adornada de maravillosa gracia y fortaleza, toda engolfada en amor y paz. Como participa de la vid de Dios, también se alegra y goza en el fuego del amor que El ha encendido en otras almas. Ahora la introducen «en la interior bodega», el Santuario más íntimo del amor, donde Dios mismo se le comunica y la transforma en Sí. Toda rebosante de la felicidad inmensa y embriagadora que disfruta en esta nueva vida, olvida todas las cosas del mundo, todo apetito de ellas desaparece. Y como el Amado la rodea de incomparables ternezas, ella a su vez se entrega sin reservas y por entero, sólo vive para su Amado y está muerta para el mundo. En esta unión de amor florecen todas las virtudes. El alma ve y reconoce con inmensa satisfacción la hermosura celestial y divina de que se encuentra ahora adornada. Pero sabe que todas estas riquezas se las debe únicamente a la mirada graciosa en que le ha envuelto Dios y no quiere utilizarlas más que para contentar y agradar con ellas al Dador. Hay que alejar todo lo que estorbe a esta santa y feliz vida de amor. El Señor mismo se encargará de hacer desaparecer todo lo que sea obstáculo a la permanencia y estabilidad de esta unión. El introducirá al alma «en el ameno huerto deseado», donde ésta pueda permanecer junto a su Amado y reposar a su sabor sin el menor estorbo que la turbe. Puesta en la soledad más completa y pacífica, él la irá instruyendo en los secretos misterios de su sabiduría, abrasándola en el fuego de su amor. No hay criatura alguna capaz de barruntar algo siquiera de lo que Dios reserva al alma, a la que ha acogido y escondido en su propio seno para siempre.

Así, en visión sumaria, creemos poder resumir el primitivo plan del Cántico; como una ascensión de grado en grado por la escala de la unión de amor, o como un adentrarse cada vez más profundamente a por los grados de esa unión. Primero tenemos un encuentro o entrevista fugaz; luego, conforme a las ansias y al tormento sufrido en la busca del Amado, vienen unos raptos, que sacan al alma de sí y la levantan a una unión más íntima, que viene a ser un período de preparación para pasar a una unión habitual y permanente; y, por último, la paz serena, imperturbable del matrimonio espiritual. Aquí apenas hay lugar para nada que se refiera a esa división de las tres vías o estados de purgación, iluminación y unión. Son más bien tres efectos que se entremezclan en toda la vida espiritual y sobre todo el recorrido del camino místico, si bien en los diversos grados o etapas resalta uno u otro en cada caso. En la explicación del Cántico la unión está en el principio y en el fin y domina todo el conjunto. De la purgación se habla con más frecuencia en el paso del desposorio al matrimonio. La iluminación corre pareja con la unión.

En la distribución u orden de las canciones de la primera redacción se nota que el paso del desposorio al matrimonio está borrosamente señalado y se inicia muy tempranamente. En la canción 15 (24) ya está alcanzada toda la profundidad de la unión. Como dato para distinguirla del matrimonio no queda más que el hecho de que son todavía posibles algunos impedimentos o estorbos que han de desaparecer para que la unión pueda hacerse permanente. Al alterarse el orden de las canciones en la segunda redacción, la línea divisoria queda más netamente trazada.

Previa la eliminación de todos los estorbos o impedimentos, sigue la descripción de la unión plena, que se inicia con la entrada en el «ameno huerto deseado» (canción 22). Es ésta una ventaja de la segunda redacción que compensa el efecto un tanto antiestético de ofrecernos, inmediatamente después de la bellísima estrofa 15 con los encantos mágicos de su noche, la alusión a «las raposas» en la viña. Es muy natural y comprensible que en el primer borrador el orden de las estrofas no fuera precisamente el más apropiado objetivamente. Las estrofas tampoco nacieron todas de una vez; aun las que se remontan al período de la estancia del Santo en la prisión fueron en todo caso unidas y agrupadas sucesivamente conforme a las experiencias íntimas vividas. Ya antes se ha recordado que hay declaraciones de testigos que no concuerdan sobre si las canciones fueron trasladadas al papel en la misma cárcel o sólo después de la huida. Lo primero es verosímil, pero no excluye que el prisionero se viera obligado a guardar sus versos largo tiempo en su memoria, hasta que tuviera lo necesario para escribirlos. Tal vez entonara ya ésta o ya la otra canción conforme a su estado de ánimo en cada momento, y es posible que inmediatamente las trasladara al papel, sin poner mucho cuidado en el mejor orden de las mismas, como lo pondría luego en su última elaboración. Estas consideraciones nos hacen ver lo acertado de seguir ahora, ante el examen detenido del contenido teológico y de la forma artística, el orden de la segunda redacción. No hemos de perder de vista, sin embargo, lo que ya hemos afirmado sobre el motivo principal que pudo inducir a la segunda redacción, dando en su consecuencia todo su valor a la interpretación primera de las canciones.
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c) La imagen dominante y su valor dentro del contenido del Cántico

Esta rápida y sumaria visión no tenía otro objeto que el de tratar de descubrir el sentido del conjunto y en ella apenas ha habido lugar sino a hacer alguna alusión a la abundancia y variedad de detalles. El que quiera estudiar estos, deberá esforzarse por descifrar el lenguaje figurado del poema. En esta empresa el guía más indicado será el diccionario del mismo Santo, por más que será preciso no atenerse tampoco a él demasiado servilmente.

La nota dominante del Cántico es la de una fuerte tensión a que está sometida el alma entre el tormento de una búsqueda ansiosa y la satisfacción y felicidad del encuentro. Esta nota dominante ha hallado su expresión en la imagen, que a la vez domina el conjunto por encima de la muchedumbre de imágenes varias, que se agrupan a su alrededor: es la imagen de la esposa, que suspira por el Amado, que se deshace buscándole, y que al fin le halla para inmensa satisfacción suya.

Para nosotros no es esto ninguna novedad. Ya en la noche hemos visto a la esposa abandonar su casa para lanzarse en busca del Amado; asimismo en la llama la vemos marchando tras el Esposo. Mas allí la relación de esposa no es central, más bien queda en el fondo como cosa sobreentendida. Aquí todo gira alrededor suyo. Esta imagen no es puramente alegórica. Cuando llamamos al alma esposa de Dios, no estamos tan sólo ante una relación de semejanza entre dos objetos, que autoriza a caracterizar al uno por el otro. Antes bien hay entre la imagen y lo imaginado una unidad tan íntima, que apenas hay lugar a hablar de una dualidad. Esta es la característica de la relación simbólica en sentido propio y estricto.

La relación del alma a Dios, tal como Dios la previo desde la eternidad, apenas cabe caracterizarla mejor y más atinadamente que como una relación matrimonial, de esposo a esposa. A su vez la idea de matrimonio en ninguna otra parte se cumple tan propia y perfectamente como en la unión amorosa de Dios con el alma. Una vez que se ha comprendido esto, hay una permuta exacta de papeles entre la imagen y su objeto; se comprende ya que Dios es el propio y natural esposo, y todas las relaciones matrimoniales humanas se ven como reproducciones imperfectas de aquel original y tipo primero, de la misma manera que la paternidad de Dios es el prototipo de toda paternidad terrena. En razón de la relación que guarda la copia con su original, las relaciones humanas entre esposa y esposo pueden servir para expresar simbólicamente las relaciones de Dios con el alma su esposa; y en razón de esta función, lo que en la vida real se considera relación puramente humana queda relegado a segundo término. Esta relación humana tiene su razón de ser y su más alto sentido en su aptitud para ser expresión de un misterio divino (Cfr. Ef 5,23 ss.).
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d) El símbolo de esposa y el detalle de las otras imágenes

¿Qué relación guarda esta imagen predominante de esposa con la abigarrada variedad de las otras imágenes alegóricas del Cántico? Para contestar a esta pregunta, hemos de contestar a otra, ya anteriormente formulada; ¿habrá que considerar estas imágenes como ficciones arbitrarias del poeta o como inspiraciones del Espíritu Santo?. Pregunta es ésta, que le fue hecha al propio autor por la hermana Magdalena del Espíritu Santo. Dice ésta, declarando como testigo, que el padre Juan había dejado en el Convento de Beas su cuaderno de poesías compuestas en la cárcel, y que la mandaron a ella sacar algunas copias. Maravillada de la vehemencia y calor de las palabras, de la hermosura y delicada precisión de la expresión, preguntó un día al Padre si aquellas palabras, tan bellas y tan henchidas de sentido, le habían sido inspiradas por Dios. El padre le contesto; «hija, unas veces me las daba Dios, y otras las buscaba yo». Parecida conclusión nos sugiere la lectura misma de la obra. Ya en su prólogo se nos advierte que las canciones han sido escritas con algún fervor de amor de Dios y que es imposible hallar las palabras justas para explicarlas (cfr. CB Pról. 1). Es evidente que esto se refiere ante todo a la dificultad de comentarlas tiempo después de escritas. La expresión poética parece haber sido recibida del Espíritu Santo a la vez que su contenido. Pronto se nos hace saber, sin embargo, que ni la misma expresión inmediata es capaz de traducir lo que el espíritu divino hace sentir y entender interiormente al alma. De ahí que ésta, al tratar de explicarse, recurra a imágenes y semejanzas a fin de dar a entender algo de ello.

Por consiguiente, hay en la experiencia del místico cierto elemento espiritual e íntimo que hay que distinguir de su expresión verbal. Y es que la plenitud divina, carente de modos y formas, jamás se dejará encerrar del todo en palabras humanas. El recurso a las imágenes y comparaciones puede explicarse como un intento por hallar la expresión adecuada. Pero puede también ser un echar mano de algo que el Espíritu de Dios presenta al alma. Cuando San Juan de la Cruz echa mano de imágenes tomadas de las Sagradas Escrituras, que con frecuencia producen una impresión tan rara y se prestan a ser mal interpretadas, podemos pensar en una asistencia sobrenatural que le ha ayudado a dar forma verbal su pensamiento. No se ha de concebir ciertamente la inspiración de modo que no sólo todo cuanto digan los escritores sagrados, sino hasta las imágenes y palabras todas que emplea hayan de ser tomadas como sugeridas y dichas por Dios; con todo, en muchos pasajes, es evidente que hasta la expresión externa hay que entenderla literalmente como palabra de Dios. Es cosa que, según declaración propia, también le pasó a San Juan de la Cruz en muchos casos. Pero aun en los casos en que el Santo buscó la expresión, no se excluye la ayuda del Espíritu Santo. La viveza de su imaginación de artista, agudizada por su situación violenta y antinatural de incomunicación y total apartamiento de lo que pudiera contentar a los sentidos externos, era capaz de traer a su alma como por arte de magia una profusión de imágenes del más vistoso colorido. Y si estas imágenes están en consonancia con lo que el poeta experimenta en su interior, ya esto no cabe atribuirlo a la mera fuerza creadora de su imaginación, ni tampoco a capricho de interpretación; es que el poeta halló en dichas imágenes la expresión que buscaba para decir lo indecible, es que el espíritu Santo le reveló el sentido espiritual de ese mundo multicolor que entra por los sentidos y le dirigió en su elección. Así se comprende la armonía del conjunto, y de ahí la íntima elocuencia de esas imágenes. Sin duda no se puede afirmar esto de todas ellas. Más de una ha sido elegida por modo natural y hasta buscada en el sentido laborioso de esta palabra. Y más que a las imágenes mismas es esto aplicable a los comentarios sucesivos.

El mundo en el que el Cántico nos introduce es el mundo tal como se le representa a un alma toda anhelante y embriagada de amor. Si ella sale, es únicamente para buscar al Amado. Donde quiera que va, trata de descubrir alguna huella de su Amado; todas las cosas le van dando noticias de El, y ninguna tiene significación para ella sino en cuanto le traen nuevas suyas, o en cuanto le pueden servir de medianeras para enviar sus mensajes al Amado. Como ciervo fugitivo que asoma veloz saliendo por un bosque y desaparece en cuanto ha sido avistado por el ojo del cazador, así se comportó el Señor en los primeros encuentros: se mostró al alma, pero desapareció antes de que ella le pudiera dar alcance. Fuente cristalina que ofrece refrigerio a la viajera errante viene a ser para ella la fe; la verdad que la fe ofrece es pura y exenta de toda mancha y turbidez de error, y de ella brota al alma el agua de la vida que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14). Sobre esa fuente va a inclinarse el alma anhelante y sedienta; ¿no tendrá la dicha de ver reflejarse sobre el claro espejo de sus aguas los ojos de su Amado. Estos ojos no son sino los rayos de las verdades divinas que embisten al alma en lo más profundo de su ser, la iluminan y la inflaman. El alma se siente siempre bajo la mirada de esos ojos, y así los lleva como dibujados en sus mismas entrañas. Todo esto es fácil de entender como expresión gráfica de la situación general. Pero, cuando, además, el comentario nos asegura que, los semblantes son los artículos de la fe, los cuales nos reflejan las verdades divinas encubierta e imperfectamente, y que esos «semblantes» se dicen plateados, porque en dichos artículos el oro puro de la verdad se nos presenta como cubierto de una capa de plata (CB 12,4), perderemos ya de vista el cuadro gráfico, y no acertamos a descubrir relación alguna con el símbolo que nos guiaba. Estamos ante una interpretación puramente racional y artística, que, en atención a la autoridad del poeta e intérprete, podemos aceptar -o también no aceptar- porque él mismo nos ha dejado en libertad para hacerlo.

Por fin tiene lugar lo que ha sido largamente ansiado y pedido. De pronto e inesperadamente, el alma, tenaz en su búsqueda, se ha encontrado con la mirada de los ojos divinos. Su ardiente deseo ha movido al Amado «a visitar a su esposa casta y delicada y amorosamente» (CB 13,2). También esta vez ha aparecido como el ciervo: por el otero, es decir, en la alta atalaya de la contemplación. No hace más que asomarse, «porque por altas que sean las noticias que de Dios se le dan al alma en esta vida, todas son como unas muy desviadas asomadas». Y el Amado a su vez también está herido. «Porque en los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos». Y se recrea y se alivia con el aire del vuelo de la esposa, a la que llama paloma, porque vuela alta y ligera en alas de la contemplación, y porque tiene un corazón cándido y amoroso. El aire de su vuelo es el espíritu de amor que ella aspira en esta alta contemplación con el conocimiento de altas noticias divinas, como el Padre y el Hijo aspiran al Espíritu Santo. Por el vuelo se entiende el conocimiento que se infunde de Dios, y por el aire del vuelo, el amor que de aquel conocimiento brota. Y es el amor el que atrae al Esposo y le da ciervo sediento y llagado a refrescarse en ellas. «Como el aire da fresco y refrigerio al que está sediento y fatigado por el calor, así este aire de amor, refrigera y recrea al que arde con fuego de amor. Porque tiene tal propiedad este fuego de amor, que el aire con que fresco toma y refrigerio es más fuego de amor. Porque en el amante el amor es llama que arde con apetito de arder más»; y por cuanto esta llama es la que enciende el amor de la esposa, este amor viene a ser para el esposo aire refrigerante (CB 13).

Al gozar ya de la presencia del Amado, el alma cesa en sus angustiosas llamadas, y comienza más bien a cantar y a alabar al Amado por las grandezas que siente y goza en su unión con El. Porque, como hemos visto, en ese vuelo del espíritu es donde se verifica el Desposorio con el Verbo Hijo de Dios. Aquí es donde «comunica Dios al alma grandes cosas de sí, hermoseándola de grandeza y majestad, y arreándola de dones y virtudes y vistiéndola de conocimiento y honra de Dios, bien así como a desposada en el día de su desposorio» (CB 14-15 anotación). Entra ya ella en «un estado de paz y deleite y de suavidad de amor», y no sabe hacer «otra cosa sino contar y cantar las grandezas de su Amado». Y en sus transportes experimenta la verdad de lo que decía San Francisco de Asís: «Dios mío, y todas las cosas». Dios es ya de hecho todo para ella, todo el bien derramado y esparcido en todos los seres; y así halla en las criaturas un trasunto y reflejo de las perfecciones divinas. Cada una de esas perfecciones es Dios y todas juntas son Dios. «Por cuanto en este caso se une el alma con Dios, siente ser todas las cosas Dios, según lo sintió San Juan, cuando dijo: «Lo que fue hecho, en El era vida» (Jn 1,14). No quiere esto decir que el alma vea las criaturas en Dios, «que es como ver las cosas en la luz o las criaturas en Dios; sino que en aquella posesión siente serle todas las cosas Dios». Tampoco es esto ver a Dios clara y esencialmente. Es, sí, «una fuerte y copiosa comunicación», pero que no da sino un «vislumbre de lo que El es en Sí» (CB 14-15,5); y a través de esa vislumbre es como se le descubren las perfecciones de las criaturas.

La montaña con sus elevadas cimas y la gracia y el encanto de sus muchas y olorosas flores tiene algo de la grandeza y hermosura del Amado. El alma en medio de su soledad descansa como en un bosque fresco y solitario, exuberante de vegetación. En el conocimiento de Dios viene a descubrir un nuevo y maravilloso mundo, como un navegante que llegara a descubrir islas extrañas. Cual río desbordante que todo lo anega y con su ruido acalla y domina todo otro ruido, así se contempla el alma embestida por el torrente del espíritu de Dios, el cual con tanta fuerza se posesiona de ella, «que le parece que vienen sobre ella los ríos del mundo». Pero esta inundación no le causa tormento ninguno, porque se trata de «ríos de paz» y su embestir «toda la hincha de paz y gloria», y esta divina agua llena los bajos de su humildad y los vacíos de sus apetitos; y en el ruido de su corriente percibe «un ruido y voz espiritual que es sobre todo sonido y voz, la cual voz priva toda otra voz y su sonido excede todos los sonidos del mundo». «Es como una voz y sonido inmenso interior que viste el alma de poder y fortaleza», como la voz y el sonido que percibieron en su espíritu los apóstoles al descender el Espíritu Santo sobre ellos. El potente fragor que los habitantes de Jerusalén oyeron en aquella ocasión denotaba el que en su interior percibieron los apóstoles. Esta espiritual voz, con ser tan grande y potente, es suave y dulce de oír. San Juan la oyó y le pareció como «voz de muchas aguas y como voz de un gran trueno» pero a la vez como «voz de citaristas que tañían sus cítaras» (Ap 14,2; CB 14-15,10).

Como el aire suave con su dulce silbido y delicado toque parece acariciar blandamente nuestras mejillas, tal es la forma suave y amable como se comunican e infunden las virtudes y gracias del Amado en el alma. Y el silbido de estos aires es «una subidísima y sabrosísima noticia de Dios y sus virtudes, la cual redunda en el entendimiento del toque que hacen estas virtudes en la sustancia del alma». Y como el toque del aire se percibe por el sentido del tacto y su silbido por el oído, también el toque de las virtudes del Amado se siente y goza en el tacto en esta alma, es decir, en la sustancia de ella, y la inteligencia de las tales virtudes se siente en el oído del alma que es el entendimiento. Y así como el silbo de aire, se entra agudamente en el órgano del oído, así esta sutilísima y delicada inteligencia se entra con admirable sabor y deleite en lo íntimo de la sustancia del alma, que es muy mayor deleite que todos los demás, porque se le da sustancia entendida y desnuda de accidentes y fantasmas. «Este divino silbo, que entra por el oído del alma, no solamente es sustancia, como he dicho entendida, sino descubrimiento de verdades de la divinidad y revelación de secretos suyos ocultos».

Ordinariamente cada vez que en las Escrituras se habla de alguna comunicación de Dios, que se dice entrar por el oído, se trata de manifestaciones de estas verdades desnudas en el entendimiento, de revelaciones o visiones puramente espirituales, que únicamente se dan al alma sin servicio ni ayuda de los sentidos. Por esta razón estas comunicaciones que se dicen hacerse al oído son altísimas y seguras. Así se cree haber visto nuestro Padre San Elías a Dios, cuando le sintió en aquel «silbo del aire delgado» (1Re 19,12) y lo mismo San Pablo, cuando oyó las palabras secretas que al hombre no es dado hablar (2Cor 12,4). Porque «el oírlo con el oído del alma es verlo con el ojo del entendimiento pasivo». No se trata naturalmente de la perfecta y clara visión como en la Gloria, sino de contemplación todavía oscura, en «rayo de tiniebla», como dijo San Dionisio.

Y puesto que el alma recibe tal oscura y abismal inteligencia divina y goza, recostada sobre el pecho del amado, inefable sosiego y paz, la compara ella a la noche sosegada, pero noche que va siendo iluminada por las claridades de la aurora, ya que «es sosiego y quietud en luz divina, en conocimiento de Dios nuevo, en que el espíritu está suavísimamente quieto, levantado a la luz divina». Y este espíritu, ya sosegado y quieto en Dios, es levantado de la tiniebla del conocimiento natural a la luz matutinal del conocimiento sobrenatural de Dios. Es la noche en par de los levantes de la aurora, en que ni del todo es día ni del todo es noche, sino como entre dos luces, de modo que el alma ni del todo es informada por la luz divina ni deja de participar algo de ella (CB 14-15,23).

En el sosiego y silencio de esta noche echa de ver el alma «una admirable conveniencia y disposición de la sabiduría de Dios en las diferencias de todas sus criaturas y obras: todas ellas y cada una de ellas dotadas con cierta respondencia a Dios, en la que cada una a su manera da su voz de lo que en ella es Dios; de suerte que le parece una armonía de música subidísima, que sobrepuja todos los saraos y melodías del mundo». Pero es una música callada, porque esta inteligencia sosegada y quieta se comunica sin ruidos de voces, y «así se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del silencio» (CB 14-15,25), y esta música de armonías tan dulces solamente se percibe «en soledad y ajenación de todas las cosas exteriores», por lo que se la califica de callada, y a la soledad de «sonora».

Si la visión divina es la cena o comida de los ángeles y bienaventurados, también el alma tiene una cena que la alimenta y recrea: son las noticias divinas que se le comunican en medio de la serenidad de su noche. Ella la gusta con la gozosa impresión de que han pasado ya todos los trabajos y males del día. El Amado mismo «cena con ella» (Ap 3,20), y le da parte en todos sus bienes y la va más enamorando, comunicándose a ella más graciosa y largamente.

Con el adorno de las virtudes que la espléndida misericordia divina tan profusamente le comunica, la esposa contempla su propio interior como un jardín todo él lleno de olorosas flores o como una viña en flor. Siente en su corazón la presencia de su Amado, cual si en él reposara como en su propio lecho. Quisiera entregarse a su Esposo Divino con todas las riquezas y profusión de flores de que se ve adornada, para rendirle su mejor homenaje y contentarle, y alejar todo impedimento que estorbe su mutua comunicación.

Mas los apetitos y movimientos que hacía tiempo estaban sosegados, a manera de raposas que se hacen las dormidas, despertados y azuzados por los espíritus malos, irrumpen de golpe en la viña del alma en plan de hacer guerra a su florido y pacífico reino. Porque el demonio más precia «impedir a esa alma un quilate de esta riqueza y glorioso deleite que hacer caer a otras muchas en otros muchos y muy graves pecados, porque las otras tienen poco o nada que perder y ésta mucho, porque tiene mucho ganado y muy precioso» (CB 16,2). De ahí que los espíritus malos inciten y levanten los apetitos con vehemencia para perturbar al alma; y si de esta manera no pueden, embisten en ella con tormentos y ruidos corporales. Lo peor es cuando la atacan con horrores espirituales; entonces el tormento puede llegar a ser insufrible y por demás horroroso. «Lo cual a este tiempo, si se les da licencia, pueden ellos muy bien hacer; porque como el alma se pone en muy desnudo espíritu para este ejercicio espiritual, puede con facilidad él hacerse presente a ella, pues también él es espíritu. Otras veces le hace otros embestimientos de horrores…, al tiempo que Dios la comienza algo a sacar de la casa de sus sentidos para que entre… al huerto de su Esposa; porque sabe que, si una vez se entra en aquel recogimiento, está tan amparado, que, por más que haga, no puede hacerle daño. Y muchas veces, cuando aquí el demonio sale a tomarle el paso, suele el alma con gran presteza recogerse en el hondo escondrijo de su interior, donde halla gran deleite y amparo y entonces padece aquellos terrores tan por de fuera y tan a lo lejos, que no sólo no le hacen temor, mas le causan alegría y gozo» (CB 16,6). Pero al sentir alguna turbación, invoca a los ángeles, pidiéndoles «cacen las raposas»; porque es oficio de ellos favorecer a este tiempo al alma. espantando y ahuyentando a los demonios.

Una vez alejadas todas las alimañas dañinas, puede el alma gozar en unión con su Amado de todas las flores de virtudes que se abren y esparcen sus aromas al influjo de la mirada de Aquél. Juntándolas todas, hace con ellas un ramillete, «y así juntas las ofrece al Amado con gran ternura de amor y suavidad». Mas necesita para ello su ayuda; «sin su favor y ayuda no podría ella hacer esta junta y ofrenda». Y las junta y recoge, por cierto, fuertemente, de modo que formen como una pina que en sí contiene muchas piezas fuertes y fuertemente-abrazadas. Así es también la perfección del alma como una sola pieza, la cual contiene en sí fuerte y ordenadamente abrazadas muchas perfecciones y virtudes fuertes y dones muy ricos. Mientras el alma va formando este ramillete por el ejercicio de las virtudes, nada ha de perturbar la paz del monte en que esto se realiza, es decir, ninguna noticia, afecto ni advertencia particular ha de presentarse en las potencias del alma, a fin de que nada le impida su «asistencia de amor a Dios».

Pero aún hay otra cosa que turba su felicidad. Al tiempo del desposorio el Amado no está todavía permanentemente unido con ella. Y como su amor es tan grande y tan íntimo, esto le causa gran tormento cada vez que El se retira. De ahí que tema la sequedad como frío cierzo que mata toda flor. De ahí también que recurra a la oración y a los ejercicios espirituales para atajar ese peligro. Pero en este alto estado de vida interior que ha alcanzado ya, las cosas que Dios comunica al alma son tan interiores, que con ningún ejercicio de sus potencias puede alcanzarlas ni gustarlas. En vista de lo cual llama al austro, ese otro aire húmedo y apacible, con el que las flores se abren y derraman su fragancia: es el Espíritu Santo, que despierta o «recuerda los amores». «Porque cuanto este divino aire embiste en el alma, la inflama toda y la regala y aviva, y despierta la voluntad y levanta los apetitos, que antes estaban caídos y dormidos, al amor de Dios». Y lo que el alma le pide a este Espíritu es que sople o aspire, no en el huerto, sino por su huerto. «Porque es grande la diferencia que hay entre aspirar a Dios en el alma y aspirar por el alma es hacer Dios toque y moción en las virtudes y perfecciones que ya le son dadas, renovándolas y moviéndolas de suerte que den de sí admirable fragancia y suavidad al alma. Bien así como cuando menean las especies aromáticas, que, al tiempo que se hace aquella moción, derraman la abundancia de su olor, el cual antes ni era tal ni se sentía en tanto grado». Así el alma no siempre está sintiendo y gozando sus virtudes. Antes bien están éstas en ella en esta vida, como flores en cogollo cerradas, o como especies aromáticas tapadas. Sin embargo algunas veces sopla el Espíritu Divino por el huerto del alma, y entonces «abre El todos estos cogollos de virtudes y descubre estas especies aromáticas de dones y perfecciones y riquezas del alma, y manifestando el tesoro y caudal interior, descubre toda la hermosura de ella» (CB 17,6).

Esta fragancia de las flores de virtudes «es en tanta abundancia algunas veces, que al alma le parece estar vestida de deleites y bañada en gloria inestimable; tanto, que no sólo ella lo siente de dentro, pero aun suele redundar tanto de fuera, que lo conocen los que saben advertir y les parece estar la tal alma como un delicioso jardín, lleno de deleites y riquezas de Dios… Y no sólo cuando estas flores están abiertas se echa de ver esto en estas santas almas, pero ordinariamente traen en sí un no sé qué de grandeza y dignidad, que causa detenimiento y respeto a los demás» (CB 17,6). En este aspirar del Espíritu Santo en alta manera se comunica también al alma el esposo Hijo de Dios. Es El quien ante lodo halla especial complacencia en contemplar ese arreo de llores tan espléndidas y olorosas en el alma, la cual por su parte de nada gusta más que de complacer y deleitar al Amado. Este a s u vez llega a deleitarse y a apacentarse en ella y a transformarla en sí. de modo que está ya ella como «guisada, salada y sazonada con las dichas flores de virtudes», de cuyo sabor y suavidad gozan ambos amantes. «Porque ésta es la condición del Esposo: unirse con el alma entre la fragancia de estas flores» (CB 17,10).

En medio de toda esta dicha, una pena le queda al alma y es la de no ser enteramente dueña de las fuerzas de su parte inferior, las cuales aún siguen promoviendo rebeliones en la parte sensitiva y dificultan la vida del espíritu. El alma se dirige, pues, ahora a esos desordenados movimientos y los conjura para que no pasen de sus propias fronteras o límites. Los llama «ninfas», porque procuran atraer con halagos y porfía. Y llama «Judea» a la parte inferior del alma, «porque es flaca y carnal y de suyo ciega, como lo es la gente judaica» (CB 17,10). Mientras los rosales de las potencias superiores del alma llevan y crían flores de virtudes y despiden ambarinos perfumes del Espíritu Santo, estas otras ninfas deben permanecer fuera en la cerca exterior o arrabales del sentido interior, y no tocar los umbrales, es decir, los primeros movimientos de la parte superior. (En esta estrofa no ya sólo el comentario, sino la misma estrofa parece rebuscada y por demás influenciada por el gusto de la época. La siguiente, por el contrario, encaja perfectamente en el cuadro del conjunto simbólico cfr. CB 18 y 19).

El alma suspira ansiosa nada menos que por la visión de Dios cara a cara. Le ha hallado ya en lo más escondido de ella misma y quisiera permanecer escondida en El. Cuando Dios se digna descubrirle la gloria y excelencia de su divinidad, nada de ello debe trascender a los sentidos exteriores, no sea que de ahí se le siga alguna perturbación o contratiempo. Sabe el alma que la flaqueza de su natural sucumbiría bajo el peso de la grandeza de lo que pasa en el monte, y esto estorbaría al espíritu la contemplación facial de Dios. De ahí que le gustaría sentir el contacto con la esencia divina en la propia sustancia- del alma, sin la compañía y participación molesta del cuerpo, y disfrutar de la contemplación de las maravillosas joyas con las que el mismo Dios la ha arreado y que son las noticias de Dios, ajenas a todos los sentidos y muy por encima de todos los modos de conocer comunes.

El Esposo a su vez también desea el matrimonio y se dispone a agraciar a su esposa con una excepcional pureza, gran fortaleza y subido amor, a fin de que pueda ser digna del fuerte y estrecho abrazo de Dios, y de esta manera viene a establecer en su alma una perfecta armonía. Cesa en ella toda voluble digresión de la fantasía, todo ímpetu de ira y toda debilidad y cobardía. Se allanan e igualan todos los montes, valles y riberas; es decir, desaparecen todos los actos que exceden de lo justo. Han de retirarse las aguas del dolor, han de enmudecer los vientos de la esperanza y apagarse los ardores de la pasión del gozo; se han de desterrar todos los miedos con los que el enemigo procura poner tinieblas y oscurecer la luz divina del alma. Así es como podrá la esposa reposar del todo tranquila en los brazos del Amado, y habrá alcanzado tal grandeza y firmeza en su alma, que nada será capaz de hacerla tambalear ni vacilar. Y aun cuando conserva un sentimiento muy vivo por las faltas propias y ajenas, no le causan dolor ni tormento. Porque en este estado «le falta al alma lo que tenía de flaco en las virtudes y le queda lo fuerte, constante y perfecto de ellas. Porque, a modo de los ángeles que perfectamente estiman las cosas que son de dolor sin sentir dolor y ejercitan las obras de misericordia de compasión, le acaece al alma en esta transformación de amor» (CB 20-21,10). Si todavía Dios le da a sentir y padecer en algunas cosas, es para que más merezca y se afervore en el amor, pero el estado de matrimonio ya no lleva consigo nada de eso. Pues también la esperanza del alma que ha llegado a esta unión con Dios ha quedado apaciguada y satisfecha en cuanto en esta vida cabe, y nada tiene que esperar ni desear en este mundo. En cuanto a las afecciones del gozo, «es tanta la que ella ordinariamente goza, que a manera de la mar ni mengua por los ríos que de ella salen ni crece por lo que en ella entra». Cierto que no le faltan gozos accidentales, y aun ordinariamente los tiene sin cuento, pero «no por eso en lo que es sustancial comunicación de espíritu se le aumenta nada, porque todo lo que de nuevo le puede venir ya ella se lo tenía». En esto tiene en alguna manera «la propiedad de Dios, el cual, aunque en todas las cosas se deleita, no se deleita en ellas como en Sí mismo, porque tiene El en Sí eminente bien sobre todas ellas». Así todas las novedades en gozos y gustos sólo le sirven al alma de recordar y reavivar el deleite de la unión. Si alguna vez se le ofrecen cosas de gozo y de alegría, luego se acuerda de ese otro bien inmensamente mayor que tiene en sí y se convierte a gozar de él. Y todo lo que le ponen de nuevo esas novedades en comparación de lo sustancial que ella ya en sí tiene «es tan poco…, que le podemos decir nada…; pero es cosa admirable de ver que con no recibir esta alma novedades de deleites, siempre le parece que las recibe de nuevo y también que siempre se las tenía».

«Pero si quisiéramos hablar de la iluminación de gloria que en este ordinario abrazo que tiene dado al alma algunas veces hace en ella, que es cierta conversión espiritual a ella, en que la hace ver y gozar por junto este abismo de deleites y riquezas que ha puesto en ella, nada se podría decir que declarase algo de ello. Porque a manera del sol cuando de lleno embiste la mar, esclarece hasta los profundos senos y cavernas y parecen las perlas y venas riquísimas de oro y otros minerales preciosos, etc., así este divino Sol del Esposo, convirtiéndose a la esposa, saca… a la luz las riquezas del alma… En la cual iluminación aunque es de tanta excelencia no se le acrecienta nada a la tal alma, sino sólo sacarle a luz a que goce lo que antes tenía» (CB 20-21,14).

Así iluminada, clarificada y fuertemente afirmada y asentada en Dios, ya no perturban ni espantan con sus terrores los demonios al alma. «Ninguna cosa la puede llagar ni molestar». Estando ya centrada en Dios, goza de la perfecta paz que sobrepuja a todo sentido y no es posible expresarla con palabras humanas (CB 20-21,15).

«Entrádose ha la esposa en el ameno huerto deseado». El mundo entero ha quedado ya a la espalda, está ultimada la preparación. En el periodo de desposorios que ha precedido esta esposa se ha mantenido fiel, saliendo airosa de la prueba. Es El, el tan ansiado, en quien ahora ella se transforma. Porque «se hace tal junta de las dos naturalezas y tal comunicación de la divina a la humana, que, no mudando alguna de ellas su ser, cada una parece Dios. Aunque en esta vida no puede ser perfectamente, aunque es sobre todo lo que se puede decir y pensar» (CB 22,5). Porque, en fin, el alma «halla en este estado mucha más abundancia y henchimiento de Dios, y más segura y estable paz y más perfecta suavidad sin comparación que en el desposorio espiritual». Vese acogida y envuelta en los brazos divinos con un verdadero y estrecho abrazo espiritual, viviendo vida de Dios, y dejando reclinar su cuello en los brazos del Amado, el cual le comunica su propia fortaleza, transformando su flaqueza en la misma fortaleza de Dios.

El lugar donde ella ha entrado es un nuevo paraíso. El matrimonio se consuma debajo del manzano. Allí es donde la fiel esposa es instruida en los profundísimos y maravillosos misterios de Dios, sobre todo en los dulcísimos misterios de la Encarnación y Redención. Así como en el Paraíso, comiendo de la fruta prohibida del árbol, la humana naturaleza fue estragada y perdida, así en el árbol de la Cruz fue redimida y reparada, y allí en lo alto de la Cruz es donde el Esposo divino alargó al alma su esposa la mano de su gracia y misericordia y por medio de su Pasión y Muerte hizo cesar la enemistad que por el pecado original había entre el hombre y Dios. Debajo del árbol del Paraíso terrenal la madre (la naturaleza humana) fue violada por el pecado en la persona de los primeros padres. Debajo del árbol de la Cruz se devuelve la vida al alma. El Desposorio que se hizo en la Cruz no es, desde luego, exactamente el mismo que el místico de que aquí se trata: aquel se consuma en el bautismo y de una vez para cada alma, mientras que este otro desposorio místico va ligado a la obra de perfeccionamiento personal y se va haciendo poco a poco dependientemente de la generosidad del alma. Pero en el fondo vienen a ser la misma unión.
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e) El símbolo de esposa y la cruz
(Matrimonio místico. Creación, Encarnación y Redención)

Hemos llegado ya aquí a un punto capitalísimo y hemos de hacer un intento de avanzar un poco más allá de lo que los comentarios explícitos del Santo nos llevan.

Es para nosotros la Cruz el símbolo de la Pasión y Muerte de Cristo, y de todo lo que con éstas guarda relación, como su causa y clave de explicación. La Cruz nos recuerda, de un lado, el fruto de la muerte de Cristo: la recuerda, de un lado, el fruto de la muerte de Cristo: la Redención. Pero no olvidemos que en íntima relación con la Redención tenemos la Encarnación como condición previa para la Pasión y Muerte redentoras, y el pecado, como causa o motivo de ambas. Ya adelantamos antes la idea de que los sufrimientos de la noche oscura son una participación en la Pasión de Cristo y, principalmente, en el tormento principal de la misma: el abandono de Dios. Esta idea está expresamente confirmada en el Cántico espiritual, donde el ansia de ver al Dios escondido constituye el martirio que domina todo el camino místico. Martirio que no cesa ni en medio de la felicidad de la unión matrimonial: antes bien, al crecer el conocimiento y amor de Dios, en cierto modo aumenta también aquél, puesto que entonces presiente más claramente lo que la clara e inmediata visión de Dios tiene reservado al alma. (Esto está puesto más de relieve en la segunda redacción).

¿Pero qué angustia humana, por más dolorosa que sea, podrá medirse con la de la Pasión de Cristo, quien durante toda su vida gozó de la visión beatífica, hasta que por propia y libre decisión se privó de este gozo la noche de Getsemaní? No hay espíritu ni corazón humanos que sean capaces de penetrar el misterio insondable de esa privación, como no lo son para imaginarse siquiera ni sentir lo que puede ser la visión beatífica. Solamente El, el único que la sufrió, puede ser capaz de dar a probar algo de ella a los que para esa gracia tiene destinados, en la intimidad de la unión que se realiza en el matrimonio espiritual. A El sólo estuvo reservado el sentir de toda su profundidad el abandono divino y solamente El lo pudo padecer, por ser Dios y hombre a un tiempo. Como Dios, era incapaz de sufrimientos; como puro hombre, no habría podido conocer el bien de que se privaba. Así la Encarnación vino a ser la condición previa para este tormento de la pasión, y la naturaleza humana, al ser apta para sufrir y sufriendo de hecho, se convirtió en instrumento de redención. La causa motiva de la pasión redentora y, por lo mismo, de la Redención, fue la naturaleza humana, en cuanto capaz de caer y caída de hecho. Por el primer pecado, la naturaleza humana perdió, en la persona del primer hombre, su dignidad, su perfección originaria y su elevación al orden de la gracia. Pero es de nuevo elevada en cada alma, que mediante el bautismo ha nacido de nuevo y ha sido elevada a la dignidad de hija de Dios; y es, por último, como coronada en las almas escogidas que llegan a la unión matrimonial con el Redentor. Todo esto se realiza a la sombra del árbol de la Cruz, como fruto maduro de la muerte del Señor y como participación en esa muerte redentora. Pero ¿cómo entender que el lugar de la elevación o reparación sea el mismo que el de la caída, que el árbol de la Cruz y el del Paraíso terrenal sean el mismo? La solución me parece estar en el misterio del pecado. El árbol del Paraíso, cuyo fruto fue vedado al hombre, era precisamente el árbol de la ciencia del bien y del mal. Un verdadero conocimiento experimental del mal y de su radical oposición al bien únicamente podían los hombres adquirir obrando el mal, haciéndolo. Así podemos considerar el árbol del Paraíso como el símbolo de la naturaleza humana en su pecabilidad, y el pecado real, lo mismo el primero que los subsiguientes, con todas sus consecuencias, como su fruto. Pero la consecuencia más terrible del pecado y, por tanto, índice y revelación de su terribilidad, es la pasión y muerte de Cristo. De esta manera viene a ser la Redención fruto del árbol del Paraíso en varios sentidos, porque fue el pecado el que movió a Cristo a cargar con su pasión y muerte, porque fue el pecado en todas sus formas y manifestaciones el que crucificó a Cristo, y porque por todo esto se convirtió él en instrumento de redención. Pues bien, el alma unida a Cristo llega por la participación en la Pasión del Crucificado (es decir, en la noche oscura de la contemplación), al «conocimiento del bien y del mal», adquiriendo experiencia de su fuerza redentora. Siempre se insiste, en efecto, de una forma y de otra, en que el alma se purifica precisamente mediante ese padecer agudísimo y vivísimo, causado por el propio conocimiento (como reconocimiento de la propia íntima condición pecadora).

Hemos de hacer aquí otra advertencia más, y es que la unión mística hay que concebirla también como una participación en la Encarnación. Hay, en efecto, una estrecha relación entre ambos misterios. Así se desprende también de los giros y expresiones que el Santo emplea al hablar del matrimonio espiritual. Cuando nos habla de «tal junta humana», que el alma unida en matrimonio espiritual con Dios parece Dios, se nos viene a las mentes la unión de las dos naturalezas de Cristo en la unión hipostática (CB 22,5). Los teólogos gustan cabalmente de calificar la asunción de la naturaleza humana por el Verbo de Dios como un matrimonio con la humanidad. Mediante la Encarnación Dios hombre se abrió una vía de comunicación con cada alma y en cierto modo vuelve a encarnarse y hacerse hombre cada vez que un alma se le entrega tan sin reservas que pueda ser elevada hasta el matrimonio místico. Cierto que se da una diferencia esencial, porque en Cristo Jesús ambas naturalezas se unen en una persona. Mientras que en el matrimonio místico entran en contacto y se unen dos personas, manteniendo su dualidad. Pero también mediante la mutua entrega surge una unión que se parece y acerca a la hipostática. Ella abre las almas a la infusión de la gracia divina, y por la absoluta y total sumisión de la propia voluntad a la divina, el Señor queda con las manos libres para poder disponer de tales almas como si fueran miembros de su propio cuerpo. Ya no viven su propia vida sino la de Cristo, ya no sufren su propia pasión sino la Pasión de Cristo. Se alegran, por la misma razón, de la vida y gracias místicas que el señor comunica a otras almas, cuando la centella del amor divino las toca y el vino de dicho amor las ponen en una santa embriaguez (CB 25).

El alma que ha llegado al matrimonio espiritual está metida «en la interior bodega», es decir, en el más alto grado de amor. El Santo enumera y distingue aquí siete grados de amor, correspondientes a los siete dones del Espíritu Santo, considerando el del temor como el último y más perfecto de dichos dones. «Cuando el alma llega a tener en perfección el espíritu de temor, tiene ya en perfección el espíritu de amor, por cuanto aquel temor, que es el último de los siete dones, es filial, y el temor perfecto de hijo sale de amor perfecto de padre» (CB 23,3). En esta íntima unión el alma llega a beber del mismo Amado. «Así como la bebida se difunde y derrama por todos los miembros y venas del cuerpo, así se difunde esta comunicación de Dios sustancialmente en toda el alma, o por mejor decir, que el alma se transforma en Dios…, según la sustancia de ella y según sus potencias espirituales. Porque según el entendimiento bebe sabiduría y ciencia, según la voluntad bebe amor suavísimo y según la memoria bebe recreación y deleite en recordación y sentimiento de gloria» (CB 26,5). Al salir de su profundo embebecimiento (no se trata en modo alguno de interrupción de la unión sustancial, sino únicamente de cesación de su redundancia en las potencias), el alma no «sabe cosa»; «porque aquella bebida de altísima sabiduría de Dios que allí bebió la hace olvidar todas las cosas del mundo, y le parece al alma que lo que antes había y aun lo que sabe todo el mundo, en comparación de aquel saber, es pura ignorancia… De más de esto, aquel endiosamiento y levantamiento de mente en Dios… no la deja advertir a cosa alguna del mundo: porque no sólo de todas las cosas, mas aún de sí queda enajenada y aniquilada, como resumida y resuelta en amor… Está el alma en este puesto en cierta manera como Adán en la inocencia, que no sabía qué cosa era mal; porque está tan inocente, que no entiende el mal ni cosa juzga a mal; y oirá cosas muy malas y las verá con sus ojos, y no podrá entender que lo son». (Esto no se opone a lo que poco antes se ha dicho, o sea, que la contemplación infunde conocimiento del bien y del mal. Aquel conocimiento es propio de los comienzos de la vida mística, y el no saber del mal, propio de esta otra inocencia restaurada, pertenece a las cimas de la perfección). Por lo demás este «no saber cosa» del alma en este grado no se ha de entender como que «pierde allí los hábitos de las ciencias adquiridos que tenía, que antes se le perfeccionan con el más perfecto hábito, que es el de la ciencia sobrenatural que se le ha infundido. Aunque ya esos hábitos no reinan en el alma de manera que tenga necesidad de saber por ellos, aunque no impide que algunas veces sea. Porque en esta unión de sabiduría divina se juntan estos hábitos con la sabiduría superior de las otras ciencias, así como juntándose una luz pequeña con otra grande, la grande es la que priva y luce y la pequeña no se pierde, antes se perfecciona, aunque no es la que principalmente luce… Pero las noticias y formas particulares de las cosas y actos imaginarios y cualquier otra aprensión que tenga forma y figura, todo lo pierde e ignora en aquel absorbimiento de amor. Y eso por dos causas: la primera, porque como actualmente queda absorta y embebida el alma en aquella bebida de amor, no puede estar en otra cosa actualmente… La segunda, y principal, porque aquella transformación en Dios de tal manera la conforma con la sencillez y pureza de Dios (en la cual no cabe forma ni figura imaginaria), que la deja limpia y pura y vacía de todas las formas y figuras que antes tenía (CB 26,16-17). Con todo, este no saber no dura sino lo que dura el efecto de aquel amor.

Pues este beber en la interior bodega tiene también otro efecto: hace que reemplace al hombre viejo otro hombre totalmente nuevo. Antes de que el alma entre en este estado de perfección, «aunque más espiritual sea, siempre le queda algún ganadillo de apetitos y gustillos y otras imperfecciones suyas, ahora espirituales, ahora naturales, tras de que se anda procurando apacentarlos en seguirlos y cumplirlos» (CB 26,18). Al entendimiento suele quedarle algo de sus antiguas ganas de saber, la voluntad se deja llevar de algunos gustillos y apetitos propios. Todavía le apetece poseer algunas cosillas, guarda asimientos y preferencias, busca la estima de los demás y tienen puntillos de honra, tocante a comida y bebida gusta más de esto que de aquello, es presa de cuidados impertinentes, de variedad de gozos, dolores, esperanzas y temores. Tal es el ganado tras el que se andan estas almas «hasta que, entrándose a beber en esta interior bodega, lo pierden todo, quedándose… hechos todos en amor»(CB 26,19).

En el matrimonio espiritual Dios hace al alma objeto de un amor que no hay amor de madre que se le pueda comparar. Allí «le da su pecho», es decir, les descubre sus secretos como amigo y le comunica la ciencia sabrosa de la Teología Mística, la ciencia secreta de Dios. Ella, a su vez, se entrega a Dios con entrega total, «sin dejar cosa». Quiere ser toda suya y no tener ya más en sí cosa que no sea El. Y como Dios ha quitado de ella todo lo que podía atar su corazón, puede entregarse no sólo según la voluntad, sino de hecho absolutamente sin reservarse nada. Ni primeros movimientos siente ya levantarse contra lo que sea voluntad de Dios. No sabe otra cosa sino amar y andar siempre en deleites de amor con el Esposo. Ha llegado ya a aquel estado, «cuya forma y ser es el amor». Ella «todo es amor, si así se puede decir, y todas sus acciones son amor, y todas sus potencias y caudal de su alma emplea en amar… Como el alma ve que su Amado nada aprecia ni de nada se sirve fuera del amor, de aquí es que, deseando ella servirle perfectamente, todo lo emplea en amor puro de Dios… Así como la abeja saca de todas las hierbas la miel que allí hay, y no se sirve de ellas más que para esto, así también de todas las cosas que pasan por el alma, con gran facilidad saca ella la dulzura de amor que hay» (CB 27,8).

Y la razón de que Dios sólo del amor y de sus manifestaciones se agrade es porque todas nuestras obras y todos nuestros trabajos nada son a los ojos de Dios. Nada podemos darle en ellos ni nada de eso ha menester ni lo desea. «Si de algo se sirve es de que el alma se engrandezca; y como no hay otra cosa en que más la pueda engrandecer que igualándola consigo, por eso solamente se sirve de que le ame, porque la propiedad del amor es igualar al alma que ama con la cosa amada. De donde porque el alma aquí tiene perfecto amor, por eso se llama esposa del Hijo de Dios, lo cual significa igualdad con El, en la cual igualdad de amistad todas las cosas de los dos son comunes a entrambos» (CB 28,1).

Está, pues, el alma, con todo lo que es y tiene, ocupada en el servicio de Dios, tan natural le es a ella trabajar por El y por su honra, que muchas veces lo hace sin pensarlo y sin darse cuenta de que está trabajando para Dios. Antes se entregaba a muchas y diversas ocupaciones u oficios «no provechosos». Porque todos cuantos hábitos de imperfecciones tenía, tantos oficios podemos decir que ejercitaba: hábito de hablar cosas útiles y de pensarlas y obrarlas, sin mirar en ello a la mayor perfección del alma, cumplimientos, procurar parecer bien, etc. Todos estos oficios u ocupaciones los ha dejado ya: «porque ya todas sus palabras y pensamientos y obras son de Dios y enderezadas a Dios» (CB 28,1). Ya no tiene otro ejercicio o empleo que el de amar. Todas sus facultades se mueven ya por el amor y en el amor. Y esto puede afirmarse lo mismo para el ejercicio de la oración que para otros empleos u ocupaciones en cosas temporales. Antes de que se realizase la unión perfecta de amor, le convenía al alma ejercitar el amor así en la vida activa como en la contemplativa. Mas en este estado «no le es conveniente ocuparse en otras obras y ejercicios exteriores que le puedan impedir un punto de aquella asistencia de amor a Dios». Y esto, aunque se trate de obras que parezcan redundar en honra y servicio de Dios. Porque ante Dios más valor tiene «un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parezca que no hace nada, que todas esas otras obras juntas» (CB 29,2).

Si el mundo da por perdida a un alma que no quiere saber nada de sus cosas y pasatiempos, ella acepta de buena gana tal imputación o murmuración. Lo confiesa espontánea y resueltamente: sí, me hice perdidiza, pero fui ganada. El haberse perdido equivale para ella a ganancia. El enamorado «no pretende ganancia ni premio, sino sólo perderlo todo y así mismo en su voluntad por Dios», lo cual, traducido a lenguaje espiritual, quiere decir que en su trato con Dios el alma ha dejado todos los caminos y vías naturales y que sólo trata ya con El en fe y amor. De esta manera está ella ganada para Dios, «porque de veras se ha perdido a todo lo que no es Dios» (CB 29,11).

Ahora todo está ganado para el alma, adornada como está con las flores y esmeraldas de escogidas virtudes, las cuales juntas y entretejidas en forma de guirnaldas forman un acabado y preciosísimo adorno para su vestidura nupcial. Y aun las almas santas todas forman cada una y todas ellas juntas una guirnalda para la cabeza del Esposo Cristo. Todas las flores con las que se adorna el alma son regalo del Amado. El cabello, que ata y sujeta las flores en la guirnalda, es la voluntad, y su amor es el vínculo y la atadura de la perfección (Col 3,14). Sin esa atadura o vínculo las virtudes se desatarían y destruirían. El amor ha de ser fuerte para poder sujetar la guirnalda de las virtudes. Si así lo es y se mantiene sincero y entero en la fe. Dios mirará al alma con agrado y amor, y se quedará prendado de ella. «Grande es el poder y la porfía del amor, pues el mismo Dios prenda y liga». Y Dios «tiene tal condición, que si le llevan por amor y por bien, le harán hacer cuanto quisieren; y si de otra manera, no hay que hablar ni poder con El, aunque hagan extremos». El alma ha probado experimentalmente esta verdad, y reconoce que sin mérito por su parte Dios le ha hecho grandísimas mercedes y todo lo atribuye, no a sí, sino a Dios (CB 32,1). Si ha hallado gracia a los ojos del Esposo divino, todo ha sido efecto de la mirada amorosa de Este, que con su gracia la ha dejado tan hermosa que ha merecido ser amada del modo más tierno por El. Dios no puede amar cosa fuera de sí. Por eso «amar Dios al alma es meterla en cierta manera en Sí mismo igualándola consigo, y así ama al alma en Sí consigo con el mismo amor con que El se ama, y por eso en cada obra, por cuanto la hace en Dios, merece el alma el amor de Dios; porque, puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios». Obrar en gracia significa para el alma lo mismo que mirar a Dios. Alumbrados y elevados por la gracia, pueden los ojos de su espíritu ver lo que antes permanecía invisible para su ceguera: «grandeza de virtudes, abundancia de suavidad, bondad inmensa, amor y misericordia en Dios, beneficios innumerables que de El había recibido». Nada de eso era capaz de ver ni adorar antes. «Porque es grande la rudeza y ceguera del alma que está sin su gracia». El alma que no está ¡lustrada por el amor de Dios no se acuerda del deber de reconocer y agradecer las gracias divinas ni cae en la cuenta de ello. «Que hasta aquí llega la miseria de los que viven, o, por mejor decir, están muertos en pecado» (CB 32,9).

Una vez que Dios ha librado al alma de sus pecados y fealdades, «nunca más le da en cara con ellos ni por eso le deja de hacer más mercedes». Pero al alma no le conviene olvidar sus pecados primeros. De esta manera no se volverá presumida, tendrá siempre materia de agradecer, y podrá confiar más y más, para más recibir. El recuerdo de su primer estado feo y vergonzoso le sirve para aún gozarse más en la compañía de su Esposo divino. Porque si de sí estaba morena y ennegrecida por el pecado, ahora ve que la mirada de Dios la ha dejado vestida de hermosura y digna de recibir nuevas y mayores gracias. Y, en efecto, recibe «gracia sobre gracia» (Jn 1,16). «Porque cuando Dios ve al alma graciosa en sus ojos, mucho se mueve a hacerle más gracia, por cuanto en ella mora bien agradado… de manera que, si antes que estuviese en su gracia, por Sí solo la amaba, ahora que ya está en su gracia no sólo la ama por Sí, sino también por ella; y así, enamorado de su hermosura… siempre le va El comunicando más amor y gracia, y como la va honrando y engrandeciendo más, siempre se va más prendando y enamorando de ella… ¿Quién podrá decir hasta dónde llega lo que Dios engrandece un alma cuando da en agradarse de ella? No hay poderlo ni aun imaginar; porque, en fin, lo hace como Dios, para mostrar quién es El» (CB 33,7-8).

Por amor al Amado el alma ha escogido vivir en soledad, es decir, se ha privado y abstraído de todo lo terreno. Sin embargo, en esa misma soledad vivía antes entre cuidados y trabajos. Mas ahora Dios la ha llevado a una nueva y más perfecta soledad, donde halla descanso y satisfacción. «En esta soledad que el alma tiene de todas las cosas, en que está sola con Dios, El la guía y mueve y levanta a las cosas divinas». Y «El mismo a solas es el que obra en ella sin otro algún medio. Porque esta es la propiedad de esta unión del alma con Dios en matrimonio espiritual, hacer Dios en ella y comunicársele por Sí sólo, no por medio de ángeles ni por medio de habilidad natural; porque los sentidos exteriores e interiores y todas las criaturas, y aun la misma alma, muy poco hacen al caso para ser parte para recibir esas grandes mercedes sobrenaturales que Dios hace en este estado… No la quiere dar otra compañía, aprovechándola y fiándola de otra que de Sí solo» (CB 35,6).

Desde las altas cimas de esta perfección suben ahora vehementes las ansias de esta alma por gozar de la visión beatífica: por subir al monte del conocimiento esencial de Dios en el Verbo, y al collado de esa sabiduría, cual agua pura, la va a limpiar de toda mancha de ignorancia. A medida que crece el amor crece también y se hace más intenso el deseo de entender clara y desnudamente las verdades divinas y de adentrarse más y más en los abismos de los incomprensibles juicios y misterios divinos. «Y a trueque de esto le sería grande consuelo y alegría entrar por todos los aprietos y trabajos del mundo, y por todo aquello que le pudiese ser medio para esto por dificultoso y penoso que fuese… De donde también por esta espesura, en que aquí el alma desea entrar, se entiende harto propiamente la espesura y multitud de los trabajos y tribulaciones en que desea esta alma entrar, por cuanto le es sabrosísimo y provechosísimo el padecer; porque el padecer le es medio para entrar más adentro en la espesura de la deleitable sabiduría de Dios. Porque el más puro padecer trae más íntimo y puro entender, y, por consiguiente, más puro y subido gozar, porque es de más adentro saber. Por tanto no se contentando con cualquier manera de padecer, dice: entremos más adentro en la espesura, es a saber, hasta los aprietos de la muerte, por ver a Dios…» «¡Oh, si se acabase de entender cómo no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios que son de muchas maneras, si no es entrando en la espesura del padecer de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer para entrar en ella, en la espesura de la Cruz!… Porque para entrar en estas riquezas de su sabiduría, la puerta es la Cruz, que es angosta» (CB 36,11-13). La Cruz es la que conduce y lleva a las subidas cavernas, es decir, a «los subidos y altos y profundos misterios de sabiduría de Dios que hay en Cristo sobre la unión hipostática de la naturaleza humana con el Verbo divino… Cada misterio de lo que hay en Cristo es profundísimo en sabiduría y tiene muchos senos de juicios suyos muy ocultos de predestinación y presciencia en los hijos de los hombres… Tanto que, por más misterios y maravillas que han descubierto los Santos y doctores y entendido las santas almas en este estado de vida, les quedó lo más por decir y aun por entender, y así hay mucho que ahondar en Cristo», en quien moran todos los tesoros y sabiduría escondidos (Col 2,3 ; CB 36,11-13). Tesoros a los que el alma no tiene acceso si «no pasa primero por la estrechura del padecer interior y exterior a la divina sabiduría. Porque aun a lo que en esta vida se puede alcanzar de estos misterios de Cristo, no se puede llegar sin haber padecido mucho y recibido muchas mercedes intelectuales y sensitivas de Dios y habiendo precedido mucho ejercicio espiritual, porque todas estas mercedes son más bajas que la sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son disposiciones para venir a ella» (CB 37,4). El gozar de estos misterios es el mosto, que en común gustan ambos amantes.

Pero lo que sobre todo pretende el alma «es la igualdad de amor con Dios, que siempre ella natural y sobrenaturalmente apetece, porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado. Y como el alma ve que con la transformación que tiene en Dios en esta vida, aunque es inmenso el amor, no puede llegar a igualar con la perfección de amor con que de Dios es amada, desea la clara transformación de gloria en que llegará a igualar con el dicho amor». Entonces el alma amará a Dios «con voluntad y fuerza del mismo Dios, unida con la fuerza de amor con que es amada de Dios; la cual fuerza es el Espíritu Santo, en el cual está el alma allí transformada: que siendo El dado al alma para la fuerza de este amor, supone y suple en ella, por razón de la tal transformación de gloria, lo que falta en ella» (CB 38,3).

Junto con la perfección del amor espera el alma la eterna gloria, es decir, la visión de la esencia divina, a la que Dios la predestinó desde la eternidad. A ésta, a la gloria eterna, no la nombra sino en segundo lugar, porque el amor tiene su asiento en la voluntad y es lo primero que ahora se le pone a ella delante; además, porque lo propio del amor es dar y no precisamente recibir, y lo propio del entendimiento, que es sujeto de la gloria, es recibir y no dar. Por eso «embriagada del amor, no se le pone la gloria que Dios le ha de dar, sino darse ella a El, en entrega de verdadero amor sin algún respecto de provecho». Por lo demás, «en la primera pretensión se incluye la segunda…, porque es imposible venir a perfecto amor de Dios sin perfecta visión de Dios». A esta visión divina predestinó Dios al alma desde la eternidad. Pero es algo que ningún ojo lo vio, ni ningún oído lo oyó ni cayó en corazón de hombre (1Cr 2,9; Is 64,4). Pero lo que de ella llega a barruntar el alma es algo tan grande, que para expresarlo no hay otra palabra que aquello (que me diste el otro día). No es posible dar una explicación de este misterioso aquello. El Señor se refirió a él por medio de siete distintas expresiones y comparaciones. «Al que venciere le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de mi Dios» (Ap 2,7). «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (ibíd. 2,10). «Al que venciere le daré el maná escondido y le pondré una piedrecilla blanca y en la piedrecilla escrito un nombre nuevo, que nadie lo sabe sino el que lo recibe» (ibíd. 2,17). «Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin le daré potestad sobre las gentes, y las regirá con vara de hierro y como un vaso de barro se desmenuzarán, así como yo también la he recibido de mi Padre, y le daré la estrella de la mañana» (ibíd. 2,26-27). «El que venciere será vestido con vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida y confesaré su nombre delante de mi Padre» (ibíd. 3,5). «Al que venciere le haré columna del templo de mi Dios, y no saldrá fuera ya jamás, y escribiré sobre él el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, la Jerusalén nueva, la que desciende del cielo de mi Dios, y también mi nombre nuevo» (ibíd. 3,12). «Al que venciere yo le haré sentarse conmigo en mi trono, como yo vencí y me senté con mi Padre en su trono» (ibíd. 3,21). Hasta aquí son palabras del Hijo de Dios para dar a entender aquello. Y es que lo inefable no se deja encerrar en palabras humanas (cfr. CB 38,8).

El alma en el matrimonio espiritual no está del todo ignorante de ese aquello inmenso e inefable. La transformación en Dios le va dando algunos barruntos y como prendas: el aspirar del aire, que es una aspiración de ese mismo Espíritu, el Espíritu de amor que el Padre y el Hijo juntos aspiran, y que «es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo. Porque no sería verdadera y total transformación, si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado. Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en Sí, le es a aquella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay decirlo por lengua moral, ni el entendimiento humano en cuanto tal puede alcanzar algo de ello… Y en la transformación que el alma tiene en esta vida pasa esta misma aspiración de Dios al alma y del alma a Dios con mucha frecuencia con subidísimo deleite de amor en el alma, aunque no en revelado y manifiesto grado, como en la otra vida… Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta… Porque, dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por anticipación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma; porque esto es estar transformada en las tres personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (CB 39,3-4).

En el aspirar del alma siente el alma en su interior la dulce voz de su amado a la que ella une la suya propia en sabrosa jubilación. Así como la filomena o ruiseñor suele cantar en la primavera, pasados ya los fríos, lluvias y los cambios de tiempo en invierno, así es como se deja oír también el canto del amor en esta nueva primavera del alma, cuando ella, pasadas todas las tempestades y casos varios de la vida, y «desnuda y purgada de las imperfecciones, penalidades y nieblas, así del sentido como del espíritu, siente nueva primavera en libertad y anchura y alegría del espíritu, en la cual siente la dulce voz del Esposo…; en cuyo refrigerio y amparo y sentimiento sabroso ella también, como dulce filomena, da su voz con nuevo canto de jubilación a Dios, juntamente con Dios que la mueve a ello. Que por eso El da su voz a ella, para que ella en uno la dé junto con El a Dios; porque esa es la pretensión y deseo de El, que el alma entone su voz espiritual en jubilación a Dios». Para que esta voz sea perfecta tiene que brotar del conocimiento y asimilación de los misterios de la Encarnación. Y como todas las obras que el alma hace en esta unión son perfectas, de ahí es que esta voz de jubilación sea perfecta y dulce para Dios, y dulce también para el alma, aunque todavía no sea tan perfecta como el cantar nuevo de la vida gloriosa (cfr. CB 39,10).

También se revela Dios al alma aquí como Creador y Conservador de todas las cosas (como soto con su multitud y variedad de animales y plantas), y le da a conocer la gracia, sabiduría y belleza que Dios ha ido sembrando en cada criatura, así como en sus mutuas relaciones y en la armoniosa ordenación de unas a otras. Y todo esto pasa al alma «en la noche oscura» de la contemplación, recibiendo todas esas noticias pasivamente, sin que pueda dar cuenta de las mismas. Más tarde las verá «en la noche serena» de la clara visión de Dios (CB 39,11-13).

Por fin. la llama del amor divino se acaba de transformar en el amor consumado y perfecto que no causa en el alma pena ni dolor. «Lo cual no puede ser sino en el estado beatífico, donde ya esta llama es amor suave… Por tanto, no da pena de variedad en más o menos, como hacía antes que el alma llegase a la capacidad de este perfecto amor». En esta vida la transformación nunca es sin dolor, ni siquiera en los grados más altos de amor, y el natural siempre padece alguna manera de pena y detrimento… «lo uno, por la transformación beatífica, que siempre echa menos en el espíritu; lo otro, por el detrimento que padece el sentido flaco y corruptible con la fortaleza y alteza de tanto amor, porque cualquiera cosa excelente es detrimento y pena a la flaqueza natural… Pero en aquella vida beatífica ningún detrimento ni pena sentirá, aunque su entender será profundísimo y su amor inmenso, porque para lo uno le dará Dios habilidad y para lo otro fortaleza, consumando Dios su entendimiento con su sabiduría y su voluntad con su amor» (CB 39,14).

El alma está esperando esta consumación beatífica con la profunda paz que le infunde la certidumbre de estar dispuesta y aparejada para recibirla y de que por ningún lado tiene peligro que temer. El demonio, enemigo declarado del alma, está tan vencido y tan de retirada, que ya no osa comparecer. Ninguna criatura barrunta ya nada de lo que ella goza en lo escondido de su interior recogimiento en Dios. Ya no la asedian las pasiones y apetitos que amenazaban su sosiego y quietud. La parte sensitiva del alma con sus potencias está tan purgada y espiritualizada, que puede participar en los bienes y deleites espirituales de que en su interior goza con Dios. Lo que esas potencias no pueden hacer, por cierto, es gozar de las mismas aguas de los dichos bienes espirituales, como no sea cierta distancia, a vista de ellas. «Porque esta parte sensitiva con sus potencias no tiene capacidad para gustar esencial y propiamente de los bienes espirituales, no sólo en esta vida, pero ni aún en la otra; sino por cierta redundancia del espíritu reciben sensitivamente recreación y deleite de ellos, por el cual deleite estos sentidos y potencias corporales son atraídos al recogimiento interior, donde está bebiendo el alma las aguas de los bienes espirituales». Ellas, las potencias corporales, las pasiones de la parte sensitiva, descienden ya, cual jinetes de su cabalgadura, porque «bajan de sus operaciones naturales, cesando de ellas, al recogimiento espiritual» (CB 40,6).

En este variado y vistoso desfile de imágenes ha quedado expuesto ante nuestros ojos todo el itinerario espiritual del alma. Así hemos podido sorprender a la vez algo de los secretos designios de Dios, los cuales nos dejaron de antemano trazado dicho itinerario desde la mañana de la creación. Y vemos cómo el oculto y misterioso camino del alma está estrechamente relacionado y unido con los misterios de la fe. Desde la eternidad está el alma destinada a participar, en calidad de esposa del Hijo de Dios, de la vida trinitaria divina. A fin de esposarse con ella, el Verbo Eterno se reviste de la naturaleza humana. Dios y el alma serán dos en una carne (Gn 2,24). Mas como la carne del hombre pecador está en rebeldía contra el espíritu, de ahí que toda vida en la carne sea lucha y dolor: lucha y dolor para el Hijo del hombre aún más que para los demás hombres; y para estos, tanto más cuanto más estrechamente estén unidos con Aquél. Cristo Jesús inicia su obra de conquista de las almas, exponiendo su propia vida por la vida de ellas, en lucha contra sus propios enemigos y los de las almas. Expulsa a Satanás y demás espíritus malos, donde quiera que tiene un encuentro personal con ellos. Arranca a las almas de su tiranía. Desenmascara sin miramiento ninguno la malicia humana, donde quiera que se le enfrenta ella, ciega, embozada o empedernida. Tiende su mano a todos aquellos que reconocen su condición pecadora, la confiesan arrepentidos y anhelan librarse de ella. Pero reclama de ellos que le sigan incondicionalmente y renuncien a todo lo que en sus almas se oponga a su espíritu, al espíritu de Dios. Por todo esto se atrae la rabia del infierno y el odio de la malicia y debilidad humanas, hasta que esa rabia y odio estallan y se aprestan a darle muerte en la Cruz. Aquí, en la Cruz, es donde en medio de los mayores martirios de cuerpo y de alma, particularmente el de la noche del abandono divino, paga a la justicia divina el precio del rescate por todas las culpas y pecados de todos los tiempos y abre las esclusas de la misericordia del Padre en favor de todos los que no vacilen en abrazarse con la Cruz y el Crucificado. Sobre estas almas derramará su luz y vida divinas; pero como esta luz y esta vida aniquilan irresistiblemente todo lo que las contradice o se les opone, las almas las experimentan, ante todo, en forma de noche y de muerte. Es la noche oscura de la contemplación, la crucifixión del hombre viejo. La noche será tanto más oscura y la muerte tanto más atroz, cuando el asedio del amor divino se haga más apretado e insistente sobre el alma, y cuanto más sin reserva el alma se entregue a él. El aniquilamiento progresivo de la naturaleza de cada vez más y mayor cabida a la luz de arriba y a la vida divina. Esta se apodera de las fuerzas naturales y las transforma, espiritualizándolas y divinizándolas. De esta manera viene a verificarse una nueva encarnación de Cristo en los cristianos, equivalente a una resurrección después de la muerte en Cruz. El nuevo hombre ostentará las señales de las llagas de Cristo sobre su cuerpo, como un recuerdo del estado miserable de pecado, de que ha sido resucitado a una nueva vida de santidad, y del precio que por su rescate fue necesario pagar. Y aun después le quedará la cruz, el martirio de sus ansias por gozar de la vida plena, hasta el día en que, franqueada la puerta de la muerte corporal, pueda entrar en la luz sin sombras de la gloria.

Así es como la unión matrimonial del alma con Dios será el fin, para el que ella fue creada, mediante la Cruz redimida y en la Cruz consumada y santificada, para quedar marcada con el sello de la Cruz para toda la eternidad.
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III El seguimiento de la Cruz

La doctrina de la cruz que San Juan de la Cruz nos enseña no podría considerarse como ciencia de la Cruz en el sentido que damos a esta expresión, si tan sólo tuviese como base el entendimiento. Pero lleva el sello auténtico de la Cruz. Es una ramificación inmensa de un árbol cuyas raíces han penetrado en lo más profundo del alma y se alimentan de la sangre misma del corazón. Sus frutos los podremos contemplar en la vida del Santo.

Prueba concreta de que llevaba en su corazón el amor al Crucificado la tenemos en su amor a la representación de la Cruz. Las cruces daban su sello característico a la casita de Duruelo. Conocida es la impresión que produjo en Santa Teresa: «Como entré en la Iglesia, quédeme espantada de ver el espíritu que el Señor había puesto allí. Y no era yo sola; que dos mercaderes que habían venido de Medina hasta allí conmigo, que eran mis amigos, no hacían otra cosa sino llorar. ¡Tenía tantas cruces, tantas calaveras! Nunca se me olvida una cruz pequeña de palo que tenía para el agua bendita, que tenía ella pegada una imagen de papel con un Cristo, que parecía que ponía más devoción que si fuera de cosa muy bien labrada» (Teresa de Jesús, F 14,6).

Se supone que el primer carmelita descalzo, antiguo aprendiz de escultura y pintura, fue quien confeccionó aquellas cruces para adorno de su conventito. Aquellas cruces están en conformidad con las ideas que él desarrolló más tarde a propósito de la veneración de las imágenes: el material precioso y el trabajo artístico pueden resultar un peligro, porque fácilmente puede uno por esta causa apartarse de lo esencial -el Espíritu de oración y el camino hacia la unión con Dios- (3S 35-36). A esta unión pretendía encaminarse y encaminar a los demás por aquellas cruces y todos los demás medios que empleaba. Y esto mismo explica el porqué más tarde le gustará labrar cruces y regalarlas. Para recompensar los buenos servicios de su afable carcelero, el P. Juan de Santa María, no se le ocurrió otra nada mejor que regalarle una cruz. Esta cruz tenía un valor humano particular tanto para el que la daba como para el que la recibía, por la circunstancia de que San Juan de la Cruz la había recibido en Duruelo de manos de la Santa Madre. Lo que probablemente fue para él una razón para desprenderse de ella.

Las visiones del Crucificado de las cuales hemos hablado anteriormente son una prueba de que al Señor te agradaba este amor a las cruces y al Crucificado y el afán de ocuparse de su veneración (supra parte I,6). De todas formas contribuyeron a imprimir más profundamente la señal de la cruz en su corazón. Durante la última noche de su vida tenía la cruz en sus manos. Poco antes de la media noche y cuando llegaba el momento por él profetizado de su muerte, Juan entregó la Cruz a uno de los presentes, a fin de poder con las dos manos componer su cuerpo. Después volvió a tomar el Santo Cristo, diciéndole palabras tiernas y lo besó por última vez antes de exhalar imperceptiblemente el último suspiro.

Bien está el venerar al Crucificado en imagen y fabricar crucifijos para estimular su veneración. Pero mejor que las imágenes de madera y piedra son las imágenes vivas. Formar almas según la imagen de Cristo, plantar la Cruz en sus corazones, ese fue el ideal de la vida del Reformador del Carmelo y guía de las almas. A ello se encaminaban todos sus escritos y de ello dan testimonio más personal sus cartas y declaraciones de los testigos acerca de su vida.

En el Carmelo de Granada dio el Santo hábito a su hija espiritual María Machuca, imponiéndole el nombre de María de la Cruz. Cuando le llevaron después al locutorio, le advirtieron que él la amaría particularmente porque se apellidaba «de la Cruz» pero el Santo replicó que ciertamente la amaría mucho más si ella se mostraba amante de la cruz. A las personas con quienes mantenía relaciones, «exhortaba… a que fuesen muy aficionadas a padecer por Cristo muy a solas y sin consuelo de la tierra». Muchas veces decía: «Hija, no quiera otra cosa sino cruz a secas, que es linda cosa».

A su penitenta Juana de Pedraza, que residía en Granada, le escribía contestando a sus quejas a causa de sus sufrimientos: «Todo es aldabadas en el alma para más amar, que causan más oración y suspiros espirituales a Dios, para que él cumpla lo que el alma pida para él… ¡Oh gran Dios de amor y Señor!, y qué de riquezas vuestras ponéis en el que no ama ni gusta sino de Vos; pues a Vos mismo le dais y hacéis una cosa por amor. Y en eso le dais a gustar y amar lo que más el alma quiere en Vos y le aprovecha. Mas porque conviene que no nos falte cruz, como a nuestro Amado hasta la muerte de amor. El ordena nuestras pasiones en el amor de lo que más queremos para que mayores sacrificios hagamos y más valgamos. Mas todo es breve, que todo es hasta alzar el cuchillo y luego se queda Isaac vivo, con promesa del hijo multiplicado» (Cta. 28-I-1589).

Tuvo particular intimidad con las Carmelitas de Beas. Cuando fue Superior del Calvario (poco después de su huida de la cárcel) así como siendo Rector del colegio de Baeza, vivía cerca de ellas y podía visitar a menudo su convento, influyendo sobre ellas con sus pláticas, conversaciones espirituales y exhortaciones en el confesionario. También más tarde fue con frecuencia su huésped. La correspondencia completaba la instrucción oral. En una carta del 18 de noviembre de 1586 les dice: «De manera que el que busca gusto en alguna cosa, ya no se guarda vacío para que Dios le llene de su inefable deleite; y así como va a Dios, así se sale, porque lleva las manos embarazadas y no puede tomar lo que Dios le daba. Dios nos libre de tan malos embarazos, que tan dulces libertades estorban. Sirvan a Dios, mis amadas hijas en Cristo, siguiendo sus pisadas de mortificación en toda paciencia, en todo silencio y en todas ganas de padecer, hechas verdugos de los contentos, mortificándose si por ventura ha quedado algo por morir que estorba la resurrección interior del espíritu» (Cta. 7). A la Madre Leonor Bautista, priora de Beas, le escribe el Santo a 8 de febrero de 1588: «…Acordándome que así como Dios la llamó para que hiciese vida apostólica, que es vida de desprecio, la lleva por el camino de ella, me consuelo. En fin, el religioso de tal manera quiere Dios que sea religioso, que haya acabado con todo y que todo se haya acabado para él; porque él mismo es el que quiere ser su riqueza, consuelo y gloria deleitable. Harta merced le ha Dios hecho a Vuestra Reverencia, porque ahora, bien olvidada de todas las cosas, podrá a sus solas gozar bien de Dios, no se le dando nada que hagan de ella lo que quisieren por amor de Dios, porque no es suya, sino de Dios» (Cta. 9).

A una postulante le dio el siguiente consejo: «Acerca de la pasión del Señor procure el rigor de su cuerpo con discreción, el aborrecimiento de sí misma y mortificación y no querer hacer su voluntad y gusto en nada, pues ella fue la causa de su muerte y pasión» (Cta. 12).

Escribe a la Superiora del recién fundado monasterio de Córdoba: «Y que hayan entrado en casas tan pobres y con tantos calores ha sido ordenación de Dios, porque hagan alguna edificación y den a entender lo que profesan, que es a Cristo desnudamente, para que las que se moviesen sepan con qué espíritu han de venir… Y miren que conserven el espíritu de pobreza y desprecio de todo… queriéndose contentar sólo con Dios. Y sepan que no tendrán ni sentirán más necesidades que a las que quisieren sujetar el corazón, porque el pobre de espíritu en las menguas está más constante y alegre, porque ha puesto su todo en nonada y en nada y así halla en todo anchura de corazón. Dichosa nada y dichoso escondrijo de corazón, que tiene tanto valor que lo sujeta todo, no queriendo sujetar nada para sí y perdiendo cuidados por poder arder más en amor». Aconseja a las hermanas «que se aprovechen de este primer espíritu que da Dios en estos principios para tomar muy de nuevo el camino de perfección en toda humildad y desasimiento de dentro y de fuera, no con ánimo aniñado, mas con voluntad robusta: sigan la mortificación y penitencia, queriendo que les cueste algo este Cristo, y no siendo como los que buscan su acomodamiento y consuelo, o en Dios o fuera de él, sino en padecer en Dios, y fuera de él por el silencio y esperanza y amorosa memoria» (Cta. 16).

El camino más oscuro es el más seguro. En la guía de almas insiste en esta doctrina de la Noche Oscura: «Como ella anda en esas tinieblas y vacíos de pobreza espiritual, piensa que todos le faltan y todo. Mas no es maravilla, pues en eso también le parece le falta Dios… Quien no quiere otra cosa sino a Dios, no anda en tinieblas, aunque más oscuro y pobre se vea; y quien no anda en presunciones ni gustos propios, ni de Dios ni de las criaturas, ni hace su voluntad propia en eso ni en esotro, no tiene en qué tropezar ni en qué tratar… Nunca estuvo mejor que ahora, porque nunca estuvo tan humilde ni tan sujeta, ni teniéndose en tan poco, ni a todas las cosas del mundo. Ni se conocía por tan mala, ni a Dios por tan bueno, ni servía a Dios tan pura y desinteresadamente como ahora… ¿Qué quiere?… ¿Qué piensa que es servir a Dios, sino no hacer males, guardando sus mandamientos, y andar en sus cosas como pudiéramos? Como esto haya, ¿qué necesidad hay de otras aprensiones, ni otras luces ni jugos de acá o de allá, en que ordinariamente nunca faltan tropiezos y peligros al alma, que con sus entenderos y apetitos se engaña y se embelesa y sus mismas potencias le hacen errar? Y así es gran merced de Dios cuando las oscurece, y empobrece al alma de manera que no puedan errar con ellas…, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo» (Cta. 19).

El Santo escribe a sus hijas espirituales, pero con un cariño que no es otra cosa que el deseo ardiente de su eterna salvación: «Ahora en tanto que Dios nos le da (el bien) en el cielo, entreténgase ejercitando las virtudes de mortificación y paciencia, deseando hacerse en el padecer algo semejante a este gran Dios nuestro humillado y crucificado; pues que esta vida, si no es para imitarle, no es buena» (Cta. 20 a la M. Ana de Jesús en Segovia, 6-VII-1591)

Por ello no podía creer en la autenticidad de determinadas gracias místicas cuando se trataba de almas que carecían de humildad. Cuando le fue encomendado por el Vicario General de los carmelitas descalzos, P. Nicolás Doria, que examinara el espíritu de una monja que pasaba por haber recibido gracias extraordinarias, expuso su convicción en el siguiente juicio en el que señala los defectos que para juzgarle por verdadero espíritu hallaba.

«Lo principal, que en este modo que lleva no parecen efectos de humildad, los cuales, cuando las mercedes son, como ella aquí dice, verdaderas, nunca se comunican de ordinario al alma sin deshacerla y aniquilarla primero en abatimiento interior de humildad». Porque aunque los efectos de humildad «…no en todas las aprehensiones de Dios acaezcan tan notables; pero éstas, que ella aquí llama unión, nunca andan sin ellos… Pruébenla en el ejercicio de las virtudes a secas, mayormente en el desprecio, humildad y obediencia, y en el sonido del toque saldrá la blandura del alma, en que han causado tantas mercedes; y las pruebas han de ser buenas, porque no hay demonio que por su honra no sufra algo».

Idéntico espíritu se observa en las reglas de conducta (cautelas) para religiosos que redactó el Santo en diversas ocasiones. Entre las cautelas, destinadas probablemente a las Carmelitas de Beas, se encuentran las tres siguientes contra la carne:

1. «La primera cautela, que entiendas que no has venido al convento sino a que todos te labren y ejerciten. Y así, para librarte de las imperfecciones y tribulaciones que se pueden ofrecer acerca de las condiciones y tratos de los religiosos y sacar provecho de todo acaecimiento, conviene que pienses que todos son oficiales los que están en el convento para ejercitarte, como a la verdad lo son: que unos te han de labrar de palabra y otros de obra, otros de pensamiento contra t¡; y que en todo has de estar sujeto, como la imagen está al que la labra, y al que la pinta y al que la dora. Y si esto no guardas, no sabrás vencer tu sensualidad y sentimiento, ni sabrás haberte bien en el convento con los religiosos, ni alcanzarás la santa paz, ni te libreras de muchos tropiezos y males».

2. «Que jamás dejes de hacer las obras por la falta de gusto o sabor que en ellas hallares, si conviene al servicio de Nuestro Señor que ellas se hagan; ni las hagas por sólo el sabor o gusto que te dieren, sino que conviene hacerlas tanto como las desabridas; porque sin esto es imposible que ganes constancia y venzas tu flaqueza».

3. «…Nunca en los ejercicios el varón espiritual ha de poner los ojos en lo sabroso de ellos para asirse a ellos y por sólo ello hacer los tales ejercicios, ni ha de huir lo amargo de ellos, antes ha de buscar lo trabajoso y desabrido. Con lo cual se pone freno a la sensualidad, porque de otra manera ni perderás el amor propio, ni ganarás el amor de Dios» (Cautelas 15-17).

Dios llama a las almas al claustro «para que se prueben y purifiquen como el oro con fuego y martillo: conviene que no falten pruebas y tentaciones de hombres y de demonios, fuego de angustias y desconsuelos. En las cuales cosas se ha de ejercitar el religioso, procurando siempre llevarlas con paciencia y conformidad con la voluntad de Dios, y no llevarlas de manera que en lugar de aprobarle Dios en la probación, le venga a reprobar por no haber querido llevar la Cruz de Cristo con paciencia…» (Avisos 4,4). Y no tienen que «andar escogiendo lo que es menos cruz, pues es carga liviana; y cuanto más carga, más leve es, llevada por Dios» (Avisos 4,6). «Cuando estás cargado estás junto a Dios, que es tu fortaleza, el cual está con los tubulados: cuando estás aliviado estás junto a ti, que eres tu misma flaqueza; porque la virtud y fuerza del alma en los trabajos de paciencia crece y se confirma» (D 4). «Más estima Dios en ti el inclinarte a la sequedad y al padecer por su amor, que todas las consolaciones y visiones espirituales y meditaciones que puedas tener» (D 14). «No podrá llegar a la perfección el que no procura satisfacerse con nada, de manera que la concupiscencia natural y espiritual estén contentas en vacío; que para llegar a la suma tranquilidad y paz de espíritu esto se requiere; y de esta manera el amor de Dios en el alma pura y sencilla casi frecuentemente está en acto» (D 54).

Un grupo completo de sentencias tiene por tema la imitación de Cristo: «El aprovechar no se halla sino imitando a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida y la puerta por donde ha de entrar el que quiera salvarse» (D 76; 2S 7,8). «El primer cuidado que se halle en ti, procura ser un ansia ardiente de imitar a Cristo en todas tus obras, estudiando en haberte en cada una de ellas con el modo que el mismo Señor se hubiera» (D 77;1S 13,3). «Cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncialo y quédate vacío de él por amor a Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni lo quiso, que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba él su comida y manjar» (D 78; 2S 7,8). «Crucificada interior y exteriormente con Cristo, vivirá en esta vida con hartura y satisfacción de su alma, poseyéndola en su paciencia» (D 80). «Bástele Cristo crucificado, y con él pena y descanso, y sin él ni pena ni descanso; y por esto aniquilarse en todas las cosas exteriores y propiedades interiores» (D 81). «Si quieres llegar a poseer a Cristo, jamás le busques sin la Cruz» (cfr. 1S 13,11). «El que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria de Cristo» (D 84). «¿Qué sabe el que por Cristo no sabe padecer? Cuando se trata de trabajos, cuanto mayores y más graves son, tanto mejor es la suerte del que los padece» (D 87). «Alégrese ordinariamente en Dios que es su salud y mire que es bueno el padecer de cualquiera manera que sea por el que es verdaderamente bueno» (D 49). «Si quieres ser perfecto vende tu voluntad y dala a los pobres de espíritu y ven a Cristo por mansedumbre y humildad, y síguele hasta el Calvario y el sepulcro» (D 7).

«Que los trabajos o penas abrazadas por Dios eran como preciosas perlas, que cuanto mayores son más preciosas y mayor amor causan en quien las recibe para con quien se las da; así las penas dadas y recibidas de la criatura por Dios, cuanto mayores, eran mejores, y mayor amor causaban para con él; y que por un momento que llevan de penas por Dios en el suelo, reciben de Su Majestad en el cielo inmensas y eternas buenas, que es a sí mismo, su hermosura…» (no se encuentra en los escritos del santo. Se recoge en los procesos).

Cierto día hablaba una Hermana en presencia del Santo en tono despectivo a propósito de un seglar que había manifestado hostilidad contra el convento. Recibió la siguiente advertencia: «Que entonces ella y las demás le habían de hacer más bien: que esto es ser discípulas de aquel poco de amargura que traen consigo, encomendándolos a Dios, que no la doblada amargura, que se nos ha de seguir de cumplir nuestra voluntad con tales sentimientos contra el prójimo» (Dictamen 2).

Hablando con un religioso le dijo con palabras vehementes: «… Si en algún tiempo le persuadiere alguno, aunque sea prelado, con alguna doctrina de anchura, por más que la confirme con milagros, no la crea, ni admita, sino abrace la penitencia y desasimiento de todas las cosas, y nunca busque a Cristo fuera de la cruz; que a seguirle con la negación de todo y de nosotros mismos, nos ha llamado a los descalzos de la Virgen, y no a procurar nuestras comodidades y blanduras. Y mire que no se le olvide de predicarlo donde se le ofreciere como cosa que tanto importa» (Dictamen 5).

A través de esta advertencia habla el amor de Cristo que impulsa al discípulo de la Cruz a enseñar a otros el camino que él mismo ha encontrado: «¿No sabías que debía emplearme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Estas palabras de Nuestro Divino Salvador, las primeras que nos han sido transmitidas, las aplica el Santo a la gran obra de la vida de Cristo en favor de nosotros sus fieles: «Que lo que es del Padre Eterno aquí no se ha de entender otra cosa que la redención del mundo, el bien de las almas, poniendo Cristo Señor Nuestro los medios preordinados del Padre Eterno. Y que San Dionisio Areopagita, en confirmación de esta verdad, había escrito aquella maravillosa sentencia que dice: Omnium Divinorum divinissimum est cooperari Deo in Salutem animarum. Esto es, que la suprema perfección de cualquiera sujetos en su jerarquía y en su grado, es subir y crecer, según su talento y caudal, a la imitación de Dios, y lo que es más admirable y divino, ser cooperador suyo en la conversión y reducción de las almas. Porque en esto resplandecen las obras propias de Dios, en que es grandísima gloria imitarle. Y por esto les llamó Cristo Señor Nuestro obras de su Padre, cuidados de su Padre. Y que es evidente verdad que la compasión de los prójimos tanto más crece cuanto más ama, tanto más desea que ese mismo Dios sea de todos amado y honrado. Y cuanto más lo desea tanto más trabaja por ello, así en la oración como en todos los otros ejercicios necesarios y a él posibles». «Y es tanto el favor y fuerza de su caridad, que los tales poseídos de Dios no se pueden estrechar ni contentar con su propia ganancia; antes pareciéndole poco el ir solos al cielo, procuran con ansias y celestiales afectos y diligencias exquisitas llevar muchos al cielo consigo. Lo cual nace del grande amor que tienen a su Dios; y es propio fruto y afecto éste de la perfecta oración y contemplación» (Dictamen 10).

Aquí vemos cómo el celo de almas es el fruto de la unión; pero también, por otra parte, considera el Santo el amor del prójimo como medio importantísimo para alcanzarla: «Dos cosas sirven al alma de alas para subir a la unión con Dios, que son la compasión efectiva de la muerte de Cristo, y la de los prójimos; y que, cuando el alma del Señor, se acordare que en ella estuvo solo obrando nuestra redención» (Dictamen 11). Es decir: quien amorosamente profundiza en este sentimiento del Salvador en la Cruz, que supone el amor hasta el sacrificio y la entrega de sí mismo, se unirá con la voluntad divina, que consiste en la voluntad del Padre que se cumple en el amor redentivo y el sacrificio de Jesús; y entonces será una misma cosa con el ser divino, que es, a su vez, amor que se entrega: tanto en la recíproca entrega de las Tres Divinas Personas en la vida íntima trinitaria, como en las obras «ad extra» de la Creación. De esta forma se encuentran indisolublemente unidos la propia perfección, la unión con Dios, el trabajo para que el prójimo alcance la unión con Dios, y la propia perfección. Y el camino para todo ello, la Cruz. Y la predicación de la Cruz sería vana si no fuera la expresión de una vida unida a Cristo Crucificado. «Amado mío, todo para ti y nada para mí: nada para ti y todo para mí. Todo lo áspero y trabajoso quiero para mí y nada para ti» (CB 28,10).

«Oh cuan dulce será a mí la presencia tuya, que no eres sino bien. Allegarme he yo con silencio a ti, y descubrirte he los pies, porque tengas por bien de me ajuntar contigo en matrimonio a mí; y no holgaré, hasta que me goce en tus brazos; y ahora te ruego. Señor, que no me dejes en ningún tiempo en mi recogimiento, porque soy desperdiciador de mi alma» (CB 28,10).

En estos suspiros del corazón enamorado se refleja el camino que ha seguido San Juan de la Cruz. Ha andado tras las huellas de su amado Maestro camino del Calvario. Por esta razón escogió siendo niño un duro lecho y, de muchacho, con incansable abnegación se entregó al cuidado de los enfermos, viva imagen del Salvador, que no conocía el descanso, cuando se veía estrujado por los que sufrían y en él buscaban alivio. Este amor a los enfermos, miembros doloridos del Cuerpo Místico de Cristo, lo conservó toda su vida. Más tarde, cuando siendo Visitador o Superior, llegaba a un convento, tras los saludos de rúbrica su primer cuidado consistía en visitar a los enfermos. El mismo les preparaba la comida, limpiaba los vasos y no toleraba que por falta de dinero fueran llevados al hospital, corrigiendo severamente cualquier negligencia.

El amor a la Cruz le hizo vivir tan penitentemente, siendo religioso en el convento de Medina del Campo y en el Colegio de San Andrés de Salamanca, que la Santa Madre al principio de la Reforma dijo de él (en contraposición a su compañero más antiguo el P. Antonio de Heredia): «ninguna prueba había menester, porque aunque estaba entre los del Paño Calzados, siempre había hecho vida de mucha perfección y religión» (F 13,1). En Salamanca se azotaba cada noche hasta derramar sangre, una gran parte de la noche la pasaba en oración y para el corto descanso se servía de una especie de artesa. La pobre casita de Duruelo de la que decía la compañera de Santa Teresa, a raíz de su visita: «No hay espíritu, por bueno que sea, que lo pueda sufrir» (F 13,3) fue para los dos Padres un paraíso. Ya hemos narrado anteriormente, cómo estaba adornado de cruces y calaveras. «El coro era el desván, que por mitad estaba alto, que podían decir las Horas; mas habíanse de abajar mucho para entrar y para oír misa. Tenían a los dos rincones, hacia la iglesia, dos ermitillas, adonde no podían estar sino echados o sentados, llenas de heno (porque el lugar era muy frío, y el tejado casi les daba sobre las cabezas), con dos ventanillas hacia el altar, y dos piedras por cabeceras. Supe que después que acababan Maitines hasta Prima, no se tornaba a ir, sino allí se quedaban en oración: que la tenían tan grande que les acaecía ir con harta nieve los hábitos, cuando iban a Prima, y no haberlo sentido» (F 14,7). Para instruir a la gente pobre e ignorante de los alrededores «iban a predicar descalzos… y con harta nieve y frío… y después que habían predicado y confesado, se tornaban bien tarde a comer a casa. Con el contento todo se les hacía poco» (F 14,7). Mientras permanecieron en Duruelo su madre y su hermano Francisco, era éste a veces su compañero en las excursiones apostólicas. Después de predicar volvían rápidamente al convento y no aceptaban ninguna invitación que para quedarse a comer, comiendo en alguna cuneta el pan y queso que Catalina, su madre, les había preparado. Así vivió el Santo fiel a los consejos que escribirá más tarde para los demás: «Deseando entrar por amor a Jesucristo en la desnudez, vacío y pobreza de cuanto hay en el mundo» (D 355). «El pobre de espíritu en las menguas está más contento y alegre; y el que ha puesto su corazón en la nada en todo halla anchura» (D 355).

La severidad de la penitencia de los dos primeros Carmelitas Descalzos fue tan grande, que la Santa Madre tuvo que suplicarles que se moderaran un poco. Le había costado «tantas oraciones y lágrimas» encontrar religiosos apropiados para el principio de la Reforma, y ahora temía que el diablo empujara los dos hacía un celo indiscreto, para que se agotaran antes de tiempo y destruir de esta forma la obra en sus comienzos. Pero los Padres hicieron poco caso de sus palabras y siguieron con la misma austeridad de vida.

«Poco tiempo después, cuando ya se había reunido en torno a los dos Padres una pequeña comunidad, el P. Juan se sintió tan debilitado por el cansancio, que pidió permiso al P. Antonio, su Prior, para tomar la colación más temprano que de costumbre. Mas tan pronto como hubo tomado la pequeña refección, se sintió presa de amargo remordimiento. Se apresuró a presentarse al P. Antonio y le pidió permiso para acusarse delante de la Comunidad. Después llevó piedras y trozos de cristal al refectorio, se arrodilló sobre ellos durante la colación y se azotó las desnudas espaldas hasta derramar sangre. Interrumpió la disciplina sólo para acusarse en alta voz y con palabras emocionadas. Después continuó azotándose cruelmente hasta que cayó desfallecido. Los religiosos asistieron llenos de terror y admiración al espectáculo. Finalmente el P. Antonio le mandó retirarse y rogar a Dios para que perdonara todas sus miserias»

Tampoco más tarde se apiadó jamás de sí mismo el Santo. Su celda, aun siendo Superior, era la más pobre de la casa. Estando débil y enfermo, por mandato de su Provincial, recorrió España bajo un sol abrasador en el verano de 1586, haciendo 400 millas de camino, vestido del pesado hábito y de túnica de lana, que llevaba indistintamente en verano como en invierno. Siendo Prior de Segovia comenzó la edificación de un nuevo convento. Mas no sólo dirigía las obras, sino que también trabajaba con sus propias manos llevando piedras de las rocas. Durante todo el año iba calzado con alpargatas.

En el grave conflicto que estalló en el seno de la Orden entre los dos frailes antagónicos, Nicolás Doria y Jerónimo Gracián, veía las virtudes y defectos de ambas partes y trató de hacer de mediador, pero sus palabras no sirvieron para nada. Entonces volvió a echar mano de la disciplina. El Hermano Martín, su compañero de viaje, no pudiendo sufrir por más tiempo el terrible golpear de los azotes, se acercó con una vela encendida donde estaba el Santo. Este le replicó que tenía edad suficiente para cuidarse sin ayuda de nadie. El mismo Hermano Martín le cuidó durante una grave enfermedad y le quitó una cadena que había llevado ceñida a su cuerpo durante siete años. Al quitársela brotó sangre. Por el contrario, el P. Juan Evangelista, viajando en su compañía, le suplicó en vano para que le entregara un cilicio que llevaba. Descubrió que el Santo llevaba oculto debajo del hábito una especie de perneras hechas con muchos nudos, y le dijo que ello era una crueldad estando enfermo como estaba. «Calle, hijo, que harto regalo es ir a caballo. No ha de ser todo descanso».

Durante su última enfermedad se le ocurrió al buen Hermano Pedro de San José aliviarle un poco los terribles dolores recreándole con música y contrató para ello a los tres mejores músicos de Úbeda. Su biógrafo Jerónimo de San José cuenta, que a los pocos instantes quiso el Santo despedirlos amablemente, considerando no ser conveniente mezclar los gozos terrenos con los celestiales. Mas para no entristecer al Hermano, dejó continuar a. los músicos. Pero cuando le preguntaron por su opinión respondió: «No he oído la música, otra música mil veces más hermosa me ha tenido suspenso todo el tiempo». A pesar de este testimonio creemos que hay que dar más fe al testigo que hace al Santo decir a su enfermero: «Hermano, regálelos y despídalos, que yo quiero padecer estos regalos y mercedes que Dios me hace sin ningún alivio, para más merecer con ellos». Esto está mas de acuerdo con el espíritu de Nuestro Santo que quería llevar su cruz hasta el fin sin alivio alguno. Pero por otra parte la segunda mitad del relato tiene en su favor el que en ella aparece su atención para con el Hermano, cosa que tan bien se aviene con las delicadezas del Santo. Tampoco cabe rechazar lo de la música celestial, ya que a lo largo de toda su vida se manifestó la liberalidad de Dios para con él con toda clase de consuelo. Bien podía saborear tanta dulzura, porque sólo amargura había buscado durante su vida.

A pesar de lo duramente que se ejercitaba en la mortificación corporal, jamás la consideró como un fin en sí misma, para él era tan sólo un medio indispensable. En primer lugar, para dominar plenamente su cuerpo y su sensualidad, y de esta manera no ser estorbado en lo más importante que es la mortificación interior; después, para unirse a través de los sufrimientos corporales con el Redentor paciente. Una prueba de que daba más importancia a la mortificación interior la tenemos en el hecho de que en sus escritos y pensamientos ocupa más lugar, mientras la corporal queda relegada a segundo término en relación con la espiritual. Algunas veces habla del mutuo influjo entre ambas, pero, por lo general el hombre es para el Santo ante todo, alma. Es de notarse que raras veces emplea la expresión hombre, más veces la de persona, y, sobre todo habla de almas. El mismo ha dicho claramente lo que piensa de las relaciones entre la mortificación exterior e interior. «La sujeción y obediencia es penitencia de la razón y discreción, y por eso es para Dios más acepto y gustoso sacrificio que todos los demás de penitencia corporal» (1N 6,2). «La penitencia corporal sin obediencia es imperfectísima porque se mueven a ella los principiantes sólo por el apetito y gusto que allí hallan; en lo cual, por hacer su voluntad, antes van creciendo en vicios que en virtudes»(1N 6,2). Y llegó a condenar el que los Superiores cargaran a los súbditos con penitencias excesivas. El mismo mostró en esto una prudente moderación y algunas veces tuvo que reparar lo que otro, por fervor indiscreto, había destruido. Esto aconteció en 1572 cuando por indicación de Santa Teresa, fue enviado al Noviciado de Pastrana, para poner fin a los excesos del Maestro de Novicios P. Ángelo. Asimismo, cuando en el año de 1578 -pocos meses después de haber huido de la cárcel- fue enviado como Superior al Convento del Calvario, encontró allí un ascetismo irracional y exagerado y se preocupó de moderarlo. Su penetrante mirada captó en seguida que detrás de aquellos rigores se disimulaba una inseguridad interior. A Pedro de los Ángeles -a quien todo rigor le parecía poco, antes de su viaje a Roma- le anunció que iría allá Descalzo y volvería Calzado. Y, efectivamente, el celoso asceta no pudo mantenerse firme en las blanduras de la corte de Nápoles, mientras que el Santo no tuvo jamás vacilación alguna.

Lo más importante, en este aspecto de las relaciones entre la mortificación interior y exterior, no es la doctrina, sino la vida misma. Cuando consideramos las penitencias que a lo largo de toda su vida practicó el Santo, pudiera parecer que apenas es posible que fueran superadas por las cruces espirituales. En este caso no puede establecerse propiamente una comparación. Para la mortificación interior, como por lo demás para todo lo puramente espiritual, no existen medidas fijas traducibles en números, ni menos una medida común con las obras exteriores. De todas formas, cuando recordamos las sentencias de San Juan de la Cruz, tal como las ha expuesto en la Subida (cfr. 2S 1,3): No gozar, no saber, no poseer, no ser nada, debemos ciertamente afirmar: en esto consiste el non plus ultra de la desnudez y ni la más alta medida de las almas exteriores ha podido jamás alcanzar esta perfección. Y es que las obras exteriores más bien aumentan la confianza en sí mismo y nunca llevan a la Nada, a la muerte del propio yo.

Mas ¿cómo podemos demostrar que Juan alcanzó de hecho la perfecta desnudez espiritual que exige? ¿No está cerrado para nosotros el interior de este Santo tan callado? Es cierto que no podemos leer en su corazón como en el de la Santa Madre y tantos otros santos que se vieron obligados a escribir la historia de sus almas. Sin embargo, el interior del Santo se revela, sin él pretenderlo, en sus escritos y particularmente en sus poesías. Además, poseemos gran cantidad de testimonios de contemporáneos suyos, que nos dan una imagen fuerte y precisa de su personalidad. Algunos de ellos se apoyan en confidencias del mismo Santo. Se trata de personalidades que estuvieron tan unidos con él en Dios, que les descubrió algo de los secretos de su interior: particularmente a su hermano Francisco y a algunas Carmelitas.

Pero es en sus poesías donde podemos encontrar las manifestaciones más puras y transparentes. Habla en ellas su mismo corazón. Y en algunas de ellas con tan limpio sonido, que parece que nada terreno le detiene. En algunas, no en todas. La canción de la Noche Oscura está impregnada de la más profunda paz. En la bendita quietud y silencio de esta noche no puede percibirse nada del ruido y prisa del día. En la Llama de Amor Viva se abrasa su corazón en los más puros y celestiales incendios. El mundo ha desaparecido por completo. El alma abraza con todas sus fuerzas a solo Dios. Tan sólo la llaga nos recuerda todavía la división entre el cielo y la tierra.

La total paz del alma de la que brotan estas canciones, se manifiesta no tan sólo en el contenido del pensamiento sino también en la forma poética. Su calma y su sencillez son el latido natural de su corazón que se abre en ellas sin esfuerzo alguno, con toda naturalidad, como canta el ruiseñor, o se abre en ellas sin esfuerzo alguno, con toda naturalidad, como canta el ruiseñor, o se abre el capullo de una rosa. Son obras maestras, porque no se percibe en ella nada de artificial.

Cosa parecida se puede afirmar de otras dos poesías: la Canción del Pastorcico y la Canción de la Fonte. Estas difieren, sin embargo, por su contenido y su forma de las dos anteriores, y son, a su vez, muy distintas la una de la otra. En la Canción del Pastorcico no se expresan inmediatamente los sentimientos del alma. El poeta captó una imagen y la expresa artísticamente. «Ve a Cristo Crucificado y escucha la queja que dirige a las almas y cómo llora por pensar que está olvidado». Con este tema compone una égloga pastoral tan del gusto de su tiempo, y como en más grandioso estilo lo ha hecho en el Cántico. Si para éste se inspiró en el Cantar de los Cantares, para aquélla pensó en el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Jn 10). ¿Y no es la queja del pastor para con su esquiva pastora un eco de aquella lastimera llamada de Cristo, cuando lloró sobre Jerusalén? (Mt 23-37). El estribillo, «El pecho del amor muy lastimado», es la clave del estado de su alma. Sus versos salen de un corazón olvidado de sí mismo y adentrado en el del Salvador. Habla en ellos el puro padecer de un alma liberada de sí misma y unida al Crucificado. Con esto concuerda lo que se cuenta en su vida, que viviendo en Segovia, una Semana Santa se halló tan impresionado por la meditación de la Pasión, que no le fue posible salir del Convento.

En la Canción de la Ponte, vuelve el alma a cantar algo que la conmueve en lo más profundo de su ser, como en la Llama de Amor Viva y en la Noche Oscura. Mas lo que aquí le mueve a cantar no es el destino de su alma, sino la vida íntima de la Divinidad, tal como la fe nos la presenta: la fuente que siempre mana, origen de todos los seres, que a todos ellos presta luz y vida; que hace nacer de sí misma un río igual, del cual en unión con el primero procede de una tercera corriente de idéntica plenitud. La canción que canta estas verdades no es poesía conceptista. Canta la realidad, con los más puros y musicales sonidos. La doctrina de la fe se ha convertido en vida que fluye y el mar eterno con tranquilo oleaje envuelve al alma que en él sumergida canta su canción. Y cada vez que golpea la orilla un eco misterioso responde: «aunque es de noche». El alma es limitada y no puede abrazar el mar infinito. Su mirada espiritual no se adapta a la luz celestial, que le parece oscuridad. Y así vive en medio de la unión con la Trinidad, y a pesar de gozar del pan de vida en la Eucaristía, una vida de añoranza: Porque es de noche. En estos versos se expresa la esencia de la contemplación oscura.

El mismo pensamiento se encierra en el estribillo de la poesía «Vivo sin vivir en mí». Que muero porque no muero. El estribillo no es aquí como en la de la Ponte y el Pastorcico, una melodía que vuelve a brotar, continuamente y sin pretenderlo, del fondo del corazón. Es un tema que se repite con variantes. Quien ha cincelado estas estrofas tiene conciencia de su arte. Juega con su tema; el dolor de morir, de perder esta vida, que no es la vida verdadera, no es la pena viva que se expresa en la canción; aparece sólo como un reflejo, en la consideración retrospectiva, que el poeta recoge. Sus potencias están aún en acto. Y como su alma no se ha entregado plenamente y sin reservas, teme todavía perder a Dios; por ello se lamenta de sus pecados y los siente como fuertes ataduras que la atan a esta vida.

También otras de sus poesías presentan esta misma forma, con un «leitmotiv» que encierra el tema fundamental y que se repite como estribillo. No nos es posible reproducirlas todas.

Tan sólo queremos volver, desde este punto de vista, al Cántico Espiritual. El P. Silverio estima que es ésta la primera y más hermosa de sus poesías, y efectivamente muchas de sus estrofas son de un encanto inimitable. Para nosotros resulta claro que la riqueza de sus imágenes encuentra unidad perfecta en el simbolismo del desposorio. Mas no se puede afirmar que todas esas maravillosas imágenes hayan brotado del profundo del alma sin que haya existido una preocupación por darles forma. Algunas han sido personales y formadas artísticamente, de otras podemos decir que parecen traídas por los cabellos. Y esta variada multitud de imágenes y pensamientos está en consonancia con su contenido: la inquietud de un proceso movido del desarrollo interior del alma. Si comparamos esta canción, según su contenido y su forma, con las otras cuatro de que hemos hablado, todas ellas en conjunto nos dan una respuesta al problema de cómo ha practicado el Santo la mortificación interior; el alma ha llegado a un completo desprendimiento de sí y a la sencillez y a la calma en la unión con Dios. Pero ha sido fruto de la purificación interior, en la que una naturaleza ricamente dotada ha cargado con la cruz y se ha puesto en las manos de Dios para ser crucificada; un espíritu de energía y vitalidad sorprendentes se deja prender y un corazón de ardor apasionado ha alcanzado la paz, por medio de un renunciamiento radical. Los testimonios confirman este resultado.

El P. Eliseo de los Mártires escribe que el Santo todo lo hacía «con admirable severidad y gravedad». «Su trato y conversación apacible, muy espiritual y provechoso para los que le oían y comunicaban. Y en esto fue tan singular y animador, que los que le trataban, hombres y mujeres, salían espiritualizados, devotos y aficionados a la virtud. Supo y sintió altamente de la oración y trato con Dios, y a todas las dudas que le proponían acerca de estos puntos respondía con alteza de sabiduría, dejando a los que le consultaban muy satisfechos y aprovechados. Fue amigo de recogimiento y de hablar poco; su risa poca y muy compuesta». «Tenía constante perseveración en la oración y presencia de Dios y en los actos y movimientos anagógicos y jaculatorias oraciones». Jamás alzaba la voz ni conocía bromas pesadas o poco convenientes, jamás usó de motes para designar a nadie. A todos trataba con igual respeto. En su presencia nadie podía hablar mal de otro. Aun en la recreación hablaba sólo de cosas espirituales y cuando él hablaba, nadie le interrumpía. Si al final de la comida comenzaba una conversación espiritual, se quedaban todos como clavados oyéndole atentamente. Su influencia sobre los demás fue asombrosa. Ya entre los Calzados su presencia era una invitación al silencio. Con una breve frase acallaba definitivamente las angustias y tentaciones. Fue asimismo grande en el discernimiento de los espíritus: postulantes que pedían el ingreso en la Orden, fueron por él rechazados, a pesar de que a los demás parecían completamente aptos, o fueron por él aprobados a pesar de que a otros no parecían a propósito para la Orden. A una Carmelita le hizo recordar en la confesión una grave falta olvidada durante largo tiempo, en la cual no había reparado. Podemos añadir también a este propósito el conocido episodio de la Santa Madre, cuando al distribuir la comunión a las religiosas en el Monasterio de la Eucaristía, el Santo le dio media hostia, para mortificarla abiertamente, porque conocía su predilección por las hostias grandes. Más riguroso se mostró todavía con la Madre Catalina de San Alberto en Beas. Había declarado que estaba segura de comulgar un día determinado, que, por lo demás, era día de comunión. Cuando llegó dicho día, el Santo, al distribuir la comunión, la pasó de largo, sin darle la hostia y esto a pesar de que volvió dos o tres veces. Preguntado por qué hacía esto, respondió: «que pues la hermana estaba segura de que comulgaría había obrado así para enseñarle que jamás debemos estar seguros de lo que pensamos». En ambos casos el proceder del Santo se basa en el conocimiento de lo que las almas necesitaban para verse libres de sus imperfecciones. Esta fuerza de penetración sobrenaturalmente agudizada corre parejas con una indomable energía, que tampoco puede considerarse como meramente natural. Conociendo el respeto y amor que a Nuestra Santa Madre profesaba, ¿cómo se hubiera atrevido el joven y humilde religioso, a comportarse de este modo con Santa Teresa, la ya madura Fundadora, si la virtud del Espíritu Santo no le hubiera dado fuerzas para ello? ¿Cómo hubiera podido el bueno y manso San Juan de la Cruz por sí mismo enseñar de un modo tan sensible y humilde como en el caso de Beas? Ciertamente tampoco su bondad y mansedumbre pueden considerarse como dones puramente naturales. Por las observaciones agudas que hacía a propósito de los Directores inexpertos y violentos, tanto en la Llama de Amor Viva, como en otros lugares de sus obras, sabemos que el Santo distaba mucho de ser por naturaleza una paloma sin hiel. La descripción que hace en los últimos capítulos de la Subida de ciertos tipos de piedad son de una ironía que en el trato personal podía resultar muy hiriente. El que ni como Superior respecto a sus súbditos, ni como simple religioso en las horas de recreación haya hecho uso de ella, demuestra que había conseguido dominar plenamente su naturaleza. Vivió fiel a sus enseñanzas. Cuando comparamos sus dichos acerca de las virtudes y dones con los testimonios acerca de su comportamiento, vemos que existe un acuerdo perfecto.

Exige una fe, que se apoye puramente en la doctrina de Cristo y su Iglesia y no en revelaciones extraordinarias. Durante el Capítulo de Lisboa fueron muchos, aun entre los Padres graves, a visitar una monja, que había llamado poderosamente la atención por sus estigmas y guardaron como reliquias trozos de paño empapado en sangre que decían salió de sus llagas. Cuando más tarde de vuelta en Granada le preguntaron los religiosos si había visto a la estigmatizada, respondió: «Yo no la vi ni la quise ver, porque me quejara yo mucho de mi fe si entendiera había de crecer un punto con ver cosas semejantes…». Y añadió: «estimaba más quedar en fe de las llagas de Cristo que todas las cosas creadas, y que para esto no tenía necesidad de ver en nadie las llagas».

Quería una esperanza en Dios «con la que el alma le esté siempre mirando, sin poner en otra cosa los ojos…», y estaba convencido de que un alma «tanto alcanza cuanto espera» (D 119; 2N 21,7.9). El P. Juan Evangelista testifica que en los ocho o nueve años que convivió con el Santo, observó siempre «que vivía en ella, y que ésta le sustentaba». Y cuenta en particular que siendo el dicho Padre Juan Evangelista Procurador del convento de Granada y el Santo Prior de la Comunidad, un día faltó lo necesario y le pidió permiso para salir a procurárselo. El Santo le advirtió que confiara en Dios y nada les faltaría. Pasado un rato volvió el Procurador a la carga con el pretexto de que era tarde y había enfermos que tenían necesidad. El Santo le mandó tornar a su celda y pedir allí a Dios lo necesario. El obedeció, mas de allí a poco por tercera vez volvió al Prior y le dijo: «Padre , esto es tentar a Dios, déme V.R. licencia e iré a hacer diligencia, que es muy tarde». Esta vez le fue concedido el permiso, pero añadió el Santo: «Vaya y verá cómo le confunde Dios en esa poca fe y esperanza que tiene». Y efectivamente, cuando se iba a poner en camino trajeron al convento lo que necesitaban. Esto mismo sucedió en otras ocasiones.

Apenas si es necesario hablar del amor, porque toda la doctrina del Santo es una enseñanza de lo que tiene que hacer el alma, para conseguir transformarse en Dios, que es amor. Todo depende del amor, porque al final seremos «examinados en el amor». Y su vida entera fue una vida de amor: unión íntima con sus familiares en el amor de Dios; olvido de sí mismo y entrega generosa al servicio de los enfermos; bondad paternal para con sus súbditos; incansable paciencia con los penitentes de todas clases; respeto para con las almas; deseo ardiente de liberarlas para Dios; discernimiento de espíritus, para enseñar a las almas los diversos caminos de Dios y, en consecuencia, la más delicada adaptación a los distintos espíritus. A los Novicios los sacaba al aire libre, y allí les dejaba conforme a la inspiración divina escogiesen un lugar para llorar, cantar, o rezar. Ni siquiera para con sus enemigos tiene una palabra hiriente. El daño que le hacen lo considera como obra y voluntad divinas. De ello no debe ni hablarse. Todas estas diversas manifestaciones del amor al prójimo tienen su raíces el amor de Dios y del Crucificado. Como ya hemos visto repetidas veces, el amor consiste «en tener gran desnudez y padecer por el amado» (Aviso 123), cosa que él practicó durante su vida, como lo hemos probado de muchas maneras y aparecerá más claro todavía en lo que nos queda por decir.

Nos queda tan sólo demostrar esta conformidad de su doctrina y su vida en un punto importante. El Santo ha insistido en sus escritos en que el alma no sólo debe renunciar a los saberes y gozos naturales, sino también a todos los fenómenos sobrenaturales, -visiones, revelaciones, consuelos y otras semejantes- para, trascendiendo lo comprensible, salir al encuentro de lo incomprensible por medio de la oscuridad de la fe. Los testimonios de las diversas épocas de su vida nos demuestran que San Juan de la Cruz fue colmado abundantemente de gracias extraordinarias, y, al mismo tiempo, nos dan a entender que con todas sus fuerzas trataba de rechazarlas. Cuando, viniendo a Segovia, caminaba por los claustros del convento y, a veces, aun durante una conversación, golpeaba disimuladamente con el puño en la pared, para defenderse del éxtasis y no perder el hilo de la conversación.

A la madre Ana de San Alberto le confió en cierta ocasión: «Yo. hija, traigo siempre mi alma dentro de la Santísima Trinidad y allí quiere mi Señor que yo la traiga». Pero recibe tan extremado consuelo, que su débil naturaleza no lo podrá aguantar y por ello no se atreve a abandonarse a un total recogimiento. Ya se dijo también cómo a veces se veía obligado a privarse durante varios días seguidos de la santa misa por miedo a que le aconteciese algo extraordinario. Reiteradamente se lamenta de la «débil naturaleza», demasiado débil para soportar el exceso de gracias, pero lo bastante fuerte para buscar y desear la cruz bajo cualquier forma que se presente. Y el Señor tampoco se las rehusó.

Más efectiva que la mortificación que procede de la propia elección, es la cruz que Dios impone a cada uno, así exterior como interior. Al igual que el camino del Salvador, fue también el de su fiel siervo, desde el principio hasta el fin, un verdadero Vía Crucis: apremiante pobreza y miseria en los primeros años de su infancia, vanos esfuerzos para ayudar a su madre en la dura lucha por la existencia, después un trabajo profesional que exigía de él el empleo de todas sus fuerzas corporales y espirituales y de su escuela de la Cruz. Vienen luego sus decepciones sobre el espíritu de la Orden, a la que le atrajo la llamada divina, las dudas y luchas interiores que precedieron, con toda probabilidad, a su decisión de pasar a la Cartuja, y tras el feliz comienzo de la Reforma en Duruelo, una cadena de pruebas y sufrimientos en la lucha por su ideal.

En la vida de Cristo fueron sin duda las horas más felices las que en la noche callada pasaba en diálogo solitario con el Padre. Pero eran también sólo un respiro tras la actividad, que le situaba en medio de la muchedumbre y le ofrecía día a día y hora a hora, como una bebida de hiel y vinagre, una mezcla de debilidad, vulgaridad y maldad por parte de los hombres. También San Juan de la Cruz conoció la felicidad de las horas calladas de la noche y los coloquios con Dios bajo el cielo raso. Siendo Rector del Colegio de Baeza adquirió una parcela de terreno junto al río. Allí pasaba días enteros en compañía de Juan de Santa Ana. La noche la pasaba solo en oración, pero a veces tomaba a su compañero, bajaba con él al río y conversaban de la belleza del cielo, de la luna y de las estrellas. También en el tiempo que fue Prior de Segovia disfrutaba de un oasis parecido: una ermita en lo alto desde donde se dominaba un amplio panorama. Allí solía retirarse, siempre que los negocios se lo permitían. Vivir solo y en silencio su vida de oración, fue siempre su anhelo desde los primeros años hasta su muerte. Pero la mayor parte de su vida estuvo sobrecargada con las obligaciones de los cargos que desempeñó. Y así como había seguido a Cristo en el amoroso cuidado de los enfermos (incluso con el carisma de curaciones prodigiosas), de la misma manera le imitó sacrificándose en el apostolado en pro de las almas. Mientras fue Rector de Baeza, los religiosos, siguiendo su ejemplo, atendían al confesionario durante todo el día. El estaba a disposición de todos. Un día le suplicó el portero, que era el Hermano Martín, que le procurara un confesor amable para un paciente ligero de cascos. Fue él mismo a confesarle y transformó tan completamente a aquel hombre mundano que luego acudía «día y noche» al convento para participar en los ejercicios espirituales (Ibíd., 228).

Tenía una infinita paciencia para los escrupulosos, a quienes ningún otro quería atender. El dolor más grande para su afectuoso corazón era ver cómo las almas eran conducidas por caminos errados y tiranizadas por directores ignorantes y autoritarios. El bondadoso Santo encuentra para ellos palabras tan duras y ásperas como el Salvador para los fariseos. En la Llama de Amor Viva interrumpe la descripción de las unciones del Espíritu, que sirven de preparación próxima para la unión, para dar paso a una larga digresión acerca de los directores espirituales: «Mas es tanta la mancilla y lástima que cae en mi corazón ver volver las almas atrás, no solamente no se dejando ungir de manera que pase la unción adelante, que no tengo de dejar de avisarlas aquí…». El Director espiritual «demás de ser sabio y discreto, es menester que sea experimentado, porque… si no hay experiencia de lo que es puro y verdadero espíritu, no atinaría a examinar al alma en él, cuando Dios se lo da, ni aun lo entenderá. De esta manera muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas… No sirven más que para principiantes, que no sabiendo ellos más que para éstos, y aun eso plega a Dios, no quieren dejar las almas pasar (aunque Dios las quiera llevar) a más de aquellos principios discursivos e imaginarios…» (L 3,3; L 3,31). «Así como en un rostro de extremada y delicada pintura tocase una tosca mano con bajos y toscos colores, sería el daño mayor y más notable y de más lástima que si borrasen muchos rostros de pintura común, porque aquella mano tan delicada que era el Espíritu Santo que aquella tosca mano deturbó ¿quién la acertará a asentar? (L 3,42)… Cuántas veces está Dios ungiendo al alma contemplativa con alguna unción muy delgada de noticia amorosa, serena, pacífica, solitaria, muy ajena del sentido y de lo que se puede pensar…; y vendrá un maestro espiritual que no sabe sino martillar y macerar con las potencias como herrero, y dirá: Andad, dejaos de esos reparos, que es ociosidad y perder tiempo…» (L 3,43). Y como estos directores no tienen la ciencia debida, no deberían tampoco entremeter su tosca mano en cosa que no entienden, no dejándola a quien la entiende; que no es cosa de pequeño peso y culpa hacer a un alma perder inestimables bienes y a veces dejarla muy bien estragada por su temerario consejo. «Y así el que temerariamente yerra… no pasará sin castigo, según fue el daño que hizo; porque los negocios de Dios con mucho tiento y muy a ojos abiertos se han de tratar, mayormente cosas de tanta importancia y en negocio tan subido como es el de estas almas, donde se aventura casi infinita ganancia en acertar, y casi infinita pérdida en errar» (L 3,56). Del todo inexcusable es el director «que tratando un alma, jamás la deja salir de su poder allá por lo motivos e intentos varios que él se sabe», aunque precise una enseñanza más alta que la suya. «No cualquiera que sabe desbastar el madero sabe entallar la imagen, ni cualquiera que sabe entallarla sabe perfeccionarla y pulirla; y no cualquiera que sabe pulirla, sabrá poner la última mano y perfección… Pues veamos si tú, siendo no más que debastador, que es poner el alma en el desprecio del mundo y mortificación de sus pasiones y apetitos, o cuando mucho entallador, que será ponerle en santas meditaciones, y no sabes más ¿cómo llegarás esa alma hasta la última perfección…, que… consiste en la obra que Dios en ella ha de ir haciendo?… Porque ¿quién habrá como San Pablo, que tenga para hacerse todo a todos, para ganarlos a todos? (1Cr 9,22). Y tú de tal manera tiranizas las almas, que… les quitas la libertad…» (L 3,59). El mismo Santo que siendo Superior se ganaba los corazones por su bondad y espíritu de sacrificio y que, cuando tenía que reprender lo hacía paternalmente, con bondad y mansedumbre, decididamente se enfrentó con el Régimen brutal en la dirección de la Orden. Cuenta un testigo: «Díjome en cierta ocasión, que cuando viésemos en la Orden perdida la Urbanidad, parte de la Policía Cristiana y Monástica, y que en lugar suyo entrase la agresividad y ferocidad en los Superiores (que es propio vicio de bárbaros), la llorásemos por perdida» (Dictamen 15).

Es la preocupación de las almas la que le hace decir tan ásperas palabras. Cristo ha comprado las almas con su Pasión y Muerte y cada una de ellas es para él y sus discípulos de infinito valor. El fin de la Reforma no es otro que procurar a las almas escogidas condiciones de vida que permitieran que la mano de Dios realizara en ellas su obra sin estorbo alguno. Conocemos ya qué sufrimientos aceptó alegremente San Juan de la Cruz cuando esta obra divina se vio amenazada desde fuera; mas es posible que sufriera más todavía al ver cómo dentro de la Reforma llegó a imponerse un espíritu que amenazaba la obra de Dios en las almas. El peligro vino de dos lados opuestos: el P. Gracián impulsaba a la obra exterior de las Misiones. No carecía ciertamente el Santo de sentido apostólico misional. Le dolía en el alma el que «nuestro verdadero Dios y Señor» fuera todavía desconocido en casi todo el mundo y conocido en una tan pequeña parte. Mas no quería actividad alguna exterior a costa del recogimiento. Nicolás Doria defendía el extremo opuesto; quería soledad y rigor de penitencia, pero quería imponer este ideal con toda rigidez, y con ello contrariaba al espíritu de Santa Teresa y de sus compañeros de Reforma, y al mismo espíritu de Dios, que sopla donde quiere. Santa Teresa había sufrido mucho por la falta de comprensión de confesores inexpertos; por ello en sus constituciones había dejado a salvo para sus hijas la libertad de trato con varones espirituales, en quienes pudiera confiarse. El P. Doria quiso quitarles esta libertad. Provincial desde 1585, con amplios poderes de Roma, introdujo una constitución centralista: un consejo general, que nombraba priores, predicador y confesores. Juan de la Cruz luchó por defender la herencia de la Santa, apoyado por las dos grandes hijas de Teresa, María de San José y Ana de Jesús, y por el fiel amigo de la Reforma, Domingo Báñez. Y es que se trataba también de la vida interior de sus hijas. En Ávila, Beas, Caravaca, Granada y Segovia, bajo sus solícitos cuidados y su mano a un tiempo delicada y firme habían brotado tantas flores maravillosas como las que describe en su Cántico Espiritual. ¿No era normal que le pareciera que se malograba la obra de su vida, si ahora caía el granizo de la persecución sobre estos jardines del Paraíso?

En el Capítulo de Madrid se opuso con toda modestia al Provincial, fiel a su principio: «Si no osaren, decía, lo que conviene por flaqueza o pusilanimidad, o por miedo de no enojar al Superior… tengan la Orden por perdida». Por esto le quitaron todo cargo, y como consecuencia, toda posibilidad de ayudar exteriormente. Llegaron a intentar atacarle en su honor, para tomar pretexto de expulsarle de la Orden; mas él conservó perfectamente la paz de su espíritu. En esta ocasión demostró cuan sincera había sido la petición que hiciera de «padecer y ser despreciado» por el Señor, y que no eran palabras hueras cuando escribió que Cristo nunca había obrado tanto como en la Cruz (cfr. 2S 7,11). Según el testimonio del P. Eliseo de los Mártires, cierto día al exponer las palabras de San Pablo: «Las señales de su apostolado las habéis visto en medio de vosotros: paciencia, señales, milagros y prodigios» (2Cr 12,12), nota que el Santo coloca la paciencia antes que los milagros. «De modo que la paciencia es más cierta señal del varón apostólico que el resucitar muertos. En la cual nota certifico yo, haber sido el P. Fr. Juan de la Cruz varón apostólico, por haber sufrido con sin igual paciencia y tolerancia los trabajos que se le ofrecieron, que fueron muy sensibles, y que a los cedros del Monte Líbano derribaran (Dictamen 13).

Las cartas que escribió desde el Capítulo de Madrid, después de que le quitaron todos los cargos, dan una idea clara del estado de su alma. A la Madre Ana de Jesús le escribe a 6 de julio de 1591: «De no haber sucedido las cosas como ella deseaba, antes debe consolarse y dar muchas gracias a Dios; pues habiendo su Majestad ordenádolo así, es lo que a todos más nos conviene; sólo resta aplicar a ello la voluntad, para que así como es verdad nos lo parezca; porque las cosas que no dan gusto, por buenas y convenientes que sean, parecen malas y adversas; y esto vése bien que no lo es, ni para mí, ni para ninguno pues en cuanto a mí, es muy próspera, porque con la libertad y descargo de almas, puedo si quiero (mediante el divino favor) gozar de la paz, de la soledad y del fruto deleitable del olvido de sí y de todas las cosas. Y a los demás también…, pues así estarán libres de las faltas que habían de hacer a cuenta de mi miseria…».

Al mismo tiempo se dirigió a María de la Encarnación, la Hija de la Madre Ana, que entonces estaba de Priora en Segovia. «De lo que a mí toca, hija, no le dé pena, que ninguna a mí me da. De lo que tengo muy grande es de que se eche la culpa a quien no la tiene; porque estas cosas no las hacen los hombres sino Dios, que sabe lo que nos conviene, y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios. Y a donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor» (Cta. 21).

Quien de esta forma podía hablar, estaba transformado íntimamente en el Crucificado. Había llegado la hora en que debía, aun externamente, morir con la muerte de Cruz del amor. Ahora se cumplirán sus últimos deseos. «Yo sólo deseo que la muerte me encuentre en un lugar apartado, lejos de todo trato con los hombres, sin hermanos de hábito a quienes dirigir; sin alegrías que me consuelen y atormentado de toda clase de penas y dolores. He querido que Dios me pruebe como a siervo, después de que El ha probado en el trabajo la tenacidad de mi carácter; he querido que me visite en la enfermedad, como me ha tentado en la salud y en la fuerza; he querido que me tentase con el oprobio, como lo ha hecho con el buen nombre que he tenido ante mis enemigos. Dígnate, Señor, coronar con el martirio la cabeza de tu indigno siervo».

En el Capítulo de Madrid se le señaló como residencia el yermo de la Peñuela. Esto no suponía un castigo para él. En él podía encontrar la anhelada soledad. Con todo no se puede pensar que las discusiones y resoluciones de Madrid no le afectaran ni le hirieran en su interior. En su viaje de Madrid a la Peñuela llegó un día a las cuatro de la mañana al convento de Toledo, con su compañero el P. Elías de San Martín. Celebraron ambos la misa y se encerraron para hablarse y consolarse mutuamente. Sin tomar nada permanecieron hasta la noche, y al marchar declaró el Santo que iba muy consolado y que con la gracia que Dios aquel día le había otorgado, estaba pronto a padecer cualquiera cosa por El. ¿No fue esta una noche de Getsemaní en la que le envió Dios un ángel para consolarle? Las duras penitencias de su vida, las persecuciones, la misma cárcel de Toledo y los malos tratos del Prior de Úbeda, en opinión del P. Silverio, no son más que sombras comparadas como la que tuvo que padecer a cuenta de la institución de la famosa consulta. Mirando desde el punto de vista humano, al dirigirse a la Peñuela, dejaba tras sí destrozada toda la obra de su vida, al igual que el Salvador cuando fue conducido maniatado del Monte de los Olivos a Jerusalén.

La soledad montañosa de la Peñuela fue tan sólo una pausa, un respiro antes de la subida del Calvario. No le dejan vivir para sí mismo. Los religiosos se sienten felices de tener entre ellos al Padre de la Reforma. El Prior le suplica que tome la dirección espiritual de la comunidad. Asiste con ellos a la recreación, pero se nota que hasta entonces ha permanecido sumido en oración. Ya antes de apuntar al alba, se dirige a la huerta y allí se arrodilla junto a los sauces a orillas del riachuelo, hasta que el calor del sol le advierta que es hora de celebrar la santa misa. Después de celebrar se retira a su celda y allí consagra todo el tiempo a la oración, cuando se lo permiten las obligaciones de la vida común. Algunas veces se va a la ermita y allí se queda como extasiado en Dios. Un testigo declara que durante este tiempo se ocupó también de la redacción de libros espirituales. (No sabemos a qué libros puede referirse, ya que sus grandes tratados los había terminado para entonces). Las peñas le resultaban grata compañía. Y solía decir: «entre piedras me hallo mejor que entre hombres» y tengo menos que confesar. Las noticias que le llegaban de fuera eran propias para destruir la tranquilidad y el recogimiento. El P. Juan Evangelista le escribió contándole los atropellos que el P. Diego Evangelista se había permitido en los monasterios de las carmelitas de Andalucía, para arrancar a las religiosas acusaciones contra el Santo. (Por aquel tiempo la hermana Agustina de San José, para evitar que cayera en manos del P. Diego, se vio precisada a quemar un gran fajo de cartas del Santo, que ella apreciaba «como las Epístolas de San Pablo», así como un cuaderno con apuntes de sus pláticas y conversaciones). El P. Nicolás Doria, ante las quejas que le llegaban por el modo de proceder del P. Diego, declaró que no le había dado ninguna encomienda para ello, pero no castigó al culpable. Era y continuaba siendo su fiel amigo. San Juan de la Cruz había reprendido ásperamente a este Padre, porque con motivo de la predicación pasaba meses enteros fuera del convento. Ahora quería aprovechar la oportunidad para vengarse. Algunos meses después, muerto ya el Santo, declaró que muerto le hubiera quitado el hábito y expulsado de la Orden. Temiendo esto uno de los hijos más fieles del Padre de la Reforma, el P. Juan de Santa Ana, le había avisado de ello y recibió del Santo la siguiente respuesta: «hijo, no te dé pena eso, porque el hábito no me lo pueden quitar sino por incorregible o inobediente, y yo estoy muy aparejado para enmendarme de todo lo que hubiese errado y para obedecer en cualquiera penitencia que me dieren» (Cta. 32). «Al P. Juan Evangelista le escribía que estaba muy lejos de padecer con todas estas cosas, sino que le servían de enseñanza para el amor de Dios y de los prójimos…».

En esta «santa soledad» gozó imperturbablemente de paz interior y cuando la fiebre le obligó a abandonarla, lo hizo «con intento de volverme luego aquí, que en esta santa soledad me hallo muy bien». Así como no había escogido su residencia en la Peñuela, sino que se había dejado en manos de la santa obediencia, tampoco quiere ahora pedir un lugar determinado para curarse. Le dan a escoger entre Baeza y Úbeda. Baeza era el Colegio que él había fundado y en el que estaba el Prior, su fiel hijo el P. Ángel de la Presentación, que le esperaba con los brazos abiertos. En cambio, como Superior de Úbeda se encontraba el P. Francisco Crisóstomo, quien, por los mismos motivos que el P. Diego, se había convertido en su enemigo. Estando así las cosas la elección no era dudosa: escogió Úbeda. Como el convento era de fundación reciente y pobre y además era allí totalmente desconocido, esperaba «con más comodidad y merecimientos padecer los trabajos de la enfermedad». El día 22 de septiembre de 1591 montó en un machuelo que un amigo puso a su disposición y emprendió el último viaje de su vida. Fue un auténtico calvario. Desde hacía varios días no había podido comer cosa de provecho y apenas sí podía tenerse en la silla a causa de la debilidad. La pierna enferma le dolía como si se la cortaran; ella era la causa de su enfermedad. Primero se le había hinchado, y luego se le habían abierto cinco llagas purulentas que dieron al Santo ocasión de dirigir a Dios esta oración: «Muchas gracias os doy, señor mío Jesucristo, que las cinco llagas que Vuestra Majestad tuvo en pies, manos y costados, me las ha querido dar Vuestra Majestad en este solo pie; ¿dónde merecí yo tan grande merced?». Y, a pesar de ser los dolores tan grandes, no se quejaba, sino que lo llevaba todo con gran paciencia. En estas condiciones tiene que cabalgar siete millas por senderos de montaña. Se ve obligado a avanzar lentamente. Habla de Dios con el Hermano que le acompaña. Cuando ya habían caminado tres leguas, le propone el compañero un alto a orillas del Guadalimar: «A la sombra de esta puente puede descansar un rato Vuestra Paternidad; la alegría de ver el agua le abrirá el apetito y podrá comer alguna cosa», le dijo el compañero. «A gusto descansaré -respondió el Santo-, porque lo necesito, pero en cuanto a comer de todas las cosas que Dios ha criado sólo comeré unos espárragos si los hubiera». El Hermano le ayudó a apearse y a sentarse en el suelo. Y luego apercibió de que sobre una piedra había un manojo de espárragos, atados con una cuerda, como para llevarlos al mercado. El Hermano pensó que se trataba de un milagro, pero el Santo no quería oír hablar de ello. Mandó buscar al propietario, y como nadie apareció, dejó un cuarto sobre la piedra como indemnización. Al cabo de dos horas llegan a Úbeda. El Prior recibe al enfermo y le señala la celda más pequeña y pobre. El médico, licenciado Ambrosio de Villarreal, le examina las llagas. Diagnostica erisipela con focos purulentos. Se impone una dolorosa intervención. El cirujano quiere dar con el origen exacto del mal y abre la pierna, descubriendo los huesos desde el talón hasta la mitad de la pantorrilla. Apretado por los terribles dolores pregunta el enfermo: «¿Qué ha hecho Vuestra Merced, señor Licenciado?». Contempla la herida y exclama:«Jesús, ¿eso ha hecho?». Más tarde dijo el médico al P. Juan Evangelista que el Santo había sufrido los dolores más grandes que se pueden sufrir, con inimitable paciencia. También delante de otras personas manifestó su admiración de que el enfermo sufriera con tanta tranquilidad y alegría, y afirmaba que «fray Juan de la Cruz era gran santo, porque le parecía que tales dolores y tan continuos y con tanta paciencia no era posible padecerlos y sufrirlos sin quejarse, si no fuera muy santo y no tuviera mucho amor de Dios y ayuda del cielo». Esta misma impresión tenían todos los circunstantes. Los religiosos consideraban como una gracia especial de Dios el tener tal ejemplo, en medio de ellos. Tan sólo el Prior permanecía despiadado. Cuando le visitaba era sólo para reprocharle el trato que le había dado cuando San Juan de la Cruz fue Vicario Provincial de Andalucía. No podía ver que los religiosos y los extraños rivalizasen en aliviar las torturas del paciente. (En este punto había resultado inútil la preocupación del Santo por escoger un lugar donde fuera desconocido: la santidad no puede ocultarse hasta tal punto que no encuentre admiradores). Don Fernando Díaz de Úbeda le había oído un día, cuando la fundación de la Mancha, predicar el Evangelio, y desde entonces había depositado en él toda su confianza. Tan pronto como se enteró de la llegada del enfermo, le visitó y desde entonces venía a verlo todos los días, y hasta tres y cuatro veces diarias. Un día le encontró el Prior, cuando quería llevarse las vendas del Santo para lavarlas. Algunas piadosas mujeres se sentían felices de poder prestar ese servicio. Fueron recompensadas con un maravilloso perfume que manaba de los lienzos impregnados de pus. El Prior prohibió a D. Fernando que se preocupara de ello, porque él mismo se cuidaría de este servicio. Se le oyó quejarse con frecuencia de los gastos que el cuidado del enfermo ocasionaba, y del empleo de medicinas. El P. Diego de la Concepción, Prior de la Peñuela, envió a Úbeda seis fanegas de trigo para la comunidad y seis gallinas para el enfermo. El P. Bernardo de la Virgen, su enfermero, pudo recoger diariamente pruebas de la hostilidad del Prior para con el Santo. Ordenó que nadie le visitara sin su permiso y, finalmente, prohibió al P. Bernardo que le cuidara, porque estimaba que le atendía demasiado. El enfermero envió noticia de todo al Provincial de Andalucía, que lo era el anciano Antonio de Jesús, antiguo compañero del Santo en los Días de Duruelo. Este se apresuró a ir a Úbeda para poner remedio, permaneciendo allí seis o siete días. Reprendió al Prior ásperamente y a los demás les ordenó que visitaran y asistieran al enfermo cuanto les fuera posible. El P. Bernardo fue repuesto en el oficio de enfermero con la orden de cuidarle con el mayor amor, y si el Prior le negaba lo necesario quedaba obligado a comunicárselo al Provincial y, mientras tanto, debía pedir prestado el dinero. En todas estas circunstancias no se oyó al Santo una sola queja de la enemistad del Prior y todo lo sobrellevó «con la paciencia de un Santo».

El P. Antonio estuvo presente en la primera operación. Cuando quiso consolar al enfermo, se disculpó el Santo: «Padre, perdóneme que no le puedo responder, que me estoy consumiendo de dolores». Y, sin embargo, no habían llegado a su más alto grado sus dolores corporales. Se le formaron nuevos abscesos en la espalda y en las caderas. Se excusaba el médico antes de una nueva intervención: «Nada importa, si es necesario», dijo este nuevo Job. Y le animaba a seguir adelante. Todos los dolores y sufrimientos los consideraba como gracias divinas. En las cartas que escribió desde el lecho -no han llegado a nosotros, pero sabemos de ellas por el testimonio de los testigos-, habla de la alegría de sufrir por el Señor, los dolores corporales no le impedían sumergirse en la oración. Algunas veces suplicó a su joven enfermero fray Lucas del Espíritu Santo, que le dejara solo, no para dormir, añade el que nos da la noticia, sino para engolfarse con mayor ardor en la contemplación de las cosas divinas. Cuando el enfermero se dio cuenta de esto, no sólo se retiraba él, sino que a veces despachaba a las visitas. También el médico se mostraba comprensivo a este respecto: «Dejemos orar al Santo»; decía, «cuando vuelva en sí, le curaremos».

Este médico se transformó completamente al lado del enfermo. El Santo le envió un ejemplar de la Llama escrito de su propio puño y letra, en el que más tarde leía para consolarse.

Cada día se hacía más transparente el velo que ocultaba a su alma la gloria del cielo, y más esplendores lo atravesaban. El médico anuncia al enfermo su próxima muerte. Su respuesta es un grito de alegría Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domum Domini ibimus (Ps 122,1). Los religiosos le indican la conveniencia de administrarle el viático; pero él responde que ya les avisará cuando llegue la hora. Desde la víspera de la Concepción conocía el día y hora de su muerte. Lo descubrió al decir: «Loada sea la Señora, que quiere que salga de la vida en sábado». Y cuando llegó el día de su muerte, anunció: «Gloria a Dios que esta noche tengo de ir a decir Maitines al cielo».

Dos días antes de su muerte quemó en una candela todas sus cartas -una gran cantidad- porque decía que era pecado ser su amigo. La tarde del jueves recibió al santo Viático. A cuantos le pedían algo como recuerdo les remitía al Superior, porque él era pobre y nada poseía. Hizo llamar al Prior, P. Francisco Crisóstomo, y le pidió perdón de todos sus pecados y le suplicó: «Padre nuestro, allí está el hábito de la Virgen que he traído en uso; yo soy pobre y no tengo con qué enterrarme. Por amor de Dios suplico a Vuestra Reverencia que me lo dé de limosna». «El Prior le bendijo y abandonó la celda. Parece que en este instante no se había roto aún la resistencia interior de su alma. Pero, finalmente, como el ladrón arrepentido, cayó llorando a los pies del moribundo y le pidió perdón, porque su «pobre convento» no había podido ofrecerle más alivios durante su enfermedad. «Padre Prior, le contesta el enfermo, yo estoy contento y tengo más de lo que merezco… tenga confianza en nuestro Señor, que tiempo ha de venir en que esta casa tenga lo que hubiere menester».

El 13 de diciembre por la mañana preguntó qué día era y como le respondieron que viernes, varias veces durante el día se interesó por la hora: esperaba ir a cantar los Maitines al cielo.

En este último día de su vida estuvo más silencioso y recogido que de ordinario. La mayor parte del tiempo permaneció con los ojos cerrados. Cuando los abría los fijaba amorosamente en un crucifijo de cobre.

Hacia las tres suplicó que, antes de morir, le llevaran al P. Sebastián de San Hilario. Era éste un Padre joven a quien había dado el hábito en Baeza, y que entonces se encontraba enfermo con fiebre en una celda cercada a la de Santo. Fue conducido a la de San Juan de la Cruz y allí permaneció como una media hora. El Santo tenía algo muy importante que comunicarle: «P. Sebastián, Su Reverencia será elegido Superior de la Orden. Escuche con atención lo que voy a decirle y comuníquelo a los Superiores advirtiéndoles que se lo he manifestado antes de morir». Se trataba de algo de particular interés para el desarrollo de la Provincia. A las cinco lanzó un grito de alegría exclamando: «Soy dichoso porque, sin merecerlo, estaré esta noche en el cielo». Pidió la Extremaunción que recibió con gran devoción; y durante la misma respondió a las oraciones del sacerdote. Ante su súplica insistente le llevaron de nuevo el Santísimo para que lo adorara. «Dijo… muchas cosas de ternura y devoción y, despidiéndose, dijo: Ya, Señor, no os tengo de volver a ver con los ojos mortales».

El P. Antonio de Jesús y algunos otros de los más antiguos quisieron velarle, mas él no lo permitió. Los llamaría cuando llegase la hora. Cuando dieron las nueve dijo anhelante: «Todavía tengo tres horas: incolatus meus prolongatus est» (Sal 119,5). El P. Sebastián le oyó decir todavía que había obtenido tres gracias del señor: no morir siendo Superior; morir en un lugar donde era desconocido y después de haber sufrido mucho. Luego se quedó sumido en profunda meditación y tan quieto, que pensaron que estaba muerto. Mas volvió pronto en sí y besó los pies de su Cristo. A las diez oyó sonar las campanas de las monjas. Preguntó a qué tañían. Le respondieron que eran las religiosas que iban a catar los Maitines. «Y yo -respondió- por la misericordia de Dios iré a cantarlos con nuestra Señora, en el cielo». Alrededor de las once y media mandó llamar a los Padres. Acudieron unos 14 o 15 religiosos que se preparaban para Maitines, y fueron colgando sus lámparas en las paredes de la celda. Preguntado qué tal se encontraba, se agarró a la soga que pendía del techo y que servía para facilitar los movimientos del enfermo, se incorporó y les dijo: «¿Quieren que digamos el salmo De profundis, que estoy muy valiente?». El Santo comenzó y los demás respondían. De esta forma se fue prosiguiendo. «Y estaba en este tiempo… con el rostro muy sereno, y hermoso y alegre», relata el P. Fernando de la Madre de Dios que era Superior. De esta forma rezaron «no sé cuántos salmos»; dice Francisco García. Eran los salmos penitenciales, que preceden a la recomendación del alma. Sobre si terminaron estos salmos y en qué lugar interrumpió el Santo su oración, no están de acuerdo los testimonios. Se sintió cansado y volvió a echarse. Todavía manifestó un último deseo; que alguien le leyera algo del Cantar de los Cantares; el Prior se encargó de complacerle. «¡Qué piedras preciosas!» exclamó el moribundo. Era la canción del amor que le había acompañado durante su vida.

Preguntó de nuevo por la hora. Había sonado medianoche. «A esa hora estaré delante de Dios para rezar Maitines». El P. Antonio le dice para consolarle: «Acuérdese de las obras que hicimos y trabajos que padecimos en los principios de la Religión». El Santo respondió: «¡Dios sabe lo que ha pasado!». Mas él no quiere apoyarse en sus méritos: «Padre nuestro, no es éste el momento para eso; por los méritos de Cristo nuestro Señor espero salvarme».

Los religiosos le piden la bendición y por orden del P. Provincial se la da. Les exhorta a que sean obedientes de verdad y religiosos perfectos.

Poco antes de media noche entrega su santo Cristo a uno de los circunstantes, probablemente a Francisco Díaz. Quería tener libres las manos para poner su cuerpo bien compuesto para la muerte. Pronto lo volvió a tomar y se despidió con tiernas palabras del Crucificado, como antes del Santísimo Sacramento.

Doce campanadas sonaron en la torre. El moribundo dijo: «Hermano Diego, dé la saña) para tañer a Maitines, que ya es la hora». Francisco García que era tañedor aquella semana salió. Juan oyó el tañido y dijo teniendo la cruz en sus manos: «in manus tuas. Domine, commendo spiritum meum». Una mirada de despedida, un último beso al Crucifijo, y se presentó ante el trono del Señor para cantar Maitines con los coros angélicos.

No tiene esta muerte algo de semejanza con la libertad divina con que Cristo inclinó en la Cruz su cabeza? Y así como en aquel primer Viernes Santo portentos y milagros anunciaron que era verdaderamente Hijo de Dios el que había muerto en la Cruz, también en esta ocasión el cielo dio testimonio de que un siervo bueno y fiel había entrado en la gloria de su Señor.

Entre las nueve y diez de la noche, mientras la mayor parte de los religiosos, conforme al deseo del Santo, se habían retirado a descansar. Francisco García se acercó a la cabecera del lecho arrodillándose entre éste y la pared para rezar su rosario. Entonces le vino al pensamiento que tal vez tendría la dicha de ver algo de lo que el Santo contemplaba. Mientras los Padres recitaban los salmos, repentinamente vio un globo de luz entre el techo de la celda y los pies del lecho. Brillaba con tal resplandor, que oscurecía el de los catorce o quince candiles de los religiosos y los cirios del altar. Cuando el Santo expiró, el Hermano Diego lo tenía en sus brazos y vio una luz que envolvía el lecho. «Brillaba como el sol y la luna y las luces del altar y los dos cirios parecían como envueltos en una nube y que no alumbraban». Sólo entonces se percató el Hermano Diego de que el Santo se hallaba sin vida entre sus brazos. «Nuestro Padre se ha ido al cielo con esta luz», dijo a los circunstantes, y cuando, después, juntamente con el P. Francisco y el H. Mateo, componían el cadáver del Santo, se apercibieron de que de él salía un suave perfume.
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La oración de la Iglesia

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Índice: Santa Teresa Benedicta, La oración de la Iglesia
La oración de la Iglesia
1. La oración de la Iglesia como liturgia y eucaristía
2. El diálogo solitario con Dios como oración de la Iglesia
3. La vida interior, su forma externa y la acción




 


La oración de la Iglesia

«Per ipsum et cum ipso et in ipso
est tibi Deo Patri Omnipotenti
in unitate Spiritus Sancti
omnis honor et gloria»

Con estas solemnes palabras termina el sacerdote en la santa misa las oraciones cuyo punto central es el acontecimiento misterioso de la transubstanciación. Al mismo tiempo encierran de forma muy breve lo que es la oración de la iglesia: honor y gloria de la Trinidad por Cristo, con Cristo y en Cristo. Aunque las palabras se dirigen al Padre, no hay glorificación del Padre que no sea a la vez glorificación del Hijo y del Espíritu Santo. Se canta la gloria que el Padre participa al Hijo y ambos al Espíritu Santo por toda la eternidad.

Toda alabanza divina se da por, con y en Cristo. Por Él, porque sólo por Cristo la humanidad puede llegar al Padre, y porque su ser humano y divino y su obra redentora son la glorificación más perfecta del Padre; con Él, porque toda oración auténtica es fruto de la unión con Cristo, al mismo tiempo que fortalece esa unión, y porque toda alabanza del Hijo es a la vez alabanza del Padre y viceversa; en Él, porque la Iglesia orante es Cristo mismo -y todo orante, miembro de su Cuerpo místico-, y porque en el Hijo está el Padre, y el Hijo es el resplandor del Padre, cuya gloria hace visible. El doble sentido del por, con y en es la clara expresión de la mediación del Hombre-Dios.

La oración de la Iglesia es la oración del Cristo viviente. Tiene su modelo original en la oración de Cristo durante su vida terrena.


1. La oración de la Iglesia como liturgia y eucaristía

Conocemos por los relatos evangélicos que Cristo oraba como oraba un judío creyente y fiel a la Ley. Desde pequeño lo hizo en compañía de sus padres, más tarde como peregrino hacia Jerusalén con sus discípulos, según los tiempos prescritos para tomar parte en las celebraciones solemnes del Templo. Sin duda, cantó con los suyos, con santo entusiasmo, los himnos en los que prorrumpía la alegría anticipada de los peregrinos: «Me alegré cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor». Que Jesús rezó las antiguas oraciones de bendición, que todavía hoy se rezan sobre el pan, el vino y los frutos de la tierra’, nos lo atestigua el relato de su última cena con sus discípulos, que estuvo dedicada al cumplimiento de uno de los más sagrados deberes religiosos: a la solemne cena pascual, a la conmemoración de la liberación de la esclavitud de Egipto. y quizás, nos ofrece precisamente esta cena la visión más profunda de la oración de Cristo y la clave para entender la oración de la Iglesia.

«Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándolo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed todos de él, que esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados».

La bendición y la distribución del pan y del vino eran parte del rito de la cena pascual. Pero ambas reciben aquí un sentido completamente nuevo. Con ellas comienza la vida de la Iglesia. Sin duda, será a partir de Pentecostés cuando aparezca abiertamente corno comunidad llena de Espíritu y visible. Pero es aquí, en la cena pascual, cuando tiene lugar el injerto de los sarmientos en la cepa que hace posible la efusión del Espíritu . Las antiguas oraciones de bendición se han convertido en boca de Cristo en palabra creadora de vida. Los frutos de la tierra se han convertido en su carne y sangre, llenos de su vida. La creación visible en la que entró ya por su encarnación, está ahora unida a él de un modo nuevo, misterioso. Las sustancias que sirven para el desarrollo del cuerpo humano se transforman radicalmente y por su recepción creyente se transforman también los hombres: incorporados a una unidad de vida con Cristo y llenos de su vida divina. La fuerza de la Palabra creadora de vida está vinculada al sacrificio. La Palabra se hizo carne para ofrecer la vida que recibió; para ofrecerse a sí mismo y a la creación redimida por su entrega como sacrificio de alabanza al Padre. Por la última cena del Señor la comida pascual de la Antigua Alianza se ha convertido en la comida pascual de la Nueva Alianza: en el sacrificio de la cruz del Gólgota y en aquellas comidas gozosas del tiempo entre Pascua y Ascensión, en las que los discípulos reconocían al Señor al partir el pan, y en el sacrificio de la misa.

Cuando el Señor tomó el cáliz dio gracias; nos puede hacer pensar en las oraciones de bendición, que ciertamente contienen un agradecimiento al Creador. Pero también sabemos que Cristo solía dar gracias cuando antes de un milagro levantaba los ojos al Padre del cielo. Da gracias porque se sabe escuchado de antemano. Da gracias por la fuerza divina de que es portador y porque va a mostrar ante los ojos de los hombres la omnipotencia del Creador. Da gracias por la obra de la redención que puede llevar a cabo, y las da mediante esa misma obra, que es glorificación de la Trinidad divina, por cuanto renueva en pura belleza su imagen deformada. Así, toda la perenne ofrenda sacrificial de Cristo -en la cruz, en la misa y en la gloria eterna del cielo-, puede considerarse como una única gran acción de gracias -como eucaristía- : acción de gracias por la creación, la redención y la plenitud. Cristo se ofrece a sí mismo en nombre de toda la creación, cuyo prototipo es él y a la que ha descendido a fin de renovar desde dentro y llevarla a la plenitud. Pero llama también a la creación entera para que, en unión con él, ofrezca ella misma al Creador la acción de gracias que se le debe. Ya el Antiguo Testamento conocía este aspecto eucarístico de la oración: la maravillosa forma de la Tienda de la Alianza y después la del templo de Salomón, levantado según indicaciones divinas, fue considerado como símbolo de toda la creación que se reúne en adoración y servicio en torno al Señor. La Tienda, alrededor de la cual acampaba el pueblo de Israel durante su peregrinación por el desierto se llamó la «morada de la presencia de Dios». Se contraponía como «morada inferior» a la «morada superior». ¡Señor, yo amo la casa donde habitas, el lugar donde reside tu gloria», porque la Tienda de la Alianza «está equiparado con la creación del mundo». Así como, según el relato de la creación, el cielo fue extendido como una alfombra, se prescribió que las paredes de la Tienda fueran tapices. Y del mismo modo que fueron separadas las aguas terrestres de las celestes, el velo separaba el Santísimo de los salones exteriores. El mar, al que contienen sus costas, está representado por el mar de «bronce». En lugar de las luces del cielo está en la Tienda el candelabro de los siete brazos. Corderos y aves representan la multitud de seres vivos que pueblan el agua, la tierra y el aire. Y así como la tierra fue confiada a los hombres, en el santuario está el sumo sacerdote, que «fue ungido para que actuara y sirviera ante Dios». Moisés bendijo, consagró y santificó la habitación terminada, del mismo modo que el Señor en el séptimo día había bendecido y santificado la obra de sus manos. Su habitación debía ser un testimonio de Dios sobre la tierra, lo mismo que el cielo y la tierra son sus testigos.

En lugar del templo salomónico, Cristo ha construido un templo de piedras vivas, la comunión de los santos . En medio está Él como el eterno y sumo sacerdote; sobre el altar es él la víctima perpetua. Y de nuevo toda la creación toma parte en la «Liturgia», en el solemne oficio divino: los frutos de la tierra y las ofrendas misteriosas, las flores y los candelabros, las alfombras y el velo, el sacerdote consagrado y la unción y la bendición de la casa de Dios. Tampoco faltan los querubines. Creados por la mano del artista, velan las visibles formas junto al Santísimo. Como imágenes vivientes suyas, los «monjes angélicos»» rodean el altar del sacrificio y cuidan de que no se interrumpa la alabanza de Dios, así en la tierra como en el cielo. Las solemnes oraciones que recitan representando la voz de la Iglesia, rodean el santo sacrificio, y rodean también y envuelven y santifican todo el trabajo del día, de modo que de la oración y del trabajo resulta un solo «opus Dei», una sola «liturgia». Sus lecturas tomadas de la Sagrada Escritura y de los Padres, de las memorias de la Iglesia y de los escritos doctrinales de sus máximos pastores son nn creciente canto de alabanza a la acción de la Providencia y a la progresiva realización del plan eterno de salvación. Sus cánticos matinales convocan de nuevo a toda la creación para que se una a la alabanza del Señor: los montes y las colinas, los ríos y los torrentes, mares y tierra, y todo lo que allí habita, nubes y vientos, lluvia y nieve, todos los pueblos de la tierra, todas las clases y generaciones humanas, y finalmente también los habitantes del cielo, los ángeles y los santos: han de participar, no sólo a través de sus imágenes creadas por mano de hombre o en forma humana, sino ellos mismos, personalmente, en la gran eucaristía de la creación; o, más bien, somos nosotros los que tenemos que unirnos con nuestra liturgia a su incesante alabanza divina.

«Nosotros», es decir, no sólo los religiosos cuyo oficio es la solemne alabanza divina, sino todo el pueblo cristiano, cuando en las fiestas solemnes afluye a las catedrales y a las iglesias abaciales, cuando con alegría toma parte activa en el oficio divino popular y en las formas populares renovadas de la liturgia, entonces muestra que es consciente de su vocación a la alabanza divina. La unidad litúrgica de la Iglesia del cielo y de la Iglesia de la tierra, que dan gracias a Dios «por Cristo», encuentra la expresión más vigorosa en el prefacio y en el Sanctus de la santa misa. En la liturgia no hay lugar a dudas de que nosotros no somos plenos ciudadanos de la Jerusalén celeste, sino peregrinos en camino hacia nuestra patria eterna. Tenemos siempre necesidad de una preparación, antes de que podamos atrevernos a elevar nuestros ojos a las luminosas alturas y unir nuestras voces al «Santo, santo, santo» de los coros celestiales. Todo lo creado, que se destina al servicio divino, debe retirarse del uso profano, tiene que ser consagrado y santificado.

El sacerdote, antes de subir las gradas del altar, tiene que purificarse por la confesión de los pecados, y los fieles juntamente con él; antes de cada nuevo paso a lo largo del santo sacrificio, tiene que repetir la petición de perdón para sí mismo, para los circundantes y para todos aquellos a quienes han de alcanzar los frutos del sacrificio. El sacrificio mismo es sacrificio de expiación, que, juntamente con las ofrendas, transforma también a los fieles, les abre el cielo y los hace dignos de una acción de gracias agradable a Dios. Todo lo que necesitamos para ser recibidos en la comunión de los espíritus bienaventurados se contiene en las siete peticiones del Padrenuestro, que el Señor rezó no para sí mismo sino para enseñarnos a nosotros. Nosotros lo rezamos antes de la comunión, y cuando lo decimos sinceramente y de corazón, y recibimos la comunión con la debida actitud, aquella nos concede el cumplimiento de todas las peticiones: nos libra del mal, porque nos limpia de la culpa y nos da la paz del corazón, que quita el aguijón de los demás «males», ella nos da el perdón de los pecados cometidos y nos fortalece contra las tentaciones; es el pan de vida que necesitamos cada día para ir creciendo y adentrando en la vida eterna; convierte nuestra voluntad en instrumento dócil de la divina; con esto instaura en nosotros el reino de Dios y nos da labios y corazón limpios para glorificar el santo nombre de Dios.

De esta manera se observa de nuevo cómo el sacrificio, la comunión y la alabanza divina están íntimamente unidas. La participación en el sacrificio y en la comunión convierte al alma en piedra viva de la ciudad de Dios, y a cada alma en un templo de Dios.


2. El diálogo solitario con Dios como oración de la Iglesia

Cada alma humana es un templo de Dios: esto nos abre un panorama del todo nuevo y vasto. La vida de oración de Jesús tendría que ser la clave para entender la oración de la Iglesia. Ya hemos visto cómo Cristo participó en el culto público y prescrito de su pueblo (es decir, en lo que se entiende por «liturgia»); lo unió del modo más íntimo a su propia entrega y le dio así su pleno y auténtico sentido: el de la acción de gracias de la creación al Creador; y de este modo trasladó la liturgia del Antiguo Testamento a la del Nuevo.

Pero Jesús no sólo participó en el culto público oficial. Quizás, más frecuentemente de lo que relatan los evangelios, participó en la oración solitaria en el silencio de la noche, en la cumbre libre de la montaña, en el desierto alejado de los hombres. Cuarenta días y cuarenta noches de oración precedieron a la vida pública de Jesús. Antes de elegir y de enviar a los doce apóstoles se retiró a orar en la soledad del monte. En el Monte de los Olivos se preparó para subir al Gólgota. Lo que en esa hora, la más dura de su vida, clamó al Padre se nos ofrece en unas pocas palabras, palabras que nos han sido dadas como estrellas que nos guían en nuestras horas de Getsemaní: «Padre, si tú quieres, haz que pase de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Son como un relámpago que por un momento nos da luz sobre la vida íntima de Jesús, el misterio insondable de su ser humano y divino y su diálogo con el Padre. Sin duda alguna ese diálogo no fue nunca interrumpido a lo largo de su vida.

Cristo oraba íntimamente, no sólo cuando se apartaba de la muchedumbre sino también cuando se encontraba entre la gente. Y una vez nos permitió mirar larga y profundamente al secreto de ese íntimo diálogo. Fue poco antes de la hora de Getsemaní, inmediatamente antes de partir hacia ella: al término de la última cena, en la que nosotros hemos reconocido el momento del nacimiento de la Iglesia: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo». Sabía que era la última reunión, y quería darles todo lo que estaba en sus manos. Tenía que contenerse para no decir más, pues sabía que no Jo comprenderían, que no podrían comprender ni siquiera esto poco que habían recibido. Tenía que venir el Espíritu de la Verdad para que les abriera los ojos. Y después de que les dijo e hizo todo lo que pudo, levantó los ojos al cielo y habló en su presencia al Padre. Nosotros llamamos a estas palabras la oración sacerdotal de Jesús. También esta solitaria conversación con Dios tenía un ejemplo en la Antigua Alianza. Una vez al año, en el día más grande y más santo del año, el día de la Reconciliación, entraba el sumo sacerdote al Santísimo, a la presencia del Señor, «para orar por sí mismo, por su casa y por todo el pueblo de Israel», para asperjar el trono de gracia con la sangre del novillo y del macho cabrío sacrificado, purificando así el santuario de sus propios pecados y de los de su casa y «de las impurezas de los hijos de Israel y de sus transgresiones y de todos sus pecados». Nadie debía estar en la Tienda (esto es en el Santo, que era la parte anterior al Santísimo), cuando el sumo sacerdote entraba en ese sublime y tremendo Jugar de la presencia de Dios, al que nadie tenía acceso fuera de él, y él mismo solamente en ese momento; y aun ahora tenía que llevar consigo incienso «para que la nube de incienso cubra el propiciatorio y no muera». Este encuentro solitario tenía lugar en el más profundo secreto.

El día de la Reconciliación es la prefiguración veterotestamentaria del viernes santo. El macho cabrío que se sacrificaba por los pecados del pueblo, representaba al cordero inmaculado de Dios: (también lo prefiguraba, sin duda, aquel otro que, escogido por sorteo y cargado con ]os pecados del pueblo, se mandaba al desierto. Y el sumo sacerdote de la familia de Aarón es la sombra del eterno sumo sacerdote. Cristo en la última cena aceptó morir víctima y se apropió anticipadamente la gran oración sacerdotal. El no tenía necesidad de ofrecer ningún sacrificio de expiación por sí mismo, pues no tenía pecado. No tenía que esperar el momento presento por la ley y no tenía necesidad de ir al santo de los santos: está siempre y en todas partes ante la presencia del rostro de Dios, su propia alma es la tienda Santísimo; él es no sólo la habitación de Dios sino que está unido esencial e indisolublemente a Dios. No tenía que ocultarse ante el Señor mediante una nube protectora de incienso: él mira al rostro desvelado del Eterno y no tiene nada que temer; la mirada del Padre no le matará. Y él desvela el misterio del sumo sacerdocio: todos los suyos pueden oírlo cuando en el santuario de su corazón habla con el Padre: deben comprender de qué se trata, y aprender a hablar en su corazón con el Padre.

La oración sacerdotal de Jesús desvela el misterio de la vida interior: la inmanencia recíproca de las personas divinas y la inhabitación de Dios en el alma. En estas secretas profundidades se ha preparado y realizado oculta y silenciosamente la obra de la redención; y así continuará, hasta que al fin de los tiempos lleguen todos a la perfecta unidad. En el eterno silencio de la vida intradivina, se decidió la obra de la redención. En lo oculto de la silenciosa habitación de Nazaret vino la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen que oraba en la soledad y realizó la encarnación del Redentor. Reunida en tomo a la Virgen que oraba en silencio, esperó la Iglesia naciente la prometida nueva infusión del Espíritu, que la debía vivificar para una mayor claridad interior y para una acción exterior fructuosa. En la noche de la ceguera, que Dios había impuesto a sus ojos, Saulo esperó en oración solitaria la respuesta del Señor a su pregunta: ¿Qué quieres que haga? Y Pedro se preparó en oración solitaria a la misión entre los paganos. Y así, continúa siendo a través de todos los siglos. Los acontecimientos visibles de la historia de la Iglesia que renuevan la faz de la tierra se preparan en el diálogo silencioso de las almas consagradas a Dios. La Virgen, que guardaba en su corazón cada palabra de Dios, es el modelo de aquellas personas atentas en las que revive continuamente la oración sacerdotal de Jesús. Y el Señor eligió con preferencia a mujeres que como ella se olvidaron completamente de sí mismas para sumergirse en la vida y en la pasión de Cristo, para que fueran sus instrumentos en la realización de grandes obras en la Iglesia: una santa Brígida, una Catalina de Siena; y cuando santa Teresa, la gran reformadora de su Orden en el tiempo de la apostasía quiso ayudar a la Iglesia, vio el medio en la renovación de la verdadera vida interior. La noticia de que la herejía iba en aumento acongojó mucho a Teresa, «y corno si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba que remediase tanto mal. Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que veía perder; y como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor, que toda mi ansia era, y aun es que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fueran buenos; y así determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada yo en la gran bondad de Dios… para que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío… que parece le querían tornar ahora a la cruz estos traidores… ¡Oh hermanas mías en Cristo!, ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí, este es vuestro llamamiento…»

Le parecía necesario actuar «como cuando los enemigos en tiempo de guerra han corrido toda la tierra, y viéndose el señor de ella apretado se recoge a una ciudad, que hace muy bien fortalecer, y desde allí acaece algunas veces dar en los contrarios y ser tales los que están en la ciudad, como es gente escogida, que pueden más ellos a solas que con muchos soldados, si eran cobardes, pudieron ; y muchas veces se gana de esta manera victoria… Mas ¿para qué he dicho esto?. Para que entendáis hermanas mías, que lo que hemos de pedir a Dios, es que en este castillo que hay ya de buenos cristianos no se nos vaya ya ninguna con los contrarios , y a los capitanes de este castillo o ciudad los haga muy aventajados en el camino del Señor, que son los predicadores y teólogos, y pues los mas están en las religiones, que vayan muy adelante en su perfección y llamamiento … Han de vivir entre los hombres, y tratar con los hombres … y hacerse algunas veces con ellos en lo exterior. ¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo, y tratar negocios del mundo… y ser en lo interior extraños al mundo… no ser hombres, sino ángeles? Porque a no ser esto así, ni merece nombre de capitanes ni permita el Señor salgan de sus celdas, que mas daño harán que provecho; porque no es ahora tiempo de ver imperfecciones en los que han de enseñar… Pues ¿con quién lo han de son con el mundo? No hayan miedo se lo perdone, ni que ninguna imperfección dejen de entender. Cosas buenas, muchas se les pasarán por alto Y aun por ventura no las tendrán por tales; mas mala o imperfecta, no hayan miedo. Ahora yo me espanto quién los muestra la perfección, no para guardarla …, sino para condenar… Así que no penséis es menester poco favor de Dios para esta gran batalla adonde se meten sino grandísimo… Así que os pido, por amor del Señor, pidáis a su Majestad nos oiga en esto; yo, aunque miserable, lo pido a su Majestad, pues es para gloria suya y bien de su Iglesia, que aquí van mis deseos… Y cuando vuestras oraciones y deseos y disciplina y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el para que aquí os juntó el Señor».

¿Qué le dio a esta monja, que desde decenas de años vivía para la oración en un claustro el deseo ardiente de realizar algo por la causa de la Iglesia, y la mirada aguda para ver la necesidad y las exigencias de su tiempo?. Precisamente el hecho de que vivía en la oración: que se dejaba atraer por el Señor y siempre más profundamente al interior de su «Castillo interior», hasta aquella morada escondida donde el le podía decir «que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas y él tendría cuidado de las suyas». Por esto, ella no podía sino “consumarse de celo por el Señor, Dios de los ejércitos». Palabras de nuestro santo padre Elías, que se tomaron como lema en el escudo de la Orden : Al que se entrega incondicionalmente al Señor, el Señor le elige como instrumento para instaurar su reino. Sólo él sabe cuanto ha contribuido la oración de santa Teresa y la de sus hijas para preservar a España de la división de la fe, cuanta fuerza desplegó en las ardientes luchas de religión de Francia, de los País es Bajos, del Imperio alemán.

La historiografía oficial calla acerca de estas fuerzas invisibles e incalculables. Pero la confianza del pueblo creyente y el juicio de la Iglesia, que comprueba y pondera con prudencia, las conocen; Y nuestro tiempo se ve cada vez más obligado, cuando todo lo demás falla, a esperar la última salvación de estos manantiales ocultos.


3. La vida interior, su forma externa y la acción

En la vida oculta y silenciosa se realiza la obra de la redención. En el diálogo silencioso del corazón con Dios se preparan las piedras vivas con las que va creciendo el Reino de Dios y se forjan los instrumento selectos que promueven su construcción. La corriente mística que discurre a través de todos los siglos, no es ningún brazo perdido que se haya separado de la vida de oración de la Iglesia, sino que es su vida mas íntima. Cuando rompe con las formas tradicionales, lo hace porque vive en ella el Espíritu que sopla donde quiere: el Espíritu que ha creado todas las formas tradicionales y que tiene que crear continuamente formas nuevas. Sin él no habría ni liturgia ni Iglesia. ¿No era el alma del salmista regio un arpa cuyas cuerdas sonaban al suave soplo del Espíritu Santo? Del corazón desbordado de la Virgen María, llena de gracia, fluyó el himno del «Magníficat». El cántico profético del «Benedictus» abrió los labios enmudecidos del anciano sacerdote cuando la palabra secreta del ángel se convirtió en realidad visible. Lo que subió del corazón lleno del Espíritu y encontró expresión en una palabra y una forma se va propagando de boca a boca. El «oficio divino» es el medio por el que va sonando de generación en generación. Así la corriente mística forma el canto de alabanza polifónico y siempre creciente a la Trinidad divina, al Creador, al Redentor y al Consumador. Por tanto, no se trata de contraponer la oración interior, libre de todas las formas tradicionales, como piedad «subjetiva», a la liturgia como oración «objetiva» de la Iglesia. Toda oración auténtica es oración de la Iglesia, y es la Iglesia misma la que ahí ora, porque es el Espíritu Santo el que vive en ella el que, en cada alma, «intercede por nosotros con gemidos inefables». Precisamente esto es la oración «auténtica», pues «nadie puede decir «Señor Jesús», sino en el Espíritu Santo». ¿Qué sería la oración de la Iglesia si no fuera la entrega de los grandes amadores a Dios, que es el Amor?

La ilimitada entrega de amor a Dios y la donación de Dios a nosotros, la unión completa y duradera, es la suprema elevación del corazón que nos es posible alcanzar, el supremo grado de oración. Los hombres que lo han alcanzado son verdaderamente el corazón de la Iglesia: en ellos vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidos con Cristo en Dios, no pueden sino irradiar en otros corazones el amor divino de que están llenos, y así colaborar en la perfección de todos hacia la unión con Dios, que fue y es el gran deseo de Jesús. Así comprendió Marie Antoinette de Geuser su vocación. Ella tuvo que cumplir en medio del mundo esta suprema misión del cristiano; y su camino es, sin duda, un ejemplo reconfortante para muchos que hoy se sienten impulsados a comprometerse por la Iglesia con una seriedad radical en su vida espiritual y a quienes no se les concede seguir esa vocación en el retiro de un claustro. El alma que en el más alto grado de la oración mística ha entrado en la «tranquila actividad de la vida divina», no piensa en nada más que en entregarse al apostolado al que Dios la ha llamado.

«Esta es la tranquilidad en el orden y a la vez la actividad liberada de toda atadura. El alma lucha en paz porque actúa totalmente en el sentido de la voluntad divina. Sabe que la voluntad de Dios se cumple perfectamente para su mayor gloria, pues, aunque frecuentemente la voluntad humana opone al mismo tiempo límites a la omnipotencia divina, después de todo ésta sale victoriosa y crea una obra magnífica de ese material que le queda. Esta victoria del poder divino sobre la libertad humana, a la que él a pesar de todo deja actuar, es uno de los más admirables y adorables aspectos del plan divino sobre el mundo…».

Cuando Marie Antoinette de Geuser escribía esta carta estaba muy cerca del umbral de la eternidad; sólo un delgado velo la separaba de aquella última plenitud que llamamos vida eterna. En los espíritus bienaventurados que han entrado en la unidad de la vida intradivina todo es uno: reposo y actividad, contemplar y actuar, callar y hablar, escuchar y comunicarse, entrega amorosa que recibe y amor que prorrumpe en cánticos de gratitud. Mientras estamos en camino, -y cuanto más lejos del fin más intensamente-, estamos sujetos a la ley de la temporalidad, y necesitados de que la vida divina con su plenitud se haga realidad en nosotros sucesivamente y en la complementariedad recíproca de los muchos miembros. Tenemos necesidad de las horas en las que escuchamos en silencio y dejamos que la palabra divina actúe en nosotros hasta que nos impulse a ser fructíferos en la alabanza y la acción. Tenemos necesidad de las formas tradicionales y de participar en el culto público y establecido, para que se estimule la vida interior y permanezca en el camino derecho y encuentre su expresión adecuada. La solemne alabanza divina tiene que tener sus lugares en la tierra, donde se desarrolla hasta la mayor perfección de que son capaces los hombres. Desde ahí puede elevarse al cielo por toda la Iglesia, e influir en sus miembros despertando la vida interior y enfervorizándolos para la participación exterior. Sin embargo, tiene que ser vivificada desde dentro, concediendo también en esos lugares un espacio a la profundización silenciosa. De lo contrario, degeneraría en un culto de los labios yerto y sin vida. La defensa contra este peligro la constituyen los lugares dedicados a la vida interior, donde las almas en la soledad y el silencio viven ante el rostro de Dios, para ser, en el corazón de la Iglesia, el amor que todo lo vivifica.

Cristo es el camino hacia la vida interior y el camino hacia el coro de los espíritus bienaventurados que cantan el eterno «‘Sanctus». Su sangre es la cortina a través de la cual entramos en el santuario de la vida divina. En el sacramento del bautismo y en el de la penitencia nos limpia de los pecados, nos abre los ojos a la luz eterna, los oídos a la palabra divina y los labios a la alabanza, a la oración de expiación, de petición, de agradecimiento, que son, todas, formas diferentes de la adoración, esto es, del homenaje del ser creado al Todopoderoso y Todobueno. En el sacramento de la confirmación marca y fortalece al soldado de Cristo para su confesión valiente. Pero es sobre todo en el sacramento en que Cristo mismo está presente donde nos convierte en miembros de su cuerpo. Cuando participamos en el Santo Sacrificio y en la comunión, alimentados con la carne y la sangre de Cristo, nos convertimos en su carne y sangre. Sólo en la medida en que somos miembros de su cuerpo puede el Espíritu de Jesús vivificamos y reinar en nosotros: «…el Espíritu es el que vivifica; pues es el Espíritu el que hace vivos a los miembros; pero sólo vivifica a los miembros que encuentra en el cuerpo al que da vida… Nada debe temer tanto el cristiano, por consiguiente, como la separación del cuerpo de Cristo. Porque cuando se separa del cuerpo de Cristo, ya no es su miembro, y si no es su miembro ya no lo vivifica el Espíritu…”. Nos convertimos en miembros del cuerpo de Cristo «no sólo por el amor…, sino realmente por la incorporación a su carne: esto se realiza mediante la comida que nos regaló para mostrar su amor a nosotros. Para esto vino a nosotros y conformó su cuerpo al nuestro, para que seamos uno, como el cuerpo se une con la cabeza…». Como miembros de su cuerpo, animados por su Espíritu nos ofrecemos «por Él, con Él y en Él» como sacrificio, y nos unimos al eterno canto de acción de gracias. Por esto, después de recibir la santa comunión, la Iglesia nos hace decir: «Alimentados con tan grandes dones, te pedimos, Señor, nos concedas que los dones que hemos recibido nos sirvan de salvación y nos mantengan continuamente en tu alabanza».

Sobre el problema de la empatía

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Sobre el problema de la empatía

Prefacio

Prólogo
II La esencia de los actos de empatía
§ l. El método de la investigación
§ 2. Descripción de la empatía en comparación con otros actos
a) Percepción externa y empatía
b) Originariedad y no originariedad
c) Recuerdo, espera, fantasía y empatía
§ 3. Confrontación con otras descripciones de la empatía -especialmente con la de Lipps- y continuación del análisis
a) Puntos concordantes
b) La tendencia al vivenciar completo
c) Empatía y cosentir
d) Empatía negativa
e) Empatizar y sentir a una
f) Reiterabilidad de la empatía – simpatía reflexiva
§ 4. El litigio entre parecer de representación y parecer de actualidad
§ 5. Confrontación con las teorías genéticas sobre la aprehensión de la conciencia ajena
a) Sobre la relación entre fenomenología y psicología
b) La teoría de la imitación
c) La teoría de la asociación
d) La teoría de la inferencia por analogía
§ 6. Confrontación con la teoría de Scheler sobre la aprehensión de la conciencia ajena
§ 7. Teoría de Münsterberg sobre la experiencia de la conciencia ajena
III La constitución del individuo psicofísico
§ 1. El yo puro
§ 2. La corriente de conciencia
§ 3. El alma
§ 4. El yo y el cuerpo vivo
a) El darse del cuerpo vivo
b) El cuerpo vivo y los sentimientos
c) Alma y cuerpo vivo, causalidad psicofísica
d) El fenómeno de la expresión
e) Voluntad y cuerpo vivo
§ 5. Transición al individuo ajeno
a) Los campos de sensación del cuerpo vivo ajeno
b) Las condiciones de la posibilidad de la empatía de sensación
c) El resultado de la empatía de sensación y su manquedad en la bibliografía existente sobre la empatía
d) El cuerpo vivo ajeno como centro de orientación del mundo espacial
e) La imagen ajena del mundo como modificación de la propia
f) Empatía como condición de la posibilidad de la constitución del individuo propio
g) La constitución del mundo externo real en experiencia intersubjetiva
h) El cuerpo vivo ajeno como portador de libre movimiento
i) Los fenómenos vitales
k) Causalidad en la estructura del individuo
l) El cuerpo vivo ajeno como portador de fenómenos de expresión
m) La corrección de los actos de empatía
n) La constitución del individuo anímico y su relevancia para la corrección de la empatía
o) Los engaños de empatía
p) Relevancia de la constitución del individuo ajeno para la del individuo anímico propio
III La empatía como comprensión de personas espirituales
§ 1. Concepto del espíritu y de las ciencias del espíritu
§ 2. El sujeto espiritual
§ 3. La constitución de la persona en las vivencias de sentimiento
§ 4. El darse de la persona ajena
§ 5. Alma y persona
§ 6. La existencia del espíritu
§ 7. Confrontación con Dilthey
a) Ser y valor de la persona
b) Los tipos personales y las condiciones de la empatía con personas
§ 8. Relevancia de la empatía para la constitución de la persona propia
§ 9. La cuestión de la fundación del espíritu en el cuerpo físico
Currículum vitae

 

 

Sobre el problema de la empatía

– Edith Stein –

Prefacio, traducción y notas de José Luis Caballero Bono

 



Prefacio

Los recuerdos autobiográficos de Edith Stein delatan a menudo una fina capacidad de observación y de elaboración introspectiva de las impresiones recibidas de su entorno personal. Tal vez esta dote ha predispuesto pronto sus intereses intelectuales hacia el terreno de las relaciones intersubjetivas. Matriculada en Germánicas e Historia en Breslau, la ciudad que la vio nacer en 1891, Stein se aplica al estudio de la psicología empírica de la mano de Louis William Stern. Pero la trayectoria de la joven universitaria toma un rumbo nuevo al leer las Investigaciones lógicas, de Edmund Husserl, en las navidades de 1912. Aceptar el magisterio de Husserl va a significar la trasposición de aquellos intereses primigenios a un palio nuevo. El dominio en el que ahora cobrarán forma ya no es el de la psicología empírica, sino el de la fenomenología.

Cuando Edith Stein llega a Gotinga en abril de 1913 para escuchar a Husserl, la fenomenología está creando escuela, alentando la efervescencia intelectual de sus jóvenes cultivadores y granjeándose el respeto de los eruditos. No es incorrecto decir que su primer semestre en Gotinga es tan decisivo en el orden intelectual como lo será en el orden religioso la lectura de santa Teresa en el verano de 1921. Y es precisamente en aquella sazón cuando el concepto de empatía cobra en ella el relieve de un tema digno de ser investigado. Cómplice de ese proceso ha podido ser la precoz lectura de la fundamental obra de Husserl Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. En ella se alude más de una decena de veces a la empatía para terminar el autor instando al estudio de esta vivencia peculiar y del papel que desempeña en la constitución de un mundo objetivo, común a los diversos sujetos que entran en relación recíproca mediante empatía. Pero fueron sobre todo las referencias verbales del propio Husserl a lo largo del curso «Naturaleza y espíritu» (1913) las que despertaron la curiosidad de su aventajada alumna. Aunque es cierto que en ellas no ofreció una definición formal de empatía, sí que planteó su relevancia teórica y su entronque histórico, especialmente con la psicología de Theodor Lipps.

No es de extrañar, por tanto, que, a la larga, el concepto de empatía que sostiene Edith Stein coincida exactamente con el de su maestro: aprehensión de las vivencias ajenas, apercibimiento del vivenciar de otro. Otra cosa es que su explicación de cómo esto es posible sea divergente de la que Husserl había dado hasta entonces. Es, en general, una pregunta inquietante hasta qué punto Edith Stein ha sido fiel en su tesis doctoral a la fenomenología y a la dirección que ésta ya había tomado, la fenomenología trascendental. Como es asimismo del mayor interés comprobar si su actitud posterior hacia ella no está básicamente delineada en este escrito. Por lo demás, tampoco sorprende, dado el precedente, que entre la pléyade de autores con los que Stein se confronta en su trabajo de doctorado brille con luz propia Theodor Lipps. Su discrepancia con él le lleva a finos análisis como el que deslinda los conceptos de einfühlen (empatizar), mitfühlen (cosentir) y einsfühlen (sentir a una).

Sin embargo, en medio de la densa complejidad de un escrito académico como el presente, conviene no perder de vista el argumento principal. Una vez definida la esencia de la empatía, o sea, cumplido lo que Husserl llamaba reducción eidética, y una vez que la autora ha justificado la pretensión de captar en mí algo trascendente a mí como son las vivencias de otros, el contenido se torna eminentemente antropológico. Lo que interesa es determinar, como Stein reconoció retrospectivamente, la estructura de los sujetos que entran en relación empática. Dicha estructura está definida por el hecho de ser individuos psicofísicos y personas espirituales. En punto a lo primero, sus constitutivos básicos son el cuerpo vivo y la unidad sustancial que la filósofa llama alternativamente alma o psique. En cuanto a lo segundo, el constitutivo que permite hablar de persona es el espíritu, «la conciencia como correlato del mundo de objetos», la apertura, en suma, que falta al individuo psicofísico infraespiritual. La empatía misma es un acto espiritual y tiene su condición de posibilidad en el espíritu del sujeto. Cuerpo vivo, alma, espíritu, son los constitutivos de la persona propia y ajena que va decantando la experiencia empática.

Naturalmente que esta línea argumental no empece los mil vericuetos que pueden atraer la curiosidad del estudioso, como pueden ser las huellas visibles de presencias no estrictamente husserlianas: la relevancia de los valores, su objetividad y su jerarquía remiten a Max Scheler; el análisis del movimiento deja entrever la traza de Adolf Reinach; la problemática fundamentación de las ciencias del espíritu dirige la atención de Edith Stein hacia Wilhelm Dilthey, un autor al que ella evalúa de manera peculiar…

Resulta difícil exagerar la importancia de Sobre el problema de la empatía en el conjunto de la obra de Edith Stein. Desde el punto de vista científico bastaría recordar que la profundización en la causalidad y la motivación como legalidades respectivas de la psique y del espíritu le conduce a elaborar dos tratados entre 1918 y 1919: Causalidad psíquica e Individuo y comunidad. En esta misma línea acomete en 1920 el estudio de una formación social específica en el tratado Una investigación sobre el Estado. Las formaciones comunitarias y societarias nacen, en efecto, de esa «comprensión espiritual» que no es sino la empatía en el nivel personal y no meramente psicofísico, y que permite la constitución de vivencias supraindividuales.

Pero hay otro aspecto de índole más biográfica en el que Edith Stein ha querido dar el protagonismo a la empatía: la tematización de la vivencia religiosa. Si bien se atiende al proceso interior que conduce a la discípula de Husserl hasta el cristianismo, se descubre que la primera formulación intelectual de su vivencia religiosa viene hecha en términos de una empatía cuyo correlato carece de corporalidad. Es decir, como una respuesta afirmativa a la pregunta acerca de semejante posibilidad con la que concluía la tesis doctoral. La afirmación, no exenta de cautelas, se encuentra en el manuscrito que la autora inició en 1917 y que se conoce como Introducción a la filosofía.

Mas si todavía quieren buscarse repercusiones posteriores bastará comprobar que el diseño antropológico de cuerpo vivo-alma espíritu se mantiene hasta los últimos escritos de Edith Stein, y que la problemática semiológica, con sus ecos lippseanos, que figuraba en la tesis reaparece en Ciencia de la cruz, la obra que le ocupaba cuando fue detenida y conducida a la muerte en agosto de 1942. Tal vez quepa ver en ello una incitación a meditar el significado último de un final tan inhumano como el que le reservaba Auschwitz.

El lector tiene en Sobre el problema de la empatía la traducción de un clásico de las horas doradas de la fenomenología. Sin que haya detrimento en la unidad de sentido, no ha de olvidarse que está hecha sobre la parte de la tesis doctoral que Edith Stein publicó en 1917. Las partes I, V y VI no fueron publicadas, tal vez por motivos económicos, y se consideran hoy perdidas. Nuestra versión ha tratado de evitar tecnicismos corrientes en traducciones de textos fenomenológicos, buscando suplantarlos por expresiones más afines al genio de nuestra lengua. Aunque el texto está escrito por una mujer, en las formas en primera persona que expresan género se ha usado el masculino queriendo darle con ello el significado neutro que corresponde a una disertación académica. Ello no nos aparta del alemán. Asimismo se ha respetado el modo de citar empleado por Edith Stein. Las citas son siempre incompletas desde el punto de vista de la metodología. En algún caso son incorrectas, aludiendo más al argumento de una obra o a una parte de ella que a su título exacto. También nos hemos permitido introducir puntos y aparte, escasísimos en el original, amoldándonos al ritmo del pensamiento expresado en cada parágrafo o apartado. De esta manera creemos haber aliviado la impresión de apelmazamiento que presenta el texto alemán. Hemos aminorado, en fin, el uso de la abreviatura «z. B.» (zum Beispiel), vertida en la castellana «vg.» (verbigracia), sustituyéndola a menudo por la expresión «por ejemplo». Con estas medidas y las sugerencias que hemos recibido de Claire Marie Stubbemann el escrito se torna más accesible a la comprensión y al buen gusto.

José Luis Caballero Bono

 

SOBRE EL PROBLEMA DE LA EMPATÍA

(Parte II/IV del tratado presentado bajo el título El problema de la empatía en su desarrollo histórico y en consideración fenomenológica)

Disertación inaugural para la Obtención de la dignidad de Doctor de la Alta Facultad Filosófica de la Granducal Universidad badense Albert-Ludwig de Friburgo de Brisgovia, presentada y publicada con su venia por Edith Stein, de Breslau. Halle. Imprenta de la Waisenhaus. 1917

Director: Señor Profesor Dr. Husserl

El examen riguroso tuvo lugar el 3 de agosto de 1916

A mi madre


Prólogo

El trabajo completo del que están tomadas las exposiciones siguientes comenzaba con una presentación puramente histórica de los problemas que han aparecido, uno tras otro, en la bibliografía existente sobre la empatía: la empatía estética, la empatía como fuente de conocimiento del vivenciar ajeno, la empatía ética, etc. Yo encontré estos problemas, que en mi presentación separé, mezclados unos con otros en el tratamiento y, además, indisociados respectivamente el aspecto cognoscitivo teórico, el puramente descriptivo y el psicogenético de los problemas en cuestión. En esta mezcla vi el motivo que hasta ahora ha impedido una solución satisfactoria.

Me pareció que era menester ante todo poner en evidencia el problema fundamental desde el que se pueden entender todos los demás y someterlo a una investigación radical. Al mismo tiempo, me pareció necesario este trabajo positivo como fundamento de una toma de posición crítica respecto a los resultados vigentes.

Como problema fundamental reconocí la cuestión de la empatía como experiencia de sujetos ajenos y de su vivenciar. Esta cuestión es examinada en las exposiciones siguientes. Soy muy consciente a este respecto de que los resultados positivos a los que llego sólo son una pequeña contribución para presentar lo que aquí queda por hacer. Además, circunstancias especiales me han impedido retocar cuidadosamente el trabajo una vez más antes de la publicación. Es decir, que desde que lo presenté a la Facultad, en mis funciones de asistente privada de mi venerado maestro el señor profesor Husserl he recibido para examen los manuscritos de la parte II de sus Ideas, que tratan en parte las mismas cuestiones. Y naturalmente que en una nueva ocupación con mi tema no podría por menos de aprovechar las nuevas sugerencias recibidas. A decir verdad, planteamiento del problema y método de mi trabajo han madurado del todo a partir de sugerencias que recibí del señor profesor Husserl, así que, de todos modos, es sumamente cuestionable lo que de las exposiciones siguientes puedo reclamar como mi «propiedad intelectual». Sin embargo, puedo decir que los resultados que ahora presento están obtenidos en mi propio trabajo, y esto ya no lo podría afirmar si ahora efectuase cambios.

 


II La esencia de los actos de empatía


§ 1. El método de la investigación

En la base de toda controversia sobre la empatía subyace un presupuesto tácito: nos están dados sujetos ajenos y sus vivencias. Se trata del desarrollo del proceso, de los efectos, del fundamento de este darse. Pero el cometido próximo es considerarlo en sí mismo e investigar su esencia. La orientación en la que hacemos esto es la «reducción fenomenológica».

Objetivo de la fenomenología es la clarificación y, con ello, la fundamentación última de todo conocimiento. Para llegar a este objetivo excluye de su consideración todo lo que es de alguna manera «dubitable», lo que puede ser eliminado. Ante todo, no hace uso de los resultados de ciencia alguna: esto es de suyo comprensible, porque una ciencia que quiere ser la clarificación última de todo conocimiento científico no puede apoyarse a su vez sobre una ciencia ya fundamentada, sino que se debe fundar en sí misma. ¿se apoya entonces en la experiencia natural? De ninguna manera, pues esta misma, así como su continuación, la investigación de la ciencia natural, está sujeta a una interpretación variada (vg., en la filosofía materialista o idealista) y por eso se muestra necesitada de clarificación. De esta manera, todo el mundo que nos circunda, así el físico como el psicofísico, los cuerpos como las almas humanas y animales (incluso la persona psicofísica del investigador mismo), está entregado a la exclusión o reducción. ¿Qué puede quedar todavía cuando todo está cancelado, el mundo entero y el mismo sujeto que lo vivencia? En verdad queda todavía un campo infinito de investigación pura; reflexionemos bien, pues, sobre lo que esa exclusión quiere decir.

Puedo dudar si esa cosa que veo ante mí existe, pues subsiste la posibilidad de un engaño: por eso debo excluir la posición de existencia, no me está permitido hacer ningún uso de ella; pero lo que no puedo excluir, lo que no está sometido a ninguna duda, es mi vivencia de las cosas (el aprehender percipiente, recordante o como quiera que esté determinado) con su correlato, el «fenómeno-cosa» completo (el mismo objeto como dándose en series variadas de percepciones o recuerdos), que permanece inalterado en su carácter total y puede ser hecho objeto de consideración. (Causa dificultades comprender cómo es posible que la posición de existencia deba ser suprimida y que haya de conservarse el carácter completo de la percepción. Esta posibilidad se evidencia en el caso de la alucinación. Imaginemos que alguien sufre de alucinaciones y es consciente de su mal. Se encuentra, por ejemplo, con alguien sano en una habitación, cree advertir una puerta en la pared y quiere atravesarla. Cuando el otro le llama la atención reconoce que alucina de nuevo, ya no cree que la puerta existe, es capaz de transferirse a la percepción «borrada» y podría estudiar la esencia de la percepción, incluso de la posición de existencia, aunque ahora ya no participe de ésta.) Así permanece todo el «fenómeno-mundo» después de la supresión de la posición del mundo. Y estos «fenómenos» son el objeto de la fenomenología.

Sin embargo, no se trata de aprehenderlos sólo como fenómenos singulares y explicitar todo lo implícito en ellos, yendo tras las tendencias que se resuelven en la simple tenencia del fenómeno, sino de penetrar en su esencia. Cada fenómeno es base ejemplar de una consideración de esencia. La fenomenología de la percepción no se conforma con describir la percepción singular, sino que quiere indagar lo que es «percepción en general», según su esencia, y obtiene este conocimiento del caso singular en abstracción ideante1No puedo esperar dejar totalmente claro en pocas palabras el objeto y el método de la fenomenología a quien no está familiarizado con ella, sino que debo remitir, para todas las cuestiones que se susciten, a la fundamental obra de Husserl Ideen [Ideas]..

Hay que mostrar todavía lo que significa esto de que mi vivencia no es excluible. No es indubitable que yo, este yo empírico, con nombre y estado social, dotado de tales y tales propiedades, existe. Todo mi pasado podría ser soñado, podría ser engaño del recuerdo, por consiguiente está sometido a la exclusión y permanece sólo como fenómeno objeto de mi consideración. Pero «yo», el sujeto que vivencia, que contempla el mundo y la propia persona como fenómeno, «yo» estoy en el vivenciar y sólo en él, y tan indubitable e incancelable como el vivenciar mismo.

Ahora se trata de aplicar a nuestro caso este modo de consideración. El mundo en el que vivo no es sólo un mundo de cuerpos físicos, además de mí también hay en él sujetos con vivencias, y yo sé de ese vivenciar. No es éste ningún saber indubitable, dado que precisamente aquí sucumbimos a tan variados engaños que, de vez en cuando, estamos inclinados a dudar de la posibilidad de un conocimiento en este terreno en general. Pero el fenómeno de la vida psíquica ajena está ahí y es indubitable, y queremos considerarlo ahora más de cerca.

Con ello no nos está prescrita claramente aún la dirección de la investigación. Podríamos partir del fenómeno concreto, completo, que tenemos ante nosotros en nuestro mundo de experiencia, del fenómeno de un individuo psicofísico que se distingue nítidamente de una cosa física. Éste no se da como cuerpo físico, sino como cuerpo vivo2Al sustantivo español «cuerpo» corresponden en alemán dos términos, Korper y Leib. El primero es aplicable a cosas materiales y a seres orgánicos en cuanto cuerpos físicos. El segundo designa al cuerpo como viviente, también como animado. Es este segundo término el que traduciremos como cuerpo vivo. Correspectivamente se distinguirá entre corpóreo (korperlich) y corporal (leiblich). [N. del T.] sentiente al que pertenece un yo, un yo que siente, piensa, padece, quiere, y cuyo cuerpo vivo no está meramente incorporado a mi mundo fenomenal, sino que es el centro mismo de orientación de semejante mundo fenomenal; está frente a él y entabla relación conmigo. Y también podríamos investigar cómo se constituye en la conciencia todo aquello que nos aparece más allá del mero cuerpo físico dado en la percepción externa.

Podríamos considerar además las vivencias singulares concretas de estos individuos. Entonces veríamos que aquí aparecen diversos modos del darse y podríamos dedicarnos ulteriormente a ellos: descubriríamos que hay algo más que el darse «en relación simbólica» destacado por Lipps. En efecto, no sólo sé lo que se expresa en semblantes y gestos, sino lo que se oculta detrás. Acaso veo que alguien pone un semblante triste, pero en verdad no está afligido. Más aún, puedo oír que alguien hace una observación inoportuna y ver que se ruboriza por ello; entonces no sólo entiendo la observación y veo la vergüenza en el rubor, sino que conozco que él reconoce su observación como inoportuna y que se avergüenza porque la ha hecho. Ni esta motivación ni el juicio sobre su observación inoportuna están expresados mediante «apariencia sensible» alguna. Habría que investigar estos diferentes modos del darse y poner de relieve las eventuales relaciones de fundamentación existentes.

Pero todavía es posible hacer otra consideración más radical. Todos estos datos del vivenciar ajeno remiten a un tipo fundamental de actos en los que este vivenciar es aprehendido y que ahora, prescindiendo de todas las tradiciones históricas que tienen apego a la palabra, designaremos como empatía. Comprender y describir estos actos a grandes líneas debe ser nuestro primer cometido.


§ 2. Descripción de la empatía en comparación con otros actos

La empatía nos quedará óptimamente resaltada en su singularidad si la confrontamos con otros actos de la conciencia pura (que es el campo de nuestra consideración después del cumplimiento de la reducción ya descrita). Tomemos un ejemplo para ilustrar la esencia del acto empático. Un amigo viene hacia mí y. me cuenta que ha perdido a su hermano, y yo noto su dolor. ¿Qué es este notar? Sobre lo que se basa, el de dónde concluyo el dolor, sobre eso no quiero tratar aquí. Quizá está su cara pálida y asustada, su voz afónica y comprimida, quizá también da expresión a su dolor con palabras. Todos éstos son, por supuesto, temas de investigación, pero eso no me importa aquí. Lo que quiero saber es esto, lo que el notar mismo es, no por qué camino llego a él.


a) Percepción externa y empatía

Huelga decir que yo no tengo ninguna percepción externa del dolor, siendo percepción externa un título para los actos en los que vienen al dárseme mismo acontecer y ser cósico, espacio-temporal, volviendo hacia mí este o aquel lado. Con lo cual este lado vuelto hacia mí es propio u originario en sentido específico, en comparación con los lados copercibidos aparte.

El dolor no es una cosa y no me está dado de esta manera, ni siquiera cuando lo noto «en» el semblante doloroso que percibo externamente y con el que está dado «a una». La comparación con los lados apartados del objeto visto queda cerca. Pero no es sino muy vaga, pues yo siempre puedo traer al dárseme originario nuevos lados del objeto en percepción progresiva; en principio, cualquier lado es accesible a este modo preferido del darse. Puedo contemplar por cuantos lados quiera el semblante conmovido de dolor, mejor dicho: la torsión de la cara que empáticamente aprehendo como semblante conmovido de dolor. En principio no puedo llegar a una «orientación» en la que, en vez de ésta, esté dado originariamente el dolor mismo.

Por tanto, la empatía no tiene el carácter de percepción externa, pero desde luego que tiene algo en común con ella, a saber: que para ella existe el objeto mismo aquí y ahora. Hemos llegado a conocer la percepción externa como acto que se da originariamente. Admitido que la empatía no es percepción externa, con ello no está dicho todavía que le falte este carácter de lo «originario».


b) Originariedad y no originariedad

Aún hay algo distinto del mundo externo que nos está dado originariamente. Dándose originariamente está también la ideación en la que aprehendemos intuitivamente relaciones esenciales; la intelección, vg., de un axioma geométrico, la captación de un valor, están dándose originariamente; por último y ante todo, tienen carácter de originariedad nuestras propias vivencias tal como vienen a darse en la reflexión.

Que la empatía no es una ideación es trivial, se trata más bien de aprehender lo que es hic et nunc. (Si ella puede ser base para la ideación, para la adquisición de un conocimiento esencial de las vivencias, es otra cuestión.)

Queda todavía la pregunta: ¿posee la empatía la originariedad del vivenciar propio? Antes de poder dar una respuesta a esta pregunta es necesario distinguir aún más el sentido de la originariedad. Originarias son todas las vivencias propias presentes como tales -¿qué podría ser más originario sino la vivencia misma?3El uso del término «originario» para la parte de acto de la vivencia puede ser llamativo. Lo empleo porque creo que aquí se da de hecho el mismo carácter que se denomina así en el correlato. Suprimo adrede la expresión «vivencia actual», que me es familiar para ello, porque la necesito para otro fenómeno (para el «acto» en sentido específico, la vivencia en la forma del «cogito», del «estar dirigido a») y quisiera evitar el equívoco.. Pero no todas las vivencias están dándose originariamente, no todas son originarias según su contenido. El recuerdo, la espera, la fantasía, tienen su objeto no como propiamente presente ante sí, sino que sólo lo presentifican. Y el carácter de la presentificación es un momento esencial inmanente a estos actos, no una determinación obtenida de los objetos. En fin, está todavía la cuestión del darse mismo de las vivencias propias: para cada vivencia existe la posibilidad del darse originario, es decir, la posibilidad de existir ya como corporalmente propia para la mirada reflexiva del yo viviente en ella. Existe además la posibilidad de un modo no originario de darse las vivencias propias: en el recuerdo, la espera, la fantasía. Y ahora podemos volver a suscitar la pregunta: ¿conviene la originariedad a la empatía? rnn qué sentido?


c) Recuerdo, espera, fantasía y empatía

Reconocemos una amplia analogía entre los actos de empatía y los actos en los que lo que uno mismo vivencia no está dado originariamente. El recuerdo de una alegría es originario en cuanto acto de la presentificación que ahora se cumple, pero su contenido -la alegría- es no-originario; tiene todo el carácter de la alegría, de mane ra que yo podría estudiarlo en su lugar, pero ella no existe como originaria y en propio, sino como habiendo estado viva una vez (donde este «una vez», el punto temporal de la vivencia pasada, puede estar determinado o no estarlo). La no originariedad de ahora remite a la originariedad de entonces, el entonces tiene el carácter de un antiguo «ahora», por tanto el recuerdo tiene carácter de posición y lo recordado tiene carácter de ser.

Además, hay una doble posibilidad: el yo, el sujeto del acto de recuerdo, puede echar una mirada retrospectiva sobre la alegría pasada en este acto de la presentificación, entonces la tiene como objeto intencional, y con ella y en ella tiene su sujeto, el yo del pasado. Así que el yo de ahora y el yo de entonces están frente a frente como sujeto y objeto, no se da una coincidencia de ambos aunque esté presente la conciencia de la mismidad. Pero esta conciencia de la mismidad no es una identificación explícita, y además subsiste la diferencia entre el yo originario que recuerda y el yo no originario recordado. El recuerdo puede adoptar entonces otras modalidades de actuación.

El acto uniforme de la presentificación en el que lo recordado aparece ante mí como totalidad implica tendencias que -llevadas a su despliegue- descubren los «rasgos» contenidos en su curso temporal, cómo la totalidad de la vivencia recordada se constituyó una vez originariamente4A decir verdad, el transcurrir de las vivencias pasadas representa la mayoría de las veces un abrégé del curso originario de las vivencias (en pocos minutos podemos recapitular los acontecimientos de años): un fenómeno que merece una investigación propia.. Este proceso de despliegue puede ocurrir pasivamente «en mí», o bien puedo ejecutarlo activamente paso a paso. Y además es posible que yo cumpla la afluencia de recuerdos, sea pasiva o activa, sin reflexión, sin tener en modo alguno a la vista el yo-presente, el sujeto del acto de recuerdo. O bien es posible que yo me remonte expresamente a aquel punto temporal en la corriente continua de vivencias y deje despertarse otra vez la secuencia de vivencias de entonces, viviendo en la vivencia recordada en vez de volverme a ella como objeto: desde luego que el recuerdo es en todo caso presentificación, su sujeto es no originario a diferencia del que realiza el recuerdo.

La ejecución re-productiva de la antigua vivencia es la aclaración plenaria de lo entendido vagamente al inicio. Al final del proceso hay una nueva objetivación: la vivencia pasada, que primero apareció ante mí como un todo y a la que entonces, transfiriéndome, descompuse, la recompongo de nuevo al final en un «apresamiento aperceptivo».

El recuerdo (en las diferentes formas de actuación) puede acusar diversas lagunas. Así, es posible que recordando presentifique para mí una situación pasada sin poder acordarme de mi conducta interior frente a esa situación. Mientras ahora me remonto a aquella situación se presenta un sucedáneo en lugar del recuerdo que falta, una imagen de la conducta pasada que, sin embargo, no aparece como presentificación de lo pasado, sino como compleción de la imagen del recuerdo reclamada por el sentido del todo. El mismo recordar puede revestir carácter de duda, de sospecha, de probabilidad, pero nunca carácter de ser.

El caso de la espera es tan paralelo que resulta innecesario tratarlo específicamente. En cambio, habría algo que decir sobre la fantasía. También aquí se encuentran diversas posibilidades de actuación: el aparecer de una vivencia de la fantasía como totalidad y el cumplimiento paso a paso de las tendencias implícitas en ella.

Mientras vivo la vivencia de la fantasía no encuentro ninguna distancia temporal rellenada por una continuidad de vivencias entre el yo que fantasea y el yo fantástico (salvo que se trate precisamente de recuerdo o espera fantásticos). Es claro que también aquí hay que establecer una distinción: el yo que crea el mundo de la fantasía es originario, mientras que el yo que vive en él es no-originario. Y las vivencias fantásticas están caracterizadas frente a las recordadas por el hecho de que no se dan como presentificación de vivencias reales, sino como forma no originaria de vivencias presentes; teniendo en cuenta que «presente» no alude a un ahora del tiempo objetivo sino al ahora vivenciado que, en este caso, sólo se puede objetivar en un ahora «neutral»5Para el concepto de neutralización, cf. Ideen [Ideas] de Husserl, pp. 222 ss.del tiempo de la fantasía.

A esta forma neutralizada (es decir, no-posicional) del recuerdo de presente (la presentificación de algo ahora real pero no dado corporalmente) se oponen un retrorrecuerdo y un prorrecuerdo neutralizados, es decir, una fantasía del pasado y del futuro, una presentificación de vivencias pasadas y futuras no reales.

También es posible que mirando dentro del reino de la fantasía (como también del recuerdo y de la espera) me encuentre a mí mismo dentro, es decir, a un yo que reconozco como a mí, aunque esa unidad no constituye una continuidad de vivencia que enlaza a ambos, es como si viese mi imagen reflejada en el espejo (piénsese, por ejemplo, en la vivencia que cuenta Goethe en Poesía y Verdad, cómo él, tras la despedida de Federico, viniendo desde Sesenheim, se encuentra de camino a sí mismo en su forma futura). Pero no me parece que este caso haya de entenderse como auténtica fantasía de las vivencias propias, sino como un caso análogo a la empatía y que sólo desde ésta puede ser entendido.

Tratemos entonces de la empatía misma. También aquí se trata de un acto que es originario como vivencia presente, pero no originario según su contenido. Y este contenido es una vivencia que de nuevo puede presentarse en diversos modos de actuación, como recuerdo, espera, fantasía. Cuando aparece ante mí de golpe, está ante mí como objeto (vg., la tristeza que «leo en la cara» a otros); pero en tanto que voy tras las tendencias implícitas (intento traerme a dato más claramente de qué humor se encuentra el otro), ella ya no es objeto en sentido propio, sino que me ha transferido hacia dentro de sí; ya no estoy vuelto hacia ella, sino vuelto en ella hacia su objeto, estoy cabe su sujeto, en su lugar. Y sólo tras la clarificación lograda en la ejecución, me hace frent otra vez la vivencia como objeto6Que la «objetivación» de la vivencia empatizada, que se destaca en contraste con mi vivencia propia, pertenece a la interpretación de la vivencia ajena, ha sido acentuado repetidamente, vg., por Dessoir (Beitriige [Contribuciones], p. 477). Si, por otra parte, Lange (Wesen der Kunst [Esencia del arte], pp. 139 ss) establece una diferencia entre la «ilusión subjetiva de movimiento», el movimiento que creemos ejecutar a la vista de un objeto y el movimiento «objetivo», el movimiento que atribuimos al objeto, entonces hay que notar que no son dos modos de consideración que no tienen nada que ver entre sí y sobre los que se podrían construir teorías totalmente contra puestas (estética de la empatía y estética de la ilusión), sino que ambos son los estadios descritos, las formas de actuación de la empatía..

Tenemos, pues, tres grados de actuación o modalidades de actuación en todos los casos considerados de presentificación de vivencias, puesto que no siempre se recorren todos los grados en cada caso concreto, sino que frecuentemente se está satisfecho con uno de los inferiores: 1º. la aparición de la vivencia; 2º. la explicitación plenaria; 3º. la objetivación comprehensiva de la vivencia explicitada. En el primer y tercer grado, la presentificación representa el paralelo no originario de la percepción, mientras que en el segundo grado corresponde a la actuación de la vivencia. Mas el sujeto de la vivencia empatizada -y ésta es la novedad fundamental frente al recuerdo, la espera, la fantasía de las propias vivencias- no es el mismo que realiza la empatía, sino otro. Ambos están separados, no ligados como allí por una conciencia de la mismidad, por una continuidad de vivencia. Y mientras vivo aquella alegría del otro no siento ninguna alegría originaria, ella no brota viva de mi yo, tampoco tiene el carácter del haber-estado-viva-antes como la alegría recordada. Pero mucho menos aún es mera fantasía sin vida real, sino que aquel otro sujeto tiene originariedad, aunque yo no vivencio esa originariedad; la alegría que brota de él es alegría originaria, aunque yo no la vivencia como originaria. En mi vivenciar no originario me siento, en cierto modo, conducido por uno originario que no es vivenciado por mí y que empero está ahí, se manifiesta en mi vivenciar no originario. Así tenemos, en la empatía, un tipo sui géneris de actos experiencia/es. La tarea que había de cumplirse era resaltarlos en su singularidad antes de afrontar cualquier otra cuestión (si tal experiencia es válida, por qué vía se realiza). Y hemos conducido esta investigación en la más pura generalidad: la empatía que considerábamos y tratábamos de describir es la experiencia de la conciencia ajena en general, sin tener en cuenta de qué tipo es el sujeto que tiene la experiencia y de qué tipo el sujeto cuya conciencia es experimentada. El discurso ha tratado sólo del yo puro, del sujeto del vivenciar, sea desde el lado del sujeto cuanto del objeto, y nada diferente fue introducido en la investigación. Así aparece la experiencia que un yo en general tiene de otro yo en general. Así aprehende el hombre la vida anímica de su prójimo, pero así aprehende también, como creyente, el amor, la cólera, el mandamiento de su Dios; y no de modo diferente puede Dios aprehender la vida del hombre. Dios, en cuanto poseedor de un conocimiento perfecto, no se engañará sobre las vivencias de los hombres como los hombres se engañan entre sí sobre sus vivencias.

Pero tampoco para Él llegan a ser propias las vivencias de los hombres ni adoptan el mismo modo de darse.


§ 3. Confrontación con otras descripciones de la empatía –especialmente con la de Lipps- y continuación del análisis

Naturalmente que con esta puesta de relieve sumaria de la esencia de la «empatía en general» se ha hecho poco. Ahora debe más bien investigarse cómo se diversifica ésta en cuanto experiencia de los individuos psicofísicos y de sus vivencias, de la personalidad, etc. Desde luego que ya desde los resultados obtenidos se puede hacer una crítica a algunas teorías históricas sobre la experiencia de la conciencia ajena, y de la mano de esta crítica hay que completar todavía en varias direcciones el análisis realizado.

La descripción que Lipps ofrece de la vivencia de la empatía concuerda en muchos puntos con la nuestra (prescindimos de la hipótesis genético-causal sobre el desarrollo de la empatía -la teoría de la imitación interna- que en él está mezclada casi por doquier con la descripción pura). Ciertamente, él no conduce su investigación en la generalidad pura, sino que se atiene al ejemplo del individuo psicofísico y al caso del «darse simbólico», pero sin duda que los resultados que ahí alcanza hay que generalizarlos parcialmente.


a) Puntos concordantes

Lipps describe la empatía como una «participación interior» en las vivencias ajenas que viene a equivaler al grado superior de la empatía descrito por nosotros, grado donde nos encontramos «cabe» el sujeto ajeno y dirigidos con él a su objeto. Él acentúa la objetividad o el carácter «reivindicativo» de la empatía, y con ello expresa lo mismo que nosotros cuando la caracterizamos como una clase de actos experienciales. Además, indica el parentesco de la empatía con el recuerdo y la espera. Pero así y todo llegamos en seguida a un punto donde nuestros caminos se separan.


b) La tendencia al vivenciar completo

Lipps habla de que cada vivencia de la que tengo conocimiento -tanto la recordada y la esperada como la empatizada- «tiende» a llegar a ser completamente vivenciada. Y llega a ser tal si nada se opone a ella en mí, con lo que también el yo que hasta ahora era objeto, sea el yo pasado o futuro, propio o ajeno, llega a ser vivenciado así. Y a este completo vivenciar la vivencia ajena lo denomina igualmente empatía, más aún, sólo en eso ve la empatía completa respecto de la cual aquella otra es el grado preliminar imperfecto.

Esta concepción concuerda con la nuestra en que en aquella segunda forma del recuerdo, de la espera, de la empatía, el sujeto de la vivencia recordada, esperada, empatizada, no es objeto en sentido propio; pero negamos que haya una completa coincidencia con el yo que recuerda, que espera o que empatiza, que ambos lleguen a ser uno.

Lipps confunde el ser transferido dentro de la vivencia objetivamente dada y el cumplimiento de las tendencias implícitas con el paso del vivenciar no originario al originario. Un recuerdo está completamente realizado y acreditado cuando se han seguido todas las tendencias de explicitación y se ha establecido la continuidad de vivencias hasta el presente. Pero con ello no se ha convertido la vivencia recordada en una originaria. La toma de posición presente hacia los hechos recordados es completamente independiente de la toma de posición recordada. Yo me puedo acordar de una percepción y estar ahora convencido de que entonces estuve sometido a un engaño. Me puedo acordar de mi malestar en una situación embarazosa y divertirme ahora deliciosamente sobre esa situación. El recuerdo no es en este caso más imperfecto que cuando adopto otra vez la misma toma de posición de entonces. Admitimos que es posible un salto de lo recordado, de lo esperado, de lo empatizado, a la vivencia originaria propia, pero negamos que todavía haya recuerdo, espera, empatía, tras el cumplimiento de aquella tendencia.

Consideremos el caso más de cerca. Yo me represento vivamente una alegría pasada, vg., sobre un examen aprobado. Me transfiero dentro de ella, es decir, en ella me dirijo al feliz acontecimiento, me lo imagino en toda su satisfacción y de repente me doy cuenta de que yo, el yo originario que recuerda, estoy lleno de alegría; yo me acuerdo del acontecimiento feliz y tengo alegría originaria por el acontecimiento recordado. Pero la alegría recordada y el yo recordado han desaparecido o, como mucho, persisten junto a la alegría originaria y al yo originario.

Esta alegría originaria de acontecimientos pasados es también posible directamente, a través de la mera presentificación del acontecimiento, sin que me acuerde de la alegría de entonces y sin que primero tenga lugar el paso del vivenciar recordado al originario. Finalmente existe la posibilidad de que yo tenga alegría originaria por la alegría pasada, con lo cual se destaca de manera especialmente nítida la diferencia entre ambas.

Tratemos ahora de la vivencia empática paralela. Mi amigo viene hacia mí radiante de alegría y me cuenta que ha aprobado su examen. Aprehendo empáticamente su alegría y en tanto que me transfiero dentro de ella comprendo la satisfacción del acontecimiento, y por ello tengo ahora alegría originaria propia. También es posible esta alegría sin que primero aprehenda la alegría del otro: apenas entra el candidato a examen en el expectante círculo familiar que aguarda y comunica el resultado satisfactorio, se alegrarán originariamente desde el principio por este resultado. Y sólo cuando se han «alegrado bastante» ellos mismos, se alegrarán de su alegría y tal vez -ésta es la tercera posibilidad- se deleitarán por su alegría7A tales sentimientos que se refieren a sentimientos de otros los ha designado Groethuysen como «compasión» (Das Mitgefühl [La compasión], p. 233). De ella hay que distinguir rigurosamente nuestro «cosentir», que no está dirigido a sentimientos ajenos, sino a su correlato; cosintiendo no me alegro de la alegría del otro, sino de aquello de lo cual él se alegra.. Pero aquello por lo que su alegría nos está dada no es ni la alegría originaria por el resultado ni la alegría originaria por su alegría, sino aquel acto no originario que antes designábamos como empatía y hemos descrito más de cerca.

En cambio, si nos ponemos en lugar del yo ajeno según el modo antes descrito para el recuerdo, en tanto que lo suplantamos y nos circundamos de su situación llegamos a una vivencia «correspondiente» a esa situación, y en tanto que emplazamos de nuevo al yo ajeno en su lugar y le adscribimos aquella vivencia llegamos a un saber sobre su vivenciar. (Según Adam Smith, éste es el modo de darse el vivenciar ajeno.) Este procedimiento puede aparecer como complementario cuando la empatía falla, pero no es propiamente experiencia. Este sucedáneo de la empatía bien se podría imputar a las «suposiciones», pero no -como quiere Meinong8Über Annahmen [Sobre suposiciones], pp. 233 ss.– a la empatía misma. Y si la empatía ha de tener el sentido definido rigurosamente por nosotros, a saber, experiencia de la conciencia ajena, entonces es empatía sólo la vivencia no-originaria que manifiesta una originaria, pero no la originaria ni la «supuesta».


c) Empatía y cosentir

Si junto a la alegría originaria por el feliz resultado persiste la empatía -es decir, el aprehender la alegría del otro- y además es consciente el resultado como satisfactorio en cuanto tal para él, entonces podemos designar al acto en cuestión como congratulación o, más generalmente, cosentir9Para la misma concepción sobre la comprensión del empatizar (o, como él dice, del comprender los sentimientos de otro) y del cosentir, ver Scheler, Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 4 s.. (Acaso puede ser satisfactorio también para mí, por ejemplo, cuando aquel examen aprobado es condición previa para un viaje en común y yo me alegro por él como valor intermedio.)

Alegría cosentida y empatizada no necesitan ser en modo alguno la misma según el contenido (según la cualidad no lo son, porque la una es vivencia originaria y la otra no-originaria): la alegría del más cercanamente implicado será en general más intensa y, la mayoría de las veces, también más duradera que la congratulación de los demás; pero también es posible que la congratulación de los otros sea más intensa, bien sea que ellos son por naturaleza capaces de sentimientos más intensos que él, bien sea que son «altruistas» para quienes los «méritos para los otros» significan eo ipso más que los «méritos para ellos mismos», o bien sea, finalmente, que aquel acontecimiento ha perdido valor por circunstancias desconocidas para ellos. En cambio, la alegría empatizada es, según su pretensión, igual bajo cualquier concepto a la alegría aprehendida; en todos los casos y en el caso ideal (donde no hay lugar a engaño) tiene el mismo contenido y sólo otro modo de darse.


d) Empatía negativa

Lipps ha denominado empatía completamente positiva a la vivencia originaria descrita que se puede anudar a la empatizada, y a ella ha contrapuesto una empatía negativa: el caso en el que aquella tendencia de la vivencia de empatía a convertirse en vivenciar originario propio no puede realizarse porque «algo en mí» se opone a ella, una vivencia propia momentánea o la constitución de mi personalidad. Vamos a investigar también esto más de cerca y de nuevo en la generalidad pura.

En la «personalidad», como un yo-presente cualitativamente formado, hay trascendencias que están sometidas a la exclusión misma y sólo son tomadas en consideración como fenómenos para nosotros. Tomemos el siguiente caso: en el momento en que mi amigo me da la alegre noticia estoy imbuido por la tristeza de la pérdida de un ser querido, y esta tristeza no tolera un cosentir la alegría que aprehendo empáticamente; eso origina un antagonismo (que debe ser de nuevo entendido no como real, sino como fenomenal) en cuanto que hay que distinguir aquí dos grados: el yo que vive totalmente en la tristeza quizá tiene aquella vivencia empática prevalentemente como «vivencia de trasfondo» -comparable a las partes periféricas del campo visual que no son desde luego vistas como objetos intencionales en sentido pleno, como objetos de dedicación actual- y se siente ahora arrastrado en cierto modo hacia dos lados, en cuanto ambas vivencias pretenden ser «cogito» en sentido específico -esto es, actos en los cuales el yo vive y se dirige al objeto-, buscan transferirlo dentro de sí, y en esto consiste precisamente la vivencia de la discrepancia. Discrepancia, ante todo, entre la vivencia propia actual y la vivencia de la empatía. Y además es posible que el yo sea transferido dentro de la vivencia de la empatía, que él se dirija en ella al objeto de satisfacción, pero que aquella otra inclinación no desaparezca y no pueda surgir una alegría actual.

Sin embargo, en ambos casos no parece tratarse de ninguna peculiaridad específica del empatizar o del cosentir, sino de una de las formas típicas del paso de un «cogito» a otro en general. Hay diversos pasos de este género: un cogito puede vivir plenamente en sí mismo y entonces yo puedo deslizarme «del todo espontáneamente» a otro. Además, mientras vivo en un cogito puede aparecer otro y transferirme hacia dentro de sí sin encontrar resistencia. En fin, las tendencias implícitas en el cogito y todavía no cumplidas pueden hacer frente reprimiendo el paso a un nuevo cogito. Y todo esto es tan posible en el percibir, en el recordar, en las reflexiones teoréticas, etc., como en el empatizar.


e) Empatizar y sentir a una

Aún quisiera investigar también algo más de cerca aquella unidad antes desechada del yo propio y el ajeno en la empatía. En tanto que la empatía es empatía completa, dice Lipps, no hay ninguna distinción entre el yo propio y el ajeno (y esto es lo que precisamente ya no podemos admitir como empatía), sino que ambos son uno. Por ejemplo, yo soy uno con el acróbata en cuyos movimientos participo interiormente al contemplarlo. Sólo en tanto que salgo de la empatía completa y reflexiono sobre mi «yo real» sobreviene la distinción, las vivencias que no proceden de mí aparecen como pertenecientes «al otro» e incumbiendo a sus movimientos.

Si esta descripción fuera justa sería suprimida con propiedad la diferencia entre vivenciar ajeno y propio, así como entre yo ajeno y propio; la diferencia sólo se realizaría a través del enlace con distintos «yoes reales», es decir, individuos psicofísicos.

Con ello permanecería completamente incomprensible lo que hace a mi cuerpo vivo mío y al ajeno ajeno, porque ya que vivo del mismo modo así «en» uno como en otro experimento del mismo modo los movimientos del uno como del otro.

Pero aquella afirmación se refuta no sólo mediante sus consecuencias, sino que es una descripción evidentemente falsa. Yo no soy uno con el acróbata, sino sólo «cabe» él; yo no ejecuto sus movimientos realmente, sino sólo «quasi», es decir, no es sólo que yo no ejecuto exteriormente los movimientos, lo cual acentúa también Lipps, sino que tampoco lo que corresponde «interiormente» a los movimientos del cuerpo vivo -la vivencia del «yo me muevo»- es en mí originario, sino no-originario. Y en estos movimientos no originarios me siento conducido, guiado por sus movimientos, cuya originariedad se manifiesta en los míos no-originarios y que sólo en ellos existen para mí (entendidos de nuevo como vivenciados, porque el puro movimiento corpóreo está percibido también externamente).

La originariedad corresponde a cada movimiento que el espectador hace, por ejemplo, mientras recoge su programa caído, aunque quizá no «sabe» en absoluto nada de eso porque vive completamente en la empatía. Pero si en un caso y en el otro él reflexiona (para lo que es necesario que su yo realice el paso de uno a otro cogito), entonces encuentra darse originario en un caso, no originario en otro, y no simple no-originariedad, sino no-originariedad en la que se manifiesta originariedad ajena. Lo que desvió a Lipps en su descripción fue la confusión entre el autoolvido con el que me puedo entregar a cada objeto y un deshacerse del yo en el objeto.

Por tanto, empatía no es sentir-a una, si esto se toma en sentido estricto. Pero con ello no está dicho que no haya algo así como un sentir a una en general. Retornemos a aquel cosentir el vivenciar ajeno. Habíamos dicho que el yo está dirigido en covivenciar al objeto de la vivencia ajena, que al mismo tiempo tiene presente empáticamente la vivencia ajena y que acto empatizante y cosintiente no necesitan coincidir según su contenido. Ahora podemos modificar algo este caso: una edición especial anuncia que ha caído la fortificación y a todos los que lo oímos nos invade un entusiasmo, una alegría, un júbilo. Todos nosotros sentimos «el mismo» sentimiento.

¿Han caído aquí los límites que separan a un yo de otros? ¿se ha liberado de su carácter monádico? ¡Desde luego que no totalmente! Siento mi alegría y empáticamente aprehendo la de los demás y veo que es la misma. Y en tanto que veo esto parece desaparecer aquel carácter de no originariedad de la alegría ajena, poco a poco coincide aquella fantástica alegría con la mía viviente misma, y creo que tan viva como la mía sienten ellos la suya. Lo que ellos sienten lo tengo ahora evidente ante mí, cobra cuerpo y vida en mi sentir, y desde el «yo» y «tú» se erige el «nosotros» como un sujeto de grado superior10Scheler realza agudamente el fenómeno de que distintas personas pueden tener estrictamente el mismo sentimiento (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 9 y 31) y acentúa que los distintos sujetos permanecen, con todo, diferentes; pero no tiene en cuenta que el acto unitario no tiene como sujeto a la pluralidad de los individuos, sino a la unidad más elevada que se constituye a partir de ellos.. Podemos considerar todavía esta otra posibilidad: acaso nos alegramos del mismo acontecimiento, pero todavía no es totalmente la misma alegría la que nos invade, quizá lo satisfactorio se le ha abierto más ricamente al otro; empatizando aprehendo esta diferencia, empatizando llego a los «lados» de lo satisfactorio que permanecen cerrados a mi propia alegría, y entonces se inflama de ello mi alegría, y sólo entonces adviene una coincidencia completa con la alegría empatizada.

Lo mismo puede ocurrir a los demás, y así enriquecemos empáticamente nuestro sentir, y «nosotros» sentimos ahora otra alegría que «yo» y «tú» y «él» aislados. Pero «yo» y «tú» y «él» permanecen conservados en el «nosotros», ningún «yo», sino un «nosotros», es el sujeto del sentir a una. Y no experimentamos acerca de los demás mediante el sentir a una, sino mediante el empatizar; por empatía devienen posibles sentir a una y enriquecimiento del propio vivenciar.


f) Reiterabilidad de la empatía – simpatía reflexiva

Todavía quisiera poner de relieve un rasgo de la descripción lippseana, lo que él designa como «simpatía reflexiva» y yo quiero llamar reiterabilidad de la empatía; dicho más exactamente, un caso especial de la reiterabilidad. La empatía comparte esta propiedad con muchos tipos de actos: no hay sólo una reflexión, sino también una reflexión sobre la reflexión, y así sucesivamente como posibilidad ideal in infinitum; lo mismo un querer del querer, un agradar del agradar, etc. Asimismo son reiterables todas las presentificaciones: puedo acordarme de un recuerdo, esperar una espera, fantasear algo fantástico. Y así puedo también empatizar empatías, es decir, entre los actos de otro que aprehendo empáticamente puede haber también actos de empatía en los que el otro aprehende actos de otro.

Este «otro» puede ser un tercero o yo mismo. En el segundo caso tenemos «simpatía reflexiva», mi vivencia originaria vuelve a mí como empatizada. No es preciso que aquí nos ocupe qué relevancia corresponde a este fenómeno en la relación mutua de los individuos. Aquí sólo se trata de la esencia general de la empatía, no de su efecto.


4. El litigio entre parecer de representación y parecer de actualidad

Quizá desde nuestra descripción de los actos de empatía se deja entrever un acceso a la muy discutida cuestión de si a la empatía conviene carácter de representación o de actualidad. Ya Geiger acentúa que esta no es en modo alguno una cuestión clara, sino que aquí se han de distinguir diversos puntos11Das Wesen und die Bedeutung der Einfühlung [La esencia y el significado de la empatía], pp. 33 ss.: 1º. ¿son las vivencias empatizadas originarias o no? 2º. ¿Están las vivencias ajenas dadas objetualmente -como estando frente a mí- o a la manera de la vivencia? 3º. ¿Están dadas evidentemente o no evidentemente (y si evidentemente, según el carácter de la percepción o de la presentificación)?

La primera pregunta la podemos responder negativamente sin dificultad después de las discusiones precedentes.

La segunda pregunta, por otra parte, no puede ser respondida con simplicidad según nuestra interpretación de la empatía. Justamente hay en la esencia de estos actos aquella duplicidad: vivenciar propio en el que se manifiesta otro vivenciar. Y son posibles aquellos diferentes grados de cumplimiento: dirección a la vivencia ajena y sentirse guiado por la vivencia ajena, resolverse en explicitación empatizante lo antes mentado vagamente. En el segundo caso no se puede hablar de objetualidad en sentido preciso, aunque la vivencia ajena «existe» desde luego para mí.

La tercera pregunta requiere sin duda un análisis algo más detallado. Ya habíamos visto lo que diferencia a la empatía de la percepción y lo que comparte con ella. La percepción tiene su objeto ante sí en un darse inmediato, la empatía no; pero ambas tienen su objeto mismo presente, lo encuentran directamente en el lugar donde está puesto, donde está anclado en el contexto del ser, sin tener que aproximarse a través de un representante. Este «encontrar» del sujeto conviene también al mero saber; pero el saber se agota en este encontrar, no es nada más. Él alcanza su objeto, pero no lo «tiene», se yergue ante él, pero no lo ve; el saber es ciego y vacío, y no es nada que repose en sí, sino que se retrotrae siempre hacia algún acto que experimenta, que ve. Y la experiencia a la que remite el saber sobre el vivenciar ajeno se llama empatía. Yo sé de la tristeza de otro, esto es, o bien he aprehendido empáticamente esta tristeza pero ya no permanezco en este acto «intuyente», sino que ahora me contento con el saber vacío, o bien sé de esta tristeza a causa de una comunicación. En este caso, ella no me es dada evidentemente, pero sí al que me la comunica -si es éste mismo el que está triste, la tristeza le es dada originariamente en la reflexión; si es un tercero, la aprehende en modo no originario en la empatía- y de esta su experiencia tengo igualmente experiencia, es decir, la aprehendo empáticamente. Quizá no se requiere en este lugar un análisis más detallado de la relación entre «empatía» y «saber sobre el vivenciar ajeno», es suficiente si ambos están delimitados entre sí.

El resultado de nuestra discusión es que la controversia suscitada estaba mal planteada, y por ello no podía ser correcta ninguna respuesta que se proponía sobre su base. Witasek, por ejemplo, que asume de manera especialmente enérgica el parecer de la representación12Zur psychologischen Analyse der asthetischen Anschauung [Sobre el análisis psicológico de la intuición estética]., deja completamente fuera de consideración las diferencias acentuadas por nosotros y da por mostrado, a la vez que con el carácter de presentificación, el carácter de objeto de la empatía. Un ulterior equívoco a propósito de la representación ( = vivencia intelectual en oposición a emocional) le permite llegar a la absurda consecuencia de negar a los sentimientos empatizados el carácter emocional. Este resultado, efectivamente, es fundamentado aún mediante una argumentación especial: en la empatía no se trata de sentimientos porque falta el «supuesto del sentimiento» (el «algo» al que ella podría referirse). El supuesto del sentimiento del sujeto que tiene los sentimientos sólo vendría a la consideración del sujeto de la empatía si se tratara de un transferirse dentro de aquél. Que no se puede tratar de eso se muestra no por un análisis de la vivencia de la empatía, sino por una consideración lógica de las posibilidades de interpretación que se ponen en juego para el caso del transferirse dentro de otro: podría darse o bien el juicio o bien la suposición de que el sujeto empatizante es idéntico al sujeto considerado, o finalmente la ficción de que él se encuentra en su lugar. Todo esto no se acusa en la empatía estética, ergo ella no es un transferirse dentro de otro.

Lamentablemente, la sola disyunción no es completa, y lamentablemente falta justo la posibilidad que es adecuada al caso presente: transferirse a otro significa coejecutar su vivenciar como hemos descrito. La afirmación de Witasek, que la empatía es una representación evidente del vivenciar en cuestión, es sólo justa para el estadio en el que las vivencias empatizadas están objetivadas, no para el estadio de la explicitación plenaria. Y de nuevo para este caso no podemos responder a la pregunta «rnvidente según la percepción o la representación (esto es, no-originario)?», porque la empatía, como mostrábamos, no es en sentido usual ninguna de las dos cosas. Precisamente ella rehusa el dejarse clasificar en uno de los casilleros existentes de la psicología y requiere ser estudiada en su esencia propia.


5. Confrontación con las teorías genéticas sobre la aprehensión de la conciencia ajena

Del problema de la conciencia ajena ya se ha ocupado a menudo, como vimos, la investigación filosófica. Pero su pregunta, cómo experimentamos conciencia ajena, ha tomado siempre esta orientación: ¿cómo se realiza en un individuo psicofísico la experiencia de otros individuos semejantes? Así surgieron las teorías de la imitación, de la inferencia por analogía, de la empatía asociativa.


a) Sobre la relación entre fenomenología y psicología

Podría no ser superfluo dejar clara la relación de investigaciones tan especializadas con las nuestras. Nuestra posición era: existe el fenómeno «vivenciar ajeno» y correlativamente «experiencia del vivenciar ajeno». Si de hecho hay un tal vivenciar ajeno, si esta experiencia es experiencia válida, eso puede quedar planteado ahí por ahora. En el fenómeno tenemos algo indudable en lo que debe· estar últimamente anclado todo conocimiento y certeza, tenemos el verdadero objeto de la πρώτη φιλοσοφία

Aprehender el fenómeno en su esencia pura, desligado de todas las contingencias del aparecer, es por tanto la primera tarea que en esta, como en otras áreas, ha de solventarse. ¿Qué es el vivenciar ajeno con arreglo a su darse? ¿Qué aspecto presenta la experiencia del vivenciar ajeno? Debo saber esto antes de que pueda preguntar cómo se realiza esta experiencia. Que esta primera cuestión no puede ser respondida en principio por una investigación causal genético-psicológica13Por investigación genético-psicológica no entendemos aquí una investigación de los grados de desarrollo del individuo psíquico. La descripción de los estadios del desarrollo psíquico (de los tipos del niño, del adolescente, etc.) la incluimos más bien en la psicología descriptiva. Psicología genética es para nosotros idéntica a psicología explicativa causal. Sobre su orientación por el concepto causal exacto de la ciencia natural. En nuestro caso hay que distinguir entre las dos preguntas: 1ª ¿cuál es el mecanismo psicológico que entra en funcionamiento en la vivencia de la empatía? 2ª ¿cómo ha adquirido el individuo este mecanismo en el curso de su desarrollo? En las teorías genéticas existentes no siempre están rigurosamente distinguidas las dos. es comprensible de por sí, pues ésta ya presupone el ser cuyo devenir intenta fundamentar, tanto su esencia cuanto su existencia, su «qué» cuanto su «que». A ella se tiene que anteponer, pues, no sólo la investigación de lo que es experiencia del vivenciar ajeno, sino también la legitimación de esta experiencia; y si la investigación causal genético-psicológica supone que puede hacer ambas, esto hay que rechazarlo como una pretensión enteramente infundada. Con ello no es denegado en modo alguno su derecho a existir, en cuanto que su cometido está ya completamente determinado y claramente formulado: ella tiene que investigar de qué manera nace en un individuo psicofísico real el conocimiento de otro individuo semejante. Si así se resalta estrictamente la diferenciación de las tareas que han de realizar la fenomenología y la psicología genética, no está aún proclamada en modo alguno la completa independencia mutua de ambas. Cabalmente hemos visto en la consideración del método fenomenológico que no es supuesta en absoluto ninguna ciencia ni ninguna ciencia de hechos en particular, por tanto tampoco está ligado a ningún resultado de la psicología genética. Por otra parte, no se le ocurre injerir en los derechos de la psicología, no se adjudica ninguna declaración sobre la procedencia del proceso que ella investiga. Sin embargo, la psicología está absolutamente ligada a los resultados de la fenomenología. La fenomenología ha de investigar lo que es la empatía según su esencia. Esta esencia general de la empatía debe permanecer preservada dondequiera se realice. El proceso de esta realización lo investiga la psicología genética; ella presupone el fenómeno de la empatía y debe reconducir a él cuando su tarea está resuelta. Una teoría genética que al final del proceso de nacimiento explicado por ella encuentra algo diferente de eso cuyo origen quería fundamentar está sentenciada. Así, en los resultados de la investigación fenomenológica tenemos un criterio para la aptitud de las teorías genéticas.


b) La teoría de la imitación

Vamos, pues, a pasar a examinar ahora de la mano de nuestros resultados las teorías genéticas existentes.

La teoría con la que Lipps intenta explicar la experiencia de la vida psíquica ajena (en sus escritos aparece, sin embargo, como parte de la descripción) es la doctrina ya conocida por nosotros de la imitación. Un gesto visto despierta en mí el impulso de imitarlo; yo lo hago, si no exteriormente, por lo menos «interiormente»; entonces tengo además el impulso de exteriorizar todas mis vivencias, y vivencia y expresión están tan estrechamente ligadas entre sí que la aparición de una arrastra también a la otra detrás. Así que con aquel gesto es participada la vivencia a él correspondiente, pero en tanto que es vivenciada «en» el gesto ajeno me aparece no como mía, sino como la del otro.

No queremos tratar todas las objeciones que se pueden suscitar contra esta teoría y que, con razón o sin ella, ya han sido suscitadas14Scheler se ocupa de la crítica a la teoría de la imitación (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 6 ss.); objeta contra ella: 1º. la imitación supone un aprehender la experiencia como expresión, por tanto lo que precisamente quiere ella explicar; 2º. también entendemos fenómenos de expresión que no podemos imitar, vg. movimientos de expresión animal; 3º.aprehendemos la inadecuación de una expresión, lo que sería imposible si el aprehender sólo se realizara mediante imitación de la expresión; 4º. también entendemos vivencias que no conocemos por propia experiencia anterior (vg., miedo mortal), lo que sería imposible si la comprensión consistiese en una reproducción de las vivencias anteriores propias despertada por la imitación. Objeciones todas que serán difíciles de refutar.. Sólo queremos emplear para la crítica lo que nosotros mismos ya hemos alcanzado por nuestro trabajo. Según lo cual debemos decir que aquella teoría distingue el propio vivenciar del ajeno sólo mediante la ligazón con diferentes cuerpos vivos, pero la verdad es que los dos son en sí diferentes. Por el camino indicado no llego al fenómeno de la vivencia ajena, sino a una vivencia propia que el gesto ajeno visto despierta en mí. La distinción entre el fenómeno que hay que explicar y el explicado es suficiente para la refutación de la «explicación».

Para dejar clara esta distinción podemos analizar un caso de la segunda clase. Es un hecho conocido que en nosotros son provocados sentimientos por los «fenómenos de expresión» vistos: si un niño ve llorar a otro, llora con él; si veo a quienes habitan mi casa dar vueltas con semblantes tristes, me pongo descontento también yo. Para desembarazarme de una cuita busco una compañía divertida. En tales casos hablamos de contagio de sentimiento o transmisión de sentimiento. Es evidente que los sentimientos actuales despertados en nosotros no tienen ninguna función cognoscitiva, que en ellos no se nos manifiesta un vivenciar ajeno como en la empatía. Podemos prescindir de si tal transmisión de sentimiento no supone el aprehender el sentimiento ajeno correspondiente, puesto que sólo fenómenos de expresión tienen tal efecto sobre nosotros. Por el contrario, el mismo cambio de cara, cuando es considerado como un tic enfermizo, acaso mueve también a imitación, pero no puede provocar ningún sentimiento en nosotros. Lo seguro es que imbuidos de tales sentimientos «transmitidos», vivimos en ellos y aun con todo en nosotros, y quedamos privados de la inmersión en el vivenciar ajeno o de la dirección a él, de la actitud característica de la empatía15Ver un análisis detallado del contagio de sentimiento en Scheler (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 11 ss.). Con respecto a nosotros sólo es discrepante la opinión de que ningún saber sobre el vivenciar ajeno es supuesto en el contagio de sentimiento.. Si no hubiéramos aprehendido el vivenciar ajeno de otra manera no podríamos traerlo en absoluto como dado para nosotros. Como mucho podríamos colegir su existencia a partir de la existencia del sentimiento en nosotros, para lo que necesitamos una explicación a causa de su ausencia de motivo. Pero con ello lograríamos sólo un saber, no un «darse» de la vivencia ajena como en la empatía. También es posible que aquella transmisión misma sea vivenciada: siento cómo el sentimiento, que tengo ante mí como sentimiento ante todo ajeno, me inunda (éste será el caso, por ejemplo, cuando busco compañía alegre para animarme); también aquí se muestra claramente la distinción entre el aprehender y el hacerse cargo de un sentimiento. Por lo demás, la transmisión de sentimiento se diferencia en todos los casos no sólo del empatizar, sino también del cosentir y del sentir a una, que se constituyen sobre el sumergirse empático en el vivenciar ajeno16Habría que investigar cuál de los dos o hasta qué punto los dos existen donde se trata de «sugestión de masas»..

De lo dicho debería quedar suficientemente claro que la teoría de la imitación como explicación genética de la empatía es desechable.


c) La teoría de la asociación

Como competidora de la teoría de la imitación se presenta la de la asociación: la imagen óptica del gesto ajeno reproduce la imagen óptica del gesto propio, ésta lo cinestésico, y esto de nuevo el sentímiento al que antes estuvo trabado. Que ahora este sentimiento no es vivenciado como propio sino como ajeno se debe a que: 1º. está ante nosotros como objeto; 2º. no está motivado por vivencias propias precedentes; y 3º. no encuentra su expresión en un gesto.

También aquí queremos plantear de nuevo la pregunta: ¿está al final del proceso de desarrollo el fenómeno de la empatía? Y la respuesta suena de nuevo: no. Por el camino indicado arribamos a un sentimiento propio y se nos dan razones auxiliares por las que no debemos contemplarlo como propio sino como ajeno (en este lugar podemos renunciar a la refutación de estas razones). Por estas razones podríamos sacar entonces la conclusión de que ésta es la vivencia de otro. Sin embargo, al empatizar no sacamos ninguna conclusión, sino que tenemos dada la vivencia como ajena en el carácter de la experiencia. Para evidenciar el contraste hagámonos presente un caso que, según la teoría de la asociación, debería ser típico de la aprehensión de la vida psíquica ajena. Yo veo a alguien dar patadas con el pie, se me ocurre que yo mismo daba patadas con el pie una vez, al mismo tiempo se me representa la rabia que entonces me imbuía y me digo: así de rabioso está el otro ahora. Entonces no me es dada la rabia del otro a mí mismo, sino que colijo su existencia e intento aproximarla a mí mediante un representante evidente: la rabia propia17Scheler destaca que a diferencia del comprender los sentimientos de otro (nuestra empatía), que puede ser fundamento del compadecer, permanecer en vivencias propias reproducidas impide el surgir de un auténtico compadecer (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], pp. 24 s.).. La empatía, por el contrario, como acto experiencia! pone inmediatamente al ser y alcanza su objeto directamente, sin representantes. Tampoco la teoría de la asociación da, pues, la génesis de la empatía.

Sé que bajo el tipo de explicación asociativa recién tratado (como la representa Prandtl) no se darán por aludidos todos los psicólogos de la asociación. La asociación -como dice, vg., Paul Stern- no es meramente la trabazón de representaciones singulares en virtud de la cual la una reproduce a la otra, sino la unidad de un entramado de experiencia por la que éste se nos aparece siempre ante los ojos como totalidad. Un entramado de experiencia tal es también lo exterior y lo interior de un individuo. Pero entonces se suscitan más cuestiones. La asociación tiene que significar, desde luego, algo más que la unidad descriptiva del entramado de experiencia, debe explicar cómo se llega a esta unidad; por tanto, que lo que está dado en la conciencia se traba en un todo que como tal es reproducido. ¿Pero qué distingue, por ejemplo, a la unidad de los objetos de mi campo visual (que por supuesto puede aparecer de nuevo ante mí como totalidad) de la unidad de un objeto? Desde luego que aquí no podría darse todo por hecho con la sola palabra «asociación». Más aún, para que un semejante entramado de experiencia pueda originarse, sus partes deben estar dadas juntas alguna vez. ¿Mas cuándo tengo como dados juntos lo interior y lo exterior de un hombre? Tales casos ocurren de hecho. Veo en un hombre una expresión inicialmente incomprensible para mí, vg., que coloca la mano ante los ojos. Al preguntar me entero de que en ese momento ha reflexionado intensamente sobre algo. Este reflexionar que empatizando me presentifico adviene ahora en una «conexión asociativa» con la postura percibida, y cuando noto otra vez aquella postura la veo entonces como postura «reflexiva». En este caso de la repetición, pues, la empatía se funda de hecho en la asociación; pero esta misma asociación sólo podía realizarse con la ayuda de un acto de empatía, por tanto no basta como principio de explicación para la empatía18Hay una exageración en dirección contrapuesta cuando Biese afirma: «las asociaciones se basan en nuestra capacidad y necesidad de referirlo todo a nosotros los hombres…, de adaptarnos en cuerpo y alma a los objetos» (Das Assoziationsprinzip und der Anthropomorphismus in der Asthetik [El principio de asociación y el antropomorfismo en la estética])..

Además, la asociación siempre puede transmitir sólo el saber que así aparece él cuando reflexiona; pero no la comprensión de esta postura como expresión de un estado de ánimo interno como sucede con la que obtengo al transferirme dentro de otro empatizando: él reflexiona, está entregado a un problema y quiere proteger el curso de su pensamiento de distracciones molestas, por eso cubre sus ojos y se aisla del mundo exterior19Sobre la comprensión de los fenómenos de expresión cf. en la próxima Parte III, § 7, 1 [§ 5, l. N. del T.]..

De esta teoría de la asociación debemos distinguir la teoría de la fusión como la encontramos en Volkelt. El contenido sentido no está allí trabado con la visión, sino fusionado con ella. Claro que esto no es entonces una explicación genética, sino sólo una descripción de la vivencia empática. Volveremos sobre este fenómeno en un lugar posterior y entonces veremos que a partir de aquí resulta una clarificación de la génesis de ciertas vivencias empáticas20Cf. Parte III, p. 65 [p. 77].. De esta clarificación a una «explicación exacta», como quiere darla la teoría de la asociación, hay todavía un camino más largo y aún la pregunta de si en general algún camino conduce hacia allí. Esta cuestión podrá decidirse cuando el antiguo concepto de asociación, muy discutido y todavía tan controvertido, haya conocido una clarificación suficiente. Así que damos razón a Volkelt cuando, contra Siebeck, sostiene el parecer de que la unidad de un contenido sensible con uno anímico no se deja explicar por mera asociación21Symbolbegriff … (Concepto de símbolo…], pp. 76 ss.. Por otro lado, se debe coincidir con Siebeck cuando echa de menos en Volkelt una explicación genética satisfactoria de la empatía22Die dsthetische Illusion und ihre psychologische Begründung [La ilusión estética y su fundamentación psicológica], pp. 10 ss..


d) La teoría de la inferencia por analogía

La doctrina casi en general reconocida sobre el nacimiento de la experiencia de la vida anímica ajena era, antes de su impugnación por Lipps, la teoría de la inferencia por analogía. El punto de vista de esta teoría (como es representado, vg., por J. St. Mill) es como sigue. Hay una evidencia de la percepción externa y una evidencia de la interna, y sólo podemos exceder el dominio de los hechos que estas dos nos suministran mediante inferencias. Aplicado al caso presente: conozco el cuerpo físico ajeno y sus modificaciones, conozco el cuerpo físico propio y sus modificaciones, y en el segundo caso sé que ellas son condiciones y consecuencias de mis vivencias (igualmente dadas). Entonces, puesto que en un caso la secuencia de las apariencias corpóreas sólo es posible a través de un elemento intermedio -la vivencia-, también allí donde sólo me están dadas las apariencias corpóreas supongo la presencia de semejante elemento intermedio.

Aquí también dejamos atrás todas las objeciones importunantes y planteamos sólo nuestra vieja pregunta. Y si en las otras teorías pudimos probar que no conducen al fenómeno «experiencia de la conciencia ajena», aquí vemos el hecho todavía más notable de que este fenómeno es simplemente ignorado. Según esta teoría (naturalmente, no opino que sus representantes hayan creído esto de hecho), en torno nuestro no vemos otra cosa que cuerpos físicos sin alma y sin vida.

Después de los argumentos anteriores no hace falta ninguna palabra más para refutar la doctrina de la inferencia por analogía como teoría genética23Entre las objeciones que se han suscitado contra la teoría de la inferencia por analogía está, vg., que guarda completo silencio acerca de en qué debe consistir la analogía entre el cuerpo propio y el ajeno sobre la que se funda la inferencia. Un intento serio de determinar esto sólo lo encuentro en Zur Seelenfrage [Sobre la cuestión del alma] de Fechner, pp. 49 s. y 63.. Sin embargo, quisiera permanecer todavía un poco en ella para sacarle la mala fama de perfecta absurdidad a ella adherida cuando se la contempla sólo por un lado. En cierto modo no se puede negar que en el conocimiento del vivenciar ajeno hay algo como inferencias por analogía. Es muy posible que una expresión de otro me recuerde a una propia y que yo le atribuya en el otro el mismo significado que acostumbra a tener en mí. Sólo que entonces se supone la aprehensión del otro como de otro yo, la de la expresión corporal como expresión de lo anímico. La inferencia por analogía se establece en lugar de la empatía quizá fallida y no produce experiencia, sino un conocimiento más o menos verosímil de la vivencia ajena24Sobre el sentido legítimo del discurso sobre el analogizar vid. Parte III, p. 66. [p. 78]..

Además, la intención de la teoría no es propiamente dar una explicación genética -aunque también ella se presente como tal y por eso debía ser citada aquí-, sino mostrar nuestro saber sobre la conciencia ajena como válido. Quiere indicar la forma en la que es «posible» un saber de la conciencia ajena. Sin embargo, el valor de semejante forma vacía que no está guiada en cuanto tal por la esencia del conocimiento es más que dudoso. No vamos a tratar aquí la cuestión ulterior de hasta qué punto la inferencia por analogía sería precisamente adecuada para semejante fundamentación.

El resultado de nuestro excursus crítico es, en definitiva, que ninguna de las teorías genéticas existentes es capaz de explicar la empatía. Y adivinamos bien de dónde viene esto: antes de que se quiera describir algo según su origen se debe saber lo que ello es.


§ 6. Confrontación con la teoría de Scheler sobre la aprehensión de la conciencia ajena

Todavía tenemos que medir la empatía con una teoría de la conciencia ajena que se aparta significativamente de todas las reseñadas hasta ahora.

Según Scheler25Ver especialmente el Apéndice de los Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía]., el yo ajeno con su vivenciar es percibido igual que el propio. (No necesitamos entrar aquí en su polémica contra la teoría de la empatía, dado que no se dirige contra lo que nosotros llamamos empatía.) En el origen hay una «corriente indiferenciada del vivenciar» desde la que, sólo poco a poco, cristalizan hacia fuera las vivencias «propias» y «ajenas». Como ejemplo de esto se aduce que podemos vivenciar un pensamiento como propio o como ajeno, pero incluso también como ninguna de las dos cosas; además, que originalmente no nos encontramos aislados, sino metidos en un mundo de vivenciar psíquico; que, ante todo, vivenciamos mucho menos nuestras propias vivencias que las de nuestro alrededor; en fin, que sólo percibimos de nuestras propias vivencias lo que se mueve sobre rieles prediseñados, para lo cual ya hay específicamente una expresión corriente26Cf. Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], p. 124 ss., Ido/e [Ídolos], p. 31..

Esta teoría audaz, que se enfrenta a todas las opiniones hasta ahora, tiene algo sumamente seductor. Aun así, hace falta un examen exacto de todos los conceptos aquí empleados para alcanzar alguna claridad. Preguntamos, pues, ante todo: ¿qué es percepción interna? Scheler responde a esto: percepción interna no es autopercepción (podemos percibirnos a nosotros mismos -esto es, a nuestro cuerpo vivo- también externamente), sino que es distinta de la percepción externa como dirección del acto; es el tipo de actos en los que viene a dársenas lo anímico. La distinción de estos dos tipos de percepción no pretende ser según la definición que se apoya sobre la diferencia de los objetos dados en ambas sino, al contrario, la diferencia entre lo físico y lo psíquico debería ser sólo comprensible mediante los modos, en principio diferentes, como vienen a darse27Ido/e [Ídolos], p. 52. Sin embargo, la crítica de Scheler a los intentos anteriores de deslindar mutuamente lo psíquico y lo físico mediante caracteres distintivos28Ido/e [Ídolos], pp. 42 ss. no me parece demostrar que se trate sólo de una distinción esencial del darse y no de una separación de objetos de diverso modo de ser a los que corresponde, por legítima esencia, un modo diferente del darse. En este sentido podríamos tomar «percepción interna» como un título para actos intuitivos clasificados de determinada manera (de inmediato nos ocupará lo que con más detalle ha de entenderse por eso), sin entrar por ello en conflicto con nuestra doctrina de la empatía. Dentro de aquel género de «percepción interna» se podrían diferenciar los actos en los que vendrían a darse, sea el vivenciar ajeno, sea el propio.

Pero con ello todavía no hemos alcanzado suficiente claridad. ¿Qué significan aquel «propio» y «ajeno» en el contexto en que Scheler los utiliza? Si se toma en serio su discurso de la corriente indiferenciada de vivencias no es posible entender cómo se debe llegar a una diferenciación dentro de ella. Pero aquella misma corriente de vivencias es una idea absolutamente irrealizable, pues cada vivencia es esencialmente vivencia de un yo, y fenomenalmente tampoco es separable en absoluto de él. Sólo porque Scheler no conoce ningún yo puro y por «yo» siempre entiende «individuo anímico» puede hablar de un vivenciar que está antes de la constitución de los yoes. Naturalmente que no consigue mostrar semejante vivenciar sin yo. Todos los casos que aduce suponen tanto el yo propio cuanto el ajeno, y de ninguna manera sirven como justificante de su teoría. Entonces sólo tienen buen sentido si se abandona la esfera fenomenal. «Propio» y «ajeno» significan entonces perteneciente a distintos individuos, es decir, a diferentes sujetos anímicos sustanciales cualitativamente formados. Estos individuos y sus vivencias deben ser accesibles de la misma manera a la percepción interna. Que yo no siento mis sentimientos, sino los ajenos, quiere decir según eso que los sentimientos están infundidos desde el individuo ajeno en mi individuo. Me encuentro originalmente circundado por un mundo de aconteceres anímicos, es decir, así como encuentro mi cuerpo vivo engarzado al mundo de mi experiencia externa sobre el trasfondo del mundo espacial extendido infinitamente por todas partes, así se encuentra mi individuo anímico engarzado al mundo de la experiencia interna, un mundo infinito de individuos anímicos y vida anímica. Todo lo cual es ciertamente indiscutible.

Pero aquí nos encontramos sobre un terreno completamente distinto al de nuestras consideraciones. Hemos excluido del campo de nuestras investigaciones todo este mundo de percepción interna, nuestro individuo y todos los demás, así como el mundo externo; ellos no pertenecen a la esfera del dato absoluto, de la conciencia pura, sino que son trascendentes a ella. Pero en aquella esfera tiene el «yo» otro significado, no es otra cosa que el sujeto del vivenciar viviente en el vivenciar. Así entendido, se torna carente de sentido la cuestión de si una vivencia es «mía» o de otro. Lo que yo siento -lo que siento originariamente- lo siento precisamente yo, es indiferente qué papel desempeña este sentimiento en el conjunto de mi vivenciar individual y cómo está originado (vg., si por contagio de sentimiento o no)29Cf. Ido/e [Ídolos], p. 153.. Estas vivencias propias -las vivencias puras del yo puro- me son dadas en la reflexión, en la retroversión en la que el yo, apartándose del objeto, atiende a la vivencia de ese objeto. ¿Qué diferencia entonces la reflexión de la percepción interna, dicho más exactamente, de la autopercepción interna? La reflexión es siempre versión actual a un vivenciar actual, mientras que la percepción interna misma puede ser inactual y, en principio, abarca también el séquito de inactualidades que sólo juntas con aquél constituyen mi vivenciar presente. Hay además un mirar hacia mis vivencias en las que ya no las considero como tales, sino como manifestaciones de algo trascendente, de mi individuo y de sus propiedades: en mis recuerdos se me manifiesta mi memoria, en mis actos de percepción externa la agudeza de mis sentidos (naturalmente no entendidos aquí como órganos sensoriales), en mi querer y obrar mis energías, etc. Y en estas propiedades se me manifiesta mi individuo hecho así. A este mirar podemos designarlo como autopercepción interna.

Tenemos puntos de referencia seguros para afirmar que la «percepción interna» de Scheler es la apercepción de «uno mismo» en el sentido del individuo y sus vivencias en el entramado del vivenciar individual. Él cuenta entre los objetos de la percepción interna complejos de vivencias que vienen a darse en un acto intuitivo unitario, vg., «mi in fancia»30Ressentiment [Resentimiento], pp. 42 s. (Yo no hablaría aquí, sin embargo, de percepción, sino de uno de aquellos «abrégés de recuerdo» a los que aludimos antes y cuyo análisis debe quedar reservado a una fenomenología de la conciencia presentificante.) Ello significa, además, que en la percepción interna nos está dada la «totalidad de nuestro yo», así como en el acto de la percepción externa el todo de la naturaleza y no cualidades sensibles singulares31Ido/e [Ídolos], pp. 63, 118 ss.. No podría estar más claramente caracterizada como apercepción de algo trascendente, aun cuando se acentúa la diferencia entre la unidad de lo diverso en la percepción interna y en la externa (en el «fuera» y en el «dentro »)32Ido/e [Ídolos], pp. 114 s.. Ese yo es fundamentalmente diferente del yo puro, sujeto del vivenciar actual; las unidades que se constituyen en percepción interna son diferentes de la unidad de una realización de vivencia, y la percepción interna que nos da aquellos complejos de vivencias, diferente de la reflexión en la que aprehendemos el ser absoluto de un vivenciar actual.

Scheler mismo establece una diferencia entre reflexión y percepción interna33Ido/e [Ídolos], pp. 45 ss., Philos. d. Lebens [Filosof. de la vida], pp. 173 y 215. Llevaría demasiado lejos si quisieramos debatir aquí su concepto de acto que no se corresponde, al parecer, con el concepto de acto de Husserl., a la que niega una aprehensión de actos a diferencia de la reflexión. Tanto más notable es que se le escapa la diferencia entre su concepto de «percepción interna» y el de Husserl, y que polemiza contra la preferencia que Husserl adjudica a su percepción interna frente a la externa34Idole [Ídolos], pp. 71 s (nota a pie).. Precisamente la posibilidad de interpretaciones múltiples ha motivado a Husserl a cambiar el término «percepción interna» por la expresión «reflexión»35Sobre la esencia de la reflexión vid. especialmente Ideen [Ideas], pp. 72 ss. para la designación del darse absoluto del vivenciar. A la percepción interna en el sentido de Scheler tampoco le concede ninguna ventaja de evidencia frente a la externa.

La distinción entre reflexión y percepción interna también se muestra del todo nítida cuando consideramos los engaños de la percepción interna que pone de relieve la «doctrina de los ídolos» de Scheler. Cuando me engaño en mis sentimientos por otra persona, esto no puede significar que reflexionando aprehenda un acto de amor que en verdad no existe. No hay semejante «engaño de la reflexión». Tan pronto capto un impulso actual de amor en la reflexión tengo un absoluto que no se deja interpretar de ninguna manera. Es posible que yo me engañe con el objeto de mi amor, es decir, que la persona como yo creía aprehenderla en aquel acto es en verdad distinta y que amé a un fantasma. Desde luego que entonces el amor ha sido auténtico. También es posible que el amor no dure como se esperaba, sino que se acabe muy pronto. Tampoco hay aquí ningún fundamento para decir que no era auténtico mientras duró.

Pero Scheler no tiene ante la vista tales engaños. El primer tipo de «ídolos» que cita es la dirección del engaño de que viviendo nosotros en los sentimientos de nuestro alrededor los tomamos por propios, pero sin mostrarnos en absoluto con claridad los sentimientos propios, y que tomamos por sentimientos propios los «leídos», como sucede cuando una joven muchacha, por ejemplo, cree sentir el amor de Julieta36Idole [Ídolos], pp. 112 s.. Desde luego que aquí todavía me parecen necesarias distinciones y análisis más detenidos. Si yo he hecho míos el odio y desprecio de mi alrededor contra los pertenecientes a una determinada raza o partido, por ejemplo, si he crecido como vástago de una familia conservadora en contra de los judíos y socialdemócratas, o entre ideas liberales en contra de los «señoritos»37La palabra «señorito», en su acepción andaluza, es decir, como aristócrata latifundista, nos parece la traducción más aproximada de Junker, precipitado de junger Herr (joven señor), que termina designando al noble que posee una gran hacienda, especialmente en los territorios al este del Elba. [N. del T.], entonces éste es un odio genuino y sincero, sólo que se edifica sobre una «valoración» empatizada en vez de sobre una originaria, y quizá es elevado por contagio de sentimiento a un grado que no está en relación justa con el desvalor sentido. No me engaño, pues, cuando capto mi odio. Los engaños que aquí puede haber son, por una parte, un engaño de valor (en tanto creo captar un desvalor que no existe en absoluto), por otra parte un engaño acerca de mi persona cuando me imagino nutrir aquellos sentimientos sobre el fundamento de la convicción propia y tomo por «capacidad de opinión» mi parcialidad en prejuicios transmitidos. En el segundo caso tengo realmente un engaño de la percepción interna, pero ciertamente que ningún engaño de reflexión38También tengo por inexacto el caracterizar como engaño de percepción -como Scheler hace en parte- a la falsa valoración de mis vivencias y de mí mismo que se puede construir sobre este engaño.. No puedo tener ninguna claridad refleja en caso de que falte la valoración originaria fundante, porque no puedo reflexionar sobre un acto no existente. Pero si realizo un acto tal y lo traigo a dato para mí, entonces logro claridad y con ello la posibilidad de desenmascarar el engaño anterior por comparación con este caso. No otra cosa sucede con los sentimientos «leídos». Cuando el bachiller enamorado cree sentir en sí la pasión de Romeo no es que esto signifique que cree tener un sentimiento más fuerte del que de hecho está presente, sino que siente realmente con pasión porque, mediante el ascua tomada en préstamo, ha elevado su chispita a llama que sin duda se extingue tan pronto como cesa aquel efecto. También aquí consiste la «inautenticidad» en la carencia de una valoración fundante originaria y en la desproporción de ahí resultante entre el sentimiento por una parte, su sujeto y su objeto por otra. Y el engaño del adolescente consiste en eso, en que él se adscribe la pasionalidad de Romeo, no en que crea tener un sentimiento fuerte.

Tratemos ahora la otra dirección del engaño en virtud de la cual los sentimientos realmente existentes no llegan a dársenas. Si no percibo un sentimiento fácticamente existente porque se mueve fuera de los cauces tradicionales, no veo cómo se puede hablar aquí de engaño. El dirigirse a las propias vivencias es una actitud extraña a la orientación natural. Se precisan circunstancias especiales para conducir a ello la atención, y cuando no hago caso de un sentimiento porque nadie me ha llamado la atención sobre que hay «algo así», esto es del todo natural y no puede designárselo engaño, como tampoco el no oír un ruido a mi alrededor o el no ver un objeto en mi campo visual39Con todo, aquí hay todavía diferencias. El sentimiento percibido inactualmente es desde luego, en contraste con el no percibido, ya percibido, ya objeto. En cambio, el sentimiento tiene la ventaja de que, aun cuando no es percibido, cuando no es aprehendido, es desde luego consciente en cierto modo, de que se «descubre» a su manera. Este modo especial de existir los sentimientos lo ha analizado agudamente Geiger en Bewufstsein von Gefühlen [Conciencia de sentimientos], pp. 152 ss.. De ninguna manera se puede hablar de un engaño de la reflexión, pues «reflexión» es el aprehender una vivencia, y es hasta trivial que no se me escapa una vivencia que aprehendo. De otro modo se da el caso cuando no se me escapa la vivencia en cuestión, sino que la tengo por imaginada porque no se ajusta con mi entorno. Pero aquí me parece que las cosas están así: que yo no quiero admitirla y quisiera acabar con ella por completo, pero no que la tengo por no-originaria y me engaño realmente.

Cuando nos engañamos sobre los motivos de nuestro obrar40Idole [Ídolos], pp. 137 ss. de nuevo percibimos un motivo que no existe, no reflexionando, sino que o bien no tenemos claro en absoluto ningún motivo del que resulte nuestro obrar según la vivencia, o junto al motivo que está ante nuestros ojos hay todavía otros tantos activos que no podemos traernos claramente a dato porque no son vivencias actuales, sino «vivencias de trasfondo». Para que la mirada reflexiva se pueda dirigir a éstas, cada vivencia debe adoptar la forma del «cogito» específico. Si yo, por ejemplo, creo obrar por puro patriotismo cuando entro en el ejército como voluntario de guerra y no advierto que con ello están en juego ganas de aventura, vanidad o descontento con mi situación presente, entonces aquellos motivos secundarios se sustraen a mi mirada reflexiva precisamente como todavía no o como ya no actuales. Y yo estoy bajo un engaño de percepción interna y de valor si tomo aquella acción tal como se me presenta y la comprendo como manifestación de un carácter noble. El hecho de que en general uno esté inclinado a atribuirse mejores motivos de los que de hecho tiene, y de que no se sea en absoluto consciente de muchas mociones del sentimiento41Idole [Ídolos], pp. 144 ss., se basa en que estas últimas ya son sentidas según el modo de la inactualidad como sin valor y que por eso no se les deja llegar a ser en absoluto actuales; pero con ello no dejan de existir y de actuar. En este contraste de actualidad e inactualidad se basa también el que acontecimientos pasados y futuros puedan ser sentidos como apreciados o sin valor cuando ellos mismos ya no están «presentes» o todavía no lo están42Ido/e [Ídolos], pp. 130 s.. Entonces se constituye una valoración actual sobre un recuerdo o una espera inactuales; apenas se puede sostener que tendríamos aquí una valoración pura sin actos teoréticos fundantes. No hay semejantes vivencias que contradigan la esencia de la vivencia del valor.

También se trata de «vivencias de trasfondo» cuando Scheler dice que la misma vivencia puede ser percibida más y menos exactamente43Ido/e [Ídolos], p. 75.. Una pena que «desaparece completamente de nuestra mirada o sólo está presente como pesar completamente general mientras que reímos y bromeamos» es un vivenciar inactual que persiste en el trasfondo mientras que el yo vive en otras actualidades. Sólo en virtud de los entramados de percepciones en los que entra se puede decir de una vivencia que se «reexpone» como distinta, ya que una vivencia aprehendida en la reflexión -aun dicho tan plásticamente- no tiene «lados».

Finalmente, desde el contraste mostrado entendemos también por qué Scheler establece una diferencia entre vivencias «periféricas», que se relevan una a otra en una sucesión determinada, y «centrales», que están dadas como unidad y en las cuales se manifiesta la unidad del yo. En todos los estratos tenemos un determinado sucederse en el sentido de que una vivencia actual releva a la otra. Pero hay vivencias que desaparecen tan pronto como van disminuyendo (un dolor sensible, un placer sensible, un acto de percepción), y otras que continúan en el modo de la inactualidad: ellas forman aquellas unidades en virtud de las cuales, percibiendo, podemos volver la mirada también al pasado (un amor, un odio, una amistad) y constituyen aquella compleja figura que puede venir a dársenas en un acto de intuición: mi infancia, mi época de estudios, etcétera44También Bergson se guía por esta duración de las vivencias cuando dice que lo pasado permanece conservado, todo lo que vivenciamos continúa en el presente, si bien sólo una parte de ello deviene consciente de hecho (Evolution créatrice [Evolución creadora], p. 5)..

Con esto debería quedar mostrada la diferencia entre la reflexión, en la que nos está dado el vivenciar actual absolutamente, y la percepción interna en general, así como entre las unidades complejas que se constituyen desde ella y el yo individual que se manifiesta en ellas45Sólo para la percepción interna, no para la reflexión, valen aquellos grados del notar sencillo, del notar cualitativo, del observar analítico, que Geiger consigna en el lugar citado.. El parentesco entre percepción interna y empatía lo vemos ya ahora: así como en las vivencias propias percibidas se manifiesta el yo propio, así en las empatizadas se manifiesta el individuo ajeno. Pero también vemos la diferencia: en un caso la presentación de las vivencias constituyentes es originaria, en otro caso no-originaria. Cuando vivencio un sentimiento como de otro, lo tengo dado por un lado como originario, como propio ahora, por otro lado como no­originario = que empatizo como originalmente ajeno. Y precisamente la no-originariedad de las vivencias empatizadas me induce a desestimar el título común de «percepción interna» para la aprehensión de vivencias propias y ajenas46Scheler mismo destaca el carácter de presentificación de las vivencias ajenas aprehendidas (Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], p. 5), pero no se ocupa de ello y ya no vuelve sobre ello en el lugar decisivo (en el Apéndice).. Si se quiere resaltar el carácter común de ambas, entonces se dice mejor «intuición interna». Ésta abarcaría entonces también la presentación no-originaria de las vivencias propias: recuerdo, espera, fantasía. Pero todavía tengo otra razón para protestar contra la inclusión de la empatía en la percepción interna: el paralelismo de ambas sólo subsiste propiamente para el grado de la empatía en el que tengo frente a mí el vivenciar ajeno; para el grado en el que estoy cabe el yo ajeno y hago explícito su vivenciar reviviéndolo, éste aparece más bien como paralelo del vivenciar originario mismo que de su darse en percepción interna.


§ 7. Teoría de Münsterberg sobre la experiencia de la conciencia ajena

Deshojar en Münsterberg el contenido fenomenal de su teoría de la conciencia ajena me parece todavía más difícil que en Scheler. Según él, nuestra experiencia de los sujetos ajenos debe consistir en entender los actos de voluntad ajenos. Su caracterización de estos actos de entender, en los que «el querer ajeno entra en el mío» y no obstante permanece el del otro, concuerda con nuestro análisis; pero no es comprensible por qué debe ser limitada a los actos de voluntad, pues corresponde, como vimos, a todos los tipos de actos de empatía. Sin embargo, Münsterberg toma «actos de voluntad» en un sentido lato: entiende por tales todas las «tomas de posición» en virtud del «requerimiento» que a ellas adhieren los que las aprehenden. Pero ni siquiera tan ampliada podemos aceptar su tesis. Un estado de ánimo empatizado es experiencia de conciencia ajena en el mismo sentido que una toma de posición empatizada, y encierra, como ella, una aprehensión del sujeto ajeno. Lo que distingue a las tomas de posición es que aquel requerimiento que las inhabita contiene una contraposición entre un sujeto y otro que falta en otros casos. Münsterberg cree tener aquí un inmediato descubrir los sujetos ajenos que precede a la constitución de los individuos. Pero para encontrar acceso a este orden de ideas tenemos que haber explorado la constitución del individuo. Y éste debe ser nuestro próximo cometido.

 


III La constitución del individuo psicofísico

Lo que hemos hecho hasta ahora era una descripción de la esencia de los actos de empatía y, en cuanto era posible a partir de esta descripción, una crítica de las teorías históricas sobre la conciencia ajena. La mayor tarea, con diferencia, está todavía ante nosotros: el tratamiento de la empatía como problema de constitución, o sea, la solución de la pregunta sobre cómo se constituyen en la conciencia las objetividades de las que hablan las teorías usuales de la empatía, a saber, individuo psicofísico, personalidad y semejantes. En el marco de una breve investigación no podemos esperar alcanzar completamente, y aun siquiera aproximadamente, la respuesta a esta pregunta. El objetivo de este trabajo quedaría cumplido si lograse mostrar qué caminos se han de seguir para la consecución de aquel fin, y que las investigaciones cursadas hasta ahora no pueden conducir a un resultado satisfactorio porque -prescindiendo de pocos intentos- han pasado de largo ante aquella pregunta fundamental. En Lipps -que desde luego es el que más ha hecho con mucho por nuestro problema- se presenta esto con claridad meridiana. Él está como cautivado por el fenómeno de la expresión de las vivencias y vuelve una y otra vez a ello parta de donde sea. El cúmulo de cuestiones que hay antes del tratamiento de este problema -toda la investigación sobre el portador de estos fenómenos de expresión- lo despacha en dos palabras: en virtud de una «disposición inexplicable de nuestro espíritu» o de un «instinto natural» pensamos en una vida consciente ligada a ciertos cuerpos físicos. Esto no significa otra cosa que la proclamación del milagro, la declaración de bancarrota de la investigación científica. Y si eso no está permitido a ninguna ciencia, menos aún a la filosofía, para la que -en contraste con todas las demás- ya no hay un territorio al que pudiera expulsar las cuestiones irresueltas. Esto significa que debe dar cuenta última, lograr claridad última. Mas si se cumple lo que antes establecimos como pretensión, la constitución de los objetos trascendentes en lo dado inmanentemente, en la conciencia pura, entonces tenemos claridad última y ya no queda pendiente ninguna cuestión. Este es el fin que persigue la fenomenología. Vamos, pues, a acercarnos a la constitución del individuo. Ante todo hace falta aclararse acerca de lo que hay que entender por tal.


1. El yo puro

Hasta ahora hemos hablado siempre del yo puro como del sujeto del vivenciar carente de cualidades e indescriptible de otra manera. Hemos encontrado en los distintos autores -vg., en Lipps- la concepción de que este yo no es un «yo individual», sino que sólo llega a serlo en contraste con el «tú» y el «él». ¿Qué quiere decir esta individualidad? Ante todo, sólo que él es «él mismo» y ningún otro. Esta «mismidad» está vivenciada y es fundamento de todo aquello que es «mío». Naturalmente, se produce relieve frente a otro sólo cuando otro está dado. Por lo pronto, este otro no se distingue cualitativamente de él -puesto que ambos son carentes de cualidad- sino sólo por el hecho de que él es «otro». Y esta alteridad se manifiesta en el modo de darse; él se muestra como un otro respecto a mí en tanto que me está dado de otra manera que «yo»: por eso es un «tú»; pero se vivencia tal como yo me vivencia, y por eso es el «tú» un «otro yo». De esta manera, el yo no experimenta una individualización en tanto que otro le está enfrente, sino que su individualidad o, por decirlo mejor {porque aún debemos reservar la designación «individualidad» para algo distinto), su mismidad, se resalta frente a la alteridad del otro.


2. La corriente de conciencia

Podemos tomar el yo, en un segundo sentido, como la unidad de una corriente de conciencia.

Partíamos del yo como sujeto de una vivencia actual. Pero encontramos esta vivencia, si reflexionamos sobre ella, no como aislada, sino sobre el trasfondo de una corriente de vivencias similares de mayor o menor claridad y distinción en el darse. El yo de esta vivencia no ha estado siempre en ella, sino que ha pasado o ha sido atraído a ella desde otra, y así sucesivamente. Recorriendo estas vivencias hacia atrás llego siempre, en cada paso, a una vivencia en la que una vez ha vivido este yo que vive ahora, si bien ya no puedo aferrar directamente aquella vivencia, sino que debo ponérmela a la vista mediante una presentificación que recuerda.

Precisamente este enlace de todas las vivencias de la corriente al yo puro que vive en el presente distingue a la unidad de esta corriente que no se rompe por ninguna parte. Frente a la «misma» corriente de conciencia comparecen entonces «otras» corrientes de conciencia, frente a la del «yo» las del «tú» y «él». Su mismidad y alteridad se fundan en la del sujeto al que pertenecen; pero no solamente son «otras», sino también «diferentes», porque cada una tiene su contenido vivencia! peculiar. Dado que cada vivencia singular de una corriente está caracterizada especialmente por su posición en el conjunto de la conexión de vivencias, por ello está también caraterizada así, además de su pertenencia al yo, cual vivencia de éste y de ningún otro yo, por tanto también cualitativamente. Las corrientes de conciencia, pues, están cualitativamente diferenciadas en virtud de su contenido vivencia!.

Pero tampoco con esta especificación cualitativa hemos alcanzado todavía lo que comúnmente se entiende por un yo individual o por un individuo. La corriente de conciencia que está caracterizada como «ella misma y ninguna otra» y como de condición peculiar, proporciona un sentido delimitado y bueno de individualidad. La peculiaridad cualitativa sin la mismidad no sería suficiente para la individualización, pues también se puede llegar a distinción cualitativa de la corriente de conciencia si se piensa una corriente de conciencia dada como modificada, conforme cambia cualitativa y constantemente en el progreso del vivenciar. Con ello no cesa su enlace al mismo yo, la corriente de conciencia deviene otra sólo mediante la pertenencia a otro yo. Juntas la mismidad y la distinción cualitativa -individualidad, pues, en el segundo sentido- constituyen un grado más en el progreso hacia el «yo individual» del lenguaje ordinario: éste es una unidad psicofísica de estructura peculiar.


3. El alma

Primeramente podemos considerar la unidad individual de la psique en cuanto tal, prescindiendo del cuerpo vivo y de las relaciones psicofísicas.

Nuestra corriente uniforme y aislada de conciencia no es nuestra alma. Sino que en nuestras vivencias -ya lo encontrábamos en la consideración de la percepción interna-, se nos da algo subyacente a ellas que se manifiesta y manifiesta en ellas sus propiedades constantes como su idéntico «portador»: esto es el alma sustancial. También hemos llegado a conocer ya algunas de tales propiedades anímicas: la agudeza de nuestros sentidos que se manifiesta en nuestras percepciones externas, la energía que se manifiesta en nuestro obrar. La tirantez o el relajamiento de nuestros actos de voluntad manifiestan la vivacidad y fuerza o la debilidad de nuestra voluntad, en su persistencia se muestra su tenacidad. En la intensidad de nuestros sentimientos se delata la pasionalidad; en la facilidad con la que ellos aparecen, la convulsibilidad de nuestro ánimo. Huelga proseguir con estas relaciones.

Reconocemos el alma como una unidad sustancial que se constituye -del todo análogamente a la cosa física- a partir de elementos categoriales; y la serie de las categorías, de la que sus elementos aparecen como peculiaridades individuales, constituye un paralelo de la serie de las categorías de vivencia. Entre estos elementos categoriales están también aquellos que, más allá del alma aislada, apuntan a conexiones con otras unidades, sean psíquicas o físicas, a efectos que ella ejerce y padece. También «causalidad» y «mutabilidad» se encuentran entre las categorías psíquicas. Esta unidad sustancial es «mi» alma cuando las vivencias en las que se manifiesta son «mis» vivencias, actos en los que vive mi yo puro.

La estructura peculiar de la unidad anímica depende del contenido peculiar de la corriente de vivencias y, viceversa, el contenido de la corriente de vivencias depende de la estructura del alma, como hemos de decir después de que el alma se haya constituido para nosotros. Si1mbiera corrientes de conciencia idénticas en cuanto al contenido47Ciertamente, se puede mostrar que esto está en principio excluido., también habría almas homogéneas o peculiaridades del alma idealmente-la misma. Con todo, no tenemos el fenómeno completo de lo psíquico (y del individuo anímico) cuando lo consideramos aislado.


4. El yo y el cuerpo vivo

Para lograr aquí mayor claridad debemos dar un paso para el que nos hemos demorado tanto como el curso de la investigación lo exigía: el paso de lo psíquico a lo psicofísico. La separación que hemos practicado era artificial, pues el alma siempre es necesariamente alma en un cuerpo vivo. ¿Qué es el cuerpo vivo? ¿cómo y como qué se nos da?


a) El darse del cuerpo vivo

Partimos de nuevo de la esfera que constituye los fundamentos de todas nuestras investigaciones: la conciencia pura. ¿cómo se constituye mi cuerpo vivo para mí en la conciencia? Por un lado tengo dado mi cuerpo físico en actos de percepción externa. Pero si hiciéramos por una vez la ficción de que lo tuviéramos dado sólo de esta manera, entonces se constituye para nosotros un objeto harto extraño. Una cosa real, un cuerpo físico cuyas series motivadas de apariencias muestran notables lagunas, que me retiene su cara oculta con una obstinación aún mayor que la de la Luna, que me hace burla en tanto que me invita a contemplarlo por caras siempre nuevas, y tan pronto como quiero secundar su requerimiento oculta estas caras ante mí. Es cierto que lo que se sustrae a la mirada es alcanzable para la mano que tantea; pero precisamente esta relación entre ver y palpar es aquí distinta respecto a todas las demás cosas. Toda otra cosa que veo me dice: tómame, yo soy realmente eso por lo que me hago pasar, soy aferrable, no soy ningún fantasma; y cada cosa palpada me grita: abre los ojos, entonces me verás. Sentido del tacto y sentido de la vista (entendidos así, tal como se puede hablar en la esfera de los sentidos) se llaman uno al otro como testigos, pero no se cargan mutuamente la responsabilidad. Frente a esta singular imperfección del cuerpo físico percibido exteriormente hay otra peculiaridad. Respecto de toda otra cosa me puedo acercar y me puedo alejar, puedo arrimarme a ella y apartarme de ella, después de lo cual desaparece de mi vista. Este aproximar y alejar, el movimiento de mi cuerpo físico y de las demás cosas, se atestigua en un cambio de las series de apariencias de aquellas cosas. Y no es en absoluto previsible cómo se debe llegar a una distinción entre ambos casos (entre el movimiento de las otras cosas y el de mi cuerpo físico) o, en general, a la aprehensión del movimiento del propio cuerpo físico, mientras nos atengamos a nuestra ficción de que nuestro cuerpo físico se constituye sólo en percepción externa y no propiamente como cuerpo vivo. Por tanto, hablando más precisamente debemos decir: todo otro objeto me está dado en una infinita pluralidad variable de apariencias y posiciones cambiantes respecto a mí, y también se dan casos en los que no me está dado. Pero el cuerpo vivo es un objeto dado a mí en series de apariencias que sólo son variables dentro de muy estrechos límites y, mientras mantenga los ojos abiertos, está continuamente ahí, con una insistencia inamovible, siempre en la misma aferrable proximidad como ningún otro objeto: él está siempre «aquí», mientras que todos los demás objetos están siempre «allí». Mas aquí hemos alcanzado ya el límite de nuestra ficción y nos vemos obligados a superarla. Pues incluso cuando cerramos fuerte los ojos y extendemos las manos lejos de nosotros de modo que ningún miembro toque en absoluto con el otro, de suerte que no podamos ni coger ni ver el cuerpo vivo, tampoco entonces nos desembarazamos de él, también entonces está inevitablemente ahí en plena «corporalidad propia» (de ahí la expresión) y nos encontramos indisolublemente ligados a él. Precisamente esta ligazón, la pertenencia a mí, no se podría constituir nunca en la percepción externa. Un cuerpo vivo sólo percibido externamente siempre sería sólo un cuerpo físico especialmente clasificado, singularizado, pero nunca «mi cuerpo vivo». Veamos entonces cómo llega éste a ese nuevo darse.

Entre los componentes efectivos de la conciencia, de esa región insuprimible del ser, se encuentran las sensaciones como una especificación de la categoría superior «vivencia». La sensación de presión, de dolor o de frío es algo tan absolutamente dado como la vivencia de juicio, de voluntad, de percepción, etc. Sin embargo, la sensación está peculiarmente caracterizada frente a todos estos actos: ella no emana, como aquellos, del yo puro; nunca adopta la forma del «cogito» en el que el yo se dirige a un objeto, por tanto nunca puedo -reflexionando sobre ella- encontrar al yo en ella, sino que ella está siempre en un «donde», está localizada espacialmente, apartada del yo, quizá muy próxima a él, pero nunca en él. Y este «donde» no es ningún lugar vacío en el espacio, sino un algo que llena espacio; y todos estos algos en los que tienen lugar mis sensaciones se fusionan en una unidad, la unidad de mi cuerpo vivo, son lugares mismos del cuerpo vivo. Dentro de este darse uniforme por el que el cuerpo vivo está ahí para mí en todo momento como un todo se muestran diferencias. Las distintas partes del cuerpo vivo que se constituyen para mí según la sensación están a una distancia distinta respecto de mí. Así, el tronco está más próximo a mí que las extremidades, y puedo decir con buen sentido que acerco o alejo mis manos. Cuando hablo de apartamiento de «mí», éste es un modo inexacto de expresión; no puedo propiamente constatar una distancia del «yo», que es inespacial y está fuera de localización, sino que refiero las partes de mi cuerpo vivo, y sucesivamente todo lo espacial fuera de él, a un «punto cero de la orientación» al que envuelve mi cuerpo vivo. Este punto cero no es localizable con exactitud geométrica en un lugar de mi cuerpo físico, además no es el mismo para todos los datos, sino que para los datos visuales está situado en la cabeza, en el cuerpo vivo central para los táctiles.

Por lo que concierne al yo, no guarda ninguna distancia del punto cero, y todo lo que se da apartado de éste también lo está de él. Esta distancia de las partes del cuerpo físico respecto de mí es, no obstante, fundamentalmente diferente de la distancia de otras cosas entre sí y de mí. Dos cosas en el espacio guardan una determinada distancia una de otra, pueden acercarse una a otra, finalmente pueden tocarse: entonces desaparece la distancia. Acaso también pueden llenar la misma parte del espacio si no son cosas materialmente impenetrables sino, por ejemplo, objetos de alucinación vistos por quienes alucinan. Asimismo, algo se me puede acercar, puede disminuir su distancia de mí y finalmente puede tocar, no a mí, sino a mi cuerpo físico: entonces la distancia de mi cuerpo físico, pero no de mí, ha llegado a ser = 0. Tampoco ha llegado a ser tan grande como la distancia de la parte del cuerpo físico tocada respecto del punto cero. De ninguna manera podría decir que la piedra que sostengo en la mano está igualmente lejos o «sólo un poquitín más lejos del punto cero» que la mano misma. La distancia de las partes de mi cuerpo vivo respecto a mí es completamente incomparable con la distancia del cuerpo físico ajeno respecto a mí. El cuerpo vivo como un todo está en el punto cero de la orientación, todos los demás cuerpos están fuera. El «espacio corporal» y el «espacio externo» son completamente distintos el uno del otro. Sólo percibiendo externamente no llegaría al primero, sólo «percibiendo corporalmente» no llegaría al otro. Pero en tanto que mi cuerpo vivo se constituye de doble manera -como cuerpo vivo sentiente (percibido corporalmente) y como cuerpo físico del mundo externo percibido externamente-y en esta doble presentación es vivenciado como el mismo, conserva un lugar en el espacio externo, llena una parte de ese espacio.

Todavía hay algo que decir sobre la relación entre sensación y «percepción corporal». El análisis de las sensaciones suele presentarse ordinariamente en otras correlaciones. Se las suele mirar como aquello que nos «da» el mundo externo y en este sentido se distinguen «sensación» y «sentido», o «contenido de sensación» y «sensación como función» (en el sentido de Stumpf), vg., el rojo visto y el tener ese rojo48Cf. Ósterreich, Pháenomenologie deslch [Fenomenología del yo], pp. 122 s., contra Husserl, Logische Untersuchungen [Investigaciones lógicas] 11, pp. 359 ss.. Yo no me puedo sumar a esto. El rojo del objeto está «percibido», y entre percepción y percibido sí debo distinguir. En el análisis de las percepciones soy conducido a los «datos de sensación» y puedo llegar a ver la percepción de cualidades como «objetivación de datos de sensación»; sin embargo, con ello no se convierten las cualidades en sensaciones ni las sensaciones en cualidades, mas tampoco en actos de donación. Como componentes de la percepción externa, ellas no son elementos ulteriormente analizables.

Si ahora consideramos la sensación según su lado vuelto al cuerpo vivo, entonces encontramos un estado fenomenológico de hechos completamente análogo. Puedo hablar tan poco de un cuerpo vivo «sentido» como de un objeto del mundo externo «sentido», pero también aquí es menester una concepción objetivadora. Cuando la punta de mi dedo toca la mesa tengo que distinguir, primero, el hecho de la sensación de tacto, el dato táctil que no es ulteriormente descomponible; segundo, la dureza de la mesa y el acto correlativo de percepción externa; tercero, la punta palpante del dedo y el acto correlativo de «percepción corporal». Lo que hace especialmente íntimo el enlace de sensación y percepción es el hecho de que el cuerpo vivo está dado como sentiente, y las sensaciones se dan en el cuerpo vivo. Sobrepasaríamos el marco de este trabajo si quisiéramos investigar todos los tipos de sensaciones según su significado para la percepción corporal. No obstante, todavía debemos traer un punto a colación.

Decíamos que el cuerpo vivo «percibido externamente» y el «percibido corporalmente» están dados como el mismo. Esto requiere aún una aclaración más detallada. Yo no sólo veo mi mano y percibo la misma mano corporal como sentiente, sino que «veo» también los campos de sensación de la mano que se han constituido para mí en percepción corporal, y por otro lado, en tanto que destaco partes de mi cuerpo vivo, tengo al mismo tiempo una «imagen» de la parte correspondiente del cuerpo físico: lo uno está dado con lo otro, aunque no percibido. Tenemos un análogo exacto en el área de la percepción externa. No sólo vemos la mesa y palpamos su dureza, sino que también «vemos» su dureza. Los vestidos en los cuadros de Van Dyck no sólo tienen el brillo de la seda, sino también de la seda tersa y de la seda suave.

Los psicólogos denominan a este fenómeno fusión, y la mayor parte de las veces lo reducen a «mera asociación». En el «mera» reside la tendencia psicológica a ver el explicar como un interpretar, a declarar el fenómeno explicado como un «producto subjetivo» sin «significado objetivo». No podemos hacer nuestra esta concepción. El fenómeno permanece fenómeno. Es muy hermoso que se lo pueda explicar, pero la explicación no le añade ni le quita nada. La visibilidad de las cualidades táctiles permanecería, pues, y no perdería nada de dignidad si se pudiese explicar por medio de asociaciones. Pero no creemos posible tal explicación porque contradice el «fenómeno» de la asociación. La forma típica de asociación vivenciada es «algo me recuerda a algo». Así, por ejemplo, la visión del canto de la mesa está asociada con el recuerdo de que una vez me he hecho daño con él. Pero la agudeza de este canto no está recordada, sino vista. Por poner todavía un ejemplo instructivo: veo la dureza del azúcar y sé o me acuerdo de que es dulce; no me acuerdo de que es dura (o sólo de paso) y no veo que es dulce. En cambio, el aroma de la flor es dulce realmente y no me recuerda al gusto dulce. Se abren perspectivas para una fenomenología de los sentidos y de las percepciones sensoriales que no podemos, sin embargo, proseguir aquí. En este lugar nos interesa sólo la aplicación a nuestro caso: el cuerpo vivo visto no nos recuerda que puede ser el lugar visible de múltiples sensaciones, tampoco es meramente un cuerpo físico que ocupa el mismo espacio que el cuerpo vivo dado como sentiente en la percepción corporal, sino que está dado como cuerpo vivo sentiente.

Hasta ahora hemos considerado al cuerpo vivo sólo en reposo. Ahora podemos dar un paso más. Indagamos el caso de que yo (es decir, mi cuerpo vivo como un todo) me muevo a través del espacio. En tanto que prescindíamos de la constitución del cuerpo vivo, este movimiento no era ningún fenómeno peculiarmente caracterizado, sino indiferenciado de un desplazamiento caleidoscópico del mundo externo circundante. Ahora, a la apercepción del movimiento propio edificada sobre sensaciones varias se añade, como completamente nueva, la vivencia del «yo me muevo», que es completamente diferente del movimiento corpóreo percibido desde fuera. Aquí, la aprehensión del movimiento propio y de la modificación del mundo externo se enlazan en la forma del «si… , entonces…». «Si me muevo, entonces se desplaza la imagen de mi entorno». Esto vale tanto para la percepción de la cosa singular espacial como para el entramado del mundo espacial, y lo mismo para el movimiento de partes de mi cuerpo vivo que del cuerpo vivo entero. Si mi mano toca una bola que gira, entonces se me da esa bola y su movimiento en una serie de datos táctiles cambiantes que se unen en una intención que los atraviesa y pueden ser reunidos en un «apresamiento aperceptivo», en un acto unificado de percepción externa. Tengo la misma afluencia de datos si la mano se desliza sobre la bola en reposo, pero la vivencia del «yo me muevo» se añade nueva y se corresponde con la apercepción de la bola en aquella forma del «si… , entonces… ». Con los datos visuales sucede algo análogo. Estando en reposo puedo notar las apariencias cambiantes de una bola que rueda, y puedo tener la misma afluencia de «sombreados de la bola» cuando la bola descansa y yo muevo la cabeza o tan sólo los ojos {lo que viene a dárseme, una vez más, en una «percepción corporal»). Así se constituyen las partes del cuerpo vivo como órganos móviles, y la percepción del mundo espacial como dependiente del comportamiento de dichos órganos.

Pero con esto no está todavía aclarado cómo se llega a la comprensión del movimiento corporal como movimiento corpóreo. Si muevo un miembro de mi cuerpo vivo, entonces tengo, junto al notar corporalmente el movimiento propio, una percepción externa (visual o táctil) de los movimientos corpóreos que se atestiguan en las apariencias modificadas del miembro. Y así como el miembro percibido corporalmente y percibido externamente es comprendido como el mismo, así acaece también la misma coincidencia de identificación entre el movimiento corporal y el corpóreo: el cuerpo vivo que se mueve deviene cuerpo físico movido. Y en adelante el «yo me muevo» es «co-visto» en el movimiento de una parte del cuerpo físico, el movimiento corpóreo no visto es coaprehendido en la vivencia del «yo me muevo».

La ligazón del yo al cuerpo vivo sentiente requiere todavía alguna aclaración. La imposibilidad de desembarazarse de él nos mostró el camino de su darse específico. No podemos sustraernos a este vínculo, los lazos que nos atan a él son indisolubles. Con todo, nos están permitidas ciertas libertades. Todos los objetos del mundo externo me están dados a una cierta distancia; ellos están siempre «allí», yo siempre «aquí», ellos están en torno a mí, agrupados en torno a mi «aquí». Esta agrupación no es rígida, inmutable, los objetos se acercan y se alejan de mí y entre sí. Y en mi mano está el formar una agrupación en torno cuando empujo las cosas más cerca o más lejos o dejo que cambien sus lugares, o cambio mi «aquí» al lugar de su «allí» y elijo otro «punto de vista». Con cada paso adelante se me abre un nuevo trocito de mundo o se me muestra el antiguo por un lado nuevo. En ello llevo siempre mi cuerpo vivo conmigo. No sólo yo, también él está siempre «aquí», y las diferentes «distancias» de sus partes respecto de mí son sólo variaciones dentro de este aquí. Pero entonces también puedo llevar a cabo el «cambio de agrupación» de mi alrededor, en vez de realmente, «en meros pensamientos», puedo fantasear, fantaseando puedo, por ejemplo, hacer caminar los muebles de mi habitación y «representarme» qué aspecto tendría ella entonces. Igualmente me puedo representar en la fantasía mi deambular por el mundo. «En pensamientos» me puedo levantar de mi escritorio, ir a una esquina de mi habitación y observarlo desde allí. Y si hago esto no llevo conmigo mi cuerpo vivo. El yo que está allí en la esquina tiene, quizá, un cuerpo vivo de fantasía, es decir, un cuerpo vivo visto -si me está permitido decirlo así- en «fantasía corporal»; además, él puede mirar al cuerpo corporal que ha abandonado en el escritorio como a las demás cosas en la habitación; éste también es ahora, en efecto, un objeto presentificado, es decir, algo dado en visión externa presentificante. Y al final tampoco ha desaparecido el cuerpo vivo real, sino que de hecho estoy sentado todavía en el escritorio, no separado de mi cuerpo vivo. Así se ha desdoblado mi yo49Creo que a partir de aquí hay que entender la vivencia del «sosías»: vg., en el conocido poema de Heine, donde el poeta recorre la calle hacia la casa de la amada y se divisa a sí mismo de pie ante la casa. Esta es la doble manera de tenerse dado, en el recuerdo o en la fantasía. Más tarde hablaré sobre hasta qué punto existe de hecho en ambos casos un tener-«se». Cf. Parte II de este trabajo, p. 9 [p. 26], y en la posterior p. 71 [p. 82]., y si el yo real tampoco se desprende del cuerpo vivo, entonces está claramente mostrada la posibilidad de «viajar uno fuera de su piel», al menos en la fantasía.

Queda la posibilidad de un yo sin cuerpo vivo50Naturalmente, habría de investigarse qué tipo de yo podría ser éste, y si podría estarle dado un mundo y qué tipo de mundo.. En cambio, es absolutamente imposible un cuerpo vivo sin yo. Imaginar mi cuerpo vivo abandonado por el yo ya no quiere decir imaginar mi cuerpo vivo, sino un cuerpo físico que se le asemeja rasgo a rasgo, mi cadáver. (En tanto que abandono mi cuerpo vivo deviene para mí un cuerpo físico como los demás. Y si lo pienso alejado de mí -en lugar de abandonarlo yo-, entonces este alejamiento no es ningún «moverse», sino un puro movimiento corpóreo.)

Esto último se puede mostrar todavía de otra manera. Un miembro «atrofiado», un miembro sin sensaciones, no es parte alguna de mi cuerpo vivo. El pie «dormido» me cuelga como un cuerpo físico extraño que no soy capaz de desprender y descansa fuera de la zona espacial de mi cuerpo vivo en la que es incluido de nuevo en el momento del «despertar». Cada movimiento que ejecuto con él en aquel estado tiene el carácter del «yo muevo un objeto», es decir, mediante mi movimiento vivo provoco un movimiento mecánico, y éste mismo no está dado como movimiento corporal vivo. El cuerpo vivo está por naturaleza constituido por sensaciones, las sensaciones son componentes reales de la conciencia y, como tales, pertenecientes al yo. ¿cómo habría, pues, de ser posible un cuerpo vivo que no fuese cuerpo vivo de un yo?51Todavía habría que considerar si una conciencia que mostrase sólo datos de sensación y ningún acto habría de verse como carente de yo. En este caso se podría hablar también de un cuerpo vivo «animado» pero sin yo. Mas no creo que semejante concepción se sostenga.. Otra cuestión es si sería pensable un yo sentiente sin cuerpo vivo, es decir, si podría haber sensaciones en las que no se constituyese cuerpo vivo alguno. No me parece que haya que responder sin más a la cuestión porque -como ya indiqué- las sensaciones de las diferentes regiones sensibles no están implicadas de la misma manera en la constitución del cuerpo vivo. Habría que probar, por tanto, si en las sensaciones que son claramente vivenciadas en lugares del cuerpo vivo -sensaciones de tacto, temperatura, dolor-, esta localización les pertenece necesaria e indisolublemente: en este caso sólo serían posibles para un yo corporal. Además, me parece aún necesario un análisis específico para las sensaciones de la cara y del oído. No necesitamos decidir aquí estas cuestiones. Una fenomenología de la percepción externa no podrá pasar de largo ante él. En cualquier caso, con las sensaciones ya se ha constituido para nosotros la unidad de yo y cuerpo vivo, aun cuando no todavía el perfil completo de las relaciones mutuas. También la relación causal entre lo psíquico y lo físico nos aparece ya en el terreno de las sensaciones. Procesos puramente físicos, como que un cuerpo físico extraño penetra en mi piel, que el portador de una cierta cantidad de calor toca mi superficie corpórea, devienen causas fenomenales de sensaciones (sensaciones de dolor, de temperatura), se muestran como «estímulo». Si proseguimos entonces con las conexiones entre alma y cuerpo vivo nos toparemos a menudo con tales relaciones causales fenomenales.


b) El cuerpo vivo y los sentimientos

Las sensaciones emotivas o sentimientos sensibles son inseparables de las sensaciones que las fundan. El placer de una comida sabrosa, el tormento de un dolor sensible, el agrado de un vestido suave, son sentidos allí donde la comida es degustada, donde el dolor penetra, donde el vestido se ajusta a la superficie del cuerpo físico. Pero los sentimientos sensibles no están sólo allí, sino a la vez también en mí, emanan de mi yo. Al igual que los sentimientos sensibles, los sentimientos comunes adoptan una posición híbrida similar. Vigor y languidez no sólo invaden al yo, sino que «los siento en todos los miembros». No sólo todo acto espiritual -toda alegría, toda aflicción, toda actividad de pensamiento- es lánguido y descolorido cuando «yo» me siento abatido, sino también toda acción corpórea, todo movimiento que ejecuto. Conmigo está lánguido mi cuerpo vivo y cada una de sus partes. Ahí aparece otra vez aquel fenómeno de la fusión que ya conocemos. No es sólo que vea el movimiento de mi mano y simultáneamente sienta su languidez, sino que veo el movimiento lánguido y la languidez de la mano. Los sentimientos comunes son siempre vivenciados como proviniendo del cuerpo vivo, como un influjo promovedor o paralizador que ejerce el estado del cuerpo vivo sobre la afluencia del vivenciar (incluso cuando estos sentimientos comunes se presentan en unión de un «sentimiento espiritual»).

«Sentimientos comunes» de naturaleza no corporal son los estados de ánimo, y por eso mismo los distinguimos de los sentimientos propiamente comunes como un género propio. La alegría y la melancolía no llenan el cuerpo vivo, él no está alegre o triste como está vigoroso o abatido; y un ser puramente espiritual también podría estar sometido a estados de ánimo. Pero con ello no está dicho aún que los sentimientos comunes anímicos y los corporales corran parejos sin tocarse, antes bien siento un «influjo» mutuo de ambos. Yo hago, por ejemplo, un viaje de descanso, voy a un paraje soleado, encantador, y siento cómo a la vista de este entorno se quiere apoderar de mí un estado anímico de contento, pero no es capaz de surgir porque me siento abatido y cansado. «Aquí estaré más contento en cuanto haya descansado.» Este saber puede ser el resultado de una «experiencia anterior», sin embargo siempre tiene su fundamento en el fenómeno del mutuo operar de vivencias anímicas y corporales.


c) Alma y cuerpo vivo, causalidad psicofísica

Esta dependencia de los influjos del cuerpo vivo propia de las vivencias es una característica esencial de lo anímico. Todo lo psíquico es conciencia corporalmente ligada, y en este terreno se distinguen las vivencias esencialmente psíquicas (las sensaciones corporalmente ligadas, etc.) de aquellas que llevan en sí extraesencialmente el carácter físico, las «realizaciones» de la vida espiritual52Las declaraciones de la parte próxima darán mayor claridad sobre este punto.. El alma, como la unidad sustancial que se manifiesta en las vivencias psíquicas singulares, está consolidada -como muestran el fenómeno descrito de la «causalidad psicofísica» y la esencia de las sensaciones- en el cuerpo vivo, constituye con él el individuo psicofísico.

Tenemos que considerar ahora el carácter de los, así llamados, «sentimientos espirituales». Ya la designación n s enseña que se los considera como psíquicos extraesencialmente, como no corporalmente ligados (aun cuando los psicólogos que la usan no quieran confesar esta consecuencia). Y nadie que se traiga a dato su esencia pura pretenderá que un sujeto privado de cuerpo vivo no podría vivenciar alguna alegría, alguna tristeza, algún valor estético. A ello se opone la concepción de muchos psicólogos notables que ven en los sentimientos «conjuntos de sensaciones orgánicas». Si esta definición parece absurda en tanto se considera a los sentimientos por el lado de su esencia pura, en el entramado psíquico concreto encontramos fenómenos que no la fundamentan efectivamente, pero que desde luego la pueden hacer comprensible. «Se nos paraliza el corazón» de alegría, «se convulsiona todo él» de dolor, palpita de inquietante espera y se nos corta la respiración. Se pueden acumular ejemplos cualesquiera, mas siempre se trata de casos de causalidad psicofísica, de efectos que ejerce la vivencia en su realización psíquica sobre las funciones del cuerpo vivo. En el instante en que se aparta el pensamiento del cuerpo vivo desaparecen esos fenómenos, pero permanece el acto espiritual. Habrá que conceder que Dios se alegra por el arrepentimiento de un pecador sin probar latidos u otras «sensaciones orgánicas». (Una consideración que es posible como independiente de la fe en la existencia de Dios.) Se puede tener la convicción de que ningún sentimiento es realmente posible sin tales sensaciones y de que no existe ningún ser que los vivencie en su pureza; sin embargo, son concebibles en su pureza, y aquellos síntomas concomitantes son vivenciados precisamente como tales y no como sentimientos ni como componentes de sentimiento. Lo mismo se puede mostrar también en los casos de causalidad psíquica pura. «Se me bloquea el entendimiento» del susto, es decir, pruebo un efecto paralizador sobre mis actos de pensamiento; o estoy «enloquecido» de alegría, no sé lo que hago, ejecuto acciones sin finalidad alguna. Un espíritu puro también se puede asustar, pero su entendimiento no se bloquea. Siente alegría y pena en toda su profundidad, pero ellas no ejecutan ningún efecto.

Puedo llevar más allá estas consideraciones. «Observándome» a mí mismo también descubro relaciones causales entre mis vivencias y las capacidades y propiedades del alma que se manifiestan en ellas. Las capacidades pueden ser perfeccionadas y agudizadas mediante su acción, pero también desgastadas y enromadas. Así, mi «don de observación» crece si trabajo en las ciencias naturales, mi «capacidad de distinción», vg., para colores, si me ocupo de clasificar hilos de finos matices graduados, mi «capacidad de disfrute» si oriento mi vida a los placeres: cada capacidad puede ser aumentada mediante «training». Por otra parte hay un cierto grado de «acostumbramiento» donde se pasa al efecto contrario: un «objeto de placer» que me es ofrecido una y otra vez deviene para mí «demasiado», finalmente provoca hastío y náuseas y cosas por el estilo. En todos estos casos se da fenomenalmente un actuar de lo psíquico sobre lo psíquico. Pero la cuestión es qué tipo de «actuar» se da aquí y si queda una posibilidad de llegar desde este fenómeno de la causalidad al exacto concepto de causalidad de la física y a la legalidad causal en general. Sobre este concepto se construye la física exacta, mientras que la descriptiva sólo tiene que ver con el concepto causal fenomenal. Sin embargo, el concepto causal exacto y la certeza causal sin lagunas es también supuesto de una psicología genético-causal tal como se la pretende adhiriéndose al prototipo de la moderna ciencia física. En nuestro contexto debemos contentarnos con aludir a estos problemas sin poder acercarnos a su solución53Más sobre la causalidad, cf. infra p. 80 [p. 89)..


d) El fenómeno de la expresión

La consideración del efecto causal de los sentimientos nos ha conducido más lejos de lo que preveíamos. Con todo, no hemos agotado todavía lo que el estudio de los sentimientos nos enseña. Junto a los síntomas concomitantes de los sentimientos de los que nos hemos ocupado aparece la expresión de los sentimientos como un nuevo fenómeno. Yo me ruborizo de vergüenza, aprieto colérico el puño, frunzo el ceño enfadado, gimo de dolor, exulto de alegría. La relación entre sentimiento y expresión es completamente distinta a la que hay entre sentimiento y síntoma físico concomitante. Ahora no advierto un provenir causal de las vivencias físicas desde las psíquicas, ni mucho menos una mera simultaneidad de ambas, sino que siento, en tanto que experimento sentimiento, cómo él termina en una expresión o la libera desde sí54Para evitar malentendidos acentúo que tomo «expresión» en el sentido usado arriba, y expresión verbal por algo fundamentalmente diferente. No puedo indicar la distinción en este lugar, pero desde ahora quisiera llamar la atención al respecto para tornar inocuo el equívoco..

Según su esencia pura, el sentimiento es algo no cerrado en sí, está en cierto modo cargado con una energía que debe llegar a descargar. Esta descarga es posible de diversas maneras. Un tipo de descarga nos resulta bien conocido: los sentimientos liberan desde sí o -como se dice- motivan actos de voluntad y acciones. Exactamente la misma relación hay entre sentimiento y fenómeno expresivo. El mismo sentimiento que motiva un acto de voluntad puede también motivar un fenómeno expresivo. Y el sentimiento prescribe según su sentido cuál expresión y qué acto de voluntad puede motivar55No necesitamos entrar aquí en la cuestión de si los movimientos de expresión son de por sí acciones (originalmente conformes a un fin, como quiere Darwin, o involuntarias y no conformes a un fin, como pretende Klages) (Die Ausdrucksbewegung und ihre diagnostische Verwertung [El movimiento de expresión y su uso diagnóstico], p. 293). En cualquier caso, también Klages acentúa la estrecha afinidad entre fenómeno de expresión y acción. Según él, todo actuar y obrar espontáneos proceden del vivenciar con la misma facilidad y espontaneidad que el movimiento de expresión, y esta forma instintiva del actuar es para él la original, que sólo poco a poco es desplazada por la acción de la voluntad (p. 336). Darwin, en su famoso tratado Über den Ausdruck der Gemütsbewegungen [Sobre la expresión de las emociones], ofrece una descripción, basada en fina observación, de los fenómenos corpóreos que corresponden a ciertos afectos, e intenta poner de relieve el mecanismo psicofísico por el que estos procesos corpóreos se realizan. Ni considera la diferencia descriptiva entre expresión y síntoma concomitante, ni se plantea seriamente la cuestión de qué convierte a aquellos procesos en expresión de los afectos que ellos provocan.: por esencia tiene que motivar siempre algo, debe llegar siempre a la «expresión»; sólo que son posibles diversas formas de expresión. No anda lejos la objeción de que, muy a menudo en la vida, aparecen sentimientos sin que motiven un acto de voluntad o una expresión corporal. Como ya se sabe, nosotros, «personas civilizadas», tenemos que «dominarnos», reprimir la expresión corporal de nuestros sentimientos; estamos asimismo limitados en nuestras acciones y con ello, a la vez, en nuestros actos de voluntad. Pero entonces queda todavía la escapatoria de «desahogarse» con un deseo. El empleado que no puede mostrar a su jefe mediante una mirada de desprecio que lo tiene por un canalla o un asno, ni puede tomar la resolución de quitárselo de en medio, puede en cambio desear en secreto que se lo lleve el diablo. O se pueden realizar en la fantasía las acciones para las que uno está impedido en la realidad. La ambición de gloria del criado en estrecheces, que no se puede satisfacer realmente, goza de vida mientras en la imaginación libra combates y realiza el milagro de la intrepidez. La creación de otro mundo en el que puedo hacer lo que aquí me está negado representa ya una forma de expresión. Así, en el desierto el sediento ve ante sí -como narra Gebsattel56Op. cit., pp. 57 s. [La obra aludida de Gebsattel estaba citada en la desaparecida Parte l. N. del T.] oasis con manantiales borboteantes o lagos que lo refrescan. La alegría que nos invade no se queda en la devoción contemplativa del objeto que satisface, sino que se exterioriza, entre otras cosas, en que nos rodeamos por completo de lo satisfactorio buscándolo en nuestro ambiente real o allegándolo mediante presentificación que recuerda o que imagina libremente, prescindiendo de todo lo demás que no le es apropiado, hasta que nuestra disposición de ánimo armoniza perfectamente con nuestro ambiente. Este tipo peculiar de expresión precisaría una clarificación amplia; no es suficiente comprobar -como sucede la mayoría de las veces desde el lado psicológico- que los sentimientos influyen en la «reproducción de las representaciones» y con qué frecuencia sucede esto.

Pero todavía queda otra posibilidad de la expresión, o del sucedáneo de una expresión, y es aquella a la que recurre el hombre «controlado», el que aparenta un semblante comedido por consideraciones sociales, o éticas, o estéticas: el sentimiento puede liberar desde sí un acto de la reflexión que lo convierte a él mismo en objeto. La vivencia «termina» en este acto de la reflexión como en un acto de voluntad o expresión corporal. Se suele decir que la reflexión debilita el sentimiento y que el hombre reflexivo no es capaz de ningún sentimiento intenso. Esta secuencia es enteramente infundada. En la expresión «pasional» de sentimiento «termina» el sentimiento igual que en la reflexión «fría»; el modo de expresión no dice nada sobre la intensidad del sentimiento expresado. El resultado de nuestra consideración hasta ahora es que el sentimiento pide, según su esencia, una expresión, y los distintos tipos de expresión son distintas posibilidades esenciales57J. Cohn utiliza el término «expresión» en un sentido diferente y más amplio (Ásthetik [Estética], p. 56), a saber, para todo lo «externo» en lo que notamos una vida interna. Pero aquí falta lo que tenemos por específico de la expresión: su estar motivada..

Entre sentimiento y expresión hay una conexión esencial y de sentido, no una conexión causal. Y, como las otras formas posibles, también la expresión corporal está vivenciada como procedente del sentimiento y conforme a su sentido, y por medio de él está determinada. Pero entonces no sólo siento cómo afluye el sentimiento a la expresión y se «descarga» en ella, sino que a la vez tengo dada esta expresión en una percepción corporal. La sonrisa en la que mi alegría se exterioriza según la vivencia me está dada, a la vez, como una distorsión de mis labios. Al vivir en la alegría también está vivenciada su expresión según el modo de la actualidad; la percepción corporal simultánea se realiza según el modo de la inactualidad, no soy -como se suele decir- consciente de ella. Si luego dirijo mi atención al cambio percibido de mi cuerpo vivo, me aparece como efectuado por el sentimiento. Junto a la unidad de sentido vivenciada se constituye, pues, una conexión causal entre sentimiento y expresión. La expresión se vale de la causalidad psicofísica para realizarse en un individuo psicofísico. En la percepción corporal se desmonta la unidad vivenciada de vivencia y expresión, la expresión es separada como un fenómeno relativamente autónomo. Con ello se hace, a la vez, producible por sí. Puedo producir una deformación de la boca que es similar «por confusión» a la sonrisa, pero que desde luego no es ninguna sonrisa. Incluso independientemente de la voluntad, fenómenos de expresión distintos se muestran como fenómenos de percepción iguales. Enrojezco de cólera, de vergüenza y de esfuerzo; en todos los casos tengo la misma percepción de que «me sube la sangre a la cara». Pero una vez vivencio dicho proceso como expresión de la cólera, otra como expresión de la vergüenza y otra de ningún modo como expresión, sino como consecuencia causal del esfuerzo.

Hemos dicho que haría falta una mirada atenta para hacer de la expresión percibida corporalmente objeto intencional en sentido riguroso. También la expresión sentida, si bien vivenciada según el modo de la actualidad, requiere todavía una mirada especial para convertirse en objeto aprehendido, una mirada que no es tránsito de la inactualidad a la actualidad. Esta es una particularidad de todos los actos no-teoréticos y de sus correlatos58Cf. las Ideen [Ideas] de Husserl, p. 66.. Que yo pueda objetivar los fenómenos de expresión vivenciados y aprehenderlos como expresión es una condición de posibilidad más para producirlos arbitrariamente. Aun así, la modificación corporal que se parece a una expresión no se da como ella misma. El fruncir el ceño por enfado y el fruncir el ceño para simular enfado son claramente diferenciables en sí, incluso cuando paso de la percepción corporal a la percepción externa. En tanto que los fenómenos de expresión aparecen como afluencia de los sentimientos son, a la vez, expresión de las propiedades anímicas que en ellos se manifiestan: la mirada rabiosa, por ejemplo, delata un temperamento fuerte. Una consideración de las vivencias de la voluntad debe cerrar esta investigación.


c) Voluntad y cuerpo vivo

También las vivencias de la voluntad tienen un alto significado para la constitución de la unidad psicofísica. Por un lado, en virtud de los síntomas físicos concomitantes (sensaciones de tensión y otras por el estilo) que no consideramos más en detalle porque ya son conocidos a partir los sentimientos. Los demás fenómenos corporales de expresión que se toman en consideración no me parecen ser expresión del acto de voluntad mismo, sino de los componentes de sentimiento contenidos en la compleja vivencia de voluntad. Estoy sentado ahí en silencio ponderando, una frente a otra, dos posibilidades prácticas; ahora he realizado la elección, he tomado la resolución, levanto la cabeza enérgicamente y me pongo en pie de un salto. Estos movimientos son una expresión del sentimiento resultante de la resolución, de la actividad, de la inquietud que me embarga, y no de la resolución de la voluntad. La voluntad misma no tiene una expresión en este sentido. Pero, como el sentimiento, tampoco la voluntad está cerrada en sí, sino que requiere una repercusión. Así como el sentimiento libera desde sí o motiva el acto de voluntad (u otra posible «expresión» en un sentido amplio), así se exterioriza la voluntad en la acción. Obrar es siempre producción de algo no presente. Al «ifiat!» de la resolución de la voluntad corresponde el «fieri» de lo querido y el «facere» del sujeto de la voluntad en la acción. Esta acción puede ser física: me determino a subir una montaña y llevo a cabo la resolución; la acción aparece como completamente provocada por la voluntad y como cumplimiento del querer, pero es querida la acción como totalidad, no cada paso. Lo que quiero es subir la montaña. Lo que sea «necesario» para ello se resuelve, en cierto modo, «por sí mismo».

La voluntad se sirve del mecanismo psicofísico para ejercerse, para realizar lo querido, como el sentimiento lo utiliza para realizar su expresión. Sin embargo, al mismo tiempo está vivenciado el dominio sobre el mecanismo, al menos sobre el «encendido de la máquina». Este dominio es vivenciado quizá paso a paso si a la sazón se trata de la superación de una tendencia contraria. Si me canso a medio camino, el cansancio deviene fuente de una tendencia contra el movimiento, ésta se adueña de mis pies y ellos deniegan el servicio a mi voluntad. Querer y tender actúan en contra y luchan por el señorío sobre el organismo. Si la voluntad se hace dueña, entonces tal vez es querido cada paso singular y la ejecución del movimiento es vivenciada en la superación del efecto contrario. Lo mismo sucede en el terreno puramente psíquico. Me determino a hacer un examen final y dispongo la preparación necesaria como obvia. O bien desfallecen mis fuerzas ante el fin y cada actividad de pensamiento requerible debe ser entonces llamada a la vida por un acto de voluntad mediante superación de una fuerte tendencia contraria. Así, la voluntad reina sobre el alma y sobre el cuerpo vivo, aun cuando no absolutamente ni sin experimentar denegación de la obediencia. Un límite le está puesto por el mundo de objetos que se abre en el vivenciar; el volverse hacia el objeto (dado en la percepción, en el sentimiento o como quiera que esté presente) está en el dominio del querer, pero no la aprehensión de un objeto no existente. Esto no quiere decir que el mundo de objetos mismo esté sustraído al dominio de mi voluntad. Yo puedo producir una modificación en el mundo de objetos, pero no puedo producir voluntariamente su percepción si él mismo no existe. La voluntad sufre una limitación más por el poder de tendencias que se contrarrestan y que en parte están corporalmente ligadas (cuando tienen por fuente sentimientos sensibles) y en parte no.

¿Es este actuar del querer y del tender sobre el alma y el cuerpo vivo causalidad psicofísica o tenemos aquí la muy discutida causalidad desde la libertad, la ruptura de la cadena causal «sin lagunas»? Acción es siempre creación de algo que no es. Este proceso se puede realizar en sucesión causal, pero la introducción del proceso, la intervención propia de la voluntad, no es vivenciada como un actuar causal, sino de una especie propia. Con ello no está dicho que la voluntad no tenga nada que ver con la causalidad. En tanto que sentimos cómo un cansancio de origen corporal impide que surja un acto de voluntad, lo consideramos como condicionado causalmente. En tanto que sentimos cómo una voluntad victoriosa supera el cansancio e incluso lo hace desaparecer, la encontramos como eficazmente causal. En tanto que ella lleva a cabo todas sus obras por medio de un instrumento causalmente regulado, también está su ejecución trabada a condiciones causales. Pero lo propiamente creativo del acto de voluntad no es ningún actuar causal; todas aquellas relaciones causales son extraesenciales a la voluntad, ésta se deshace de ellas tan pronto como deja de ser voluntad de un individuo psicofísico y, sin embargo, sigue siendo voluntad. También la tendencia muestra semejante estructura, y tampoco el nacer de una acción a partir de una tendencia aparece como sucesión causal. La diferencia estriba en que en la tendencia viene comprometido el yo en la acción, encaminado hacia ella, de manera no libre, y en que ninguna fuerza creativa goza allí de vida. Todo acto creativo en sentido propio es acción de la voluntad. Es común a ambos, al querer y al tender, la capacidad de valerse de la causalidad psicofísica; sin embargo, sólo del yo volente se puede decir que es señor del cuerpo vivo.


5. Transición al individuo ajeno

A grandes rasgos nos hemos dado cuenta de lo que, como mínimo, hay que entender por un yo individual o individuo: un objeto unitario en el que la unidad de conciencia de un yo y un cuerpo físico se ayuntan inseparablemente, por lo que cada uno de ellos adquiere un nuevo carácter; el cuerpo aparece como cuerpo vivo; la conciencia, como alma del individuo unitario. La unidad se atestigua en que ciertos procesos se dan como pertenecientes al alma y al cuerpo vivo a la vez (sensaciones, sentimientos comunes); además, en el enlace causal de procesos físicos y psíquicos y de la relación causal mediada por ellos entre el alma y el mundo externo real. El individuo psicofísico como totalidad es un miembro en el entramado de la naturaleza. El cuerpo vivo está caracterizado frente al cuerpo físico por el hecho de que es portador de campos de sensación, se encuentra en el punto cero de la orientación del mundo espacial, es capaz de movimiento libre y está constituido con órganos móviles, es campo de expresión de las vivencias del yo que le pertenece e instrumento de su voluntad59Puede parecer llamativo que no hemos recurrido en absoluto al concepto que suele figurar en primer lugar en las definiciones ordinarias del individuo y del organismo: el concepto de fin. No lo he hecho para no cargar más todavía la descripción con la discusión del concepto de fin, pero también por razones objetivas: no creo que se pueda hablar de una subordinación inmediatamente vivenciada del acontecer psicofísico a un fin unitario. Pero entonces tampoco se toma en consideración el concepto de fin para la aprehensión empática de un individuo ajeno.. Hemos obtenido todas estas características a partir de la consideración del individuo propio. Ahora hay que mostrar cómo se constituye para nosotros el ajeno.


a) Los campos de sensación del cuerpo vivo ajeno

Comenzamos con la consideración de lo que permite comprender el cuerpo vivo ajeno como cuerpo vivo, lo que lo distingue frente a otros cuerpos físicos. Ante todo, pues, ¿cómo nos están dados los campos de sensación? De los propios tenemos -como vimos- un darse originario en la «percepción corporal»60Vid. supra pp. 46 ss. [p. 60].. Además los tenemos «codados» en la percepción externa de nuestro cuerpo físico de aquella manera completamente peculiar en la que lo no percibido mismo puede existir junto con lo percibido. Y de la misma manera existen los campos de sensación del otro para mí, el cuerpo vivo ajeno es «visto» como cuerpo vivo. Hemos tratado este tipo de presentación, que vamos a llamar «cooriginariedad», al ocuparnos de la percepción de la cosa61Cf. Parte II de este trabajo, p. 5 [p. 22].. Con el lado visto de una cosa espacial están dados los lados ocultos y lo interno; dicho brevemente: está «vista» toda la cosa. Pero (como ya dijimos también) aquel darse de un lado implica tendencias a proseguir hacia nuevos modos de darse y, en tanto que las secundamos, los lados antes apartados son percibidos en sentido riguroso, lo que antes era cooriginario es dado originariamente. Semejante cumplimiento de lo pretendido y anticipado es también posible por «covisión» de los campos de sensación propios, sólo que no en percepción externa progresiva, sino en el paso de la percepción externa a la percepción corporal. También la covisión de los campos de sensación ajenos implica tendencias, pero su cumplimiento originario está en principio excluido aquí; ni en percepción progresiva externa, ni en el paso a la percepción corporal, puedo traérmelas a dato originario. El único cumplimiento que es aquí posible es la presentificación empatizante. Todavía puedo traerme a dato aquellos campos de sensación de una manera distinta al modo de la representación vacía, de la cooriginariedad; puedo hacerlos intuitivos para mí, mas no precisamente con el carácter de la percepción, sino sólo presentificando, tal como hemos expuesto en la descripción de los actos de empatía. El carácter del «ahí mismo» lo deben al cuerpo físico dado aquí y ahora con el que ellos vienen dados. Esto es todavía más claro cuando en vez de los campos de sensación consideramos las sensaciones actuales mismas. La mano que descansa sobre la mesa no está ahí como el libro a su vera, ella «presiona» contra la mesa (y, por cierto, más o menos fuerte), descansa distendida o estirada, y yo «veo» esa sensación de presión o de tensión según el modo de la cooriginariedad; en tanto sigo las tendencias de cumplimiento que hay en este «coaprehender», se desplaza mi mano (no realmente, sino «en cierto modo») al lugar de la ajena, entra en ella, adopta su posición y su postura y siente entonces sus sensaciones. No originariamente y no como propias, sino «con», exactamente en el modo de la empatía, cuya esencia hemos acotado antes frente al vivenciar propio y a todo otro tipo de presentificación. Durante este transferirse dentro de lo otro, la mano ajena está permanentemente percibida como miembro del cuerpo físico ajeno, la propia está dada como miembro del cuerpo vivo propio. Así que las sensaciones empatizadas, en contraste con las propias, se destacan permanentemente como ajenas (incluso si no estoy dirigido a este contraste en el modo de la atención).


b) Las condiciones de la posibilidad de la empatía de sensación

La posibilidad de la empatía de sensación (con precisión debería decirse «endosensación») está garantizada por la comprensión del cuerpo vivo propio como cuerpo físico, y del cuerpo físico propio como cuerpo vivo, en virtud de la fusión de percepción externa y percepción corporal62Tal vez es posible llegar a una explicación genética de la empatía desde el fenómeno de la fusión. Sólo que hay que remitirse al vivenciar propio y no hablar sin más de fusión entre lo ajeno externo y el vivenciar propio. Cf. Parte 11, p. 28 [p. 42].; también por el posible cambio de lugar de este cuerpo físico en el espacio; por la posibilidad, en fin, de modificar su condición real en la fantasía permaneciendo firme su tipo.

Si la magnitud de mi mano (longitud, anchura, proporción, etc.) me estuviera dada como constante inmutable, entonces tendría que fracasar el intento de empatía con toda mano de otra condición por la oposición de ambas; pero de hecho también resulta muy bien la empatía con manos de varones y de niños que son muy diferentes de la mía. Mi cuerpo físico y sus miembros no están precisamente dados como tipo fijo, sino como realización fortuita de un tipo variable dentro de límites fijos. Este tipo, por otra parte, ha de permanecer conservado. Sólo con cuerpos físicos de este tipo puedo empatizar, sólo a ellos puedo considerar como cuerpos vivos.

Con ello no está dada todavía una delimitación clara. Hay tipos de distinto grado de generalidad, y a ellos corresponden distintos grados de posibilidad de empatía. El typos «cuerpo humano» no delimita el dominio de mis objetos de empatía, dicho con más exactitud, de lo que me puede estar dado como cuerpo vivo, pero delimita bien un dominio dentro del cual es posible un grado completamente determinado de cumplimiento empatizante. En el caso de la empatía con la mano ajena existe la posibilidad de un cumplimiento, aun cuando no «adecuado», sí amplio sin embargo: lo que yo siento como no-originario se puede corresponder punto por punto con el sentir originario del otro. Si en comparación con ello considero la pata de un perro, entonces tampoco tengo una cosa meramente física, sino un miembro sentiente de un cuerpo vivo. Y también aquí es posible todavía un cierto transferirse dentro de otro, vg., la endosensación de un dolor cuando el animal es herido, pero otras cosas – acaso ciertas conductas y movimientos- sólo nos están dadas como representaciones vacías, sin la posibilidad de un cumplimiento. Y cuanto más nos alejamos del typos «hombre», más disminuye el número de posibilidades de cumplimiento.

En la comprensión de los cuerpos vivos ajenos como del mismo tipo que el perteneciente a mí se nos ofrece un buen sentido del discurso sobre el «analogizar» que se da en la aprehensión de otro. Este analogizar tiene en verdad poco que ver con «inferencias por analogía». También la «asociación por semejanza» que Volkelt63System der Ásthetik [Sistema de la estética], I, pp. 241 ss. , entre otros, destaca como importante para la empatía, se presenta como aprehensión de un caso aislado de tipo conocido. Para comprender un ·movimiento (vg., un ademán de orgullo) tengo que «trabarlo» primero con otros movimientos similares que me resultan conocidos. Según nuestra concepción, esto significa que tengo que encontrar en él un tipo conocido64Como se mencionó en anterior ocasión, Fechner se ha ocupado (Zur Seelenfrage [Sobre la cuestión del alma], pp. 49 s., 63) de resaltar el typos general que constituye el fundamento de todos los supuestos de animación (en él no podemos hablar de empatía). Aquí no se puede seguir el examen de las determinaciones particulares que él da. Si se me permite, tampoco voy a decidir aquí si él incluye el reino vegetal en este typos. . Aquí hay temas para grandes investigaciones. Nos tenemos que contentar con lo dicho como alusión a las «trascendentales» cuestiones que se suscitan sin poder aventurarnos en una discusión más detallada.


c) El resultado de la empatía de sensación y su manquedad en la bibliografía existente sobre la empatía

Al final del proceso de la empatía hay en nuestro caso, así como de ordinario, una nueva objetivación en virtud de la cual encontramos frente a nosotros la «mano sentiente» como al principio (ella está efectivamente presente todo el tiempo, a diferencia del progresar en percepción externa, sólo que no en el modo de la atención), pero ahora con una nueva dignidad, porque lo representado como vacío ha encontrado su henchimiento. Con la constitución del estrato de sensación del cuerpo físico ajeno (que ahora ya no podemos permitirnos denominar «cuerpo físico» en sentido estricto), está ya dado, gracias a la pertenencia esencial de las sensaciones al yo, un yo ajeno, aun cuando no necesariamente «despierto», que puede llegar a ser consciente de sí mismo. Este estrato fundamental de la constitución siempre ha sido dejado de lado, como ya observábamos, hasta ahora. Volkelt trata repetidas veces la «endosensación», pero la caracteriza lacónicamente como reproducción de sensaciones, sin investigar su esencia propia, y no tiene en cuenta su significado para la constitución del individuo, sino que la considera sólo como un medio auxiliar para la realización de lo único que designa como empatía, la empatía de sentimientos y especialmente de estados de ánimo. Él no quiere designar a la endosensación como empatía porque la empatía sería «algo francamente mezquino y mísero» si tuviera que detenerse en las sensaciones.

De ninguna manera la vamos a reducir nosotros a esto; por otra parte, en modo alguno podemos apreciar tan escasamente las sensaciones después de las indicaciones precedentes; y finalmente, ningún móvil sentimental debe motivarnos para separar lo que esencialmente se copertenece. La aprehensión de vivencias ajenas -sean sensaciones, sentimientos o lo que sea- es una modificación de conciencia unitaria, típica (aunque diferenciada de varias maneras) y requiere un nombre unitario; para ella hemos elegido el término «empatía», ya usual para una parte de los fenómenos pertenecientes a ella; si se lo quiere mantener para el terreno más restringido se debería acuñar una nueva expresión para el más amplio.

Lipps enfrenta alguna vez las sensaciones a los sentimientos cuando dice que en el hombre que tiene frío no veo la sensación-frío, sino el malestar que él siente. Que este malestar sea despertado por sensaciones es sólo el resultado de la reflexión. Entendemos muy bien cómo Lipps llega a esta afirmación: es la consecuencia de su enfoque unilateral del «símbolo», del fenómeno de la «expresión». Para él sólo son visibles, intuitivamente dadas, las vivencias expresadas mediante un semblante, un gesto u otras semejantes. Y las sensaciones no están de hecho expresadas. Pero que por eso no nos deban estar dadas directamente en absoluto, sino como soporte fundante de estados del sentimiento, es desde luego una afirmación fuerte. Quien no ve en la «carne de gallina» de otro o en su nariz azulada que tiene frío, sino que primero tiene que poner en marcha la reflexión de que el malestar que él siente bien puede ser una «tiritera», ese tal debe sufrir de notables anomalías de comprensión. Por lo demás, este malestar de tiritera no necesita constituirse en absoluto sobre sensaciones de frío, sino que también puede aparecer, por ejemplo, como síntoma psíquico concomitante de un estado de excitación. Por otra parte, puedo muy bien «tener frío sin pasar frío», es decir, tener sensaciones de frío sin sentirme en modo alguno incómodo. Estaría, pues, mal planteado nuestro conocimiento de las sensaciones ajenas si sólo pudiéramos llegar a ellas por el rodeo sobre los estados de sentimiento constituidos sobre ellas.


d) El cuerpo vivo ajeno como centro de orientación del mundo espacial

Llegamos al segundo constituens del cuerpo vivo, a su posición en el punto cero de la orientación. Esto no es separable del darse del mundo externo espacial. El cuerpo del otro individuo, como mero cuerpo físico, es una cosa espacial como otras y está dado en un lugar determinado del espacio, a una determinada distancia de mí, centro de la orientación espacial, y en determinadas relaciones espaciales con el mundo espacial restante. Entonces, en la medida en que comprendiéndolo como cuerpo vivo sensible me transfiero a él empatizando, obtengo una nueva imagen65La designación «imagen» da una mala imagen de la comprensión del mundo espacial, pues nosotros no tenemos ninguna imagen que nos lo represente, sino él mismo visto por un lado. del mundo espacial y un nuevo punto cero de la orientación. No es que traslade mi punto cero hasta allí, pues yo conservo mi punto cero «originario» y mi orientación «originaria», mientras que empatizando obtengo los demás nooriginariamente. Por otra parte, lo que obtengo no es una orientación de fantasía, una imagen fantástica del mundo espacial, sino que a ello corresponde cooriginariedad como a las sensaciones empatizadas, porque el cuerpo vivo al que la orientación está referida es al mismo tiempo cuerpo físico percibido y porque ella está dada como originaria para el otro yo, aunque no-originaria para mí.

Con la orientación hemos avanzado un enorme tramo en la constitución del individuo ajeno, pues con ella está empatizada, para el yo que pertenece al cuerpo vivo que siente, la plena totalidad de las percepciones externas conforme a cuya esencia se constituye el mundo espacial. De un sujeto que tiene sensaciones se ha llegado a uno que ejecuta actos. Y con ello obtienen aplicación todas las determinaciones que resultan de la consideración esencial inmanente de la conciencia de percepción66Cf. los análisis en las Ideen [Ideas] de Husserl, pp. 48 s, 60 ss. . Por tanto, también son válidos para ello los asertos sobre las diferentes modalidades de ejecución esencialmente posibles de los actos, sobre la actualidad e inactualidad de los actos de percepción y de lo percibido. El yo que percibe externamente puede, en principio, percibir según el modo del «cogito», esto es, según el modo del específico «estar dirigido» a un objeto, y con ello está dada al mismo tiempo la posibilidad de la reflexión sobre el acto ejecutado. Naturalmente que con la empatía propia de una conciencia que percibe no está señalada todavía cuál es la forma respectiva de ejecución, sino que para ello hacen falta puntos de referencia especiales caso por caso. Pero están fijadas a priori las posibilidades esenciales que hay en los casos concretos.


e) La imagen ajena del mundo como modificación de la propia

La imagen del mundo que yo empatizo como del otro no sólo es una modificación de la mía a causa de la distinta orientación, sino que varía según se conciba la condición de su cuerpo vivo. Para un hombre sin ojos está descartado el darse óptico completo del mundo. Hay, efectivamente, una imagen del mundo que corresponde a su orientación, pero si la atribuyo a él sucumbo a un burdo engaño de empatía. El mundo se constituye para él sólo a través de los restantes sentidos, y quizá me resultará realmente imposible, debido a mis hábitos fácticos de intuición y pensamiento ejercidos a lo largo de la vida, procurarme el cumplimiento empatizante con su mundo dado en representaciones vacías. Pero me están dadas estas representaciones vacías y la falta de cumplimiento intuitivo. Esto valdrá todavía en mayor medida para la empatía del disminuido sensorial hacia el provisto de todos los sentidos. Aquí se muestra la posibilidad del enriquecimiento de la propia imagen del mundo a través de la de otros, la relevancia de la empatía para la experiencia del mundo externo real. Esta relevancia aún se torna notable desde otro respecto.


f) Empatía como condición de la posibilidad de la constitución del individuo propio

A partir del punto cero de la orientación obtenido en la empatía tengo que considerar mi propio punto cero como un punto del espacio entre muchos, no ya como punto cero. Y a la vez, con ello -y sólo por ello- aprendo a ver mi cuerpo vivo a la manera de un cuerpo físico como los demás, mientras que en experiencia originaria me está dado sólo como cuerpo vivo y por lo demás -en la percepción externa- como un cuerpo físico imperfecto diferente de todos los otros67Vid. supra pp. 44 ss. [pp. 59 ss.]. En «empatía reiterada»68Vid. Parte 11, pp. 18 s. [pp. 34 s.]. comprendo de nuevo aquel cuerpo físico como cuerpo vivo, y sólo así me estoy dado a mí mismo en sentido pleno como individuo psicofísico para el que es constitutivo el estar fundado en un cuerpo físico. Esta empatía reiterada es a la vez la condición de posibilidad de aquel darse de mí mismo a modo de imagen especular en el recuerdo y la fantasía con el que ya topamos más veces69Vid. supra, p. 9. [p. 26]. (presumiblemente, también de la comprensión misma de la imagen especular, sobre lo cual no vamos a entrar más en detalle). En tanto que sólo me está dado un punto cero y mi cuerpo físico en este punto cero, existe ciertamente la posibilidad del desplazamiento de mi punto cero junto con mi cuerpo físico, y también la posibilidad de un desplazamiento en la fantasía que discrepa entonces del punto cero real y de la orientación que le pertenece (y esta posibilidad es, como vimos, condición de posibilidad de la empatía); pero no la posibilidad de una mirada libre sobre mí como sobre otro cuerpo físico. Cuando yo me diviso en la copa de un árbol en un recuerdo de infancia o, fantaseando, a la orilla del Bósforo, entonces me veo como otro, o como otro me ve. Y esto me lo posibilita la empatía. Pero su relevancia se extiende todavía más.


g) La constitución del mundo externo real- en experiencia intersubjetiva

El mundo que veo al fantasear es, en razón de su discrepancia con mi orientación originaria, un mundo que no existe (sin que yo, al vivir en la fantasía, necesite traerme a dato esta no-existencia); el mundo que veo empáticamente es mundo existente, tal que está puesto como aquel percibido originariamente. El mundo percibido y el mundo dado según la empatía son el mismo visto diversamente. Pero no sólo el mismo visto por distintos lados, como cuando yo, al percibir originariamente, paso de un punto de vista a otro recorriendo continuadamente la variedad de apariencias de las cuales toda anterior motiva la posterior, toda subsiguiente se desprende de la precedente. Cabalmente, el pasar de mi punto de vista al del otro se cumple también de la misma manera, pero el nuevo no reemplaza al antiguo, los retengo a ambos a la vez. El mismo mundo no se representa ahora meramente así y después de otra manera, sino de las dos maneras al mismo tiempo. Y se representa distinto no sólo dependiendo del respectivo punto de vista, sino también dependiendo de la condición del observador. Con ello, la apariencia del mundo se muestra como dependiente de la conciencia individual, pero el mundo que aparece -que permanece el mismo como quiera y a quien quiera se le aparece- se muestra como independiente de la conciencia. Encerrado en los límites de mi individualidad no podría salir del «mundo tal como se me aparece», siempre sería pensable que la posibilidad de su existencia independiente, que como posibilidad todavía podría darse, permaneciera indemostrada. Pero tan pronto como traspaso aquellos límites con ayuda de la empatía y llego a una segunda y tercera apariencia del mismo mundo con independencia de mi percepción, queda acreditada aquella posibilidad. Así deviene la empatía, como fundamento de la experiencia intersubjetiva, condición de posibilidad de un conocimiento del mundo externo existente, tal como es expuesto por Husserl[1] 70Cf. Ideen [Ideas], pp. 279 y 317. y de modo parecido por Roycemfn]Cf. Selfconsciusness, social conciusness and nature [Autoconciencia, conciencia social y naturaleza]. [/mfn].

Ahora podemos también tomar posición respecto a otros intentos de una constitución del individuo que nos encontramos en la bibliografía sobre la empatía. Ahora vemos que Lipps afirma con toda razón que el individuo propio, como la multiplicidad de los yoes, se constituye sobre la base de la percepción de cuerpos físicos ajenos en los que encontramos (por medio de la empatía) una vida consciente. De hecho sólo nos consideramos como individuo, como «un yo entre muchos», cuando hemos aprendido a considerarnos por «analogía» con otro. La carencia de su teoría estriba en que se contenta con tales breves referencias, en que teniendo en una mano el cuerpo físico del individuo ajeno y en la otra sus vivencias particulares (además con la restricción a las dadas en «relación simbólica»), se detuvo sin mostrar cómo se junta lo uno con lo otro, sin mostrar la aportación de la empatía para la constitución del individuo.

También podemos confrontarnos con la concepción de Münsterberg71Cf. Parte 11, pp. 39 s. [pp. 52 s.]. a la que antes no encontrábamos acceso adecuado alguno. Sus argumentos, antes reproducidos, vienen a parar (si le entendemos rectamente) en que nosotros tenemos separados, por una parte, los actos de los otros sujetos dados en covivenciar, por otra los cuerpos físicos ajenos y el mundo espacial dado a ellos en una determinada constelación («representaciones» llama a esto Münsterberg, una concepción cuya refutación nos llevaría aquí demasiado lejos). Sólo en tanto que el contenido de las afirmaciones con las que los otros sujetos se dirigen a mí se muestra dependiente de la posición de sus cuerpos físicos en el mundo espacio-temporal, se llega a un vínculo de los sujetos y de sus actos con los cuerpos físicos. Sobre la base de nuestras sencillas demostraciones tenemos que rechazar esta sagaz teoría como construcción insostenible. Un cuerpo físico considerado meramente como tal no podría nunca ser comprendido como «principio de orden» de los otros objetos. Por otra parte, las afirmaciones de los otros sujetos sobre su mundo fenomenal tendrían que permanecer siempre incomprensibles (al menos en el sentido de un entender que se realiza por completo, a diferencia de la mera comprensión verbal vacía) si no existiera la posibilidad de la empatía, del transferirse a su orientación. Las afirmaciones pueden suplir completando allí donde la empatía falla, y entonces servir tal vez como puntos de referencia para una empatía ulterior, pero en principio no pueden reemplazarla, sino que su aportación debe suponer la de la empatía. En fin, si además fuera pensable llegar sobre la base de meras afirmaciones a la representación de una agrupación del mundo espacial en torno a un cuerpo físico determinado, y practicar una coordinación del sujeto de aquellas afirmaciones con este cuerpo físico, desde luego que es del todo imprevisible cómo a partir de aquí se debería llegar al fenómeno del individuo psicofísico unitario que, por lo demás, tenemos ahora como indiscutible. Y naturalmente que es asimismo poco pensable concebir el cuerpo vivo propio como un cuerpo físico de cuya «situación» depende el «contenido de nuestras representaciones».


h) El cuerpo vivo ajeno como portador de libre movimiento

Hemos llegado a conocer al cuerpo vivo ajeno como portador de campos de sensación y como centro de orientación del mundo espacial, y ahora encontramos un constituens más en su libre movilidad. Los movimientos de un individuo no nos están dados como movimientos meramente mecánicos. También hay efectivamente casos de este tipo, al igual que en los movimientos propios. Si con una mano agarro la otra y la levanto, el movimiento de la mano levantada me está dado entonces como mecánico, igual que el de un cuerpo físico que yo alzo. Las sensaciones que transcurren al mismo tiempo constituyen la conciencia del cambio de lugar de una parte de mi cuerpo vivo, pero no la vivencia del «yo muevo». Por el contrario, tengo esa vivencia en la mano que se mueve y, por cierto, tanto la del movimiento propio como la de su comunicación a la otra mano. En tanto que este movimiento propio es a la vez percibido desde el exterior como movimiento mecánico y ambos son comprendidos como el mismo movimiento (como ya declaramos antes), también es «visto» como movimiento propio. La diferencia entre movimiento «vivo» y «mecánico» se entrecruza aquí con la que hay entre movimiento «propio» y «comovimiento»; no es que se reduzca una a otra, lo cual se empieza a mostrar en que cada movimiento «vivo» es también a la vez movimiento mecánico. Por otra parte, el movimiento propio no es algo así como movimiento propio vivo, puesto que también hay movimiento propio mecánico: si una bola que rueda da con otra en su movimiento y la «lleva consigo», entonces tenemos el fenómeno del movimiento propio y del comovimiento mecánicos. Hay que preguntar entonces si también hay comovimiento vivo. Creo que esto se debe negar. Si viajo en un tren por un paraje o me dejo empujar sobre la pista de hielo sin ejecutar movimientos deslizantes, entonces me es dado el movimiento (si prescindimos de todo lo que no es comovimiento) sólo en el cambio de las apariencias del entorno espacial, y puede ser comprendido igualmente como movimiento del paisaje o como movimiento de mi cuerpo físico. De ahí las conocidas «ilusiones ópticas»: los árboles y postes de telégrafos que vuelan ante mí, el truco escénico que simula para nosotros el recorrer un camino por el movimiento de los bastidores, etc. Por tanto, el comovimiento sólo es comprensible como mecánico, no como vivo. Todo movimiento vivo parece ser, según eso, movimiento propio.

Además, aún hay que distinguir del comovimiento el movimiento «comunicado». Si una bola que rueda no se «lleva consigo» a la que está en reposo, sino que por el empuje le «otorga» un movimiento propio (acaso permaneciendo ella misma en reposo), entonces tenemos el fenómeno de un movimiento mecánico comunicado. Ahora bien, semejante movimiento comunicado puede ser no sólo percibido como mecánico, sino también vivenciado como vivo. Además, no como un «yo muevo», sino como un «ser movido». Si recibo un empujón y me caigo o soy deslizado cuesta abajo vivencio el movimiento como vivo, pero no como «activo», procedente de un «impulso», sino como «pasivo», comunicado. Las diferencias análogas se encuentran tanto en los movimientos propios como en los ajenos. Si veo a alguien pasar en un carruaje, en principio su movimiento no me parece distinto al de las partes «fijas» del carruaje: es comovimiento mecánico que yo percibo -no empatizo externamente. Por supuesto que de esto hay que distinguir enteramente su comprensión de este movimiento, que yo me presentifico al empatizar en tanto que me transfiero a su orientación. Las cosas ocurren de modo completamente distinto con el movimiento que él ejecuta cuando, por ejemplo, se pone de pie en el carruaje. Yo «veo» un movimiento del tipo de mi movimiento propio y lo comprendo como movimiento propio; sigo la tendencia al cumplimiento del movimiento propio «copercibido» en tanto que lo coejecuto empatizándolo de la manera ya suficientemente conocida y, concluyendo, realizo la objetivación en la que me hace frente como movimiento del otro individuo.

Así se me da el cuerpo vivo ajeno con sus órganos como móvil. Y la libre movilidad está estrechamente trabada con los otros constituyentes del individuo. Debemos comprender ese cuerpo físico ya como cuerpo vivo para empatizar en él movimiento vivo; nunca comprenderemos el movimiento propio de un cuerpo físico como movimiento vivo (aun cuando acaso nos hacemos evidente su diferencia de un movimiento comunicado o de un comovimiento a través de una cuasi-empatía cuando, por ejemplo, «participamos internamente» del movimiento de la bola empujada y de la que empuja). El restante carácter de la bola prohíbe atribuirle los movimientos vivos presentificados72Puesto que cada cuerpo vivo es a la vez cuerpo físico, y cada movimiento vivo es a la vez mecánico, es posible considerar los cuerpos físicos y sus movimientos «como si» fueran cuerpos vivos, y en la bibliografía sobre la empatía estética desempeña un gran papel la empatía del movimiento en los cuerpos físicos. Por otra parte, la rígida inmovilidad contraviene el fenómeno del cuerpo vivo sentiente y del organismo vivo en general73Si las plantas tampoco tienen el libre movimiento de los sujetos animales, desde luego que a ellas les pertenece esencialmente el fenómeno del crecimiento, y en él está incluido un movimiento que no es mero movimiento mecánico. A ello se añade la torsión hacia la luz y otros movimientos que ellas ejecutan. . La idea de un ser vivo completamente inmóvil es irrealizable; estar firmemente inmóvil en un lugar significa a la vez «volverse de piedra». Ya la orientación espacial no es por completo separable del libre movimiento. Por lo pronto, con la supresión del movimiento propio estarían tan limitadas las variedades de percepción que la constitución de un mundo espacial (incluso del individual) estaría puesta en cuestión. Además se suprimiría la posibilidad de una transferencia al cuerpo vivo ajeno y con ello la de la realización de una empatía y la obtención de su orientación. A la estructura del individuo pertenece pues, inamisiblemente, el libre movimiento.


i) Los fenómenos vitales

Tenemos que considerar ahora un grupo de fenómenos que están implicados de manera especial en la estructura del individuo en la medida en que se presentan como apariencia en el cuerpo vivo y también como vivencias psíquicas. Quiero denominarlos fenómenos vitales específicos. Crecimiento, desarrollo y envejecimiento, salud y enfermedad, vigor y debilidad (los sentimientos comunes, como dijimos, o el modo y manera de «sentirse uno en su cuerpo vivo», como Scheler acostumbra a decir), el vivir y el morir.

Scheler ha protestado tanto contra la teoría de la empatía en general como en especial contra la «explicación» de los fenómenos vitales a través de la empatía74Sympathiegefühle [Sentimientos de simpatía], p. 121. . Esto estaría completamente justificado si la empatía fuera un proceso genético y en la explicación residiera aquella tendencia a soslayar lo que hay que explicar de la que hablamos antes. Por lo demás, no veo ninguna posibilidad de desligar los fenómenos vitales de los restantes constituyentes del individuo ni de mostrar para ellos otro aprehender que el empatizante. En la consideración de los sentimientos comunes como vivenciar propio hemos visto cómo ellos «llenan» cuerpo vivo y alma y confieren a cada acto espiritual, así como a cada proceso corporal, una coloración determinada; cómo luego, de la misma manera que los campos de sensación, son «covistos» en el cuerpo vivo. Así, también «vemos» en el paso y porte, en cada movimiento de una persona, la «manera como se siente», vigor, debilidad y similares, y llevamos a cumplimiento este vivenciar ajeno coentendido en tanto que lo correalizamos empatizando. Ahora bien, vemos tal vigor y debilidad no sólo en hombres y animales, sino también en las plantas. Y también aquí tenemos la posibilidad de cumplimiento empatizante. En verdad, es una considerable modificación respecto de mi propia vida la que aquí aprehendo. El sentimiento común de una planta no aparece como coloración de sus actos, pues no hay el más mínimo indicio de una existencia de tales actos, por lo cual tampoco tengo derecho alguno a atribuir a la planta un yo «despierto» y conciencia refleja de sus sentimientos vitales. Además, faltan los constituyentes que de ordinario conocemos en los seres animales. Si la planta tiene sensaciones, esto es cuando menos dudoso75Ciertos fenómenos sugieren que se les reconozca sensibilidad a la luz y, tal vez, cierta sensibilidad al tacto, aunque no quisiera tomar ninguna decisión sobre esto. , y por eso es infundada la empatía cuando creemos infligir dolor a un árbol que talamos con el hacha. La planta tampoco es centro de orientación del mundo espacial, y tampoco es libremente móvil, aunque es capaz -en contraste con todo lo inorgánico- de movimiento vivo. Por otra parte, la falta de estos constituyentes no nos autoriza a dar otra interpretación de los existentes ni a distinguir los fenómenos vitales vegetales de los nuestros.

Si debemos mirar los fenómenos vitales como esencialmente psíquicos o sólo como fundamento esencial del existir psíquico, esto voy a dejarlo sólo planteado76Entonces ellos serían pensables como seres no psíquicos, las plantas como seres vivos sin alma. . Apenas si se permitirá poner en discusión que a ellos corresponde, en contexto psíquico, carácter de vivencia. Quizá alguien encuentre que he escogido en el sentimiento común un ejemplo bien cómodo de la naturaleza anímica de los fenómenos vitales. Sin embargo, ésta debe poderse mostrar también en los otros. Scheler mismo nos ha remitido a la «vivencia de la vida»77Philosophie des Lebens [Filosofía de la vida], pp. 172 ss. ; cuando él quiere llamar «psíquicas» sólo a las vivencias «vividas», concluidas, acabadas, esto me parece ser una definición que no está hecha desde la esencia de lo psíquico. Lo psíquico actual (lo originario, como dijimos) es deviniente, es un vivenciar. Lo devenido, vivido, acabado, recae en la corriente de lo pasado, lo dejamos detrás de nosotros en tanto que entramos en nuevo vivenciar; pierde su originariedad, pero permanece «la misma vivencia», está ahora vivo, después muerto, pero no es ahora no-psíquico -no hay de manera señalada una expresión positiva- y luego psíquico; así como la cera que se solidifica es primero líquida y luego sólida, pero desde luego que esta cera permanece como el mismo cuerpo físico. No hay un vivenciar individual no-psíquico, el alma no se puede separar de la vida (el vivenciar puro con el que tenemos que habérnoslas en la reducción es no-psíquico, tanto como deviniente cuanto como devenido). Scheler ha acentuado que hay un vivenciar del ascenso y del decaer vita78Philosophie des Lebens [Filosofía de la vida]. . Un vivenciar, no un tener objetivo, no una constatación de grados de desarrollo distinguibles. El continuum de la vida nos está dado de por sí como tal, no como compositum de líneas de enlace entre puntos sobresalientes. Y también el ascender a estos puntos nos está dado por sí; el desarrollo, no sólo sus resultados. (Ciertamente, nos solemos «hacer conscientes» de este desarrollo, es decir, lo hacemos objeto, sólo cuando percibimos su resultado; vg., de una disminución de nuestras fuerzas cuando advertimos que estamos débiles; y en la «vida psíquica superior», del ir disminuyendo una propensión cuando encontramos que ya no existe, y cosas por el estilo.) Y no es una mera imagen si comparamos nuestro desarrollo con el de una planta, sino una auténtica analogía en el sentido antes definido, como aprehensión de la pertenencia al mismo tipo. No de otra cosa se trata en el «encontrarse» corporal: «sentirse enfermo» tiene poco que ver con «dolores»; uno se puede sentir completamente sano, vg., con lesiones corporales dolorosas, con una complicada fractura de brazo, etc., y muy indispuesto sin dolor alguno. Y este «encontrarse» lo veo en el otro y me lo traigo a dato transfiriéndome dentro de él al empatizar. En el cuadro de conjunto de la enfermedad, al observador atento se le revela una variedad de rasgos singulares que permanecen ocultos a la mirada fugaz. Esto es lo que tiene de ventaja la «mirada entrenada» del médico frente a la del lego. Que él, sobre la base de este cuadro, establezca su diagnóstico y crea «ver» el carcinoma en las mejillas caídas, amarillentas, la tuberculosis en las manchas héticas y el brillo innatural de los ojos, esto ya no lo debe a la empatía, sino a su saber que aquel «cuadro clínico» es provocado por la actividad de los agentes patógenos correspondientes. Pero el cuadro clínico mismo, la distinción de los múltiples tipos de enfermedad que constituye el fundamento de todo diagnóstico, se lo proporciona su don de empatía cultivado por adaptación a este grupo de fenómenos y por largo ejercicio en orden a una amplia diferenciación; don que, francamente, la mayoría de las veces se queda aquí en el primer grado de la empatía y no progresa hacia la transferencia dentro del estado patológico. Y no algo distinto de la relación del médico con el paciente, cuyo bien le está confiado, es la del jardinero con las plantas, cuyo crecimiento cuida. Él las ve llenas de fuerza fresca o enfermizas, recuperándose o marchitándose. Al empatizar se procura explicación sobre cómo se encuentran, en consideración causal investiga las causas de ese encontrarse y logra medios para influir sobre él.


k) Causalidad79«Causalidad» significa aquí la relación de dependencia intuitivamente aprehendida, no la relación física exactamente determinable. en la estructura del individuo

La posibilidad de semejante consideración causal está fundada de nuevo en la empatía. El cuerpo físico del individuo ajeno, como tal, está dado como un miembro de la naturaleza física en relaciones causales con otros objetos físicos: si se lo empuja se le confiere un movimiento; percutiéndolo y por presión se puede cambiar su forma; si se lo ilumina de diferente manera se cambia su coloración, etc. Pero con estas relaciones causales no está todo concluido. El cuerpo físico ajeno es visto, como sabemos, no como cuerpo físico, sino como cuerpo vivo; vemos que padece y ejerce otros efectos además de los físicos. Si pinchamos en una mano con un alfiler no es lo mismo que si clavamos un clavo en la pared aunque sea lo mismo como procedimiento mecánico, a saber, la perforación de una cuña. La mano siente el dolor cuando es pinchada y vemos que se requiere un prescindir artificial del mismo, tenemos que reducir primero el fenómeno, para ver lo que tiene en común con el otro. Nosotros «vemos» este efecto porque vemos la mano como sentiente, porque empatizando nos transferimos dentro de ella y comprendemos cada acción física sobre ella como «excitación» que provoca un efecto psíquico.

Además de estos efectos por causas externas aprehendemos efectos dentro del individuo mismo. Vemos, por ejemplo, a un niño revolviéndolo todo con vehemencia y luego quedarse cansado e irritable. Entonces comprendemos cansancio y malhumor como efectos del movimiento. Ya hemos visto cómo vienen a dársenas los movimientos como movimientos vivos y el cansancio. También el «malhumor» lo aprehendemos empatizando (como pronto veremos). Y entonces no desarrollamos la sucesión causal como a partir de los datos obtenidos, sino que también ella es vivenciada empatizando.

Asimismo aprehendemos empatizando la causalidad interpsíquica cuando, a modo de ejemplo, inmunes al material infeccioso observamos el proceso del contagio de sentimientos entre otros individuos: cómo con ocasión de las palabras del actor «sólo se escuchan sollozos y las mujeres lloran», oímos en seguida un sollozo comprimido desde todas las esquinas y confines del patio de butacas. Al transferirnos dentro de estos sentimentales ánimos, cosentimos el llegar a conmoverse de la atmósfera descrita y obtenemos así una imagen del proceso causal que allí ocurre.

Finalmente, notamos también un efecto del individuo sobre el mundo externo en cada acción que produce un cambio de la naturaleza física, sea en la acción instintiva o en la voluntaria. Si observo la «reacción» a una excitación, por ejemplo cómo una piedra que se acerca volando es conducida fuera de su trayectoria por un movimiento «mecánico» de rechazo, veo un proceso causal en el que están implicados miembros psíquicos intermedios. Al transferirme dentro de la otra persona comprendo aquel objeto como excitación y vivencia el desenlace del movimiento en contra (tales procesos pueden pasar inadvertidos, pero es enteramente infundado caracterizarlos como «inconscientes» o «puramente fisiológicos»), y vivencia el desvío de la piedra de su trayectoria como efecto de la acción de reacción. Si veo cómo alguien procede motivado por una resolución de la voluntad, por ejemplo levanta y acarrea una pesada carga por una apuesta, empatizando aprehendo el proceder de la acción a partir del acto de voluntad que aquí aparece como primum movens del proceso causal, no como miembro intermedio en la serie de las causas físicas. Tenemos dado fenomenalmente el efecto de lo psíquico sobre lo físico y también de lo psíquico sobre lo psíquico sin mediación de un miembro físico intermedio (vg., en el caso de un contagio de sentimientos que no actúa por la expresión corporal, aun cuando está mediado por una forma de expresión como condición de comprensión de la vivencia)80Sobre la cuestión de la causalidad, cf. en la precedente p. 22 [p. 37]. . Pero, sea mediado físicamente o sea puramente psíquico, aquí tenemos desde luego un actuar de la misma estructura que las relaciones causales en la naturaleza física.

Ahora bien, en Scheler encontramos (coincidiendo con Bergson) el parecer de que nosotros hallamos en lo psíquico un tipo completamente nuevo de causalidad que no existe en el terreno físico81Cf. Ido/e [Ídolos], pp. 124 s., Philosophie des Lebens [Filosofía de la vida], pp. 218 ss., Rentenhysterie [Histeria de la jubilación], pp. 236 s.; cf. en la precedente Parte II, p. 37 [p. 50]. . Esta eficacia nueva debe consistir en que cada vivencia pasada puede actuar en principio sobre cada futura sin que tercie un intermediario (por tanto, también sin ser reproducida), en que igualmente es posible un efecto de un acontecimiento futuro sobre el vivenciar actual; a la larga, que la causalidad psíquica no depende de un condicionamiento de cada vivencia por la precedente, sino que en su dependencia de la totalidad del vivenciar, depende del todo de la vida individual. Si nos atenemos por lo pronto a la última formulación, entonces es enteramente aceptable que cada vivencia está condicionada por la serie total de las vivencias precedentes, pero también cada proceso físico por toda la cadena causal precedente. Una diferencia de principio consiste en que en el terreno físico tienen «iguales causas iguales efectos», mientras que en el terreno psíquico se echa de ver que la aparición de «causas iguales» está excluida por naturaleza. Mas si se atiende puramente a la relación de vivencia ocasionante y ocasionada, entonces apenas si se dejará ver un nuevo tipo de efección. Intentemos aclararnos con ejemplos sobre lo que aquí sucede82En lo sucesivo dejamos sin considerar si la «eficacia» aparece según la forma de causalidad o de motivación. . Una resolución de la voluntad, una tarea a mí asignada, conduce la afluencia de mi obrar incluso mucho tiempo después de la ejecución actual, sin que ella me sea «consciente», figurada en la acción presente. ¿Significa esto que una vivencia concluida del pasado determina mi vivencia presente a partir de aquel punto? De ninguna manera. Aquel acto de la voluntad que quedó sin realizar largo tiempo no ha caído en este tiempo «en el olvido», no se ha sumergido en la corriente del pasado, no ha devenido, para decirlo con Scheler, «vida vivida». Sólo ha pasado del modo de la actualidad al de la inactualidad, desde la actividad a la pasividad. Pertenece a la esencia de la conciencia que en cada momento del vivenciar, el cogito, el acto en el que vive el yo, está circundado por un séquito de vivencias de trasfondo, de inactualidades que ya no o todavía no son cogito y por eso tampoco son accesibles a la reflexión, sino que primero requieren el paso por la forma del cogito (que ellas pueden adoptar en todo momento) para ser aprehendidas. Si bien no actuales, desde luego que ellas son presentes, originarias y, en virtud de ello, activas. El acto de la voluntad sin realizar no está muerto, sino que sigue viviendo en el trasfondo de la conciencia hasta que le llega su hora y puede realizarse. Entonces pone en marcha su efección. Por tanto, no es que un pasado actúe sobre lo presente, sino que algo está penetrando hasta el fondo el presente.

Según esto, estamos completamente de acuerdo en que ninguna reproducción del acto de voluntad pone en curso la acción; vamos incluso más allá y decimos: no sería en absoluto capaz de eso. Un acto de voluntad olvidado no puede actuar, y un acto de voluntad «reproducido» tampoco está vivo, sino presentificado y, como tal, es incapaz de provocar un obrar (así como, en una habitación a oscuras, la fant sía de una lámpara encendida no puede procurarme la iluminación necesaria para leer); debe primero ser revivido, ser vivido otra vez desde el principio para poder actuar.

No sucede otra cosa con los acontecimientos futuros que «proyectan sus sombras». Scheler aduce el ejemplo de James83Psychologie [Psicología], p. 224. , quien bajo la influencia del desagradable curso de lógica que tenía que dictar a primera hora de la tarde se dedicaba todo el día anterior a acciones puramente superficiales sólo a fin de no encontrar tiempo para la pesada preparación, aunque desde luego sin «pensar en ello». Toda espera de un acontecimiento amenazador representa este tipo. Se dirige la atención sobre otro objeto para escapar del miedo, pero éste no desaparece, sino que se mantiene «en el trasfondo» e influye en todo nuestro comportamiento; como vivencia inactual que no es un específico estar dirigido a algo, el miedo no tiene su objeto -el acontecimiento esperado- completamente presente, pero tiende constantemente a convertirse en vivencia actual, a involucrar consigo al yo; siempre queda en el yo una oposición a entregarse a ese cogito, se refugia en otras vivencias actuales que ciertamente son entorpecidas en su puro transcurso por aquella vivencia de trasfondo. También aquí, por tanto, es activo no lo que es futuro, sino lo que es presente.

Y por lo que toca, finalmente, a la efectividad del todo de la vida sobre cada momento de la existencia tenemos que decir: todo lo que se vive dentro del presente puede ser efectivo, es indiferente a qué distancia del «ahora» se encuentra el punto de partida de la vivencia que actúa. También las tempranas vivencias de la infancia pueden perdurar dentro de mi presente, aunque empujadas hacia el trasfondo por la abundancia de acontecimientos más tardíos. Esto se ve claramente en las actitudes hacia otras personas. No «olvido» a mis amigos cuando no pienso en ellos, pues ellos pertenecen al inadvertido horizonte de presente de mi mundo, y mi amor por ellos vive incluso cuando yo no vivo en él e influye en mi sentir y obrar actuales. Puedo, por amor a una persona, omitir acciones que le desagradarían sin «ser consciente» de ello. Así, el rencor que me fue inculcado en mi infancia contra una persona puede pesar como una presión sobre mi vida posterior, aunque esté empujado completamente hacia el trasfondo y yo ya no piense en absoluto en aquella persona. Éste puede entonces, si yo me la encuentro otra vez, convertirse en actualidad y descargarse en una acción, o ser llevado a claridad refleja y con ello ser hecho ineficaz.

En cambio, lo que pertenece a mi pasado, lo que es temporal o está olvidado para siempre y sólo puede venir a dárseme con el carácter de la presentificación (mediante reminiscencia o relato de otros) no ejerce ningún efecto sobre mí. Un amor recordado no es un sentir originario y no puede ejercer ninguna influencia sobre mí; cuando hago algo a alguien por amor, por beneficio de una inclinación pasada, el querer se constituye sobre una toma de posición positiva hacia esta inclinación pasada, no sobre el sentir presentificado.

Todo lo dicho muestra que los casos aducidos por Scheler no ponen en evidencia ninguna diferencia en la estructura fenomenal del actuar en el terreno físico y en el psíquico. En el terreno de lo psíquico no hemos conocido ningún «efecto a distancia», y también en el terreno de la causalidad mecánica tenemos un desatarse y un actuar de fuerzas latentes y escondidas tal y como hemos conocido aquí. La cantidad de energía eléctrica acumulada, vg., «actúa» sólo en el momento de la descarga. También nos encontramos, en fin, con situaciones análogas en los procesos corporales: a la aparición de síntomas de enfermedad precede un «tiempo de incubación» del agente patógeno en el cual no muestra ningún efecto de su existencia; por otra parte hay que constatar múltiples cambios de un organismo mucho antes de que se pueda descubrir su causa. No se debe negar, a pesar de la paridad de los fenómenos causales aquí acentuada, que subsiste la gran diferencia entre causalidad física y psíquica. Sin embargo, se requeriría un estudio exacto de la heterogénea constitución de la realidad psíquica y física para ponerlo en evidencia.


l) El cuerpo vivo ajeno como portador de fenómenos de expresión

Hemos llegado a conocer el cuerpo vivo ajeno como portador de una vida anímica que en él «observamos» de determinada manera. Todavía falta un grupo de fenómenos que nos abren otra región de la psique de manera peculiarmente caracterizada.

Cuando «veo» la vergüenza «en» el ruborizarse, el disgusto en el fruncir el ceño, la cólera en el puño apretado, entonces se trata de un fenómeno distinto de cuando observo en el cuerpo vivo ajeno su estrato sensible o copercibo las sensaciones y los sentimientos vitales del otro individuo. Allí aprehendo lo uno con lo otro, aquí veo lo uno a través de lo otro. En el nuevo fenómeno está lo anímico no sólo copercibido con lo corporal, sino expresado a través de ello, la vivencia y su expresión están en una conexión que encontramos descrita en Fr. Th. Vischer y muy especialmente en Lipps como conexión simbólica84Si el «copercibir» no caracteriza completamente el fenómeno de la expresión, tampoco deja de tener importancia para él. Las vivencias que aprehendemos en los fenómenos de expresión están fusionadas con ellos. Esto lo ha acentuado especialmente Volkelt (System der Ásthetik [Sistema de la estética] I, pp. 254 s., 307). Los miembros del cuerpo vivo, los semblantes mismos, parecen animados, y lo anímico parece ser visible, vg., la serenidad en el sonreír, la alegría en los ojos brillantes. La unidad de vivencia y expresión es tan íntima que el lenguaje designa frecuentemente la una mediante la otra: estar arrebatado, oprimido, crecido (cf. Klages, Die Ausdrucksbewegung und ihre diagnostische Verwertung [El movimiento de expresión y su uso diagnóstico], pp. 284 s.). .

Las diferentes posturas que Lipps adoptó respecto a este problema en momentos diferentes pueden aclarárnoslo. Todavía en la primera edición de las Cuestiones éticas fundamentales (1899) se dice que las manifestaciones vitales son signos que serían interpretados en tanto que evocan en nosotros el recuerdo de vivencias propias85Op. cit., p. 13. . En los escritos a partir de 1903 -en los dos volúmenes de la estética, en el Manual ya desde la primera edición, en la nueva edición de las cuestiones fundamentales de la ética y en otros escritos breves- es fuertemente combatida esta idea y rechazada enérgicamente la concepción de las manifestaciones vitales como «signos». En el intervalo acaece la aparición de las Investigaciones lógicas de Husserl. La primera investigación había puesto en evidencia, respecto a la relación entre palabra y significado, que hay unidades fenoménicas que en modo alguno se pueden tornar comprensibles en lo más mínimo mediante la referencia a una asociación. Estas declaraciones pueden haber estimulado a Lipps para una revisión de sus opiniones. Él distingue de ahora en adelante entre «signo» y «expresión» o «símbolo». Que algo es un signo significa: algo percibido me dice que otra cosa existe. Así, el humo es signo del fuego. Símbolo significa que en algo percibido hay algo distinto, y precisamente algo anímico, que es coaprehendido con ello (en atención a su teoría, también aquí dice «covivenciado»). Un ejemplo de «relación simbólica» que a Lipps le gusta aducir puede aclarar la diferencia: ¿cómo se relacionan tristeza y semblante triste por una parte, fuego y humo por otra? Ambos casos86Los termini «signo» y «expresión» no están aquí —-como se mostrará más tarde- en el lugar justo. De ahí que se debería hablar de «indicio» y «símbolo». Las discusiones siguientes sobre los conceptos de «indicio», «signo», «expresión», se adhieren estrechamente a declaraciones de Husserl en sus ejercicios de seminario del semestre de invierno de 1913/1914. tienen algo en común: un objeto de percepción externa conduce a algo que no es percibido de la misma manera. Sin embargo, el modo de darse es distinto. El humo que me anuncia el fuego es mi «tema», objeto de mi dedicación actual, y despierta en mí tendencias a progresar hacia una conexión ulterior, una afluencia del interés en determinada dirección. El paso de un tema al otro se realiza en la forma típica de la motivación: si se da lo uno, entonces también se da lo otro. (Aquí ya hay algo más que mera asociación -«el humo me recuerda al fuego»-, por más que también aquí podemos ser llevados a asociaciones.) El hecho de que la tristeza «está dada con» el semblante triste es distinto: el semblante triste, propiamente, no es en absoluto un tema que hace de transición a otro, sino que es uno con la tristeza, pero de suerte que ella misma puede relegarse por completo al trasfondo. El semblante es el lado externo de la tristeza, ambos constituyen una unidad natural.

La diferencia quedará más clara por el hecho de que en determinados casos se dan realmente vivencias conforme al tipo del anuncio. Yo advierto en alguien a quien conozco bien una expresión de la cara que me resulta familiar y constato: si tiene ese aspecto es que está de mal genio. Pero tales casos aparecen como excepción del caso normal, del darse del símbolo, y además suponen ya un cierto darse del símbolo87En él piensa Lipps cuando admite la «experiencia» como complemento de la empatía. . Es común al indicio y al símbolo que ambos remiten más allá de sí sin quererlo o deberlo (esto los distingue, como veremos, del auténtico signo). Sin embargo, existen diferencias. Cuando permanezco vuelto hacia el humo y observo cómo sube a lo alto y se disipa, esto no es menos «natural» que si paso al fuego. Si prescindo de las tendencias que me quieren conducir en aquella dirección, entonces ya no tengo ciertamente el objeto de percepción completo, pero sí el mismo objeto, un objeto de la misma clase. En cambio, si considero el semblante triste como mera deformación de la cara, entonces ya no tengo en absoluto el mismo objeto, y ni siquiera un objeto del mismo tipo. Esto va unido a la distinción de las posibilidades de cumplimiento en ambos casos: en un caso se colma lo representado como vacío en progresiva percepción externa, en el otro mediante una (aquí necesaria) μετάβασις εις άλλο γένος el paso al transferirse dentro de otro empatizando.

La conexión entre lo percibido y lo representado como vacío se muestra como algo vivenciable, comprensible. También puede ser que el símbolo no indique todavía en una dirección determinada, permaneciendo entonces como una referencia al vacío: lo que veo está incompleto, aún le pertenece algo, sólo que no sé todavía qué. Lo que Lipps entiende por símbolo podría quedar claro tras estas declaraciones. Pero no está dicho aún que todo lo que él concibe como símbolo sea realmente símbolo y que sea ya suficiente la distinción entre «indicio» y «símbolo». Símbolos son para él gestos, movimientos, formas fijas, sonidos naturales y palabras. Dado que aquí utiliza «gestos» obviamente para expresiones involuntarias, procede la denominación. Para las expresiones de finalidad no basta ya la descripción, entramos entonces en la esfera de los signos. Quiero prescindir por ahora de las «formas fijas» (rasgos de la cara, conformación de la mano y otras por el estilo), de la «expresión de la personalidad», y limitarme a la expresión de las vivencias actuales.

En cuanto a los movimientos en los que debe darse una «especie de actividad interna» o una «manera de sentirse», pueden mentarse aquí cosas diferentes. En todo el habitus externo de una persona, en el modo y manera de moverse y en el porte, puede residir algo de su personalidad: esto habría de tratarse junto con las «formas fijas» y se puede suprimir aquí. Lipps piensa, además, que un movimiento puede aparecer como ligero, libre y elástico o torpe e inhibido. Esto forma parte de la serie de los fenómenos vitales cuyo darse ya hemos considerado. Finalmente, con los movimientos también pueden ser coaprehendidos otros sentimientos no como sentimientos comunes: puedo, vg., reconocer en el paso y en el porte de una persona que está triste. Entonces no hay sólo relación simbólica, sino anuncio. La tristeza no pertenece tanto al movimiento como al semblante triste, no está expresada en el movimiento. Por el contrario, los sonidos emocionales están enteramente al mismo nivel que los movimientos visibles de expresión; el miedo es uno con el grito de miedo, como la tristeza con el semblante, y en su darse se diferencia del darse del carruaje que se me anuncia por el rodar de sus ruedas, tal como se diferencia el darse de la tristeza en el semblante del darse del fuego mediante el humo. Y el material que entra a formar parte del sonido de la palabra está próximo a los sonidos emocionales: en el timbre de la voz puede haber alegría o aflicción, tranquilidad o agitación, afabilidad o rechazo. También aquí existe relación simbólica, aunque la relación está recubierta por lo que corresponde a la palabra como tal. Mas designar a la palabra misma como símbolo, afirmar que en ella reside un acto del comprender, que en la frase está el acto judicativo del hablante como la tristeza en su semblante, y que en esto se basa la comprensión lingüística88Cf. Asthetik [Estética] 11, p. 2; Psychologische Untersuchungen [Investigaciones psicológicas] 11, p. 448. , esto es una completa equivocación. Para mostrarlo se requiere una investigación más detallada del darse de la palabra (oída y comprendida). A la sazón puede discutirse la esencia del signo en general del que se ha tratado repetidas veces. Signos son, por ejemplo, las señales de los navegantes o la bandera que anuncia que el rey está en palacio. Sonido de palabra y señal no son tema en sí mismos, sino sólo punto de paso hacia el tema, o sea, hacia lo que designan. Despiertan una tendencia de tránsito que aparece paralizada cuando ellos mismos se convierten en tema. En el caso normal del comprender (especialmente con la palabra), el tránsito es tan momentáneo que apenas se puede hablar de una tendencia; pero ésta se hace visible cuando uno se atiene a la palabra de una lengua extranjera que al pronto no se entiende, sino que sólo contiene la referencia al significado. La completa posposición de lo «sensiblemente percibido» distingue al signo del indicio, el cual deviene «tema» con todo su contenido fáctico. Por otra parte, no hay que poner el indicio al mismo nivel que el símbolo, ya que lo designado no es copercibido como lo aprehendido en el símbolo.

A esto se añade todavía otra cosa. La señal tiene en sí un momento de deber, de exigencia, que encuentra finalmente su cumplimiento en la representación de quien la ha determinado como signo. Toda señal es fijada por convención y determinada por alguien para alguien. Esto se suprime en el símbolo puro: el semblante triste no «tiene que» significar tristeza, como tampoco el ruborizarse vergüenza. Carácter de símbolo y carácter de señal se unen de una determinada manera en la expresión de finalidad, que usa el símbolo como signo: en el fruncir el ceño aprehendo ahora no sólo la desaprobación, sino que éste quiere y debe manifestarla. La intención aprehendida da a todo el fenómeno un nuevo carácter; con todo, ella misma puede estar dada aún en relación simbólica (acaso en la mirada), o puede derivarse a partir del conjunto de la situación.

¿Cómo están las cosas con respecto a la palabra? ¿se encuentra también aquí aquel momento del deber como en la señal? Evidentemente, la palabra puede estar ahí como comunicada, y además como comunicada a mí o a otro, o bien como meramente «pensada en voz alta». Puede quedar en suspenso por ahora cómo se adhieren a la palabra estos caracteres, en cualquier caso son irrelevantes para la comprensión de las palabras: las palabras «eso arde» significan para mí lo mismo si están sólo exclamadas, si están dirigidas a mí o a otro; no hace falta que esté dado algo de estas diferencias. Que alguien pronuncie las palabras forma parte de su darse, pero la persona hablante no es aprehendida en las palabras, sino con ellas al mismo tiempo. Y esto tampoco desempeña por lo pronto ningún papel para el significado de las palabras, sino sólo como señalizador de su plenitud intuitiva: para colmar el sentido de un enunciado de percepción debo, vg., transferirme a la orientación de la persona hablante. Las palabras, pues, pueden ser consideradas enteramente en sí mismas sin atención al hablante y a todo lo que pasa en él.

¿Cuál es entonces la diferencia entre palabra y señal? Por una parte tenemos el cuerpo físico de la señal, el estado de cosas o el suceso, y el puente que la convención ha tendido entre ambos y que se manifiesta como aquel «deber anunciar». El estado de cosas mismo, por el hecho de que la señal lo designe, permanece completamente intacto. Por otra parte, al cuerpo físico de la señal no corresponde ya un cuerpo físico de la palabra, sino un cuerpo vivo de la palabra. El sonido de la palabra pronunciada no es nada que pudiera subsistir por sí de suerte que a lo que es se le haya añadido desde fuera la función de un signo, sino que es siempre portador de significado y, por cierto, de igual manera si es oído realmente que si es fingido. En cambio, a la señal pertenece la realidad. Si es fingida, entonces también su función de signo es sólo fingida, mientras que no hay un significado fingido de la palabra.

El cuerpo vivo y el alma de la palabra constituyen una unidad viva que, no obstante, permite un desarrollo relativamente independiente a ambos89Un cambio de sonido con significado constante, un cambio de significado con fonación constante. . Una señal no puede desarrollarse; después de que ha recibido su determinación la continúa llevando sin modificar, y la función que un acto de albedrío le ha fijado se la puede quitar de nuevo un acto de albedrío. Más aún, sólo existe en virtud del acto creativo realizado en ella, pero tan pronto como existe lo hace separada e independientemente de éste como cualquier producto de la habilidad artística humana. Ella puede estropearse y con eso cesar en su función sin que el «creador» en cuestión esté en modo alguno implicado en esto. Si un temporal barre todas las señalizaciones en Riesengebirgemfn]«Sierra Gigante». Esta serranía debe su nombre a la comparación con otras formaciones montañosas adyacentes de menor tamaño, como la Altvater. La «Sierra Gigante», no lejana de Breslau -ciudad natal de Edith Stein-, fue destino de algunas excursiones de la autora en los años de juventud. Figura varias veces en sus escritos filosóficos. También en su obra se cita al personaje mitológico que la habita, llamado Rübezahl. [N. del T.] [/mfn] entonces se extraviarán los excursionistas sin que la federación de Riesengebirge que ha creado ese sistema de señalizaciones, y que las imagina todavía en perfecto orden, sea hecha responsable por ello. Con la palabra no es posible lo mismo, sino que ella está siempre llevada por una conciencia (que naturalmente no es la del hablante hic et nunc); vive «por gracia» de un espíritu (esto es, no sólo merced a su acto creativo, sino en dependencia viva de él), cuyo portador puede ser un sujeto individual, pero también una sociedad de sujetos tal vez cambiantes que están vinculados en una unidad por una continuidad de vivencia.

Finalmente, la diferencia capital: las palabras remiten al objeto a través del medium del significado, mientras que la señal no tiene ningún significado en absoluto, sino sólo la función del significar. Y las palabras no remiten simplemente al estado de cosas como la señal; lo que forma parte de ellas no es el estado de cosas, sino su modelado lógico-categorial. Las palabras no designan, sino que expresan, y lo expresado ya no es lo que antes había90Podemos dejar aquí sin discutir los casos en los que las señales funcionan como palabras o las palabras son usadas como señales. . Desde luego que esto también es verdad cuando lo expresado es algo psíquico. Si alguien me dice que está triste entiendo el sentido de las palabras. La tristeza de la que ahora sé no está «viva» ante mí como dato de percepción. Se parece tan poco a la tristeza aprehendida en el símbolo como, aproximadamente, la mesa de la que oigo hablar a la parte posterior de la mesa que veo. En un caso me encuentro en la esfera apofántica -en la región de las proposiciones y los significados-, en el otro caso en contacto intuitivo inmediato con la esfera de los objetos. El significado es siempre universal; para entender qué objeto está mentado hic et nunc hace falta siempre que se dé el fundamento intuitivo sobre el cual se constituyen las vivencias de significado. En el símbolo no hay semejante estrato intermedio entre vivencia expresada y modificación corporal expresiva. Pero en ambos casos hay algo común en virtud de lo cual se impone siempre de nuevo la designación de «expresión» para los dos. Justamente esto, que lo uno constituye como lo otro la unidad de un objeto, pues la expresión desligada de la conexión con lo expresado ya no es el mismo objeto (a diferencia del cuerpo físico de la señal), ya que la expresión procede de la vivenciamfn]Klages acentúa el carácter «expresivo» del lenguaje y su prevalencia original frente a la función de comunicación (op. cit., p. 342). [/mfn] y se ajusta al material expresado. Estas relaciones son simples en la expresión corporal, en cierto sentido están duplicadas en la expresión verbal (palabra-significado-objeto, y correlativamente: tenencia del objeto, mentar o significar lógico y designación lingüística).

La función de expresar en virtud de la cual aprehendo en la expresión la vivencia expresada se realiza siempre en la vivencia de la procedencia de la expresión desde lo expresado, como ya hemos descrito en un lugar precedente (usando también allí «expresión» en un sentido ya ampliado). En el caso del comprender, este vivenciar no es originario sino empatizado. Sin embargo, hay que distinguir aquí entre la expresión verbal y la expresión corporal. La comprensión de la expresión corporal se constituye sobre la aprehensión del cuerpo vivo ajeno, que ya está comprendido como cuerpo vivo de un yo. Yo me transfiero dentro del cuerpo vivo ajeno, realizo la vivencia que con el semblante correspondiente me estaba dada ya como vacía y vivencia cómo ella termina en aquella expresión. Con la palabra es posible, como vimos, un prescindir del individuo hablante. Yo mismo tengo una aprehensión originaria del significado, de ese objeto ideal, en la transición comprensiva de la palabra al significado, y mientras permanezco en esta esfera no tengo necesidad del individuo ajeno y no necesito coejecutar sus vivencias empatizando. Y también es posible mediante vivencia originaria un cumplimiento intuitivo de lo mentado; puedo hacer que venga a dárseme a mí mismo el estado de cosas sobre el que la proposición afirma algo: cuando oigo la palabra «llueve» la entiendo sin tener en cuenta que me la dice alguien, y llevo esta comprensión a plenitud intuitiva en tanto que miro por la ventana hacia afuera. Sólo si quiero tener la intuición en la que el hablante apoya su afirmación y tener completa su vivencia de expresión tengo necesidad de la empatía.

Según esto debería quedar claro que no se llega a la vivencia en la dirección que conduce inmediatamente del sonido de la palabra al significado; que la palabra, en cuanto que tiene un significado ideal, no es símbolo. Pero, ¿qué pasa si de la palabra partieran todavía otros caminos? La puerta hacia el significado es el tipo puro de la palabra; pero éste siempre se nos presenta (salvo, acaso, en la vida espiritual solitaria) en una envoltura terrena, en habla, en escritura o impreso. Este vestido puede pasar inobservado, pero también puede anteponerse (vg., cuando no reproduce nítidamente los contornos de la palabra). Entonces atrae el interés hacia sí y con esto, a la vez, hacia la persona hablante 91Por simplicidad debe prescindirse de palabras escritas e impresas. . Ella aparece como exteriorizando o comunicando las palabras, quizá como comunicando a mí. En el último caso, las palabras «deben» referirme a algo. Entonces ya no son mera expresión de algo objetual, sino al mismo tiempo exteriorización o manifestación de los actos de la persona que confieren sentido, así como de las vivencias que están en la base, por ejemplo, de una percepción.

El tránsito a la persona hablante y sus actos también puede arrancar del sentido de la palabra antes que del sonido de la palabra pronunciada: una pregunta, una súplica, una orden, siempre están dirigidas a alguien y de ahí que remitan a la relación de hablante y oyente; lo mismo todas las expresiones ocasionales. Aquí también sirven realmente las intenciones del hablante para la comprensión de las palabras: a partir de ellas es aprehendido, no precisamente lo que significan las palabras en general, sino lo que con ellas se entiende hic et nunc. Sin embargo, tampoco en su función manifestativa pueden ser designadas las palabras como símbolos; primero, porque ellas no constituyen el fundamento único ni tampoco el principal para la aprehensión de las vivencias correspondientes; segundo, porque estas vivencias son aprehendidas no en ellas, sino a partir de ellas, y además se reexponen de una manera totalmente distinta de lo dado simbólicamente. Como mucho se podría decir que al hablar se manifiesta el expresarse con la misma vivacidad que un afecto en su movimiento expresivo, pero no las vivencias mismas manifestadas.

Todavía merece observarse que también cadencia y acentuación conciernen a la palabra como expresión (el énfasis que se pone en las partes esenciales del discurso, el ir subiendo la voz en la frase interrogativa y cosas por el estilo), y sólo en segundo término pueden tener función manifestativa. Naturalmente que estas relaciones habría que investigarlas aún más de cerca92En contraste con Lipps, el tratado de Dohrn sobre la representación artística vinculado a él ha destacado agudamente la diferencia entre el lenguaje como expresión de un contenido de significado y como exteriorización o manifestación de un contenido de vivencia (op. cit., p. 55 ss). En relación con ello ha caracterizado los géneros poéticos como diferentes formas de expresión. [La obra de Dohrn estaba citada en la Parte l. N. del T.] .

Si después de esta caracterización del darse del símbolo nos queda claro una vez más lo que lo distingue del mero «estar coofrecido» lo psíquico considerado hasta ahora, entonces vemos que en el nivel del transferirse dentro de otro empatizando es vivenciado aquel proceder de lo externamente percibido desde lo «copercibido» en el primer nivel, lo cual faltaba en los casos anteriormente considerados. El aspecto de una mano que siente no procede del sentir como la risa de la alegría. Por otra parte, este proceder es específicamente distinto de la secuencia causal. Es otra la relación que hay -como dijimos antes- entre vergüenza y rubor que entre fatiga y rubor. Mientras que la relación causal se manifiesta siempre sólo en la forma del «si… , entonces…», de manera que el darse un suceso (sea psíquico o físico) motiva un progresar hacia el darse del otro, aquí el proceder de una vivencia desde otra es vivenciado en la más pura inmanencia sin el rodeo por la esfera del objeto. Llamaremos a este proceder vivenciado «motivación». Todo lo que se acostumbra a designar como «motivación» se presenta como un caso especial de esta motivación: la motivación del obrar mediante el querer, del querer mediante un sentir sentimiento; pero también del mismo modo el proceder de la expresión desde la vivencia. También hay que comprender así la motivación en la percepción de la que Husserl habla93Ideen [Ideas], p. 89. , el deslizarse de un darse a otro darse el objeto. A menudo se ha intentado establecer la motivación como la causalidad de lo psíquico. Esta concepción no se sostiene, pues hay también, como vimos, causalidad psíquica, y ella se diferencia claramente de la motivación. Ésta, por el contrario, pertenece esencialmente a la esfera de la vivencia, en ninguna otra parte hay semejante conexión. Solemos designar la relación de motivación, en contraste con la causal, como comprensible o plena de sentido. Comprender no significa otra cosa que vivenciar el paso de una parte a otra dentro de una totalidad de vivencia (no significa tener como objeto), y todo lo objetivo, todo sentido del objeto, se constituye sólo en vivencias de esta clase. Una acción es unidad de comprensión o de sentido porque las vivencias parciales que la constituyen están en una conexión vivenciable. Y en el mismo sentido constituyen vivencia y expresión una totalidad de comprensión. Una expresión la entiendo, mientras que una sensación sólo puedo traérmela a dato. Así, mediante el fenómeno de la expresión, soy introducido en los entramados de sentido de lo psíquico y con ello adquiero, a la vez, un medio importante para la corrección de los actos de empatía.


m) La corrección de los actos de empatía

Aquello que aboliera la unidad de un sentido debe basarse en el engaño. Cuando a la vista de una herida empatizo con el dolor del herido, suelo mirarlo a la cara para dejar que se confirme mi experiencia a través de la expresión del sufrimiento. Si en lugar de ésta noto un semblante alegre o ecuánime me digo que, desde luego, él no debe tener dolor alguno, pues con arreglo a su sentido los dolores motivan sentimientos de malestar que son visibles en una expresión. Un examen ulterior (formado por nuevos actos de empatía y quizá inferencias construidas sobre ellos) me puede conducir además a otra corrección: que ciertamente existe el sentimiento sensible, pero su expresión está reprimida voluntariamente, o que el aludido siente el dolor con normalidad, pero a consecuencia de una perversión de su sentir no sufre por él sino que lo disfruta.

Por lo demás, la penetración en los entramados de sentido me permite comprender correctamente expresiones «equívocas». Si un ruborizarse significa vergüenza, o cólera, o es una consecuencia de fatiga física, esto se dirime según las circunstancias ordinarias, que me inducen a empatizar una u otra. Cuando el interesado ha dicho antes una tontería, entonces la conexión de motivaciones me resulta empatizada inmediatamente así: apercibimiento de su necedad-vergüenza-rubor; si al mismo tiempo aprieta el puño o profiere un juramento, entonces veo que está colérico; si se ha agachado antes o ha caminado rápidamente, entonces empatizo una conexión causal en vez de una de motivaciones. Todo esto inmediatamente, sin que en el caso en cuestión fuera menester un «diagnóstico diferencial». Recurro tan poco a comparación con los otros casos como en la comprensión de una frase necesito reflexionar cuál de los posibles significados de una palabra equívoca corresponde en el respectivo contexto. Mediante la corrección de los actos de empatía se explica también aquel comprender lo que se oculta detrás de un semblante del que hablamos antes. Por un lado, se distingue en sí la expresión «auténtica» de la «falsa», la sonrisa convencional, vg., de la verdaderamente amable y también la viva de la que está en cierto modo helada, que todavía es retenida cuando ya está extinguido el impulso actual que a ella corresponde. Pero también puedo calar la expresión fingida «engañosa». Si alguien me asegura su condolencia con el tono más cordial y a la par me escudriña frío e indiferente o con impertinente curiosidad, entonces no le doy crédito.

La concordancia de la empatía en la unidad de un sentido posibilita también la comprensión de síntomas de expresión que me resultan desconocidos desde el vivenciar propio, y tal vez de todo punto inaprehensibles en él. Un estallido de cólera es una totalidad de sentido comprensible dentro de la cual todos los momentos singulares me son comprensibles, incluso los hasta entonces desconocidos, vg., una risa rabiosa. Así también me resulta expresión comprensible de alegría que el perro menee la cola si su mirada y su comportamiento ordinario delatan tales sentimientos y su situación los justifica.


n) La constitución del individuo anímico y su relevancia para la corrección de la empatía

Pero la posibilidad de corrección va más allá. No sólo comprendo las vivencias singulares y los entramados de sentido singulares, sino que los tomo –como mis propias vivencias en la percepción interna como manifestaciones de cualidades individuales y de su portador. En la mirada alegre aprehendo no sólo una emoción actual, sino afabilidad como cualidad habitual, en el estallido de cólera se me manifiesta un «temperamento fuerte», en la comprensión de una secuencia complicada la agudeza, etc. Estas cualidades se constituyen para mí tal vez en toda una serie de actos de empatía que se confirman y se corrigen. Pero tan pronto como he adquirido de tal manera una imagen del «carácter» ajeno (como unidad de estas cualidades), me sirve a mí mismo como referencia para la valoración de actos de empatía ulteriores. Si se me cuenta una conducta deshonrosa de una persona que he conocido como recta, entonces no daré crédito alguno. Y así como entre las vivencias singulares, también entre las cualidades personales hay nexos de sentido, hay cualidades esencialmente conciliables y esencialmente inconciliables: un hombre bondadoso de verdad no puede ser vengativo, ni cruel uno compasivo, ni «diplomático» uno franco, etc. Así aprehendemos en cada cualidad la unidad del carácter, como en cada propiedad de una cosa la unidad de la cosa, y ahí poseemos una motivación de futuras experiencias. De esta manera, en actos de empatía se constituye para nosotros el individuo según todos sus elementos.


o) Los engaños de empatía

Como en cualquier experiencia, también aquí son posibles los engaños, pero, como en todas partes, también aquí los engaños sólo se pueden desenmascarar por medio de actos experienciales del mismo tipo o por medio de inferencias que en último término se reducen a tales actos como a sus fundamentos.

De qué fuentes puedan surgir tales engaños, esto lo hemos visto ya repetidas veces: cuando, al empatizar, ponemos como base nuestra condición individual en vez de nuestro typus, entonces llegamos a falsos resultados94Sobre esta clase de engaño de empatía (y precisamente como caso de engaño en el terreno de una experiencia por lo demás fidedigna) también llama la atención Roettecken (Poetik [Poética], p. 22). . Así, cuando atribuimos al daltónico nuestras impresiones de color, al niño nuestra capacidad de juicio, al salvaje nuestra sensibilidad estética. Si con la empatía sólo se aludiese a esta clase de comprensión de la vida anímica ajena, se la debería rechazar con razón como hace Scheler. Pero aquí se le detecta lo que él ha reprochado a otras teorías: que tomó el caso del engaño por caso normal. Sin embargo, aquel engaño -como decíamos- sólo es eliminable de nuevo a través de la empatía. Si empatizando asigno mi fruición de una sinfonía beethoveniana al que carece de gusto musical, este engaño desaparecerá tan pronto como le mire a la cara y encuentre allí la expresión del más mortal aburrimiento. En principio, en la inferencia por analogía reside la misma fuente de error: también aquí la propia condición fáctica (no típica) constituye el punto de partida; puesto que en lo demás yo procedo lógicamente, no llego a un engaño (esto es, a un supuesto darse originario de algo de hecho no existente), sino a una conclusión incorrecta sobre la base de la premisa falsa; el resultado es en ambos casos el mismo: un no encontrar lo realmente existente. Ya el «sano entendimiento humano» considera el «sacar conclusiones sobre los demás a partir de uno mismo» como un medio no utilizable para alcanzar el conocimiento de la vida anímica ajena.

Para prevenir tales errores y engaños se requiere una conducción permanente de la empatía por la percepción externa, la constitución del individuo ajeno está enteramente fundada en la constitución del cuerpo físico. El darse de un cuerpo físico de determinada condición en la percepción externa es, por tanto, requisito para el darse de un individuo psicofísico; por otra parte no damos siquiera un paso más allá del cuerpo físico mediante la sola percepción externa, sino que el individuo como tal se constituye en su totalidad, como vimos, en actos de empatía. Gracias a esta fundamentación del alma en el cuerpo vivo, la empatía en individuos psicofísicos es posible sólo para un sujeto del mismo tipo. Un yo puro, por ejemplo, para el que no se constituye originariamente un cuerpo vivo propio y una relación psicofísica, quizá podría tener dados objetos varios, pero no podría percibir cuerpos vivos, individuos vivientes. Lo que aquí sea facticidad y lo que sea necesidad esencial resulta muy difícil de decidir y requeriría una investigación propia.


p) Relevancia de la constitución del individuo ajeno para la del individuo anímico propio

Como vimos en un grado inferior (en la consideración del cuerpo vivo como centro de orientación), la constitución del individuo ajeno era condición de la constitución completa del propio; algo semejante se encuentra también en los estratos superiores.

Contemplarnos en percepción interna, esto es, contemplar nuestro yo anímico y sus cualidades, significa vernos como vemos a otro y como otro nos ve. La actitud ingenua original del sujeto es el quedar absorbido por su vivenciar sin hacerlo objeto. Amamos y odiamos, queremos y actuamos, nos alegramos y entristecemos y lo expresamos, y todo esto es en cierto sentido consciente para nosotros sin ser aprehendido, sin ser objeto; no hacemos ninguna consideración sobre ello, no lo hacemos objeto de atención ni de observación ni ulterior valoración, y consiguientemente no vemos qué clase de «carácter» manifiesta. En cambio, todo esto lo hacemos con la vida anímica ajena, que está ante los ojos desde un principio como objeto gracias a su ligazón con el cuerpo físico percibido. En tanto que la comprendo entonces como «mi semejante», llego a considerarme a mí mismo como un objeto semejante a ella. Alguna vez en «simpatía reflexiva», aprehendiendo empáticamente los actos en los que mi individuo se constituye para ella. Desde su «punto de vista» miro a través de mi expresión corporal aquella «vida anímica superior» que allí se manifiesta y las cualidades anímicas que allí se delatan. Obtengo así la «imagen» que el otro tiene de mí; mejor dicho, las apariencias en las que yo me represento a él. Así como el mismo objeto natural está dado en tantas variedades de apariencia cuantos sujetos percipientes hay, así puedo yo tener otras tantas «comprensiones» de mi individuo anímico cuantos sujetos comprensores95Por tanto, no es en absoluto tan desatinado lo que dice James de que el hombre tiene tantos «sí mismos sociales» cuantos individuos hay que lo conocen (Psychologie [Psicología], p. 178); sólo que no vamos a aceptar la designación «sí mismo social»..

Ciertamente, tan pronto como se llega a cumplimiento empatizante, los actos de empatía reiterada en los que aprehendo mi vivenciar pueden entrar en conflicto con el vivenciar originario y destacar así aquella «comprensión» como engaño. Y en principio es posible que todas las comprensiones de mí mismo que llego a conocer estén tergiversadas. Pero por suerte tengo entonces la posibilidad de traerme a dato mi vivenciar no sólo en empatía reiterada, sino originariamente en percepción interna. Entonces la tengo inmediatamente, no dada por medio de su expresión o en apariencias corpóreas. Ahora aprehendo también mis cualidades originariamente, no empáticamente. Esta conducta es, como dijimos, extraña a la actitud natural, y es la empatía la que nos induce a ella. Pero esto no es una necesidad esencial, la posibilidad de la percepción interna existe también independientemente de ella, y así la empatía no aparece en este contexto como un constituens, sino sólo como un importante medio auxiliar para la aprehensión del individuo propio (a diferencia de la comprensión del cuerpo vivo propio como de un cuerpo físico como otros, que no sería posible sin empatía}. Y como semejante medio auxiliar se muestra también desde otro lado. Como Scheler nos muestra, la percepción interna abriga en sí la posibilidad del engaño. Ahora se nos ofrece la empatía como un correctivo de tales engaños junto a ulteriores corroboraciones o actos de percepción divergentes. Es posible que otro me «juzgue mejor» que yo mismo y me proporcione mayor claridad sobre mí mismo. Él nota, vg., que yo miro en torno a mí buscando aprobación cuando hago el bien, mientras que yo mismo creo obrar por pura misericordia. Así trabajan mano a mano empatía y percepción interna para darme yo a mí mismo.


IV La empatía como comprensión de personas espirituales


1. Concepto del espíritu y de las ciencias del espíritu

Al yo individual cuya constitución nos ocupó hasta ahora lo considerábamos como miembro de la naturaleza, al cuerpo vivo como un cuerpo físico entre otros, al alma fundada en él como padeciendo y ejerciendo efectos, incorporada a la conexión causal, a todo lo psíquico como un acontecer natural, a la conciencia como una realidad. Pero esta concepción no se puede sostener consecuentemente por sí sola; ya cuando hablamos de la constitución del individuo psicofísico se traslucía en varios lugares algo que va más allá de este marco. La conciencia se nos mostraba no sólo como acontecer causalmente condicionado, sino a la vez como constituyendo un objeto, con lo que sale del entramado de la naturaleza y se la coloca enfrente: la conciencia como correlato del mundo de objetos no es naturaleza, sino espíritu.

No pretendemos abordar el cúmulo de problemas nuevos que surgen con esto, ni mucho menos resolverlos. Pero tampoco podemos pasar de largo si queremos tomar posición respecto a las cuestiones que nos hacen frente en la historia de la bibliografía sobre la empatía, las cuestiones acerca de la comprensión de las personalidades ajenas. Más tarde veremos cómo encaja esto. Por el momento vamos a comprobar hasta qué punto se ha deslizado ya el espíritu en nuestra constitución del individuo psicofísico.

Ya cuando concebíamos el cuerpo vivo ajeno como centro de orientación del mundo espacial hemos tomado el yo perteneciente a él como un sujeto espiritual, pues con ello le hemos adscrito una conciencia que constituye objeto, hemos considerado el mundo externo como su correlato; toda percepción externa se ejerce en actos espirituales. Asimismo, con cada acto de empatía en sentido literal, esto es, con cada aprehensión de un acto sentimental, ya hemos penetrado en el reino del espíritu. Pues así como en los actos de percepción se constituye la naturaleza física, así se constituye un nuevo reino de objetos en el sentimiento: el mundo de los valores. En la alegría tiene el sujeto frente a sí algo gozoso, en el temor algo temible, en el miedo algo amenazador. Los mismos estados de ánimo tienen su correlato objetivo: para los serenos, el mundo está inmerso en rosados resplandores, para los afligidos es gris sobre gris. Y todo esto nos es dado concomitantemente con los actos sentimentales, como pertenecientes a ellos. El acceso a estas vivencias nos lo otorgaron en primer término las apariencias de la expresión. Puesto que las considerábamos como provenientes de las vivencias, tenemos aquí a la sazón una incursión del espíritu en el mundo físico, un «hacerse visible» el espíritu en el cuerpo vivo, posibilitado por la realidad psíquica que corresponde a los actos como vivencias de un individuo psicofísico y que encierra en sí la efectividad sobre la naturaleza física. Esto se manifiesta más llamativamente aún en el terreno de la voluntad. El acto de voluntad no tiene sólo un correlato objetivo frente a sí -lo querido-, sino que en tanto que libera desde sí la acción le confiere realidad, deviene creativo. Todo nuestro «mundo cultural», todo aquello que ha modelado la «mano del hombre», todos los objetos de uso, todas las obras de la artesanía, de la técnica, del arte, son correlato hecho realidad del espíritu.

La ciencia de la naturaleza (física, química, biología en el más amplio sentido de ciencia de los seres vivos que incluye también la psicología empírica) describe los objetos de la naturaleza e intenta explicar causalmente su procedencia real. La ontología de la naturaleza intenta descubrir la esencia y la estructura categorial de estos objetos96Sobre la relación entre hecho y esencia, ciencia de hechos y ciencia de esencias, cf. Ideen [Ideas] de Husserl, capítulo l. . Y la «filosofía de la naturaleza» o -para evitar este término sospechoso- la fenomenología de la naturaleza, muestra cómo se constituyen en la conciencia tales objetos y con ello da una clave esclarecedora sobre el proceder de aquellas ciencias «dogmáticas» que no rinden ni necesitan rendir cuenta de sus métodos a sí mismas. Las ciencias del espíritu (ciencias de la cultura) describen las obras del espíritu, pero no se contentan con ello, sino que -casi siempre indisociado de ello- como «historia» en el más amplio sentido que comprende historia de la literatura, de la lengua, del arte, etc., persiguen su origen, su nacimiento desde el espíritu. Hacen esto no explicando causalmente, sino en comprensión reviviscente. (Si los estudiosos de las ciencias del espíritu proceden de la primera manera se sirven del método de las ciencias naturales, y esto sólo es admisible para el proceso de formación de productos culturales en la medida en que es un acontecer natural. Así, hay una fisiología del lenguaje y una psicología del lenguaje que, vg., indagan qué órganos están implicados en la producción de los sonidos y qué procesos psíquicos conducen a que una palabra sea sustituida por otra de sonido similar. Estas investigaciones tienen su valor, sólo que no se debe creer que éstos sean cometidos propios de la ciencia del lenguaje o de la historia del lenguaje.) En el seguimiento del proceso de originación de obras espirituales se encuentra el espíritu mismo manos a la obra, dicho más exactamente: un sujeto espiritual aprehende empáticamente a otro y se trae a dato su obrar.

La clarificación del método de las ciencias del espíritu ha sido acometida sólo en la época más reciente. Cierto es que los grandes cultivadores de las ciencias del espíritu han andado el camino correcto y (como muestran algunas expresiones, vg., de Ranke y Jacob Burckhardt) han sido -aun cuando no con clara penetración comprensiva- «bien conscientes del camino correcto». Pero si es posible avanzar correctamente sin penetración comprensiva en su proceder, una concepción mal entendida de los cometidos propios no puede sino conducir necesariamente a malas consecuencias en la gestión misma de la ciencia. Antaño se han puesto exigencias injustas a la ciencia natural; ella debía hacer «comprensible» el acontecer natural (como mostrar la naturaleza cual creación del espíritu divino), y mientras no se defendió de ello no pudo desarrollarse correctamente. Hoy existe el peligro contrario. No sólo se está satisfecho con explicar causalmente, sino que se declara la explicación causal como el ideal científico por antonomasia. Esto sería inocuo si esta concepción permaneciera limitada a los cultivadores de la ciencia de la naturaleza. Tranquilamente se podría no envidiarles su satisfacción de mirar con desprecio a la «acientífica» (por no «exacta») ciencia del espíritu si el entusiasmo por el método de la ciencia natural no se hubiera adueñado de los mismos cultivadores de las ciencias del espíritu. No se quiere estar atrás en exactitud, y así las ciencias del espíritu han llegado a ser a menudo siervas y han perdido de vista sus propios fines. En los manuales que enseñan el método histórico encontramos expuesta la concepción de que la psicología97Si aquí se alza protesta en contra, naturalmente que siempre se entiende por «psicología» la psicología hoy dominante de la ciencia natural. es el fundamento de la historia, y su estudio es recomendado con vehemencia a los jóvenes historiadores (vg., por Bernheim, que es tenido por autoridad en el terreno de la metodología). Bien entendido, no debe sostenerse que los conocimientos psicológicos no puedan aprovechar en nada al historiador. Pero ellos le ayudan al conocimiento de lo que está fuera de su dominio y no le suministran sus objetos propios. Debo explicar psicológicamente dondequiera que no pueda ya entender98Esta es una concepción que sostiene muy enérgicamente Scheler. . Pero siempre que haga eso procedo como cultivador de las ciencias de la naturaleza y no como historiador. Si averiguo que un personaje histórico mostró ciertos trastornos psíquicos -vg., un fallo de la memoria- a consecuencia de una enfermedad, constato un evento natural del pasado que tiene tan poco de acontecer histórico como la erupción del Vesubio que destruyó Pompeya. A partir de leyes puedo explicar este evento natural (supuesto que tenga tales leyes), pero por ello no deviene comprensible en lo más mínimo. Lo que hay que «entender» es sólo cómo tales eventos naturales, cuando hacen su aparición, motivan el obrar de las personas en cuestión, y como «motivadores» reciben también ellos un significado histórico. Pero entonces ya no son concebidos como hechos naturales que hay que explicar a partir de leyes naturales. Si yo «explicase» la totalidad de la vida en el pasado habría proporcionado una buena porción de trabajo de ciencia de la naturaleza, pero habría erradicado del pasado el espíritu y no habría ganado ni un granito de conocimiento histórico. Si los historiadores tienen por tarea suya comprobar y explicar hechos psicológicos del pasado, entonces ya no hay ciencia alguna de la historia. Dilthey nombra las obras históricas de Taine como un ejemplo aleccionador de las consecuencias de esta concepción. El objetivo vital de Wilhelm Dilthey ha sido el de dar a las ciencias del espíritu su verdadero fundamento. Acentuó que la psicología explicativa no es capaz de eso y quiso poner en su lugar una «psicología descriptiva y analítica»99Ideen über eine beschreibende und zergliedernde Psychologie [Ideas sobre una psicología descriptiva y analítica]. . Creemos que con ello no está encontrada la palabra correcta, pues también la psicología descriptiva es ciencia del alma como naturaleza. Tan escasamente puede ella dar la clave sobre el proceder de las ciencias del espíritu como sobre el de las ciencias de la naturaleza. Claridad sobre el método de las ciencias del espíritu y de las ciencias de la naturaleza la proporciona la indagación reflexiva de la conciencia científica respectiva como la pretende la fenomenología. Dilthey no ha llegado aquí a una claridad completa. Cabalmente, él también ve en el «autoconocimiento» el camino hacia una fundamentación epistemológica100Einleitung in die Geisteswissenschaften [Introducción a las ciencias del espíritu], p. 117. . Y en la aplicación reflexiva de la mirada sobre el proceder de las ciencias del espíritu lo reconoció como comprensión reviviscente (o, como ya podemos decir, como aprehensión empática) de la vida espiritual del pasado101Op. cit., pp. 136 s. . Pero encuentra como sujeto de esta comprensión al hombre como naturaleza, a la totalidad vital del individuo psico físico102Op. cit., p. 47. . Por eso la ciencia que se ocupa de él -la psicología descriptiva- es por una parte supuesto de las ciencias del espíritu, por otra lo que les da unidad, pues ellas se ocupan de las ramificaciones singulares en las que se despliega vitalmente aquella totalidad: arte, costumbre, derecho, etc. Mas con ello queda abolida la diferencia de principio entre naturaleza y espíritu.

Las ciencias exactas de la naturaleza se presentan también como una unidad: cada una de ellas tiene por objeto suyo una parte abstracta del «objeto natural» concreto. Objeto natural son también el alma y el individuo psicofísico. Para la constitución de este objeto era requerible la empatía y con ello estaba presupuesto hasta un cierto grado el individuo propio. Pero de esta empatía hay que distinguir la comprensión espiritual que caracterizaremos todavía más de cerca103Geiger ya ha acentuado en su redacción colectiva antes nombrada que hay que distinguir entre comprensión reviviscente y empatizar como mera presencia de algo anímico (cf. p. 48), sin que naturalmente podamos acometer en este lugar un análisis más pormenorizado. . De las ambiguas declaraciones de Dilthey aprendemos, empero, que junto a la clarificación del método debe haber un fundamento objetivo de las ciencias del espíritu, una ontología del espíritu correlativa a una ontología de la naturaleza. Así como las cosas naturales tienen una estructura sujeta a leyes esenciales, vg., así como las formas espaciales empíricas representan realizaciones de formas geométricas ideales, así también hay una estructura esencial del espíritu y tipos ideales de los que los personajes históricos aparecen como realizaciones empíricas. Si empatía es la conciencia experiencia! en la que vienen a dársenos personas ajenas, entonces es al mismo tiempo la base ejemplar para la obtención de estos tipos ideales, como la experiencia de la naturaleza lo es para el conocimiento eidético de la naturaleza. Desde nuestras consideraciones debemos, pues, encontrar también un acceso a estos problemas.


2. El sujeto espiritual

Tratemos de comprobar primero lo que ya hemos ganado para el conocimiento del sujeto espiritual con la constitución del individuo psicofísico. Lo encontrábamos como un yo en cuyos actos se constituye un mundo de objetos y que crea objetos él mismo en virtud de su voluntad.

Si tenemos en cuenta que no todo sujeto ve el mundo por el mismo «lado» ni lo tiene dado en la misma afluencia de apariencias, sino que a cada uno corresponde su peculiar «visión del mundo», entonces ya está obtenida con esto una caracterización individual de los sujetos espirituales. Sin embargo, algo se opone en nosotros a reconocer este curioso «sujeto espiritual» sin sustrato como aquello que comúnmente se denomina persona. No obstante, podemos completar su caracterización sobre la base de nuestras declaraciones anteriores.

Los actos espirituales no están uno junto a otro sin relación -semejantes a un haz de rayos con el yo puro como punto de intersección-, sino que hay un provenir vivenciado de uno a partir de otro, un deslizarse del yo de uno al otro: lo que antes hemos denominado «motivación». Este «entramado de sentido» de las vivencias, que tan raro efecto producía en medio de las relaciones causales psíquicas y psicofísicas y no tenía paralelo alguno en la naturaleza física, ha de cargarse íntegramente a la cuenta del espíritu. La motivación es la legalidad de la vida espiritual, el entramado de vivencias de los sujetos espirituales es una totalidad de sentido vivenciada (originariamente o a la manera de la empatía) y como tal comprensible. Justamente este provenir pleno de sentido distingue a la motivación de la causalidad psíquica, y a la comprensión empatizante de entramados espirituales de la aprehensión empatizante de los psíquicos. Un sentimiento motiva una expresión según su sentido, y este sentido delimita un dominio de posibilidades de expresión, así como el sentido de una parte de la frase diseña las posibles compleciones (formales y materiales). Esto no quiere decir otra cosa sino que los actos espirituales están subordinados a una legalidad racional general. Tanto como para el pensar, así también para el sentir sentimiento, el querer y el obrar hay leyes racionales que encuentran su expresión en ciencias aprióricas: junto a la lógica caminan la axiología, la ética y la práctica.

Hay que distinguir esta legalidad racional de la legalidad esencial. Reside en la esencia del querer el que sea motivado por un sentimiento. De ahí que un querer inmotivado es un absurdo, no es pensable un sujeto de la índole que sea que quisiera algo que no le estuviera ante los ojos como valioso. En el sentido del querer (el establecer que algo está por realizar) reside el que se dirige a lo posible (esto es, realizable), razonablemente sólo se puede querer lo posible. Pero hay gente irrazonable que no se cuida de si lo que ha reconocido como valioso es realizable o no, que lo quiere sólo en virtud de su valor y se fatiga por hacer posible lo imposible. La vida anímica patológica muestra que para muchos es realmente posible lo que contradice las leyes racionales. Hablamos entonces de enajenación mental. Pero la legalidad psíquica puede estar ahí perfectamente intacta. Por otra parte, hay males psíquicos en los que las leyes racionales del espíritu permanecen perfectamente en vigor, vg., anestesia, afasia y semejantes. Reconocemos una diferencia radical entre las anomalías espirituales y las psíquicas. En los casos de la segunda clase no está del todo perturbada la comprensión de la vida anímica ajena, sólo que se empatizarán relaciones causales modificadas, mientras que en los males del espíritu la comprensión está suprimida, puesto que sólo puede empatizarse todavía una sucesión causal, no el provenir pleno de sentido de unas vivencias desde otras. Finalmente, hay aún una serie de casos patológicos en los que ni el mecanismo psíquico ni la legalidad racional parecen infringidos, sino que se presentan como modificaciones del vivenciar en el marco de las leyes racionales, vg., una depresión a consecuencia de un acontecimiento demoledor. Aquí no sólo es comprensible la parte de la vida anímica respetada por la enfermedad, sino la aparición misma de la enfermedad104Semejantes distinciones han sido confeccionadas por la psicopatología moderna. Cf. Jaspers, Über kausale und verstiindliche Zusammenhiinge… [Sobre conexiones causales y de comprensión…]. . De estas consideraciones extraemos que el sujeto espiritual está sometido por esencia a leyes racionales y que sus vivencias están en entramados comprensibles.


3. La constitución de la persona en las vivencias de sentimiento

Pero tampoco podemos contentarnos con esto; tampoco con esto hemos llegado aún a lo que se denomina persona. Más bien conviene reconocer que en los actos del espíritu se constituye todavía algo diferente del mundo de objetos hasta ahora considerado. Es antigua tradición psicológica que el «yo» está constituido en sentimientos105Se ven justificaciones de este parecer desde los escritos de renombrados psicólogos en la Phanomenologie des Ich [Fenomenología del yo] de Ósterreich, pp. 8 ss., cf. también Natorp, Allgemeine Psychologie [Psicología general], p. 52. . Vamos a ver qué puede entenderse por este «yo» y si podemos aducir una justificación en favor de esta afirmación.

En el lenguaje de la psicología al uso se distinguen sensaciones, en las que yo siento «algo» (una concepción con la que no nos declaramos solidarios), y sentimientos, en los que yo «me» siento o bien siento actos y disposiciones del yo. ¿Qué sentido puede tener esta distinción? Hemos visto que todos los actos son vivencias del yo en tanto que, al reflexionar, uno se topa con el yo puro en cada uno. Además, el sentimiento es también sentimiento de algo, es un acto donante, y por otro lado hay que considerar también todo acto como disposición del yo anímico una vez que éste se ha constituido.

No obstante, subsiste una diferencia muy incisiva en la esfera de la vivencia. En los «actos teoréticos», actos de la percepción, de la representación, del pensamiento asociativo o inferencia!, etc., estoy dirigido hacia un objeto de tal manera que el yo y los actos no están ahí en absoluto. En todo momento existe la posibilidad de echar una mirada reflexiva sobre ellos, dado que en la ejecución están permanentemente dispuestos para ser percibidos. Pero existe igualmente la posibilidad de que esto no suceda, de que el yo quede completamente absorbido en la consideración del objeto. Sería pensable que un sujeto que viviera sólo en actos teoréticos tuviera ante sí un mundo de objetos sin descubrir jamás su sí mismo y su conciencia, sin «estar ahí» para sí mismo. Mas desde el momento en que este _sujeto no sólo percibe, piensa, etc., sino que también tiene sentimientos, ya no es esto posible. Pues al tener sentimiento no sólo vivencia objetos, sino a sí mismo, vivencia los sentimientos como provenientes del «fondo de su yo». Con ello queda dicho a la vez que este yo que «se» vivencia no es el yo puro, pues el yo puro no tiene fondo alguno. En cambio, el yo que es vivenciado en el sentimiento tiene estratos de diferente profundidad que se descubren al nacer los sentimientos de ellos.

Se ha querido distinguir entre «sentir» sentimientos y el «sentimiento». Yo no creo que con estas dos designaciones toquemos dos clases diferentes de vivencias, sino sólo las diferentes «direcciones» de la misma vivencia. El sentir sentimientos es la vivencia en cuanto que nos da un objeto o algo del objeto. El sentimiento es el mismo acto en cuanto que aparece como proveniente del yo o que descubre un estrato del yo. En ello todavía es menester un viraje especial de la mirada para convertir en objeto en sentido estricto a los sentimientos, a su brotar desde el yo y a este mismo yo. Un volverse que es específicamente diferente de la reflexión, porque no me trae ante los ojos algo que antes no existiera en absoluto para mí. Por otra parte, es específicamente diferente del paso desde una «vivencia de trasfondo», desde un acto en el que un objeto está ante mí pero no es el objeto preferencial de mi dedicación, al cogito específico, al acto en el que estoy dirigido al objeto en sentido propio; pues volverse al sentimiento, etc., no es el paso desde un dato de objeto a otro, sino objetivación de algo subjetivo106Por lo demás, se requiere también la misma dirección de la mirada para «objetivar» el correlato de un acto sentimental (cf. Ideen [Ideas] de Husserl, p. 66). Ella tiene lugar, vg., en el paso de la captación de un valor, del originario sentir un valor, a un juicio de valor. . Además, en los sentimientos nos vivenciamos no sólo como existentes, sino como hechos así o asá; ellos nos manifiestan cualidades personales. Ya hablamos antes de propiedades constantes del alma que se manifiestan en las vivencias. Adujimos ejemplos de tales propiedades constantes, entre otros la memoria que se manifiesta en nuestros recuerdos, y la pasionalidad que se manifiesta en nuestros sentimientos. Una consideración más detallada muestra este agrupamiento como altamente superficial, dado que no se trata en modo alguno de propiedades al mismo nivel, tanto ontológicamente (según su posición en la estructura esencial del alma), como fenomenológicamente (según su constitución en la conciencia). Viviendo en el recuerdo y vueltos hacia el objeto recordado nunca llegaríamos a algo así como la «memoria». Sólo en la percepción interna, en nuevos actos en los que el recuerdo no existente antes para nosotros está «dado», se da ella también como manifestación del alma y de su propiedad (o «capacidad»). En la «alegría bulliciosa», en el «dolor convulsivo», advierto en su misma realización, sin que me estuvieran «dadas» en nuevos actos, mi pasionalidad y la posición que ella ocupa en el yo. No las percibo, sino que las vivencio. En cambio, es posible una objetivación de estas propiedades vivenciadas, así como de los sentimientos, y ésta es incondicionalmente requerible, vg., cuando algo debe afirmarse de ellos. Estos actos objetivadores son de nuevo donantes (que perciben o meramente indican, mientan) y en ellos tiene lugar la correspondencia del yo vivenciado y del percibido.

Tendríamos que recorrer todos los géneros de vivencia para obtener un cuadro completo. Esto sólo puede hacerse aquí a modo de indicación. Las sensaciones no revierten en una vivencia del yo: la presión, el calor, el estímulo de la luz que yo siento, no son nada en lo que yo me vivencie, no surgen en modo alguno de mi yo. En cambio, una vez objetivados, me «manifiestan» la «sensibilidad» como propiedad anímica constante. Las denominadas «sensaciones sentimentales» o «sentimientos sensibles», el gusto por una impresión táctil, el dolor sensorial, penetran ya en la esfera del yo; yo vivencio el gusto y el dolor en la superficie de mi yo, en ello vivencio a la vez mi «receptividad sensorial» como estrato superior o más externo de mi yo107No puedo coincidir totalmente con Geiger cuando niega toda «implicación del yo» a los sentimientos sensibles (Phiinomenologie des iisthetischen Genusses [Fenomenología del gusto estético], pp. 613 s.). Si se distinguen (como debe hacerse) la sensación, lo placentero de ella y el gusto que me da, entonces no veo cómo se puede eliminar de este gusto el momento del yo. Francamente, con ello cae también para mí la distinción que hace Geiger entre gusto y gozo, por cuanto se apoya en la implicación del yo. Tampoco puedo admitir que no haya una contrapartida negativa para el gozar (como el disgusto para el gusto, el desagrado para el agrado): me parece que un análisis más detallado debería poder resaltar el sufrir como la contraimagen negativa del gozar. .

Hay luego una especie de sentimientos que son, en un sentido especial, «vivenciar-se»: los sentimientos comunes y los estados de ánimo. Distingo los sentimientos comunes de los estados de ánimo en atención a su «ligazón corporal», que sin embargo no tiene que ocuparnos aquí. Sentimientos comunes y estados de ánimo adoptan una posición especial en el reino de la conciencia, pues ellos no son actos donantes, sino que sólo son visibles como «coloraciones» en actos donantes. Al mismo tiempo se distinguen por el hecho de que no tienen ningún lugar determinado en el yo, no son vivenciados en la superficie o en la profundidad del yo, y no descubren ningún estrato del yo, sino que lo impregnan completamente y lo llenan, y penetran todos los estratos o pueden al menos penetrarlos. Tienen algo de la omnipresencia de la luz y, por ejemplo, ni siquiera la serenidad de carácter como propiedad vivida está localizada en modo alguno en el yo, sino que está difusa por encima como un claro resplandor. Y toda vivencia actual tiene en sí algo de esta «iluminación de conjunto», está sumergida en ella.

Llegamos ahora a los sentimientos en sentido estricto. Estos sentimientos -como dijimos antes- son siempre sentimiento de algo. En todo sentimiento estoy dirigido a un objeto, me está dado algo sobre el objeto, se me constituye un estrato del objeto. Pero para que se pueda constituir este estrato del objeto debo tenerlo antes, me debe estar dado, y esto sucede en los actos teoréticos: todo sentimiento precisa de actos teoréticos para su constitución. Así, en la alegría por una buena acción me está delante la bondad de esta acción, su valor positivo; pero para alegrarme por esta acción debo ante todo saber de ella, el saber es fundante para la alegría. Este saber, que está en la base del sentir el valor y que también puede ser reemplazado por una aprehensión intuitiva percipiente o representativa, pertenece al terreno de los actos sólo aprehensibles por reflexión y carece de profundidad de yo. En cambio, el sentimiento constituido sobre él, aun en caso de inmersión completa en el valor sentido, descansa siempre en la existencia del yo y es vivenciado como proviniendo de él. El enfado por la pérdida de una joya penetra menos profundamente o viene de un estrato más superficial que el dolor por la pérdida del mismo objeto como recordatorio de una persona amada o, más aún, que el dolor por la pérdida de esta persona misma. Aquí se manifiestan las conexiones esenciales entre el orden de rango de los valores108Para el orden de rango de los valores, cf. Scheler, Der Formalismus in der Ethik … [El formalismo en la ética…] , pp. 488 ss. , el orden en profundidad de los sentimientos de valor y el orden de los estratos de la persona que ahí se descubren. Así, pues, todo avance en el reino de los valores es al mismo tiempo un acto de conquista en el reino de la propia personalidad. Esta correlación posibilita una legalidad racional de los sentimientos y su anclaje en el yo, y una decisión sobre lo «correcto» y lo «equivocado» en este terreno. A quien le «derrota» la pérdida de su patrimonio, esto es, le toca en el punto nuclear de su yo, ése siente «irracionalmente», invierte el orden de rango de los valores o le falta en general la penetración sentimental de los valores superiores y le faltan los estratos personales correlativos.

A los actos sentimentales en los que se descubren los estratos personales pertenecen también los sentimientos del amor y del odio, de la gratitud, de la venganza, del rencor, etc., sentimientos que tienen por objeto a otras personas. También estos sentimientos están anclados en diferentes estratos del yo (el amor, vg., en uno más profundo que el afecto). Por otra parte, tienen como correlato valores personales. Cuando estos valores no son valores derivados -que conciernen a la persona como a quien realiza o aprehende otros valores-, sino valías propias, vienen a darse en actos que radican en otras profundidades que el sentimiento de los valores no personales, y si con ello desvelan estratos que no pueden ser vivenciados de ninguna manera, entonces es constitutivo para la persona propia la aprehensión de personas ajenas. En el acto de amor, pues, tenemos un asir o bien un tender a la valía personal que no es un valorar a causa de otro valor; no amamos a una persona porque hace el bien, su valía no consiste en que haga el bien (aun cuando en eso quizá se evidencia el valor), sino que ella misma es valiosa y la amamos «por ella misma». Y la capacidad de amar que se exterioriza en nuestro amor radica en otra profundidad que la capacidad del valorar moral, la cual es vivenciada en el valorar una acción.

Entre sentir un valor y el sentimiento del valor de su realidad (pues la realidad de un valor es ella misma un valor) y su profundidad de yo, hay conexiones esenciales. La profundidad de un sentimiento de valor determina la profundidad de un sentir que se constituye sobre la aprehensión de la existencia de ese valor, existencia que no tiene la misma profundidad. El dolor por la pérdida de una persona amada no es tan profundo como el amor a esa persona cuando la pérdida significa que esa persona deja de existir; así como la valía personal sobrevive a su existencia, y el amor a la alegría por la existencia del amado, así también es la valía personal superior al valor de su realidad, y el correspondiente sentimiento del valor radica más profundamente109Sobre la relación entre altura y duración de los valores, cf. Scheler, op. cit., pp. 492 ss.. Pero si «pérdida de la persona» significa derogación de la persona y de la valía personal (tal vez continuando la existencia de la persona empírica en cuestión, en el caso de que «uno se haya engañado a sí mismo sobre una persona»), entonces el dolor por la pérdida es equivalente a la supresión del amor y radica en la misma profundidad.

La misma aprehensión de valores es un valor positivo. Pero para descubrir ese valor es preciso dirigirse a esa aprehensión. El sentir el valor se presenta precisamente en el volverse al valor, mas éste no es objeto y debe primero ser objetivado para que su valor pueda ser sentido. En semejante sentir el valor del sentir el valor (alegría por mi alegría) me descubro a mí mismo de una doble manera: como sujeto y como objeto. El sentimiento original del valor y el reflejo prenderán de nuevo en profundidades diferentes. Así, puedo gozar de una obra de arte y a la vez de mi gozar la obra de arte; «razonablemente» será el gozo de la obra de arte el más profundo. La «inversión» de esta relación es para nosotros tanto como una «perversión». Con lo cual no está dicho que el sentir irreflejo deba ser en cada caso el más profundo. Yo puedo sentir una leve complacencia por la desgracia de otro y sufrir profundamente, y con razón, por esta leve complacencia. El orden de profundidad no depende directamente de la contraposición reflejo-no reflejo, sino, una vez más, del orden de rango de los valores sentidos: la valoración positiva de un valor positivo es menos valiosa que el valor positivo mismo. La valoración positiva de un valor negativo es menos valiosa que el valor negativo mismo. La preferencia de una valoración positiva antes que del valor positivo es, pues, axiológicamente irracional; la posposición del valor positivo (no fundado) al negativo es axiológicamente racional. Según lo dicho parece que el valor de la persona propia se constituye sólo reflejamente, no en la dirección inmediata de la vivencia. Pero para decidir esto se requieren todavía otras indagaciones.

No sólo el aprehender, sino que también el realizar un valor es un valor. Vamos a considerar algo más de cerca este realizar y, por cierto, no por su lado del querer y del actuar, sino sólo desde sus componentes sentimentales. En el realizar un valor me está ante los ojos este valor a realizar, y este sentir el valor tiene el papel ya indicado para la constitución de la personalidad. Pero a la vez que con este sentir el valor se da una alegría completamente ingenua e irrefleja en el «crear», en la cual este crear está sentido como valor. En este crear vivencio simultáneamente mi fuerza creativa y a mí mismo como provisto de esta fuerza, y los vivencio como valiosos en sí. La fuerza que vivencia en el crear y el poder que vivencio a una con ella, o aun por sí mismo en el poder crear, son valores personales autónomos y, por cierto, completamente independientes del valor a realizar. El ingenuo «sentir el valor propio» de esta fuerza creativa también se muestra además en el realizar y en la vivencia del poder realizar un valor negativo. Entonces se presenta evidentemente un conflicto de valores, y el valor positivo propio de la fuerza puede ser succionado por el valor medio negativo que le está adherido. En cualquier caso tenemos aquí un ejemplo de «sentimientos de sí» irreflejos en los que la persona se vivencia como valiosa.

Pero antes de que pasemos al terreno de las vivencias de la voluntad, cuyo umbral ya hemos pisado, debemos indagar todavía desde otra «dimensión» los sentimientos en su significado para la constitución de la personalidad. Ellos no sólo tienen la peculiaridad de radicar en cierta profundidad del yo, sino también de llenarlo en mayor o menor grado. Lo que con esto se entiende ya lo hemos conocido al tratar los estados de ánimo. Podemos decir que a todo sentimiento lo habita un cierto componente de estado de ánimo en virtud del cual se propaga por el yo desde su posición original y lo llena. Un rencor relativamente leve, partiendo de un estrato periférico, puede llenarme «punto por punto», pero también puede dar con una alegría profunda que le impida un avance ulterior hacia el centro y que entonces, progresando a su vez victoriosamente desde el centro hacia la periferia, llena todos los estratos superpuestos. Los sentimientos aparecen -por permanecer en la vieja imagen- como diversas luminarias de cuya posición y fuerza lumínica depende la iluminación resultante. La imagen de la luz y del color puede hacernos evidente, todavía desde otro lado, la relación entre sentimiento y estado de ánimo. Los componentes del estado de ánimo pueden habitar los sentimientos de manera esencial y ocasional, tal como a los colores conviene una claridad específica más allá de sus grados de mayor o menor claridad. Así, hay una alegría grave y una serena; pero al margen de eso, la alegría es un carácter específicamente «luminoso».

Por otra parte, de estas relaciones entre estado de ánimo y sentimiento se puede obtener todavía una explanación ulterior sobre la esencia de los estados de ánimo. No sólo puedo vivenciar un estado de ánimo y a mí en él, sino también su penetrar en mí, vg., puedo vivenciarlo como proveniente de una determinada vivencia: yo vivencio cómo algo me pone de malhumor; este «algo» es siempre correlato de un acto sentimental, la privación de una noticia por la que me enfado, el sonido chirriante de un violín que me desagrada, la mala acción por la que me indigno. De la profundidad de yo del acto sentimental -correlativo a la altura del valor sentido- depende entonces el «radio de acción» del estado de ánimo suscitado; el estrato hasta el que «razonablemente» puedo dejarlo penetrar está predeterminado.

A la profundidad y al radio de acción de los sentimientos se añade como una tercera dimensión su duración; ellos no sólo llenan el yo según su profundidad y amplitud, sino también según su «longitud» en su tiempo vivenciado, mientras persisten en él. Y también aquí hay algo así como una duración sentimental específica dependiente de la profundidad. Asimismo, cuánto tiempo pueda «persistir» en mí un sentimiento (o un estado de ánimo), llenarme o dominarme, esto también está sometido a leyes racionales. Ahora bien, de esta dependencia de la estructura personal respecto de las leyes racionales mostrada repetidas veces se destaca una clara distinción en el alma que no está subordinada a leyes racionales, sino naturales. De la profundidad, del radio de acción y de la duración de los sentimientos hay que distinguir su intensidad. Un ligero malhumor puede perdurar largo tiempo y me puede llenar más o menos. Además, puedo sentir un valor elevado menos intensamente que uno inferior y ser por ello inducido a realizar el inferior en lugar del superior. «Inducido»: en esto consiste el que aquí resulte vulnerada la legalidad racional. En puridad, al valor más grande conviene también el sentimiento más fuerte que luego también pone en movimiento a la voluntad. Pero de facto no siempre es así. El más pequeño incidente a nuestro alrededor nos suele excitar más fuertemente -como ya ha sido notado a menudo- que una catástrofe en otra parte de la Tierra sin que desconozcamos a qué acontecimiento corresponde mayor importancia. ¿se debe eso a que en un caso no tenemos los fundamentos intuitivos para una valoración originaria o a que en el otro actúa un contagio de sentimiento? En cualquier caso, parece que aquí se trata de un efecto de la organización psicofísica. Es razonable que a todo sentimiento conviene una determinada intensidad, e incluso es aún comprensible que el sentimiento más fuerte dirige la voluntad. Pero el grado fáctico del sentimiento no se puede ya entender, sino meramente explicar causalmente. Tal vez se podría mostrar que a cada individuo corresponde un acopio de fuerza psíquica, y que conforme a él se determina la intensidad de que puede disponer cada vivencia singular. Así, la duración que corresponde a un sentimiento según la legalidad racional puede superar a la «fuerza psíquica» de un individuo y entonces el sentimiento, o bien expirará antes de tiempo, o bien conducirá a un «colapso psíquico». (En el primer caso se hablará de una predisposición «normal», en el segundo de una «anormal» o patológica. La «norma» de la que aquí hablamos es la de la utilidad biológica, no la de la legislación racional. Lo patológico no es el sentimiento, sino el sucumbir ante él.) Sin embargo, no es este el lugar para tratar esta cuestión en pormenor.

Nos queda aún por tratar el análisis de las vivencias de la voluntad. También debemos examinar las tendencias, con ellas emparentadas, por su posible relevancia para la constitución de la personalidad. Según Pfander, a ellas parece convenirles tal relevancia. «Las tendencias y contratendencias que se originan en el yo -así argumenta él109Motiv und Motivation [Motivo y motivación], p. 169.
– no tienen desde luego la misma situación en este yo. Es decir, que este yo posee una peculiar estructura: el centro propio del yo o el núcleo del yo está circundado por el cuerpo vivo del yo. Y entonces, las tendencias pueden ciertamente originarse en el yo, pero en el cuerpo vivo del yo, fuera del centro del yo; por tanto, en este sentido, pueden ser vivenciadas como tendencias excéntricas.» La distinción entre núcleo del yo y cuerpo vivo del yo parece corresponder a nuestra distinción entre estratos personales centrales y periféricos.

Tendencias centrales y excéntricas prorrumpirían, según eso, desde estratos diferentes, tendrían diferente profundidad de yo. Sin embargo, esta descripción no me parece correcta; el verdadero sentido de la referida distinción entre tendencias centrales y excéntricas parece ser otro completamente distinto. Por cuanto veo, hay diversas modalidades de ejecución del acto de tender. El tender central es un tender según la forma del cogito; las tendencias excéntricas son las correspondientes «vivencias de trasfondo». Con ello no se ha mostrado que al tender en general no corresponda ninguna profundidad de yo. Si un ruido oído despierta en mí la tendencia a volverme hacia él, en la acción no encuentro que, de manera irrefleja, yo vivencie en esta tendencia otra cosa que el yo puro sobre el que viene ejercido el «impulso», o que ella ascienda desde profundidad alguna. En cambio, de vez en cuando hay «fuentes» del tender que son vivenciadas y de las cuales procede éste110Pfander, op. cit., p. 168. : un malestar, un descontento o similares; y gracias a su origen desde esta fuente, al tender le convienen secundariamente una profundidad y una relevancia constitutivos para la personalidad (o sea, tan sólo si en el tender se hace visible su fuente). Más aún, también la impetuosidad y la tenacidad de una tendencia se muestran después como dependientes de la profundidad de yo de su fuente y, con ello, como accesibles a una legalidad racional, mientras que el tender puro que no surge como vivencia de un sentimiento no es racional ni irracional.

Según Pfander, el querer está siempre en el centro del yo en contraste con el tender111Pfander, op. cit., p. 174. . Asentimos a esto en tanto que lo traducimos a nuestra concepción: la resolución de la voluntad se realiza siempre en la forma del «cogito». Como ya sabemos, con ello no se ha dicho todavía nada sobre la voluntad como «vivenciar-se». «Si se trata de un auténtico acto volitivo, el propio yo -dice Pfünder- no debe ser meramente pensado, sino él mismo aprehendido inmediatamente y hecho objeto-sujeto de los propósitos prácticos. Al querer, pero no al tender, pertenece entonces la autoconciencia inmediata. El acto volitivo es, por tanto, un acto propositivo práctico imbuido de un determinado mentar volitivo, acto que procede del centro del yo y, avanzando por el mismo yo, determina a este mismo a un preciso comportamiento futuro. Es un acto de autodeterminación en el sentido de que el yo es tanto el sujeto como el objeto del acto.»

Tampoco podemos declararnos completamente de acuerdo con este análisis. Objeto del acto volitivo es lo querido o pensado volitivamente. Una autodeterminación para el comportamiento futuro consiste sólo (conforme a la vivencia) en el querer un obrar futuro y no en el simple querer un comportamiento a realizar. Por tanto, el yo no es objeto en el simple querer, por el contrario está permanentemente vivenciado desde el lado del sujeto: «yo» donaré el ser a lo que no es. Tal es sólo, por lo pronto, el yo puro. Pero en tanto que todo querer se edifica sobre un sentir sentimiento, en tanto que también con aquel querer está ligado aquel sentimiento del «poder realizar» -en todo «yo quiero» libre e indubitable reside un «yo puedo»; con un «yo no puedo» sólo se lleva bien un tímido «ya querría yo»; «yo quiero pero no puedo» es un nonsense-, todo querer interviene de doble manera en la estructura personal y descubre sus profundidades. La posición de los actos teoréticos requiere todavía un examen más detenido. Primero nos parecieron completamente irrelevantes para la constitución de la personalidad, no radicados en absoluto en ella, pero ahora nos los hemos encontrado repetidas veces y podemos sospechar que deben ser involucrados de múltiples maneras. Todo acto sentimental (y también, naturalmente, todo acto volitivo), se basa sobre uno teorético, por tanto es imposible un sujeto sentimental puro; sin embargo, por este lado aparecen los actos teoréticos sólo como condiciones, no como constituyentes de la personalidad, y tampoco creo que corresponda, por ejemplo, a los simples actos de percepción, un significado más elevado. Las cosas son diferentes con respecto a los actos específicos de conocimiento. El conocer mismo es un valor, y precisamente un valor graduado según su objeto. El acto reflejo en el que viene a darse el conocer siempre puede llegar a ser, pues, soporte de una captación de valor, y el conocer, así como aquel valor sentido, deviene con ello relevante para la constitución de la personalidad. Verdad es que este dominio del valor no sólo se abre a la mirada refleja. No sólo el conocimiento obtenido, sino (acaso en mayor proporción) el conocimiento todavía no realizado está sentido como valor, y este sentir el valor es la fuente de todo esfuerzo cognoscitivo, el «resorte» de todo querer conocer. Un objeto se me ofrece como oscuro, encubierto, no claro. Está ahí como algo que está por descubrir, pide esclarecimiento. Este esclarecer, descubrir, y su resultado, el conocimiento claro y distinto, están ante mí como valor incisivamente sentido y que me arrastra irresistiblemente hacia sí. Es un dominio axiológico propio el que aquí se abre, y un estrato de la personalidad propio el que le corresponde. Un estrato muy profundo que con frecuencia es tenido por nuclear, y para un determinado tipo de personas, las que poseen «temple científico» específico, es de hecho su núcleo esencial. Pero del análisis del conocimiento se puede extraer todavía más: hemos hablado de esfuerzo cognoscitivo y de querer conocer; el proceso cognoscitivo mismo es acción, es acto. No sólo siento el valor del conocimiento que está por realizarse y la alegría por el realizado, sino que en la realización siento también aquella fuerza y poder que encontrábamos en otro querer y obrar.

Con esto hemos esbozado a grandes rasgos la constitución de la personalidad. En ella encontramos una unidad de sentido que se constituye plenamente en el vivenciar, que además se distingue por el hecho de que está subordinada a las leyes racionales. Encontrábamos una correlación general entre persona y mundo o, dicho con más exactitud, mundo de los valores. Para nuestros objetivos es suficiente el haber mostrado esta correlación. De ahí resulta que no es posible llevar a cabo una doctrina de la persona (sobre la que, naturalmente, no albergamos aquí ninguna pretensión) sin una precedente doctrina de los valores, y que ella puede ser obtenida a partir de semejante doctrina de los valores. A la jerarquía completa de los valores correspondería la persona ideal que siente todos los valores adecuadamente y según su orden de rango. La supresión de ciertos dominios axiológicos o las modificaciones en el orden de rango de los valores, además de las diferencias en la intensidad con que vivenciamos un valor y en la preferencia de una de las posibles formas de expresión (expresión corporal, del querer y del obrar, etc.), darían por resultado otros tantos tipos personales. Una cumplida doctrina de los tipos sería tal vez aquel fundamento ontológico de las ciencias del espíritu que le valió tantos esfuerzos a Dilthey.


4. El darse de la persona ajena

Tenemos que consignar ahora cómo se destaca la constitución de la persona ajena respecto de la propia y además cómo se diferencia la persona respecto del individuo psicofísico de cuya constitución nos ocupamos anteriormente.

El primer cometido, después de las investigaciones precedentes, ya no parece ocasionar una gran dificultad. Así como en los propios actos espirituales originarios se constituye la persona propia, así la ajena se constituye en los actos vivenciados empáticamente. Toda acción de otro la vivencio como procedente de un querer, y éste a su vez de un sentir sentimiento; con ello me está dado al mismo tiempo un estrato de su persona y un dominio de valores aprehensibles en principio para él, el cual motiva además con pleno sentido la espera de posibles actos volitivos y acciones futuros. Una acción singular, e igualmente una expresión corporal singular -una mirada o una sonrisa-, me pueden brindar una mirada al núcleo de la persona. Ulteriores cuestiones que se plantean podrán responderse cuando hayamos discutido la relación entre «alma» y «persona».


5. Alma y persona

En ambas nos han salido al paso propiedades constantes, pero las propiedades anímicas se constituyen para la percepción interna y para la empatía en cuanto que éstas tienen por objeto las vivencias, mientras que las propiedades personales se descubren en el vivenciar original y correlativamente en el transferirse dentro de otro empatizando, si bien es menester todavía -igual que con las vivencias en cuestión- un viraje especial de la mirada para hacer del «descubrir» un aprehender.

Hay cualidades (o «disposiciones»), que en principio sólo son perceptibles, no vivenciables: así es la memoria, que se manifiesta a la mirada aprehensora en mis recuerdos. Estas cualidades son, pues, anímicas en sentido específico. Naturalmente que también las propiedades personales -la bondad, el espíritu de sacrificio, la energía que vivencio en mis acciones- se traducen en propiedades anímicas cuando son percibidas en un individuo psicofísico. Pero son pensables además como propiedades de un sujeto espiritual puro y conservan su esencia propia también en el entramado de la organización psicofísica. Su posición especial se manifiesta en el hecho de que están fuera de la conexión causal.

Encontrábamos el alma, sus vivencias y todas sus disposiciones, como dependientes de toda clase de circunstancias, influenciables por doquier, así como por los estados y la índole del cuerpo vivo, engarzadas, en fin, a todo el entramado de la realidad física y psíquica. Bajo la acción permanente de tales influjos se desarrolla el individuo con todas sus disposiciones. Este hombre está hecho así porque estuvo expuesto a estos y a aquellos influjos; en otras circunstancias se habría desarrollado de otra manera, su «naturaleza» tiene algo de empíricamente fortuito, se la puede pensar transformada de muchas maneras. Pero esta variabilidad no es indefinida, en ella topamos con límites. No sólo es que la estructura categorial del alma como alma debe permanecer conservada; también dentro de su forma individual damos con un núcleo inmutable: la estructura personal. Me puedo figurar a César en una aldea en vez de en Roma y lo puedo trasladar al siglo veinte; ciertamente que su individualidad históricamente determinada experimentaría entonces algunos cambios, pero es igualmente seguro que seguirá siendo César. La estructura personal delimita un dominio de posibilidades de variación dentro del cual se puede desarrollar su expresión real «según las circunstancias».

Las capacidades del alma -así lo dijimos antes- pueden ser perfeccionadas y también enromadas por el uso. Mediante la práctica puedo ser «educado» para gustar de las obras de arte y, por otra parte, el gusto me puede resultar empalagoso por la repetición frecuente. Pero estoy sometido a la «fuerza de la costumbre» sólo en virtud de mi organización psicofísica. Un sujeto puramente espiritual siente un valor y vivencia en ello el estrato correlativo de su ser. Este sentimiento no puede llegar a ser ni más ni menos profundo. Un valor que le es inaccesible a la fuerza de la costumbre permanece también como un valor que ella siente, no queda perdido para ella. Y un individuo psicofísico tampoco puede ser conducido nunca mediante costumbre a un valor para el que le falta el estrato personal correlativo. Los estratos de la persona no pueden «desarrollarse» o «deteriorarse», sino sólo llegar o no a descubrirse en el curso del desarrollo psíquico. Esto vale para la causalidad «intersubjetiva» tanto como para la «intrasubjetiva». La persona como tal no está sometida al contagio de sentimientos, éste sirve más bien para velar el verdadero contenido de la personalidad. Las condiciones de vida en las que un individuo crece pueden engendrar en él una aversión contra ciertas acciones (ieducación moral autoritaria!) que no corresponde a ninguna propiedad personal original y que puede ser vencida por otros «influjos». El educado conforme a «principios morales» y que obra según ellos, cuando vuelve la mirada «hacia sí» percibirá con satisfacción a una persona «virtuosa»; hasta que un día, en una acción que prorrumpe desde lo hondo de su interioridad, se vivencia como de una clase totalmente distinta de la que creía ser hasta entonces.

De un desarrollo de la persona bajo el influjo de las condiciones de vida -de una «significación del ambiente para el carácter», como admite también Dilthey112Beitriige zum Studium der Individualitiit [Contribuciones al estudio de la individualidad], pp. 327 ss. – sólo se puede hablar en cuanto que el mundo real circundante es objeto de su vivencia de los valores y determina qué estratos llegan a descubrirse y qué acciones posibles devienen reales. Así puede la persona psicofísica empírica ser una realización más o menos perfecta de la persona espiritual. Se puede pensar que la vida de un hombre es un proceso acabado de despliegue de su personalidad; pero también es posible que el desarrollo psicofísico no permita un despliegue completo, y esto de distintas maneras: quien muere en edad infantil o es víctima de una parálisis no puede desplegarse del todo, un hecho empírico fortuito -la debilidad del organismo- frustra el sentido de la vida (si es que lo vemos en ese despliegue de la persona), como por otra parte un organismo más fuerte conserva la vida más tiempo cuando su sentido ya se ha cumplido y la persona se ha desarrollado del todo. La incompleción semeja aquí al carácter fragmentario de una obra de arte de la que una parte está ya elaborada y de lo restante sólo ha quedado materia bruta. Sin embargo, también es posible un desarrollo deficiente en un organismo resistente; quien nunca encuentra a una persona digna de amor o de odio nunca puede vivenciar la profundidad en la que radican amor y odio. Quien nunca ha visto una obra de arte, quien nunca ha salido de los muros de la gran ciudad, a éste se le cierran, tal vez para siempre, el gusto por la naturaleza y el arte y la receptividad para ello. La persona de esta manera «incompleta» semeja un esbozo inacabado. Finalmente, también se puede pensar que no se llegue en absoluto a un despliegue de la personalidad. Quien no siente él mismo los valores, sino que adquiere todos los sentimientos sólo por contagio de otros, no «se» puede vivenciar ni llegar a una personalidad, sino a lo sumo a una imagen fraudulenta de la misma.

Sólo en el último caso podemos decir que la persona espiritual no existe. En todos los demás casos no podemos poner en pie de igualdad el no-despliegue de la persona con la no-existencia; más bien existe la persona espiritual aun cuando no esté desplegada. Podemos denominar «persona empírica» al individuo psicofísico en cuanto realización de la persona espiritual. En cuanto «naturaleza», está sometida a las leyes de la causalidad; en cuanto «espíritu», a las del sentido. Incluso aquella conexión plena de sentido de las propiedades anímicas de la que hablamos antes, en virtud de la cual la aprehensión de una motiva racionalmente el paso a la otra, le conviene a ellas sólo en cuanto personales. La receptividad más fina para los valores éticos y una voluntad que los deja completamente inadvertidos y sólo se deja guiar por estímulos sensibles no congenian en la unidad de un sentido, son incomprensibles. Y así, entender una acción quiere decir no sólo darle cumplimiento empático como vivencia singular, sino vivenciarla plenamente como procedente de la estructura total de la persona113Sobre la «necesidad» que conviene a la reviviscencia llama la atención también Meyer (Stilgesetz der Poetik [Ley de estilo de la poética], pp. 29 ss.), pero sin mantener separadas legalidad causal y de sentido. .


6. La existencia del espíritu

Simmel ha dicho que la inteligibilidad de los caracteres garantizaría su objetividad, que ella constituye la «verdad histórica». Francamente, esta verdad no se distinguiría en nada de la verdad poética. También una criatura de la libre imaginación puede ser una persona inteligible. Los objetos históricos deben tener, además de eso, realidad. Me debe estar dado algún punto de referencia, un rasgo del carácter histórico, para mostrar como hecho histórico el entramado de sentido que él abre para mí. Pero si me he apropiado de él de alguna manera, entonces tengo algo que existe, no sólo un producto de la fantasía.

En la comprensión empatizante del individuo espiritual ajeno también tengo la posibilidad de traerme a dato su comportamiento en ciertas circunstancias, comportamiento que no está atestiguado. Este actuar está reclamado por la estructura de su persona que tengo la certeza de conocer. Si de hecho él actúa de otra manera, entonces es que influjos perturbadores de la organización psicofísica han impedido una libre expresividad de su persona. Sin embargo, el que tales influjos perturbadores sean posibles quita a aquella constatación el carácter de un enunciado sobre la existencia empírica y no puedo tomarla por mera constatación de hechos.

Pero mucho menos todavía es «históricamente verdadera» la mera constatación de hechos por sí sola. La constatación más exacta de todo aquello que ha hecho Federico el Grande desde el día de su nacimiento al de su último suspiro no nos da ni una chispa del espíritu que interviene en los destinos de Europa transformándolos, mientras que la mirada inteligente se apodera de él en una observación lanzada sobre una breve carta. El mero elenco de los hechos hace del acontecer significativo un acontecer ciego causalmente regulado, descuida el mundo del espíritu que no es menos real ni menos cognoscible que el mundo natural. Puesto que el hombre pertenece a ambos reinos, la historia de la humanidad debe considerarlos a los dos. Ella debe entender las configuraciones del espíritu y la vida espiritual, y constatar lo que de eso ha llegado a ser realidad. Y puede llamar en ayuda a la ciencia de la naturaleza para explicar lo que no ha llegado a ser y lo que ha llegado a ser de otra manera de como lo requerían las leyes del espíritu114De manera semejante a como nosotros intentábamos mostrarlo aquí, E. von Hartmann ha caracterizado en su estética la relación entre individuo psicofísico y espiritual (II, pp. 190 ss., 200 ss.). Todo individuo es, para él, una realización empírica de una «idea individual»..


§ 7. Confrontación con Dilthey


a) Ser y valor de la persona

Ya hemos destacado antes cómo nuestra concepción está próxima a la de Dilthey, aunque él no ha consumado la distinción de principio entre naturaleza y espíritu. También él reconoce la legalidad racional de la vida espiritual. Lo expresa diciendo que en las ciencias del espíritu, ser y deber, hecho y norma, están inseparablemente trabados115Beitriige zum Studium der lndividualitdt [Contribuciones al estudio de la individualidad], p. 300. , los entramados vitales son unidades axiológicas que llevan en sí la regla de su enjuiciamiento.

Pero aún hay que distinguir entre legalidad racional y valor. Los actos espirituales se enlazan vivencialmente en entramados de una determinada forma general. Uno puede traerse a dato estas formas en actitud reflexiva y enunciarlas en proposiciones teoréticas que se dejan también transformar en las proposiciones normativas equivalentes. Gracias a esta legalidad formal están sometidos los actos espirituales al dictamen de «verdaderos» y «falsos». Por ejemplo, la unidad vivenciada de una acción consiste en que una captación de valor motiva un acto volitivo que se pone en práctica tan pronto como está dada la posibilidad de realización. Formulado en una proposición teorética, esto da por resultado esta ley racional general: quien siente un valor y lo puede hacer real, lo hace. Dicho normativamente: si sientes un valor y lo puedes realizar, hazlo116No necesitamos entrar aquí en la legalidad óntica respectiva a la que están sometidos los correlatos de aquellos actos, en la relación de valor y deber (lo que es válido debe ser). . Toda acción que se corresponda con esta ley es racional o correcta. Mas con ello no se ha establecido todavía nada sobre el valor material de la acción. Sólo se cumplen las condiciones formales de una acción valiosa. Sobre qué valor material le concierne, acerca de ello nada dicen las leyes racionales. Así, las estructuras vivenciales inteligibles son también objetos de una posible valoración, pero no están constituidas ya como objetos de valor en la aprehensión empatizante (prescindimos de aquella clase especial de vivencias irreflejas del propio valor sobre las que hemos llamado la atención)117Vid. supra pp. 115 s. [p. 121]. .


b) Los tipos personales y las condiciones de la empatía con personas

Dilthey ve además, como veíamos, estructuras vivenciales de carácter típico en las personalidades. También en esto coincidimos con él. Gracias a la correlación entre valorar, vivencia de los valores y estratos de la persona, a partir de un conocimiento universal de valores podemos construir a priori todos los tipos posibles de personas de cuya realización dan cuenta las personas empíricas. Por otra parte, toda aprehensión empatizante de una personalidad significa obtención de un tipo así118No está en contradicción con la tipicidad de la estructura personal el que cada individuo y cada una de sus vivencias concretas son únicos por excelencia, porque el contenido de las múltiples corrientes de conciencia no puede ser en principio igual. .

Ahora bien, en Dilthey y en otros hemos hallado la concepción de que la comprensión de la individualidad ajena está ligada a la propia, que la estructura de nuestra vivencia delimita el dominio de lo inteligible para nosotros. Esto es, en un grado más elevado, la repetición de lo que al hablar de la constitución del individuo psicofísico hemos mostrado como posible engaño de empatía aunque no perteneciente a la esencia de la empatía: que la condición personal sea puesta como base de la experiencia de otros individuos. En efecto, allí ya hicimos notar que la condición típica, en lugar de la individual, es base del «analogizar». ¿cómo nos las arreglamos aquí, donde cada persona singular misma es ya un tipo? En el reino del espíritu, como en el de la naturaleza, hay tipos de diferente grado de generalidad. Allí, el tipo más general «organismo viviente» delimitaba el dominio de las posibilidades de empatía; cuanto más abajo descendíamos mayor resultaba ser el número de los fenómenos típicos comunes. Las cosas no son muy distintas aquí; la estructura vivencia! individual es «singularidad eidética», la ínfima diferencia de los tipos generales supraordinados: edad, sexo, profesión, posición social, nación, época, son estructuras vivenciales generales de esa clase, a las cuales está subordinada la estructura individual. Así, el tipo Gretchen119Diminutivo alemán del personaje Margarita que interviene en el Fausto de Goethe. [N. del T.] representa para nosotros, entre otras cosas, el tipo de la muchacha burguesa alemana del siglo XVI, es decir, que el tipo individual está constituido a través de su «participación» en otros más generales. Y el tipo más elevado mediante el cual es delimitado el dominio de lo inteligible es el de la persona espiritual o el sujeto que vivencia valores en general.

A todo sujeto en el que aprehendo empáticamente una captación de valor lo considero como una persona cuyas vivencias se asocian en una totalidad inteligible de sentido. Todo cuanto de su estructura vivencia! me pueda traer a intuición plenaria depende de la mía propia. En principio es susceptible de tal plenitud toda vivencia ajena que se pueda derivar de mi propia estructura personal, aun cuando ésta no haya llegado todavía a un despliegue real. Al empatizar puedo vivenciar valores y descubrir estratos correlativos de mi persona para cuyo desvelamiento mi vivencia originaria no ha ofrecido todavía ocasión. Aquel que nunca ha arrostrado un peligro puede, sin embargo, vivenciarse como valiente o cobarde en la presentificación empatizante de la situación de otro. En cambio, lo que se opone a mi propia estructura vivencia! no me lo puedo traer a plenitud, pero aún lo puedo tener dado a modo de representación vacía. Yo mismo puedo ser increyente y entender, sin embargo, que otro sacrifique por su fe todo lo que posee en bienes terrenos. Veo que él obra así y empatizo una captación de valor, cuyo correlato no me es accesible, como motivo de su obrar, y le adscribo a él un estrato personal que yo mismo no poseo. Así es como obtengo empáticamente el tipo del «horno religiosus» que es extraño a mi naturaleza, y lo entiendo, si bien lo que allí me aparece como nuevo ha de quedar irrealizado. Si, por otra parte, otros aplican totalmente su vida a la adquisición de bienes materiales que yo estimo en poco y dejan posponer todo lo demás, entonces veo que para ellos están cerrados los dominios axiológicos superiores de los que yo tengo experiencia, y también les entiendo a ellos aunque pertenezcan a otro tipo.

Ahora vemos con qué derecho puede decir Dilthey que «la facultad comprensiva que opera en las ciencias del espíritu es el hombre entero». Sólo quien se vivencia a sí mismo como persona, como totalidad de sentido, puede entender a otras personas. E igualmente bien entendemos por qué Ranke quiere «extinguir» su sí mismo para ver las cosas «como han sido>>. El «sí mismo» es la estructura vivencia! individual; el gran maestro del comprender reconoce en ella la fuente de engaño cuyo peligro nos amenaza. Si la tomamos como medida, entonces nos encerramos en la prisión de nuestra singularidad; los demás se convierten en enigmas para nosotros o, lo que es todavía peor, los modelamos a nuestra imagen y falseamos así la verdad histórica120Ciertamente, tampoco Dilthey concibe el concepto de tipo primariamente como espiritual, sino como psíquico. Esto se destaca claramente en su descripción del tipo poético, que en gran parte consiste en una determinada particularidad de la organización psicofísica: agudeza y vivacidad de las percepciones y recuerdos, intensidad de la vivencia y similares (Die Einbildungskraft des Dichters [La imaginación del poeta], pp. 344 ss.). En cambio, otros rasgos que él realza muestran la peculiaridad de una típica estructura personal: así, la expresión del vivenciar en el acto creativo de la fantasía (Über die Einbildungskraft der Dichter [Sobre la imaginación de los poetas], pp. 66 s.). .


8. Relevancia de la empatía para la constitución de la persona propia

De lo dicho se desprende también qué relevancia tiene el conocimiento de la personalidad ajena para nuestro «autoconocimiento». Como antes vimos, no sólo nos enseña a hacernos a nosotros mismos objeto, sino que lleva a desarrollo, como empatía con «naturalezas semejantes», es decir, con personas de nuestro tipo, lo que «dormita» en nosotros, y como empatía con estructuras personales formadas de otra manera nos ilustra sobre lo que nosotros no somos, sobre lo que somos de más o de menos respecto a los demás. Con ello viene dado, a la par que el autoconocimiento, un importante medio auxiliar para la autovaloración. Puesto que la vivencia del valor es fundante de la valía propia, con los nuevos valores obtenidos en empatía se abre simultáneamente la mirada a valores desconocidos en la persona propia. En tanto que al empatizar damos con dominios axiológicos clausurados para nosotros, llegamos a ser conscientes de una propia carencia o desvalor. Toda aprehensión de personas de otra clase puede llegar a ser fundamento de una comparación de valores. Y dado que en el acto de preferir o postergar vienen a dársenas con frecuencia valores que de suyo permanecen inadvertidos, aprendemos a veces a apreciarnos a nosotros mismos de manera correcta, por lo que nos vivenciamos como más o menos valiosos en comparación con otros.


9. La cuestión de la fundación del espíritu en el cuerpo físico

Todavía tenemos que discutir una importante cuestión. Hemos llegado a la persona espiritual a través del individuo psicofísico, al hablar de su constitución topábamos con el espíritu. En el contexto de la vida espiritual nos movimos libremente, sin recurrir a la corporalidad. Una vez introducidos en este laberinto nos orientábamos por el hilo conductor del «sentido», pero hasta ahora no hemos llegado a conocer ningún otro acceso más que el utilizado por nosotros, la expresión sensiblemente perceptible en el semblante y similares, o bien las acciones. ¿Habría de ser una necesidad esencial que el espíritu sólo pueda entrar en mutua relación con el espíritu por el medio de la corporalidad? De hecho, yo, como individuo psicofísico, no puedo tener noticia de la vida espiritual de otros individuos por ninguna otra vía. Cierto es que sé de muchos, vivos y muertos, a los que nunca he visto. Pero lo sé por otros a los que veo, o por la mediación de sus obras que yo percibo sensiblemente y que ellos han producido en virtud de su organización psicofísica. De muy variadas formas nos sale al encuentro el espíritu del pasado, pero siempre ligado a un cuerpo físico: la palabra escrita, o impresa, o labrada en piedra, piedra o metal que han llegado a ser configuración espacial.

¿Mas no me une acaso una comunidad viva con los espíritus del presente, la tradición inmediatamente con los del pasado, sin mediación corporal? Es cierto que yo me siento uno con otros y dejo que sus sentimientos se conviertan en motivos de mi querer, pero no es esto lo que me da a los demás, sino que ya tiene como presupuesto su darse. (Y lo que de otros -de vivos o muertos- penetra en mí sin que yo lo sepa, eso lo considero como mi propiedad y no funda relación alguna entre los espíritus.)

¿Pero cómo están entonces las cosas respecto a las personas espirituales puras cuya representación no encierra contradicción alguna? ¿No es pensable ninguna relación entre ellas? Ha habido hombres que creyeron experimentar la acción de la gracia divina en un cambio repentino de su persona, otros que se sintieron guiados en el obrar por un espíritu protector (no es necesario pensar precisamente en el óat.µóvwv de Sócrates, que no ha de entenderse tan literalmente). ¿Quién va a decidir si aquí hay experiencia auténtica o aquella falta de claridad sobre los motivos propios que encontrábamos en la consideración de los Ídolos del autoconocimiento?121La autora se refiere al escrito de Max Scheler Ido/e der Selbsterkenntnis [Ídolos del autoconocimiento], que ha venido citando como Ido/e. [N. del T.] ¿Mas no está también dada ya con las imágenes ilusorias de tal experiencia la posibilidad esencial de experiencia auténtica en este terreno? En cualquier caso, el estudio de la conciencia religiosa me parece el medio más adecuado para la respuesta a nuestra cuestión, como por otro lado es su respuesta del más alto interés para el terreno religioso. Mientras tanto, cedo a investigaciones ulteriores la respuesta de la pregunta planteada y me conformo aquí con un «non liquet»122«No está claro». [N. del T.] .


Curriculum vitae

Yo, Edith Stein, hija del fallecido comerciante Siegfried Stein y de su esposa Auguste, de nacimiento Courant, nací el 12 de octubre de 1891 en Breslau. Soy ciudadana prusiana y judía. Desde octubre de 1897 hasta Pascua de 1906 fui a la Escuela Victoria (liceo municipal) en Breslau, y desde Pascua de 1908 hasta Pascua de 1911 a su instituto agregado de estudios orientado conforme al Bachillerato Real, en el que luego superé la prueba de madurez. En octubre de 1915 obtuve, mediante realización de un examen complementario de griego en el Instituto San Juan de Breslau, el certificado de madurez de un bachillerato humanístico. Estudié filosofía, psicología, historia y germánicas desde Pascua de 1911 a Pascua de 1913 en la Universidad de Breslau, y luego otros cuatro semestres en la Universidad de Gotinga. En enero de 1915 superé en Gotinga el Examen de Estado pro facultate docendi en propedéutica filosófica, historia y alemán. Al final de ese semestre interrumpí mis estudios y trabajé algún tiempo al servicio de la Cruz Roja. Desde febrero hasta octubre de 1916 suplí a un profesor enfermo en el instituto de Breslau arriba citado. Luego me trasladé a Friburgo de Brisgovia para trabajar como asistente del señor profesor Husserl.

En este lugar quisiera expresar mi agradecimiento cordial a todos aquellos que durante mi tiempo de estudios me transmitieron estímulo y apoyo, pero sobre todo a aquellos de mis profesores y compañeros de estudios gracias a los cuales se me abrió el acceso a la filosofía fenomenológica: al señor profesor Husserl, al señor Dr. Reinach y a la Sociedad Filosófica de Gotinga.

El Castillo interior de Santa Teresa

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz, El Castillo interior de Santa Teresa

El Castillo interior.
I. Análisis de la obra de santa Teresa
II. «Las Moradas» a la luz de la filosofía moderna

 

 

 


El Castillo interior.
1. Análisis de la obra de santa Teresa

[l] Ya que he usado el término «Castillo interior» refiriéndome a la principal obra mística ele nuestra madre Santa Teresa de Jesús, ahora quisiera decir cómo mis explicaciones sobre la estructura del alma humana conectan con esa obra ele la Santa. El objetivo fundamental es netamente diverso. En nuestro contexto tenernos que afrontar el intento puramente teórico de indagar en la constitución graduada ele los seres las notas específicas del ser humano, en el cual entra la definición del alma como centro de todo ese edificio físico-psíquico-espiritual que llamamos «hombre». Pero no es posible ofrecer un cuadro preciso del alma -ni tan siquiera ele forma somera y deficiente- sin llegar a hablar de lo que compone su vida íntima. Para ello, las experiencias fundamentales sobre las que hemos de basarnos son [2] los testimonios de los grandes místicos ele la vida ele oración. Y en tal calidad, el «Castillo interior» es insuperable: ya sea por la riqueza de la experiencia interior de la Autora, que cuando escribe ha llegado al más alto grado de vicia mística; ya sea por su extraordinaria capacidad de expresar en términos inteligibles sus vivencias interiores, hasta hacer claro y evidente lo inefable, y dejarlo marcado con el sello ele la más alta veracidad; ya sea por la fuerza que hace comprender su conexión interior y presenta el conjunto en una acabada obra de arte.

El objetivo de la Santa es religioso-práctico. Ella recibió de sus confesores el encargo [3] de escribir sus experiencias de oración. Lo cumple pensando que el escrito serviría únicamente a sus hijas las carmelitas. Escribe, por tanto, con el deseo ele ayudarlas en la oración y animarlas en el camino de la perfección. También con la esperanza ele hacerles comprensible lo que muchas de ellas, quizás, ya habían experimentado -pues la Santa sabía que en sus conventos no eran raras las gracias místicas-, y de ese modo quiere librarlas de las ansias y confusiones que ella misma había tenido que combatir por falta de un buen guía espiritual.

Habla con plena libertad, corno una madre a sus hijas. Intercala exhortaciones. Las incita a alabar a Dios por las maravillas [4] que El obra en las almas. Con frecuencia introduce reflexiones ocasionales, para prevenirlas contra ciertos peligros. Todo eso corresponde a su principal objetivo. Pero al lector que se acerca a la obra con la intención de estudiar lo profundo del alma le parecerán florituras. Y, sin embargo, también él se aprovechará de ello.

Para la Santa, no era posible dar a entender los sucesos que acaecen en el interior del hombre, sin antes aclararse a sí misma en qué consiste exactamente ese mundo interior. Para ello se le ocurrió la feliz imagen de un castillo con muchas moradas y aposentos. Al cuerpo lo describe como el muro que cerca el castillo. A los sentidos y potencias espirituales (memoria, entendimiento y voluntad), a veces como vasallos, a veces como centinelas, o bien simplemente como moradores del castillo. El alma, con sus numerosos [5] aposentos, se asemeja al cielo, en el cual «hay muchas moradas» (Cf. Jn 14, 2). Y «que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice El tiene sus deleites»(1M 1 ,1). Las moradas no hay que imaginarlas en fila, una detrás de otra, … «sino poned lo ojos en el centro, que es la pieza adonde está el rey, y considerad como un palmito, que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor ele esta pieza están muchas, y encima, lo mismo. Porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más que podremos considerar…»(1M 2,8).

[6] Fuera del mundo de las murallas que rodean el castillo, se extiende el mundo exterior; en la estancia más interior habita Dios. Entre estos dos (que, como es obvio, no han de entenderse espacialmente), se hallan las seis moradas que circundan la más interior (la séptima), Pero los moradores que andan por fuera o que se quedan junto al muro de cerca, no saben nada del interior del castillo. Cosa ésta realmente extraña; es una situación patológica, que uno no conozca su propia casa. Pero, de hecho, hay muchas almas así, «…tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no ha remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí; porque ya la costumbre la tiene tal de haber siempre tratado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo, que ya casi está hecha como ellas…»(1M 1,6). Así estas almas han desaprendido a rezar. Y, sin embargo, «la puerta para entrar en este castillo [7] es la oración y consideración»(1M 1,7). Pues para que la oración merezca tal nombre, uno ha de advertir «con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién»(1M 1,7).

Por eso la primera morada, a la que se entra a través de la puerta, es el conocimiento de sí misma. No se pueden levantar los ojos a Dios sin ser conscientes de la propia bajeza. El conocimiento de Dios y el conocimiento propio se sostienen mutuamente . Mediante el propio conocimiento nos acercamos a Dios. Por eso nunca es superfluo, ni siquiera cuando se ha llegado a las moradas internas.

Por otro lado, » …jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; [8] considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes»(1M 2,9). Y como en esta primera estancia el alma está todavía muy lejos de Dios, ocurre que «en estas moradas primeras aún no llega casi nada la luz que sale del palacio donde está el Rey»(1M 2,14). O más bien: el alma no puede ver la luz por «tantas cosas malas de culebras y víboras y cosas emponzoñosas que entraron con él»(1M 2,14). El alma está aún tan enredada en las cosas de este mundo que no puede reflexionar sobre sí misma, sin pensar a la vez en las cosas que la tienen sujeta. Por eso la luz se oscurece para ella. No nota la presencia de Dios, ni siquiera cuando habla con El, y rápidamente es empujada hacia afuera.

A diferencia de la primera, la segunda morada se caracteriza porque aquí el alma ya percibe ciertas llamadas de Dios. No se trata [9] de voces interiores, que se hagan sentir en el alma misma, sino de reclamos que le vienen desde fuera y que ella percibe como un mensaje de Dios: como las palabras de un sermón, o pasajes de un libro que parecerían dichos o escritos precisamente para ella, enfermedades y otros casos providenciales. El alma vive todavía en y con el mundo; pero estas llamadas penetran en su interior y la invitan a entrar dentro de sí. (Surge la pregunta: ¿qué cosa puede mover a ese hombre totalmente «exteriorizado», a entrar por la puerta de la oración, cuando aún no percibe tales llamadas? La Santa no nos lo explica. Sospecho que ella lo encuentra obvio para el hombre que, por su educación religiosa, está ya habituado a orar en ciertos momentos, y por otro lado está suficientemente instruido en las [10] verdades de la fe para pensar en Dios cuando reza).

En las terceras moradas se encuentran las almas que han acogido de corazón las llamadas de Dios, y se esfuerzan constantemente, por ordenar su propia vida conforme a la voluntad divina: se guardan con cuidado de todo pecado incluso de los veniales; se dedican con regularidad a la oración, a las prácticas de penitencia, y a las obras buenas. Cuando son probadas con duras pruebas, éstas sirven para demostrarles que todavía están fuertemente apegadas a los bienes de la tierra. Y si por su buena voluntad son frecuentemente agraciadas con consolaciones, éstas consisten todavía en sentimientos totalmente naturales: como lágrimas de arrepentimiento, devociones sensibles en la oración, satisfacción por las obras buenas realizadas.

Lo expuesto hasta aquí indica [11] el camino «natural» y «normal» del alma hacia sí misma y hacia Dios . Con ello no se quiere decir que hasta este punto no entre en juego lo sobrenatural. Al contrario, cualquier impulso que mueva al hombre a entrar en sí mismo y lo encamine hacia Dios, debe ser visto como efecto de la gracia, aun cuando proceda de hechos y motivos naturales . Pero lo que hasta este punto el alma conoce de Dios y de las propias relaciones con El, procede de la fe, y la fe viene «del oído». Hasta aquí el alma no ha experimentado nada de la presencia de Dios en su interior. Sólo cuando suceda esto se podrá hablar de gracia «extraordinaria” o «mística». Esto comienza en las cuartas moradas.

En vez de los contentos que «comienzan de nuestro natural mismo [12] y acaban en Dios”(4M 1,4) -sentimientos que sustancialmente no se diferencian de los que nos deparan las cosas terrenas-, sobrevienen gustos que «comienzan de Dios y siéntelos el natural y goza tanto de ellos como goza los que tengo dichos y mucho más»(4M 1,4). La Santa los llama también oración de quietud, porque brotan sin ningún esfuerzo propio.

Los contentos los procuramos «con los pensamientos, ayudándonos de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento»(4M 2,3). Se los ilustra con el símil del agua que «por muchos arcaduces y artificio» y con gran ruido es llevado hasta un pilón. Hay otra fuente (el alma en la oración de quietud) a la que «viene el agua ele su mismo nacimiento, que es Dios, y así cuando Su Majestad quiere hacer al alma alguna merced sobrenatural, produce con grandísima paz y quietud y suavidad de lo muy interior [13] ele nosotros mismos, yo no sé hacia donde ni cómo … ni aquel contento y deleite se siente como los terrenos en el corazón – digo en su principio, que después todo lo hinche-, vase revertiendo esta agua por todas las moradas y potencias hasta llegar al cuerpo; que por eso dije que comienza de Dios y acaba en nosotros; que cierto, como verá quien lo hubiere probado, todo el hombre exterior goza de este gusto y suavidad»(4M 2,4). Es agua que brota de una arcana profundidad, «del centro del alma»(4M 2,5). El alma siente «una fragancia … como si en aquel hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes: ni se ve la lumbre, ni adonde está; mas el calor y humo oloroso penetra toda el alma…»(4M 2,6).

«Calor» y «fragancia» son sólo imágenes para reflejar una «más delicada cosa». «No es esto [14] cosa que se pueda antojar, porque por diligencias que hagamos no lo podemos adquirir, y en ello mismo se ve no ser de nuestro metal, sino de aquel purísimo oro de la sabiduría divina. Aquí no están las potencias unidas (con Dios), a mi parecer, sino embebidas (en El) y mirando como espantadas qué es aquello»(4M 2,6).

La preparación para la oración de quietud, es «un recogimiento que también me parece sobrenatural, porque no es estar en oscuro ni cerrar los ojos, ni consiste en cosa exterior, puesto que, sin quererlo, se hace esto ele cerrar los ojos y desear soledad; y sin artificio» (4M 3,1) «…los sentidos y cosas exteriores parece [15] que van perdiendo cada vez más de su derecho, porque el alma vaya cobrando el suyo, que tenía perdido. Dicen que ‘el alma se entra dentro de sí’ y otras veces que ‘sube sobre sí’ …» (4M 3,1-2). Los sentidos y potencias del alma «que son la gente de este castillo…» se habían ido fuera pasándose a un pueblo extraño, enemigo del bien de este castillo (4M 3,2).

Transcurren días y años, hasta que por fin, viendo su perdición, se han ido acercando al castillo sin lograr entrar dentro; ya no son traidores, y merodean alrededor, pues es recia cosa y difícil de vencer esa su costumbre de vagar fuera de casa.

«Visto ya el gran Rey, que está en la morada de este castillo, su buena voluntad, por su gran misericordia [16] quiérelos tomar a El y como buen pastor, con un silbo tan suave que aún casi ellos mismos no lo entienden, hace que conozcan su voz y que no anden tan perdidos, sino que se tomen a su morada, y tiene tanta fuerza este silbo del pastor, que desamparan las cosas exteriores en que estaban enajenados, y métense en el castillo … Porque para buscar a Dios en lo interior (que se halla mejor y más a nuestro provecho que en las criaturas …), es gran ayuda cuando Dios hace esta merced» (4M 3,2-3).

No se piense que este interiorizarse se adquiere con el entendimiento «procurando pensar dentro de sí a Dios, ni por la imaginación, [17] imaginándole en sí … ; lo que digo es en diferente manera, y … algunas veces, antes que se comience a pensar en Dios, ya esta gente está en el castillo, que no sé por dónde ni cómo oyó el silbo del pastor, que no fue por los oídos -que no se oye nada-; mas siéntese notablemente un encogimiento suave a lo interior, como verá quien pasa por ello…» (4M 3,3).

Como depende solamente de Dios el poner a un alma en esta quietud cuando él quiere y como quiere, la Santa avisa insistentemente que no se ataje arbitrariamente la actividad del entendimiento y de la imaginación. Las potencias deben emplearse en Dios, con su propio [18] esfuerzo, mientras puedan actuar libremente. Lo contrario serviría sólo para procurar sequedad al alma, que se dañaría a sí misma con sus propios forcejeos, sumergiría en la agitación a la imaginación y entendimiento, descuidando «lo más sustancial y agradable a Dios», es decir, «que nos acordemos de su honra y gloria y nos olvidemos de nosotros mismos y de nuestro provecho y regalo y gusto. Pues ¿cómo está olvidado de sí el que con mucho gusto y cuidado está, que no se osa bullir, ni aun deja a su entendimiento y deseos que se bullan a desear la mayor gloria de Dios, ni que se huelguen de la que tiene?» (4M 3,6).

[19] «Cuando Su Majestad quiere que el entendimiento cese, ocúpale por otra manera y da una luz en el conocimiento tan sobre la que podemos alcanzar (con nuestro conocimiento natural), que le hace quedar absorto, y entonces, sin saber cómo, queda muy mejor enseñado que no con todas nuestras diligencias para echarle más a perder…» (4M 3,6) «Lo que entiendo que más conviene que ha de hacer el alma que ha querido el Señor meter a esta morada es … que sin ninguna fuerza ni ruido procure atajar el discurrir del entendimiento, mas no el suspenderle ni el pensamiento…»(4M 3,7).

El efecto de esta oración es «un dilatamiento o ensanchamiento del alma a manera de como si el agua que mana de una fuente no tuviese corriente, sino que la misma fuente [20] estuviese labrada de una cosa que mientras más agua manase más grande se hiciese el edificio» (4M 3,9).

Mientras que el alma en la oración de quietud está «como en sueños», «porque así parece está el alma como adormecida, que ni bien parece está dormida ni se siente despierta» (5M 1,3) no sucede lo mismo en las moradas quintas al entrar en la oración de unión: está «aquí, con estar todas dormidas, y bien dormidas, a las cosas del mundo y a nosotras mismas (porque en hecho de verdad se queda como sin sentido aquello poco que dura1Cf. 5M 2,7, dice la Santa que nunca dura media hora., que no hay poder pensar, aunque quieran), aquí no es menester con artificio suspender el pensamiento hasta el amar -si lo hace- no entiende cómo, ni qué es lo que ama ni qué querría; en fin, como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios» (5M 1,3-4). El cuerpo está como sin vida; las potencias del alma en reposo. «Todo su entendimiento se querría [21] emplear en entender algo de lo que siente y, como no llegan sus fuerzas a esto, quédase espantado de manera que, si no se pierde del todo, no menea pie ni mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada que nos parece está muerta»(5M 1,4). «Aquí … ni hay imaginación ni memoria ni entendimiento que pueda impedir este bien» (5M 1,5).

Ni siquiera el demonio puede entrar para hacer daño. «Porque está Su Majestad tan junto y unido con la esencia del alma, que no osará llegar ni aun debe de entender este secreto. Y está claro: pues dicen que no entiende nuestro pensamiento, [22] menos entenderá cosa tan secreta que aún no la fía Dios de nuestro pensamiento Así queda el alma con tan grandes ganancias, por obrar Dios en ella sin que nadie le estorbe, ni nosotros mismos» (5M 1,5).

Durante el breve espacio de la unión, el alma no comprende lo que le ocurre, pero «fija Dios a sí mismo en lo interior de aquel alma de manera que cuando torna en sí en ninguna manera pueda dudar que estuvo en Dios y Dios en ella. Con tanta firmeza le queda esta verdad, que aunque pase años sin tomarle Dios a hacer aquella merced, ni se le olvida ni puede dudar que estuvo» (5M 1,9). El alma jamás ve este secreto misterio mientras se realiza en ella, pero «lo ve después claro; y no porque es [23] visión, sino una certidumbre que queda en el alma, que sólo Dios la puede poner» (5M 1,10). La Santa llegó así, por el camino de la propia experiencia interior, a descubrir una verdad de fe que ignoraba hasta ese momento: «que Dios está en todas las cosas por presencia y potencia y esencia»2Cf. Relación 54, y que esto es algo bien diverso de la inhabitación divina por medio de la gracia.

Imposible querer entrar en esta «bodega»3Cf. Cant 2, 4. por el propio esfuerzo. «Su Majestad nos ha de meter y entrar El en el centro de nuestra alma» (5M 1,13). Pero el alma es capaz de realizar, con sus propias fuerzas, un trabajo preparativo.

Esto será explicado mediante la graciosa imagen del gusano de seda: como el óvulo pequeño y yerto, con el calor adquiere vida y comienza a alimentarse con las hojas [24] de la morera, y lo mismo que el gusano se hace mayor y fuerte, y de sí va sacando la seda y construyendo la casa en que muere para transformarse en una linda y blanca mariposa, así se realiza la vida del alma, «cuando con la calor del Espíritu Santo se comienza a aprovechar del auxilio general que a todos nos da Dios, y cuando comienza a aprovecharse de los remedios que dejó en su Iglesia» (5M 2,3).

Esos medios son tanto «las confesiones como … las buenas lecciones y sermones, que es el remedio que un alma que está muerta en su descuido y pecados y metida en ocasiones puede tener. Entonces comienza a vivir y vase sustentando en esto y en buenas meditaciones, hasta que está crecida” (5M 2,3). Después comienza [25) el alma a construir la casa en que debe morir. «Esta casa querría dar a entender aquí que es Cristo» (5M 2,4) según la palabra del Apóstol: «vosotros estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, apareceréis también vosotros con él en la Gloria» (Col 3,3-4).

Parecerá extraño que Dios mismo sea nuestra morada, y que nosotros seamos capaces de edificarla. Pero esto no debemos entenderlo como si pudiéramos nosotros «quitar de Dios ni poner». Nosotros «podemos, no quitar de Dios ni poner, (5M 2,5) sino quitar de nosotros y poner, como hacen estos gusanitos» (5M 2,5) «quitando nuestro amor propio y nuestra voluntad, el estar asidas a ninguna cosa de la tierra, poniendo obras de penitencia, oración, [26) mortificación, obediencia, todo lo demás que sabéis» (5M 2,6); «que no habremos acabado de hacer en esto todo lo que podemos, cuando este trabajillo, que no es nada, junte Dios con su grandeza y le dé tan gran valor que el mismo Señor sea el premio de esta obra. Y así como ha sido el que ha puesto la mayor costa, así quiere juntar nuestros trabajillos con los grandes que padeció Su Majestad y que todo sea una cosa” (5M 2, 5).

Y como del capullo del gusano de seda sale la pequeña mariposa, así ocurre con nuestra alma: «cuando está en esta oración bien muerto está al mundo … y cuál sale de aquí, de haber estado un poquito metida en la grandeza de Dios y tan junta con El … Yo os digo de verdad que la misma alma no se conoce a sí» (5M 2,7).

Se despierta en ella un irresistible deseo de alabar a Dios [27] y de sufrir por El. Tiene ansias de penitencias y soledad. Le brotan «deseos grandísimos … de que todos conociesen a Dios; y de aquí le viene una pena grande de ver que es ofendido» (5M 2,7). Y si bien «con no haber estado más quieta y sosegada en (toda) su vida», vive ahora un extraño desasosiego. Porque una vez que ha gustado de tal paz, -especialmente si esta gracia se le concede con frecuencia , todo lo que ve en la tierra le descontenta. «Todo se le hace poco cuanto puede hacer por Dios, según son sus deseos …; el atamiento con deudos, u amigos, u hacienda (que ni le bastaban actos ni determinaciones ni quererse apartar …) ya se ve de manera que le pesa estar obligada …: Todo [28] le cansa, porque ha probado ya que el verdadero descanso no le pueden dar las criaturas» (5M 2,8).

En la unión, Dios la ha marcado con su sello. Y «para que esta alma ya se conozca por suya, Dios Je da lo que tiene, que es lo que tuvo su Hijo en esta vida» (5M 2,12-13). Esto es, el deseo de partir de esta vida, por nadie sentido tan intensamente como por el Hijo de Dios. Y a la vez, el amor a las almas, y el deseo de salvarlas, que a El le ocasionaron sufrimientos tan insoportables que en su comparación la muerte y las penas que la precedieron le parecieron cosa de nada.

Este deseo de hacer la voluntad de Dios y trabajar por la salvación de las almas, incluso por la propia, es el mejor fruto de la unión. Y esta [29] es también asequible a aquellos «a los que el Señor no da cosas tan sobrenaturales» (5M 3,3); la Santa lo asegura para consuelo de los mismos: «pues la verdadera unión se puede muy bien alcanzar, con el favor de nuestro Señor, si nosotros nos esforzamos a procurarla, con no tener voluntad sino alada con lo que puede la voluntad de Dios» (5M 3,3). Lo más valioso de «la otra unión regalada» es «por proceder de ésta que ahora digo y por no poder llegar a ella, si no es muy cierta la unión de estar resignada nuestra voluntad en la de Dios» (5M 3,3).

Para esta unión de la voluntad con la de Dios, no es necesario «la suspensión de las potencias». Pero también aquí «os es necesario que muera el gusano, y más [30] a nuestra costa. Porque acullá ayuda mucho para morir el verse en vida tan nueva; acá es menester que viviendo en ésta, le matemos nosotras» (5M 3,5). Estar del todo unidos con la voluntad de Dios, significa «ser perfectos», y para esto «solas estas dos cosas nos pide el Señor: amor de Su Majestad y del prójimo: es en lo que debemos trabajar. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con El» (5M 4,7). La más cierta señal que hay de que amamos a Dios es el amor del prójimo; «porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras» (5M 4,8). Además, [31] «según es malo nuestro natural, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener con perfección el del prójimo» (5M 4,9).

Así, existen claramente dos caminos para la unión con Dios, y a la vez para la perfección del amor: una vida fatigosa con el propio esfuerzo, cierto no sin la ayuda de la gracia; y el ser llevados hacia lo alto, con gran ahorro de trabajo personal, pero en cuya preparación y realización se le exige muchísimo a la voluntad.

Para las almas que Dios conduce por el camino de las gracias místicas, la oración de unión es sólo preparación para un grado más alto: el desposorio espiritual, que tiene lugar en las sextas moradas. Hasta aquí, «la unión aún no llega a desposorio espiritual, sino como por acá cuando se [32] han de desposar dos» (5M 4,4). Ambos buscan el modo de conocerse y mostrarse el amor que se tienen. «Así acá, (en la oración de unión), presupuesto que el concierto está ya hecho y que esta alma está muy bien informada cuán bien le está y determinada a hacer en todo la voluntad de su esposo de todas cuantas maneras ella viere que le ha de dar contento, y Su Majestad, como quien bien entenderá si es así, lo está de ella, y así hace esta misericordia, que quiere que le entienda más y que -como dicen- vengan a vistas y juntarla consigo … Más como es tal el este Esposo, de sola aquella vista [33] la deja más digna de que se vengan a dar las manos, como dicen; porque queda el alma tan enamorada, que hace de su parte lo que puede para que no se desconcierte ese divino desposorio» (5M 4,4).

Pero tampoco la sexta morada es lugar de reposo para el alma. Su anhelo mira a la unión estable y duradera que se le concederá sólo en la morada séptima, y todavía el alma es probada con los más inmensos sufrimientos, externos e internos. Sobrevienen pues violentas tormentas interiores, que podrían compararse únicamente con las pruebas de los condenados y a los que sólo Dios puede poner fin. Esto ocurre ciertamente: porque «a deshora, con una palabra sola suya o una ocasión que acaso sucedió, lo quita todo tan de presto, que parece no hubo nublado en aquel alma … [34] Y como quien se ha escapado de una batalla peligrosa con haber ganado la victoria queda alabando a nuestro Señor, que fue el que peleó … y así conoce claramente su miseria y lo poquísimo que podemos de nosotros si nos desamparase el Señor» (6M 1,10).

Verdaderamente el alma «parece que ya no ha menester consideración para entender esto, porque la experiencia de pasar por ello, habiéndose visto del todo inhabilitada, le hacía entender nuestra nonada, y cuán miserable cosa somos» (6M 1,11). Entre los sufrimientos de esta etapa se halla también la incapacidad de hacer oración. El alma no encuentra consuelo ni en Dios ni en las criaturas. Lo único que hace soportable esta situación, «es entender en obras de caridad exteriores, y esperar en la misericordia de Dios, que nunca falta [35] a los que en El esperan» (6M 1,13).

En medio de todos estos sufrimientos al alma no se le oculta cuán cercana está del Señor. El se hace sentir mediante «unos impulsos tan delicados y sutiles que procede de lo muy interior del alma … Va bien diferente de todo lo que acá podemos procurar y aun de los gustos que quedan dichos, que muchas veces estando la misma persona descuidada y sin tener la memoria en Dios, Su Majestad la despierta, a manera de una cometa que pasa de presto, o un trueno, aunque no se oye ruido; mas entiende muy bien el alma que fue llamada de Dios, y tan entendido, que algunas veces, en especial a los principios, la hace estremecer y aun quejar, sin ser cosa que le duela. Siente [36] ser herida sabrosísimamente, mas no atina cómo ni quién le hirió; mas bien conoce ser cosa preciosa y jamás querría ser sana de aquella herida»(6M 2,2). Aunque entiende que «su Esposo está presente», él «no quiere manifestarse de manera que deje gozarse, y es de harta pena, aunque sabrosa y dulce». Pena de la que no querría verse libre jamás: «mucho más le satisface que el embebecimiento sabroso, que carece de pena, de la oración de quietud» (6M 2,2). Dios le da a entender su presencia «con una señal tan cierta que no se puede dudar, y un silbo tan penetrativo para entenderle el alma que no le puede dejar de oír … Porque en hablando el Esposo, que está en la séptima morada, por esta manera (que [37] no es habla formada), toda la gente que está en las otras no se osan bullir, ni sentidos, ni imaginación, ni potencias» (6M 2,3). «Aquí están todos los sentidos y potencias sin ningún embebecimiento» -libres- «mirando qué podrá ser, sin estorbar nada ni poder acrecentar aquella pena deleitosa ni quitarla, a mi parecer» (6M 2,5).

«También suele nuestro Señor tener otras maneras de despertar el alma: que a deshora, estando rezando vocalmente y con descuido de cosa interior, parece viene una inflamación deleitosa, como si de presto viniese un olor tan grande que se comunicase por todos los sentidos»(6M 2,8). [38] Olor es una simple imagen. Sirve «sólo para dar a sentir que está allí el Esposo» (6M 2,8).

Un tercer modo «que tiene Dios de despertar el alma» son ciertas hablas «de muchas maneras: unas parece que vienen de fuera, otras de lo muy interior del alma, otras de lo superior de ella» (6M 3,1). En todas estas hablas es posible engañarse, porque «pueden ser de Dios, y también del demonio, y de la propia imaginación (6M 3,4). La primera y más verdadera señal de que son de Dios «es el poderío y señorío que traen consigo, que es hablando y obrando» (6M 3,5). Así por ejemplo, «está un alma en toda la tribulación y alboroto interior … [39] y oscuridad del entendimiento y sequedad», y «con una palabra de éstas que diga solamente ‘no tengas pena’, queda sosegada y sin ninguna, y con gran luz».

La segunda señal para discernir el origen divino de estas palabras es «una gran quietud que queda en el alma, y recogimiento devoto y pacífico, y dispuesta para alabanzas de Dios» (6M 3,6). La tercera, «es no pasarse estas palabras de la memoria en muy mucho tiempo y algunas jamás» (6M 3,7). De ahí que si esas hablas se refieren a cosas futuras, deriva de ellas una «certidumbre grandísima» de que se cumplirán aun cuando su cumplimiento tarde años o llegue a parecer imposible.

El alma tiene plena seguridad de que provienen de Dios las hablas no percibidas con los sentidos o con la imaginación, sino con solo el entendimiento. Estas [40] vienen acompañadas de una claridad tal «que una sílaba que falte de lo que entendió, se acuerda…» (6M 3,12). Y en segundo lugar, porque «no pensaba muchas veces en lo que se entendió-digo que es a deshora y aun algunas estando en conversación- (6M 3,13). En tercer lugar, «porque lo uno es como quien oye, y lo de la imaginación es como quien va componiendo lo que él mismo quiere que le digan, poco a poco» (6M 3,14).

En cuarto lugar, «porque las palabras son muy diferentes, y con una se comprende mucho, lo que nuestro entendimiento no podría componer tan de presto» (6M 3,15). En quinto lugar, «porque junto con las palabras muchas veces, por un modo que yo no sabré decir, se da a entender mucho más de [41] lo que ellas suenan sin palabras» (6M 3,16). Todas estas palabras interiores, de que aquí se trata, no pueden menos de ser escuchadas por el alma, «porque el mismo Espíritu que habla hace parar todos los otros pensamientos y advertir a lo que se dice“ (6M 3,18).

A veces el alma es «tocada» en forma tal por una palabra de Dios, que cae en éxtasis: «parece que Su Majestad desde lo interior del alma hace crecer la centella que dijimos ya, movido de piedad de haberla visto padecer tanto tiempo por su deseo, que abrasada toda ella como una ave fénix queda renovada y, piadosamente se puede creer, perdonadas sus culpas; [42] y así limpia, la junta consigo, sin entender aún aquí nadie sino ellos dos, ni aun la misma alma entiende de manera que lo pueda después decir, aunque no está sin sentido interior» (6M 4,3).

A esto se suma una especialísima iluminación, tal «que el alma nunca estuvo tan despierta para las cosas de Dios ni con tan gran luz y conocimiento de Su Majestad» (6M 4,3). Y eso, pese a que «las potencias están tan absortas que podemos decir que están muertas, y los sentidos lo mismo. ¿Cómo se puede entender que entiende este secreto? Yo no lo sé, ni quizá ninguna criatura, sino el mismo Creador» (6M 4,4).

A pesar de que, después, no se sepa decir nada de estas gracias, «de tal manera queda imprimido en la memoria [43] que nunca jamás se olvidan», y «quedan unas verdades en esta alma tan fijas de la grandeza de Dios, que cuando no tuviera fe que le dice quién es y que está obligada a creerle por Dios, le adorara desde aquel punto por tal, como hizo Jacob cuando vio la escala» (6M 4,6).

Al mismo tiempo, en el éxtasis ve el alma algo de las maravillas de esa especie de «aposento de cielo empíreo que debemos tener en lo interior de nuestra alma» (6M 4,8). Esto, sin embargo, pasa sólo en una asomada fugaz, porque el alma «está tan embebida en gozar de Dios, que le basta tan gran bien», y le ocurre que cuando «torna en sí, con aquel representársele las grandezas que vio … , no puede decir ninguna» (6M 4,8). Y ya que puede ella, absolutamente imperturbada, engolfarse en la [44] meditación del Señor y del Reino que ha ganado como esposa suya, sin que El consienta «estorbo de nadie, ni de potencias ni sentidos, sino de presto manda cerrar las puertas de las moradas» (6M 4,9) «y aun las del castillo y cerca» (6M 4,13), dejando abierta sólo la morada en que El está para introducir en ella el alma (6M 4,9).

De hecho, las dos últimas moradas no están rigurosamente separadas la una de la otra. Con todo «hay cosas en la postrera» que sólo a los que entran en ella se les dan a conocer (6M 4,4). El gran éxtasis en que queda suspendida la actividad natural de los sentidos exteriores e interiores, al igual que la de las potencias, por lo general dura poco. Pero aún cuando ha pasado del todo, «queda la voluntad tan embebida y el entendimiento tan enajenado …, que parece [46] no es capaz para en tender una cosa que no sea para despertar la voluntad a amar, y ella se está harto despierta para esto y dormida para arrostrar a asirse a ninguna criatura». «Y durar así día y aun días» (6M 4,14).

Sustancialmente es uno con el éxtasis, aunque «en el interior [del alma] se siente muy diferente», es lo que la Santa llama vuelo del espíritu, en que «muy de presto algunas veces se siente un movimiento tan acelerado del alma, que parece es arrebatado el espíritu con una velocidad que pone harto temor, en especial a los principios» (6M 5,1). «Este apresurado arrebatar el espíritu es de tal manera que verdaderamente parece sale del cuerpo, y por otra parte claro está que no queda [47] esta persona muerta; al menos ella no puede decir si está en el cuerpo o sí no, por algunos instantes. Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de en esta que vivimos» (6M 5,7). Y allí «acaece que en un instante le enseñan tantas cosas juntas que en muchos años que trabajara en ordenarlas con su imaginación y pensamiento no pudiera de mil partes la una» (6M 5,7).

La Santa intenta explicar lo que aquí ocurre al alma: «muchas veces he pensado si, como el sol estándose en el cielo, que sus rayos tienen tanta fuerza que no mudándose él de ahí, de presto llegan acá, si el alma y el espíritu, que son una misma cosa como lo es el sol y sus rayos, pueden, quedándose ella en su puesto, con la fuerza del calor que le viene del verdadero Sol de Justicia, alguna parte superior salir sobre sí misma (6M 5,9). El vuelo del espíritu [48] pasa rápidamente, pero al alma le queda una grande ganancia: «conocimiento de la grandeza de Dios …, propio conocimiento y humildad de ver cómo cosa tan baja en comparación del Criador de tantas grandezas, la ha osado ofender ni osa mirarle …; tener en muy poco todas las cosas de la tierra, si no fueren las que puede aplicar para servicio de tan gran Dios» (6M 5,10). Como efecto le nace un vivo anhelo de morir y el deseo de guardarse de la más pequeña imperfección.

De buena gana querrían estas almas evitar todo trato con los hombres. «Por otra parte se querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que una alma alabase más a Dios» (6M 6,3). Además le «da [49] nuestro Señor unos júbilos y oración extraña, que no sabe entender qué es … Es, a mi parecer, una unión grande de las potencias, sino que las deja nuestro Señor con libertad para que gocen de este gozo, y a los sentidos lo mismo, sin entender qué es lo que gozan y cómo lo gozan … Es un gozo tan excesivo del alma que no querría gozarle a solas sino decirlo a todos para que la ayudasen a alabar a nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento» (6M 6,10).

A almas elevadas a tan alto grado de contemplación, se les hace después difícil discurrir normalmente sobre la vida y pasión de Cristo. Pero la Santa advierte insistentemente que este tipo de meditación [50] no debe considerarse definitivamente superado, porque será necesaria la ayuda del entendimiento para encender la voluntad (6M 7,7).

Todas las gracias que se reciben en la sexta morada, sirven sólo para avivar en el alma su deseo de sufrir, «porque como va conociendo más y más las grandezas de su Dios y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo; porque también crece el amar mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor» (6M 11,1). Con frecuencia, pensando en la tardanza de la muerte, se siente como traspasada por «una saeta de fuego … en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo que de presto pasa, todo cuanto haya de esta tierra de nuestro natural y lo deja hecho polvos» (6M 11,2). [51] La pena de este deseo lleva realmente al alma hasta el borde de la muerte. E igualmente incurre «en peligro de muerte … del muy excesivo gozo y deleite que es en tan grandísimo extremo, que verdaderamente parece que desfallece el alma de suerte que no le falta tantito para acabar de salir del cuerpo» (6M 11,11). Es ésta su preparación inmediata para llegar al más alto grado de la vida de gracia que puede alcanzarse en la tierra.

«Cuando nuestro Señor es servido haber piedad de lo que padece y ha padecido por su deseo esta alma que ya espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se consuma el matrimonio espiritual métela en su morada, que es ésta séptima” (7M 1,3).

Sucede esto en una visión intelectual, en la que «se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima [52] claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se Je comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos (7M 1,6).

Esta «divina Compañía» ya jamás abandona el alma; pero ella no siempre la ve con la misma [53] claridad que la primera vez; solo Dios puede renovar esa claridad. El alma no debe estar constantemente sumergida en esta contemplación, sino que ha de atender a sus obligaciones. Sí, atiende a ellas «mucho más que antes, en todo lo que es servicio de Dios, y en faltando las ocupaciones, se queda con aquella agradable compañía» (7M 1,9). Es como si Jo esencial del alma «por trabajos y necesidades que tuviese, jamás se moviera de aquel aposento» (7M 1,0), y como sí el alma misma estuviese dividida en dos, como en Marta y María a la par. Y se hace patente que «hay diferencia en alguna manera -y muy conocida- del alma al espíritu, aunque más sea todo uno. Conócese una división tan delicada, que algunas veces parece obra de diferente manera lo uno de lo otro, como el sabor [o bien el conocimiento]4Es un añadido, entre paréntesis, de Edith a la cita de santa Teresa. que les quiere dar el Señor. También me parece que el alma es diferente cosa de las potencias…» (7M 1,11).

[54] En la Santa, el matrimonio estuvo precedido por una visión imaginaria: «se le representó el Señor acabando de comulgar, con forma de gran resplandor y hermosura y majestad, como después de resucitado, y le dijo que ya era tiempo que sus cosas tomase ella por suyas, y El tendría cuidado de las suyas» (7M 2,1). El matrimonio mismo tiene lugar «en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios … en todo lo que se ha dicho basta aquí, parece que va por medio de los sentidos y potencias, y este aparecimiento de la Humanidad del Señor así debía ser; mas lo que pasa en la unión del matrimonio espiritual es muy diferente: aparece el Señor en este [55] centro del alma sin visión imaginaria, sino intelectual, aunque más delicada que las dichas, como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo: Pax vobis (Lc 24,36). Es un secreto tan grande y una merced tan subida lo que comunica Dios allí al alma en un instante, y el grandísimo deleite que siente el alma, que no sé a qué comparar, sino a que quiere el Señor manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo, por más subida manera que por ninguna visión ni gusto espiritual. No se puede decir más de que -a cuanto se puede entender- queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios; que, como es también espíritu, ha querido Su Majestad mostrar el amor que nos tiene, en dar a entender a algunas [56] personas hasta dónde llega, para que alabemos su grandeza, porque de tal manera ha querido juntarse con la criatura, que así como los que ya no se pueden apartar, no se quiere apartar El de ella» (7M 2,3).

La corriente que se comunica al alma, se desborda desde lo más íntimo de sí a las potencias. «Se entiende claro que hay en lo interior … un sol de donde procede una gran luz que se envía a las potencias, de lo interior del alma. Ella … no se muda de aquel centro ni se le pierde la paz» (7M 2,6).

Con todo, esta paz no ha de entenderse como si el alma estuviese ya «segura de su salvación y de [no]5Edith añadió entre paréntesis este no para más claridad del texto. tomar a caer»(7M 2,9). Ella misma no se tiene por segura, sino que anda «con mucho más temor que antes» y se guarda «de cualquier pequeña [57] ofensa de Dios» (7M 2,9).

El primer efecto del matrimonio es «un olvido de sí, que verdaderamente parece ya no es … ; porque toda está de tal manera que no se conoce ni se acuerda que para ella ha de haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en procurar la de Dios, que parece que las palabras que le dijo Su Majestad hicieron efecto de obra, que fue que mirase por sus cosas, que El miraría por las suyas» (7M 3,2).

El segundo efecto es “un deseo de padecer grande, mas no de manera que la inquiete como solía; porque es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo lo que Su Majestad hace tienen por bueno» (7M 3,4). Y si antes deseaba la muerte, «ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, [58] que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos» (7M 3,6).

Ya no tienen deseos «de regalos ni de gustos» espirituales. Viven en «un desasimiento grande en todo y deseo de estar siempre a solas u ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma. No sequedades ni trabajos interiores, sino con una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querrían estar sino dándoles alabanzas. Y cuando se descuidan, el mismo Señor las despierta … , que se ve clarísimamente que procede de aquel impulso … de lo interior del alma» (7M 3,8). Es algo que «ni procede del pensamiento, ni de la memoria, ni cosa que se pueda entender que el alma [59] hizo nada de su parte» (7M 3,8). «Pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido» (7M 3,11). «No hay para qué bullir ni buscar nada el entendimiento, que el Señor que le crió le quiere sosegar aquí, y que por una resquicia pequeña mire lo que pasa» (7M 3,11).

En este punto los éxtasis cesan casi del todo. Esto es lo que se deja quizás entender, de lo que la Santa ve como fin de todo ese camino de gracia: un fin que no consiste sólo en la «divinización de las almas», sino que todas las gracias deben servir «para fortalecer nuestra flaqueza … para poder imitar a Cristo en el mucho padecer» (7M 4,4), y trabajar sin descanso por el Reino de Dios. «Para esto es la oración … ; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (7M 4,6).

* * *


2. «Las Moradas» a la luz de la filosofía moderna

[60] El reino del alma y el camino por ella recorrido desde el «muro de cerca» hasta el centro interior ha sido descrito, en lo posible, con las mismas palabras de la Santa, porque difícilmente se podrían encontrar otras mejores.

Será necesario ahora poner de relieve qué es lo que esta imagen del alma tiene en común con la que antes nosotros mismos hemos descrito (con criterios filosóficos), y qué es lo que tiene de diverso. Ante todo, es común la concepción del alma como un amplísimo reino, a cuya posesión debe llegar el propietario, porque precisamente es propio de la naturaleza humana (mejor dicho, de la naturaleza caída) el perderse en el mundo exterior. Pero en este perderse debemos distinguir la entrega objetiva, como lo hace el niño o el artista en un gesto que llega hasta el «olvido de sí», [61] pero que no excluye en un determinado momento un real retorno a la propia interioridad, y -por otro lado- el enredarse en las cosas del mundo, que hace brotar del deseo pecaminoso y que frena el «recogimiento», o puede convertirse en origen de una actividad errónea consigo mismo.

Esto nos lleva discretamente a la diferencia fundamental de las dos concepciones, que residen en la diversidad de los puntos de vista. Para la Santa es claro su objetivo: diseñar el castillo interior -casa de Dios y hacer comprensible lo que ella misma ha experimentado: cómo el Señor mismo llama al alma de su extravío en el mundo exterior, cómo le atrae más y más a sí misma, hasta que finalmente Él pueda unirla aquí en el centro interior de ella misma.

Quedaba absolutamente fuera del punto de mira de la Santa indagar si la estructura del alma [62] tenía además sentido, prescindiendo de este ser habitación de Dios, y si quizás habría otra «puerta», diversa de la oración. A las dos preguntas nosotros tenemos que responder, evidentemente, en sentido afirmativo. El alma humana, en cuanto espíritu e imagen del Espíritu de Dios, tiene la misión de aprehender todas las cosas creadas conociéndolas y amándolas y así comprender la propia vocación y obrar en consecuencia. A los grados del mundo creado corresponden las moradas del alma: pero esto hay que entenderlo desde una profundidad diversa. Y si la morada más interior está reservada para el Señor de la Creación, también es cierto que sólo a partir de la última profundidad del alma, -punto céntrico del Creador-, puede recabarse una imagen realmente adecuada de la Creación: no será una imagen que abarque todo, como corresponde a [63] Dios, pero sí una imagen sin deformaciones. Queda así absolutamente en firme lo que la Santa expresó tan netamente: que entrar en sí mismo significa acercarse gradualmente a Dios.

Pero a la vez significa la progresiva adquisición de una posición cada vez más nítida y objetiva frente al mundo. Si para poder llegar a Dios, es necesario liberarse plenamente de las ataduras pecaminosas que nos ligan a las cosas del mundo, ese sustraerse no es meta sino camino. La conclusión viene a demostrar que, al fin, se restituyen al alma todas sus fuerzas naturales para que pueda trabajar en el servicio del Señor.

Como espíritu y como imagen del Espíritu divino, el alma no sólo tiene conocimiento del mundo externo sino también de sí misma: es consciente de toda su vida espiritual, [64] y es capaz de reflexionar sobre sí misma, incluso sin entrar por la puerta de la oración. Ciertamente hay que pensar con qué tipo de «yo» viene a encontrarse el alma y, consecuentemente, por qué otra puerta puede entrar. Una posibilidad de entrada en su interior, se la ofrece el trato con otros hombres. La experiencia natural nos da una imagen de ello y nos dice que también ellos tienen una imagen de nosotros. Y así llegamos, en cierto modo, a vemos a nosotros desde fuera. Es posible en ello constatar algunas apreciaciones correctas, pero rara vez penetraremos más en lo hondo de nuestro interior; y a ese conocimiento van vinculadas ronchas causas de error, que permanecen ocultas a nuestra mirada, [65] hasta que Dios, con una neta sacudida interior -con una llamada interior- nos quita de los ojos la venda que a todo hombre le esconde en gran parte so propio mundo interior.

Otro impulso a reentrar en sí mismo se da, por pura experiencia, en el crecimiento de la persona durante el período de maduración que va desde la infancia a la juventud. Las sensibles transformaciones interiores impulsan por sí mismas a esta autobservación. Pero con ese genuino y sano anhelo de conocerse, suscitado por el descubrimiento del «mundo interior», se mezcla de ordinario un impulso excesivo a la «autoafirmación». Y esto se convierte en una nueva fuente de ilusión que origina una falsa «imagen» del propio yo. A esto se añade el que en este período comienza la meditación [66] de sí mismo basada en la imagen que los otros ven desde fuera, y por tanto una formación del alma desde lo exterior, que conlleva el encubrimiento del propio ser.

Finalmente pensemos en la investigación científica del «mundo interior», que se ha interesado por este tema del ser como de cualquier otro: resulta sorprendente qué es lo que ha quedado del reino del alma, desde que la «psicología» de nuestro tiempo ha comenzado a seguir un camino independientemente de toda consideración religiosa o teológica del alma: se llegó así, en el siglo XIX a una «psicología sin alma». Tanto la «esencia» del alma como sus «potencias» fueron descartadas como «conceptos mitológicos», y se quiso tomar en cuenta únicamente los «fenómenos psicológicos». [67] ¿Pero qué tipos de «fenómenos» eran esos?

No es posible reducir a un cuadro sencillo y único la psicología de las últimos tres siglos, pues se han simultaneado constantemente orientaciones diversas. Con todo, la corriente principal, que surge del empirismo inglés, se ha ido configurando cada vez más como ciencia natural, llegando a hacer de todos los sentimientos del alma el producto de simples sensaciones, como una cosa espacial y material está hecha de átomos: no sólo se le ha negado toda realidad permanente y durable, fundamento de los fenómenos mudables, o sea de la vida que fluye, sino que se han desconectado del fluir de la vida anímica el espíritu, el sentido y la vida. Es como si [68] del «castillo interior» se conservasen sólo restos de muralla que apenas nos revelan la forma original, a la manera que un cuerpo sin alma ya no es un verdadero cuerpo.

Ante este campo de ruinas, uno se siente tentado de preguntar si, a fin de cuentas, la puerta de la oración no será el único ingreso al interior del alma. Realmente, la psicología naturalística del siglo XIX, en sus concepciones de fondo, hoy está ya superada. El redescubrimiento del espíritu y el interés por una auténtica «ciencia del espíritu» se cuentan ciertamente entre los más grandes cambios logrados en el campo científico durante las últimas décadas. Y no sólo han recuperado sus derechos la espiritualidad y el pleno sentido [69] de la vida anímica, sino que también se ha descubierto su fundamento real, aun cuando haya todavía psicólogos -e incluso, extrañamente, psicólogos católicos-, que sostienen no poder hablarse del alma en términos científicos.

Si volvemos la mirada a los pioneros de la nueva ciencia del espíritu y del alma (me refiero ante todo a Dilthey, Brentano, Husserl y a sus escuelas) no tenemos ciertamente la impresión de que sus obras más importantes sean escritos religiosos y que sus autores hayan «entrado por la puerta de la oración». Pero recordemos que Dilthey estaba familiarizado con los problemas de la teología protestante, como lo demuestra por ejemplo su Jugendgeschichte Hegels; [70] -que Brentano era sacerdote católico, y que aun después de su rotura con la Iglesia, hasta los últimos días de su vida, se ocupó apasionadamente de los problemas de Dios y de la fe; -que Husserl, en cuanto discípulo de Brentano, sin haber estudiado directamente la teología y filosofía medieval, conservaba una cierta vinculación viva con la gran tradición de la philosophia perennis; -que él, además, en su lucha filosófica era consciente de tener una misión y que en el círculo de personas cercanas, tanto en el plano científico como en el humano, promovió un fuerte movimiento hacia la Iglesia; entonces hemos de pensar que no se trata de una mera yuxtaposición de estos hombres, sino de una profunda e íntima conexión.

[70a] Especial mención merece en este punto la obra -tantas veces citada- del fenomenólogo de Munich, Pfänder: El alma del hombre. Ensayo de una psicología inteligible, cuya concepción del alma concuerda ampliamente con la nuestra. Partiendo de una descripción de los movimientos del alma, Pfänder trata de comprender la vida del alma misma, descubriendo los impulsos fundamentales que la dominan. Y esos impulsos fundamentales, intenta él reconducirlos a un impulso originario: a la tendencia del alma al autodesarrollo, tendencia basada en la esencia misma del alma. El ve en el alma un núcleo de vida que partiendo de ese germen debe desarrollarse hasta tener forma plena. Pertenece a la propia esencia del alma humana el que, para su propio desarrollo, sea necesaria la libre actividad de la persona. Sin embargo, el alma es «esencialmente creatura y no creadora de sí. No se genera a sí misma, sino que únicamente puede desarrollarse. En el punto más profundo de sí misma, (cara atrás), está ligada [70b] a su perenne principio creativo. A partir de él puede procrear en plenitud, únicamente manteniéndose estable en contacto con ese perenne principio creador». La esencia del alma se presenta a sí misma como la clave para entender su propia vida. Apenas cabe imaginar una negación más categórica de la «psicología sin alma».

La obra de Pfänder acerca del alma es evidentemente la conclusión de un continuado trabajo de su vida, y el resultado de un serio enfrentamiento con las últimas preguntas. Por eso resultan algunas cosas oscuras, precisamente en los puntos más decisivos. Queda en plena sombra la relación entre alma y cuerpo. A lo sumo se habla de ello como si se tratase de dos sustancias unidas entre sí; sólo en un pasaje se dice expresamente que permanece incierto si el «germen del cuerpo» y el «germen del alma» son distintos, o si en el fondo son un germen solo. El concepto de espíritu se deja de lado por lo poco claro que resulta, y por ello no se hace intento alguno por indagar las relaciones entre alma y espíritu. [70c] Por eso mismo, resulta más extraño poder llegar a una completa comprensión del alma, de su esencia y su vida, del alma humana en cuanto tal, y en cuanto individual. Nos encontramos ante los residuos del viejo racionalismo, que no admitía ningún misterio, ni quiere saber nada de la fragmentación del saber humano y en cambio cree poder desvelar por completo el misterio de las relaciones del alma con Dios. Ignora cuánto debe a la doctrina y a la vida de la fe, precisamente en lo mismo que él cree resultado de su conocimiento natural.

[71] No es posible, en este lugar, rebasar estos pocos apuntes e insinuaciones. Sería necesario un trabajo específico, para estudiar la historia de la psicología con esta perspectiva: descubrir en cada estudioso y en su época respectiva, cómo se correlacionan sus posturas en cuanto a vida de fe y en cuanto a la concepción del alma.

Cuando se observa una ceguera tan incomprensible respecto de la realidad del alma, como la que encontrarnos en la historia de la psicología naturalística del siglo XIX, cabe pensar que la causa de esa ceguera y de la incapacidad de llegar a Jo profundo del alma no reside simplemente en una obsesión en relación a algunos prejuicios metafísicos, sino en un inconsciente miedo a encontrarse con Dios. [72] Por otra parte, ahí está el hecho de que nadie ha penetrado tanto en lo hondo del alma como los hombres que con ardiente corazón han abarcado el mundo, y que por la fuerte mano de Dios han sido liberados de todas las ataduras e introducido dentro de sí en lo más íntimo de su interioridad. Al lado de nuestra santa Madre Teresa encontramos aquí en primera línea a san Agustín, tan profundamente afín a ella, como ella misma lo sentía. Para estos maestros del propio conocimiento y de la descripción de sí mismos, las misteriosas profundidades del alma resultan claras: no sólo los fenómenos, la superficie movediza de la vida del alma, son para ellos innegables· hechos de experiencia, sino también las potencias que actúan sin mediaciones en la vida consciente del alma, e incluso la misma esencia del [73] alma.

Pero también éste es un punto en el que hemos constatado una concordancia entre nuestra exposición y el testimonio de la Santa: precisamente porque el alma es una realidad espiritual-personal, su ser más íntimo y específico, su esencia de la que brotan sus potencias y el despliegue de su vida, no son sólo una desconocida x que nosotros admitamos para esclarecer los hechos espirituales que experimentamos, sino algo que puede iluminamos y dejar sentir aun cuando permanezca siempre misterioso.

El extraño camino que, según la descripción de la Santa, recorre el alma en su interiorización -desde el muro de cerca hasta el centro más íntimo- puede, quizás, hacérsenos más comprensible mediante nuestra distinción [74] entre el alma y el Yo. El Yo aparece como un «punto» móvil dentro del «espacio» del alma; allá donde quiera que toma posición, allí se enciende la luz de la conciencia e ilumina un cierto entorno: tanto en el interior del alma, como en el mundo exterior objetivo hacia el cual el. Yo está dirigido. A pesar de su movilidad, el Yo está siempre ligado a aquel inmóvil punto central del alma en el cual se siente en su propia casa. Hacia ese punto se sentirá llamado siempre (nuevamente se trata de un punto que hemos tenido que llevar más allá de cuanto nos dice al respecto el Castillo interior), no sólo es convocado ahí a las más altas gracias místicas del desposorio espiritual con Dios, sino que desde aquí puede tomar las decisiones últimas a que es llamado el hombre como persona libre.

[75] El centro del alma es el Jugar desde donde se hace oír la voz de la conciencia, y el lugar de la libre decisión personal. Por eso y porque la libre decisión de la persona es condición requerida para la unión amorosa con Dios, ese lugar de las libres opciones debe ser también el lugar de la libre unión con Dios. Esto explica por qué Santa Teresa (al igual que otros maestros espirituales) veía la entrega a la voluntad de Dios como lo más esencial en la unión: la entrega de nuestra voluntad es lo que Dios nos pide a todos y todos podemos realizar. Ella es la medida de nuestra santidad, y a la vez la condición para la unión mística que no está en nuestro poder, sino que es libre regalo de Dios. Pero de aquí resulta también [76] la posibilidad de vivir desde el centro del alma y de realizarse a sí mismo y la propia vida, sin ser agraciados con gracias místicas.

Todavía la Santa, como algo que rebasa su competencia, trata de explicar el hecho que ella cree ver con plena claridad: que el espíritu y alma son una sola cosa, y, sin embargo, se distinguen entre sí. Por nuestra parte, hemos intentado resolver este enigma distinguiendo: por un lado, la diversidad de contenido entre espíritu y materia (que llena el espacio), considerados como diferentes categorías del ser (donde el alma pertenece al lado del espíritu, pero en cuanto a la configuración espiritual, que a la manera de las formas materiales median entre espíritu y materia); y por otro lado, la formal diversidad del ser entre cuerpo, alma y espíritu: el alma es lo oculto e informe, y el espíritu es lo libre que fluye de dentro, la vida que se manifiesta.

En correspondencia con esas diferencias hemos encontrado en el alma humana diversos [77] modos de ser: como forma del cuerpo el alma toma forma en una materia que le es extraña y con ello sufre el obscurecimiento y el gravamen que consigo trae la vinculación a la materia pesada (la materia en el estado de caída). Pero el alma a la vez se realiza y se manifiesta como ser personal-espiritual en cuanto fluye en vida libre y consciente y se eleva al reino luminoso del espíritu, sin que cese de ser fuente secreta de la vida. Esta fuente secreta es una realidad espiritual, en el sentido de la distinción entre materia y espíritu, y cuanto más hondamente el alma se sumerge en el espíritu y más firmemente se instala en su centro, tanto más libremente puede elevarse sobre sí misma y liberarse de las ataduras materiales: hasta romper los lazos que unen el alma y el cuerpo terreno -como sucede en [78] la muerte, y en cierto sentido también en el éxtasis-, y hasta la transformación del «alma viviente» en el «espíritu que da la vida», que es capaz desde sí mismo de formar un «cuerpo espiritual».

Una maestra en la educación y en la formación: Teresa de Jesús

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Una maestra en la educación y en la formación: Teresa de Jesús

Nota introductoria
Una maestra en la educación y en la formación: Teresa de Jesús
1. Liderazgo natural
2. Profesional de la educación
3. Maestra en la formación del hombre



 

 

Una maestra en la educación y en la formación: Teresa de Jesús.
Por Hna. Teresia Benedicta a Cruce, O.C.D.

 


Nota introductoria
1)
Momento histórico y contenido.

Edith había entrado en el Carmelo de Colonia el 14 de octubre de 1933, víspera de Santa Teresa, y había tomado el hábito carmelitano el 21 de abril del año siguiente. Teresa de Ávila, la que había impulsado su entrada en la Iglesia Católica, será también la personalidad sobre la que Edith escribirá sus primeros trabajos en el Carmelo: en enero de 1934, Amor con Amor. Vida y obra de santa Teresa de Jesús; y, probablemente a finales de este mismo año el presente escrito: Una maestra en la educación y en la formación; Teresa de Jesús (Eine Meisterin der Erziehungs – und Bildungsarbeit: Teresia von Jesus).

Este artículo, dividido en una introducción y tres capítulos ( 1. Liderazgo natural. 2. Profesional de la educación. 3. Maestra en la formación del hombre) está dirigido preferentemente a las mujeres, ya que la revista en la que se publicó estaba dedicada a la formación católica de las mujeres en Alemania. Edith Stein ofrece a la mujer católica alemana el ejemplo de santa Teresa de Jesús, como modelo en el arte de la educación.

2) Manuscrito y ediciones.

Existe el texto autógrafo de Edith en las Carmelitas de Colonia (PJD-l-4): 69 hojas numeradas (211 x 150 mm) escritas por una cara, más una hoja en blanco al final: hay un pliego en el que se guarda el ms. y en la cara de ese pliego se halla el título del escrito y la firma de la autora.

Además, hay otro manuscrito original de Edith (ACC, D-1-4, carpeta), texto mecanografiado (21 folios, 275 x 210 mm) en cuyo primer folio ella puso de su mano su nombre, corrigiendo el que estaba escrito a máquina.

Se publicó por vez primera en el número de febrero de la revista Katholische Frauenbildung in deutschen Volk 48 (1935) 114-133. Posteriormente apareció en la colección Edith Steins Werke Xll, 1990, 164-187. El artículo lleva 25 notas de la misma Edith.

En español ha sido publicado en Obras selectas. Monte Carmelo, Burgos 1997, 57-86.

3) La presente edición.

Nuestro texto se basa en el manuscrito autógrafo, también tenemos en cuenta las dos publicaciones alemanas.

 


[l] El 22 de julio de 1627 el Papa Urbano VIII confirmó la resolución de las Cortes de Castilla y León de nombrar Patrona de España, juntamente con el apóstol Santiago, a santa Teresa de Jesús1El patronato de santa Teresa en España tiene dos momentos: en el siglo XVII y en el XIX: Después de la beatificación de la madre Teresa (24-lV-1614), las Cortes de Madrid la proclamaron Patrona de España el 30 de noviembre de 1617; para evitar problemas se decía «Patrona y abogada después del Apóstol Santiago para invocar y valerse de su intercesión en todas las necesidades»; hubo gran oposición, especialmente de parte del arzobispo y del cabildo de Santiago. Esta oposición tuvo éxito porque un real decreto anulaba el patronato teresiano. Sin embargo, en las Cortes de 1626, con Felipe IV, se obtuvo de nuevo el patronato, que quedaba refrendado por Urbano VIII el 21 de julio de 1627. El cabildo compos1elano acudió a Roma, quien el 2 de diciembre rescindió el breve anterior; y Felipe IV lo aceptó. El 27 de julio de 1812 se revalidó en las Cortes la proclamación de patrona hecha en 1617 y 1627; pero en 1814 se volvió a la situación anterior a 1812: el patronato quedaba suspendido. Hubo otro intento en 1820.. Era el agradecimiento del pueblo español a la mujer, que más perfectamente había encarnado el espíritu del Siglo de Oro, y que dejó una tan clara y sencilla huella, que a través de tres siglos seguiría impresionando. Este influjo se trasmite no sólo a través de sus escritos, sino también mediante la tradición oral en una parte amplia de la población. «Existen todavía testigos, castellanos de nacimiento, que por boca de sus madres, reciben los principios fundamentales religiosos de santa Teresa como parte esencial de su educación cristiana que ellas les transmiten. Y lo hacen a través de sus dichos, al estilo de Séneca2Lucio Anneo Séneca (4 a.C.- 65), filósofo, (hijo de Lucio Anneo Séneca, el retórico), además de numerosas obras filosóficas y morales, escribió, tal como aquí parece aludir Edith, tragedias en verso: Medea; Troades, Phaedra, Agamemnon, etc., llenos de profundo sentido, ele optimismo y popular encanto. [2] La cultura y los conocimientos teológicos…, que el pueblo español conserva todavía, este pueblo alimentado con leche castellana de la que recibe su fuerza, vienen de ahí: no es exagerado decir que única y exclusivamente se lo deben a santa Teresa. Realmente, ella, la flor de su época, ha hecho propio, de la manera más perfecta, el pensamiento teológico de su tiempo; le ha dado la forma, el color y la vida, que se expresan en su típico modo de hablar y que se comunican a las almas de nuestro tiempo»3Berrueta y Chevalier, Sainte Thérese et la vie mystique, Denoël et Steele. París 1934, p. 20s.. Esta breve descripción nos muestra a la gran madre que ha criado a su pueblo.

El 4 de marzo de 1922 el claustro de profesores de la Universidad de Salamanca acordó unánimemente conceder el título de Doctora Honoris Causa a la santa Patrona de la Nación, con motivo del 300 aniversario de su canonización4La canonización de sama Teresa fue realizada por Gregorio XV el 12 de marzo de 1622 con la bula «Omnipotens sermo Dei» (Bullarium Carmelitanum,, 2 pp. 387-394).. Propiamente no ha sido declarada Doctora de la Iglesia5La bula de la canonización sin reconocer a la Santa oficialmente Doctora, pero en el contenido parecía refrendar este título. Ella cumplía con todos los requisitos para la declaración de doctora de la Iglesia. Se trabajó en este sentido en el tercer centenario (1882). Hacia 1922 resultaba claro que ella era Maestra y Doctora; y se sometió la cuestión al Papa; el l de febrero de 1923 venía la respuesta: » obstat sexus·. Mientras tanto la universidad de Salamanca. como nos cuenta Edith, la declaró Doctora en presencia de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia, era el 6 de octubre de 1922 en el paraninfo de la Universidad; era repetición de la decisión tomada ese mismo año por los catedráticos. Pero finalmente llegó la declaración oficial con Pablo VI el 27 de septiembre de l970: Teresa era ya Doctora de la Iglesia.. (ella misma, que frecuentemente se decía [3] «ignorante mujer»6La expresión “mujer ignorante» como tal no aparece, pero sí otras expresiones casi idénticas en significado; » y soy tan ignorante» (V 28, 6), «yo como ruin» (V 5, .1; 5 , 5; l0, 6 , etc. ), » mujer y ruin» (Y 10, 8; 18, 4), «mujercilla ruin y flaca como yo» (V·28, 18)., hubiese sido la primera en levantarse contra tan honroso título; sin embargo, con ocasión del tercer centenario de su beatificación (1914) el papa Pío X declaraba: «Con razón la Iglesia le ha reconocido el honor que se concede a los Doctores, pues en su liturgia pide a Dios: concédenos alimentamos siempre de su celestial doctrina y enciende en nosotros el deseo de la verdadera santidad»7Así se lee en la oración del oficio de su fiesta del l5 de octubre. [Cf. AAS 6 (1914) p. 144; Oficios propios del Carmelo Teresiano, Vitoria 1975, p. 238].. Como maestra de Teología Mística ha logrado un gran prestigio en toda la Iglesia.

Fray Luis de León8Fray Luis de León (Belmonte 1527 – 1591 Madrigal); poeta, filósofo y teólogo. Profesó en el convento salmantino de los Agustinos en 1544. En 1591 fue elegido vicario general y provincial de Castilla. Escribió numerosas obras: bíblicas, teológicas, espirituales, literarias, etc. Participó en la primera edición de los escritos de santa Teresa, que aparecieron en Salamanca en 1588. sabio agustino coetáneo de nuestra Santa Madre y primer editor de sus obras9Salamanca, 1588. escribe en la introducción a esta edición: «Yo no conocí, ni vi, a la madre Teresa de Jesús mientras estuvo en la tierra, mas ahora que vive en el cielo la conozco y veo casi siempre en dos imágenes [4] vivas que nos dexó de sí, que son sus hijas, y sus libros, que a mi juicio son también testigos fieles, y mejores de toda excepción de la grande virtud».

La Reformadora de la Orden de la Bienaventurada Virgen del Monte Carmelo era una maestra de las artes plásticas: de tas más elevadas, cuyo material no es madera ni piedra, sino que son las vivas almas de los hombres.

En mi exposición he adelantado algunos testimonios altamente expresivos, que nos ponen ante los ojos a la Santa Madre Teresa de Jesús como educadora, maestra, formadora de personas. Aquí no hablaremos acerca de la Maestra en Mística Teología. Sobre ello hay ya muchos libros escritos; por otra parte no sería posible describir su imagen en unas pocas páginas. Vamos a hablar de la educadora y de la formadora.

Antes de nada, quiero [5] fijar los diversos significados de los conceptos de enseñar, dirigir, educar, formar que aquí se han de emplear. Quien trabaja en el campo de la educación sabe que a la necesaria distinción mental no corresponde una estricta separación en la realidad de la vida. Por enseñar entiendo yo cuando el entendimiento es conducido a nuevos contenidos, o cuando alguna otra facultad humana está formada mediante el ejercicio. Dirigir y educar dependen estrechamente uno de otro, en cuanto en ambos la voluntad es orientada hacia un objetivo. Se trata, con todo, en el primer caso, más bien de ir adelante hacia una meta consabida; no se trata todavía de una instrucción planificada y de una elaboración de la voluntad, para hacer posible la consecución del objetivo, como sucede en la educación. Más profundamente que todos los demás nos interpela la formación en el sentido [6] que yo quiero darle aquí a esta palabra: mientras que las otras actividades se dirigen a las capacidades del hombre, esta llega al alma misma, a su sustancia, para formarla a ella y, en consecuencia, a toda la persona10Este primer concepto de formación, algo sorpresivo, se explica en la tercera parte..


1. Liderazgo natural

Podrá llegar a ser maestro en el arte de la educación sólo aquel que es un líder natural nato. Tal es el caso de Teresa. Poseía la clarividencia del espíritu, que capta rápida y agudamente altos objetivos; el ardor del corazón, que vivamente la conmueve y se apropia de ella en su profunda interioridad; voluntad dispuesta a actuar, que inmediatamente se empeña en llevar a cabo lo conocido como digno de aspiración; espíritu de grupo, que lo que considera para sí como bueno a lo que aspirar o poseer, inmediatamente desea comunicarlo a los demás; y poder de encamo sobre las almas, [7] que irresistiblemente arrastra consigo.

Todo ello ya lo demuestra la conocida narración de su deseo infantil por el martirio. Cuando tenía 7 años de edad leía con su hermano Rodrigo, algo más pequeño que ella, las historias de la vida de los santos: «Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo, [8] y juntábame con este mi hermano a tratar qué medio habría para esto. Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen. … El tener padres nos parecía el mayor embarazo»11V 1, 4.

Más allá de estas reflexiones su pensamiento se centraba en la eternidad de la gloria: «Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre!». Y los dos pequeños de hecho se pusieron en camino. Ciertamente no llegaron lejos. Su tío D. Francisco12Francisco Sánchez de Cepeda encontró a Teresa y Rodrigo en la puerta del puente del Adaja, que era la salida de la ciudad. los encuentra y, con gran contrariedad para los niños, los lleva de nuevo a la casa de sus padres13V 1, 4..

Esta infantil estratagema nos recuerda el suceso que acompaña la entrada de la joven muchacha en el convento. Había estado pasando algunos días con su piadoso tío Pedro [9] Sánchez de Cepeda14 Pedro Sánchez de Cepeda, hermano del padre de Teresa; ésta fue adonde su tío, que vivía en la aldea de Hortigosa, cercana a Ávila, y estuvo varios días{«Quiso que me estuviese con él unos días»: V 3,4). Esta estancia hizo mucho bien a Teresa, pues se hizo «amiga de buenos libros» (V 3,7). Pedro (viudo de doña Catalina del Águila) hombre espiritual vivía dado a la oración en su casa; murió monje en el monasterio de los jerónimos de Guisando. para leerle sus libros espirituales: ».Aunque fueron los días que estuve pocos, con la fuerza que hacían en mi corazón ]as palabras de Dios, así leídas como oídas, y la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada, y la vanidad del mundo y cómo acababa en breve, y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno. Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi era el mejor y más seguro estado, y así poco a poco me determiné a [10] forzarme para tomarle»15V3, 5.. «En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma … Leía en las Epístolas de San Jerónimo, que me animaban de suerte que me animé a decirlo a mi padre … Era tanto lo que me queda que en ninguna manera lo pude acabar con él … Lo que más se pudo acabar con él fue que después de sus días haría lo que quisiese. Yo ya me temía a mí y a mi flaqueza no tornase atrás, y así no me pareció me convenía esto, y procurélo por otra vía»16V 3, 6-7.. «En estos días que andaba con estas determinaciones, había persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile17Antonio de Ahumada. Este acompañó a su hermana Teresa al convento de la Encamación de Ávila el 2 de noviembre de 1536. El pidió la admisión en los dominicos de Santo Tomás pero le fue denegada., diciéndole la vanidad del mundo, [11] y concertamos entrambos de irnos un día muy de mañana al monasterio. Acuérdaseme, a todo mi parecer y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí de manera que lo puse por obra»18V 4. l..

Aunque el influjo de Teresa no fue siempre tan profundo como [12] en los dos casos señalados, se extendió ampliamente más allá del círculo familiar. La ya crecida muchacha, mediante el atractivo de su amor, mediante su vivo y animoso espíritu, mediante su voluntad de disponibilidad, llegaba a las otras personas, y de cualquier modo posible las alegraba, y era el centro de un grupo de jóvenes familiares y amigas. La religiosa era requerida al locutorio por muchos visitantes, y era invitada por señoras distinguidas a sus casas. (Las dos cosas estaban permitidas por la regla mitigada que regía en la Encarnación).

Su natural liderazgo fue elevado mediante la gracia. Aunque el motivo fundamental de su entrada en el convento fue el temor, muy pronto se fue transformando en un ardiente amor a Dios con la experiencia de una alegría interior que el Señor la regalaba por su sacrificio. La joven religiosa será llevada por el camino de la oración interior. Descubre en el interior de su alma [13] un mundo, de cuya riqueza hasta ahora no había ni sospechado. Aprende a descubrir a Dios en lo más íntimo de su alma y a entablar con él un trato confiado. Por propia experiencia descubre las palabras de san Agustín: «Noli foras ire, intra in te ipsum; in interiore hominis habitat Veritas» («No vayas fuera; entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la Verdad»).

Muchos años luchó Teresa entre la tendencia hacia la total entrega a Dios en la oración personal y la costumbre de cultivar el amistoso trato con los hombres. A pesar de todo, tan pronto como dio los primeros pasos en el camino de la oración interior, se esforzó en animar a los otros a lo mismo. Su piadoso padre, que rápidamente se había conformado con la definitiva entrada en el convento, fue pronto su más querido discípulo. Tan eficaz fue en él la [14] obra de su enseñanza, que se mantuvo firme en el camino iniciado, cuando su hija, confundida por algunas contrariedades, por largo tiempo permaneció infiel a ese camino.

Por influjo de la oración, la práctica de las virtudes que crecieron de manera asombrosa en el alma de la joven religiosa. También en ello debían seguirle las personas que la rodeaban. Se propuso como algo fundamental nunca hablar mal de nadie que estuviese ausente, y lo enseñó así a sus parientes y conocidos. Pronto fue comúnmente sabido que nadie había de temer nada de ella ni de sus amigas.

Desde que su amistad con Dios estuvo afianzada, no podía haber un mayor sufrimiento para ella, que saber que un hombre se encontraba en pecado grave. Cuando ella misma, no mucho tiempo después [15] de su entrada en el convento, enfermó gravemente, y fue necesario trasladarla a otro lugar, el sacerdote del lugar, con quien se confesaba, conmovió la pureza de su alma, al comunicarle que él mismo desde hacía mucho tiempo se encontraba en pecado grave. Entonces no descansó hasta que consiguió que se apartase de esas relaciones pecaminosas. Al año siguiente de haberla conocido murió. y fue para él la preparación para una buena muerte19V5,6..


2. Profesional en la educación

Sólo por los pocos liderazgos llevados a cabo de modo instintivo u ocasionalmente, se convierte la Santa en una profesional de la educación cuando comienza su obra de Reforma. Después de haber interrumpido su vida de oración vuelve de nuevo a ella, [16] y ahora, aún en las más duras pruebas, se mantiene fiel a lo largo de toda su vida. Paso a paso el Señor la había elevado; estaba totalmente unida con él y había hecho propios los problemas del Señor. Ahora era apremiada por el amor para hacer algo por Dios y por su Reino. Este deseo aumenta fuertemente mediante una visión en la que se le muestra el infierno con todos sus tormentos. «De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan …, y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece, cierto, a mí que, por librar una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana»20V32,6..

[17] «Andando yo (después de haber visto esto y otras grandes cosas y secretos del Señor, por quien es, me quiso mostrar de la gloria que se dará a los buenos y pena a los malos) deseando modo y manera en que pudiese hacer penitencia de tanto mal y merecer algo para ganar tanto bien, deseaba huir de gentes y acabar ya de en todo en todo apartarme del mundo…. Pensaba qué podría hacer por Dios. Y pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi regla con la mayor perfección que pudiese»21V 32, 8-9..

Para ello le pareció que no le bastaban las condiciones del convento de la Encarnación: «me parecía a mí tenía mucho regalo, por ser la casa grande y deleitosa»22V 32, 9.. [18] El mayor mal estaba, sin embargo, en la falta de clausura. Como el convento era pobre y el número de religiosas grande, frecuentemente se las permitía que durante semanas enteras permanecieran con familiares o conocidos. Especialmente la Santa recibió frecuentes invitaciones de casas extrañas y las superioras le mandaban que aceptase la invitación para no herir a sus distinguidos protectores. Por ello le vino, finalmente, el pensamiento de fundar un convento con algunas compañeras, según la regla primitiva conforme a la que habían vivido los ermitaños en el Monte Carmelo. Después de haber recibido por parte del Señor la confirmación de que ese plan le agradaba, y el mandato de emplearse con todas sus fuerzas, puso [19] manos a la obra. Tras indecibles luchas y dificultades, fue fundado el convento de San José de Ávila, y finalmente la Santa misma recibe el permiso para trasladarse a él.

Con ello recibe la tarea de educar a una generación de religiosas. Las primeras moradoras del nuevo conventico eran cuatro novicias que la Santa había recibido. Además vino ella misma con algunas hermanas del convento de la Encarnación a las que, igual que a ella, el Provincial había concedido permiso de pasar a la Reforma. Más tarde, cuando el General de la Orden le da permiso para fundar nuevos conventos de la Regla Primitiva, y no sólo conventos de religiosas23Esto acontece a partir de 1567. El primer convento que fundó después de San José de Ávila será el de Medina del Campo (1567)., sino también de religiosos24En Duruelo (Ávila) en 1568. y cuando finalmente una muy extensa familia de la Orden la considera como la propia madre, entonces su trabajo se hace inabarcable y mucho más difícil El objetivo de la educación lo tenía claro delante de los ojos: [20] era un ideal de vida que ella traía en su corazón, sin haberlo prácticamente comprobado, y un tipo de personas en consonancia con ese ideal.

El ideal de vida era aquel que le atraía desde que experimentó lo que significaba el trato interior del alma con Dios. Un estilo de vida que pone a la oración en el centro, y aparta de su camino todos los obstáculos contra los que había tenido que luchar en los 26 años de su vida conventual. Este ideal de vida lo encuentra en la Regla Primitiva de nuestra Orden. tal como el Santo Patriarca Alberto de Jerusalén había plasmado en el año 1200 para los hermanos ermitaños del Carmelo25Alberto fue patriarca de Jerusalén en los años 1206-1214, fecha en la que necesariamente se escribió la regla (probablemente hacia 1209). Véase la regla en: ASV, Reg. Vat. 21, 465v-466r Se trata de un registro para la cancillería pontificia. No se conserva el original. Sobre la regla, cf. Carlo CJCO)NETTI, La regola del Carmelo. Origine, natura, significa.to. Roma, 1973. Un proyecto de vida, la Regla del Carmelo. Madrid, 1985. Silvano Giordano (Dir.), El Carmelo en Tierra Santa desde los orígenes hasta nuestros días. Arenzano, 1994. Elias Friedman,»El Monte Carmelo y los primeros carmelitas, Burgos, 1989. Bede Edwards, The Rule of Saint Albert. Aylesford -. Kensington, 1973. Nilo Geagea, María Madre y Decoro del Carmelo. La devoción a la Virgen en el Carmelo durante los tres primeros siglos de su historia. Burgos, 1989.. En ella está expresado, en pocas palabras, lo que era tradición viva desde nuestro Padre en la Orden, el profeta Elías, que había llevado una vida solitaria de oración en el Carmelo, y así lo había enseñado a sus discípulos. «Permanezca cada uno en su celda, o en las proximidades, [21] meditando día y noche la ley del Señor y velando en oración, a no ser que se halle justificadamente ocupado en otros quehaceres»26[Constituciones y Normas aplicativas de los hermanos descalzos de la Orden de la B. V. María del Monte Carmelo, Roma 1986, p. 19.[Edith citaba aquí la edición alemana de 1928]..

Este es el núcleo central de nuestra Regla Primitiva. Los hermanos vivían como ermitaños en sus celdas. Solamente tenían en común un oratorio en el que se juntaban para el rezo del oficio27Cf. Regla, párrafos 8 y 9, y un refectorio para tomar la comida en común. Además debían juntarse una vez a la semana, para hablar de temas de la vida espiritual, y para ser corregidos de sus faltas con amor fraterno. El sabio legislador sabía que cierta vida común es necesaria para la perfección cristiana: para ejercitarse en el amor al prójimo, y mutuamente [22] animarse en el tender a la santidad, y para ayudar a levantarse de las caídas. También sabía que la naturaleza humana necesita, junto a la oración, el trabajo, y prescribe que el hermano debe ganar el pan mediante el trabajo de sus manos. Ello debla hacerse en silencio, porque el silencio ayuda a cuidar la justicia28Cf. Is 32. 17. y en el mucho hablar no faltará pecado29Cf. Pr 10, 19.. Debían de elegir de entre ellos a uno como Prior, a quien con humildad obedecieran en todo, y honraran como representante de Cristo. El Prior por su parte debía con humildad pensar en la palabra de Dios y ponerla en práctica: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo»30Cf. Regla. párrafo 19 (cf. Mt 20, 26-27).. La santa pobreza debía ser observada rigurosamente. También el modo de vivir debía ser austero: el comer carne, exceptuando los casos de necesidad, [23] estaba totalmente prohibido. El período de ayuno en la Orden comenzaba con la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y terminaba en Pascua.

Esta era la ley bajo la cual la Santa se puso a sí misma y a sus compañeras. ¿Cómo debían ser moldeadas las almas, para que mediante ella y por ese camino pudiesen alcanzar la cima de la perfección? La Santa Madre lo ha dicho brevemente en las palabras:»…para vivir siempre en él las que a solas quisieren gozar de su esposo Cristo»31V36,29.. Y después de la fundación del convento era para ella «grandísimo consuelo de verme aquí metida con almas tan desasidas. Su trato es entender cómo irán adelante en el servicio de Dios. La soledad es su consuelo, y pensar de ver a nadie que no sea para ayudarlas a encender más el [24] amor de su Esposo, les es trabajo, aunque sean muy deudos»32V36, 26..

Cada vez que la Santa fundaba un nuevo convento con indecibles esfuerzos y sacrificios, su mayor premio era ver cómo florecía un jardín de recreo para el Rey celestial: un pequeño grupo de almas fieles, que se habían entregado totalmente a él, y con su amor le querían ofrecer reparación por aquello que en cualquier otro lugar le estaba siendo quitado. Cuál era el ideal de persona que ella se había figurado como objetivo de la educación, se deduce acaso más claramente de una descripción concreta, que ella nos ha ofrecido acerca de una de sus hijas en el libro de las Fundaciones33F 12.. Allí se ve claramente el modelo de una carmelita, la hermana Beatriz del convento de Valladolid: «Afirman las monjas y priora, que en todo cuanto vivió jamás entendieron en ella cosa que se pudiese tener por imperfección, ni jamás por cosa la vieron [25] de diferente semblante, sino con una alegría modesta, que daba bien a entender el gozo interior que traía su alma. Un callar sin pesadumbre, que con tener gran silencio, era de manera que no se le podía notar por cosa particular. No se halla haber jamás hablado palabra que hubiese en ella que reprender, ni en ella se vio porfía ni una disculpa, aunque la priora, por probarla, la quisiese culpar de lo que no había hecho, como en estas cosas se acostumbra para mortificar. Nunca jamás se quejó de cosa ni de ninguna hermana, ni por semblante ni palabra dio disgusto a ninguna con oficio que tuviese … En todas las cosas era extraño su concierto interior y exteriormente; esto nacía de traer muy presente la eternidad y para lo que Dios nos había criado…. [26] En fin, una perpetua oración.

En lo que de la obediencia jamás tuvo falta, sino con una prontitud y perfección y alegría a todo lo que se le mandaba. Grandísima candad con los prójimos, de manera que decía que por cada uno se dejaría hacer mil pedazos a trueco de que no perdiesen el alma y gozasen de su «hermano Jesucristo», que así llamaba a nuestro Señor. En sus trabajos, los cuales con ser grandísimos de terribles enfermedades … y de gravísimos dolores los padecía con tan grandísima voluntad y contento, como si fueran grandes regalos y deleites….

Con la Priora trataba ella todas las cosas interiores y se consolaba en esto. En toda la enfermedad jamás dio la menor pesadumbre del mundo, ni hacía más de lo que quería la enfermera, [27] aunque fuese beber un poco de agua. Desear trabajos almas que tienen oración es muy ordinario, estando sin ellos; mas, estando en los mismos trabajos, alegrarse de padecerlos no es de muchas…. Estaban allí algunas de las hermanas, y dijo a la priora (cómo la debía consolar y animar a llevar tanto mal), que ninguna pena tenía, ni se trocaría por ninguna de las hermanas que estaban muy buenas. Tenía tan presente al Señor por quien padecía, que todo lo más que ella podía rodear para que no entendiese lo mucho que padecía…. Parecíale que no había en la tierra cosa más ruin que ella, y así, en todo lo que se podía entender, era grande su humildad.

En tratando de virtudes [28] de otras personas, se alegraba muy mucho; en cosas de mortificación era extremada. Con una disimulación se apartaba de cualquier cosa que fuese de recreación, que, si no era quien andaba sobre aviso, no lo entendían. No parecía que vivía m trataba con las criaturas según se le daba poco de todo …

Todo lo que hacía de labor y de oficios era con un fin que no dejaba perder el mérito, y así decía a las hermanas: «No tiene precio la cosa más pequeña que se hace, si va por amor de Dios; y por agradarte». Jamás se entremetía en cosas que no estuviesen a su cargo; así no veía falta de nadie, sino de sí. [29] Sentía tanto que de ella se dijese ningún bien, que así traía cuenta con no le decir de nadie en su presencia, por no las dar pena. Nunca procuraba consuelo, ni en irse a la huerta ni en cosa criada, porque, según ella dijo, grosería sería buscar alivio de los dolores que nuestro Señor le daba; y así nunca pedía cosa, sino lo que le daban con eso pasaba …

Pues venido el tiempo en que nuestro Señor la quiso llevar de esta vida, crecieron los dolores y tantos males juntos, que para alabar a nuestro Señor de ver el comento cómo lo llevaba, la iban a ver algunas veces. Un poco antes de las nueve, estando todas con ella y el confesor lo mismo, como un cuarto de hora antes que muriese, [30] se le quitaron todos los dolores; y con una paz muy grande, levantó los ojos y se le puso una alegría de manera en el rostro, que pareció como un resplandor … Y con esta alegría que digo, los ojos en el cielo, expiró, quedando como un ángel»34F 12, l.2.5.6.7..

Esta cita textual sobre la vida y muerte de una carmelita, tal como ella debe ser, nos muestra claramente en qué valores ponía la Santa Madre su mayor atención. Como columnas fundamentales de todo el edificio, la humildad radical y la obediencia incondicional. Sólo el que a sí mismo se tiene por nada, el que en sí mismo no encuentra nada que merezca la pena de ser defendido y a lo que agarrarse, sólo en ése hay un espacio para el absoluto señorío de Dios. Puede estar seguro de que sigue la voluntad de Dios, sólo aquel que ha renunciado totalmente a su propia voluntad, [31] para sujetarla a una voluntad ajena. AJ que ha conseguido el más difícil de los desasimientos, que es el de sí mismo, no le resultará demasiado difícil el desprenderse de todas las demás criaturas, ni renunciar a todos los placeres naturales. El amor de Dios es la raíz y la corona de todo. El desprendimiento de todo lo creado tiene el único sentido de liberar totalmente a la persona para que pueda entregarse al Señor. La entrega sin reservas a El, es la fuente de la paz interior y de la felicidad, cuyo reflejo exterior es una permanente, estable serenidad y silenciosa alegría. Del amor al Salvador , de la siempre creciente unión con El, se sigue el ardiente amor a las almas: el amor tierno [32] y fraternal al prójimo en la familia conventual, e) celo apostólico por los pecadores y por los no creyentes, el ansia de ayudar mediante el sufrimiento a la obra de la salvación.

Este rasgo apostólico estaba fuertemente marcad o en nuestra Santa Madre Teresa. Al principio, él ya la había impulsado a la realización de la obra de la Reforma, y como consecuencia dejó marcada su huella. Ella misma dice sobre esto35C 1.: «Al principio que se comenzó este monasterio a fundar …, no era mi intención hubiera tanta aspereza en lo exterior … En es te tiempo vinieron a mi noticia los daños de Francia y el estrago que habían hecho estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta. Diome gran fatiga, y como si [33] yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Y como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo … y que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío…»36C 1,1-2..

«…Procuremos [34] ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar a estos siervos de Dios … Han de vivir entre los hombres y tratar con los hombres …; que más hará uno perfecto que muchos que no lo estén»37C 3, 21.s..

La Santa Madre, con su profundo conocimiento del hombre, sabía muy bien cómo la meta a la que aspiraba, estaba por encima de la naturaleza humana y con qué dificultades contaría. Para alcanzarlo debería emplearse a fondo en la educación y no dudó en poner manos a la obra. Ciertamente, lo más esencial lo llevó a cabo en medio de la convivencia personal, a través del influjo en cada una de las almas. [35] Acerca de ello encontramos muchos datos en sus escritos y en sus primeras hijas. Yo aquí quiero detenerme, ante todo, en las principales directrices en las que la Santa Madre expuso su saber educativo: sus Constituciones y el Camino de Perfección, libro que escribió como guía para sus hijas.

Podemos entender las Constituciones como ampliaciones de lo que está muy resumido en la Regla primitiva. Son el depósito de las experiencias que Teresa recogió en los primeros años de la vida comunitaria en San José de Ávila. Las determinaciones regulan la vida conventual hasta en los últimos detalles, y era voluntad expresa de la santa Fundadora que en el tiempo futuro no se debía alterar. Ella sabía por qué. [36] Había experimentado demasiado claramente lo distante que uno se puede alejar del primitivo ideal de la Orden, si se abre una puerta al libre albedrío.

Primera condición previa en la consecución del objetivo de la educación es la precaución en la admisión de las candidatas: sí no son «personas de oración», y «que pretendan toda perfección y menosprecio del mundo», no hay esperanza de que consigan el objetivo. Además de esto, se necesita «salud y entendimiento». El tiempo de noviciado da ocasión para probar si verdaderamente se dan esas cualidades, especialmente «sí estos (sus santos deseos) no fueren grandes, que se entienda la llama el Señor a este estado»38Const. 6, l.. Si no cumplen estas condiciones, no se les debe permitir profesar39Const. 6, l..

A diferencia de algunas [37) otras Órdenes, que prohíben totalmente a sus novicias el trato con el mundo exterior, pueden las novicias del Carmelo ser visitadas por sus padres y por otros familiares, «porque si tuvieren algún descontento, se entienda; que no se pretende sino que estén muy de su voluntad, y darles lugar que la manifiesten, si no la tuvieren de quedar»40Const. 5, 4..

El número de hermanas debe ser pequeño: en un principio quiso la Santa tomar sólo 13; más tarde [38] elevó el número a 21 (18 coristas y 3 legas). Durante mucho tiempo había experimentado los peligros que trae consigo la vida comunitaria de un gran número de mujeres, y pensó que, sólo con esa limitación, podía alcanzar el objetivo. Las profesoras que tienen que explicar en una clase numerosa han de estar de acuerdo sin más en esto.

El viejo ideal del ermitaño debe ser asegurado por una estricta clausura: altos muros que rodean el convento y la huerta; la doble reja que en el locutorio las separa de los visitantes41Cf. Santa Teresa, Modo de visitar los conventos, 15; F 10, 4; Carta 54, 4 (2- VUI-1573); Cm1a 454, 7 (25-VI-1582)., y en el coro que da al interior de la iglesia; el velo que cubre su rostro apartándolas de todo lo extraño. Todo ello recuerda continuamente a la religiosa que ha dejado el mundo y que libremente vive encerrada [39] como el Señor en el tabernáculo en «una dulce situación de la prisión de Dios»42Esta expresión no aparece en Santa Teresa; algo parecido puede verse en la Poesía 30: «Pues que nuestro Esposo / nos quiere en prisión»; que no debe esperar nada de fuera, sino todo de aquel que está escondido dentro de los muros. El único contacto con el mundo se realiza en el locutorio (o por carta). De ellos deben usar sólo cuando «puedan dar remedio o remediar a los que las dicen, y ponerlos en la verdad, o consolarlos en algún trabajo. Y si no se pretende sacar fruto, concluyan presto»43Const, 5, 5..

Como quiera que el trato con el mundo exterior se ha de reducir al mínimo, la Santa Madre se ha preocupado de que, en hermandad, de forma más expresa que La Regla primitiva, se desarrolle en el interior de la casa un cordial ambiente de familia. [40] De buena gana deben las hermanas, en el tiempo no señalado para ejercicios comunes, estar solas en sus celdas, trabajando o rezando, y aún en el trabajo en común estar en silencio. Sin embargo, todos los días después de la comida y de la cena pueden estar durante una hora en común, hablando entre sí de aquello que más les plazca. Mientras tanto se pueden ocupar en trabajos manuales. No les están permitidos los juegos, pues «el Señor dará gracia a unas para que den recreación a otras. Fundadas en esto, todo es tiempo bien gastado»44Const, 9,7..

No debe haber entre ellas «amistades en particular, sino todas se amen en general, como lo manda Cristo a sus apóstoles muchas veces45Cf. Jn 15, 12.. Pues [siendo] tan pocas, fácil [41] será de hacer; procuren imitar a su esposo, que dio la vida por nosotros»46Const, 9, 9..

El horario del día está regulado al detalle: las horas para la oración en común y en silencio, para el trabajo y para las comidas. También hay indicaciones sobre el modo de alimentación, de vestido, de construcción del edificio y de objetos necesarios para asegurar el espíritu de pobreza evangélica y eliminar el amor propio y la vanidad.

Igual que la Regla primitiva, la Santa Madre ve en la unión entre el trabajo y la oración contemplativa la más alta perfección. Marta y María deben estar juntas para preparar al Señor un recibimiento hospitalario477M4.. [42] Deben ser, sin embargo, trabajos que no «ocupen el pensamiento para no le tener en nuestro Señor»48Const, 3, 2.. La misma Santa se ocupaba preferentemente en hilar, aunque sabía también hacer punto muy primoroso. Llevaba consigo la hiladera, incluso al locutorio, y se aplicaba tanto, que ninguna hermana hubiese estado ociosa en su presencia. Por otra parte, la cantidad de trabajo no debía intranquilizar a nadie: «Tarea no se dé jamás a las hermanas. Cada una procure trabajar para que coman las demás … Y si alguna vez por su voluntad quisiere tomar labor tasada para acabarla cada día, que lo pueda hacer, [43] mas no se les dé penitencia aunque no la acaben»49Const, 9, l..

Con espíritu de humildad deben todas las hermanas, comenzando por la madre Priora, repartirse y cambiarse los trabajos de la casa, incluso los más humildes. Todas deben ser cuidadas con el mismo amor; habrá diferencias sólo según las necesidades, pero no por el rango o la edad. Las hermanas no deben llevar ningún título honorífico. Sólo la priora y la subpriora serán llamadas «Madre».

Cada una de las hermanas, mediante un profundo examen de conciencia, debe crecer más y más en la humildad. «Humildad es andar en verdad» , era el principio fundamental de la Santa Madre506M 10, 7.. Ella, que era tan implacablemente sincera consigo misma, no podía pensar en otra cosa que en examinarse cotidianamente, para llegar a un conocimiento, cada vez [44] más profundo, de la propia nada. En este sentido, la vida conventual tiene la ventaja de que las otras nos ayudan en el conocimiento de las propias faltas. En una estrecha convivencia apenas pueden pasar ocultas. Sin embargo, no es el caso, en modo alguno, de que uno esté vigilante sobre el otro. Para ello está «la celadora» señalada. Por lo tanto «descuídense y den pasada a las que vieren. y tengan cuenta con las suyas»51Const, 9, 10.. Si se le acusa a una de una falta, deberá poner cuidado en no disculparse. Hasta las falsas acusaciones deben aceptarse en silencio, pensando en los otros muchos puntos en los que podía haber sido censurada, y en recuerdo de todo lo que nuestro Señor silenciosamente [45] aguantó. Ellas mismas se deben acusar en el Capítulo de culpas delante de la comunidad, y aceptar con agradecimiento la corrección y la pena que con el mayor amor le imponga la madre Priora.

El pedagogo moderno, especialmente si lo mira desde un punto de vista puramente natural, habrá de mover la cabeza ante muchas de estas medidas de la educación. ¿Dónde está aquí la autonomía, la propia actividad y la sana consciencia de sí mismo? Se ha de conceder tranquilamente que no se trata de una educación para cualquiera. Aquel que parte de un punto puramente natural, el que no ha aprendido a verse a sí mismo y al mundo a la luz de la eternidad , para ése, ese modo de vivir sería altamente peligroso. Sí, nosotros podemos seguir adelante: solamente aquel que tiene una verdadera vocación al Carmelo [46] se realizará en tales circunstancias. Las medidas son las apropiadas para un determinado fin y no para otro.

Acerca de todas estas cosas las Constituciones no dan una imagen completa. Nos dicen poco sobre aquello que la Santa Madre realizó por sus hijas en un trabajo constructivo. Cuando ella las sacó del mundo exterior, y desde dentro les exigió la renuncia a todas las alegrías terrenas, abrió para ellas otro mundo distinto, de cuya riqueza y hermosura no puede sospechar el que está fuera. El horario prevé una hora de oración por la mañana y otra por la tarde: dos horas al día, en las que las hermanas, en silencio, arrodilladas en el coro, ponen su alma en las manos del Señor y reciben los tesoros de su gracia. En los días de oración (y [47] tales son las grandes fiestas de la Iglesia y de la Orden) el tiempo de oración se puede alargar a todas aquellas horas que no están previstas para actos en común. También en los días de labor hay algo de tiempo en el que se pueden dedicar a la oración silenciosa en la celda. La auténtica Carmelita no tiene duda de lo que debe acometer en estas horas de solitario diálogo con Dios: éstas son el punto central de su vida; desde aquí se fundamenta todo para ella; aquí encuentra ella descanso, claridad y paz; aquí se solucionan todas las preguntas y dudas; aquí se conoce ella a así misma, y conoce aquello que Dios quiere de ella; aquí puede ella presentar sus intenciones y recibir los tesoros de gracia, de los que de buena gana podrá hacer partícipes a los demás.

[48] A pesar de todo, la Santa no nos deja sin ninguna advertencia. En los muchos años de sufrimientos interiores profundos, ella misma había experimentado la importancia que para la vida interior tiene una dirección segura. Ella misma ha hecho el descubrimiento del interior del Castillo con sus muchas moradas, sin haber sabido antes nada de él. De lo que ella misma había vivido y sufrido sacó la sabiduría que ha expuesto en sus escritos.

Las principales obras sobre la vida mística de gracia, su Vida y el Castillo interior52Edith cita el cuarto tomo de la edición alemana, donde se hallaban estos dos escritos de santa Teresa de Jesús. las escribió por mandato del confesor53Es lo que Teresa fina y retóricamente da a entender; pero hoy la crítica literaria percibe que, en gran medida, es un uso lingüístico para proteger su obra, su experiencia y su doctrina de las acechanzas de la Inquisición.. En principio, no habían sido destinadas para las hermanas del convento, aunque actualmente son para nosotras un inagotable pozo de descubrimientos. Por el contrario compuso el Camino de [49] Perfección por ruegos de sus hijas espirituales para poner en sus manos un camino seguro. Este libro contiene el fundamento de las pocas determinaciones que se dan en las Constituciones. Enseña a las hermanas qué significado tiene la separación del mundo, el desprendimiento, la mortificación y el alegre padecimiento de las humillaciones. Ha dejado insistentemente claro que no todas están destinadas a los más altos grados de oración, y consuela a las que deben conformarse con los grados inferiores, pues la santidad no se ha de medir por el grado de la contemplación, sino por el grado de las virtudes. Pero todas son llamadas al cultivo de la oración interior, y [50] encarecidamente las amonesta para que insistentemente avancen en este camino y por nada se dejen apartar de él. Señala claramente la diferencia de los grados y modos de oración y, desde su rica experiencia y conocimiento de las almas, manifiesta cómo uno debe comportarse según la índole personal y la respectiva situación. Tampoco se conforma con aclaraciones teóricas sobre la oración, sino que en los inabarcables significados del Padrenuestro les muestra un ejemplo de meditación54C 27ss..

A esa doctrina general pertenece también, como la parte más importante del trabajo de la educación, la dirección personal de las almas. Regularmente recibe la Santa [51] cuentas de conciencia de sus hijas, de cómo va su vida interior y su modo de oración. Así tiene la posibilidad de apartarlas de los caminos equivocados y de ayudarlas a progresar. En las Constituciones puso como oficio de la Priora y de la Maestra de novicias ayudar de este modo a las hermanas55El nuevo Derecho canónico prohíbe al Superior de la Orden exigir una cuenta de conciencia, pero el religioso queda libre de hacerlo voluntariamente.. Además advierte continuamente que estén con una total apertura y obediencia al confesor, y procuró, según lo posible, »sabios y piadosos»56«Sabios y letrados» (C 22, 4). confesores que fuesen experimentados en la vida interior.

La vida interior es la más profunda y rica fuente de felicidad para la Carmelita. No obstante, la Santa Madre ha regalado a sus hijas otras alegrías. Su amor al [52] Salvador era un amor al Dios-Hombre, y la devoción a la Santa Humanidad la ha realizado de muy diversas maneras y la ha hecho familiar en el Carmelo. En ninguna parte puede ser más hermosa y más alegre la Nochebuena y todo el tiempo de Navidad. Con la devoción al Niño Jesús está inseparablemente unido el amor a la Madre de Dios y la confianza en San José, siempre dispuesto a ayudar. El domingo de Ramos pensaba la Santa, con dolor, que en ese día nadie en Jerusalén había hospedado al Señor. Como reparación por ello, en ese día procuraba recibir la Sagrada Comunión. Pero fuera de eso, era [53] costumbre en los conventos de la Orden, y hoy todavía lo es, en el Domingo de Ramos, preparar en el refectorio un lugar junto a la madre priora para el Señor, y ofrecerle algo de todo lo que hay en la casa.

Así el año litúrgico es en el Carmelo un rosario de hermosas fiestas, celebradas no sólo en sentido litúrgico, sino también como fiestas familiares que se viven en cordial alegría y estrechan el lazo del amor fraterno. Del mismo modo que la Santa Madre en tales ocasiones entonaba desde su corazón desbordante los cánticos espirituales, e incluso en el coro de las hermanas tocaba el tamboril y bailaba, así ha permanecido en el Carmelo la alegre costumbre de hacer poesías y de cantar. En éste, como en todos los demás campos, el ejemplo de la Madre se ha convertido en el más eficaz medio de educación. Santa alegría, infantil jovialidad, junto a [54] una ferviente disciplina, insistente negación de sí mismo, las dos mutuamente unidas y apoyadas. Tal es el estilo de vida del Carmelo: el mundo que un grande y ardoroso corazón de madre ha creado; el jardín en el que tantas flores de santidad han florecido.


III. Maestra en la formación del hombre

En el fondo, con las últimas explicaciones hemos sobrepasado la frontera de lo que se puede llamar «educación». Santidad, perfección y la especial formación de la personalidad, que se corresponden con determinadas funciones en el Reino de Dios, son fines que están mucho más allá del alcance de las manos humanas. Es posible y necesario orientar la voluntad hacia allí, y dirigirla conforme a un determinado plan, orientar cómo pueda ascender hasta la altura y cómo quitar del camino los impedimentos. Santidad, sin embargo, es una forma del alma que debe salir de lo más interior, de una profundidad, que ni se alcanza desde fuera, ni es alcanzable por el esfuerzo de la propia voluntad.

Santificación [55] y preparación para una determinada llamada son una nueva forma del alma, un trabajo de formación que, en definitiva, sólo puede ser rea]izado por Dios. Ciertamente los hombres pueden ayudar como instrumentos, y como quiera que no son instrumentos muertos, sino vivos y que libremente sigue n el influjo de la gracia, por ello se les puede llamar con un cierto derecho formadores de hombres. Su influencia se logra de distintos modos. Se les ha concedido el don de ver en el interior de las almas, de conocer con claridad su situación y aquello que necesitan, y lo que Dios tiene preparado para que lo alcancen. A veces las ayudas humanas no pueden hacer directamente nada para llevar el alma a su fin. Lo único que pueden hacer es, mediante la fuerza de la oración, pedir la ayuda de la gracia de Dios. La última forma de su eficacia es comparable a la de] Sacramento. [56] Las almas santas son vasijas de la gracia y santifican y forman mediante el simple contacto.

Se podrían aducir muchos ejemplos de todas estas formas de influencia en la Santa Madre. Aquí quiero ceñirme a solo dos casos especiales muy significativos. Debe decirse, ciertamente, antes de nada, que en este terreno no se dan pruebas estrictas. Lo que en un alma sucede y lo que un alma influye en otra, son secretos que no se ven con los ojos, pues no salen a la luz del día y tampoco se dejan calcular como hechos naturales con exactitud matemática. Sin embargo, se manifiestan mediante señales, a través de las cuales nosotros creemos entender lo que sucede detrás de ese velo.

En principio, la Santa Madre no tenía otra intención que la de fundar un pequeño convento, en el que algunas almas, amantes de Dios, pudieran servir al Señor con toda perfección. Sin embargo, [57] una vez que la reforma había comenzado, fue necesario que en ella se despertase el deseo de extenderla también a la rama masculina de la Orden. En ella había florecido ya el espíritu de la antigua Orden; conventos de monjas había por primera vez desde el siglo XV, y desde entonces habían sido fundados bajo la Regla Mitigada57En el origen de las primeras comunidades de monjas Carmelitas se hallan los beaterios, esto es a partir de la bula «Cum nulla Fidelium» de Nicolás V con fecha de 7 de octubre de 1452. (Cf. Balbino Velasco, Historia del Carmelo Español, t. 1., Roma 1990, 405-438). Para estas fechas ciertamente la Regla había sido acomodada a la nueva situación en Europa con alguna modificaciones en 1247.. También la exigencia de la Santa hacia una actividad apostólica podría ser cumplida de otra manera, si hubiese padres de la Reforma que, mediante la predicación y la dirección de las almas, pudiesen llevar el espíritu de la Orden al pueblo. finalmente podían mejor que nadie asegurar también la Reforma en los conventos de monjas, pues podía haber confesores y directores de almas de la propia Orden, hombres de espíritu, que estuviesen impuestos en la vida interior por la propia experiencia y tos estudios teológicos.

[58] El primer paso hacia la meta deseada fue la autorización del P. Rubeo, General la Orden, para fundar conventos masculinos. Ahora era necesario encontrar los hombres apropiados para ello. La Santa le había pedido insistentemente a Dios que se los envíe. En el verano de 1567 se encontraba en Medina del Campo para fundar el segundo convento de monjas. Allí estaba también el P. Antonio de Heredia, prior de los Carmelitas Calzados, que, cuando la oyó hablar de sus planes, le pidió que le tomase como el primero de la Reforma. Como quiera que él tenía ya 69 años y no estaba acostumbrado a una vida tan dura, ella no creyó que su decisión la hubiese tornado totalmente en serio. Por el contrario reconoció en seguida el dedo de Dios, cuando al poco tiempo fue informada acerca de un joven religioso de la Orden, cuya vida santa era la admiración de todos. Pidió insistentemente poder conocerle, [59] y después de que estaba ya fijada la visita se pasó toda la noche en oración y pidió al cielo: «Señor, necesitamos al P. Juan».

Juan de Yepes, que después se llamó Juan de la Cruz58San Juan de la. Cruz (Fontiveros/Ávila 1542 -1591 Úbeda/Jaén), teólogo español, místico y doctor de la Iglesia; poeta y escritor. Fue, junto con el P. Antonio de Jesús, el iniciador del Carmelo Teresiano entre los varones. Edith Stein leyó los escritos de san Juan de la Cruz: en la nueva edición alemana preparada por Aloysius ab Imrnaculata Conceptione y Ambrosius a S. Theresia: Des Heiligen Johannes vom Kreu sämtliche Werke in fün Bänden. Münche,’Theatiner Verlag, 1924-1929. tenía entonces 25 años. Había entrado en la Orden de la Santísima Virgen María del Monte Carmelo como especial protegido y devoto de la Madre de Dios. Sin embargo, no le bastaba el modo mitigado de vida, por lo que pidió y recibió el permiso de los superiores para vivir personalmente según la Regla Primitiva59Probablemente se refiere al Breve pontificio que consiguió y que lleva la fecha de 7-II-1562; véase también Santa Teresa, Pensamientos. Apuntes y memoriales, 10; F 2; respecto a los Padres Carmelitas, cf. F 3.. No obstante, como tampoco esto le satisfacía, tenía pensado pasarse a la Orden de los Cartujos. En el primer encuentro ron la Santa, ésta percibió sus extraordinarias cualidades y quedó cautivada por él. Cuando él le habló de su plan, ella animadamente le contestó: «Padre mío, [69] hijo mío, tenga paciencia, le ruego muy encarecidamente que espere un poco… Precisamente ahora estamos ocupados en hacer una reforma en nuestra propia Orden, que ha de satisfacer sus deseos. Si quiere ayudar en la realización de esos proyectos, le puedo asegurar que no sólo ha de alcanzar muchas gracias, sino, más aún, hará un gran servicio a nuestra Madre Celestial, la Santísima Virgen»60P. Stanislaus a S. Theresia, OCD, Der heilige Johannes vom Kreuz, S. Pfeiffer, München 1928, p. 36., Estas palabras causaron tal impresión en el joven religioso, que se declaró dispuesto a comenzar, juntamente con el P. Antonio, la reforma del primer convento de frailes. Una vez que la Santa Madre hubo encontrado una casita para este fin, llevó consigo al P. Juan a la fundación de Valladolid para instruirle a fondo en nuestra santa Regla y nuestras costumbres, [61] e introducirle en el auténtico espíritu de la Reforma.

Ciertamente, no es demasiado decir que el encuentro con la Santa fue para San Juan de la Cruz de decisiva importancia, y que él en su escuela se hizo distinto de lo que hasta entonces era. Con esto no se puede decir que se deba a ella la santidad de fray Juan. Gusta decirse que nuestro Padre Juan nació para ser santo. Seguramente para cuando se encontró con la Santa ya había alcanzado un alto grado de perfección y vivía en el espíritu más genuino del Carmelo. Para su estricta penitencia no sólo satisfacía la antigua Regla, sino que iba más allá. Su deseo era olvidarse totalmente de sí mismo y entregarse totalmente a Dios. [62] Entonces no era para eso que la Santa le quería formar. Pero para un padre de la Reforma se requería algo más. No era un líder por naturaleza, como lo era Teresa. Era un ermitaño que buscaba una vida solitaria y oculta.

Si ahora observamos: cómo después de separarse de la Santa Madre, desde la misérrima casa de Duruelo (la cuna de la Reforma) predicaba a la gente de sus alrededores; cómo en el primer noviciado de Pastrana formó a los jóvenes novicios según su modelo; cómo dirigió los estudios en el primer colegio de la Orden en Alcalá; cómo estuvo junto a la Santa Madre en el convento de la Encarnación de Ávila, como confesor de las monjas, para renovar el espíritu decaído61La Santa reconoce el «gran provecho” que Fray Juan de la Cruz hacía en la Encarnación; cf. Carta del 27-IX-1572. de su antiguo convento; [63] y si leemos sus cartas en las que se muestra un extraordinario, lucidísimo e inequívocamente seguro director de almas; si en sus escritos místicos somos capaces de conocer al gran doctor de la Iglesia: entonces creemos ver una obra maestra realizada por la mano de la Santa Madre, dirigida por el Espíritu Santo. Parece ser que también él descubrió algo de esto, cuando, antes de su marcha para Duruelo, en la despedida, se arrodilló delante de ella, para pedirla su bendición.

Pero aún más profundamente formó la Santa a otro extraordinario instrumento de la Reforma: Ana de Jesús62Ana de Jesús: Ana (Lobera) era natural de Medina del Campo (1545); entra en el Carmelo de San José de Ávila; pero profesará en Salamanca el 22 de octubre de 1571. En febrero de 1575 va con la Santa a Beas de Segura donde se funda el 24 de ese mes; ella quedaría como priora. En enero de 1581 funda en Granada. En septiembre de 1586 funda en Madrid. En 1596 vuelve a Salamanca para ser priora. En octubre de 1604 fundará con sus cinco compañeras el Carmelo de París. En septiembre de 1605 saldrá a la fundación en Dijón. A comienzos de enero de 1607 pasará a Flandes donde fundará los Carmelos de Bruselas (1607), Lovaina (1607) y Mons (1608). Moriría en Bruselas el 4 de marzo de 1621 después de una larga y dolorosa enfermedad. Cf. Ana de Jesús, Escritos y documentos, (edición preparada por Antonio Forres y Restituto Palmero), Burgos, 1966, 500 pp. (Biblioteca mística carmelitana, 29). Citamos también la primera biografía: Ángel Manrique, La venerable madre Ana de Jesús, discípula, y compañera de la S. M. Teresa de Jesús, y principal aumento de su orden, Fundadora de Francia y Flandes, Bruselas (Lucas de Moerbeeck) 1632, XXXII+376+208+[14l pp., a quien llamó su hija y su corona63«Hija mía y corona mía», se halla e n una carta (hacia mayo de 1579), de autenticidad incierta, y que fue: transmitida en la biografía de Ana de Jesús, escrita por A. Manrique (Bruselas, 1632), libro 3, cap. 14.. Lo mismo que San Juan de la Cruz, Ana había llevado desde su juventud una vida de oración y dura penitencia. Cuando buscó una Orden [64] en consonancia con ello, su confesor le indicó el recientemente fundado convento de Carmelitas de Toledo. Como quiera que él había oído hablar de su espíritu y de su modo de vivir, se despertó en él inmediatamente el convencimiento de que Ana estaba llamada al Carmelo de la Reforma. La Santa fundadora fue advertida por el mismo Señor que procurase recibirla. La carta en la que lo hace contiene un giro no normal: «yo la tomo, mi querida hija, no como súbdita o novicia, sino como mi ayudante»64P. Cyprian a Passione Domini, Leben der ehrwürdigen Anna von Jesu, Regensburg 1896, p. 32..

Según su deseo entró Ana en el convento de San José de Ávila cuando la Santa era priora. Ella misma, al día siguiente de su entrada, le dio el santo hábito, la eligió, cuando aún era novicia, para la nueva fundación de Salamanca, y allí le confió el oficio de maestra de novicias, antes de que ella hubiese hecho la profesión. Para con ella no dejó Teresa que le faltasen medidas de educación, [65] a las que ella también se aplicó. Su humildad y su obediencia fueron sometidas a duras pruebas. No Obstante, más que por medidas, buscó influir en ella por el amor y la confianza, en una medida tal, cual no había hecho con ninguna otra de sus hijas espirituales. Durante todo un año vivió con ella en la misma celda; la miraba frecuentemente con un profundo amor, le hizo una pequeña cruz en la frente, le participó todo lo que se refería a la Reforma y le hizo confidente de su vida interior65Edith fe coge datos tradicionales y bien conocidos respecto a Ana de Jesús, per o que no corresponden del todo a la realidad histórica; por ejemplo que estuvo «‘ durante todo un año vivió con ella en la misma celda»; contando todo el tiempo que pudieron con vivir ambas en diferentes comunidades (Ávila, Salamanca, Beas) desde que se conocieron (1570) hasta la muerte de la Santa (1582) pudieron ser algo más de un año; y en la misma celda pudieron estar sólo esporádicamente… Se trataba de meses pasados en uno y otro lugar en medio de intensa actividad teresiana de negocios, fundaciones y viajes….

No puede haber la menor duda de que se trataba de una inclinación humana. La Santa sabía que esta alma extraordinaria había sido elegida para seguir adelante su obra en España y de ahí extenderla más, y quería emplear el tiempo de su vida en común, que se le había dado disfrutar, para llenarla de su espíritu. A la Santa [66] la movía claramente la misma relación que a nuestro Santo Padre Elías hacia Elíseo, su seguidor en el profetismo. Cuando en mayo de 1575 en Beas se despidió de Ana, y la dejó como priora del mismo convento, que con su ayuda había fundado, le dijo: «Mi hija, cambiemos nuestras capas; tome la mía que es completamente nueva y va bien con su edad; por el contrario, a mí la suya que está usada y es vieja, me viene excelente»66P. Cyprian, ib. p.95.. Ciertamente debemos ver en ello un trato simbólico, que debía ser expresión de su deseo, de que su espíritu descansase doblado en su seguidora, lo mismo que Eliseo había pedido como regalo de despedida al gran profeta.

Realmente fue Ana, durante la vida de la Santa Fundadora, su más fiel y fuerte apoyo en las duras luchas que amenazaban con echar abajo la obra de la Reforma. En la hora en que la Santa [67] moría en el convento de Alba de Tormes67El 4 de octubre de 1582., también Ana de Jesús yacía gravemente enferma en el convento de Granada. Se le apareció allí la Santa Madre, rodeada de luz celestial, le dio elevadas iluminaciones sobre la vida de la Orden, le indicó el consolidamiento de la Reforma y Je prometió asistirla desde el cielo. Al instante se curó de su enfermedad. Más tarde Ana experimentó realmente su frecuente ayuda. Por su parte ella empleó todas sus fuerzas en conducir adelante la obra de la Santa. Después de unas cuantas fundaciones en España, extendió el Carmelo en Francia y en Bélgica. A ella, en definitiva, tenemos que agradecer la conservación de los escritos de la Santa. Ella consiguió que la Inquisición le entregase el libro de La Vida, cuyo manuscrito, desde hacía doce años, estaba allí para su examen, Ella [68] reunió los demás manuscritos y movió a los superiores de la Orden para su primera impresión, de Ja que se ocupó el agustino fray Luis de León68Fray Luis de León (1527-159l) llevó a cabo la edición príncipe de la «Vida» de santa Teresa, y lleva el título: «La Vida de la Madre Teresa de Jesús» (p. 25); la portada del libro pone:« Los libros de la Madre Teresa de Jesús fundadora de los monasterios de monjas y frailes Carmelitas descalzos de la primera regla.. P, Salamanca, 1588. Esta » Vida» tuvo otras dos ediciones este mismo año..

Las virtudes y santidad que advirtió en las hijas de la Santa, las señala este editor de sus obras, como inconfundible prueba de la santidad de la misma: «Porque por la virtud que en todas resplandece se conoce sin engaño la mucha gracia que puso Dios en la que hizo para madre de este nuevo milagro, que por tal debe ser tenido, lo que en ellas Dios ahora hace, y por ellas. Que si es milagro lo que aviene fuera de lo que por orden natural acontece, hay en este hecho tantas cosas extraordinarias y nuevas que llamarle milagro es poco, porque es un ayuntamiento de muchos milagros»69Prólogo de fray Luis de León a las obras de santa Teresa., Salamanca, 1588..

[69] El maravilloso trabajo de formación d e nuestra Santa Madre no ha terminado con su muerte. Su influjo llega más allá de las fronteras de su pueblo y de su Orden; tampoco permanece limitado a la Iglesia , sino que influye también en los que están fuera. La fuerza de su lenguaje, la veracidad y naturalidad de su estilo abren los corazones y los introducen en la vida divina. El número de aquellos que le deben el camino hacia la luz, se conocerá sólo en el día final70Aquí termina tanto el texto autógrafo como el original de Edith, sin embargo en la publicación de la revista, en 1935, después de una estrellita se añade una cita textual de cinco renglones de Mechtilde de Magdenburg..

Voto de hacer lo más perfecto

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Voto de hacer lo más perfecto

 

 

Voto de hacer lo más perfecto

4. VIII. 39

¡Divino Corazón de mi Salvador! Te prometo aprovechar todas las ocasiones para darte alegría; y cuando se me presente una alternativa, quiero escoger lo que más te alegre.

Y lo prometo para mostrar mi amor y llegar a la perfección de mi vocación, esto es, a ser una genuina carmelita, una verdadera esposa tuya.

Te pido que me des la fuerza para cumplir fielmente mi promesa. Que me ayuden tu Madre y mi santo ángel.

Testamento

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Testamento

 

Testamento

Según la prescripción de nuestras Constituciones, hice un testamento antes de mi primera profesión (21 de abril de 1935). Este testamento se conservó con los restantes en el Carmelo de Colonia, pero antes de mi traslado al Carmelo de Echt, en diciembre de 1938, lo destruí de acuerdo con la querida Madre Teresa Renata del Espíritu Santo, priora de Colonia, pues podía complicar el paso de la frontera. De todas formas había perdido ya su valor a causa del cambio de la situación.

Este escrito tenga, pues, el valor de un testamento. Poco es lo que me queda y sobre lo cual pueda disponer, pero, en caso de mi muerte, podría servir de ayuda a los queridos superiores conocer mi parecer al respecto.

Los libros que traje conmigo, mientras que no sean de un carácter puramente científico o de poco uso para las hermanas, quisiera dejarlos naturalmente al convento. Los libros científicos los recibirían a gusto nuestros Padres Carmelitas, los Trapenses o los Jesuitas.

Pido también que mis manuscritos sean revisados y, según un criterio recto, o sean destruidos, o se añadan a la biblioteca, o bien sean regalados como recuerdo. La historia sobre mi familia ruego que no sea publicada mientras esté en vida alguno de mis hermanos y pido también que no les sea entregada a ellos. Solamente Rosa podría acceder a ella, y después de la muerte de mis otros hermanos, sus hijos. Sobre su publicación en todo caso debe decidir la Orden.

Tengo en mi poder también dos manuscritos de unos amigos extranjeros. Si no los han retirado antes de mi muerte, pediría que se les entregasen a sus dueños respectivos, y algún pequeño manuscrito [mío] como recordatorio. Las direcciones son:
Dr. Winthrop Bell, Chester, Nueva Escocia, Canadá.
Prof. Dr. Roman Ingarden, Lwów (Lemberg). Polonia. Jablonowskich, 4.
Los manuscritos están señalados con estos nombres de sus dueños en los sobres.

Si mi libro Ser finito y ser eterno no hubiese sido publicado antes de mi muerte, rogaría a nuestro Reverendo Padre Provincial que se ocupase amablemente del término de la impresión y de su publicación. Con este fin adjunto una copia del contrato con la editorial. Ya que este contrato fue realizado el Carmelo de Colonia, sería necesario para el definitivo por contrato el acuerdo del mismo, así como el del editor, Otto Borgemeyer, en Breslau, para la realización de uno nuevo.

De todo corazón doy las gracias a mis queridas superioras y a todas mis queridas hermanas por el amor con que me han acogido y por todo lo bueno que me han dado en esta casa.

Desde ahora acepto con alegría y con perfecta sumisión a su santa voluntad, la muerte que Dios me ha reservado. Pido al Señor que se digne aceptar mi vida y mi muerte para su honor y su gloria; por todas las intenciones de los Sagrados Corazones de Jesús y de María y por la Santa Iglesia, de modo especial por el mantenimiento, santificación y perfección de nuestra Santa Orden, particularmente los Carmelos de Colonia y Echt, en expiación por la incredulidad del pueblo judío y para que el Señor sea acogido por los suyos y venga su Reino en la gloria; por la salvación de Alemania y la paz en el mundo; finalmente, por mis familiares, vivos y difuntos, y por todos los que Dios me ha dado: que ninguno de ellos se pierda.

Viernes de la octava de Corpus Christi, 9 de junio de 1939, en el séptimo día de mis ejercicios espirituales.

In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

Hna. Teresia Benedicta a Cruce, OCD

 

Cómo llegué al Carmelo de Colonia

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Cómo llegue al Carmelo de Colonia

 

Cómo llegué al Carmelo de Colonia
(4º domingo de adviento, 18-XII-1938)

 

Quizás pronto, después de Navidad, abandonaré esta casa. Las circunstancias que han hecho necesario mi traslado a Echt (Holanda) me recuerdan vivamente las condiciones del momento de mi entrada. Una profunda conexión existe en todo ello.

Cuando a principios del año 1933 se erigió el «Tercer Reich», hacía un año que era profesora en el instituto alemán de Pedagogía en Münster (Westfalia). Vivía en el «Collegium Marianum» en medio de un gran número de estudiantes religiosas de distintas congregaciones y de un pequeño grupo de otras estudiantes, cariñosamente atendida por las religiosas de Nuestra Señora.

Una tarde de cuaresma regresé tarde a casa de una reunión de la Asociación de Académicos Católicos. No sé si había olvidado la llave o estaba metida otra llave por dentro. De todos modos, no pude entrar en casa. Con el timbre y con palmadas traté de ver si alguien se asomaba a la ventana, pero fue inútil. Las estudiantes que dormían en las habitaciones que dan a la calle estaban ya de vacaciones. Un señor que pasaba por allí me preguntó si podía ayudarme. Al dirigirme hacia él, hizo una profunda reverencia y dijo: «Srta. doctora Stein, ahora la reconozco». Era un maestro católico, miembro de la Asociación de trabajo del instituto. Pidió perdón por un momento para hablar con su mujer que, con otra señora, iba más adelante. Habló un par de palabras con ella y se volvió hacia mí. “Mi señora la invita de todo corazón a pasar esta noche con nosotros». Era una buena solución; acepté dándole las gracias. Me llevaron a una sencilla casa burguesa de Münster. Tomamos asiento en el salón. La amable señora colocó una fuente con fruta sobre la mesa y se marchó para prepararme una habitación. Su marido comenzó a conversar y a contarme lo que los periódicos americanos decían de las crueldades que se cometían contra los judíos. Eran noticias sin fundamento que no quiero repetir. Solo me basta expresar la impresión que tuve aquella noche. Ya antes había oído hablar de las fuertes medidas contra los judíos. Pero entonces me vino de repente una luz, que Dios había dejado caer nuevamente su mano pesada sobre su pueblo y que el destino de este pueblo también era el mío. Yo no dejé advertir al señor que estaba conmigo lo que en aquel instante pasaba dentro de mí. Parecía que nada sabía él de mi origen. En tales casos solía hacer inmediatamente la oportuna observación. Esta vez no lo hice. Me parecía como herir la hospitalidad, si con tal noticia iba a perturbar su descanso nocturno.

El jueves de la Semana de Pasión fui a Beuron. Desde 1928 había celebrado allí todos los años la Semana Santa y Pascua, haciendo en silencio ejercicios espirituales. Esta vez me llevaba un motivo especial. En las últimas semanas había continuamente si no podría hacer algo en la cuestión pensado de los judíos. Al final había planeado viajar a Roma y tener con el Santo Padre una audiencia privada para pedirle una encíclica. Sin embargo, no quería dar este paso por mi propia cuenta. Había hecho ya hacía varios años los santos votos en privado. Desde que hallé en Beuron una especie de hogar monástico, vi en el abad Rafael» a «mi abad», y le presentaba, para su resolución, toda cuestión importante. Sin embargo, no era seguro que le pudiera encontrar. Había emprendido a principios de enero un viaje al Japón. Pero sabía que él haría todo lo posible por estar allí en la Semana Santa.

Aunque era muy propio de mi manera de ser dar tal paso exterior, sentía, sin embargo, que aún no era el «oportuno». En qué consistiese lo oportuno, aún no lo sabía. En Colonia interrumpí el viaje del jueves por la tarde hasta el viernes por la mañana. Tenía allí una catecúmena a la que, en cualquier ocasión que se me presentase, tenía que dedicar algo de tiempo. Le escribí que se enterara de dónde podríamos asistir por la tarde a la «Hora Santa». Era la víspera del primer viernes de abril y en aquel «Año Santo» de 1933 se celebraba en todos los sitios más solemnemente la memoria de la Pasión de Nuestro Señor. A las ocho de la tarde nos encontramos en la Hora Santa en el Carmelo de Colonia-Lindental. Un sacerdote (el vicario catedralicio Wüsten’, como supe después) dirigió una alocución anunciando que en adelante se tendría aquella celebración todos los jueves. Hablaba bien y de forma impactante, pero a mi me ocupaba otra cosa más honda que sus palabras. Yo hablaba con el Salvador y le decía que sabía que era su cruz la que ahora había sido puesta sobre el pueblo judío. La mayoría no lo comprenderían, pero aquellos que lo supieran, deberían cargarla libremente sobre sí en nombre de todos. Yo quería hacer esto. Él únicamente debía mostrarme cómo. Al terminar la celebración tuve la certeza interior de que había sido escuchada. Pero en que consistía el llevar la cruz eso aún no lo sabía.

A la mañana siguiente continué mi viaje a Beuron. Al hacer trasbordo al atardecer en Immendingen me encontré con el P. Aloys Magers. El último trayecto lo hicimos juntos. Poco después del saludo me comunicó la noticia más importante de Beuron: «el P. Abad ha regresado esta mañana sano y salvo del Japón». Así que todo estaba en orden.

Mis indagaciones en Roma dieron por resultado que a causa del gran ajetreo no tenía posibilidades de una audiencia privada. Solo para una «pequeña» audiencia (es decir, en un grupo pequeño) se me podría ayudar en algo. Con eso no me bastaba, por lo que desistí de mi viaje y me decidí por escribir. Sé que mi carta fue entregada sellada al Santo Padre. Algún tiempo después recibí su bendición para mí y para mis familiares. Ninguna otra cosa se consiguió. Más adelante he pensado muchas veces si no le habría pasado por la cabeza el contenido de mi carta, pues, en los años sucesivos se ha ido cumpliendo punto por punto lo que yo allí anunciaba para el futuro del Catolicismo en Alemania.

Antes de mi partida pregunté al Padre Abad qué debía hacer yo si tuviera que dejar mi actividad en Münster. Para él era imposible pensar que pudiera suceder aquello. Durante mi viaje a Münster leí en un periódico la crónica de una gran reunión de maestros nacional-socialistas, en la que habían tenido que participar también asociaciones confesionales. Era claro para mí que en la enseñanza era donde menos se tolerarían influencias contrarias a la dirección del poder. El instituto en el que yo trabajaba era exclusivamente católico, fundado por la Liga de Maestros y Maestras Católicos y sostenido, asimismo, por ella. Por lo mismo, sus días estaban contados. Por eso mismo, yo tenía que contar con el fin de mi breve carrera de profesora.

El 19 de abril estaba de vuelta en Münster. Al día siguiente fui al instituto. El Director estaba de vacaciones en Grecia. El administrador, un profesor católico, me condujo a su oficina y desahogó conmigo su dolor. Hacía semanas que estaba haciendo agitadas gestiones y se hallaba desmoralizado. «Fíjese usted, señorita doctora, que alguien vino a hablarme y me ha dicho: ¿la señorita doctora Stein no podrá continuar dando sus lecciones, verdad?». Sería mejor que renunciara yo a anunciar lecciones para este verano y trabajara en silencio en el Marianum. Para el otoño se aclararía la situación, el instituto podría pasar a cargo de la Iglesia y entonces nada se opondría a mi colaboración. Recibí el comunicado muy serenamente. Esta esperanza consoladora poco me importaba. «Si esto no resulta -dije yo-, entonces ya no queda para mí ninguna posibilidad en Alemania». El administrador me expresó su admiración de que yo viera tan claro, a pesar de que vivía tan abstraída y me preocupaba tan poco de las cosas de este mundo.

Me sentía casi aliviada al ver que también me tocaba la suerte general, pero tenía que reflexionar sobre lo que debía hacer en adelante. Pregunté su opinión a la presidenta de la Liga de Maestras Católicas. Ella había sido la causa de que yo hubiese venido a Münster. Me aconsejó que me quedara en todo caso, aquel verano en Münster y que prosiguiese el trabajo científico comenzado. La Liga cuidaría de mi sustento, ya que de todos modos los resultados de mi trabajo podrían serle útiles. Si no me fuera posible reanudar mi actividad en el instituto, podría mirar más adelante las posibilidades que se ofrecieran en el extranjero. Efectivamente, me llegó un ofrecimiento de Sudamérica. Mas cuando me vino esto, se me había mostrado ya otro camino muy distinto.

Unos diez días después de mi retorno de Beuron me vino el pensamiento: ¿no será ya tiempo, por fin, de ir al Carmelo? Desde hacía casi doce años era el Carmelo mi meta. Desde que en el verano de 1921 cayó en mis manos la «Vida» de nuestra Santa Madre Teresa y puso fin a mi larga búsqueda de la verdadera fe. Cuando recibí el bautismo el día de Año Nuevo de 1922, pensé que aquello era solo una preparación para la entrada en la Orden. Pero unos meses más tarde, después de mi bautismo, al encontrarme frente a mi madre, vi muy claro que no podría encajar por el momento el segundo golpe. No hubiese muerto, pero hubiese sido como llenarla de una amargura que yo no podría tomar sobre mí. Debía esperar con paciencia. Así me lo aseguraron también mis directores espirituales. La espera se me hizo últimamente muy dura. Me había vuelto una extranjera en el mundo. Antes de aceptar la actividad en Münster y después del primer semestre pedí con mucho apremio permiso para entrar en la Orden. Me fue negado con miras a mi madre y a la actividad que desempeñaba desde hacía varios años en la vida católica. Me avine a ello. Pero ahora los muros habían sido derribados. Mi actividad había tocado a su fin. Y mi madre, ¿no preferiría saber que estaba en un convento de Alemania que no en una escuela en Sudamérica? El 30 de abril, domingo del Buen Pastor, se celebraba en la iglesia de San Ludgerio la fiesta de su patrón con trece horas de adoración. A última hora de la tarde me dirigí allí y me dije: «no me iré de aquí hasta que no vea claramente si puedo ir ya al Carmelo». Cuando se impartió la bendición tenía yo el sí del Buen Pastor.

Aquella misma noche escribí al Padre Abad. Estaba en Roma y no quise enviar la carta por la frontera. Encima del escritorio esperaría hasta que la pudiese enviar a Beuron. Hacia mediados de mayo obtuve el permiso para dar los primeros pasos. Lo hice enseguida. Por mi catecúmena en Colonia supliqué una entrevista a la señorita doctora Cosack. Nos habíamos encontrado en octubre de 1932 en Aquisgrán. Se me presentó porque sabía que yo interiormente rondaba muy cerca del Carmelo y me dijo que ella mantenía una estrecha relación con la Orden y especialmente con el Carmelo de Colonia. Por ella quería enterarme de las posibilidades. Me contestó que el domingo siguiente (era el domingo de rogate) o en la fiesta de la Ascensión podría disponer de algún tiempo para mí.

Recibí la noticia el sábado con el correo de la mañana. A mediodía me dirigí hacia Colonia. Quedé de acuerdo por teléfono con la Srta. Doctora Cosack para que fuera a buscarme a la mañana siguiente  para dar un paseo juntas. Ni ella ni mi catecúmena sabían por el momento para qué había venido. Esta me acompañó a la misa de la mañana al Carmelo. A la vuelta me dijo: «Edith, mientras estaba arrodillada a su lado, me vino la idea: pero, ¿no querrá entrar ahora en el Carmelo, verdad?». No quise ocultarle por más tiempo mi secreto. Me prometió no decir nada. Algo más tarde llegó la Señorita Doctora Cosack.

Tan pronto como estuvimos de camino hacia el bosque de la ciudad, le dije lo que deseaba. Le añadí, además, lo que se podría alegar contra mí: mi edad (42 años), mi ascendencia judía, mi falta de bienes. Ella encontró que esto no dificultaría mi deseo. Me dio esperanzas de que podría ser admitida aquí en Colonia, ya que quedarían algunos puestos libres con la nueva fundación de Silesia: una nueva fundación a las puertas de mi ciudad, Breslau. ¿No era esto una nueva señal del cielo?

Di a la señorita Cosack tan amplio informe de mi evolución para que ella misma pudiera formarse un juicio sobre mi vocación al Carmelo. Me propuso hacer las dos juntas una visita al Carmelo. Ella mantenía especialmente contacto con la Hna. Marianne (Condesa Praschma), que tenía que ir a Silesia para la fundación. Con ella quería hablar primero. Mientras ella estaba en el locutorio, estaba yo arrodillada muy cerca del altar de Santa Teresita. Me sobrecogió la paz del hombre que ha llegado a su fin. La entrevista duró mucho. Cuando finalmente me llamó la señorita Cosack, me dijo confiadamente: «Creo que se hará algo». Había hablado primero con la hermana Marianne y a continuación con la Madre Priora (entonces Madre Josefa del Santísimo Sacramento) y me había preparado bien el camino. Pero ya no daba el horario del monasterio más tiempo para locutorio. Tenía que volver después de vísperas. Mucho antes de visperas ya estaba yo nuevamente en la capilla y recé las vísperas con ellas. Tenían también el ejercicio de mayo tras las rejas del coro. Pronto serían las tres y media cuando, por fin, fui llamada al locutorio. Madre Josefa y nuestra amada Madre (Teresa Renata del Espíritu Santo, entonces subpriora y maestra de novicias) estaban en la reja. Nuevamente di cuenta de mi camino: cómo el pensamiento del Carmelo no me había abandonado nunca; que había estado ocho años en las dominicas de Espira como profesora; cuán íntimamente había estado unida con el convento y no podía entrar allí; había considerado a Beuron como la antesala del cielo y, no obstante, nunca pensé hacerme benedictina. Siempre fue como si el Señor me reservase en el Carmelo lo que solo ahí podía encontrar. Les conmovió. La Madre Teresa tenía únicamente el reparo de la responsabilidad que se podía adquirir admitiendo a alguien del mundo que pudiera hacer aún tanto fuera. Por último me dijeron que tendría que volver cuando el P. Provincial estuviera allí. Le esperaban pronto.

Por la tarde regresé a Münster. Había adelantado mucho más de lo que hubiera podido esperar a mi partida. Pero el P. Provincial se hizo esperar. Durante los días de Pentecostés estuve muchas veces en la catedral de Münster. Movida por el Espíritu Santo escribí a la Madre Josefa pidiéndole con insistencia una respuesta rápida, ya que por mi situación incierta quería saber con claridad con qué podía contar. Fui llamada a Colonia. El Padre delegado del convento quería recibirme sin aguardar más al Provincial. Debía ser propuesta esta vez a las capitulares que debían votar mi admisión. Estuve en Colonia otra vez desde el sábado por la tarde hasta el domingo por la noche (creo que era el 18-19 de junio). Hablé con la Madre Josefa, la Madre Teresa y la Hna. Marianne antes de hacer mi visita al señor Prelado; pude también presentar a mi amiga.

Ya iba para casa del Dr. Lenné cuando fui sorprendida por una tormenta, llegando completamente empapada. Tuve que esperar una hora antes de que él apareciese. Después del saludo se llevó la mano a la frente y me dijo: «¿Qué era, pues, lo que tú deseabas de mí? Lo he olvidado completamente». Le respondí que era una aspirante para el Carmelo de la cual él ya tenía noticia. Cayó en la cuenta y cesó de tutearme. Más tarde vi con claridad que con aquello quería probarme. Yo lo había tragado todo sin pestañear. Me hizo que le contase de nuevo todo lo que él ya sabía. Me dijo los reparos que él tenía contra mí, pero me hizo la consoladora aseveración de que las monjas ordinariamente no se volvían atrás por sus objeciones y que él solía llegar a un acuerdo buenamente con ellas. Luego me despidió dándome su bendición.

Después de vísperas vinieron todas las capitulares a la reja. Nuestra amada Madre Teresa, la más anciana, se acercó más a ella para ver y oír mejor. La Hna. Aloisia, muy entusiasta de la liturgia, quiso saber algo de Beuron. Con esto podía tener esperanzas. Por último tuve que cantar una cancioncilla. Ya me lo habían dicho el día anterior, pero yo lo había tomado como una broma. Canté: «Bendice, Tú, María…», algo tímida y en voz baja. Después dije que se me había hecho más difícil que hablar ante mil personas. Según supe más tarde, las monjas no lo captaron pues no estaban enteradas de mi actividad de conferenciante. Una vez que las monjas se habían alejado, me dijo la Madre Josefa que la votación no podría hacerse hasta la mañana siguiente. Tuve que partir aquella noche sin saber nada.

La Hna. Marianne, con quien hablé a lo último a solas, me prometió un aviso telegráfico. Efectivamente, al día siguiente recibí el telegrama: «Alegre aprobación. Saludos. Carmelo». Lo leí y me fui a la capilla para dar gracias.

Habíamos convenido ya todo lo demás. Hasta el 15 de julio tenía tiempo para liquidar todo en Münster. El día 16, festividad de la Reina del Carmelo, lo celebraría en Colonia. Allí debía permanecer un mes como huésped en las habitaciones de la portería, a mediados de agosto ir a casa, y en la fiesta de nuestra Santa Madre, 15 de octubre, ser recibida en clausura. Se había previsto, además, mi traslado posterior al Carmelo de Silesia.

Seis grandes baúles de libros precedieron mi viaje a Colonia. Escribí por esto que ninguna otra carmelita había llevado consigo un tal ajuar. La Hna. Úrsula se preocupó de su custodia y se dio buena maña para dejar separados, al desempaquetar, los de teología, filosofía, filología, etc. (así estaban clasificados los baúles). Pero al final todos se mezclaron.

En Münster sabían muy pocas personas a dónde iba. Quería, en cuanto fuera posible, mantenerlo en secreto mientras mis familiares aún no lo supiesen. Una de las pocas era la superiora del Marianum. Se lo había confiado tan pronto como recibí el telegrama. Se había preocupado por mí y se alegró muchísimo. En la sala de música del colegio tuvo lugar, poco antes de mi partida, una velada de despedida. Las estudiantes la habían preparado con mucho cariño y también las religiosas tomaron parte en ella. Yo se lo agradecí en dos palabras y les dije que cuando se enterasen más tarde de dónde estaba se alegrarían conmigo.

Las religiosas de casa me regalaron una cruz relicario que les había dado a ellas el difunto obispo Juan Poggenburg. La Madre superiora me lo trajo en una bandeja cubierta de rosas. Cinco estudiantes y la bibliotecaria fueron conmigo hasta el tren. Pude llevar hermosos ramos de rosas para la Reina del Carmelo en su fiesta. Poco más de año y medio hacía que había llegado como una extraña a Münster. Prescindiendo de mi actividad docente, había vivido allí en el retiro claustral. No obstante, dejaba ahora un gran círculo de personas que me tenían amor y fidelidad. Siempre he conservado el recuerdo cariñoso y agradecido de la hermosa y vieja ciudad y toda la comarca de Münster.

Había escrito a casa diciendo que había encontrado acogida entre las monjas de Colonia y que en octubre me trasladaría definitivamente allí. Me felicitaron como por un nuevo puesto de trabajo.

El mes en las habitaciones de la portería del convento fue un tiempo felicísimo. Seguía todo el horario, trabajaba en las horas libres y podía ir con frecuencia al locutorio. Todas las cuestiones que surgían se las hacía presentes a la Madre Josefa. Su decisión era siempre tal como hubiera sido la mía. Esta íntima conformidad me alegraba muchísimo. A menudo estaba mi catecúmena conmigo. Quería ser bautizada antes de mi partida, a fin de que pudiera ser su madrina. El 1 de agosto la bautizó el Prelado Lenné en la sala capitular de la catedral, y a la mañana siguiente recibió la Primera Comunión en la capilla del convento. Su esposo estuvo presente en las dos ceremonias, pero no pudo decidirse a seguirla. El 10 de agosto me encontré con el P. Abad en Tréveris, y recibí su bendición para el duro camino hacia Breslau. Vi la santa túnica y pedí fuerza. También permanecí largo rato arrodillada delante de la imagen de San Matías. Por la noche recibí cariñoso hospedaje en el Carmelo de Cordel donde nuestra amada Madre Teresa Renata fue maestra de novicias durante nueve años hasta que fue requerida para Colonia como subpriora. El 14 de agosto partí junto con mi ahijada a Maria Laach para la fiesta de la Asunción. Desde allí proseguí mi viaje hasta Breslau.

En la estación me esperaba mi hermana Rosa. Como hacía mucho tiempo que pertenecía en su interior a la Iglesia y estaba perfectamente unida conmigo, le dije inmediatamente lo que pretendía. No se mostró sorprendida, pero pude advertir que ni tan siquiera se le había pasado por la imaginación. Los demás no preguntaron nada hasta después de dos o tres semanas. Solo mi sobrino Wolfgang (entonces de 21 años) se informó tan pronto como llegó a hacerme una visita de lo que iba a hacer en Colonia. Le di una respuesta verdadera y le supliqué que guardara silencio por entonces.

Mi mamá sufría mucho a causa de las circunstancias de aquellos tiempos. La alteraba el que «hubiera hombres tan malos». A esto se sumó una pérdida personal que la afectó mucho. Mi hermana Erna tuvo que tomar a su cargo la consulta de nuestra amiga Lilli Berg, que entonces marchó con su familia a Palestina. Los Biberstein tuvieron que alojarse en la casa de los Berg al sur de la ciudad, abandonando la nuestra. Erna y sus dos niños eran el consuelo y la alegría de mamá. Tener que apartarse de su trato diario fue para ella muy amargo. Pero a pesar de todas estas preocupaciones que la oprimían, revivió cuando yo llegué. Apareció de nuevo su alegría y su humor. Al regresar de su negocio, se sentaba muy satisfecha con su labor de punto al lado de mi escritorio contándome todas sus preocupaciones caseras y profesionales. Hice que me refiriera también sus primeros recuerdos como materia para una historia de nuestra familia que entonces comencé. Se veía claramente que esta íntima convivencia le hacía bien. Pero yo pensaba para mí: ¡Si supieras…!

Para mí era sumamente consolador que estuvieran entonces en Breslau la Hna. Marianne con su prima, la Hna. Elisabeth (Condesa Stolberg), preparando la fundación del convento. Habían partido desde Colonia ya antes que yo. La Hna. Marianne había visitado a mi madre y le había llevado mis saludos. Estando yo presente vino dos veces a casa y trataba amistosamente con mi madre. La visité en las Ursulinas de Ritterplatz, donde se hospedaba, pudiéndole contar libremente cómo estaba mi corazón. Yo recibí a mi vez cuenta detallada de las alegrías y sufrimientos de la fundación. También inspeccioné con ellas el solar de Pawelwitz (ahora Wendelborn).

Ayudé mucho a Erna en el traslado. En una de las idas en el tranvía a la nueva casa le expuse finalmente la cuestión de mis relaciones con Colonia. Cuando le expliqué se quedó pálida y derramó lágrimas. «Es algo horrible este mundo», replicó ella, «lo que a uno hace feliz es para otro lo peor que le pudiera pasar». No hizo ningún esfuerzo por disuadirme. Unos días más tarde me dijo por encargo de su esposo que si en algo influía en mi resolución la preocupación por mi existencia, podía estar segura de poder vivir con ellos mientras algo tuvieran. (Lo mismo me había dicho mi cuñado en Hamburgo). Erna añadió que ella era solo trasmisora de aquello. Sabía bien que tales motivos no suponían nada para mí.

El primer domingo de septiembre estaba sola con mi madre en casa. Ella estaba sentada haciendo punto junto a la ventana. Yo muy cerca de ella. Por fin me soltó la pregunta por largo tiempo esperada: «¿Qué es lo que vas a hacer en las monjas de Colonia?». «Vivir con ellas». Siguió una resistencia desesperada. Mi madre no cesó de trabajar. Su ovillo se enredó, tratando con sus manos temblorosas de ponerlo nuevamente en orden, a lo que la ayudé yo, mientras continuaba el diálogo entre las dos.

Desde aquel momento se perdió la paz. Un peso oprimió toda la casa. De vez en cuando mi madre me dirigía un nuevo ataque al que seguía una nueva desesperación en silencio. Mi sobrina Erika, la judía más piadosa y estricta, sintió como un deber suyo influirme. Mis hermanos no lo hicieron, porque sabían que no tenía remedio alguno. Se empeoró el asunto cuando llegó de Hamburgo mi hermana Else para el cumpleaños de mi madre. Al hablar conmigo, mi madre se dominaba, pero al hablar con Else se excitaba. Mi hermana me volvía a contar aquellas explosiones, pensando que yo no conocía lo que suponía aquello para mi madre.

Pesaba también sobre la familia una gran preocupación económica. El negocio hacía tiempo que iba mal. Ahora quedaba vacía la mitad de nuestra casa, donde habían vivido los Biberstein. Todos los días venían personas para ver las condiciones, pero no resultaba nada. Uno de los solicitantes más interesados era una comunidad de la iglesia protestante. Vinieron dos pastores y a ruegos de mi madre fui con ellos a ver el solar vacío, pues ella estaba muy cansada. Llevamos las cosas tan adelante que incluso se formularon las condiciones. Lo comuniqué a mi madre que me pidió que escribiese inmediatamente al Pastor principal solicitándole por escrito una respuesta afirmativa. Esta fue dada. Pero poco antes de mi partida, el asunto amenazaba fracasar. Quise quitar, al menos, esta preocupación a mi madre y me presenté en casa del referido señor. Parecía que no había ya nada que hacer. Cuando me fui a despedir, me dijo: «Por lo visto queda usted muy triste y eso me apena». Le conté cómo mi madre estaba entonces tan acongojada con sus muchas preocupaciones. Me preguntó qué clase de preocupaciones eran aquellas. Le hablé brevemente de mi conversión y de mis deseos por el convento. Esto le impresionó profundamente. «Debe usted saber antes de irse que aquí ha conquistado un corazón». Llamó a su señora y tras una rápida consulta decidieron convocar nuevamente la junta directiva de la Iglesia y proponer otra vez la oferta. Aún antes de marcharme vino el Pastor principal con su colega a nuestra casa para cerrar el trato. Al despedirse me dijo en voz baja: «¡Dios la guarde!».

La Hna. Marianne tuvo todavía a solas una entrevista con mi madre. No se podía alcanzar mucho más. La Hna. Marianne no podía dejarse coaccionar (como mi madre esperaba) para retenerme. Ella no quería otro consuelo. Naturalmente ambas hermanas no se hubieran atrevido a fortalecer con palabras de aliento mi decisión. La decisión era tan difícil que nadie podía asegurarme: este o aquel camino es el recto. Para ambos se podían aducir buenas razones. Debía dar el paso sumergida completamente en la oscuridad de la fe. Muchas veces durante aquellas semanas pensaba: ¿Quién se quebrantará de las dos, mi madre o yo? Pero ambas perseveramos hasta el fin.

Poco antes de partir fui también a que me miraran los dientes. Estaba sentada en la sala de espera de la doctora, cuando de repente se abrió la puerta y entró mi sobrina Susel. Se puso radiante de alegría. Habíamos pedido la vez al mismo tiempo sin saberlo. Pasamos juntas a la consulta y me acompañó después a casa. Ella se apoyaba en mi brazo, yo tenía cogida su morena mano de niña en las mías. Susel tenía entonces doce años, siendo muy madura y reflexiva para su edad. Yo no había podido hablar nunca a los niños de mi conversión a la fe. Pero Erna se lo había contado. Yo le estaba agradecida por ello. Le pedí a la niña que cuando yo me fuese procurara hacer muchas visitas a la abuelita. Ella me lo prometió. «Pero, ¿por qué haces tú ahora esto?», me preguntó. Pude darme cuenta de las conversaciones que ella había oído a sus papás. Yo le expliqué mis motivos como a una persona mayor. Escuchó muy atentamente y me comprendió.

Dos días antes de partir vino a visitarme su padre (Hans Biberstein). Era grande el apremio que le movía a exponerme sus reparos, aunque no se prometiera ningún resultado. Lo que yo quería realizar, le parecía que acentuaba agudamente la línea de división con el pueblo judío, ahora que estaba tan oprimido. Él no podía comprender que desde mi punto de vista se veía muy diverso.

El último día que yo pasé en casa fue el 12 de octubre, día de mi cumpleaños. Era, a la vez, una festividad judía, el cierre de la fiesta de los tabernáculos. Mi madre asistió a la celebración en la sinagoga del seminario de rabinos. Yo la acompañé, pues al menos aquel día queríamos pasarlo juntas. El maestro preferido por Erika, un gran sabio, tuvo una bella exhortación. Durante el viaje de ida en el tranvía no hablamos mucho. Para darle un pequeño consuelo le dije: «La primera temporada es solo de prueba». Pero esto no ayudó en nada. «Cuando te propones tú una prueba, bien sé yo que la superas». Después se le antojó a mi madre volver a pie. ¡Algo más de tres cuartos de hora con sus 84 años! Pero tuve que acceder, pues noté que quería hablar francamente conmigo.

-«¿No era hermosa la homilía?». -«Si».
-«¿Por lo tanto, también como judío se puede ser piadoso?». -«Ciertamente, cuando no se conoce otra cosa».

En aquel momento se volvió hacia mí exasperada: -«¿Entonces por qué la has conocido tú? No quiero decir nada contra él. Puede que haya sido un hombre bueno. Pero, ¿por qué se ha hecho Dios?».

Concluida la comida se marchó al negocio para que mi hermana Frieda³⁹ no estuviera sola durante la comida de mi hermano. Pero me dijo que pensaba volver enseguida. Y así lo hizo (solo por mí; en otro caso estaba durante todo el día en el negocio). Después de comer y por la tarde llegaron muchos huéspedes, todos los hermanos con los niños y mis amigas. Por una parte estaba bien en cuanto que quitaba un poco la tensión del ambiente. Pero por otro lado era peor a medida que uno tras otro se iban despidiendo. Al final quedamos mi madre y yo solas en el cuarto. Mis hermanas tenían aún mucho que lavar y recoger. De pronto echó ambas manos a su rostro y comenzó a llorar. Me puse detrás de su silla y estreché fuertemente su cabeza plateada sobre mi pecho. Así permanecimos largo rato hasta que se la convenció para que se marchara a la cama. La llevé hasta arriba y la ayudé a desnudarse, la primera vez en la vida. Me senté después en su cama hasta que me mandó a dormir. Ninguna de las dos pudimos conciliar el sueño aquella noche.

Mi tren partía algo temprano, alrededor de las ocho. Else y Rosa quisieron acompañarme al tren. Igualmente Erna había deseado ir a la estación, pero le rogué que viniera temprano a casa para quedarse con mi madre. Sabía que esta podría tranquilizarse más con ella que con nadie. Como las dos más pequeñas, habíamos conservado siempre la ternura filial para con la madre. Los hermanos mayores rehuían manifestarlo, aunque su amor no era ciertamente menor.

A las cinco y media salí, como siempre, de casa para oír la primera misa en la iglesia de San Miguel. Luego nos volvimos a juntar todos para el desayuno. Erna vino hacia las siete. Mi madre trató de tomar algo, pero en seguida retiró la taza y comenzó a llorar como la noche anterior. Nuevamente me acerqué a ella y la tuve abrazada hasta el momento de partir. Hice una señal a Erna para que viniera a ocupar mi lugar. Me puse el sombrero y el abrigo en la habitación de al lado. Y luego la despedida. Mi madre me abrazó y besó con el mayor cariño. Erika agradeció mi ayuda (había trabajado con ella para sus exámenes de maestra en la escuela media; viniendo a mí con sus preguntas mientras yo estaba haciendo mis maletas). Al final exclamó: «El Eterno te asista». Cuando estaba abrazando a Erna, mi madre sollozaba en alto. Salí rápidamente. Rosa y Else me siguieron. Al pasar el tranvía por delante de nuestra casa, no había nadie a la ventana para hacer, como otras veces, unas señales de adiós.

En la estación tuvimos que esperar algo hasta que llegó el tren. Elsa se agarró fuertemente a mí. Cuando ocupé el asiento, miré a mis dos hermanas, quedé sorprendida de la diferencia de ambas caras. Rosa estaba tan serena y tranquila como si se viniera conmigo la paz del convento. El aspecto de Else se tornó súbitamente por el dolor como el de una anciana.

Por fin, el tren se puso en movimiento. Ambas continuaron agitando sus manos mientras se podía ver algo. Después desaparecieron. Me pude acomodar en mi puesto en el compartimiento. Era realidad lo que hacía poco apenas me atrevía a soñar. Ninguna explosión de alegría al exterior, pues era terrible lo que quedaba tras de mí. Pero estaba profundamente tranquila, en el puerto de la voluntad divina.

Hacia el anochecer llegué a Colonia. Mi ahijada me rogó que pasara nuevamente la noche con ella. Sería recibida en la clausura al día siguiente después de vísperas. Muy temprano avisé por teléfono de mi llegada al convento y pude acercarme a la reja para saludar. Después de comer estábamos nuevamente allí para asistir a vísperas desde la capilla. Eran las primeras vísperas de la fiesta de nuestra Santa Madre. Cuando anteriormente me arrodillé en el presbiterio, oí susurrar en el torno de la sacristía: -«¿Está Edith fuera?». Entonces trajeron enormes crisantemos blancos. Los habían enviado como saludo las profesoras desde el Palatinado. Los tenía que ver antes de que adornaran el altar. Después de las vísperas tomamos aún juntas el café. Luego se acercó una señora, que se presentó con la hermana de nuestra amada Madre Teresa Renata. Preguntó cuál de nosotras era la postulante, pues quería animarla un poco. Pero no lo necesitaba. Esta protectora y mi ahijada me acompañaron hasta la puerta de la clausura. Finalmente se abrió. Y yo atravesé con profunda paz el umbral de la casa del Señor.

 

Amor por la Cruz

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Amor por la Cruz

Siempre se nos ha presentado a San Juan de la Cruz como aquel que no deseaba para sí más que el sufrimiento y el desprecio. Nosotros nos preguntamos por el motivo de este amor por el sufrimiento. ¿Se trata solamente del recuerdo amoroso de la vía dolorosa de nuestro Señor en la tierra, del ímpetu de un afectuoso corazón para estar humanamente más cercano a él a través de una vida que se asemeja a la suya? No parece que esto concuerde con la alta y austera espiritualidad del Doctor místico. Además sería como olvidar, en virtud del hombre de dolores, al Rey triunfante, al divino Vencedor del pecado, de la muerte y del infierno. ¿Acaso no nos ha liberado Cristo de la esclavitud? ¿No nos ha conducido y llamado a un Reino para que seamos hijos dichosos del Padre celestial?

La visión del mundo en que vivimos, la necesidad, la miseria y el abismo de la maldad humana sirven para atenuar siempre de nuevo el gozo de la victoria de la luz. La humanidad lucha todavía en la oleada de cieno y aún es pequeño el rebaño que ha logrado ponerse a salvo en las más altas cimas de los montes. La lucha entre Cristo y el Anticristo todavía no se ha dirimido. En esta batalla los seguidores de Cristo tienen su puesto. Y su arma principal es la cruz.

¿Cómo se puede comprender esto? El peso de la cruz, que Cristo ha cargado, es la corrupción de la naturaleza humana con todas sus consecuencias de pecado y sufrimiento, con las cuales la castigada humanidad está abatida. Sustraer del mundo esa carga, ése es el sentido del vía crucis. El regreso de la humanidad liberada al corazón del Padre celestial y la adopción como hijos adoptivos es un don gratuito de la gracia, del amor omnimisericordioso. Pero ello no puede suceder a costa de la santidad y justicia divinas. La totalidad de las culpas humanas, desde la primera caída hasta el día del juicio, tiene que ser borrada por una expiación equivalente. La vía crucis es esta reparación. Las tres caídas de Cristo bajo el peso de la cruz corresponden a la triple caída de la humanidad: el pecado original, el rechazo del Redentor por su pueblo elegido, la apostasía de aquellos que llevan el nombre de cristianos.

El Salvador no está solo en el camino de la cruz y no son sólo enemigos los que le acosan, sino también hombres que le apoyan: como modelo de los seguidores de la cruz de todos los tiempos tenemos a la Madre de Dios; como tipo de aquellos que asumen el peso del sufrimiento impuesto y soportándolo reciben su bendición, tenemos a Simón de Cirene; como representante de aquellos que aman y se sienten impulsados a servir al Señor está Verónica. Cualquiera que a lo largo del tiempo haya aceptado un duro destino en memoria del Salvador sufriente, o haya asumido libremente sobre sí la expiación del pecado, ha expiado algo del inmenso peso de la culpa de la humanidad y ha ayudado con ello al Señor a llevar esta carga; o mejor dicho, es Cristo-Cabeza quien expía el pecado en estos miembros de su cuerpo místico que se ponen a disposición de su obra de redención en cuerpo y alma.

Podemos suponer que viendo a estos fieles que le habrían seguido en el camino del dolor, fortaleció al Salvador en la noche del monte de los olivos. Y la fuerza de estos portadores de la cruz viene en su ayuda después de cada caída. Los justos de la Antigua Alianza le acompañan en el camino entre la primera y la segunda caída. Los discípulos y discípulas, que se reunieron en torno a El durante su vida terrena, son los que le ayudan en el segundo tramo. Los amantes de la cruz, que El suscitó y que nuevamente y siempre suscita en la historia cambiante de la Iglesia militante, son sus aliados en el último tramo. A ello hemos sido llamados también nosotros.

No se trata, pues, de un recuerdo simplemente piadoso de los sufrimientos del Señor cuando alguien desea el sufrimiento. La expiación voluntaria es lo que nos une más profundamente y de un modo real y auténtico con el Señor. Y ésa nace de una unión ya existente con Cristo. Pues, la naturaleza humana huye del sufrimiento. Y la búsqueda del sufrimiento como satisfacción perversa por el dolor es algo muy distinto de la voluntad de sufrir por expiación. No se trata de una aspiración espiritual, sino de un deseo sensible y no mejor que las otras pasiones, sino mucho peor por ir contra natura. Sólo puede aspirar a la expiación quien tiene abiertos los ojos del espíritu al sentido sobrenatural de los acontecimientos del mundo; esto resulta posible sólo en los hombres en los que habita el Espíritu de Cristo, que como miembros de la Cabeza encuentran en El la vida, la fuerza, el sentido y la dirección. Por otro lado la expiación une más íntimamente con Cristo, al igual que una comunidad se siente más íntimamente unida cuando realizan juntos un trabajo, o al igual que los miembros de un cuerpo se unifican cada vez más en el juego orgánico de sus funciones.

Así como el ser-uno con Cristo es nuestra beatitud y el progresivo hacerse-uno con El es nuestra felicidad en la tierra, entonces el amor por la cruz y la gozosa filiación divina no son contradictorias. Ayudar a Cristo a llevar la cruz proporciona una alegría fuerte y pura, y aquellos que puedan y deban, los constructores del Reino de Dios, son los auténticos hijos de Dios. De ahí que la preferencia por el camino de la cruz no signifique ninguna repugnancia ante el hecho de que el Viernes Santo ya haya pasado y la obra de redención haya sido consumada. Solamente los redimidos, los hijos de la gracia pueden ser portadores de la cruz de Cristo. El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina. Sufrir y ser felices en el sufrimiento, estar en la tierra, recorrer los sucios y ásperos caminos de esta tierra y con todo reinar con Cristo a la derecha del Padre; con los hijos de este mundo reír y llorar, y con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: esta es la vida del cristiano hasta el día en que rompa el alba de la eternidad.

Hna. Teresia Benedicta a Cruce, O.C.D.
Dra. Edith Stein