La escatología
sanjuanista es deudora, ante todo, de los hechos más elementales implicados por
ella (muerte, juicio, purgatorio y cielo). Pero no todos estos pasos alcanzan
el mismo relieve dentro de sus preocupaciones sistemáticas y del ambiente
teológico que las envuelven. Originalmente se funda en las fuentes bíblicas; en
segundo lugar, en el entramado teológico de su sistema espiritual y, por fin,
en los acentos que pone en su marco del itinerario místico sobre determinados
tránsitos o pasos a la vida eterna.
Dejando a un lado
el carácter algo “escapista” del Santo ante la historia terrena (aunque sin
negar su equilibrio entre talante contemplativo y activo), tratamos aquí dos
eslabones concretos: muerte (física y de amor) y cielo (bienaventuranza, gloria, fruición y jubilación).
El “juicio” escatológico apenas se alude en sus escritos como aviso para “los
que viven lejos” (S 2,7,12; cf 22,15) o como misterio escondido de Dios (CB
37,7). El mismo «purgatorio” no recibe más relieve que su comparación con
la «purificación” necesaria y
singularizada antes de pasar a la “perfecta unión” con Dios (N 2,7,7; 20,5; LlB
1,21.24).
I. La muerte
Es el primer
novísimo considerado profusamente por J. de la Cruz. Lo presenta como
acontecimiento final de la vida terrena, como muerte espiritual en conformidad
con la de Cristo y como acontecimiento místico cuando es “por amor” como la del
Señor.
1. MUERTE NATURAL. Es la muerte física, en
todos “semejante a las demás” (LlB 1,30). El hombre se muere de muerte porque
no mereció ningún don “preternatural”. Siempre es un enigma ante el que
fracasan la imaginación y discurso humanos (Vat. II,
GS, 18). Poco importan su etiología o diagnóstico forenses (“por enfermedad o
longura de días”: LlB 1,30). Al Santo tampoco le interesa mucho esa
“espiritualidad del buen morir”, tan en boga entre muchos autores de su época.
Sólo en uno de sus “dichos” nos da un aldabonazo para emplear el tiempo “como
lo querrías haber hecho cuando te estés muriendo” (Av. 79).
Esto supone que la
muerte no es “amada ni amiga” sino el mayor contratiempo de la existencia
terrena. En tal acepción negativa se toma como “privación de la vida” (LlB
2,32) y signo de una rebeldía o vacío para el “pecador”, que “siempre teme
morir, porque barrunta que la muerte todos los bienes le ha de quitar, y todos
los males le ha de dar” (CB 11,10). Se trasciende ya el significado “racional”
de la muerte física con su valoración desde lo teológico. En tal sentido la
“muerte” sucede cuando el alma no tiene ningún grado de amor (ib. 11) o
“carece” de Dios (CB 2,7). Se rehúye instintivamente la muerte, pues “querer
morir es imperfección natural” (CB 11,8) y a nadie atrae la “fealdad” de un
cadáver (S 1,9,3). Así se lamenta el Santo de que se prefieran el suicidio u
otros bienes (como el dinero, fama, etc.) antes que la libertad de espíritu
ante el evento final (S 3,19,10; 22,3, etc.). Esto será ya otra opción muy
distinta y positiva.
2. MUERTE ESPIRITUAL. Tiene un sentido
metafórico, y no equivale a “pecado” sino a “mortificación espiritual” (“y toda
deuda paga, / matando, muerte en vida la has trocado”: LlB 2,23-35). Para no
ser cobardes ante este evento natural, es necesario captar bien esta simbólica
de la muerte: su relación con la de Cristo y su sentido
derivado de “incorporación a su muerte”. Sin tal referencia positiva se puede
dar también en el cristiano una especie de miedo espiritual, que el Santo
compara varias veces a la “huida” instintiva ante la muerte (S 2,7,5; N 1,2,3).
Si, en cambio, se
pretende seguir los pasos de Cristo, hay que hacerlo hasta su “anonadamiento en
la muerte de cruz”, pues “cierto está que él murió a lo sensitivo,
espiritualmente en vida y naturalmente en su muerte” (S 2,7,10), “aniquilado en
el alma sin consuelo y alivio alguno” (ib. 11). Así ha de ser la suerte del
discípulo fiel: “como una aniquilación temporal y natural y espiritual en todo”
(S 2,7,6).
En la negación
sensible y en la noche del espíritu, justo a través de la mortificación activa
y pasiva, va surgiendo la “vida espiritual” como contrapunto al vacío
dispositivo y purificación de todo apetito voluntario desordenado (S 1,12,3; N
2, 6,1.2; 7,3). Pero aquí la muerte y el silencio del sepulcro del “hombre
viejo” (LlB 2,33.34) no son fines en sí mismos sino el paso obligado del
misterio pascual: “para la resurección que espera” (N 2,6,1; Ct 7).
3. MUERTE DE AMOR. Lo que da sentido y
fecunda a la muerte de Cristo y a la espiritual del hombre es el “amor”. No se
niega el realismo del “vivir en pobreza y morir en miseria” de Él (S 2,19,7;
cf. S 2,7; 22, etc.), ni los “trances de muerte” como en la “noche oscura” del
alma (N 2,5,6, etc.). Pero sólo el amor es la suprema referencia formal en este
punto: “el pecho del amor muy lastimado” del Amado “pastorcico” (Po 6). Tampoco
a los demás “conviene que no nos falte cruz, como a nuestro Amado, hasta la
muerte de amor” (Ct 11).
El deseo de “morir
de amor” está a la base de su poética primitiva, en que plastifica sus penas y
ansias de amor. Coplas como las que glosan el certamen del “Vivo sin vivir en
mí” (Po 8) o las primeras estrofas del Cántico compuestas en Toledo no dejan dudas sobre el estado
anímico de su autor: “Que adolezco, peno y muero” // “y déjame muriendo un no
sé qué que quedan balbuciendo” // “Mas ¿cómo perseveras, ¡oh vida! no viviendo
donde vives, y haciendo por que mueras las flechas que recibes” // “¿Por qué,
pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste?” // “Descubre tu presencia, y
máteme tu vista y hermosura” // “Apártalos, Amado, que voy de vuelo”, etc.
Pero en achaques
de amor hay sus más y sus menos. Hay amores “impacientes” que suspiran por la
vista del Amado y que no están todavía a punto de realizar sus ansias. “Muerte
de amor”, propiamente hablando, no hay más que una. Así hay que acoplar las
“declaraciones” de las primeras estrofas del Cántico (1-11) según los “diez grados de amor” que él
conocía (N 2,1920). Se pueden desear “mil muertes” por Dios (Po 8; C 1,19; 2,6;
8,2) y no acontecer ninguna; se puede pedir que “pues eres tú la causa de la
llaga en dolencia de amor, sé tu la causa de la salud en muerte de amor” (CB
9,3), etc.
Es comprensible
para un alma que no tiene ojos sino para buscar a su Amado, pedir
“condicionadamente” la muerte (CB 10,8). Pero todo puede ser un espejismo del
amor en camino (“ciertos visos entreoscuros de su divina hermosura”: CB 11,4).
Justamente en este comentario al “descubre tu presencia y máteme tu vista y
hermosura”, se detiene el Santo en explicarnos por qué ahora “en la ley de
gracia” se considera más sano “querer vivir poco y morir por verle” a Dios,
cantando las “dulzuras de la muerte” física, “amiga y esposa”, “remate de todas
sus pesadumbres y penas y principio de todo su bien” (C 11,9-10). La razón es
siempre la misma: “el alma no teme morir cuando ama” (ib.).
Sin embargo, a
estas “ansias de amor”, que tanto la purifican en su impaciencia, les falta
todavía llegar a los dos últimos grados perfectos de la escala de amor, que
consisten en “arder con suavidad … del Espíritu Santo” y “asimilarse
totalmente a Dios” (N 2,20,4-5). En el gozne de ambos grados ocurre la muerte
amor: “habiendo llegado en esta vida al nono grado [de los “perfectos”], sale
de la carne” (ib.).
Es lo que comenta
en la declaración de las cinco últimas estrofas de Cántico y, sobre todo, en la primera de Llama. En las primeras J.
de la Cruz tiene que reorientar la tensión espiritual de su primera redacción
en “pretensiones” escatológicas del alma. Ahora el “entremos más adentro en la
espesura” para gozarse con el Amado, implica el “gozarle perfectamente en la
vida eterna…, este beatífico pasto en manifiesta visión de Dios” (CB 36,2),
“verle cara a cara” en su hermosura (ib.5), subir al “monte” de la “visión
clara de Dios” (ib.7) y entrar “hasta los aprietos de la muerte, por ver a
Dios” (ib. 12).
Se dice claramente
que desea el alma “ser desatada y verse con Cristo” (CB 37,1: Fil 1,23), “más
adentro del matrimonio espiritual que ahora posee, que será en la gloria,
viendo a Dios cara a cara” (ib. 2) y gozando las “cavernas” de los misterios y “el
mosto” de los atributos divinos aquí todavía escondidos (ib. 3-7). Es la
“felicidad eterna”, “la gloria esencial” en que pueda amar a Dios con el mismo
Amor que es amada (CB 38 1-4) y “poseer sin fin… aquello para que Dios la predestinó sin principio” (ib. 6).
Allí, en la
Jerusalén celeste, comerá el alma del “árbol de la vida que está en el
paraíso”, recibirá “la corona de la vida” y “un nombre nuevo”, “potestad sobre
las gentes”, la “estrella matutina”; “será vestida con vestiduras blancas”,
“columna en el templo de mi Dios” y se sentará “conmigo en mi trono” (Ap 1-2:
CB 38,7-8). Todo esto no lo dice sólo Juan en su Apocalipsis: lo dice el mismo
Cristo, su Esposo, “son palabras del Hijo de Dios para entender aquello” (ib.)
Todo ese “peso de gloria” a que fue predestinada en el día de la eternidad,
recibirá el alma “cuando, desatándome de la carne…bebamos el mosto de las
suaves granadas” (ib.9). Nada extraño, pues, que el alma “arrimada en su Esposo
para subir el desierto de la muerte” pretenda llegar “a los asientos y sillas
gloriosas del Esposo” en el “glorioso matrimonio de la [Iglesia] triunfante”
(CB 40,1.7).
Es lo mismo que,
con acentos y pluma líricamente inefables, J. de la Cruz nos declara en el
comentario místico a los dos últimos versos de la 1ª estrofa de Llama: “Acaba ya, si
quieres: / ¡rompe la tela de este dulce encuentro!” (LlB 1, 27-36).
Acaba ya: Petición bien definida. De conclusión inmediata, con la fuerza imperativa
del “sácame” o “máteme”. Se sabe lo que se pide y cómo pedirlo: “encarecimiento
afectuoso”, “rogar persuadiendo”, “gemido, aunque suave y regalado”, “sin
pena”, con “deseo deleitable”, etc. (LlB 1,2.6.27.28). Sosiego del peregrino al
arribo.
Si quieres: Y sí que lo quiere el Espíritu del Esposo que le
“provoca” y “convida” a pedirlo (LlB 1,28). No es el
“condicional” exagerado de otras veces (CB 11,8). Aquí el alma ya “en el vivir
y en el morir está conforme y ajustada con la voluntad de Dios” (CB 20,11). Su
querer es forma de oración perfecta: “lo que tú quieres pida, pido” (LlB 1,36);
de fiat y de amén: “para que así sea” (LlB 1,28).
Rompe la tela: Muerte de amor propiamente dicha (LlB 1,29ss). Es ruptura con pero para el
“encuentro” sucesivo. Lo causa un ímpetu de amor más subido y poderoso con su
efecto “rápido” (LlB 1,30). Hay nexo indeleble de realidades máximas: vida
eterna de amor con Dios. La tela de unión entre alma y cuerpo es ya tan tenue,
sutil, delgada y flaca que no puede trabar ambos estadios (LlB 1,29.32). Se
adivina la acción continua de Dios para enlazar en presente con lo eterno. Una
acción que es, al mismo tiempo, de la llama del Espíritu y del ascua
incandescente, pues el amor es ya “uno” entre ambos (LlB 1,16).
De este dulce encuentro: Transfinalización de toda petición y acción en la
fiesta nupcial definitiva o “fiesta del Espíritu Santo” y “glorificación
jocunda y festiva del alma” (LlB 1,8-9). Encuentro efusivo entre amados para
siempre, como río ancho y tranquilo que desemboca en el “mar del amor” (LlB
1,30). Y también cántico final, “siempre nuevo”, en el destino jubiloso en que
“todo se vuelve en amar y alabanzas” (ib.31). Victoria del amor sobre la
muerte, pues “en viniendo la Vida, no queda rastro de muerte” (ib. 36). Esta
“fortaleza de la otra vida” hace que Dios sea para ella su “todo”, que es “la plenitud y hartura que desea mi alma
sin término ni fin” (LlB 1,36).
II. Cielo de
verdad
El discurso
sanjuanista sobre el cielo (gloria, vida eterna, bienaventuranza, etc.) refleja
en sus escritos, ante todo, una tensión vivencial o existencial. Conecta así con su doctrina sobre la
“muerte de amor” (cf. supra), y con su tendencia personal hacia el encuentro
escatológico con Cristo.
En segundo lugar,
el estado glorioso es un punto de referencia constante para valorar las gracias místicas del alma que
“visea” su meta desde las ansias primeras de hallar al Amado hasta la realidad
de su matrimonio espiritual con él. En tal sentido, hay un hiato bien claro
entre lo alcanzado en esta vida y lo que se pide y espera como consumación
definitiva de la misma: “Porque, aunque el alma llegue en esta vida mortal a
tan alto grado de perfección como aquí va hablando (=matrimonio de amor
“cualificado”), no llega ni puede llegar a estado perfecto de gloria” (LlB
1,14). Esta postura doctrinal es definitiva.
Entre la tensión y
la comparacióndistinción hay que ubicar su doctrina referida al estado
escatológico celeste. La hallamos en todos sus escritos: Romances, Subida, Noche, Cántico y Llama. Las fuentes de inspiración y explicación de “aquello” no
son otras que las consabidas: experiencia propia o constatada (“hombre
celestial y divino” según santa Teresa), recurso a la Escritura (Apocalipsis y
Pablo, especialmente) y la asimilación profunda del opúsculo pseudotomista De beatitudine, del que toma argumentos para ponderar lo que el alma desea en su
matrimonio terreno (CA) o para el matrimonio “celeste” (CB y Llama). Entre unas
fuentes y otras se enriquece la expresión literaria sanjuanista, hasta el punto
de que su discurso sobre el “cielo” abunda en sinonimias y concordancias
múltiples, tanto objetivas como subjetivas, hasta usar él mismo el “etc”. Nada
fácil resumirlo todo en pocas líneas ni por orden lógico, sobre todo intentando
lo imposible que es separar experiencia y doctrina.
1. CIELO COMO “TENSIÓN HACIA
EL FIN”. El “estado de gloria” (C 13,2) es la “posesión” efectiva de aquello para
que Dios “predestinó” a la criatura inteligente, ángeles y hombres que forman
el “cuerpo” de la “Cabeza gloriosa” del Unigénito del Padre, Amado y Esposo
encarnado, muerto y resucitado.
Así lo contempla
J. de la Cruz desde sus Romances primeros: “Una esposa que te ame, mi Hijo, darte quería,
que por tu valor merezca tener nuestra compañía” (Romance 3º). Compañía eterna
en la que “conozca”, posea la “claridad” (=gloria), el “eterno deleite” y
“bondad sublimada” de la “vida” trinitaria (ib.). El hombre comparte con los
ángeles el mismo destino (“que todos son un cuerpo”: Romance 4º), aunque en los
primeros la “posesión” de Dios es en alegría inicial (cf. CB 7,6), mientras que
en el hombre es todavía sujeto de “esperanza de fe” que se les “infunde” en él
mientras de “este siglo que corría” (Romance 4º). La “eterna melodía” es un
destino a ensayar en el cántico temporal del amor gracioso y agradecido. No le
faltará “gozar de los misterios (=sacramentos) que entonces ordenaría” (Romance
5º) ni de la “noticia al mundo” (=evangelio) de su encarnación, redención y
“vuelta” de la esposa al Padre (Romances 7º-8º). Misterio de “pasmo” no sólo
para María sino para cuantos contemplaban “el llanto del hombre en Dios/ y en
el hombre la alegría” (Romance 9º).
La historia de
esta redención progresiva en la fe, amor y esperanza, es la descrita en Subida-Noche. Aquí la purificación forma parte del “rescate” que Cristo realiza en su
esposa como “dichosa ventura” en la «noche oscura”. Se “posee” a Dios por
“gracia” como en la otra vida se unirá el alma con él “por gloria” (S 1,12,3; S
2,4,4). La “asimilación total con la divina esencia” será el “último grado de
clara visión”, pero ésta sólo se realiza en la otra vida (N 2,20,5.6).
Esta diferencia
entre una y otra forma de unión con Dios afecta sobre todo al camino espiritual
que, especialmente en Cántico, se nos presenta como una progresiva comunión de amor
entre el alma y Cristo. “Sale” el alma (“sacándola Dios”: S 1,4,1; “sacaste mi
alma”: CB 1,20) “gimiendo” tras su Amado “escondido”. No se ahorran
ponderaciones a los deseos clamorosos del encuentro. “Deseando unirse con él
por clara y esencial visión, propone sus ansias de amor” (CB 1,2). Este
“intento” máximo incluye desde el inicio del camino el “poseer o ver clara y
esencialmente a Dios…; la clara presencia y visión de su esencia en que desea
estar certificada y satisfecha en la otra [vida]” (CB 1,4). Es decir, toda la
vida espiritual presente está animada por la esperanza de las promesas
escatológicas.
Entre tanto llega
la carrera a su último tramo de las cinco postreras canciones que “tratan del
estado beatífico, que ya sólo en aquel estado perfecto (matrimonio) pretende”
(CB arg.), el alma propondrá muchas veces a su Amado “la dolencia y ansia de su
corazón… sin poder tener remedio con menos que con esta gloriosa vista de su
divina esencia” (CB 11,2); que la acabe “de matar para verse y juntarse con él
en vida de amor perfecto” (CB 1,18), “porque echa de ver que carece de la
cierta y perfecta posesión de Dios” (CB 2,6) y que la dejan muriendo “un no sé
qué que quedan balbuciendo” los mensajeros “al modo de los que le ven en el
cielo” (CB 7,9); que la fastidia se lo impida “una vida tan frágil en cuerpo
mortal” (CB 8,3) y que, pues la hirió, “la acabe ya de matar con la fuerza del
amor” (CB 9,1) y “véate yo cara a cara con los ojos de mi alma” (CB 10,7); que,
“desatándola de la carne… persevera penando por su amor, sin poder tener
remedio con menos que esta gloriosa vista de su divina esencia (CB 11,2).
Así mientras se le
comunican “ciertos visos entreoscuros de su divina hermosura” (CB 11,4). ¿Qué
no codiciará el alma cuando, tras su “desposorio” (CB 13-21) y “matrimonio”
místico (C 22-40), tenga y no sólo una fe “lustrada” (CB 12,1) sino
“ilustradísima” que es el equivalente de “la lumbre de la gloria”? (cf. LlB
3,80). Pensará que “va de vuelo” si el Esposo no la invitase a esperar con más
paciencia “ese estado de gloria que tú ahora pretendes” (CB 13,2).
Lo pregustado en
esta vida no son más que “muy desviadas asomadas” (CB 13,11) o un “vislumbre”
muy distinto de lo que es ver “a Dios esencial y claramente” (CB 14-15,5); un
“silbo de los aires amorosos” o un “rayo de tiniebla” muy distinto del “ver a
Dios”, “en que consiste la fruición” eterna (CB 1415,14.16). Ni el matiz
inefable de las gracias místicas recibidas ni su carácter “abisal” suprimen
aquí ciertas “ausencias” del Amado (CB 14-15,30), cualquiera que sea el intento
del Santo por ilustrarlas con las “visiones divinas” de Elías y Moisés (S 2,
8,4; 24,2-3; CB 11,4; 14-15,14; 37,4, etc.) o el rapto paulino al “tercer cielo”
(S 2,4,4; 24,3; CB 13,6; 14,18; 19,5, etc.).
De hecho, por
propia reflexión o inducido por su lectura del opúsculo De beatitudine, J. de la Cruz transmuta por elevación las ansias del alma en su
matrimonio espiritual. Así tenemos las dos visiones de sendas redacciones del Cántico en las estrofas
finales (CB 3640). Aquí se pide “para la vida eterna” lo que sigue siendo
todavía irrealizable: recibir-dar el sabor del amor mutuo en igualdad
interpersonal por el Espíritu, escudriñar las cosas y secretos del mismo Amado,
etc. (CB 36,3). Pero se precisará el “cara a cara” de la plena visión
beatífica, es decir, “ver el ser de Dios” (CB 38,1.5). La perspectiva de la
“gloria esencial” nos lleva a un “amor glorioso…, que totalmente es inefable”
(CB 38,4). Y así “aquello” se queda, pese a los esfuerzos por simbolizarlo con
el Apocalipsis, más como un suspiro de esperanza-amor que como realidad
adquirida.
Tampoco en la Llama, si bien se mira,
los comentarios a los versos “acaba ya, si quieres, / rompe la tela de este
dulce encuentro” no hacen más que explicitar el grito final del alma “al canto
de salir a poseer acaba y perfectamente su reino” (LlB 1,30). Sabe, y por eso
lo “pide” instigada por los ímpetus del Espírtu Santo, que todo lo aquí gozado
(=poseído) “no llega ni puede llegar a estado perfecto de gloria” (LlB 1,14).
2. ELEMENTOS OBJETIVOS DEL
“PERFECTO ESCATOLÓGICO”. No hace falta repetir que se inscriben dentro de la
“tensión hacia el fin”, cielo o gloria bienaventurada. Referimos ahora
brevemente dos aspectos complementarios en la escatología sanjuanista: recuento
de eventos objetivos y el rico vocabulario subjetivo que los
arropa.
En primer lugar,
para llegar a poseer a Dios gloriosamente hay que pasar antes por el “desierto
de la muerte” (CB 40,1), es decir, por la “disolución de la casa terrestre”. Esta expresión paulina (Fil 1,23: CB 11,8-9; 37,1; LlB
1,31; etc.) o su equivalente “desatarse de la carne” (2 Cor 5,1) no es un fin en sí mismo sino un paso
necesario para “ser sobrevestida de gloria” (2 Cor 5,4: CB 11,9), o sea,
“cuando desatándome de la carne y entrándome en las subidas cavernas de tu
tálamo, transformándome en ti gloriosamente, bebamos el mosto de las suaves granadas”
(CB 38,9; cf. 1,2; 7,4; 11,2.8-9; 30,9; LlB 1,2.31.35.36; 2 32, etc.). Real y
experimentalmente el “cupio dissolvi” es para “verse con Cristo… por verle
allá cara a cara” (Fil 1,23; 1 Cor 13,12: CB 37,1).
El sintagma “cara a cara” de la primera a Corintios, que el Santo repite estereotipadamente (S 2,9,4;
CB 1,11; 10,7; CB 36,5; 37,1.2, etc.), equivale al futuro escatológico tras los
velos de la fe, incluso ilustradísima, a la “visión facial”, “la gloria
esencial”, el “beatífico pasto” (CB 36,2) o “el día de su triunfo” eterno (ib.
5). Es la plena posesión del Reino prometida a los “pobres” (Mt 5,3: S 2,19,8):
“de manera que transformada ella en estas virtudes del Rey del cielo, se vea
hecha reina” (LlB, 4,13).
Todo ello será
posible merced a la “lumbre de gloria” que reasumirá el conocimiento oscuro e imperfecto de la
fe (1 Cor 13,10) “cuando viniere lo que es perfecto” (1 Cor 13,10: S
2,9,3; CB 1,10; 12,6). Aquí el término “perfecto” hay que entenderlo en sentido
estrictamente escatológico (CB 1,10-11), no como cuando se habla de los espiritualmente
perfectos en contraposición a principiantes y aprovechados. Y, a su vez, notar
cómo la expresión teológica “lumen gloriae” que hace posible la “clara visión
de Dios” (S 2, 24,4) no es para el Santo otro medio que “el Hijo de Dios” (CB
10,8: Ap 21,23).
En el cielo “conocerá el alma … como es conocida de Dios” (1 Cor 13,12b: CB 38,3). Una fórmula paulina que
implica toda la iniciativa y efectividad de Dios en el orden de nuestra
salvación (Gál 4,9; 1 Cor 8,3). El hombre es y será lo que Dios conoce y hace
en él, pues “el considerar Dios, es, como habemos dicho, estimar lo que
considera” (CB 31,5). Tal conocimiento, aunque “esencial” e “inmediato” para
los bienaventurados, será en “unos más, [en] otros menos” (S 2,5,10): “al modo
de los que le ven en el cielo, donde los que más le conocen entienden más
distintamente lo infinito que les queda por conocer” (CB 7,9). Por estas
palabras podemos rastrear también algo de lo involucrado en la fórmula similar
sanjuanista “así amará a Dios tanto como
es amada” (CB 37,2). Hay una dependencia clara de su lectura
del opúsculo De beatitudine y una simetría del binomio “conocer por-en el Verbo” y
“amar poren el Espíritu Santo” (cf. LlB 3,81-85).
El hombre entero
será beatificado con el “peso de gloria” que Dios le tiene reservado (2 Cor 5,1: LlB 1,28-29;
2,32). Incluso en el cuerpo glorificado redundarán las dotes de “agilidad y
claridad” (S 3,26,8). Todo lo que psicológicamente es apetencia de felicidad
hallará en el cielo su colmo de “beatífico pasto” (CB 36,2). No sólo habrá conocimiento,
amor y comunión perfectos en-con Dios, sino “glorificación” de Dios “con su manifiesta
gloria” (CB 11,4; LlB 1,1.15; 4,16, etc.). Y gozo activo y pasivo, fruición y
dulzuras, alegría y júbilo, delectación y recreación, refrigerio y fiesta,
satisfacción y contento y alabanzas infinitas… “Y no es de maravillar que el
alma con tanta frecuencia ande en estos gozos, júbilos, y fruición y alabanzas
de Dios” (LlB 2,36), pues “conoce que tiene tanta capacidad y senos, cuantas
cosas distintas recibe de inteligencias, de sabores, de gozos, de deleites,
etc. de Dios” (LlB 3,69). Todos los “extraños primores” se dan cita a una en
todos y cada uno de los que poseen a Dios, que “es en sí todas esas hermosuras
y gracias eminentísimamente, en infinito sobre todas las criaturas” (S 3,21,2).
BIBL. — JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “San Juan de la
Cruz, evangelista de lo eterno: apuntes de escatología sanjuanista”, en RevEsp 33 (1974) 233275; JOSÉ
DAMIÁN GAITÁN, “San Juan de la Cruz: un místico ante la muerte. Anotaciones
sobre un tema en el Cántico espiritual” en RevEsp 40 (1981) 105118; Id. “Vida y muerte en la ‘Noche
oscura’ de san Juan de la Cruz”, en el vol. San Juan de la Cruz, espíritu
de llama, Roma 1991, p. 745-760;
FRANS MAAS, “Eschatologie bei Johannes vom Kreuz”, ib. p. 761-780; MIGUEL ANGEL
DÍEZ, “Morir de amor”: aproximación sanjuanista al novísimo de Santa Teresa”, en MteCarm 88 (1980) 594-518; Id.,
“Consumación escatológica de la victoria cristiana”, en Pablo en Juan de la Cruz, Burgos 1990, 363-439; Id., “Cómo será el cielo”, en Lecturas medievales de San Juan de la Cruz, Burgos 1999, 263-319.
Miguel Ángel Díez