La oración de la Iglesia

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Índice: Santa Teresa Benedicta, La oración de la Iglesia
La oración de la Iglesia
1. La oración de la Iglesia como liturgia y eucaristía
2. El diálogo solitario con Dios como oración de la Iglesia
3. La vida interior, su forma externa y la acción




 


La oración de la Iglesia

«Per ipsum et cum ipso et in ipso
est tibi Deo Patri Omnipotenti
in unitate Spiritus Sancti
omnis honor et gloria»

Con estas solemnes palabras termina el sacerdote en la santa misa las oraciones cuyo punto central es el acontecimiento misterioso de la transubstanciación. Al mismo tiempo encierran de forma muy breve lo que es la oración de la iglesia: honor y gloria de la Trinidad por Cristo, con Cristo y en Cristo. Aunque las palabras se dirigen al Padre, no hay glorificación del Padre que no sea a la vez glorificación del Hijo y del Espíritu Santo. Se canta la gloria que el Padre participa al Hijo y ambos al Espíritu Santo por toda la eternidad.

Toda alabanza divina se da por, con y en Cristo. Por Él, porque sólo por Cristo la humanidad puede llegar al Padre, y porque su ser humano y divino y su obra redentora son la glorificación más perfecta del Padre; con Él, porque toda oración auténtica es fruto de la unión con Cristo, al mismo tiempo que fortalece esa unión, y porque toda alabanza del Hijo es a la vez alabanza del Padre y viceversa; en Él, porque la Iglesia orante es Cristo mismo -y todo orante, miembro de su Cuerpo místico-, y porque en el Hijo está el Padre, y el Hijo es el resplandor del Padre, cuya gloria hace visible. El doble sentido del por, con y en es la clara expresión de la mediación del Hombre-Dios.

La oración de la Iglesia es la oración del Cristo viviente. Tiene su modelo original en la oración de Cristo durante su vida terrena.


1. La oración de la Iglesia como liturgia y eucaristía

Conocemos por los relatos evangélicos que Cristo oraba como oraba un judío creyente y fiel a la Ley. Desde pequeño lo hizo en compañía de sus padres, más tarde como peregrino hacia Jerusalén con sus discípulos, según los tiempos prescritos para tomar parte en las celebraciones solemnes del Templo. Sin duda, cantó con los suyos, con santo entusiasmo, los himnos en los que prorrumpía la alegría anticipada de los peregrinos: «Me alegré cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor». Que Jesús rezó las antiguas oraciones de bendición, que todavía hoy se rezan sobre el pan, el vino y los frutos de la tierra’, nos lo atestigua el relato de su última cena con sus discípulos, que estuvo dedicada al cumplimiento de uno de los más sagrados deberes religiosos: a la solemne cena pascual, a la conmemoración de la liberación de la esclavitud de Egipto. y quizás, nos ofrece precisamente esta cena la visión más profunda de la oración de Cristo y la clave para entender la oración de la Iglesia.

«Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándolo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed todos de él, que esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados».

La bendición y la distribución del pan y del vino eran parte del rito de la cena pascual. Pero ambas reciben aquí un sentido completamente nuevo. Con ellas comienza la vida de la Iglesia. Sin duda, será a partir de Pentecostés cuando aparezca abiertamente corno comunidad llena de Espíritu y visible. Pero es aquí, en la cena pascual, cuando tiene lugar el injerto de los sarmientos en la cepa que hace posible la efusión del Espíritu . Las antiguas oraciones de bendición se han convertido en boca de Cristo en palabra creadora de vida. Los frutos de la tierra se han convertido en su carne y sangre, llenos de su vida. La creación visible en la que entró ya por su encarnación, está ahora unida a él de un modo nuevo, misterioso. Las sustancias que sirven para el desarrollo del cuerpo humano se transforman radicalmente y por su recepción creyente se transforman también los hombres: incorporados a una unidad de vida con Cristo y llenos de su vida divina. La fuerza de la Palabra creadora de vida está vinculada al sacrificio. La Palabra se hizo carne para ofrecer la vida que recibió; para ofrecerse a sí mismo y a la creación redimida por su entrega como sacrificio de alabanza al Padre. Por la última cena del Señor la comida pascual de la Antigua Alianza se ha convertido en la comida pascual de la Nueva Alianza: en el sacrificio de la cruz del Gólgota y en aquellas comidas gozosas del tiempo entre Pascua y Ascensión, en las que los discípulos reconocían al Señor al partir el pan, y en el sacrificio de la misa.

Cuando el Señor tomó el cáliz dio gracias; nos puede hacer pensar en las oraciones de bendición, que ciertamente contienen un agradecimiento al Creador. Pero también sabemos que Cristo solía dar gracias cuando antes de un milagro levantaba los ojos al Padre del cielo. Da gracias porque se sabe escuchado de antemano. Da gracias por la fuerza divina de que es portador y porque va a mostrar ante los ojos de los hombres la omnipotencia del Creador. Da gracias por la obra de la redención que puede llevar a cabo, y las da mediante esa misma obra, que es glorificación de la Trinidad divina, por cuanto renueva en pura belleza su imagen deformada. Así, toda la perenne ofrenda sacrificial de Cristo -en la cruz, en la misa y en la gloria eterna del cielo-, puede considerarse como una única gran acción de gracias -como eucaristía- : acción de gracias por la creación, la redención y la plenitud. Cristo se ofrece a sí mismo en nombre de toda la creación, cuyo prototipo es él y a la que ha descendido a fin de renovar desde dentro y llevarla a la plenitud. Pero llama también a la creación entera para que, en unión con él, ofrezca ella misma al Creador la acción de gracias que se le debe. Ya el Antiguo Testamento conocía este aspecto eucarístico de la oración: la maravillosa forma de la Tienda de la Alianza y después la del templo de Salomón, levantado según indicaciones divinas, fue considerado como símbolo de toda la creación que se reúne en adoración y servicio en torno al Señor. La Tienda, alrededor de la cual acampaba el pueblo de Israel durante su peregrinación por el desierto se llamó la «morada de la presencia de Dios». Se contraponía como «morada inferior» a la «morada superior». ¡Señor, yo amo la casa donde habitas, el lugar donde reside tu gloria», porque la Tienda de la Alianza «está equiparado con la creación del mundo». Así como, según el relato de la creación, el cielo fue extendido como una alfombra, se prescribió que las paredes de la Tienda fueran tapices. Y del mismo modo que fueron separadas las aguas terrestres de las celestes, el velo separaba el Santísimo de los salones exteriores. El mar, al que contienen sus costas, está representado por el mar de «bronce». En lugar de las luces del cielo está en la Tienda el candelabro de los siete brazos. Corderos y aves representan la multitud de seres vivos que pueblan el agua, la tierra y el aire. Y así como la tierra fue confiada a los hombres, en el santuario está el sumo sacerdote, que «fue ungido para que actuara y sirviera ante Dios». Moisés bendijo, consagró y santificó la habitación terminada, del mismo modo que el Señor en el séptimo día había bendecido y santificado la obra de sus manos. Su habitación debía ser un testimonio de Dios sobre la tierra, lo mismo que el cielo y la tierra son sus testigos.

En lugar del templo salomónico, Cristo ha construido un templo de piedras vivas, la comunión de los santos . En medio está Él como el eterno y sumo sacerdote; sobre el altar es él la víctima perpetua. Y de nuevo toda la creación toma parte en la «Liturgia», en el solemne oficio divino: los frutos de la tierra y las ofrendas misteriosas, las flores y los candelabros, las alfombras y el velo, el sacerdote consagrado y la unción y la bendición de la casa de Dios. Tampoco faltan los querubines. Creados por la mano del artista, velan las visibles formas junto al Santísimo. Como imágenes vivientes suyas, los «monjes angélicos»» rodean el altar del sacrificio y cuidan de que no se interrumpa la alabanza de Dios, así en la tierra como en el cielo. Las solemnes oraciones que recitan representando la voz de la Iglesia, rodean el santo sacrificio, y rodean también y envuelven y santifican todo el trabajo del día, de modo que de la oración y del trabajo resulta un solo «opus Dei», una sola «liturgia». Sus lecturas tomadas de la Sagrada Escritura y de los Padres, de las memorias de la Iglesia y de los escritos doctrinales de sus máximos pastores son nn creciente canto de alabanza a la acción de la Providencia y a la progresiva realización del plan eterno de salvación. Sus cánticos matinales convocan de nuevo a toda la creación para que se una a la alabanza del Señor: los montes y las colinas, los ríos y los torrentes, mares y tierra, y todo lo que allí habita, nubes y vientos, lluvia y nieve, todos los pueblos de la tierra, todas las clases y generaciones humanas, y finalmente también los habitantes del cielo, los ángeles y los santos: han de participar, no sólo a través de sus imágenes creadas por mano de hombre o en forma humana, sino ellos mismos, personalmente, en la gran eucaristía de la creación; o, más bien, somos nosotros los que tenemos que unirnos con nuestra liturgia a su incesante alabanza divina.

«Nosotros», es decir, no sólo los religiosos cuyo oficio es la solemne alabanza divina, sino todo el pueblo cristiano, cuando en las fiestas solemnes afluye a las catedrales y a las iglesias abaciales, cuando con alegría toma parte activa en el oficio divino popular y en las formas populares renovadas de la liturgia, entonces muestra que es consciente de su vocación a la alabanza divina. La unidad litúrgica de la Iglesia del cielo y de la Iglesia de la tierra, que dan gracias a Dios «por Cristo», encuentra la expresión más vigorosa en el prefacio y en el Sanctus de la santa misa. En la liturgia no hay lugar a dudas de que nosotros no somos plenos ciudadanos de la Jerusalén celeste, sino peregrinos en camino hacia nuestra patria eterna. Tenemos siempre necesidad de una preparación, antes de que podamos atrevernos a elevar nuestros ojos a las luminosas alturas y unir nuestras voces al «Santo, santo, santo» de los coros celestiales. Todo lo creado, que se destina al servicio divino, debe retirarse del uso profano, tiene que ser consagrado y santificado.

El sacerdote, antes de subir las gradas del altar, tiene que purificarse por la confesión de los pecados, y los fieles juntamente con él; antes de cada nuevo paso a lo largo del santo sacrificio, tiene que repetir la petición de perdón para sí mismo, para los circundantes y para todos aquellos a quienes han de alcanzar los frutos del sacrificio. El sacrificio mismo es sacrificio de expiación, que, juntamente con las ofrendas, transforma también a los fieles, les abre el cielo y los hace dignos de una acción de gracias agradable a Dios. Todo lo que necesitamos para ser recibidos en la comunión de los espíritus bienaventurados se contiene en las siete peticiones del Padrenuestro, que el Señor rezó no para sí mismo sino para enseñarnos a nosotros. Nosotros lo rezamos antes de la comunión, y cuando lo decimos sinceramente y de corazón, y recibimos la comunión con la debida actitud, aquella nos concede el cumplimiento de todas las peticiones: nos libra del mal, porque nos limpia de la culpa y nos da la paz del corazón, que quita el aguijón de los demás «males», ella nos da el perdón de los pecados cometidos y nos fortalece contra las tentaciones; es el pan de vida que necesitamos cada día para ir creciendo y adentrando en la vida eterna; convierte nuestra voluntad en instrumento dócil de la divina; con esto instaura en nosotros el reino de Dios y nos da labios y corazón limpios para glorificar el santo nombre de Dios.

De esta manera se observa de nuevo cómo el sacrificio, la comunión y la alabanza divina están íntimamente unidas. La participación en el sacrificio y en la comunión convierte al alma en piedra viva de la ciudad de Dios, y a cada alma en un templo de Dios.


2. El diálogo solitario con Dios como oración de la Iglesia

Cada alma humana es un templo de Dios: esto nos abre un panorama del todo nuevo y vasto. La vida de oración de Jesús tendría que ser la clave para entender la oración de la Iglesia. Ya hemos visto cómo Cristo participó en el culto público y prescrito de su pueblo (es decir, en lo que se entiende por «liturgia»); lo unió del modo más íntimo a su propia entrega y le dio así su pleno y auténtico sentido: el de la acción de gracias de la creación al Creador; y de este modo trasladó la liturgia del Antiguo Testamento a la del Nuevo.

Pero Jesús no sólo participó en el culto público oficial. Quizás, más frecuentemente de lo que relatan los evangelios, participó en la oración solitaria en el silencio de la noche, en la cumbre libre de la montaña, en el desierto alejado de los hombres. Cuarenta días y cuarenta noches de oración precedieron a la vida pública de Jesús. Antes de elegir y de enviar a los doce apóstoles se retiró a orar en la soledad del monte. En el Monte de los Olivos se preparó para subir al Gólgota. Lo que en esa hora, la más dura de su vida, clamó al Padre se nos ofrece en unas pocas palabras, palabras que nos han sido dadas como estrellas que nos guían en nuestras horas de Getsemaní: «Padre, si tú quieres, haz que pase de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Son como un relámpago que por un momento nos da luz sobre la vida íntima de Jesús, el misterio insondable de su ser humano y divino y su diálogo con el Padre. Sin duda alguna ese diálogo no fue nunca interrumpido a lo largo de su vida.

Cristo oraba íntimamente, no sólo cuando se apartaba de la muchedumbre sino también cuando se encontraba entre la gente. Y una vez nos permitió mirar larga y profundamente al secreto de ese íntimo diálogo. Fue poco antes de la hora de Getsemaní, inmediatamente antes de partir hacia ella: al término de la última cena, en la que nosotros hemos reconocido el momento del nacimiento de la Iglesia: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo». Sabía que era la última reunión, y quería darles todo lo que estaba en sus manos. Tenía que contenerse para no decir más, pues sabía que no Jo comprenderían, que no podrían comprender ni siquiera esto poco que habían recibido. Tenía que venir el Espíritu de la Verdad para que les abriera los ojos. Y después de que les dijo e hizo todo lo que pudo, levantó los ojos al cielo y habló en su presencia al Padre. Nosotros llamamos a estas palabras la oración sacerdotal de Jesús. También esta solitaria conversación con Dios tenía un ejemplo en la Antigua Alianza. Una vez al año, en el día más grande y más santo del año, el día de la Reconciliación, entraba el sumo sacerdote al Santísimo, a la presencia del Señor, «para orar por sí mismo, por su casa y por todo el pueblo de Israel», para asperjar el trono de gracia con la sangre del novillo y del macho cabrío sacrificado, purificando así el santuario de sus propios pecados y de los de su casa y «de las impurezas de los hijos de Israel y de sus transgresiones y de todos sus pecados». Nadie debía estar en la Tienda (esto es en el Santo, que era la parte anterior al Santísimo), cuando el sumo sacerdote entraba en ese sublime y tremendo Jugar de la presencia de Dios, al que nadie tenía acceso fuera de él, y él mismo solamente en ese momento; y aun ahora tenía que llevar consigo incienso «para que la nube de incienso cubra el propiciatorio y no muera». Este encuentro solitario tenía lugar en el más profundo secreto.

El día de la Reconciliación es la prefiguración veterotestamentaria del viernes santo. El macho cabrío que se sacrificaba por los pecados del pueblo, representaba al cordero inmaculado de Dios: (también lo prefiguraba, sin duda, aquel otro que, escogido por sorteo y cargado con ]os pecados del pueblo, se mandaba al desierto. Y el sumo sacerdote de la familia de Aarón es la sombra del eterno sumo sacerdote. Cristo en la última cena aceptó morir víctima y se apropió anticipadamente la gran oración sacerdotal. El no tenía necesidad de ofrecer ningún sacrificio de expiación por sí mismo, pues no tenía pecado. No tenía que esperar el momento presento por la ley y no tenía necesidad de ir al santo de los santos: está siempre y en todas partes ante la presencia del rostro de Dios, su propia alma es la tienda Santísimo; él es no sólo la habitación de Dios sino que está unido esencial e indisolublemente a Dios. No tenía que ocultarse ante el Señor mediante una nube protectora de incienso: él mira al rostro desvelado del Eterno y no tiene nada que temer; la mirada del Padre no le matará. Y él desvela el misterio del sumo sacerdocio: todos los suyos pueden oírlo cuando en el santuario de su corazón habla con el Padre: deben comprender de qué se trata, y aprender a hablar en su corazón con el Padre.

La oración sacerdotal de Jesús desvela el misterio de la vida interior: la inmanencia recíproca de las personas divinas y la inhabitación de Dios en el alma. En estas secretas profundidades se ha preparado y realizado oculta y silenciosamente la obra de la redención; y así continuará, hasta que al fin de los tiempos lleguen todos a la perfecta unidad. En el eterno silencio de la vida intradivina, se decidió la obra de la redención. En lo oculto de la silenciosa habitación de Nazaret vino la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen que oraba en la soledad y realizó la encarnación del Redentor. Reunida en tomo a la Virgen que oraba en silencio, esperó la Iglesia naciente la prometida nueva infusión del Espíritu, que la debía vivificar para una mayor claridad interior y para una acción exterior fructuosa. En la noche de la ceguera, que Dios había impuesto a sus ojos, Saulo esperó en oración solitaria la respuesta del Señor a su pregunta: ¿Qué quieres que haga? Y Pedro se preparó en oración solitaria a la misión entre los paganos. Y así, continúa siendo a través de todos los siglos. Los acontecimientos visibles de la historia de la Iglesia que renuevan la faz de la tierra se preparan en el diálogo silencioso de las almas consagradas a Dios. La Virgen, que guardaba en su corazón cada palabra de Dios, es el modelo de aquellas personas atentas en las que revive continuamente la oración sacerdotal de Jesús. Y el Señor eligió con preferencia a mujeres que como ella se olvidaron completamente de sí mismas para sumergirse en la vida y en la pasión de Cristo, para que fueran sus instrumentos en la realización de grandes obras en la Iglesia: una santa Brígida, una Catalina de Siena; y cuando santa Teresa, la gran reformadora de su Orden en el tiempo de la apostasía quiso ayudar a la Iglesia, vio el medio en la renovación de la verdadera vida interior. La noticia de que la herejía iba en aumento acongojó mucho a Teresa, «y corno si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba que remediase tanto mal. Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que veía perder; y como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor, que toda mi ansia era, y aun es que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fueran buenos; y así determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada yo en la gran bondad de Dios… para que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío… que parece le querían tornar ahora a la cruz estos traidores… ¡Oh hermanas mías en Cristo!, ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí, este es vuestro llamamiento…»

Le parecía necesario actuar «como cuando los enemigos en tiempo de guerra han corrido toda la tierra, y viéndose el señor de ella apretado se recoge a una ciudad, que hace muy bien fortalecer, y desde allí acaece algunas veces dar en los contrarios y ser tales los que están en la ciudad, como es gente escogida, que pueden más ellos a solas que con muchos soldados, si eran cobardes, pudieron ; y muchas veces se gana de esta manera victoria… Mas ¿para qué he dicho esto?. Para que entendáis hermanas mías, que lo que hemos de pedir a Dios, es que en este castillo que hay ya de buenos cristianos no se nos vaya ya ninguna con los contrarios , y a los capitanes de este castillo o ciudad los haga muy aventajados en el camino del Señor, que son los predicadores y teólogos, y pues los mas están en las religiones, que vayan muy adelante en su perfección y llamamiento … Han de vivir entre los hombres, y tratar con los hombres … y hacerse algunas veces con ellos en lo exterior. ¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo, y tratar negocios del mundo… y ser en lo interior extraños al mundo… no ser hombres, sino ángeles? Porque a no ser esto así, ni merece nombre de capitanes ni permita el Señor salgan de sus celdas, que mas daño harán que provecho; porque no es ahora tiempo de ver imperfecciones en los que han de enseñar… Pues ¿con quién lo han de son con el mundo? No hayan miedo se lo perdone, ni que ninguna imperfección dejen de entender. Cosas buenas, muchas se les pasarán por alto Y aun por ventura no las tendrán por tales; mas mala o imperfecta, no hayan miedo. Ahora yo me espanto quién los muestra la perfección, no para guardarla …, sino para condenar… Así que no penséis es menester poco favor de Dios para esta gran batalla adonde se meten sino grandísimo… Así que os pido, por amor del Señor, pidáis a su Majestad nos oiga en esto; yo, aunque miserable, lo pido a su Majestad, pues es para gloria suya y bien de su Iglesia, que aquí van mis deseos… Y cuando vuestras oraciones y deseos y disciplina y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el para que aquí os juntó el Señor».

¿Qué le dio a esta monja, que desde decenas de años vivía para la oración en un claustro el deseo ardiente de realizar algo por la causa de la Iglesia, y la mirada aguda para ver la necesidad y las exigencias de su tiempo?. Precisamente el hecho de que vivía en la oración: que se dejaba atraer por el Señor y siempre más profundamente al interior de su «Castillo interior», hasta aquella morada escondida donde el le podía decir «que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas y él tendría cuidado de las suyas». Por esto, ella no podía sino “consumarse de celo por el Señor, Dios de los ejércitos». Palabras de nuestro santo padre Elías, que se tomaron como lema en el escudo de la Orden : Al que se entrega incondicionalmente al Señor, el Señor le elige como instrumento para instaurar su reino. Sólo él sabe cuanto ha contribuido la oración de santa Teresa y la de sus hijas para preservar a España de la división de la fe, cuanta fuerza desplegó en las ardientes luchas de religión de Francia, de los País es Bajos, del Imperio alemán.

La historiografía oficial calla acerca de estas fuerzas invisibles e incalculables. Pero la confianza del pueblo creyente y el juicio de la Iglesia, que comprueba y pondera con prudencia, las conocen; Y nuestro tiempo se ve cada vez más obligado, cuando todo lo demás falla, a esperar la última salvación de estos manantiales ocultos.


3. La vida interior, su forma externa y la acción

En la vida oculta y silenciosa se realiza la obra de la redención. En el diálogo silencioso del corazón con Dios se preparan las piedras vivas con las que va creciendo el Reino de Dios y se forjan los instrumento selectos que promueven su construcción. La corriente mística que discurre a través de todos los siglos, no es ningún brazo perdido que se haya separado de la vida de oración de la Iglesia, sino que es su vida mas íntima. Cuando rompe con las formas tradicionales, lo hace porque vive en ella el Espíritu que sopla donde quiere: el Espíritu que ha creado todas las formas tradicionales y que tiene que crear continuamente formas nuevas. Sin él no habría ni liturgia ni Iglesia. ¿No era el alma del salmista regio un arpa cuyas cuerdas sonaban al suave soplo del Espíritu Santo? Del corazón desbordado de la Virgen María, llena de gracia, fluyó el himno del «Magníficat». El cántico profético del «Benedictus» abrió los labios enmudecidos del anciano sacerdote cuando la palabra secreta del ángel se convirtió en realidad visible. Lo que subió del corazón lleno del Espíritu y encontró expresión en una palabra y una forma se va propagando de boca a boca. El «oficio divino» es el medio por el que va sonando de generación en generación. Así la corriente mística forma el canto de alabanza polifónico y siempre creciente a la Trinidad divina, al Creador, al Redentor y al Consumador. Por tanto, no se trata de contraponer la oración interior, libre de todas las formas tradicionales, como piedad «subjetiva», a la liturgia como oración «objetiva» de la Iglesia. Toda oración auténtica es oración de la Iglesia, y es la Iglesia misma la que ahí ora, porque es el Espíritu Santo el que vive en ella el que, en cada alma, «intercede por nosotros con gemidos inefables». Precisamente esto es la oración «auténtica», pues «nadie puede decir «Señor Jesús», sino en el Espíritu Santo». ¿Qué sería la oración de la Iglesia si no fuera la entrega de los grandes amadores a Dios, que es el Amor?

La ilimitada entrega de amor a Dios y la donación de Dios a nosotros, la unión completa y duradera, es la suprema elevación del corazón que nos es posible alcanzar, el supremo grado de oración. Los hombres que lo han alcanzado son verdaderamente el corazón de la Iglesia: en ellos vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidos con Cristo en Dios, no pueden sino irradiar en otros corazones el amor divino de que están llenos, y así colaborar en la perfección de todos hacia la unión con Dios, que fue y es el gran deseo de Jesús. Así comprendió Marie Antoinette de Geuser su vocación. Ella tuvo que cumplir en medio del mundo esta suprema misión del cristiano; y su camino es, sin duda, un ejemplo reconfortante para muchos que hoy se sienten impulsados a comprometerse por la Iglesia con una seriedad radical en su vida espiritual y a quienes no se les concede seguir esa vocación en el retiro de un claustro. El alma que en el más alto grado de la oración mística ha entrado en la «tranquila actividad de la vida divina», no piensa en nada más que en entregarse al apostolado al que Dios la ha llamado.

«Esta es la tranquilidad en el orden y a la vez la actividad liberada de toda atadura. El alma lucha en paz porque actúa totalmente en el sentido de la voluntad divina. Sabe que la voluntad de Dios se cumple perfectamente para su mayor gloria, pues, aunque frecuentemente la voluntad humana opone al mismo tiempo límites a la omnipotencia divina, después de todo ésta sale victoriosa y crea una obra magnífica de ese material que le queda. Esta victoria del poder divino sobre la libertad humana, a la que él a pesar de todo deja actuar, es uno de los más admirables y adorables aspectos del plan divino sobre el mundo…».

Cuando Marie Antoinette de Geuser escribía esta carta estaba muy cerca del umbral de la eternidad; sólo un delgado velo la separaba de aquella última plenitud que llamamos vida eterna. En los espíritus bienaventurados que han entrado en la unidad de la vida intradivina todo es uno: reposo y actividad, contemplar y actuar, callar y hablar, escuchar y comunicarse, entrega amorosa que recibe y amor que prorrumpe en cánticos de gratitud. Mientras estamos en camino, -y cuanto más lejos del fin más intensamente-, estamos sujetos a la ley de la temporalidad, y necesitados de que la vida divina con su plenitud se haga realidad en nosotros sucesivamente y en la complementariedad recíproca de los muchos miembros. Tenemos necesidad de las horas en las que escuchamos en silencio y dejamos que la palabra divina actúe en nosotros hasta que nos impulse a ser fructíferos en la alabanza y la acción. Tenemos necesidad de las formas tradicionales y de participar en el culto público y establecido, para que se estimule la vida interior y permanezca en el camino derecho y encuentre su expresión adecuada. La solemne alabanza divina tiene que tener sus lugares en la tierra, donde se desarrolla hasta la mayor perfección de que son capaces los hombres. Desde ahí puede elevarse al cielo por toda la Iglesia, e influir en sus miembros despertando la vida interior y enfervorizándolos para la participación exterior. Sin embargo, tiene que ser vivificada desde dentro, concediendo también en esos lugares un espacio a la profundización silenciosa. De lo contrario, degeneraría en un culto de los labios yerto y sin vida. La defensa contra este peligro la constituyen los lugares dedicados a la vida interior, donde las almas en la soledad y el silencio viven ante el rostro de Dios, para ser, en el corazón de la Iglesia, el amor que todo lo vivifica.

Cristo es el camino hacia la vida interior y el camino hacia el coro de los espíritus bienaventurados que cantan el eterno «‘Sanctus». Su sangre es la cortina a través de la cual entramos en el santuario de la vida divina. En el sacramento del bautismo y en el de la penitencia nos limpia de los pecados, nos abre los ojos a la luz eterna, los oídos a la palabra divina y los labios a la alabanza, a la oración de expiación, de petición, de agradecimiento, que son, todas, formas diferentes de la adoración, esto es, del homenaje del ser creado al Todopoderoso y Todobueno. En el sacramento de la confirmación marca y fortalece al soldado de Cristo para su confesión valiente. Pero es sobre todo en el sacramento en que Cristo mismo está presente donde nos convierte en miembros de su cuerpo. Cuando participamos en el Santo Sacrificio y en la comunión, alimentados con la carne y la sangre de Cristo, nos convertimos en su carne y sangre. Sólo en la medida en que somos miembros de su cuerpo puede el Espíritu de Jesús vivificamos y reinar en nosotros: «…el Espíritu es el que vivifica; pues es el Espíritu el que hace vivos a los miembros; pero sólo vivifica a los miembros que encuentra en el cuerpo al que da vida… Nada debe temer tanto el cristiano, por consiguiente, como la separación del cuerpo de Cristo. Porque cuando se separa del cuerpo de Cristo, ya no es su miembro, y si no es su miembro ya no lo vivifica el Espíritu…”. Nos convertimos en miembros del cuerpo de Cristo «no sólo por el amor…, sino realmente por la incorporación a su carne: esto se realiza mediante la comida que nos regaló para mostrar su amor a nosotros. Para esto vino a nosotros y conformó su cuerpo al nuestro, para que seamos uno, como el cuerpo se une con la cabeza…». Como miembros de su cuerpo, animados por su Espíritu nos ofrecemos «por Él, con Él y en Él» como sacrificio, y nos unimos al eterno canto de acción de gracias. Por esto, después de recibir la santa comunión, la Iglesia nos hace decir: «Alimentados con tan grandes dones, te pedimos, Señor, nos concedas que los dones que hemos recibido nos sirvan de salvación y nos mantengan continuamente en tu alabanza».