CORDERO

(ovejas y cabras, chivo, pascua). Es para el Antiguo Testamento el animal sagrado (sacrificial) por excelencia. El Nuevo Testamento lo vincula con Jesús, «cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (cf. Jn 1,29.36), viniendo a convertirse de esa forma en un símbolo unificador del conjunto de la Biblia. Éstos son algunos de los textos y figuras con los que puede vincularse ese Jesús, Cordero de Dios.

Cordero de la Aquedah o ligadura de Isaac. Aparece vinculado al sacrificio de Isaac, al que sustituye (Gn 22,7-8). Sobre esa base aparece, con frecuencia, como signo de la vida humana. En esa línea se puede afirmar que Dios «perdonó» a Isaac, pero nos ha ofrecido la vida de su Hijo, como auténtico cordero salvador (cf. Rom 8,32).

Cordero pascual. Cuando salieron de Egipto, los hebreos sacrificaron el cordero y con su sangre pintaron el dintel y jambas de sus puertas, de manera que el ángel exterminador pasara de largo ante sus casas, sin matar a sus primogénitos (Ex 11,2-14). Por eso, ellos siguieron comiendo por los siglos el cordero de la pascua, en memoria del paso del Señor, en actitud de agradecimiento. Éste es el cordero que les permitía caminar hacia la libertad, manteniéndoles en vida en medio del gran riesgo de la muerte; era señal de Dios sobre la tierra.

Cordero profético. Al lado del cordero pascual influye la experiencia del cordero manso, que no se opone, ni combate, no se enfrenta con sus carniceros. En ese contexto, perseguido por sus enemigos, Jeremías se ha mirado a sí mismo como un «manso cordero llevado al matadero» (Jr 11,19). En esa línea avanza Segundo Isaías, cuando presenta al Siervo de Yahvé como cordero: «El Señor cargó sobre él nuestros crímenes. Maltratado, se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia se lo llevaron.

¿Quién meditó en su destino? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron» (Is 53,6-8). Este pasaje misterioso ha servido de reflexión para generaciones de creyentes, judíos y cristianos.

Cordero mesiánico. El texto más significativo está vinculado a un eunuco de la reina de Etiopía, que ha venido como prosélito judío al templo de Jerusalén, preguntando sobre el signo del cordero; pero en el templo no le han respondido y así vuelve sobre el carro sin saber lo que el cordero significa. Entonces se le acerca Felipe evangelista y «partiendo de este mismo pasaje» le presenta el Evangelio (cf. Hch 8,36-40). Comprender el sentido de ese cordero es comprender y aceptar el cristianismo. Sin más dilación, Felipe bautiza al eunuco, que no necesita más catecumenado.

Cordero que quita los pecados del mundo. El evangelio de Juan ha reflexionado sobre el tema del cordero que quita los pecados. Ciertamente, está en el fondo la experiencia de los sacrificios de Israel, entre los cuales se encuentra también el del cordero, para expiación de los pecados (cf. Lv 4,22; 5,7; 9,3; 14,12.24-25, Nm 6,12; etc.). En un sentido, la gran fiesta de la Expiación y de perdón de los pecados está vinculada al chivo* expiatorio (emisario) y no al cordero (cf. Lv 16), pero eso no impide que el conjunto de la liturgia israelita haya visto al cordero como animal expiatorio. Por otra parte, el ritual del sacrificio supone a veces que pueden emplearse por igual cabritos o corderos (Ex 12,5 indica que la pascua se puede celebrar con cordero o cabrito). Pues bien, desde el ese fondo se eleva la palabra de Juan* Bautista refiriéndose a Jesús: «Éste es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). El plural del texto evocado (Is 53,5 se ha vuelto aquí singular: en el fondo, según Juan, sólo hay un pecado, el rechazo del mundo que se opone a Dios. Pues bien, por medio de su entrega Jesús ha destruido ese pecado, volviendo a poner a los hombres ante el misterio de Dios.

(1) El libro del Cordero degollado (Ap 5,5-7) (libro*, ancianos*). En el contexto anterior se comprende la imagen del Cordero como personaje central del Apocalipsis, en la gran visión del Libro: Ap 5. La escena anterior (Ap 4) ha presentado a Dios sentado sobre el trono. Lleva en su derecha el libro de la historia de los hombres. Nadie puede abrirlo y el profeta llora. «Entonces uno de los ancianos me dijo: no llores, ha vencido el león de la tribu de Judá, el descendiente de David, para abrir el libro y desatar sus siete sellos. Entonces, entre el trono con los cuatro vivientes y el círculo de los ancianos, vi un Cordero: estaba de pie, como sacrificado; tenía siete cuernos y siete ojos que son los siete espíritus de Dios enviados a la tierra entera. Se acercó y recibió el libro de la mano derecha del que está sentado sobre el trono. Cuando recibió el libro, los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero… cantando un canto nuevo: ¡Digno eres de recibir el libro y de soltar sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,5-9). Normalmente, en los textos apocalípticos (como en Dn, 4 Esd, 2 Bar) suele haber primero una visión enigmática y después viene la aclaración, hecha por un ángel o hermeneuta superior. Aquí se invierte el orden: primero hay una palabra, de tipo israelita (el anciano habla al profeta del león vencedor: Ap 5,5), y luego viene la visión de tipo cristiano (el profeta mira y ve un cordero: 5,6). En ese contexto se entiende la escena. Lloraba el vidente, pues nadie podía abrir el Libro (Ap 4,4). Un Anciano con función de ángel (cf. 7,13; 10,4.8; 17,1; etc.) le consuela: Ha vencido el León de Judá (cf. Gn 49,9: reino davídico), como rey de estepa o selva, animal poderoso, conforme a una imagen conocida en Israel (cf. 1 Mac 3,3-4; 4 Esd 10,60–12,35) y su entorno. Ha vencido el retoño, descendiente, de David (del árbol de Jesé: cf. Is 11,1.10). Del plano animal (león) se pasa así al reino vegetal: árbol fuerte que revive y crece, cargado de vida y futuro, será el Cristo. El anciano dice al profeta que el león-retoño ya ha vencido, de manera que él puede abrir el libro cerrado, donde se contiene todo el despliegue de la historia del Apocalipsis. Pues bien, cuando el vidente mira no descubre un león, sino un Cordero (arnion) degollado, de pie, victorioso, en el centro del corro que forman los vivientes del tetramorfo* y los ancianos.

(2) La identidad del Cordero. Hemos visto al Cordero. Ahora debemos precisar mejor su sentido dentro del Apocalipsis. (a) Podría ser carnero luchador. Algunos piensan que el arnion que ha visto Juan no es un cordero, sino el carnero fuerte (Aries) de la constelación celeste, animal de guerra, como el de Dn 8,3-7. Varios textos apocalípticos (Test XII Pat y 1 Hen 89–90) presentaban la batalla final como combate de animales. En ese contexto debería entenderse el arnion-carnero del texto (cf. Ap 6,15-16; 14,1-5; 17,14). (b) Es Cordero degollado, pues Juan le llama así (es arnion), añadiendo que está degollado; no es carnero luchador (que se dice en griego krios, en los textos ya citados de Daniel LXX). Vence por su muerte, como el Siervo de Is 53; es signo pascual, salva a los hombres por su sangre (Ap 5,9; 7,14; 12,11), no a través de una guerra militar. (c) ¿Es Cordero de la akedah (sacrificio de Isaac: Gn 22)? La tradición judía ha destacado (cf. Targum de las Cuatro copas*) la importancia cósmica y salvadora del cordero de Isaac y en esa línea podrían entenderse algunos elementos de este cordero mártir mesiánico de Ap 5. Sea como fuere, la imagen del Cordero degollado emerge de la tradición israelita, de un modo especial de Is 53,7, donde se presenta al Siervo de Yahvé como «cordero llevado al matadero». La novedad del Apocalipsis está en que lo ha identificado con Jesús, Hijo del Hombre, presente en las iglesias (Ap 2–3) y en que lo muestra como degollado de hecho. Los siete cuernos son su fuerza, el poder de Dios, y se identifican en algún sentido con los siete ojos del mismo Dios que actúa de forma poderosa sobre el mundo. Juan nos había saludado de parte de los Siete Espíritus (Ap 1,4) que eran entorno, irradiación de fuego, del poder de Dios (4,5). Pues bien, ahora descubrimos que esos espíritus son ojos del Cordero que, asumiendo el poder de Dios (cuernos), dirige su mirada hacia todos los misterios de la realidad (cf. 3,1). Sólo el Cordero posee los Espíritus (ojos) de Dios y puede abrir el Libro, revelando sus secretos. El Mesías de Dios es un Cordero sacrificado que todo lo ve, que lo puede todo. Toda la trama posterior del Ap, hasta las Bodas del Cordero (21,1–22,5), brota de esta imagen: el Esposo final de la historia no es un demiurgo machista, sino el Cordero débil que se desposa en amor con la humanidad. Juan, el apocalíptico, ha formulado así su clave hermenéutica más honda. En una perspectiva convergente se sitúa la imagen en Juan evangelista, que presenta a Jesús como «cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36).

Cf. J. M. FORD, Revelation, AB 38, Doubleday, Nueva York 1975; B. J. MALINA, On the Genre and Message of Revelation. Star Visions and Sky Journeys, Hendrickson, Peabody MA 1985.

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CORAZÓN

Una de las palabras fundamentales de la teología bíblica. El corazón (leb) es la interioridad buena de Dios (cf. Gn 6,56; 8,21; 17,17). Es también la sede más honda de la experiencia humana, el lugar en el que se asientan los afectos, los sentimientos, las pasiones de su vida. Por un lado limita con la Ruah o Espíritu de Dios, que es el símbolo de la trascendencia, de la apertura del hombre a lo divino (en una línea que actualmente relacionaríamos con la gracia). Por otro lado, limita con el nephesh, que es algo así como el alma, el lugar del deseo de la vida. La tradición más occidental ha tendido a contraponer el entendimiento y el corazón, es decir, la racionalidad y el mundo de los sentimientos. Por el contrario, en la Biblia el corazón sigue siendo la sede no sólo de los afectos, sino también de las ideas y de los pensamientos. Para entender el sentido de corazón resulta ejemplar la formulación de shemá*: «Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón [leb], con toda tu alma [nephesh], con todas tus fuerzas [me’od]». Éstos son los tres niveles o momentos básicos de la vida humana: el corazón que es la sede básica de las decisiones, el alma o nephesh que expresa sus deseos y las fuerzas de la voluntad que expresan su poder. La Biblia no conoce un pensamiento puramente racional, desligado del corazón, pues el mismo corazón es el que piensa. En ese contexto se sitúa la bienaventuranza de los limpios de corazón (Mt 5,7), de quienes se dice que verán (conocerán) a Dios.

Cf. H. W. WOLFF, Antropología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca 1997.

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CONVERSIÓN, RETORNO

(gracia, Manasés, perdón). Uno de los temas principales de la antropología bíblica es la posibilidad y necesidad de una conversión del pueblo en cuanto tal o de los individuos que lo necesitan. En ese sentido, Israel puede definirse como «pueblo de la conversión», pueblo que retorna a su Dios, a quien se entiende también como Dios que se vuelve y acoge a su pueblo después del pecado*. Ése es el tema básico del mensaje de los grandes profetas anteriores al exilio (Amós, Oseas, Isaías, Jeremías) y el mensaje central del Deuteronomio. La misma institución del templo está al servicio de la conversión, es decir, del retorno hacia Dios. En el Nuevo Testamento, la conversión se encuentra más vinculada a la llegada del reino de Dios (o a la pascua de Jesús), que aparece como punto de partida del mensaje. De esa forma, la acción del hombre se concibe de manera consecuente, como respuesta a la acción salvadora de Dios. Eso significa que Dios no necesita que los hombres se conviertan para su salvación*, sino que les salva para que se conviertan.

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CONOCIMIENTO

(amor, sabiduría, revelación). Según la Biblia, más que un «ser que conoce» en sentido abstracto o racional, el hombre es un «ser que puede» (organiza el mundo) y «ama» (se vincula a otros seres humanos). Quizá podamos decir que conocer es poder, es amar, es saber.

Conocer es poder, capacidad de dominio sobre el mundo, en una línea que puede llevar hasta el límite de una divinización idolátrica. En ese sentido se ha de entender la imagen del árbol del conocimiento del bien* y del mal (cf. Gn 2–3), que Dios pone ante el hombre, diciéndole que no coma sus frutos. Éste es el árbol de la razón práctica, vinculado a la capacidad moral del hombre y, sobre todo, a su poder de su decisión. Éste es el árbol que lo define, situándolo ante una frontera que él no debe traspasar, pues en el momento en que quiera hacerse dueño del bien-mal se destruye a sí mismo. En esa misma línea, aunque de un modo muy distinto, se sitúa el mito griego, cuando pone de relieve el riesgo de aquellos que, como Prometeo, quieren hacerse dueños absolutos del fuego.

Conocer es amar y engendrar. Según la Biblia, el conocimiento primordial del hombre está vinculado al sexo y a la generación, de tal forma que Adán y Eva fueron incapaces de comer siempre del árbol del conocimiento del bien-mal, pero se conocieron uno al otro: «Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín; y ella dijo: por medio de Yahvé he adquirido [engendrado] un varón» (Gn 4,1). Esta forma de hablar no es un «eufemismo», una forma de evitar las palabras referidas al contacto o comercio sexual, sino un modo muy profundo de evocar la hondura del conocimiento humano que, en sentido radical, sólo llega a su plenitud en la relación total entre personas. Este conocimiento no es un comercio, como a veces se ha dicho (comercio sexual), sino una compenetración personal: cada uno se conoce a sí mismo en el otro, engendrando de esa forma vida.

Conocer es saber. Ciertamente hay un saber malo, que lleva a la destrucción, como ha destacado 1 Henoc* 6-36 cuando habla de las técnicas de guerra y destrucción que han ido surgiendo en el mundo. Pero el mismo libro de Henoc sabe que hay un conocimiento bueno, abierto en sueños y revelaciones hacia el secreto más profundo del cosmos y la historia. En esa línea del conocimiento salvador se sitúa Dn 12,3 cuando afirma que los sabios o entendidos (mashkilim) brillarán en la gloria de Dios. Entre esos sabios se encuentran, sin duda, los videntes apocalípticos, pero no sólo ellos, sino otros muchos que quieren conocer el mundo de Dios, como afirma el autor de Sab 6–9, cuando entiende el conocimiento no sólo como don divino, sino también como capacidad de interpretación de la realidad, en una línea que hoy llamaríamos científica: «[Dios] me concedió un conocimiento infalible de los seres, para descubrir la trama del mundo y la fuerza de los elementos; el comienzo, el fin y el medio de los tiempos, las alteraciones de los solsticios y el cambio de las estaciones; los ciclos del año y las posturas de los astros; la naturaleza de los animales y la furia de las fieras, la fuerza de los espíritus y las reflexiones de los hombres, las variedades de las plantas, las virtudes de las raíces. Todo lo conozco: esté oculto o manifiesto, porque la Sabiduría, artífice del cosmos, me lo ha enseñado» (Sab 7,17-22). Dios ha dado al hombre la capacidad de conocer los diversos planos de la realidad, no para destruir el mundo con su técnica posesiva (perversa), sino para vivir en armonía con el conjunto de la realidad, como sabe Gn 1,27-28.

Conocer es comunicarse: Padre del Hijo. El Nuevo Testamento supone que el conocimiento más profundo se expresa en el nivel de las relaciones personales, no sólo en una línea de relación hombre-mujer, sino en la línea de la comunión entre el Padre y el Hijo: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Conocer es engendrar dando la vida (Padre), conocer es acoger y responder (Hijo). En ese contexto se sitúan las palabras básicas del conocimiento de Jesús: «En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Yo te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado esto a sabios y entendidos, y lo has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues ésta ha sido tu voluntad» (Mt 11,25-26). Éste es un canto de agradecimiento, una bendición litúrgica que Jesús eleva ante Dios a quien confiesa por su acción salvadora. Frente a los sabios y entendidos, que en el contexto de Mt están representados por los habitantes orgullosos de Corozaím, Betsaida y Cafarnaún (Mt 11,20-24), se sitúan ahora los pequeños (nêpioi), que han acogido la palabra de Jesús, dirigida precisamente a ellos. Frente a los videntes apocalípticos, sabios y entendidos se sitúan ahora los pequeños, como portadores del verdadero conocimiento. Frente al Dios de las orgullosas ciudades galileas y de los grandes apocalípticos, aparece aquí el Dios de los pequeños que escuchan su Palabra y entienden su misterio. El Dios de los grandes no necesita ser Padre, sino que es Señor, es Justo Juez, es responsable del orden y ley de la tierra, dando a cada uno lo que es suyo (de acuerdo a lo que sabe y tiene). Por eso, los defensores de ese Dios han rechazado a Jesús. Por el contrario, el Dios de los pequeños aparece necesariamente como Padre que les recibe en amor y con amor les ofrece su más alto conocimiento. Desde esa base se entiende la confesión del conocimiento de Jesús: «Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar» (Mt 11,27).

Conocimiento como revelación. Éste es un texto de revelación: una parábola sobre el amor y conocimiento entre Padre e Hijo. Ciertamente, Jesús podría haber utilizado otro lenguaje, de carácter más doctrinal, empleando signos de amante y amado/a, de madre e hija, maestro y discípulo, cada uno con sus riesgos y ventajas. Pues bien, ha preferido la parábola del Padre, que concede su propio ser al Hijo y que, al hacerlo, le conoce, siendo respondido por el Hijo, que también conoce al Padre. El texto no dice que Jesús sea ese Hijo, pero es claro que lo está presuponiendo, por todo lo que precede y sigue: el mismo Jesús Hijo llama a los humanos, para que puedan conocer al Padre (Mt 11,28-29). Éste es el lugar y sentido del verdadero conocimiento: el don del padre y la respuesta del hijo que se abre a todos los hermanos. Conocer es amar y darse uno al otro, en donación personal de generación y agradecimiento. Dios se define, según eso, plenamente como Padre y Jesús como Hijo. En el principio de todos los principios aparece este amor mutuo, abierto a todos los hombres. En ese contexto, asumiendo un motivo de los libros sapienciales (Prov, Eclo, Sab), como si fuera esposa de una humanidad sedienta de amor, Jesús llama a los hombres y dice: «Venid a mí todos los agotados y cargados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt 11,28-29). Jesús convoca de un modo especial a los judíos que vivían aplastados por el yugo de la Ley, como sabe la tradición rabínica y el mismo Nuevo Testamento (Hch 15,10). Pero esa llamada está abierta a todos los hombres: el conocimiento de amor del Padre y del Hijo viene a presentarse de esa forma como principio de vinculación y signo de plenitud universal.

Cf. AA.VV., Pensar a Dios, Sec. Trinitario, Salamanca 1996; J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1981; W. MARCHEL, Abba, Père!, AnBib 19a, Roma 1971; J. SCHLOSSER, El Dios de Jesús. Estudio Exegético, Sígueme, Salamanca 1995.

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CONDENA

(pena de muerte, bendición, fuego, cielo, infierno, pecados). El tema de la condena o rechazo de aquellos que no aceptan la alianza constituye uno de los elementos centrales del despliegue bíblico, desde el pacto* de la conquista (donde se manda matar a los cananeos) hasta los textos de expulsión del Apocalipsis. En el centro del Nuevo Testamento queda la terrible palabra de Mt 25,41: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno…». Ése puede ser el fuego* de la destrucción final o de la condena sin fin… ¿Podrá ser también un fuego medicinal que cura a los hombres heridos, que han corrido el riesgo de destruirse a sí mismos sin remedio? Ése es el tema clave, que está plantado en el principio y en la meta de la Biblia y que ahora evocamos partiendo del final del Apocalipsis.

Condena final, expulsión de la Iglesia. Ciertamente, se trata de un tema relacionado con el fin de los tiempos, pues «no entrará en la Ciudad final nada impuro, nadie que cometa perversiones o mentiras» (Ap 21,27), porque sólo así podrán vivir en ella los salvados, llenos de confianza, con puertas abiertas, sin miedo de que nadie ni nada les destruya. Pero éste es, al mismo tiempo, un problema de pertenencia eclesial, en la línea de la ley más antigua de bendición* y maldición del Deuteronomio (cf. Dt 27,1526). Se trata de saber cómo se puede vivir en pureza y gracia sobre el mundo, se trata de saber quiénes pueden entrar por las puertas de la nueva ciudad de la vida. El texto del Apocalipsis parece claro. Entran dentro los bienaventurados, «los que lavan sus vestidos de manera que tengan poder sobre el árbol de la vida y puedan entrar en la ciudad por las puertas». Ellos son los benditos de Dios Padre, a quienes Jesús invita al Reino (cf. Mt 25,34). Quedan «fuera los perros, los hechiceros y los impuros, los asesinos y los idólatras y todos los que aman y realizan la mentira» (Ap 22,15). Se repiten, de esa forma, las palabras de bienaventuranza y de malaventuranza (cf. Lc 6,2122), de manera que los hombres se dividen ya entre aquellos que están dentro y los que quedan «fuera…». Para que el Reino sea reino de Dios y la Iglesia sea su señal sobre la tierra han de quedar fuera los hechiceros e impuros, los asesinos e idólatras ya citados, a quienes se añade una clase muy significativa de personas: ¡los perros! En aquel contexto se llamaba perros a los no judíos (cf. Mc 7,27; Mt 15,26), pero el Apocalipsis sabe que Jesús ha convocado a las gentes de todo pueblo, lengua, raza y nación (cf. Ap 5,9; 7,9; 21,24). Por eso los perros no pueden ser los «no judíos» sin más, sino los traidores: aquellos que rompen la fraternidad cristiana, vendiéndose (vendiéndola) al imperio, en tiempos de persecución y prueba. Eso significa que hay un fuera eclesial, que ha de aplicarse a todos aquellos que no viven conforme al modelo de la Iglesia: «Si tu hermano peca, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la Iglesia; y si no oyere a la Iglesia, tenle por gentil y publicano» (Mt 18,15-18). Sería bonito poder separar claramente a los de dentro y a los de fuera. Pero el mismo Mateo sabe que es muy difícil distinguir dentro del tiempo de la Iglesia el trigo y la cizaña*, como ha mostrado de modo solemne la parábola de Mt 13,24-43. Eso significa que la Iglesia y el mundo siguen siendo un «campo mixto», de forma que sólo al final podrán distinguirse plenamente los que han visto al Mesías de Dios en los hambrientos y sedientos y los que no le han visto ni ayudado, escuchando entonces la palabra simbólica: «Apartaos de mí al fuego eterno» (Mt 25,31-46). Así nos situamos en una dialéctica constante entre la pureza de la Iglesia (que expulsa ya a los pecadores, perros y asesinos…) y la universalidad de la Iglesia que acoge a todos, como expresión del perdón que Dios ofrece y que los hombres han de ofrecer, setenta veces siete, abriendo siempre su espacio a la misericordia (cf. Mt 18,21-22).

Una Iglesia que se cierra para abrirse mejor. Esta dialéctica eclesial está en el centro de la Biblia. Por un lado, en la Iglesia no caben los violentos y asesinos, los prostitutos e idólatras, a los que se refieren los textos del Apocalipsis, lo mismo que Mt 18,15-18; por eso, la Iglesia ha de establecerse como espacio de comunión y amor para creyentes y puros. Pero, al mismo tiempo, siguiendo la dinámica del Evangelio, la Iglesia debe ser un campo y espacio que se abre en amor y capacidad de transformación para todos los pecadores del mundo, como sigue sabiendo el mismo Mt 18,21-35, cuando dice que hay que perdonar siempre, setenta veces siete. Sólo en ese contexto de pureza eclesial (¡fuera los perros!) y de llamada universal (¡siempre se debe perdonar!) puede plantearse y entenderse el sentido de condena, de ese «fuera» eclesial que permanece abierto al «apartaos de mí» del final de los tiempos. (a) Un «fuera» de amor. Éste es un «fuera» que sólo se puede decir por amor y con «amor», un fuera no violento, que se aplica sin medios coactivos (pues la Iglesia no los tiene); un fuera que es bueno para el conjunto de la Iglesia y para aquellos a quienes se les convida a quedar fuera, para que descubran mejor lo que les falta. Éste es un fuera que no puede apelar a ningún tipo de excomuniones sociales o políticas, sino un fuera que tiene que convertirse en un más hondo «venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados» (cf. Mt 11,28-29). (b) Un «fuera» medicinal. Éste ha de ser, por tanto, un «fuera» medicinal, abierto a la curación de los expulsados y a la acogida de los pecadores, como dice el conjunto de Mt 18 y, sobre todo, el gesto de Jesús que muere en la cruz precisamente a favor de aquellos que le matan. La expulsión debe entenderse siempre como medio o posibilidad de una nueva inclusión o acogida de los expulsados. (3) Un fuera que acoge. Finalmente (y esto es lo más importante), la Iglesia ha de ser hogar de acogida de los expulsados sociales, como sabe el Evangelio cuando presenta a Jesús como amigo de publicanos y prostitutas, como hogar donde se recibe a exiliados, enfermos y encarcelados (Mt 25,31-46). Es posible que el Apocalipsis no haya tenido del todo en cuenta este momento evangélico de la acogida eclesial, que es más importante que toda expulsión. En ese sentido decimos que la Iglesia «se cierra», es decir, se purifica a sí misma, para acoger mejor a todos los expulsados y condenados de la historia humana.

¿Hay una condena teológica? Sólo en este contexto se plantea el tema de la posible expulsión teológica, que interpretamos como infierno, esto es, como castigo final o aniquilación de los perversos. Ésta sería la expulsión «de Dios», de un Dios incapaz de acoger en su seno a los pecadores y distintos. Aquí, como en el caso de la Iglesia, se dividen las opiniones. Unos dicen que Dios, al final, tiene que condenar al infierno a los culpables graves, o dejar que ellos mismos se condenen, como parece haber pensado san Agustín. Otros, en cambio, opinan que hallará un espacio de vida en su gran Vida para todos los hombres y mujeres, de manera que su justicia se cumpla en forma de misericordia* para todos. Pienso que sólo desde esta segunda perspectiva podemos entender la Biblia en su conjunto, y en sentido especial el Apocalipsis, como una llamada básicamente medicinal. Esto nos sitúa en el centro de la paradoja cristiana: sólo si mantiene con vigor los principios de libertad y comunión, sin dejarse contaminar por la violencia del sistema, la Iglesia podrá ser lugar de acogida para los expulsados de la sociedad y, en especial, para los encarcelados. De esa forma deben vincularse la exigencia más honda de identidad (la savia de vida evangélica) y el compromiso más fuerte de apertura hacia los expulsados del entorno, cristianos o no cristianos. En principio, dentro de la Iglesia no debería haber más expulsados que aquellos que se expulsan o alejan a sí mismos, pues todos los creyentes deberían vivir en comunión fraterna. Pero ella, la Iglesia, puede y debe ocuparse de un modo especial de aquellos cristianos que sufren persecución o rechazo social (de los que son perseguidos por cristianos), ocupándose, al mismo tiempo, de todos los expulsados de la sociedad, por cualquier causa que fuere.

Cf. A. ÁLVAREZ VALDÉS, La nueva Jerusalén ¿Ciudad celeste o terrestre?, Verbo Divino, Estella 2005.

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COMPASIÓN

(misericordia, amor). Es la capacidad de asumir como propio el sufrimiento* de los demás. Se relaciona con la debilidad del hombre. Tiene una gran importancia en la historia de las religiones. En el principio del budismo está la compasión universal, entendida en forma de solidaridad quizá más pasiva. La religión bíblica ha puesto de relieve la exigencia de una compasión más activa, que se expresa en la ayuda a los necesitados.

Antiguo Testamento. El signo básico de la compasión es el éxodo: Dios «ve y conoce» el sufrimiento de los hebreos, se compadece de los hebreos oprimidos en Egipto y «baja» a liberarles por medio de Moisés (cf. Ex 2,23-25; 3,7). La fórmula básica de la compasión de Dios se encuentra en Ex 34: «¡Yahvé, Yahvé, Dios compasivo y clemente, lento a la ira y rico en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado». Yahvé ha sido para Israel un Dios compasivo que perdona a su pueblo, aunque corrige y castiga sus culpas hasta la tercera y cuarta generación, es decir, por unos setenta años, como fueron simbólicamente los años del exilio. Partiendo de la misma experiencia del Éxodo, el libro de la Sabiduría ha retomado de un modo sistemático este motivo, hasta elaborar una especie de tratado de la compasión activa de Dios, cuyo poder no tiene límite y que, precisamente porque puede todo (crear y aniquilar, destruir y perdonar), quiere perdonar y perdona todo: «Te compadeces de todo (eleeis de pantas) porque todo lo puedes (= panta dynasai)». Dentro del orden del mundo resulta imposible la absoluta compasión, porque las cosas están hechas de polaridades limitadas. Por eso, tanto la compasión como el amor o la ternura son siempre finitas. Pero Dios rompe ese nivel de polaridades. No está limitado por nada y así lo puede todo, pero no lo hace todo, sino sólo aquello que va en línea de perdón y compasión: no necesita de nadie y, sin embargo, se compadece de todos; es infinito y sin embargo se encuentra cerca de los necesitados. De esa forma aparece no sólo como creador, sino como recreador de los hombres, que forman parte de su misterio de amor: «A todos perdonas porque todos son tuyos, Señor, amigo de los hombres» (Sab 11,26). El despliegue consecuente de esta visión de Dios constituye la tarea de la interpretación bíblica.

Jesús, el Nuevo Testamento. Los evangelios presentan a Jesús como «Mesías compasivo»: «Jesús recorría todas las ciudades y las aldeas, enseñando en sus sinagogas, predicando el evangelio del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y cuando vio las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban acosadas y desamparadas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,35-36; cf. Mt 14,14; 15,32). La palabra que emplea el texto (esplagkhnistê) alude a un movimiento interior, que brota de la misma entraña o, mejor dicho, de las entrañas de un hombre o mujer. Esta compasión es como un movimiento del útero maternal, que siente como propios los sufrimientos de los demás. Jesús no se detiene ante el sufrimiento ajeno, de forma pasiva o contemplativa. No medita sobre los males del mundo, sino que, de un modo intenso y comprometido, inicia un movimiento de curación y solidaridad. El Nuevo Testamento en su conjunto acepta y desarrolla la experiencia israelita de la compasión de Dios, entendida en forma de consuelo, y, sobre todo, el gesto de Jesús, Mesías compasivo, como ha puesto de relieve Pablo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones. De esta manera, con la consolación con que nosotros mismos somos consolados por Dios, también nosotros podemos consolar a los que están en cualquier tribulación» (cf. 2 Cor 1,2-4).

Compassio Patris. La tradición cristiana ha relacionado la compasión suprema con la muerte de Jesús (que entrega su vida por fidelidad hacia los hombres), y de un modo especial, con el gesto de aquellos que le han acompañado en el dolor, especialmente María, su madre. De manera normal, la muerte despierta un movimiento de intensa solidaridad. Ante un difunto cesan los recelos, las envidias, las luchas y queda la compasión. Ciertamente, la muerte de Jesús ha suscitado la compasión de unos amigos, el dolor de unas mujeres. «Vino José de Arimatea… y comprando una sábana bajó a Jesús (de la cruz), lo envolvió en la sábana y lo colocó en una tumba que estaba excavada en la roca. Y María Magdalena y María la de José miraban dónde lo ponía» (Mc 15,46-47). Así ha descrito Marcos el signo final de la compasión de los hombres: a Jesús le han quedado unos amigos tras la muerte (por encima de la muerte). En este contexto, y partiendo sobre todo de Jn 19,25-27 (presencia de la madre y el discípulo amado bajo la cruz), la Iglesia ha descubierto y ha desarrollado el tema de la compasión de María que aparece recibiendo en sus rodillas y en sus brazos a Jesús, el hijo muerto; de esa forma se cumplen en ellas las mismas palabras de Lc 2,35: «Y a ti misma una espada debe atravesarte el alma»; María aparece de esa forma como símbolo y compendio de todos los que se compadecen por los otros. Pero la Iglesia ha dado un paso más, reinterpretando las últimas palabras de Jesús en Lucas («¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!»: Lc 23,46) desde la perspectiva de la compasión de Dios Padre. En manos del Padre ha muerto Jesús y así lo representan las imágenes y cuadros de la piedad medieval que suelen titularse, como este apartado: Compasión del Padre (compassio Patris). El Padre Dios está representado como Pontífice dolorido, sacerdote del Antiguo Testamento con la tiara de su autoridad en la cabeza. No tiene el cuchillo en la derecha como Abrahán cuando ha venido a ofrecer en la montaña al hijo prometido (cf. Gn 22,10), ni como los sacerdotes que matan el toro, cordero o cabrito de los sacrificios. Tampoco lleva en sus manos poderosas la bola del mundo, como suelen representarle los pensadores, sino que acoge en sus rodillas y manos compasivas a Jesús, el hombre muerto, de manera que más que padre fuerte ahora parece madre abnegada y compasiva. En esa línea, la piedad tradicional ha unido la «compasión de María», mujer-madre, que ha recibido al hijo muerto entre los brazos, con la compasión del Padre-Dios, que le recibe en el seno de su amor. Por eso, los motivos de compassio Matris et Patris (compasión de la madre y del Padre) vienen a cruzarse y se intercambian muchas veces en la visión y en los iconos de la Iglesia. El Padre Dios recibe así rasgos de madre dolorida. Ser Padre-Madre no consiste sólo en procrear al hijo cuando nace, para abandonarle. El Padre verdadero acompaña al Hijo en el camino, le sostiene y le recibe dándole su vida. Este Padre, sacerdote compasivo que recibe en amor fuerte al Hijo muerto, no es ya principio de ley, sino total misericordia*.

Cf. GERMÁN DE PAMPLONA, Iconografía de la Santísima Trinidad en el arte medieval español, CSIC, Madrid 1970; X. PIKAZA, La Biblia de los pobres, Desclée de Brouwer, Bilbao 1982.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

COMPAÑÍA

(animales, hombre, mujer). Conforme al relato del Génesis, Dios dijo: «No es bueno que el humano esté solo. Voy a hacerle una compañía que sea adecuada para él…». Desde esta base se entiende la relación del hombre con los animales y con otros hombres.

Compañía animal: «Y formó del suelo todos los animales… y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba… El hombre puso nombres a todos los animales del campo, pero no encontró otro como él» (Gn 2,18-20). Los animales ofrecen al hombre cierta compañía pero no son «otro como él» (= ayuda adecuada), aunque tampoco pueden convertirse para él en un puro alimento* (cf. Gn 1,26-30). Son de Dios, que los ha creado, pero el hombre los recrea al nombrarlos, en gesto de señorío (domesticación), pero ellos no sacian su soledad, no se sientan a su mesa para celebrar con él la vida, no forman su carne.

Compañía humana. «Entonces Yahvé Dios hizo caer un profundo sueño sobre el ser humano, que se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahvé Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada varona, pues del varón ha sido tomada. Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro» (Gn 2,21-25). Éste es el relato del origen de las relaciones sociales. Ciertamente, el humano puede hablar a los animales (les pone nombre, doma), pero ellos no le responden; por eso, al final, les terminará ofreciendo en sacrificio* para su servicio religioso. Pero en verdad un hombre sólo puede hablar con otro ser humano, varón o mujer.

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COMIDAS

(alimentos, sacrificios, pan, vino, vegetarianos, multiplicaciones, eucaristía). Desde los tiempos más antiguos, las comidas han tenido un carácter sagrado, formando quizá el más importante de todos los signos religiosos. Ellas constituyen un elemento esencial de la identidad israelita, centrada de un modo intenso en los ritos de la mesa y cama (es decir, de la alimentación y de la familia). Desde esa base precisamos algunos elementos, principios y rasgos más significativos de las comidas israelitas.

La comida, un gesto religioso. Comenzamos con algunos rasgos que definen el carácter sacral de las comidas, desde una perspectiva general, que aplicamos especialmente a Israel. (a) Alimentar a Dios. Algunos pueblos han pensado que debían dar de comer a Dios con sus sacrificios, como supone el mito de la sangre en los aztecas de México y la crítica de fondo de la historia de Bel y el Dragón (Dn 14). En esta línea puede entenderse el poema de Jotán, cuando declara que el vino alegra a dioses y hombres (cf. Jc 9,13), asumiendo un tema común a muchos cananeos y griegos, que presentan a los dioses sobre el Safón o el Olimpo, comiendo y bebiendo ambrosía, vino del cielo. Esa visión está en el fondo del ritual judío de los sacrificios, que realizan los sacerdotes del templo, cuando derraman y/o queman en su honor las partes más nobles de los animales (cf. Jc 6,17-24; 13,15-23.26). (b) Comer con Dios. Más que alimentar a Dios, la Biblia supone que los hombres deben alimentarse con Dios, compartiendo su sustento; así se dice que ellos deben comer en la presencia de Dios, celebrando su bendición (cf. Dt 12,5-7). De esta forma puede establecerse una gozosa comunión (hombres y dioses comparten la comida), pero puede surgir una escisión y competencia, como Hesíodo ha mostrado cuando afirma que Prometeo instituyó los sacrificios, repartiendo una parte del gran toro para los dioses, otra para los hombres. El toro común (que debía ser signo de pacto) les ha enfrentado, pues unos y otros querían la mejor parte (cf. Teogonía, 535-559). La religión ha podido convertirse en expresión de una competencia egoísta entre Dios (que pide a los hombres un tipo de impuesto) y los hombres que tienen dificultades en pagarlo, como ha visto Malaquías cuando critica a los judíos tacaños porque llevan para Dios animales defectuosos, ofrendas miserables (cf. Mal 1,9-14). (c) Comer con otros hombres. En el momento anterior, los hombres reservaban algo para Dios y lo quemaban sobre el altar, comiendo ellos lo restante. Pero en un momento dado, los fieles ya no reservan nada para Dios, sino que lo ofrecen todo (pues a Él le pertenece), pero, al mismo tiempo, ellos pueden comer y comen todo lo que han ofrecido (pues Dios se lo devuelve bendecido). Todo es de Dios, no una parte, y todo, absolutamente todo, es para los hombres, aunque a veces con algunas excepciones: los judíos reservan siempre la sangre para Dios, pues ella contiene la vida que es sólo de Dios (cf. Lv 17,10-14).

Principios de la comida israelita. El relato de la creación (Gn 2–3) supone que los hombres se mantienen y unen y separan por sus comidas. Pues bien, los judíos han desarrollado una ley especial de comidas, llegando a suponer que sólo es verdadero judío aquel que toma alimentos puros (kosher) con otros judíos puros. Aquí se incluyen dos normas. (a) Comer sólo alimentos puros, nunca los impuros como el cerdo o mezclados, como la leche con carne (cf. Dt 14,1-21; Lv 11), pues ellos constituyen una amenaza contra la santidad y separación del pueblo. (b) Comer sólo con otros comensales puros, pues la impureza de los otros causa una mancha en los israelitas. Estas normas constituyen un elemento esencial de la identidad israelita, pues la religión bíblica no es simple sentimiento interior, una piedad o fe intimista, separada de la vida, sino una institución social integradora, con leyes familiares y sociales: sábado y circuncisión; tierra, ciudad y templo, fiestas y comidas. En un primer momento, toda comida de carne ha comenzado siendo sacrificio, presidido por el sacerdote o padre de familia, de manera que el animal se ofrece a Dios y se comparte en gesto gozoso de comunión social y alabanza. En un momento dado (hacia el siglo VI-V a.C.), con la centralización del culto en Jerusalén, las comidas normales quedan de-sacralizadas, incluso la carne de animales. Paradójicamente, ese cambio constituye el punto de partida de una re-sacralización más fuerte: muchos judíos piadosos, de línea esenia, farisea o rabínica, por lo menos desde el tiempo de Jesús, han interpretado todas sus comidas como rito de pureza, celebración que les mantiene vinculados entre sí y separados de otros pueblos. En esa línea se puede añadir, en un sentido muy profundo, que sólo es verdadero judío aquel que come en fraternidad y pureza con otros judíos.

Israel, religión de mesa. Sólo son buenos judíos aquellos que pueden tomar parte en las comidas religiosas: los que pueden comer juntos, recordando y bendiciendo al Dios de su nación. Cada casa de judíos piadosos es un templo, cada comida un sacrificio de pureza. Así se añade que son buenos judíos (y no simple pueblo de la tierra) los que cumplen las normas de separación en la comida, evitando alimentos ofrecidos a los ídolos o tocados por personas contaminadas. (a) Un elemento esencial de la pureza en la comida es la ausencia de sangre. Esto implica que la carne debe provenir de un animal ritualmente sacrificado, de manera que, de hecho, los judíos piadosos sólo pueden comer carne comprada en carnicerías judías; pero en esto ellos concuerdan con el islam, que también asume las leyes alimenticias que están en el fondo de los mandamientos de Noé* («Carne con su vida que es su sangre no comeréis»: Gn 9,4). (b) También debemos citar la ley de los alimentos puros (que mantienen el orden cósmico, querido por Dios) y de los impuros, que van en contra del orden de Dios y contaminan al hombre según Ley (cf. Dt 14,1-21; Lv 11), for-

mando una amenaza contra la santidad del pueblo. Toda comida es por tanto una oración que ratifica la obra creadora de Dios. Por eso, en un sentido muy profundo, sólo es verdadero judío aquel que come ante Dios, en fraternidad y pureza, con otros judíos verdaderos. Muchos judíos piadosos, de línea esenia, farisea o rabínica, por lo menos desde el tiempo de Jesús, toman sus comidas como rito de pureza, celebración que les mantiene vinculados entre sí y separados de otros pueblos. En esa línea, se ha podido afirmar que el judaísmo es religión de mesa: cada casa de piadosos es un templo; cada comida, un sacrificio de pureza. Así se añade que son buenos judíos (y no simple pueblo de la tierra) los que cumplen las normas de separación en la comida, evitando alimentos ofrecidos a los ídolos o tocados por personas contaminadas. En este contexto se inscribe la novedad de Jesús, que come con pecadores y ofrece pan y peces a todos los que vienen a buscarle, sin distinción de purezas; desde aquí se entiende la primera novedad institucional de la Iglesia, que defiende la unión de judíos y gentiles (cf. Hch 15; Gal 1–2). Desde esa perspectiva muchos cristianos han acusado a los judíos diciendo que mantienen unos tabúes alimenticios que van en contra de la bondad de la creación y de la racionalidad alimenticia… Pero hay judíos que responden a los cristianos diciéndoles que su eucaristía ha dejado de ser aquello que era, una comida real, para convertirse en una especie de simulacro alimenticio espiritualizado.

Judaísmo. (1) El Dios de las comidas. La fijación rabínica de las tradiciones judías, iniciada tras la caída del segundo Templo (70 d.C.) y acentuada tras la guerra de Bar Kokba (135 d.C.), culmina con la publicación de la Misná, hacia el año 200 d.C. Sólo a partir de entonces se puede hablar de judaísmo estrictamente dicho, donde se recogen parte de las tradiciones anteriores (esenias, fariseas, saduceas), mientras quedan fuera otras (en línea de mesianismo político, apocalíptica dura, cristianismo, proselitismo helenista e incluso gnosis). Nace así el judaísmo que ha pervivido en los siglos posteriores, como religión de ley y pureza, centrado en la Misná, que se va comentando en el Talmud y que se expresa sobre todo en las comidas. De manera sorprendente, la Misná ha codificado y conservado, de forma simbólica, un mundo en gran parte ya acabado de purificaciones sacerdotales, pero lo ha hecho con la intención clara de perpetuar y actualizar de forma laica las normas de pureza que antes sólo se aplicaban (básicamente) a los sacerdotes. De esta forma ha culminado, tras la caída del templo, un proceso que había comenzado mucho antes. Los diversos grupos de hasidim o piadosos, tal como se fueron desarrollando desde el siglo I a.C. en las comunidades (haburot) de esenios y/o fariseos, habían traducido ya la experiencia sacerdotal de Israel en claves sociales, que se expresaban, sobre todo, en la pureza familiar y alimenticia. Por eso, la caída del templo, siendo en un plano algo muy doloroso, aparece en otro como providencial: los grupos judíos pudieron desarrollar de forma creadora su ideal de vida comunitaria, a partir de dos escuelas básicas: «La de Samay dice: se recita la bendición sobre el día y luego sobre el vino. La escuela de Hillel afirma: se recita la bendición sobre el vino y luego la del día» (Misná, Ber 8,1). Cambia el orden, pero los signos básicos de la presencia de Dios son los mismos: el vino del banquete, el día de la vida… El auténtico judío bendice a Dios ante los dos signos. Aquí destacamos el del vino (las comidas). «El que se propone ser digno de crédito [= buen judío] separa el diezmo de las cosas que come, de lo que vende y de lo que compra. No se hospeda en casa de un judío inculto [un am-ha-aretz]. R. Yehuda dice: también el que se hospeda en casa de un judío inculto puede ser digno de crédito. Le replicaron: si no es digno de crédito con respecto a sí mismo, ¡cómo va a serlo respecto de los otros! Si uno se propone ser un asociado [haber: judío observante] no ha de vender a una persona judía inculta nada húmedo, ni seco, ni ha de hospedarse en su casa, ni ha de ponerse sus vestidos mientras se hospeda en su casa» (Misná, Dem 2,2-3).

Judaísmo. (2) Un pueblo de comidas. Los pasajes anteriores nos sitúan ante un judaísmo interesado en los diezmos vinculados a la comunicación, es decir, al cumplimiento de las normas sacrales de pureza. Para conservar su identidad, los puros han de vincularse con los puros, los asociados con los asociados, formando así comunidades compactas de estudio (conocimiento de la ley) y comida. Desde esa perspectiva se entiende el interés de la Misná por los códigos agrícolas: la producción y pureza de alimentos, tanto vegetales como animales (carnes). Ello puede deberse a que muchas de sus normas han sido recreadas o transmitidas por escuelas rabínicas de Galilea, en el siglo II d.C., en un contexto campesino. Pero esa razón parece insuficiente: lo esencial es que el sistema de comidas constituye la clave de la nueva vida judía. Pensemos, por ejemplo, en la ley de la masa: «Cinco cosas están sujetas a la ley de lo amasado: trigo, cebada, espelta, avena y centeno. Éstas están sujetas al diezmo: arroz, mijo, amapola, sésamo, legumbres…» (Misná, Zer 1,1-4). La ley de primicias referente a lo amasado para hacer tortas o pan (cf. Nm 15,20) y las prescripciones sobre el diezmo (cf. Mt 23,23) provienen de las normas sacerdotales, vinculadas a los alimentos ofrecidos al templo. Pues bien, ahora, todos los judíos se descubren sacerdotes: sus comidas son sagradas y en ellas se cumple la ley de la creación y santificación israelita. Cada familia (comunidad) viene a presentarse como verdadero templo, que cumple las normas sacrales. Los judíos observantes (asociados), herederos de esenios y fariseos, comen cada día su comida como si estuvieran consumiendo las ofrendas y libaciones, los sacrificios y alimentos del templo. Así se entiende y expresan como pueblo sacerdotal, mediador del orden de Dios sobre la tierra. Ha desaparecido el templo externo. Ellos mismos son santuario de Dios sobre la tierra.

Jesús. (1) Hombre de comidas. Jesús ha sido profeta* apocalíptico y hombre carismático*, conocido por sus exorcismos y sus gestos de ayuda a los enfermos y expulsados de la sociedad. Pero quizá el más significativo de todos sus rasgos han sido sus comidas. Frente a Juan* Bautista, que no come ni bebe, Jesús aparece como un hombre que come y bebe (comilón y borracho), amigo de prostitutas y de pecadores (cf. Lc 7,33-34). Éstos son algunos de los rasgos más significativos de las comidas de Jesús, que evocamos por separado en otros temas. (a) Jesús comparte los panes y los peces con aquellos que vienen a escucharle. Lo hace a campo abierto, acogiendo a todos, sin distinción de pureza, en las tierras galileas o en el entorno pagano (cf. Mc 6,30-44; 8,1-10). De esa forma, el sentido más hondo de su mensaje se vuelve comida compartida, en la línea de la profecía: «El Señor de los Ejércitos prepara sobre este monte un festín de manjares suculentos para todos los pueblos» (Is 25,6). (b) Come con los pecadores. Superando los rituales de pureza que impone un tipo de judaísmo de su tiempo, Jesús comparte la comida con aquellos a quienes la sociedad sagrada de Israel considera impuros: «Aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de él (de Leví), muchos publicanos y pecadores estaban también a la mesa juntamente con Jesús y sus discípulos; porque había muchos que le habían seguido. Y los escribas y los fariseos, viéndole comer con los publicanos y con los pecadores, dijeron a los discípulos: ¿Cómo es que come y bebe con los publicanos y pecadores? Al oír esto Jesús, les dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,15-17). Llamar significa aquí «comer con»: no solamente invitar a los pecadores, sino aceptar su hospitalidad y sentarse a su mesa (cf. también Lc 19,2-8).

Jesús. (2) El riesgo de las comidas. Jesús ha superado el ritual judío de las comidas puras e impuras (Mc 7,1-23), que desembocaba en la separación de los hombres, que se vuelven también puros e impuros, como las comidas. De esa forma ha podido iniciar un proceso que culmina en la apertura a los gentiles, que desemboca en el hecho de que ellos, los impuros, puedan comer el mismo pan de los hijos puros (cf. Mc 7,24-30). Según eso, la comunidad de los discípulos y amigos de Jesús se vincula sobre todo por medio de las comidas, entendidas como forma de convivencia universal. Otros grupos se unen y distinguen por ritos sacrales o dogmas, por imposiciones nacionales, imperiales o genealógicas. Pues bien, los seguidores de Jesús se juntan ante el pan y peces compartidos, en gratuidad y alabanza, a cielo abierto, donde hay lugar para todos. En ese contexto podemos descubrir que las comidas de Jesús son una expresión y realidad concreta de la entrega de la vida, de tal manera que podemos afirmar que él ha muerto por la forma en que ha comido, superando la ley judía de la pascua pura. Ha querido comer con todos, por eso le han matado los que preferían seguir comiendo separados, manteniendo sus privilegios sociales y sacrales. Así lo ha visto la tradición de los evangelios, tal como se expresa en los textos de la institución de la eucaristía*: Jesús no se limita a compartir la mesa con los pecadores, invitándoles al Reino, ni a ofrecer su pan a campo abierto (multiplicaciones), sino que él mismo viene a presentarse como pan y vino compartido, en actitud de alianza. Por comer como comía le han matado. Para seguir comiendo como Jesús ha surgido la Iglesia.

Experiencia pascual. (1) El camino de Emaús. El evangelio de Lucas ha puesto de relieve el gozo de la comida escatológica: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (Lc 14,15; cf. Mt 8,11: sentarse a la mesa con los patriarcas). Pues bien, Hch 1,4 afirma que Jesús se aparecía a sus discípulos synalidsamenos, es decir, tomando la sal o comiendo con ellos. Por otra parte, la experiencia cristiana de partir-compartir el pan (cf. Hch 2,42-46) parece un signo indudable de presencia de Jesús, que está presente allí donde sus discípulos toman la sal en común. Desde esa base se entiende la catequesis pascual de los «fugitivos» de Emaús (Lc 24,13-35), precedida por una especie de «liturgia de la palabra» (sobre la necesidad de sufrimiento del Mesías: Lc 24,24-27), que sólo culmina y recibe su sentido en un contexto de comida: «Y sucedió que, al sentarse con ellos en la mesa, tomando el pan, lo bendijo; y partiéndolo se lo dio. Entonces se abrieron sus ojos y le reconocieron, pero él se volvió invisible para ellos» (24,20-31). Se ha (han) reclinado (kataklithênai) a la mesa, de forma festiva y distendida, para ratificar la conversación anterior, en forma de banquete. Pues bien, en contra de las leyes de la cortesía, en lugar de esperar a que le sirvan, diciéndole que coma, el invitado asume la iniciativa: ¡parte el pan y se lo ofrece precisamente a los señores de la casa! No pide permiso, no pregunta, no se deja rogar. Jesús mismo bendice* (eulogêsen) (eucaristía* y eulogía) el pan (o más probablemente al Dios del pan), para partirlo y dárselo a los discípulos. En este gesto descubren ellos que es Jesús; no necesitan verlo más, le han visto en el pan. Lógicamente, ellos quieren anunciar su experiencia y se la transmiten al resto de los discípulos de Jerusalén, diciéndoles que han conocido al Señor en la fracción del pan (Lc 24,25).

Experiencia pascual. (2) Pascua y comida en Lucas. Desde la catequesis de Emaús se entiende ya la experiencia fundacional de la Iglesia, presentada como encuentro de Jesús con todos los discípulos (con todos, no sólo con los Doce), que Lucas ha querido elaborar como culminación de su evangelio (Lc 24,2649), antes de la ascensión* (Lc 24,5053). Los signos pascuales son básicamente dos: (a) El recuerdo de la pasión: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies» (Lc 24,29-40). No hay experiencia pascual sin corporalidad, sin recuerdo del Mesías crucificado. (b) La comida: «Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Ellos le dieron un trozo de pez asado [muchos manuscritos añaden: y un trozo de panal con miel]. Y tomándolo comió delante de todos» (24,41-43). Es evidente que los discípulos se han reunido para comer y comen juntos. Recordando, sin duda, los temas de las multiplicaciones* (y de los peces*), ellos ofrecen a Jesús un trozo de pez asado, y él, tomándolo delante de ellos, comió (Lc 24,42). La referencia al panal de miel que añaden muchos manuscritos evoca una iniciación litúrgica, en la línea del relato judío de José y Asenet*, y también una referencia al renacimiento pascual (y a la entrada en la tierra que mana leche* y miel. La experiencia pascual de los cristianos (con la resurrección de Jesús) se inscribe así dentro de un contexto de comida compartida, es decir, dentro de un contexto de vida y comunión.

Experiencia pascual. (3) Testimonio de Juan. La catequesis pascual de Jn 1,1-3 habla de ver y palpar al Verbo de la Vida, sin incluir la comida. Pero, al final del evangelio, Juan condensa la experiencia del resucitado en una pesca milagrosa y en una comida, a la orilla del mar, donde los signos básicos son el pan* y el pez*: «Al descender a tierra, vieron brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan… Y Jesús les dijo: Venid, comed. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Tú, quién eres?, sabiendo que era el Señor. Vino, pues, Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado» (Jn 21,913). Ésta es una eucaristía de pan y pez, como las multiplicaciones*. Es una eucaristía pascual, en la que hay un único pan y un único pez, que se identifican con Jesús. Es una eucaristía y visión de los siete* discípulos misioneros, que traen a Jesús los ciento cincuenta y tres peces (cf. Jn 21,11) del conjunto de la humanidad. Ésta es una comida que no puede separarse de la misión eclesial, vinculada así a la gran experiencia de Jesús como pan de vida, pan que se come, sangre que se bebe, tal como había destacado el discurso de Cafarnaún (Jn 6,16-50), vinculado al tema de las multiplicaciones (Jn 6,1-15). Jesús no da a los hombres que le siguen los panes y los peces para hacerse rey, por encima de ellos, como algunos quieren (cf. Jn 6,15), sino para compartir con ellos su propia vida, que es el pan verdadero, el verdadero pescado.

Experiencia pascual. (4) Mc 16,9- El final canónico de Marcos (Mc 16,9-20), añadido ya en tiempo antiguo al texto original, que terminaba en Mc 16,8, ha recogido un precioso itinerario de pascua en el que destacan varios motivos, entre ellos el de las comidas, como lugar privilegiado de experiencia de Jesús: «Habiendo resucitado en la madrugada, el primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicarlo a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, con otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación…» (Mc 16,9-15). El texto incluye, define y presenta la experiencia pascual en tres momentos. (a) María Magdalena. Llanto pascual y falta de fe. Ella ve a Jesús y anuncia el mensaje a sus compañeros, pero ellos no la creen, sino que permanecen tristes y llorosos, en gesto funerario de llanto (penthousi kai klaiousi). En el contexto oriental, ese ritual de llanto incluía un tipo de comida, pero aquí se trata, todavía, de una comida que no es pascual (es de recuerdo del muerto, no de gozo por el que está vivo); así se lamentan por Jesús, pero la simple noticia de María, vinculada sin duda al amor personal hacia el Cristo, amor de pascua, no puede hacerles creyentes. (b) Jesús se aparece a dos caminantes que dan la impresión de escaparse del mismo Jesús, huyendo hacia el campo (eis agron). Ésta es la presencia de aquel de quien se huye, en otra figura (no es la figura de amor de María Magdalena o en la figura histórica anterior de Jesús). Pues bien, también éstos creen y vuelven a Jerusalén, pero los compañeros de Jesús tampoco les aceptan. No basta el testimonio de dos para alimentar la fe pascual. (c) Los discípulos de Jesús están reclinados a la mesa (anakeimenois), en gesto de comunión vital, de diálogo y comida compartida. No hace falta hablar del pan y el vino. Es evidente que lo toman. Pues bien, sólo en este contexto, allí donde repiten el gesto más profundo de la historia de Jesús, Jesús se les puede mostrar, ratificando así todo el camino anterior de su vida, que se expresaba en las comidas compartidas (multiplicaciones*, eucaristía). De esa forma, la misma comida del rito de luto (de muerte) viene a convertirse en comida de pascua: la experiencia del resucitado se identifica con la liturgia de comida de la Iglesia. En lenguaje eclesial posterior pudiéramos decir que la comida es un momento privilegiado de presencia real de Jesús: no se expresa sólo (ni sobre todo) en las llamadas especies eucarísticas (pan y vino en cuanto tales), sino en el gesto total de la comida compartida. Para el surgimiento de la fe pascual no ha bastado el llanto de María, ni el retorno de los fugitivos, sino que ha sido necesaria una experiencia de comida compartida. Desde aquí se pueden entender en línea pascual otros pasajes del mismo evangelio primitivo de Marcos, como la multiplicación* de los panes (Mc 6,30-44; 8,1-9), que el redactor del evangelio ha integrado en la biografía de Jesús, dentro de la sección de los panes (6,6–8,26), que tiene un fuerte sentido pascual. Ciertamente, en el fondo de esos panes multiplicados hay un recuerdo de la historia de Jesús; pero ellos forman parte de la experiencia pascual de una Iglesia donde los discípulos recuerdan y veneran la presencia del Señor crucificado en los panes y peces compartidos. Sin duda, Jesús está en los panes y peces bendecidos que sus discípulos (Iglesia) reparten a la muchedumbre. Pero sobre todo está presente en aquellos que vienen y comparten con gozo la comida, a pleno campo, formando la nueva comunidad escatológica. Jesús está presente y se revela en la experiencia de la comunión fraterna, en gesto de generosidad que rompe las pequeñas fronteras de los grupos puros de los más puros israelitas. Ésta es la señal de Jesús resucitado, que bendice y preside la comida donde quedan doce cestos sobrantes para todo el pueblo de Israel (Mc 6,43), siete cestos para todos los pueblos (cf. Mc 8,8).

El testimonio del Apocalipsis. En el centro del Apocalipsis se sitúa un banquete de Bodas: «Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado» (Ap 12,9). Ese tema ha de entenderse desde el conjunto del Apocalipsis, que es un libro de comidas. Frente al buen banquete se eleva la comida prostituida de los malos cristianos (idolocitos*: Ap 2,14.20) y la bebida antropofágica de la Prostituta, que bebe en su copa la sangre de los testigos de Jesús, quedando así borracha (Ap 17,6). Por su parte, la Bestia y los Reyes devoran a su vez a la prostituta, en nuevo banquete de antropofagia (17,16), y las aves carroñeras comen carne de los enemigos del Cordero, en un festín horrendo: «Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes» (19,17-18). En contra de eso, Jesús ofrece a sus amigos la cena de amistad cercana, en la intimidad de una noche de amor: «He aquí que yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (3,20). La verdadera historia de los hombres culmina en el banquete del Árbol de la vida del paraíso: «Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, que está en medio del paraíso de Dios» (Ap 2,7; cf. 22,1-3).

Cf. R. AGUIRRE, Ensayo sobre los orígenes del cristianismo. De la religión política de Jesús a la religión doméstica de Pablo, Verbo Divino, Estella 2001; J. D. CROSSAN, Jesús. Vida de un campesino judío mediterráneo, Crítica, Barcelona 1994; El nacimiento del cristianismo, Panorama, Sal Terrae, Santander 2002; X. PIKAZA, Fiesta del pan, fiesta del vino. Mesa común y Eucaristía, Verbo Divino, Estella 2000; M. SAWICKI, Seeing the Lord. Resurrection and Early Christian Practices, Fortress, Mineápolis 1994.

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CIELO

(Yahvé, creación, Ashera, parusía, ascensión, ciudad). En las religiones tradicionales, el cielo es la altura, la bóveda celeste con su sol y con su luna, con sus astros, entendidos como sede de la divinidad y de la vida perdurable. La Biblia empieza tomando el cielo como bóveda que cubre la tierra, formando unidad con ella, de tal modo que dice: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Pero, al mismo tiempo, la Biblia entiende el cielo de un modo simbólico como lugar de la presencia de Dios (lo identifica con el mismo Dios) y como expresión de la bienaventuranza de los elegidos.

El cielo de los dioses. La Biblia conserva el recuerdo de una experiencia uránica sagrada, en la que el cielo aparece vinculado con la divinidad. De esa manera, los israelitas conciben simbólicamente a Yahvé como un ser celeste, que cabalga en las nubes y envía sobre la tierra el rayo y el agua (como Zeus o Baal*-Hadad). Así aparece Yahvé como rey del cielo, de un modo tan intenso que cielo y Dios han terminado identificándose, de manera que se ha podido decir «reino de los cielos» en vez de «reino de Dios». En ese contexto, desbordando los límites del monoteísmo bíblico, algunos israelitas han dicho que el Dios masculino (expresado de algún modo por Yahvé) es el cielo, mientras que la divinidad femenina (expresada por un tipo de Ashera) se identifica con la tierra. Pero el Antiguo Testamento conserva también el recuerdo poderoso de una divinidad femenina de los cielos, que se sitúa en la línea de Astarté*/Ishtar. En ese caso, el Dios masculino estaría más vinculado con la tierra (muere y resucita), mientras la diosa del cielo permanece siempre triunfante. Así parece evocarlo el libro de Jeremías, cuando dice que «los hijos recogen la leña, los padres encienden el fuego, y las mujeres amasan la masa, para hacer tortas a la Reina del Cielo» (Jr 7,18). El culto a la Reina del cielo constituye el tema de las controversias de Jeremías con los judíos y judías exiliadas en Egipto. Jeremías les exige que abandonen ese culto. Ellos responden: «La palabra que nos has hablado en nombre de Yahvé no la oiremos de ti, sino que ciertamente pondremos por obra toda palabra que ha salido de nuestra boca, para ofrecer incienso a la Reina del Cielo, derramándole libaciones, como hemos hecho nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros príncipes, en las ciudades de Judá y en las plazas de Jerusalén, y tuvimos abundancia de pan, y estuvimos alegres, y no vimos mal alguno. Mas desde que dejamos de ofrecer incienso a la Reina del Cielo y de derramarle libaciones, nos falta todo, y a espada y de hambre somos consumidos» (Jr 44,16-18; cf. 44,19.25). Estos judíos fugitivos suponen que Yahvé les ha abandonado y recuerdan desde su exilio de Egipto a la Madre del Cielo, a la que habían venerado ya en Jerusalén y a la que ahora invocan en Egipto, identificándola, sin duda, con la diosa Isis. Sólo más tarde, tras la restauración del judaísmo de Jerusalén en forma de comunidad del templo* (1), con la reforma de Esdras* y Nehemías, el conjunto de los judíos superará la religión de la Reina del cielo.

El cielo de Dios. El cielo físico, entendido como una o varias bóvedas, ha perdido muchas veces su significado puramente cósmico, para convertirse en signo de la divinidad. De un modo quizá convencional, al dirigirse a las autoridades persas, los judíos del libro de Esdras se presentan como servidores del Dios del cielo, entendido como Señor trascendente y universal, a quien de alguna manera veneran todos los pueblos (cf. Esd 6,9-10). En esa línea, el rey Artajerjes escribe a Esdras y le presenta como «escriba erudito en la ley del Dios del cielo»; los judíos, por su parte, son adoradores del Dios del cielo (cf. Esd 7,12.21.23). Lógicamente, el Dios que reina en el cielo (entendido como espacio donde ejerce directamente su autoridad) viene a presentarse casi como Dios-Cielo, de manera que Cielo aparece como un nombre del mismo Dios. De todas formas, ni la teología judía ni la cristiana han dado nunca totalmente ese paso, pues cielo y tierra siguen tomándose como las dos partes o momentos de una realidad creada y renovada por Dios (cf. Is 65,17; 66,22). Este doble sentido de cielo (es divino y es el espacio más perfecto de la creación de Dios) aparece en la versión del Padrenuestro* de Mateo: «Padre nuestro, que estás en los cielos…» (esos cielos son de alguna forma el mismo Dios); «hágase tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo» (se supone así que cielo es el lugar/estado donde se cumple la voluntad de Dios, a diferencia de la tierra, donde ella puede no cumplirse) (Mt 6,9-10). De todas formas, en contra de lo que sucede en las religiones de otros pueblos, la Biblia es muy sobria a la hora de «representar» el cielo, a no ser en algunas teofanías* muy particulares (como las de Henoc* y Daniel*). Por su parte, Pablo afirma (2 Cor 12,2-4) que ascendió al tercer cielo, pero añade que oyó cosas que no pueden decirse. En general, los videntes israelitas no han sido expertos en visiones de cielo. De todas maneras, a partir de Ex 25 y Ez 1–3 ellos suponen que existe una correspondencia entre el templo o santuario de Dios en la tierra y el cielo en el que Dios mora.

El cielo para los hombres. Más importancia que el tema del cielo de Dios ha tenido en el conjunto de las religiones, y en especial en la cristiana, la visión del cielo como espacio y estado de bienaventuranza para los hombres salvados. De esa forma se han contrapuesto cielo e infierno, salvación y condena. Tomada en sentido estricto, esa oposición no es bíblica, aunque aparece de forma simbólica en diversos relatos y textos judiciales, como pueden ser Mt 25,31-46 (reino del Padre, fuego del Diablo) y Lc 16,20-26 (seno de Abrahán, frente al Hades de fuego). La Biblia no concibe el cielo de forma idealista, en la línea de algunas representaciones de tipo platónico (como un cielo espiritual), sino en forma de culminación de la obra creadora de Dios, vinculando la imagen de su altura con la de su futuro. (a) La imagen de la altura está en el fondo de las representaciones de la pascua de Jesús como Ascensión*: Jesús sube al Cielo, a la vista de todos los discípulos (Lc 24,51; Hch 1,10). En esa línea, desde una perspectiva que puede llevar a la gnosis, el evangelio de Juan repite continuamente la imagen de Jesús como enviado mesiánico (Hijo del Hombre) que ha bajado del cielo y que volverá a subir al cielo (cf. Jn 3,13). Si se absolutizara esta perspectiva, la tierra podría venir a convertirse en un lugar de puro destierro inferior: las almas han bajado del cielo y al cielo deben ascender, tras su purificación en el mundo. (b) La imagen del futuro resulta dominante en el conjunto de la Biblia (cf. Is 66,17.22; 2 Pe 3,13) y en especial en el Apocalipsis, donde se retoma la primera palabra de la creación (en el principio creó Dios el cielo y la tierra: Gn 1,1) y se dice: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe más. Y yo vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén que descendía del cielo de parte de Dios, preparada como una novia adornada para su esposo» (Ap 21,1). No se trata por tanto de un cielo futuro totalmente distinto, sino de la renovación de todo lo creado, del «cielo y de la tierra».

El cielo de los cristianos. Para los cristianos, el cielo se identifica con la resurrección de Cristo y así constituye la plenitud de la creación de Dios, entendida en forma de comunicación divi Éstas son algunas de sus formulaciones más significativas: «Ahora vemos oscuramente por medio de un espejo, pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, así como fui conocido» (1 Cor 13,12); entonces también el Hijo se someterá al Padre «para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28). «Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía; y vi la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, bajando del cielo, de junto a Dios, ataviada como una novia que se adorna para su esposo. Y oí una voz potente, salida del trono, que decía: Ésta es la tienda de Dios con los humanos: habitará con ellos; ellos serán sus pueblos y el mismo Dioscon-ellos será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque las antiguas cosas han pasado» (Ap 21,1-4). No hay nuevo cielo sin nueva tierra, sin culminación de la historia bíblica (Nueva Jerusalén), sin comunión con Dios, sin plenitud de bodas. Esta visión del cielo, vinculada con la resurrección de Cristo, como principio de una realidad reconciliada, en la que viven todos los que han muerto, es el punto de partida y sentido de la escatología cristiana.

Cf. C. MCDANNELL y B. LANG, Historia del cielo, Taurus, Madrid 1990; X. PIKAZA, Apocalipsis, Verbo Divino, Estella 1999; J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La pascua de la nueva creación. Escatología, BAC, Madrid 1966; A. VÖGTLE, Das Neue Testament und die Zukunft des Cosmos, Patmos, Düsseldorf 1970.

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CELOSO, DIOS

El movimiento de los celotas* está vinculado a la visión de Dios como celoso, en el sentido de cercano y exclusivo, lleno de amor e intransigente. La experiencia del Dios celoso (que puede relacionarse con la de los maridos celosos de sus mujeres, en una sociedad dominada por los códigos de honor) se relaciona con la tradición de los mandamientos y de la alianza, tal como aparece en la tendencia deuteronomista, representada no sólo en el Deuteronomio (cf. Dt 4,24; 5,9; 6,15), sino también en el Éxodo (cf. Ex 20,5; 34,4). Ésta es una tradición especialmente ligada al primer y segundo mandamiento: «no tendrás otros dioses rivales frente a mí, ni te harás ídolos… porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso [El-Qana]» (Ex 20,5; Dt 5,9). Yahvé es un amante y protector exclusivista, no quiere tener a su lado otros dioses, no soporta figuras divinas que le hagan competencia o le disputen el amor de su «esposa». En esa línea se sitúa el texto programático de Dt 4,15-24, donde se afirma que Yahvé ha colocado a los diversos pueblos de la tierra bajo la protección de los poderes y dioses celestes (el sol y la luna, las estrellas y todo el ejército del cielo), reservándose de un modo directo la protección y el poder sobre Israel; es como si Yahvé se hubiera desposado de un modo inmediato y exclusivo con su pueblo, pidiendo su reciprocidad, «como fuego voraz, Dios celoso» (Dt 4,24). Esa misma experiencia se repite en el contexto de la afirmación monoteísta del shemá*: «Escucha, Israel, Yahvé, nuestro Dios, es solamente uno; amarás a Yahvé tu Dios con todo el corazón…» (Dt 5,5-6); lógicamente, el texto añade que los israelitas no podrán adorar a otros dioses «porque Yahvé, tu Dios, es un Dios celoso» (Dt 5,15). Dentro del libro del Éxodo, Yahvé aparece como Dios celoso no sólo en la promulgación de los mandamientos de la «primera alianza» (Ex 20,5), sino en la renovación de la alianza, después de que los israelitas han adorado al becerro* de oro y Moisés ha roto las tablas del primer decálogo*. Pero después el mismo Moisés ha intercedido por el pueblo, volviendo a escribir las tablas de la Ley, y Yahvé se le muestra de nuevo como «Dios misericordioso, rico en piedad y leal» (Ex 34,6-7). Pues bien, en ese contexto de perdón, se escucha otra vez la gran palabra del segundo decálogo: «No te postres ante Dioses extraños, porque el nombre de Yahvé es el Celoso; un Dios celoso es él» (Ex 34,14). El celo de Yahvé se identifica con su exclusivismo: no consiente a su lado otros poderes, ni otros amores; quiere el amor y adoración total de los hombres. Sobre esa base se entiende la historia de Elías*, el gran celoso, que se presenta ante el Dios del monte Horeb y le dice: «con celo me he encelado (= he sentido un vivo celo) por Yahvé…» (cf. 1 Re 19,10.14). Desde este contexto se entiende mejor la opción religiosa y militar de los celotas* o celosos del Dios israelita.

Cf. N. LOHFINK, Das Hauptgebot, AnBib 20, Roma 1963.

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