Ángeles


1. Acepciones varias. – En los escritos de T los “ángeles” son los espíritus celestes, totalmente incorpóreos, mencionados en la Biblia, en la liturgia de la Iglesia y especialmente presentes en la religiosidad popular. Teresa enumera expresamente a san Miguel Ángel (V 27, 1), al querubín que le traspasa el corazón (29, 13), o a los serafines y querubines, deslumbrantes en “gloria e inflamamiento” (39, 22). Menciona sola una vez al ángel de la guarda (ficha de sus devociones). – En el epistolario de los años 1576-1578, cuando recurre al uso de los criptónimos, bajo el vocablo “ángeles” designa a los inquisidores, quizás con un toque de ironía (el Libro de la Vida “lo tienen los ángeles”: cta 324,9); – No sin cierto humor se aplica a sí misma el criptónimo “Ángela” (“estando la negra Ángela hablando una vez con Josef…”: cta 117, 1; y passim en el carteo de ese perío­do). – “Ángel de luz” es el diablo, según el texto bíblico de 2 Cor 11,14, imagen que T repite en Vida (14,8) y Moradas (1,2,15; 5,1,1.5; “espíritu de luz” en M 6,3,16). – “Ángeles” y “Angelitos” son expresiones de ternura para las tres niñas aceptadas en los Carmelos o para niños de familias amigas (cta 31,4…).

2. En la vida espiritual de Teresa. – En su vida de creyente, ella comparte la devoción popular a los ángeles. En la lista de los santos de su particular devoción, que lleva en el breviario, después de “todos los santos de nuestra Orden”, figuran “los ángeles y el de mi guarda”. En los comienzos de su vida mística se encomendará especialmente a “san Miguel Ángel, con quien por esto tomé nuevamente devoción” (V 27, 1), es decir, para que la librase de los trampantojos del demonio tan recelados por los asesores de T. Más adelante, en sus éxtasis místicos, varias veces tendrá visiones de ángeles, que acompañan a la Virgen (33, 15), o escoltan “el trono de la divinidad” (39,22), o la circundan a ella misma (40, 12), etc. En su cuaderno íntimo anotó una de sus visiones en el coro de la Encarnación, donde ejerce de priora: “…vi en la silla prioral, adonde está puesta nuestra Señora, bajar con gran multitud de ángeles a la Madre de Dios, y ponerse allí…” (Relación 25, lo mismo que en la célebre mariofanía de Vida 33,15).

Pero su visión más célebre es la del ángel que le traspasa el corazón con un dardo de fuego. Es el único pasaje en que detalla: “Lo veía cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla”. – “No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido, que parecía de los ángeles muy subidos, que parecen todos se abrasan: deben ser los querubines…” – “Bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros, y de otros a otros, que no lo sabría decir”. – “Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego…” (29, 13).

En la apreciación teológica de la Santa, los ángeles son espíritus puros y sin mancilla, “abrasados en amor” (M 6,7,6; cf. C 22, 4). Nos defienden contra el maligno (V 34, 6). Incluso en la vida mística, a ellos confía el Señor alguno de sus mensajes (M 6,3,6). En uno de sus apuntes (A 5), T recuerda el pasaje del Apocalipsis (8,3) en que el ángel ofrece sobre el altar incienso y oraciones: “se dice en la Escritura que (el ángel) estaba incensando y ofreciendo las oraciones”.

T. Álvarez

Amor

En la vida y en los escritos de santa Teresa, el amor es tema que se desdobla en dos aspectos fundamentales: la afectividad amorosa (experiencia y pensamiento), y el amor teologal, que en ella adquiere quilates especiales dentro de la experiencia mística. Uno y otro muy vinculados entre sí. Aquí trataremos sólo del primero. Dejamos para otros apartados del Diccionario el aspecto primero así como amigos, amistad, a los que remitimos.

1. La experiencia del amor en el relato de “Vida”

El amor ocupa puesto importante en la psique de Teresa. Su afectividad, rica en facetas, es primordialmente amorosa. De ahí la relevancia que adquiere en el relato de Vida, teniendo en cuenta, sobre todo, el enfoque introspectivo que la autora ha dado a ese y a otros ensayos autobiográficos. Al escribir el libro, T tiene clara conciencia del papel determinante que el amor ha jugado en su historia humana y en su vida espiritual. Su drama íntimo consistió en cómo pasar del amor humano al amor divino. Basta seguir su relato para comprobarlo.

a) En el hogar. – Teresa comienza la narración por el ambiente y los episodios hogareños. Ella forma parte de una familia numerosa: tres hermanas, y ocho (o nueve) hermanos, más los padres, y el séquito de domésticos, que alternan vida entre la ciudad de Ávila y la aldea de Gotarrendura. En la familia, ella es “la más querida” de todos. Infancia sin lagunas afectivas. La docena de hermanos es oriunda de dos madres (en primeras y segundas nupcias de don Alonso). Muy querida ella, sin reticencias, por su medio-hermana mayor, María. Cuando T quede huérfana de madre a los 13/14 años, esta su hermana seguirá desempeñando funciones de madre. Don Alonso no alejará del hogar a T para internarla en un pensionado, sino cuando falte de casa María, casada y residente en una aldea. Aún después del matrimonio de ésta, T recuerda y subraya el amor con que ella y su marido la acogen en Castellanos de la Cañada: “era extremo el amor que me tenía… y su marido también me amaba mucho” (3,3). Amor fraterno con predilecciones normales: primero para Rodrigo, que es el hermano que la precede en edad (“era el que yo más quería”: 1,4), y luego para Lorenzo, que es el que la sigue. La afectividad familiar de T sufre el impacto de la orfandad, al perder a su madre: “comencé a entender lo que había perdido…” (1,7).

Sólo que entre tanto –entre adolescencia y juventud–, T ha caído en la red de los amoríos juveniles a primos y a otros que le hacen la corte. Es entonces cuando ella conoce el amor pasional y algo turbio de una o varias parientas de su edad (V 2,3-4). Amores juveniles con clara orientación hacia un posible matrimonio: “era el trato con quien por vía de casamiento me parecía podía acabar en bien” (2,9).

En el plano imaginativo y emocional, ese panorama afectivo había sido precedido y alimentado por la lectura de las fantasiosas novelas de caballerías, que no eran cortas en idilios de amor, sin excluir escenas escabrosas. También esas lecturas se sumarán al substrato afectivo de infancia y adolescencia, tan importante para integrar el tejido psicológico de los años de madurez.

b) En la Encarnación. – Para dar el paso hacia la vida religiosa, T no tuvo problema en desligarse del afecto de los supuestos jóvenes pretendientes. Ese sector afectivo parece netamente definido y rebasado a sus veinte años. En cambio, tiene que imponerse un esfuerzo heroico en la dependencia del afecto paterno: “era tanto lo que me quería (mi padre), que en ninguna manera pude acabar con él” la licencia para ingresar (3,7). Tiene que fugarse de casa (4,1). Pero es tal su “sentimiento”, que “no creo será más cuando me muera” (4,1). Si éste no es el primer caso de conflicto entre amor y voluntad, sí es la primera vez en que ésta se impone reciamente al corazón. En adelante, afectividad y volitividad (“determinación”, dirá ella) alternarán en el drama humano de Teresa.

En el monasterio sobrevendrá una jornada crucial a lo largo de casi veinte años. En la Encarnación T tiene una “gran amiga”, Juana Juárez (3,2). Y probablemente otras más. Ninguna de ellas enturbia su proceso de maduración afectiva. Tampoco le es óbice el creciente amor de su padre. En cambio, entre los 29 y los 39 de edad, T tiene que batirse por definir su relación afectiva con seglares que se prendan de ella. Son probablemente antiguos amigos de juventud, que ahora reanudan y distorsionan la afectividad de la joven religiosa. Con alternativas de superación y retroceso. Y con más de un episodio simbólico de gran carga emotiva, referido por ella con tintes coloristas: la visión del rostro de Cristo, y el episodio del sapo (7, 6.8). Ni siquiera el hecho de su “conversión” logra aclarar del todo esa situación de afectividad dispersiva y mal definida. Ella misma sigue percibiéndola como una rémora en su maduración personal, o más bien como un diversivo que le impide centrar y unificar su afectividad a nivel religioso, en dirección cristológica, único rumbo posible en coherencia con su condición de consagrada.

c) La liberación del corazón. – En su autobiografía, T misma señala el momento cimero que fija la división de vertientes en la dinámica de su amor. Lo refiere con todo detalle en el capítulo 24. “Fue la primera vez que el Señor me hizo esta merced de arrobamientos” (24,5). Es decir, fue su primer éxtasis el que le permitió recuperar “en un punto (=en un instante) la libertad” de amar, “libertad que yo, con todas cuantas diligencias había hecho muchos años había, no pude alcanzar conmigo” (24,8). Ahora, según ella, ya no podrá amar “con amor particular, sino a personas que entiendo le tienen a Dios” (24,6). Lo cual no supondrá una reducción de fronteras. En adelante, el número de personas realmente amadas por ella será incontable: monjas, letrados, directores espirituales, obispos y superiores, parientes cercanos y lejanos, colaboradores de viaje o de fundación o de ideales… Con claras predilecciones para algunos y algunas como cuando era niña: ahora serán Báñez, Juan de la Cruz, Gracián, María de san José, Ana, Teresita… Pero su mundo afectivo ha quedado definido y unificado. Y su amor, “sacralizado”. Seguirá siendo humanísimo y femenino, pero inmerso en su enamoramiento místico y condicionado por él.

2. Afectividad y sexualidad

Esa secuencia de hechos alternantes plantean el problema de “amor y sexualidad” en Teresa. Psicólogos y biógrafos se lo han formulado expresamente desde enfoques contrapuestos. No se trata únicamente de la consabida interpretación psicoanalítica del enmascaramiento místico del amor o del instinto sexual. La pregunta del psicólogo recae sobre la normalidad o la anomalía de la evolución afectiva y sexual de T.

En el relato de Vida, ya hemos notado que hubo momentos en que se perfiló un posible proyecto de amor conyugal. Pero más de una vez ella misma ha testificado que nunca experimentó los normales movimientos instintivos de la sexualidad. Cuando en la intimidad de la dirección espiritual fraterna, su hermano Lorenzo pide consejo reiteradamente a T sobre “movimientos sensuales que a él le sobrevienen en el fervor de la oración” (c 182,5), ya antes le había respondido ella: “De esas torpezas después, de que vuestra merced me da cuenta, ningún caso haga; que, aunque eso yo no lo he tenido –porque siempre me libró Dios, por su bondad, de esas pasiones–, entiendo debe ser que, como el deleite del alma es tan grande, hace movimiento en el natural; iráse gastando con el favor de Dios, como no haga caso de ello. Algunas personas lo han tratado conmigo” (cta 177,7: 17 de enero de 1577).

Repitió esa misma constatación en confidencias personales a monjas amigas. La más íntima de todas, María de san José, cuenta que “deseando esta testigo saber… de ella en esta materia de castidad, se lo preguntó; y que la dicha madre Teresa le respondió: doy gracias a nuestro Señor, hija mía, que nunca en toda mi vida fui molestada de tentaciones ni pensamientos deshonestos… Y dijo más esta testigo: oía decir de una religiosa de mucho crédito que, tratando con la dicha madre Teresa y comunicándole cierta aflicción que acerca de esta materia tenía, le había respondido la dicha madre: cierto, hija, que como no sé de eso, no la puedo satisfacer” (BMC 18, 500). Otra de sus íntimas, Ana de Jesús (Lobera), declara: “diciéndole una de nosotras había leído que los deleites espirituales despertaban alguna vez los corporales, que ¿cómo era eso?, respondió: no sé; cierto, jamás me aconteció ni pensé que podía ser” (ib p. 470. – Cf el testimonio de su sobrina Teresita, en p. 194). Afirmación que se repetirá rutinariamente en los posteriores procesos de la Santa, una vez que la pregunta se formule expresamente en el articulado procesal de 1610, en estos términos: “Nunca tuvo tentaciones de la carne, y así, a manera de ángel, ignoraba semejantes pasiones por especial gracia de Dios. Por cuya causa, si alguna monja, atormentada con las tentaciones de la carne, se acogía por remedio a la sierva de Dios, decía que ella no podía aconsejarla, porque jamás había experimentado en sí estos movimientos” (BMC 20, p. XL: “Rótulo”, artículo 60).

A los psicólogos de hoy esa constatación les ha planteado el problema de la sexualidad de T, ¿normal o no? Para responder, se subraya –quizás desmesuradamente– la afirmación de ella misma ante la disyuntiva entre opción por el matrimonio o por la vida religiosa: “deseaba no ser monja, que esto no fuese Dios servido de dármelo, aunque también temía el casarme” (V 3,2). Se insiste en el último inciso: “¡Temía casarme! ¡Desconcertante confesión de una adolescente que vivía la explosión del primer enamoramiento serio!” (¡Notemos que se trata de una “adolescente” de 17 a 18 años!) Y la conclusión a que se llega es: “la no normal evolución de la sexualidad de ella”, debida a la educación recibida en el hogar, a la lectura de los fantásticos e irreales libros de caballerías, y al contexto cultural de Ávila y de la época. Quizás el historiador no coincida con el veredicto del psicólogo. (Remitimos al estudio más reciente: J. Sanmiguel Eguiluz: Límites sin fronteras. Teresa de Jesús y Juan de la Cruz a la luz de la psicología, especialmente pp. 63-70). En todo caso, es en ese humus donde arraigará y florecerá el sobrenatural amor místico de Teresa. Y también ese dato habrá de ser tenido en cuenta cuando psicólogos y psicoanalistas pasan de extremo a extremo al encontrarse con los fenómenos místicos narrados por ella, concretamente con la transverberación del corazón (V 29,13; M 6,2,4; R 5,15-17), tantas veces leída por el envés del testimonio de la autora.

3. Amor y poesía

En Teresa, como en ciertos místicos, la experiencia de Dios produjo una sublimación del amor. (“Sublimación”, en la acepción corriente del término.) A ella le cuadra exactamente la definición del “amor loco” de J. Maritain. Algunos de sus éxtasis se producen por suprema exaltación del amor. Las heridas místicas que culminan en la “gracia del dardo” (V 29), son traumas de amor. Es altamente indicativo el grupo de vocablos utilizados por T al referir esa última experiencia: corazón, entrañas, fuego, dardo de oro, toda abrasada en amor grande de Dios… Todo ello enmarcado en el enunciado global: “crecía en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía quién me lo ponía, porque era muy sobrenatural ni yo lo procuraba… Dábanme unos ímpetus grandes de amor” (V 29,8).

De suerte que el amor constituye la esencia misma de la mística teresiana. Estar “enamorada” es el estado subyacente de la psique de Teresa. “Enamorarse / enamorada” son vocablos con relativa frecuencia en sus escritos. En todo caso, con estadística muy inferior a los textos de fray Juan de la Cruz. Pero es igualmente determinante la presencia del motivo amoroso en los poemas de ambos, en cuanto exponente lírico de lo profundo.

En los poemas de Teresa, el amor es una constante de sus poemas líricos. Vida, amor y muerte de amor son el argumento del Poema 1º, que comienza: “Vivo ya fuera de mí / después que muero de amor”. El Poema 2º es igualmente un canto de amor: “hoy os canta amor así…” (estrofa primera). El Poema 3º glosa el verso del bíblico Cantar de los Cantares: “dilectus meus mihi”: “rendida en los brazos del amor” (estrofa primera), herida “con una flecha enherbolada de amor / ya yo no quiero otro amor…” (estrofa segunda). El “coloquio amoroso” del Poema 4º comienza: “si el amor que me tenéis, / Dios mío, es como el que os tengo…”, pretensión amorosa que ya había sido codificada en un atrevido pasaje de Vida (37,8). Siguen todavía, entre madrigal e idilio, los poemas 5º (“Dichoso el corazón enamorado…”), 6º y 8º.

Esa especie de sinfonía poética hace comprensible la sensibilidad de Teresa frente a poemas como el Cantar de los Cantares, cuya imaginería le resulta obvia, hasta el punto de no permitirle comprender -ni tolerar- ciertos gestos escandalísticos de su época: “he oído a algunas personas decir que antes (=más bien) huían de oírlas (oír o leer esos versos de los Cantares). ¡Oh válgame Dios, qué gran miseria la nuestra! Que como a las cosas ponzoñosas, que cuanto comen se vuelve en ponzoña, así nos acaece…” (Conc 1,3). Esa sensibilidad de T explica igualmente la franca acogida que ella hace al Cántico espiritual de fray Juan de la Cruz, apenas tiene noticia de las canciones del Santo, que también eran “canciones que tratan del ejercicio de amor entre el alma y el Esposo Cristo” (título de la glosa).

4. La lección doctrinal

Es difícil sintetizar aquí la pedagogía del amor en la praxis y en los escritos teresianos. Habría que recorrer su epistolario y espigar detenidamente los testimonios de los procesos de canonización de la Santa. Por ello, nos limitamos a la sola línea doctrinal seguida por ella en el Camino y en las Moradas. Educación ascética del amor, en el primero. Mística del amor, en las segundas.

Al principiante de oración ya le había aconsejado ella en Vida (12,2) lo mucho que le conviene “enamorarse” de la Humanidad de Jesús, desde los primeros pasos del camino espiritual. También en el Camino comienza con la consigna de educar el amor. Teresa escribe ese libro para lectoras principiantes: aprendices de vida comunitaria en el nuevo estilo de la pequeñísima comunidad de San José; y aprendices de oración y vida contemplativa. En uno y otro aspecto, ese aprendizaje deberá comenzar por el amor. “Amor de unas con otras” (4,4) es la primera de las tres virtudes o actitudes básicas que les propone. Sin amor no habrá comunidad: “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (4,7). Es cosa absurda convivir sin amarse: cosa de “gente bruta” (4,10). Igualmente, el amor fraterno a nivel horizontal será la base para el amor teologal, ya que la oración no consistirá tanto en pensar mucho como en amar mucho.

A las jóvenes aprendices del Camino les propone desde el primer momento el ideal del “amor puro” o “amor puro espiritual”. Según ella, amor puro es, ante todo, el amor desinteresado, libre de egoísmo, practicado con obras y no sólo con sentimientos. Amor sacrificado, como el de Jesús, verdadero “capitán del amor” (6,9). Amor en comunión, alegrándose y condoliéndose con las alegrías y los sufrimientos de los otros (7,6-7). Amor basado, no en meras apariencias de belleza y simpatía, sino en valores consistentes, capaces de eternidad (6,3). Teresa les diseña la silueta del verdadero amante: “son estas personas que Dios llega a este estado (al amor puro) almas generosas, almas reales; no se contentan con amar cosa tan ruin como estos cuerpos, por hermosos que sean, por muchas gracias que tengan, bien que place a la vista y alaban al Criador; mas para detenerse en ello, no. Digo ‘‘detenerse’’ de manera que por estas cosas les tengan amor; les parecería que aman cosa sin tomo y que se ponen a querer sombra; se correrían de sí mismos y no tendrían cara, sin gran afrenta suya, para decir a Dios que le aman” (6,4).

En la pedagogía del Camino, el amor puro es un hito ideal. Pero flanqueado de escollos concretos: el peligro de los “bandillos”, la sensiblería, el acaparamiento de afectos ajenos. El más temible de esos escollos es, sin embargo, la carencia de amor. La redacción primera del libro concluía así el argumento del amor: “quiero más que se quieran y amen tiernamente y con regalo, aunque no sea tan perfecto como el amor que queda dicho…, que no que haya un punto de discordia”. La discordia o el desamor equivaldrían a “echar de casa al Esposo”, es decir, a frustrar la dimensión vertical del amor, necesaria para la vida contemplativa (cc. 4-7).

Será este último el aspecto que T desarrollará en las Moradas, pasando ya de la ascesis del amor a la mística del amor. Lo hará a base de dos afirmaciones fundamentales: que el amor es unitivo, en cuanto el amor a los hermanos es medio para la unión mística con Dios; y que el amor humano sólo puede llegar a plenitud en cuanto implique el amor a Dios: “porque creo yo que según es malo nuestro natural, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener con perfección el amor del prójimo” (M 5,3,9). En un mundo marcado por los odios y la violencia, el amor puro en la comunidad contemplativa se torna auténtico apostolado del amor: “¿Pensáis que es poca ganancia que sea vuestra humildad tan grande… y el servir a todas, y una gran caridad con ellas, y un amor del Señor, que ese fuego las encienda a todas, y con las demás virtudes siempre las andéis despertando?” Justamente eso será “allegar almas a Dios”, específico apostolado de la contemplativa (M 7,4,14), apostolado del amor.

Modelo de amor loco es, para T, el Poverelo de Asís, “cuando le toparon los ladrones, que andaba por el campo dando voces, y les dijo que era pregonero del gran Rey… ¡Oh qué locura, hermanas, si nos la diera Dios!” (M 6,6,11). Más aun, como modelos de amor T preferirá a los dos grandes convertidos bíblicos, san Pablo y la Magdalena: “en tres días el uno comenzó a entenderse que estaba enfermo de amor: éste fue san Pablo; la Magdalena desde el primer día, y ¡cuán bien entendido!” (C 40,3). Modelo excelso sobre todos, la Virgen María, en quien T ve el sumo ejemplar amoroso de la Esposa de los Cantares. En ella se verificó el verso “ordenó en mí el amor”: “Oh Señora mía, cuán al cabal se puede entender por Vos lo que pasa Dios con la Esposa, conforme a lo que dice en los Cánticos…” (Conc 6,8).

BIBL. – M. Herráiz, Amor divino y humano en Teresa de Jesús, en «A zaga de tu huella. Estudios Teresianos», Burgos 2001, pp. 269-283; L. Borriello, Amore, amicizia e Dio in s. Teresa, en «Teresianum» 33 (1982), 282-330.

T. Álvarez

Enclave histórico de la mística sanjuanista

A san Juan de la Cruz hay que considerarle como un místico de encuentro, de confluencias y de integración. Original más en el enfoque, en el equilibrio y en la síntesis que en novedades parciales. A la vez, complejo, sencillo y simplificador. Punto de convergencia, confluyen en él corrientes que vienen de lejos y de geografías dispares. Visibles y perceptibles, unas; ocultas y soterradas, otras; pocas, cercanas e inmediatas; abundantes, las generales y remotas.

Plantearse el problema de su identificación es reconocer de antemano que la teología mística de JC contiene una propuesta suficientemente específica como para no confundirse con ninguna otra. Los rasgos representativos y mejor definidos de la misma quedan configurados en otros trabajos del presente diccionario. Aquí se trata de encuadrar su mensaje dentro de las corrientes más representativas del misticismo cristiano.

Místico de confluencias y de integración

La formulación en clave de raíces es la única pertinente y correcta. Evita el espejismo derivado de los apuntes sobre las consabidas fuentes, dependencias, reminiscencias y semejanzas. Todo ello, acopio inorgánico de datos marginales sin referencia precisa a su colocación en el conjunto. De dar fe a tantas indagaciones sectoriales, apenas queda frase o pensamiento en JC que no proceda de otros autores. «Si todo lo que no es tradición, es plagio», conviene aquilatar ambas cosas en este caso.

Como cualquier otra realidad humana, la mística adviene en la historia y se enmarca en contextos culturales y religiosos. JC no hace excepción, no es ningún aerolito. Su misticismo se corresponde con el occidente europeo de finales del siglo XVI. Por ello, impregnado de neoplatonismo, pero moldeado conceptualmente por el aristotelismo escolástico renacido. La raíz cultural helenística o greco-romana le confiere coloración occidental, mientras el núcleo bíblico y la veta patrística le hacen radicalmente judeo-cristiano.

En esas coordenadas básicas se desenvuelve la mística sanjuanista, como representación culminante de la síntesis religioso-cultural del siglo de oro español en sus postrimerías. Tres son las referencias dominantes: renovación del legado greco-romano por el humanismo, tradición bíblico-patrística y filosofía escolástica. Colocada en ese marco histórico, permite indagar con ciertas garantías las raíces que la alimentan y las corrientes que la fecundan.

El soporte cultural del helenismo no pasa de elemento meramente formal y común a toda la literatura de Occidente. El estructuralismo escolástico, por su parte, tiene función exclusivamente expresiva o comunicativa. Las raíces específicas y vivificantes de la mística sanjuanista penetran y ahondan en la tradición cristiana.

Su identificación no es cuestión de préstamos directos de palabras, ideas o imágenes atribuidas explícitamente a determinados autores. Las citas o alusiones concretas y literales raras veces conducen a puntos fundamentales. Casi siempre afectan a detalles marginales y de relleno. En pocas ocasiones sirven de afluentes secundarios para llegar a los caudales que alimentan el conjunto.

Lo verdaderamente importante y definitivo son esas corrientes que arrastran y difunden el patrimonio secular constantemente asumido y enriquecido con aportaciones nuevas. Ese depósito espiritual o mística cristiana universal no exige para su incorporación y transmisión contacto directo e inmediato con todas las fuentes de donde fluye. Puede realizarse con algunas en su origen, o también verificarse cuando las aguas comunes se han encontrado y condensado.

La constatación de una presencia –el eco de una voz– en la mística sanjuanista no requiere necesariamente la identificación del cauce por el que le ha llegado. Es a veces imperceptible y hasta impensable. Canales superficiales y de simple comunicación pueden conducirnos hasta fuentes remotas y abundosas. Hasta enlazar con el origen mismo de una tendencia y de una postura. Al alcance de cualquiera está la ejemplificación de los diversos conductos que vierten aguas en el sanjuanismo.

Una serie de escritos apócrifos establecen vinculación directa con corrientes agustinianas, bernardianas, bonaventurianas, y tomistas; y a través de ellas, con la gran tradición patrística y medieval. La mayoría de las citas concretas y literales de fray JC proceden de falsos literarios de extraordinaria difusión y de importancia capital en la transmisión del patrimonio espiritual anterior. Lo de menos es la paternidad concreta y la atribución equivocada. Su valor, a la hora de identificar corrientes y raíces, es determinante en muchas ocasiones.

Algo parecido sucede con autores puente tan representativos en el caso de JC, como san Gregorio Magno, el Cartujano, Gersón y otros similares. Al margen de la lectura directa por parte del Santo, es indudable que a través de ellos conecta con la mayoría de las místicas del pasado y recupera elementos importantes de la tradición patrística, incluso de la griega. Esa reconducción es el único camino para explicar la resonancia de ciertos temas y matices en la mística sanjuanista.

La continuidad entre la fuente de origen y la llegada a los escritos sanjuanistas hace pensar, en determinados temas, en una línea ininterrumpida de derivación. Por eso mismo, imposible de precisar en qué momento se produce el encuentro. Tal podría ser la doctrina sobre la depuración de imágenes y el conocimiento negativo vinculado a la mística de la oscuridad, que corre desde Filón y pasa por Gregorio Niseno, Evagrio Póntico, el Pseudo Areopagita, Guillermo de San Teodorico, los Victorinos y los místicos ingleses hasta desembocar en el Santo castellano.

Ante perspectiva tan compleja, carece de interés la indagación para apurar derivaciones directas y concretas respecto de autores y escritos. De mayor utilidad es comprobar la ascendencia histórica y doctrinal de algunos componentes fundamentales de la síntesis sanjuanista.

«Teología mística» cristiana

Punto de partida puede ser su misma concepción de la «teología mística». Se mantiene todavía en una postura medieval, que la identifica con la contemplación. Es cierto que reflexiona sobre ella y trata de organizarla en doctrina sistemática; pero al hacerlo es consciente de elaborar «teología escolástica». La mística le ofrece materia para la escolástica, pero son dos cosas diferentes. Nada tan elocuente como la contraposición establecida en el prólogo del Cántico espiritual. JC no ha asumido el doble sentido sancionado ya por Juan Gersón al colocar en paralelo una teología mística práctica y otra especulativa o teórica.

Para el Doctor místico no hay más que una «teología mística», que se identifica con la contemplación, con la experiencia mística, con la noticia amorosa, con el conocimiento afectivo, con «el amor de conocimiento». Es sabiduría o conocimiento sapiencial No sólo conocer, sino “padecer” las cosas divinas. Traduciendo el pathos del neoplatonismo y de la tradición patrística griega según la formulación acuñada por el Pseudo Areopagita JC define la teología mística como experiencia en que no «sólo se conocen las cosas divinas, sino que juntamente se gustan» (CE, pról. 3; S 2, 6,3; N 2, 12,3; 2,17, 2. 6; CB 27, 5; 39, 12).

Cuando trata de describir directamente la intuición y la vivencia de lo divino acude a la terminología y a la imaginería del neoplatonismo en las claves comunes a toda la tradición mística cristiana, dejando bien claro que no se trata de un pathos indefinido y reducible a puro sentimiento humano. Dice referencia, obligada e infalsificable, a realidades concretas, aunque trascendentes, reveladas y comunicadas gratuitamente al hombre. La teología mística es para él un «padecer» o recibir lo divino tal como se revela y comunica en la Biblia. Por lo mismo, una mística radicalmente cristiana.

Es al tratar de explicarla por categorías y conceptos filosóficos cuando, JC se acoge al escolasticismo y propone una filosofía o metafísica de la mística. Habría que definirla una teología de la mística mejor que una «teología mística». En su elaboración asume las corrientes anteriores y se sirve de las técnicas expresivas que le ofrece la tradición cultural en que se halla inmerso. Es lo que hace posible rastrear huellas y raíces del pasado. Queda a salvo la raíz esencialmente cristiana que vincula el origen de esa mística a la Biblia.

No es posible entroncar con esa inspiración primaria o brote radical ninguna otra corriente contaminante. La mística sanjuanista, medularmente cristiana, tiene su única referencia objetiva en el Dios revelado en la Escritura; se vincula inseparablemente al lenguaje y simbología de la misma, y se proyecta como relación existencial con el «Dios vivo y verdadero». Desbordando en su origen y contenido el pathos de la filosofía griega, traspasa igualmente en su dimensión espiritual el ethos y cualquier moralismo natural, incluso de inspiración cristiana. JC lo declara con fuerza. Por ello no le interesan las cosas morales, aunque sean muy sabrosas, según declara en el prólogo de la Subida (n.8, cf. 3, 37, 3).

Lo que ha podido adherirse de otras culturas y de otras religiones sólo ha coloreado de alguna manera la mística de JC; no ha contaminado mínimamente la pureza del manantial cristiano. La insistente afirmación de su deuda con la mística islámica no desmiente esta afirmación. En primer término, porque los posibles puntos de convergencia tienen origen común. Buena parte de la mística islámica es derivación directa de la cristiana. En segundo lugar, porque no está demostrado quizás no podrá hacerse nunca que JC recoja elementos directamente de la tradición islámica. Los que hasta hoy se han apuntado afectan a la expresión y comunicación de la fenomenología mística más que a la esencia de la misma. Cuando se aborda ésta y se hallan coincidencias sintomáticas entre fray Juan y místicas no cristianas hay que pensar en aspectos y elementos comunes a toda experiencia mística de tipo religioso monoteísta…

Dentro de la tradición mística cristiana, en la que se halla encuadrado y configurado JC, son muchos y variados los enfoques de la misma realidad. La experiencia radical de lo divino se ofrece desde ángulos diferentes y en perspectivas distintas, según primen en las propuestas unos u otros aspectos. Dentro de la unidad radical, subsiste variedad y complejidad tanto en la inspiración-experiencia como en la expresión-comunicación. De ahí arrancan las corrientes y cauces de transmisión. Su identificación procede de lo más característico de cada caso. ¿De cuáles se alimenta la mística sanjuanista? ¿A cuáles se acerca más?

Conciliación de formulaciones alternativas

El talante claramente ecléctico del Santo se muestra reacio a exclusivismos. Por ello ha de considerarse místico de confluencias y de síntesis. No procede por alternativas excluyentes sino por integración armónica. Su cotejo con posturas antecedentes puede abrir pistas para rastrear huellas y raíces. Bastará aludir aquí a las tendencias generales más significativas.

Mística de elevación y de introversión

Entre las alternativas de especial resonancia histórica destacan la mística de elevación y la mística de introversión o introspección. Ambas conocen representantes cualificados y se prolongan a lo largo de la tradición espiritual. Se caracteriza la primera por un proceso de alejamiento del propio yo para alcanzar la unión con Dios. Suele presentarse en doble sentido: de progresión o andadura horizontal, o en visión vertical como ascensión y elevación. En consonancia con cada una de estas ópticas, el itinerario que conduce a la unión mística se simboliza con figuras y expresiones diferentes: como senda, camino, atajo, como escala, subida o similares. Es, sin duda, la más corriente y llega hasta la época sanjuanista, recuperando la tradición griega de la anagogía, con representantes tan destacados en la literatura latina como Hugo de Balma, y Hugo de San Víctor.

Frente a ella y en curso paralelo, discurre la segunda, la mística de la introversión, o «conversión sobre sí mismo», para hallar a Dios en lo más íntimo y profundo del propio ser. En lugar del movimiento hacia fuera, centrífugo, se postula penetración hacia dentro, movimiento centrípeto. En la tradición dionisiana la mística de elevación se corresponde al movimiento lineal, mientras ésta se identifica con el movimiento circular. Viene de muy lejos y se asume por grandes figuras. De Clemente Alejandrino, Orígenes y maestros griegos pasa a la tradición latina con representantes tan caracterizados como san Agustín, san Gregorio, los Victorinos, la mística Renana y algunos autores de la inglesa del siglo XV.

La tentación de alinear a JC en una de las dos tendencias debe ser superada. No se decanta ni exclusiva ni definitivamente por una de ellas. Se sirve de la una o de la otra indistintamente y según las conveniencias de su magisterio. Si en la Subida del Monte parece primar la propuesta de elevación, en la Llama de amor viva domina con claridad la fórmula de la introversión. No se corresponden necesariamente con las diferentes obras del autor. Se alternan e interfieren en un mismo libro, como sucede en el Cántico espiritual. Basta confrontar las primeras estrofas (cf. CB 1, 5-12; 34-35).

Es uno de tantos ejemplos en que se constata la superación de posturas y la reducción a síntesis de elementos comunes. Una prueba también de que no sigue las pautas de un autor concreto, sino que asume corrientes asociadas del pasado. A este propósito se notará que JC propone una mística de elevación al margen de la divulgadísima técnica o teoría de la «anagogía». Es de los pocos autores cultos de la época que no alude para nada a ella de manera explícita

Mística de la luz y de la tiniebla

Parecido es el caso de otro dualismo en la espiritualidad tradicional: el de la mística de la luz y de la oscuridad o tiniebla. Se trata también de modos diferentes de presentar el proceso en que se desarrolla el encuentro y comunión con Dios en la experiencia íntima. Son dos tipologías mejor definidas y más fáciles de individuar que las anteriores. La mística de la luz destaca la iluminación interior que produce la presencia de Dios. La contemplación mística es, ante todo, luz y transparencia producida por el Espíritu que inunda el alma y la hace reluciente. Si el rayo divino nubla la vista del hombre no se debe a su opacidad sino a la flaqueza propia del ser limitado. Es la corriente impulsada por las Homilías del Pseudo Macario y por Evagrio Póntico, y recuperada decididamente por san Gregorio, san Bernardo, Ricardo de San Víctor y Raimundo Lulio, entre otros.

Representantes no menos destacados tiene la corriente que prefiere la formulación inversa. Presenta además una continuidad histórica más compacta y una elaboración doctrinal más sólida. Arranca de la teología negativa, basada en la exaltación de la trascendencia de Dios, e insiste en la condición cegadora de la luz divina, hasta llegar a la fórmula clásica del «rayo de tiniebla». La comunicación divina en la contemplación es tan intensa y potente que oscurece necesariamente la capacidad humana. Tras las insinuaciones de Filón, se afianzó la corriente con Gregorio Niseno estructurándose doctrinalmente con el Pseudo Areopagita. De él pasó al Medioevo latino hasta convertirse en lugar casi común. Especial acogida tuvo en Guillermo de San Teodorico, en Hugo de San Víctor, en los místicos alemanes y en los ingleses Walter Hilton y The Cloud of Unknowing.

Existen predecesores de JC que intentaron con mayor o menor fortuna acoger ambas propuestas, como san Máximo, Guillermo de San Teodorico y Ruusbroec, pero ninguno lo hizo de manera tan armónica y consistente como él. Las insistentes referencias a la teoría dionisiana del «rayo de tiniebla» y la reiterada afirmación de la incomprensibilidad divina no deben entenderse como confesión unilateral de JC (S 2,8, 6; N 2, 5, 3; CB 14,16; Ll 3,49). Para él, la noche-oscuridad mística sólo representa una vertiente que debe completarse con la dimensión luminosa. Bastará leer la Llama de amor viva para percatarse de ello. Las alusiones dionisianas se compensan con las de san Gregorio para proclamar que la presencia del Espíritu es luz radiante que esclarece lo más íntimo del alma (N 2, 20, 4; Ll 2, 3). La misma vertiente de la tiniebla y de la oscuridad se traslada a un plano apenas aludido en la teoría dionisiana. La noche sanjuanista es a la vez de índole cognoscitiva y afectiva, cosa apenas insinuada en la tradición precedente.

Mística intelectualista y afectiva

Por ahí se llega a otra superación o integración de preferencias con marcada trayectoria en la tradición espiritual cristiana. Frente a una mística de corte netamente intelectualista o esencialista, se ha cultivado otra más sentimental y afectiva. Es cuestión de tonalidad y acentuación, pero la insistencia y predominio llegan a crear corrientes bien definidas e identificables. San Gregorio Magno, san Máximo, san Bernardo, Guillermo de San Teodorico, Hugo de San Víctor y la mayoría de las místicas medievales de tendencia franciscana, con algunos autores de la «devotio moderna», han privilegiado con vigor el ámbito del afecto y del sentimiento en la vida mística, mientras otros autores han preferido insistir en los contenidos noéticos y en el enriquecimiento sapiencial de la experiencia divina. Es la tendencia dominante en el mismo Pseudo Areopagita y algunos de los místicos del Medioevo, especialmente Eckhart.

Si en Ruusbroec se da ya una equilibrada armonía, en JC la fusión íntima e irrompible entre conocimiento y amor se convierte en principio fundamental. Contemplación, teología mística y experiencia de lo divino se equivalen e identifican con la «noticia amorosa». La experiencia mística es para JC luz amorosa y amor luminoso, conocimiento y amor, saber y gustar. Nadie ignora que para él la doctrina de la «noticia amorosa» se convierte en categoría determinante del sistema. La superación de las dos corrientes y su integración es cabal y perfecta. En sus escritos queda arrinconado el viejo pleito de la relación amor-conocimiento en la vida mística (CB 26, 8; N 2, 17, 7; Ll 3, 49)

A vista de las constataciones que preceden, se comprende lo arriesgado que resulta catalogar la mística sanjuanista en cualquiera de esos casilleros. Porque los desborda ampliamente, no consiente que se la bautice con uno solo de esos calificativos alternantes. Otro tanto sucede si se la enfrenta a otras formulaciones igualmente representadas en la tradición espiritual por diversas corrientes, como pueden ser la mística de la trascendencia frente a la de inmanencia, la mística teocéntrica frente a la mística cristocéntrica, la mística trinitaria frente a la pneumatocéntrica y otras similares. EI hecho de que se haya discutido de todas ellas a propósito de san JC demuestra que tienen cabida o están presentes en sus escritos. Lo que pasa es que ninguna de ellas domina el panorama de manera incontrastable. No se da enfrentamiento ni exclusión, sino equilibrio y armoniosa integración en la síntesis final.

El hecho tiene explicación más sencilla de lo que pudiera sospecharse. Esa armonización sanjuanista no es producto de lecturas eruditas con afán de elaborar un conjunto ecléctico. No ha sentido tentación alguna de sincretismo. Su teología mística no es el resultado de estudios comparativos ni de derivaciones sucesivas de ésta o la otra corriente. Dos son los factores determinantes que convergen en la visión de conjunto. En primer lugar, la acumulación y condensación producida a la altura del siglo XVI español de los diversos afluentes de la tradición espiritual anterior. Cualquier autor abierto a los aires del momento percibe ecos y resonancias de muy diversas proveniencias. Basta no adoptar posturas cerradas o aferrarse a experiencias personales.

En el caso de JC actúa como factor decisivo su extraordinaria capacidad para abordar la compleja realidad de la experiencia mística desde todas las angulaciones y enfoques posibles. Ninguna formulación agota la realidad. Todas las ofrecidas con anterioridad son parciales: reflejan aspectos concretos y limitados. Cuanto mejor sepan conjugarse y armonizarse mayor será la aproximación a lo que desborda cualquier molde humano de comunicación. JC ha producido el intento más logrado de confluencia y armonización de tendencias y corrientes.

Raíces medulares

La recia personalidad de su síntesis no radica precisamente en la originalidad de las partes sino en la visión de conjunto. En pocos temas capitales de la mística puede presumir de ser el primero cronológicamente. La experiencia religiosa acumulada de siglos dejaba escaso margen a la novedad absoluta. Lo suyo ha sido asumir, armonizar, recuperar y potenciar, imprimiendo en datos del pasado el sello de la penetración y de la precisión. La ilustración sumaria de algunos capítulos fundamentales puede servir de incitación para pesquisas más documentadas.

Es fácil comprobar que los escritos sanjuanistas semejan al lago en que se remansan las aguas de la tradición espiritual cristiana. Lo comprometido es identificar corrientes concretas y remontarse aguas arriba para saber cuándo y cómo llegan a él. Sirvan de ejemplificación los temas siguientes:

Misticismo bíblico

Nadie duda de que la mística sanjuanista arranque de la Biblia, como de la fuente de origen; tampoco de una reproducción abundante y extensa de textos bíblicos en sus escritos. Son manifiestas sus confesiones a este propósito en todos los prólogos. Cuando se alude a una raíz profunda de su teología mística no se subraya este dato elemental ni tampoco la influencia decisiva de la Sda. Escritura en su doctrina. Se insiste aquí para poner de relieve dos aspectos menos atendidos de su síntesis en relación a las fuentes de inspiración y formulación. JC se coloca en una corriente que arranca de la patrística griega y se prolonga hasta su tiempo. Tiene influencia decisiva en su síntesis condicionándola desde dos puntos de vista fundamentales.

El primero afecta a la composición misma de los escritos. Es bien conocido que se definen en el título mismo como «declaración» de poemas compuestos con anterioridad «en abundante inteligencia mística». «Declaración» quiere decir comentario, glosa o perífrasis. Exactamente lo mismo que se ha practicado con la Sda. Escritura a lo largo de la tradición patrística. Esta literatura espiritual y religiosa de los «comentarios bíblicos» le sirve a JC de patrón o modelo. Cambia únicamente el texto de referencia: en lugar del texto sagrado se coloca su poesía. La dependencia formal es manifiesta. Aunque tenga también alguna semejanza con los comentarios filosóficos y jurídicos, el Doctor místico tiene delante el cuadro literario de la exégesis bíblica. Crea, sin acaso intentarlo, un género literario nuevo en la espiritualidad. No existe nada igual en los autores que le preceden. Muestra típica de conjugación entre dependencia y originalidad.

De mayor importancia que la inspiración material en el comentario bíblico es la incidencia que tiene en la formulación misma del pensamiento sanjuanista. Va mucho más allá de la técnica exterior. Imitando corrientes y escuelas bíblicas, JC ofrece interpretaciones diversas de sus propios versos. Unas veces se atiene al sentido literal o directo; en otras se desentiende de él y los interpreta en sentido espiritual y místico. La misma frase, palabra o expresión puede entenderse en dos o más significados. Con razón se ha hablado del «lenguaje infinito» de JC. Por muy olvidado que esté, es obligado reconocer que la exégesis sanjuanista imita a la exégesis tradicional de la Biblia. En los comentarios sanjuanistas hay «declaraciones» auténticas o literales y «declaraciones» alegóricas o espirituales. Se trata de una dependencia manifiesta de la interpretación mística de la Sda. Escritura a lo largo y ancho de la tradición cristiana. Es la primera dimensión o vertiente del «misticismo bíblico» heredado por el Santo.

La segunda es aún de mayor incidencia en los contenidos. Resulta paso obligado desde la anterior. De la imitación técnica o formal se avanza hasta la realidad misma del sentido o significado. La exégesis de los propios versos se traslada al texto bíblico, asumiendo como fundamental la significación alegórica, espiritual o mística de la

Escritura. El hecho tiene un alcance de extraordinaria amplitud en la obra sanjuanista. Lo de menos es la explicación dada a cada texto bíblico. Lo decisivo para el caso es que adopta como criterio de base la interpretación de la Biblia por la Biblia y se identifica con la línea mística y alegorizante de la exégesis patrística. Desde ese momento, libros enteros adquieren un sentido preciso (caso de Job, del Cantar de los Cantares, Apocalipsis, etc.) y ofrecen abundante simbolismo o tipología mística estratificada en la tradición con casos tan representativos como Moisés, Elías, Raquel-Lía y tantos otros. Para darse idea aproximada de lo que la veta del «misticismo bíblico», forjado por la tradición patrística, significa en la síntesis sanjuanista bastaría aludir a la interpretación en clave nupcial del Cantar de los Cantares. No es caso único ni mucho menos, pero representa una línea bien definida.

Importa poco que fray JC enlace o no con el primer eslabón de la cadena en cada uno de los casos en que se puede documentar su vinculación a ese misticismo bíblico-patrístico. Lo decisivo es comprobar que ahí hunde sus raíces más profundas. Pudo conectar con san Bernardo o llegar por otros caminos hasta la idea original de Orígenes en la mística nupcial, pero lo seguro es que asumió esa corriente caudalosa y la integró en su conjunto. De alguna manera se desparrama por la mayoría de los puntos clave de su síntesis.

Teología negativa y superación de lo sensible

Punto neurálgico del sistema sanjuanista es el de la superación de imágenes y depuración de conceptos deformantes o limitativos de la realidad divina. La trascendencia de Dios y la unión con él exigen esa labor de remoción o negación. Dado que el mecanismo humano opera a través de imágenes y de ideas, la teología negativa produce tiniebla y oscuridad en la mente. Es la razón misma de la noche oscura en la vertiente intelectiva.

La ascendencia de esa propuesta nos lleva hasta la patrística griega, enlazando incluso con Filón. Adquiere consistencia de relieve con Gregorio Niseno y queda sistematizada en los escritos del Corpus Dionysianum. A partir de ellos, se mantiene como doctrina intangible y se propaga tanto en Oriente como en Occidente. Máximo el Confesor, Guillermo de San Teodorico, Ricardo de San Víctor y la Nube de la ignorancia son algunos de los maestros que la acogen con mayor devoción. Entre los mismos escolásticos gozó de notable fervor.

JC remite reiteradamente al Pseudo Areopagita, pero no es necesario aceptar un contacto directo. Es secundario que existiese o no; lo indudable es que para el Doctor místico esa corriente aporta elementos muy valiosos para afianzar la propia idea sobre la trascendencia divina y la consiguiente exigencia de superación de lo concreto de cara a la unión con Dios. Ofrece además base firme para apoyar la noche oscura en cuanto purificación de la capacidad intelectiva. También en este caso cuenta más la vinculación a la tendencia que el conducto inmediato a través de lecturas particulares. Como siempre, el sello de la originalidad sanjuanista se detecta en desplazamiento de acento. La purificación radical de imágenes y conceptos naturales se encomienda a la fe que, si oscurece la racionalidad, entrega al hombre la realidad del Dios verdadero tal cual es.

Para fray JC la encrucijada entre la actividad natural del entendimiento y la experiencia mística se sitúa precisamente ahí: en el momento en que el discurso se sustituye por la intuición o contemplación de lo divino. Implica a la totalidad de la persona y se detecta por señales o síntomas descubiertos a través de la observación. Para él, pueden reducirse a tres fundamentales. Es bien sabido que coincide con otros maestros y probablemente es uno de los puntos en que su postura depende de información directa a través de Taulero, que, a su vez, recoge antecedentes de otros autores, como Ricardo de San Víctor (S 2, 13-14; N 1, 9)

Depuración de afectos y ataduras

El esfuerzo por conjugar la trascendencia y la inmanencia divinas se ha intentado siempre, incluso entre los autores adictos a la «teología negativa». Dentro de la mística de la luz, ofrecen excelente visión las homilías del Pseudo Macario. JC pasa con toda naturalidad de la «teología negativa» a la teología bíblica de la participación y de la presencia, reafirmando con fuerza la inmanencia de Dios. Gracias a su imagen estampada en el hombre y a la participación graciosa y vital de la divinidad es posible la unión mística. No es otra cosa que culminación o desarrollo pleno del germen comunicado al hombre por Dios.

Desde esta perspectiva, queda superada la trascendencia y abierto el camino de la vida mística, que culmina en la unión en igualdad de amor. La posibilidad se convierte en realidad gracias a un proceso de purificación y de maduración. Depuración de todo lo que se opone a la comunicación plena; maduración de la vida teologal centrada en el amor. Proceden en sentido inverso: la purificación en el plano afectivo es correlativa al intelectivo: noche para la capacidad de amar como para la de entender –del entendimiento y de la voluntad– según la expresión sanjuanista. Ningún concepto humano representa fielmente a Dios. Tampoco ningún afecto o apego a lo humano en sí es compatible con el amor puro de Dios.

Por cerrada que sea la noche o tiniebla producida por el esfuerzo humano de depuración, no es suficiente para la plena comunión de amor con Dios. Debe intervenir de alguna manera el mismo Dios para que la catarsis sea completa y suficiente. El aspecto pasivo de la noche oscura purificadora corresponde a un punto fundamental del sanjuanismo. Se retiene como una de las aportaciones más originales del Santo.

Lo es, sin duda, en la fuerza de los análisis y en la penetración de las descripciones, pero no es arduo encontrarle precedentes. Él mismo confiesa que sobre esa materia posee «grave palabra y doctrina». También hay poca letra. Pese a todo, está convencido de no ser el primero en afrontar esa realidad espiritual. Como siempre, la dificultad está en dar con las raíces inmediatas, ya que las remotas son algo que fluye como una poderosa corriente secular. El simbolismo de la noche, tiniebla-oscuridad, es prácticamente universal en la mística cristiana y musulmana. La insuficiencia de la purificación humana o ascética se halla afirmada mil veces. Aparece ya en las homilías del Pseudo Macario y se reafirma en la mayoría de los místicos. Gregorio Niseno la relaciona íntimamente a la vida teologal en clave muy similar a la de JC. De la necesidad de la depuración pasiva se ocupan autores tan dispares como Máximo el Confesor, Guillermo de San Teodorico, Taulero, Ruusbroec, Walter Hilton y hasta místicas tan conocidas en el ambiente sanjuanista como Ángela de Foligno y Catalina de Génova. La ascendencia secular de la doctrina es clara. No es menos cierto que ningún autor anterior había estructurado un sistema tan explícito y coherente sobre la noche purificadora como JC.

La proximidad a tantos autores y corrientes, al margen de la cronología y de la geografía, autoriza a pensar que JC se abrió a todas las tendencias espirituales anteriores a él y compartidas en su tiempo. Recortó extremismos y desviaciones manteniéndose siempre en un ponderado eclecticismo en el que confluyen caudales variados y dispares.  Fuentes, magisterio, Juan de la Cruz.

BIBL. – LOPE CILLERUELO, San Juan de la Cruz, místico de frontera, en Estudio Agustiniano 13 (1978) 427-463; LUCE LÓPEZ-BARALT, Los lenguajes infinitos de san Juan de la Cruz e Ibn ‘Arabi de Murcia, en Actas del VI Congreso Internacional de Hispanistas, Toronto, 1980, p. 173-177; Id. San Juan de la Cruz y el Islam, México, FCE, 1985, 2ª ed. 1990; Id. Sadilíes y Alumbrados, actualización de la obra de M. Asín Palacios, Madrid, Hiperión, 1990; FEDERICO RUIZ SALVADOR, Unidad y contrastes. Hermenéutica sanjuanista, en el vol. misceláneo, Experiencia y pensamiento, Madrid, 1990, p. 1752; J. RICO ALDAVE, S. Juan de la Cruz y la mística no cristiana. Paralelismo convergente de experiencia religiosa, en el vol. misceláneo Dottore Mistico, Roma, 2992, p, 401-417.

E. Pacho

Enajenación

A la correspondencia general con  desnudez-pobreza espiritual añade en el lenguaje sanjuanista dos aspectos o significados complementarios. La equiparación con desnudez-pobreza se expresa cuando el Santo comenta el consejo evangélico de “negarnos a nosotros mismos” para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida y seguir a Cristo. Hay muchos, incluso espirituales, que no comprenden el sentido de este camino. Piensan erróneamente que “basta cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas; y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la oración y seguir mortificación, mas no llegan a la desnudez y pobreza o enajenación o pureza espiritual, que todo es uno … porque todavía antes andan a cebar y vestir su naturaleza de consolaciones y sentimientos espirituales que a desnudarla y negarla en eso y en esotro por Dios, que piensan que basta negarla en lo del mundo, y no aniquilarla y purificarla en la propiedad espiritual” (S 2,7,5).

Arrancando de esta idea general, J. de la Cruz distingue dos aspectos en la enajenación:

a) Por un lado, la enajenación activa o ascética, que consiste precisamente en el esfuerzo por aislarse, apartarse o vaciarse de todo lo que no es Dios o conduce a él. Corresponde al ejercicio de “enajenarse” voluntariamente, como quien de intento se aparta del mundo y de sus cosas para ganar a Cristo (S 2,7 entero; LlB 2,35; CB 16,10). Es lo que explica el Santo comentando la estrofa del Cántico que comienza: “Pues ya si en el ejido” (CB 29 / CA 20).

El espiritual aprovechado, a medida que progresa en el amor de Dios, procura “desarrimarse de todas las codicias de jugos, sabores, gustos y meditaciones espirituales” sin desquietarse “con cuidados y solicitud alguna de arriba y menos de abajo, poniéndose en toda enajenación y soledad posible” (LlB 3,38).

b) En sentido pasivo, enajenación indica la obra o el efecto producido por la  contemplación purificativa en el alma; la vacía, la enajena de todo lo que no es Dios. De ahí que la enajenación se equipare en el vocabulario sanjuanista a  vacío.

Habitualmente se atribuye ese efecto catártico a la “noticia amorosa”, equiparada a la contemplación. Aunque sea brevísima, asegura el Santo, produce efectos sorprendentes, como son: “Levantamiento de mente a inteligencia celestial y enajenación y abstracción de todas las cosas, y formas y figuras y memorias de ellas” (S 2,14,11). Cuanto más pura es la “noticia amorosa” mayor es su efecto catártico, “porque la enajena –al alma– de sus acostumbradas luces, de formas y fantasías” (ib. n. 10).

La enajenación como tiniebla o negación de las formas naturales del conocimiento (S 2,14,10) corresponde al tema tradicional de la “docta ignorancia”, en clave sanjuanista, “al no saber”. Es una de las notas típicas de la noche purificativa y va acompañada de  desamparo o desconsuelo y cierta imposibilidad de obrar naturalmente las potencias, hasta el extremo de que tiene “muchas veces tales enajenamientos y tan profundos olvidos en la memoria, que se le pasan muchos ratos sin saber lo que se hizo ni qué pensó, ni qué es lo que hace ni qué va a hacer, ni puede advertir, aunque quieras, a nada de aquello en que está” (N 2,8,1).

El proceso dinámico de enajenamiento en su dialéctica vital es el mismo que el del vacío: “Así como cuanto más una cosa se va arrimando más a un extremo, más se va alejando y enajenando de otro, y cuando perfectamente se arrimare, perfectamente se habrá también apartado del otro extreme” (N 2,17,5). La aplicación práctica es bien sencilla: “Cuanto más se enajenare –el alma– de todas formas e imágenes y figuras imaginarias” tanto más se llegará a Dios (S 3,13,1; cf. N 2,11,2; LlB 2,17).

En la unión del  matrimonio espiritual es donde el alma adquiera total enajenación de lo terreno y pasajero, ya que “no sólo de todas las cosas, mas aun de sí queda enajenada y aniquilada, como resumida y resuelta en amor, que consiste en pasar de sí al Amado” (CB 26,14). Esta es la perfecta enajenación según el Santo: “Salir de sí para entrar en Dios” (CB 1,20 / CA 1,11).

Eulogio Pacho

Emisiones divinas

J. de la Cruz siente cierta predilección por este vocablo, usándolo siempre en plural y con neto sabor cultista o latinizante, pero dentro del lenguaje simbólico propio del  Cántico espiritual. El mismo lo hace sinónimo o equivalente de “enviamientos” (CB 25,7), lo que puede dar lugar a confusión, si este término pasivamente se entiende como pasivo.

El significado atribuido por el Santo en el plano figurativo queda claro en el comentario al verso “emisiones de bálsamo divino” (CB 25, v. 5º). Las emisiones proceden del “bálsamo divino”, son emanaciones del mismo. En sentido activo el bálsamo emite o exhala “emisiones” y hace “enviamientos”. El bálsamo divino, identificado con el amor de Dios, produce las mercedes de la  centella y de la  embriaguez, de donde proceden igualmente las “emisiones”. Lo afirma explícitamente el Santo: “Al ejercicio interior de la voluntad que resulta y se causa de estas dos visitas –centella y embriaguez– llama emisiones de bálsamo divino” (CB 25,5). El “ejercicio interior de la voluntad” es en realidad un don singular que equivale al plural “emisiones”, por cuanto se expresa o realiza de muchas formas. Cuando el corazón se enciende en fuego de amor (bálsamo divino) levanta súbitamente la voluntad “en amar, y desear, y alabar, y agradecer, y reverenciar, y estimar y rogar a Dios con sabor de amor, a las cuales cosas llama emisiones de bálsamo divino” (CB 25,5 y 7). Todas y cada una de estas acciones son “las emisiones de bálsamo” que redundan en el alma del toque del amor divino (ib. 6).

Es indiferente que el toque del divino bálsamo pase como una centella o se asiente como embriaguez de amor. Siempre produce en el alma el efecto de las emisiones. El vino de amor, “ya probado y adobado en el alma, produce la “embriaguez divina, con cuya fuerza envía el alma a Dios las dulces y sabrosas emisiones”. El sentido global de la enigmática estrofa que canta “al adobado vino” resulta ser el siguiente: “Al toque de centella con que recuerdas mi alma, y al adobado vino con que amorosamente la embriagas, ella te envía las emisiones de movimientos y actos de amor que en ella causas” (CB 25,11).

Todo se abre y se cierra en el amor divino. El amor que Dios comunica al alma es el que mueve a ésta a responder con las emisiones”, es decir, con los actos de amor que en ella suscita y causa el bálsamo divino, el mismo Dios.

Eulogio Pacho

Embriaguez

El topos de la “embriaguez” de amor está ampliamente representado en la tradición cristiana, y J. de la Cruz lo asume naturalmente sin detenerse de intento en el fenómeno ni aportar otra cosa que matices particulares. Es digno de notarse que nunca usa el sinónimo “borrachera”, tan empleado por otros autores espirituales contemporáneos suyos.

El Santo presenta la embriaguez como una gracia especial dentro de la fenomenología del amor místico. No es algo que pueda procurarse activamente. Corresponde a una merced especial que el Esposo divino concede a las almas para hacerlas avanzar con rapidez en el  camino espiritual, animándolas y levantándolas en el amor (CB 25,2). Es a veces tal la abundancia de caridad que en ellas infunde y “de tal manera las embriaga, que las hace levantar el espíritu … a enviar alabanzas a Dios y afectos sabrosos de amor” (CB 25,2).

Dentro del simbolismo general del Cántico, la embriaguez está vinculada a dos versos muy conocidos: “al adobado vino” (CB 25, v. 4º) “y el mosto de granadas gustaremos” (CB 37, v. 5º). El comentario de los mismos llevaba naturalmente al tema de la embriaguez. El primero se relaciona con otras gracias o mercedes, correspondientes a distintas situaciones amorosas.

Explicando el sentido metafórico del “adobado vino” escribe J. de la Cruz: “Este adobado vino es otra merced muy mayor que Dios algunas veces hace a las almas aprovechadas, en que las embriaga en el  Espíritu Santo con vino de amor suave, sabroso y esforzoso, por lo cual le llama vino adobado” (CB 25,7). Este sabroso vino de amor “tal esfuerzo y abundancia de suave embriaguez pone en el alma en las visitas que Dios le hace, que con grande eficacia y fuerza le hace enviar a Dios aquellas emisiones o enviamientos de alabar, amar, y reverenciar … y esto con admirables deseos de hacer y padecer por él” (ib.).

La merced de la embriaguez guarda semejanza con otra gracia designada como  “toque de centella”, pero es más duradera que ésta: “Es de saber que esta merced de la suave embriaguez no pasa tan presto como la centella, porque es más de asiento; porque la  centella toca y pasa, mas dura algo su efecto y algunas veces harto; mas el vino adobado suele durar ello y su efecto harto tiempo … y algunas veces un día o dos días; otras, hartos días, aunque no siempre en un grado de intensión, porque afloja y crece, sin estar en mano del alma, porque algunas veces, sin hacer nada de su parte, siente el alma en la íntima sustancia irse suavemente embriagando su espíritu e inflamando de este divino vino” (ib. 8).

Esta prolongación ocasional hace que la embriaguez se vuelva a veces situación más o menos duradera, lo que no sucede con la centella.

Efectos peculiares de la embriaguez son los que el Santo llama “emisiones”, es decir, exhalaciones o expansiones de divinas alabanzas: “Las emisiones de estas embriaguez de amor duran todo el tiempo que ella dura algunas veces; porque otras, aunque la hay en el alma, es sin las dichas emisiones, y son más y menos intensos, cuando las hay, cuanto es más y menos intensa la embriaguez. Mas las emisiones o efectos de la centella ordinariamente duran más que ella, antes ella los deja en el alma, y son más encendidos que los de la embriaguez, porque a veces esta divina centella deja al alma abrasándose y quemándose de amor” (ib.).

La intensidad y duración de la embriaguez le sirve al Santo de referencia para disertar sobre el amor nuevo y viejo, por semejanza a lo que acontece con el vino nuevo y el añejo (CB 25,911). Concluye la prolongada alegoría con estas palabras: “En este vino, pues, de amor ya probado y adobado en el alma, hace el divino Amado la embriaguez divina que habemos dicho, con cuya fuerza envía el alma a Dios las dulces y sabrosas emisiones” (CB 25,12).

En la Llama se sirve de estas ideas relativas a las mercedes de la centella y de la embriaguez (LlB 3,49) para reiterar la tesis de que la correlación natural entre conocimiento y amor se rompe en el orden sobrenatural, “ya que muchas veces se sentirá la voluntad inflamada o enternecida o enamorada sin saber ni entender cosa más particular que antes, ordenando Dios en ella el amor” (LlB 3,50). Cuando la “llama de amor” penetra en lo íntimo del alma la fortalece e impulsa como suele suceder con la embriaguez: “Juntamente con la estimación que ya tiene de Dios, tal fuerza y brío suele cobrar y ansia con Dios, comunicándose el calor de amor, que, con grande osadía, sin mirar en cosa alguna, ni tener respeto a nada, en la fuerza y embriaguez del amor y deseo, sin mirar lo que hace, haría cosas extrañas e inusitadas por cualquier modo y manera que se le ofrece por poder encontrar con el que ama su alma” (N 2,13,5). Como siempre, es perfecto el retrato plástico de la embriaguez “a lo espiritual”.

El Santo encuentra una representación o paradigma en María Magdalena cabe el sepulcro: “Esta es la embriaguez y osadía de amor, que, con saber que su Amado estaba encerrado en el sepulcro con una gran piedra sellada y cercado de soldados … no le dio lugar para que alguna de estas cosas se le pusiese delante, para que dejara de ir antes del día con los ungüentos para urgirle” (N 2,13,6), y para preguntar al hortelano quién le había hurtado (ib. 7).

En cuanto la embriaguez significa salir de sí, transformarse y absorberse en Dios, permanece siempre como deseo ardiente del alma que aspira a la vista esencial del Amado. Es lo que describen las últimas estrofas del Cántico (en especial 37-38) con referencia al “mosto de granadas”. Las  granadas significan “los misterios de Cristo y los juicios de la sabiduría de Dios” (CB 37,7). El mosto “es la fruición y deleite de amor de Dios, que en la noticia y conocimiento de ellas –las granadas– redunda en el alma” (ib. 8). El alma ansia siempre penetrar más en el conocimiento y amor de Cristo, en sus profundas cavernas, que son “los subidos y altos y profundos misterios de su sabiduría” (CB 37,3). En estas cavernas de Cristo “desea entrarse bien de hecho el alma, para absorberse y transformarse y embriagarse bien en el amor de la sabiduría de ellos, escondiéndose en el pecho de su Amado” (CB 37,5; 38,5).

Eulogio Pacho

Eliseo, Profeta

Eliseo (=Dios es mi salvación) está unido inseparablemente a  Elías. Primero como discípulo y posteriormente como sucesor suyo, escogido por el mismo Yahvé (I Re 19, 16). Como Elías y los demás profetas realiza la misión que les era encomendada: dirigir al pueblo, manifestándole la voluntad de Yahvé. Es el significado de la expresión con la que Eliseo se dirige a Elías: “¡Padre mío, padre mío! ¡Carro de Israel y auriga suyo!” (II Re 2, 12), que es la que le dirige a su vez a él Joás de Israel cuando el profeta enfermó de muerte (ib. 13, 14). Eliseo que se consideraba “primogénito” de Elías en el discipulado, pide a su maestro “dos partes” de su espíritu, es decir, una participación doblada en lavherencia, de acuerdo con Dt 21, 15. La presencia de Eliseo en el II libro de los Reyes es muy extensa. Se inicia en el c 2, continúa en la mayor parte del 3, enteramente dedicados a él los cc 4 y 5. También es el personaje de los cc 6, 7, 8 y 9. Al final del 13 se da cuenta de su enfermedad, muerte y sepultura (ib. 14, 20).

Los datos estrictamente biográficos que se dan en esas páginas de Eliseo son muy pocos: su pertenencia a una familia acomodada de Abel Meholah, hijo de Safat. En cambio, es extensa y variada la que se puede llamar historia taumatúrgica del profeta, que se inicia apenas ha sucedido a Elías: paso del Jordán en sentido inverso al que hizo antes del rapto de aquél, y la sanación de las aguas (II Re 14, 19-22). Esta actividad prodigiosa se prolonga durante toda su vida y más allá de la muerte, cuando un difunto resucitó al contacto con sus huesos en la sepultura (ib. 13,21). No es fácil aislar los posibles elementos legendarios de la larga serie de prodigios del profeta. Pueden distribuirse en dos series, si bien ambas acreditan su misión de conductor del pueblo: Unos son en favor de gentes pobres; otros, en cambio, en beneficio de acomodados, como la Sunamita (ib. 4, 8 ss; 8, 1 ss). Otras veces su acción afecta a los reyes o personajes de la corte, como el caso de Naamán de Siria (ib. 5) y la ayuda prestada a los ejércitos coaligados de Judá y Edom contra el moabita Mesa (ib. 3). Repetidas fueron sus intervenciones contra el rey de Damasco, Ben-Adad, enemigo de Israel (II Re 6, 8-23; ib 7, 20). Finalmente cumplió el encargo de Elías ungiendo por medio de un discípulo suyo a Jehú.

También se hace un elogio de Eliseo junto al de Elías en el Eclesiástico (48, 12-16), asegurando que “para él nada fue imposible” (ib. 14) y que ningún mortal le subyugó (ib. 13). En otros lugares de las narraciones del II de los Reyes se alude a su caráctr terrible y a sus reacciones, característica de los profetas del tiempo (ib. 2, 23-24; 3, 14-15; 13, 19).

En la Orden del Carmen entró igualmente asociado a Elías. Aparte el culto litúrgico con que fue honrado, los Carmelitas tuvieron especial empeño en preservar sus reliquias y procuraron recuperar sus restos según mandato del Capítulo General de 1369. No deja de sorprender que, pese a esta acendrada tradición en la Orden, que distinguía también a Eliseo con el apelativo familiar de “padre nuestro”, J. de la Cruz, que asume este apelativo, no le recuerde más que en una ocasión (S 2,26, 15) comentando sendos episodios narrados en el 2º libro de los reyes (5,26 y 6,1112). Ni la narración bíblica ni la tradición de la orden le sugerían otras aplicaciones espirituales.

Alberto Pacho

Elías, Profeta

Los poquísimos datos seguros que conocemos del profeta Elías (= Yahvé es mi Dios) son los que nos ofrece la Escritura, tanto sobre su vida como sobre su misión. Nació en Tesbis, de Galaad en Transjordania (I Re 17, 1). Defendió el monoteísmo, es decir, el culto de Yahvé durante los reinados de Acad y su hijo Ococías (874-849), enfrentándose en guerra sin cuartel contra la reina Jezabel (I Re 18,19), lo que le obligó a desplazamientos por toda Palestina y regiones adyacentes: Sarepta (Fenicia), el Carmelo, lugar de los momentos más dramáticos de su lucha: El-Muhraqah, sudeste de la cordillera del Carmelo, con el sacrificio yvdegollación de los profetas de Baal (I Re 18); visión de la nubecilla y la lluvia (ib 41-45); Gebel Musa, en la cumbre del Horeb, región del Sinaí, con la epifanía de Yahvé y la triple misión de ungir a los reyes de Damasco e Israel y a su propio sucesor,  Eliseo (ib 19, 15-16). Su muerte, el “rapto”, tuvo lugar en las proximidades de Jericó, pasado el Jordán.

También se encuentra en la Biblia (Eclo 41, 1-12) el retrato espiritual del Profeta, colocado entre las grandes figuras de Israel, desde los patriarcas a los que fueron fieles a Yahvé, exaltando su palabra ardiente y los prodigios que realizó en nombre de Yahvé; su poder sobre la muerte, su rapto y su misión futura. Esa desaparición o muerte misteriosa hizo surgir la certeza de su supervivencia y una misión futura (II Re 2, 15-18), que evoca su vida anterior de presencia y ocultamiento (I Re 18,12). Esa creencia fue recogida por el profeta Malaquías (4, 3-4), repetida por Jesús ben Sirac, y está presente en los sinópticos (Mt 17, 10-13; Mc 9, 11-12), con la correspondiente rectificación de Jesús, que fijó la realización de esa segunda presencia en Juan Bautista.

En la tradición judía la figura de Elías está muy desarrollada, pero llena de elementos fabulosos, idealizada, pero siempre como una realidad cercana y milagrosa. Desde la tradición judía y cristiana pasó al Islam. El Corán le recuerda (VI, 85, XXXVII, 123-130).

También entró en la tradición patrística, a partir del s. III, resaltando algunos rasgos peculiares: la oración y el poder de la misma. Pronto fue convertido en modelo de vida eremítica, a la par de Eliseo y Juan Bautista. S. Atanasio levpropuso como modelo y patrono de vida solitaria (Vita Antonii: PG 26, 752).

La Edad Media se mantuvo siempre fiel a este ideal, acentuando las virtudes de las que se le hizo modelo.

El acceso de los Carmelitas a Elías se debe más que a la Regla de S. Alberto, que no le cita, al hecho del estacionamiento en el Monte Carmelo, donde resultaba tan fácil evocar al gran profeta. El paso del tiempo favoreció desde ese punto de partida la elaboración de la conocida leyenda de los orígenes elianos de la Orden.

Para J. de la Cruz, como para cualquier carmelita de su tiempo, Elías ocupaba puesto destacado en su vida espiritual; era Padre de la propia familia religiosa en doble sentido: como hipotético fundador y como paradigma espiritual. De ahí que el Santo introduzca siempre su nombre precedido de la designación familiar: “Nuestro padre Elías”. Todas las referencias sanjuanistas aparecen vinculadas al dato bíblico, no a sucesos específicos de la Orden o de la leyenda. Recuerda J. de la Cruz (S 2,20, 2) que Elías fue el mensajero escogido por Dios para comunicar al rey Acab el castigo por su grave pecado, según la narración del 3 de los Reyes (21,2l). De la misma fuente bíblica proceden igualmente las otras referencias elianas, como cuando escribe el Santo (S 3,42,5) que Dios se apareció al profeta en el monte Horeb (3 Re 19,8).

Para J. de la Cruz la topología peculiar de Elías es muy concreta: es uno de los pocos paradigmas bíblicos que sirven para aceptar, o no, una visión clara, facial, de Dios en esta vida. En tres ocasiones aduce el Santo el caso concreto de Elías. Al momento de “probar” con argumentos bíblicos que ninguna “noticia” del entendimiento puede ser medio próximo para conocer a Dios como es, se remite a los casos de Moisés (Ex 33,20) de Pablo (1 Cor 2,9) y de “Elías, nuestro Padre”, que “en el monte se cubrió el rostro en la presencia de Dios” (S 2,8,4). Tratando más adelante de las visiones de sustancias separadas o incorpóreas, sostiene que no son de esta vida, “si no fuese alguna vez por vía de paso y esto dispensando Dios no salvando la condición y vida natural”. De nuevo apoya su pensamiento el Santo en los casos de Moisés, Pablo y Elías. Escribe a este propósito: “Mas estas visiones tan sustanciales, como las de san Pablo y Moisés y nuestro Padre Elías, cuando cubrió su rostro al silbo suave de Dios, aunque son por vía de paso, rarísimas veces acaecen, y casi nunca y a muy pocos, porque lo hace Dios en aquellos que son muy fuertes del espíritu de su Iglesia y ley de Dios, como fueron los tres arriba nombrados” (S 2,24,3).

La escena de Elías “a la boca de la cueva” escuchando el silbo delgado del aire, evoca siempre en J. de la Cruz el tema de la visión de Dios en esta vida. La idea y la cita obligada del texto anterior se repite en el Cántico: “Que por significar este silbo la dicha inteligencia sustancial, piensan algunos teólogos que vio nuestro Padre Elías a Dios en aquel silbo del aire delgado que sintió en el monte a la boca de la cueva” (3 Re 19,12: CB 14-15,14). Mantiene, pues, la opinión de que Elías ha sido uno de los pocos favorecidos con la visión clara de Dios en esta vida. No es fácil averiguar si J. de la Cruz incorporó en sus escritos otros rasgos peculiares de la tradición eliana del Carmelo. Es probable pero no ha dejado constancia explícita de ello. Era natural que viese al gran profeta como ejemplar de contemplación y modelo del celo por la gloria de Dios. Era la imagen típica de familia, recordada además en la liturgia propia de la Orden.

BIBL. — AA. VV., Elie le Prophéte selon les Ecritures et les traditions chrétiennes, 2. vol. Paris, Desclée de Brouwer, 1956; AA. VV., Elie le prophéte. Ed. Peeters, Lovaina; MIGUEL ANGEL BARRERO, Las narraciones de Elías y Eliseo en los libros de los Reyes. Formación y teología. Murcia 1996; RAFAEL Mª LÓPEZ MELÚS, El profeta Elías, padre espiritual del Carmelo, Onda 1986; AA. VV., El profeta Elías, Padre de los Carmelitas, Burgos, Monte Carmelo, 1998, versión de la revista Carmel 1983/3 y 1995/2.

Alberto Pacho

Ejercicio/s

Juan de la Cruz establece diferencia entre ejercicio y ejercicios, no tanto en la literalidad cuanto en lo contextual. Apela con frecuencia al uso de sinónimos e imágenes variadas para referirse a uno y a otros. Los más próximos son: camino, puerta,  búsqueda, seguimiento, servicio y acto, con sus correspondientes verbos; también obra-obrar, y el genérico hacer, entre otros vocablos

I. Ejercicio y ejercicios

El ejercicio por antonomasia no indica un determinado número de prácticas espirituales; abarca todo lo que el hombre ha de hacer si quiere alcanzar la perfección; su referencia directa está en el texto evangélico de Mc 8, 34-35, comentado por el Santo en Subida (2,7). Este capítulo es como el eje de todo ejercicio del espíritu, y encierra “aquella tan admirable doctrina, no sé si diga tanto menos ejercitada de los espirituales cuanto les es más necesaria, la cual, por serlo tanto y tan a nuestro propósito, la referiré aquí toda y declararé según el germano y espiritual sentido de ella” (S 2,7,4). Prosigue el Santo: “¡Oh, quién pudiera aquí ahora dar a entender y a ejercitar y gustar qué cosa sea este consejo que nos da aquí nuestro Salvador de negarnos a nosotros mismos, para que vieran los espirituales cuán diferente es el modo que en este camino deben llevar del que muchos de ellos piensan! Que entienden que basta cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas; y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la  oración y seguir la  mortificación, mas no llegan a la  desnudez y pobreza, o enajenación o pureza espiritual … porque el verdadero espiritual antes busca lo desabrido en  Dios que lo sabroso, y más se inclina al padecer que al consuelo, y más a carecer de todo bien por Dios que a poseerle, y a las sequedades y aflicciones que a las dulces comunicaciones, sabiendo que esto es seguir a  Cristo y negarse a sí mismo, y esotro, por ventura, buscarse a sí mismo en Dios, lo cual es harto contrario al amor. Porque buscarse a sí en Dios es buscar los regalos y recreaciones de Dios; mas buscar a Dios en sí es no solo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del  mundo; y esto es amor de Dios” (S 2,7,4-5.8).

El proceso espiritual aparece así como un empeño permanente de recorrer  “el camino” que lleva a Dios “con ejercicios y obras exteriores” animadas por la disposición interior, que se define, a su vez, “el ejercicio que interiormente estas almas hacen con la voluntad” (CB 25,5).

Al describir el sendero de la perfección evangélica (S 1,13) reafirma el Santo la relación permanente, que existe, según él, entre el “ejercicio de seguir a Cristo” y las prácticas concretas de cada caso y momento. Los cuatro avisos fundamentales, “aunque son breves y pocos, yo entiendo que son tan provechosos y eficaces como compendiosos, de manera que el que de veras se quisiese ejercitar en ellos, no le harán falta otros ningunos, antes en éstos los abrazará todos” (S 1,13,2). El primer aviso y más importante ejercicio es fundamento de todo lo que se sigue y reafirmación de lo precedente: “Traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3; S 2,29,9). El reiterado procure de este capítulo es básico en la pedagogía sanjuanista y refunde la mayoría de los Avisos del Santo.

El criterio fundamental que ha de guiar en el “ejercicio espiritual”, según el Santo, reza así: “El camino y subida para Dios sea un ordinario cuidado de hacer cesar y mortificar los apetitos” (S 1,5,4 y 7; cf. LlB 2,28). Por desgracia, según él: “Son muy pocos los que sufren y perseveran en entrar por esta puerta angosta, y por el camino estrecho que guía a la vida” (S 2,7,11; N 1,11,4; N 2,16,9; CB 36,13; CB 37,4; LlB 2,27).

II. Graduación y modalidades

Antes de que el alma llegue al matrimonio espiritual “primero se ejercita en los trabajos y amarguras de la  mortificación, y en la  meditación de las cosas espirituales … Después entra en la vía contemplativa, en que pasa por las vías y los estrechos del amor” (S 2,14,7-8; CB 22,3; LlB 3,32). Experimenta el ejercicio interior de la noticia general amorosa, sin que haya de dejar la meditación (S2,13,7; 15,1; 15,5; N 1,10,3-4; LlB 3,33.35). Es el momento del sosiego y la quietud. Esto es todo su hacer, “para no estorbar y perder los bienes que Dios por medio de aquella paz y ocio del alma está asentando e imprimiendo en ella” (N 1,10,5). Habrá que estar alerta a las señales indicadoras de que se ha llegado a este estado (S 2,13,3,6). Para esto ha de perderse a sí misma progresivamente según Mt 16, 25 (CB 29,11).

Los primeros ejercicios concretos que se recomiendan al espiritual deben orientarse al dominio de lo sensible, es decir: “el ejercicio de los sentidos y fuerza de la sensualidad” (S 3,26,4), porque de este modo “han de crecer y aumentar las otras fuerzas contrarias” (S 3,26,4). La propuesta contiene una aparente paradoja. El ejercicio de los sentidos exteriores e interiores es impedimento para el progreso espiritual, pues “cuanto ellos de suyo más se ponen en ejercicio, tanto más estorban” (CB 16,11), como deduce el Santo de la autoridad paulina (1 Cor 2,14). Estando así las cosas, lo correcto sería frenar el ejercicio de los sentidos. Se resuelve la paradoja teniendo en cuenta el doble sentido que atribuye el Santo en este contexto al término ejercicio, distinguiendo entre su simple mecanismo físico y su actuación espiritual. Se expresa así: “Como quiera que el ejercicio de los sentidos y fuerza de la sensualidad contradiga … a la fuerza y ejercicio espiritual, de aquí es que menguando y acabando las unas de estas fuerzas, han de crecer y aumentarse las otras fuerzas contrarias, por cuyo impedimento no crecían” (S 3,26,4).

De hecho, “las cosas del sentido y el conocimiento que el espíritu puede sacar por ellas son ejercicio de pequeñuelo” (S 2,17,6). Contradecir la vida del sentido acarrea “una grande disposición para recibir bienes de Dios y dones espirituales” (S 3,26,4). Desfallecer a las cosas que no son Dios es el primer grado en la escala del amor (N 2,19,1).

La “vida espiritual perfecta, que es posesión de Dios por  unión de amor … se alcanza por la mortificación de todos los vicios y apetitos y de su misma naturaleza totalmente; y hasta tanto que eso no se haga, no se puede llegar a la perfección de esta vida espiritual de unión con Dios” (LlB 2,32). El ejercicio de la mortificación y del padecer se ha de preferir al de otros ejercicios y penitencias para con la mitad de empeño y tiempo aprovechar más (S 1,8,4; LlB 2,25). Porque “todo uso de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo, y los apetitos y gustos de criaturas” (LlB 2,33) es ejercicio del hombre viejo.

III. Las virtudes, ejercicio permanente

En cualquier estadio de la vida espiritual el ejercicio de las  virtudes es imprescindible. Las virtudes son el mayor servicio que un alma puede hacer a Dios (CB 16,1). Lo percibe el alma cuando en la 3ª canción del Cántico canta: “Iré por esos montes y riberas”, que comenta el Santo: “Por los montes, que son altos, entiende aquí las virtudes: lo uno, por la alteza de ellos; lo otro por la dificultad y trabajo que se pasa en subir a ellas, por las cuales dice que irá ejercitando la vida contemplativa. Por las riberas, que son bajas, entiende las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales, por las cuales también dice que irá ejercitando en ellas la vida activa, … porque, para buscar a lo cierto a Dios y adquirir las virtudes, la una y la otra son menester … Esto dice, porque el camino de buscar a Dios es ir obrando en Dios el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,12; 3,4).

En otro lugar afirma el Santo: “Las virtudes por sí mismas merecen ser amadas y estimadas … y ejercitarlas por lo que son en sí y por lo que de bien humana y temporalmente importan al hombre” (S 3,27,3). Son el medio idóneo para encontrar a Dios: “el que [a Dios] busca por el ejercicio y obras de las virtudes, dejado aparte el lecho de sus gustos y deleites, éste le busca de día, y así le hallará” (CB 3,3). Pues “el que quisiere … aprovechar en las virtudes y gozar de la consolación y suavidad del Espíritu Santo, no, no podrá si no procura ejercitar con grandísimo cuidado los cuatro avisos siguientes, que son: resignación, mortificación, ejercicio de virtudes, soledad corporal y espiritual” (Avisos a un religioso 1, 2 y 5). También se ha de tener en cuenta que las virtudes “que se adquieren … con trabajo por la mayor parte son más escogidas y esmeradas y más firmes que si se adquiriesen sólo con el sabor y el regalo del espíritu, porque la virtud en la sequedad y dificultad y trabajo echa raíces” (CB 30,5; 22,7).

El ejercicio virtuoso ataja además la sequedad de espíritu (CB 17,2), ya que las virtudes se generan por los actos de amor (CB 30,4). El acto virtuoso “produce en el alma y cría juntamente suavidad, paz, consuelo, luz, limpieza y fortaleza” (S 1,12,5). Las virtudes son escudos que vencen los vicios y defensa; así como premio y corona del trabajo (CB 24,9). El ejercicio de las virtudes se alcanza en la experiencia de la noche (N 1,13,6): “Nace el amor al prójimo, porque los estima y no los juzga como antes solía cuando se veía a sí con mucho fervor y a los otros no” (N 1,12,8). La obediencia como virtud concreta obra en este momento de la noche: “Como se ven tan miserables, no sólo oyen lo que les enseñan, mas aun desean que cualquiera los encamine y diga lo que deben hacer” (N 1,12,9). Si la noche purificadora alcanza sus frutos es porque en ella operan las virtudes en conjunto: “La paciencia y longanimidad, que se ejercita bien en estos vacíos y sequedades, sufriendo el perseverar en los espirituales ejercicios sin consuelo y sin  gusto. Ejercítase la caridad de Dios, pues ya no por el gusto atraído y saboreado que halla en la obra es movido, sino sólo por Dios. Ejercita aquí también la virtud de la fortaleza, porque en estas dificultades y sinsabores que halla en el obrar saca fuerzas de flaquezas y así se hace fuerte. Y finalmente, en todas las virtudes, así teologales como cardinales y morales, corporal y espiritualmente se ejercita el alma en estas sequedades” (N 1,13,5).

IV. En el centro, la caridad

Naturalmente la caridad es la que da valor y consistencia a las demás virtudes, incluso en la función purificativa: “Ni más ni menos, vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad de cualquier cosa que no es Dios, y sólo se los pone en él; y así esta virtud dispone esta potencia y la une a Dios por amor. Y así, porque estas virtudes tienen por oficio apartar al alma de todo lo que es menos que Dios, le tienen consiguientemente de juntarla con Dios” (N 2,21,11; N 2,19,2,3).

La centralidad de la caridad es reafirmada por el Santo de muchas maneras. “En el amor se asientan y conservan las virtudes; y todas ellas, mediante la caridad de Dios y del alma se ordenan y ejercitan entre sí” (CB 24,7). “Todas estas virtudes están en el alma como tendidas en amor de Dios, como en sujeto en quien bien se conservan … porque todas y cada una de ellas están siempre enamorando al alma de Dios, y en todas las cosas y obras se mueven con amor a más amor de Dios” (CB 24,7). La obra por excelencia del alma es amar a Dios como perfección y cumplimiento de los trabajos padecidos (CB 9,7). Las obras que hace por Dios, ni las esconde con vergüenza, no se afrenta por ellas ante el mundo, pero, sobre todo, “el alma con ánimo de amor, antes se precia de que se vea” (CB 29,7).

Para llegar a esta pureza y llaneza en el amor a Dios, el alma ha tenido que abandonar los gustos y sabores, incluso los que le proporcionaban los ejercicios y obras espirituales (N 1,13,12; CB 29,1). Para J. de la Cruz la “única cosa necesaria” del Evangelio (Lc 10,42) consiste en “la asistencia y continuo ejercicio de amor en Dios … así en la vida activa como en la contemplativa”. Llegada el alma al estado de unión “no le es conveniente ocuparse en otras obras y ejercicios exteriores que le puedan impedir un punto de aquella asistencia de amor en Dios, aunque sean de gran servicio de Dios, porque es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas” (CB 29,1-2).

En el estado de perfección que se puede adquirir en esta vida, hay un momento en que amar es el único ejercicio: el alma no deja nada para sí; toda su capacidad y habilidad, todas las potencias se emplean en el servicio del Esposo; no se ocupa en otras cosas ajenas a Dios (CB 27,8; 28,2-3; 28,8-9).

Es lo que llama el Santo ‘caudal del alma’ que, ahora en este estado privilegiado, hasta en los primeros movimientos obra en Dios y por Dios (CB 28,5). “Todo el ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquier manera que sea, siempre la causa más amor y regalo de Dios …; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios … ya todo es ejercicio de amor” (CB 28,9). Más adelante, cuando Dios ha levantado el alma a la unión de amor, lo único deseable es “emplear el alma y ejercitar en las propiedades que tiene el amor” (CB 36,3).

V. Ejercicios y actividades

El ejercicio de la virtud de la humildad lleva consigo la tarea del conocimiento propio y el vencimiento del primer vicio capital que es la soberbia espiritual, siendo el conocimiento propio el ayo que educa en la humildad (N 1,12,7; 13,1). El conocimiento de sí consiste, según J. de la Cruz en “no se andar ya a deleites y gustos, y fortaleza para vencer las tentaciones y dificultades” (CB 4,1; 3,10), “sólo entendiendo en ir por los montes y riberas de virtudes” (CB 4,1) Este trabajo de conocerse bien a sí mismo es condición y el primer peldaño para ir al conocimiento de Dios, que es el fundamento (N 1,12,5), no sólo en los principios del camino espiritual sino en la consolidación de la vida de perfección (N 2,18,4). Es propio de la consideración y discurso racional del alma el ejercitarse en el propio conocimiento. El de las criaturas es el segundo escalón (CB 4,1). La  noche con sus sequedades y vaciamiento de las potencias, sitúa al hombre en el lugar que le conviene “al conocer de sí la bajeza y miseria que en el tiempo de prosperidad no echaba de ver” (N 1,12,2).

En la óptica sanjuanista también puede extenderse el concepto de ejercicio espiritual a ciertas actividades, que “provocan o persuaden a servir a Dios”, por lo que se consideran “bienes provocativos” (S 3,45). Tales pueden considerarse los predicadores y directores espirituales. El ejercicio de la predicación tiene dos vertientes según J.: la de los predicadores y la de los oyentes. “A los unos y a los otros no falta que advertir cómo han de guiar a Dios el gozo de su voluntad … acerca de este ejercicio” (S 3,45,1). Ha de buscarse el aprovechar al pueblo. La vanidad es mala arte para encaminar y hacer crecer la fe de los oyentes. Conviene tener presente que el ejercicio de la predicación “es más espiritual que vocal; porque, aunque se ejercita con palabras de fuera, su fuerza y eficacia no la tiene sino del espíritu interior” (S 3,45,2). Por lo que respecta al oyente, el Santo avisa que, si se inclina hacia lo sabroso del ropaje del lenguaje “muy poco o nada de jugo pega a la voluntad; porque comúnmente se queda tan floja y remisa como antes para obrar” (S 3,45,4).

También advierte a los ministros de la palabra que los hombres no se van a convertir, precisamente, por sus muchos sermones y obras exteriores. A ellos les recomienda sin paliativos que gasten la mitad del tiempo “en estarse con Dios en oración … Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco menos que nada … las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios” (CB 29,3).

El Santo tiene una palabra de advertencia a los directores de espíritus, acerca de los ejercicios en que han de encaminar a sus dirigidos: “Han de enderezar [a las almas] en la perfección por la fe y la ley de Dios … Y conforme al camino y espíritu por donde Dios las lleva, procuren enderezarlas en mayor soledad y tranquilidad y libertad de espíritu, dándoles anchura para que no aten el sentido corporal y espiritual a cosa particular interior ni exterior, cuando Dios las lleva por esta soledad, y no se penen ni se soliciten pensando que no se hace nada; aunque el alma entonces no lo hace, Dios lo hace en ella. Procuren ellos desembarazar el alma y ponerla en soledad y ociosidad, de manera que no esté atada a alguna noticia particular de arriba o de abajo, o con codicia de algún jugo o gusto, o de alguna otra aprehensión, de manera que esté vacía en negación pura de toda criatura, puesta en pobreza espiritual. Y esto es lo que el alma ha de hacer” (LlB 3,46). Un poco antes ha escrito el Santo acerca de la ineptitud de algunos maestros espirituales que no saben ejercitar convenientemente a las almas que van pasando del estado de principiantes al de aprovechados (LlB 3, 53). Los ejercicios en que ha de entrenar el alma son, además de lo dicho en el texto citado anteriormente, “desprecio del mundo y mortificación de sus apetitos”, –que es oficio de desbastador– “o, cuando mucho, entallador, que será ponerla en santas meditaciones, y no sabes más, ¿cómo llegarás esa alma hasta la última perfección de delicada pintura … en la obra que Dios en ella ha de ir haciendo? … Porque ¿en qué parará, ruégote, la imagen si siempre has de ejercitar en ella no más que el martillar y desbastar, que en el alma es el ejercicio de las potencias?” (LlB 3,58).

No puede cerrarse la consideración sobre el ejercicio de las virtudes sin recordar un principio fundamental, bien destacado por J. de la Cruz: las virtudes “no las puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin la ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas en el alma sin ella” (CB 30,6; 31,4; 24,3).

Tampoco se olvida el Santo de recordar que el ejercicio habitual y perseverante de la virtud ahuyenta al demonio, pues el alma entrada en el “escondrijo del interior recogimiento con el Esposo, donde ella, estando ya tan puesta, está tan favorecida, tan fuerte, tan victoriosa, con las virtudes que allí tiene … con grande pavor [el adversario del alma] huye muy lejos y no osa parecer; y porque también, por el ejercicio de las virtudes … de tal manera le tiene ahuyentado y vencido el alma” (CB 40,3). Así mismo las virtudes se vuelven fuertes, seguras y amparadas en el estado de unión como “cuevas de leones … Teme mucho el  demonio al alma que tiene perfección” (CB 24,4).

Antonio Mingo

Amistad

Teresa es buen testigo de la amistad en su doble manifestación: amistad puramente humana y amistad espiritual. Es también maestra del tema, pero menos a nivel de reflexión filosófica que en el plano teológico espiritual.

De la amistad, ella tiene el típico concepto clásico: amistad es amor recíproco y desinteresado, amor del uno al otro pero correspondido por éste. Como en la filosofía clásica, también ella tiene de la amistad un concepto abierto, realizable en planos diversos: entre familiares (paterno-filial, fraternal, entre parientes próximos y lejanos), entre compañeros, entre dos personas o en grupo. Y dentro de éste último, la amistad comunitaria entre todos los miembros de la casa religiosa.

En contra de la filosofía clásica-aristotélica, y de acuerdo con la teología de santo Tomás, Teresa extiende el concepto de amistad a la relación de amor entre Dios y el hombre, entre Jesucristo y ella. Esta última extensión del concepto de amistad divino-humana no es metafórica ni sólo simbólica: Teresa la afirma en todo su realismo, hasta el punto de convertirla en una de las piezas maestras de su ideario espiritual. Su idea fundamental de Dios es la de un Dios-amigo. Lo mismo que Jesucristo: “Qué buen amigo” (V 8,6), “es amigo verdadero” (V 22,6).

El calificativo de amor recíproco “desinteresado” no es un matiz accesorio de la amistad. Le es esencial. El “interés” en el amor es un ingrediente que deteriora o adultera la amistad. A este deterioro se debe que el mundo esté lleno de falsas amistades: “Con qué amistad se tratarían todos, si faltase interés de honra o de dineros. Tengo para mí se remediaría todo “ (V 20,27).

Su experiencia personal

Entre las experiencias cruciales de su vida, Teresa vivió un largo episodio de amistades humanas, que influyó decisivamente en su pensamiento. Le ocurrió a lo largo de los 28-38 años de edad, siendo ya religiosa. Al recuperarse física y psicológicamente de la enfermedad que la tuvo postrada en el lecho durante un trienio largo, Teresa cedió al encanto de las amistades personales, no entre las religiosas de la comunidad, sino con personas de fuera, especialmente con caballeros de la ciudad de Ávila. No es claro hasta qué punto esas amistades comprometieron su afectividad. Lo cierto es que hicieron aridecer su vida espiritual. Hasta el punto de reducirla a la impotencia para desprenderse de ellas y recuperar la libertad interior. Impotencia para el desenganche afectivo, y pérdida de la libertad interior, son los dos aspectos negativos que ella subraya al hacer el balance de aquellos hechos (V 24). Otro impacto, también destacado en ese balance, es su influjo negativo en la relación afectiva de Teresa con Dios o con Cristo: “Ya yo tenía vergüenza de en tan particular amistad como es tratar de oración, tornarme a llegar a Dios” (V 7,1).

Teresa necesitó de una especial gracia mística para romper esas amarras, recuperar la libertad y elevarse al plano de la amistad teologal con Cristo. En “Vida” dedica un capítulo entero a referir esa gracia de liberación interior y exterior, sellada con la misteriosa palabra del Señor: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles” (24,5). Aposti­llada así: “Fue la primera vez que el Señor me hizo esta merced de arrobamientos” (ib).

A partir de ese momento no sólo concentra en Cristo su intensa capacidad amorosa, sino que vive y concibe su relación con Dios en términos de amistad. Dios y Cristo adquieren para ella rostro amigo. Es amistad la acción salvífica de Dios en su alma. La oración misma es “trato de amistad” entre los dos (V 8,5-6). Amistad siempre iniciada por El. Y desarrollada, misteriosa y progresivamente, en fuerza de la dinámica interna de la amistad misma hasta cimas inverosímiles. Para Teresa, en ningún otro caso la amistad llega a la plena realización tal como ocurre en esta amistad “hombre-Dios”, “Teresa-Cristo”. Basta recoger un sencillo ramillete de afirmaciones categóricas de la Santa acerca de todo esto:

– “Mucho os (nos) va en tener su amistad” (V 8,5).

– “Dios trata con ella (con el alma, con el hombre) con tanta amistad y amor, que no se sufre escribir (V 27,9).

– “La amistad que estoy obligada a tener a nuestro Señor…” (R 42).

– “Es gran cosa haber experimentado la amistad y regalo con que (El) trata a los que van por este camino (C 23,5)

– “Comienza (el Señor) a tratar de tanta amistad, que no sólo la torna a dejar su voluntad, mas dale la suya (de El) con ella; porque se huelga el Señor, ya que trata de tanta amistad…(de) cumplir El lo que ella le pide” (C 32,12).

– “Son tantas las vías por donde comienza nuestro Señor a tratar amistad con las almas, que sería nunca acabar… las que yo he entendido, con ser mujer…” (Conc 2,23).

– “¡Oh Señor…!, que es posible que aun estando en esta vida mortal se pueda gozar de Vos con tan particular amistad…! (Conc 3,14).

– “Es una amistad la que (El) comienza a tratar con el alma, que sólo las que lo experimentéis la entenderéis” (ib 4,1).

– “Es muy buen amigo Cristo” (V 22,10). “¡Qué buen amigo!” (ib17).

– “Oh Señor mío, cómo sois Vos el amigo verdadero” (V 25,17). “puedo tratar (con El) como con amigo, aunque es Señor” (V 37,5; cf R 3,1).

– “El Señor es muy amigo de amigos” (C 35,2).

Esa sublimación de la amistad, elevada al plano trascendente de la fe y de la experiencia mística, es vivida por Teresa con sumo realismo. Su amistad con Cristo no sólo la libera de las precedentes amistades dispersivas, mediatizadas y alienantes, sino que unificando y encauzando su afectividad, la capacita para abrirse en lo sucesivo a nuevas amistades humanas sumamente realistas, profundas, numerosas.

Amistades en la vida religiosa

Una de las ideas fundamentales de Teresa en su concepción de la vida religiosa es que la comunidad se realiza en la amistad. Tanto en el plano humano como en el evangélico, la vida en comunidad exige el amor cruzado y correspondido de todos los miembros que la componen. Para que eso sea posible, Teresa renuncia al esquema tradicional de comunidades altamente numerosas (masivas), en las que resulta difícil “conocerse y amarse” individualmente. De su viejo monasterio de la Encarnación, integrado por casi 180 monjas, al fundar San José ella opta por el extremo opuesto: comunidad formada por un grupo de solas trece, a la manera del colegio apostólico (“este colesio de Cristo”, dirá ella: CE 20,1), número que luego ampliará pero fijando siempre un tope numérico irrebasable. Otro tanto propondrá para las comunidades de frailes derivadas de Duruelo: “que aunque tuviesen muchas casas, en cada una hubiese pocos frailes” (R 67). Le interesa que la “hermandad” religiosa se realice en un grupo en que sea posible la dinámica de la amistad personal ilimitada: “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (C 4,7).

Para la mentalidad de su siglo era tan novedosa esa idea programática de las comunidades poco numerosas, que al publicarse los escritos de la Santa, será una de las páginas incriminadas por sus opositores, que la delatarán expresamente a la Inquisición.

En el grupo religioso, constituido en comunidad contemplativa, es fecunda la “soledad”. Pero es soledad en la comunidad. Sin “aislamiento”. “Gran mal es un alma sola entre tantos peligros” (V 7,20). “Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración… procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con sus oraciones, cuánto más que hay muchas ganancias… Crece la caridad con ser comunicada…” (ib 20-22). Estas convicciones, adquiridas por la Santa mucho antes de fundar la nueva comunidad de San José, las reafirmará dentro del nuevo estilo comunitario y contemplativo (C 4).

Por este motivo propondrá como primera condición para formar al orante o para dar vida a la comunidad contemplativa, “el amor de unos a otros” (C 4,4-5). “Amarse mucho unas a otras” es factor indispensable (C 4,5). Incluso cuando el mutuo amor sea imperfecto, la Santa lo prefiere a la carencia de amor. Le parece obvio: “¿qué gente hay tan bruta que tratándose siempre y estando en compañía y no habiendo de tener otras conversaciones… y creyendo nos ama Dios y ellas a El, que no cobre amor?” (C 4,10). Pero su última motivación es la evangélica: “si este mandamiento (del Señor) se guardase en el mundo…, aprovecharía mucho para guardar los demás.” (C 4,5).

Sin embargo, esa especie de primado del amor-amistad no impide que la Santa tenga una sensibilidad especial para las mal llamadas “amistades particulares”. Les dedica gran parte de los capítulos cuarto y quinto del Camino. No sólo son posibles en la comunidad religiosa, sino que ella las ha conocido en más de un monasterio “aunque no en el mío”, es decir, no en el de la Encarnación (C 4,16). Ella las caracteriza por lo que tienen de absorbente y esclavizante, por separatistas y monopolizadoras del afecto ajeno. Son germen de divisiones y bandos en el grupo. Y minan la hermandad comunitaria. Teresa las anatemiza: “son pestilencia” (C 7,10), es decir, son vectores de muerte o de males endémicos en la comunidad. A ella se le “hiela la sangre” ante la sola idea de que esas pseudoamistades puedan surgir en el pequeño monasterio de San José. Preferiría la previa destrucción de la casa, o “echar de sí esta pestilencia”. “Mucho más vale (la exclusión de esos miembros viciados), antes que pegue a todas tan incurable pestilencia. ¡Oh, que es gran mal!, Dios os libre de monasterio donde entra; yo más querría entrase en éste fuego que nos abrasase a todas” (C 7,11).

Para Teresa es evidente la incompatibilidad de esas pseudoamistades, con la amistad trascendente de la religiosa o del religioso con Cristo: “Cuando esto hubiese, dense por perdidas: piensen y crean que han echado a su Esposo de casa” (C 7,10).

BIBL. – E. Uribe, Amistad, plenitud humana, Teresa de Ávila, maestra de amistad, Bogotá 1977; Silverio S. T, Santa Teresa y sus relaciones de amistad, Burgos 1933.

T. Álvarez