PASIÓN

(muerte, sufrimiento, deseo). En el sentido de epithymia puede significar «tendencia fuerte del apetito», que arrastra al hombre, como en Rom 13,14; Ef 4,22; 1 Tes 4,5; Sant 1,14; Jn 1,16.18. Pero el sentido más importante de pasión se vincula en el Nuevo Testamento con los padecimientos de Cristo, que aparecen formulados de manera clásica en Hch 26,23, donde cristianos y judíos discuten sobre el Cristo, para determinar si es que tenía que ser pathêtos (de pathein, es decir, alguien que sufre). Así comienza el libro de los Hechos: Jesús se apareció a sus discípulos durante cuarenta días, «después de haber padecido» (meta to pathein), es decir, después de su crucifixión y muerte (cf. Hch 1,3); el tema vuelve en el primer sermón de Pedro, que culmina con la afirmación de que, conforme a los profetas, el Cristo tenía que padecer y así ha padecido (Hch 3,18; cf. 17,3; Lc 24,26.46). Desde esta misma perspectiva ha escrito Marcos su evangelio, cuya segunda parte (Mc 8,31–16,8) podría titularse «Evangelio de la pasión de Cristo».

El Hijo del Hombre tiene que padecer. Jesús ha pedido a sus discípulos que digan la opinión de la gente sobre él. Después de hacerlo, Pedro toma la palabra y confiesa: «Tú eres el Cristo». Jesús les responde pidiendo silencio (Mc 8,30), pues no puede tomar como propio el mesianismo al que apelan sus discípulos. Pedro se ha sentido con autoridad para mostrar a Jesús lo que ha de ser (hacer), trazando su camino y nombrándole Cristo, en línea de triunfo mesiánico. Pues bien, Jesús invierte el sentido de su mesianismo: «Y empezó a enseñarles que el Hijo del Humano debía padecer mucho, que sería rechazado por los presbíteros, los sumos sacerdotes y escribas; que lo matarían, y a los tres días resucitaría. Les hablaba con toda claridad. Entonces Pedro lo tomó aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: ¡Apártate de mí, Satanás, porque no piensas las cosas de Dios, sino las de los hombres! Y convocando a la gente con sus discípulos les dijo: Si alguno quiere seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su alma, la perderá, pero el que pierda su alma por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?» (Mc 8,31-37). Todo nos permite suponer que Jesús acepta el título de Cristo, pero lo interpreta en la línea del Hijo del Hombre que entrega su vida por los otros. Ésta es su revelación más alta, su novedad mesiánica: el Mesías de Dios no viene a triunfar, imponiéndose así sobre los demás, sino a padecer, sufriendo a favor de ellos.

La pasión del Mesías. Jesús no ha venido a derrotar con armas a sus enemigos, sino a ponerse en las manos de esos «enemigos» a quienes ha ofrecido su misma vida. Así aparece como un perdedor, pero no un perdedor por necesidad, sino por opción: sufre porque ha rechazado la propuesta de Pedro, que le pedía luchar y triunfar como Mesías de la «buena» justicia del mundo. Renuncia a luchar y lo hace porque es portador de un amor no violento. Sólo así puede realizar su obra mesiánica, que él mismo abre a los demás: ¡Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo…! (Mc 8,34). De esa forma les ofrece su camino de transformación salvadora, invirtiendo para siempre una lógica y ley de oposición que conduce sin cesar a la violencia. Desde esta perspectiva se entienden algunas de las palabras más significativas de Jesús (bienaventuranzas*) y se entiende sobre todo su muerte*. La buena nueva de Jesús, que es evangelio* de gozo*, resulta inseparable del sufrimiento mesiánico.

Cf. P. BENOIT, Pasión y resurrección del Señor, Fax, Madrid 1971; J. BLINZER, El proceso de Jesús, Litúrgica, Barcelona 1958; R. E. BROWN, La muerte del Mesías I, Verbo Divino, Estella 2005; H. COUSIN, Los textos evangélicos de la pasión, Verbo Divino, Estella 1981; S. LÈGASSE, El proceso de Jesús I-II, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995-1996; H. SCHÜRMANN, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?, Sígueme, Salamanca 1982; El destino de Jesús. Su vida y su muerte, Sígueme, Salamanca 2004.

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VIDA

(luz, logos). La Biblia puede interpretarse como el Libro de la Vida, es decir, como expresión de aquel proceso en que los hombres van descubriendo la vida de Dios y viviendo humanamente en ella, por ella.

Del Dios de la vida a Jesús, que es la Vida. El Dios bíblico se define como el Viviente (Elohim Hayyim, Elohim Hay: 1 Sm 17,26.36; 2 Re 19,4; Is 37,17; ). Esa vida de Dios se expresa en el mundo entero, en las plantas y animales, pero sobre todo en el hombre en cuanto viviente del cosmos. En esa línea, la Biblia ha puesto de relieve otro tipo de vida específicamente humana (divina) que se interpreta como «gracia*», como expresión de una creatividad personal y de un encuentro amoroso con los demás. La antropología bíblica está vinculada desde el principio al tema de la Vida, simbolizado en Gn 2–3 por el «árbol* del centro del paraíso». Quizá pudiéramos decir que el tema básico de la antropología bíblica es la búsqueda de la vida, tal como aparece por ejemplo en 1 Henoc y Sab, para expresarse plenamente en el mensaje de Jesús (el reino de Dios es la Vida) y en la experiencia de pascua* (Jesús es el Viviente). En el fondo, la vida del hombre se identifica con Dios, de tal forma que para los creyentes bíblicos la fe en Dios puede interpretarse como un tipo de fe en la Vida. Sólo en este contexto se puede hablar de Vida eterna. En el Nuevo Testamento esa misma vida que es Dios se identifica con Jesús, que es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6). Para el evangelio de Juan, el atributo fundamental de Jesús es la vida, pues él ha venido «para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

El Apocalipsis puede interpretarse como Libro de la vida, tanto por la forma de entender a Dios y a Cristo como por el modo de expresar sus grandes signos. Dios aparece como aquel que Vive por los siglos (Ap 4,9), de forma que podemos llamarle el que Era, Es y Vendrá (Ap 1,4.8). Juan le define como el Viviente (dsôn: 4,10) o quizá mejor el Dios que Vive (7,2; 15,7), en palabra que proviene del Antiguo Testamento. Jesús se muestra como aquel que estaba muerto y vive (cf. 1,18; 2,8), de manera que su mismo ser es resurrección o victoria sobre la muerte, en contra de la Bestia que parece revivir (13,14), pero va a la perdición (17,8). La vida es Agua que el mismo Cordero Jesús, convirtiéndose en pastor, ofrece a sus ovejas (7,17), gratuitamente, desde el fondo de sí mismo (21,6; 22,17), pues ella brota como un río que fluye del Trono que él comparte (= es) con Dios, en la plaza de la gran Ciudad (22,1-5) La vida es Árbol, que Jesús también ha prometido (2,7) y que crece a los lados del río que fecunda la Ciudad paraíso, ofreciendo sus frutos a modo de comida y sus hojas como medicina para los que vienen sin estar aún purificados (22,2.14.19). La vida es Corona de gloria y premio que el mismo Jesús ofrece a quienes se mantienen firmes en la gran tribulación (2,10).

Cf. J. R. FLECHA, La vida en Cristo. Fundamentos de moral cristiana, Sígueme, Salamanca 2001.

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SALVACIÓN

(liberación, redentor, Jesús). Estrictamente hablando, la antropología bíblica no está centrada en el tema de la salvación de Dios, en la línea de las religiones gnósticas, en las que el hombre se concibe como un ser caído, destruido, enajenado, que necesita que le salven. Ciertamente, la experiencia apocalíptica (1 Hen) ha puesto de relieve la caída y por eso acentúa también la salvación. Pero más que la salvación, entendida en sentido intimista, Jesús anuncia y prepara el Reino*, es decir, la plenitud de vida de los hombres; por su parte, sus primeros discípulos dan el testimonio de la resurrección* del mismo Jesús que se identifica con su plenitud como ser humano, es decir, con el despliegue de la creación. Desde esa perspectiva, a modo de esquema, queremos situar la salvación cristiana en el contexto de Cristo redentor, liberador y reconciliador.

Jesucristo Redentor. En la línea de la antigua teología y experiencia de Israel, que ha descubierto la acción de Dios en los jueces* y/o liberadores (pacificadores) nacionales, Jesús puede y debe presentarse como redentor de la humanidad. Redimir significa rescatar lo que estaba enajenado (o perdido), comprar lo que había caído en otras manos, para devolver (crear) la libertad a los humanos. Dios mismo aparece en la Escritura como redentor de los hebreos esclavos en Egipto (Ex 1–19) o cautivos en Babilonia (cf. Is 40–55). Llegando hasta el final en esa línea, el Nuevo Testamento afirma que Jesús nos ha redimido de la opresión de lo diabólico, es decir, de la falta de libertad, del miedo a la muerte, de la espiral infinita de la violencia y venganza, de opresión y odio que nunca terminan. Nos ha redimido con su vida, es decir, con su amor gratuito, con la donación de su existencia. De esa forma ha muerto (se ha entregado él mismo) para que nosotros podamos vivir, se ha perdido para que podamos encontrarnos. En amor nos ha «comprado» sin pedirnos nada a cambio (cf. Mc 10,45, con lytron). Por eso, el Nuevo Testamento presenta a Jesús como lytrôtên o redentor (Hch 7,35; cf. Lc 2,14.38; Heb 9,12). Sobre esa base ha desarrollado la teología posterior el descenso de Jesús a los infiernos para redimir a los que estaban dominados por la muerte.

Jesucristo Salvador. El mismo gesto de la redención puede presentarse de manera más sacral como salvación: nos ha ofrecido Jesús la «salud» de Dios, la gracia de la vida, para que podamos expresarnos en gozo y libertad sobre la tierra, sin opresión de unos sobre otros, sin miedo a la condena. El Nuevo Testamento presenta a Jesús como sôtêr o salvador verdadero, en contra de los dioses o emperadores que ofrecen una salvación falsa (cf. Lc 2,11; Jn 4,42; Ef 5,23; 1 Tim 4,10). Hay muchas salvaciones de tipo histórico que vienen a expresarse en la salud interior y exterior, en el amor mutuo y el pan compartido, en la palabra dialogada y en la casa de la fraternidad… Desde ahí, la Iglesia ha destacado los signos salvadores de tipo sacramental, aquellos gestos sagrados que se vinculan a los grandes momentos de la vida humana (bautismo o nacimiento a la gracia, eucaristía o pan compartido en Cristo, matrimonio o celebración del amor mutuo…), de tal forma que en ellos viene a expresarse la novedad y hondura de la vida que Cristo ha querido ofrecernos. Eso significa que no estamos perdidos en un mundo sin signos ni señales… Podemos vivir ya desde ahora en actitud de pascua, a partir de la presencia de Jesús hecha principio de comunión para los humanos. Sobre esa base podemos esperar y esperamos la salvación eterna, la resurrección de la vida en (tras) la muerte.

Jesucristo liberador. Las dos expresiones anteriores (redención y salvación) se encuentran vinculadas a la vida concreta de los hombres sobre el mundo y deben expresarse en signos de liberación, de manera que los mismos cristianos susciten aquellas condiciones que hagan posible una vida de libertad sobre la tierra. Para ello es necesario superar las estructuras de injusticia y opresión que actualmente dominan sobre el mundo. La figura y obra de Jesús ha de convertirse en fuente crítica de transformación de la sociedad, de manera que todos los humanos, partiendo de los más pobres, puedan acceder a la experiencia de la gratuidad y comunión en Cristo. Una parte considerable de la teología de los últimos decenios ha sido muy sensible a este elemento de la vida y pascua de Jesús. Su mensaje y obra no puede reducirse a un simple cambio de estructuras económicas o políticas, sino que ha de expresarse en los diversos niveles de la vida individual y comunitaria. Esa vida de Jesús resulta inseparable de la transformación humana integral, abierta a la política: porque se había comprometido políticamente, ofreciendo libertad en perspectiva de casa, mesa y palabra compartida, mataron a Jesús. Desde ahí debe entenderse su presencia actual en el mundo, por medio de la Iglesia.

Jesucristo Propiciador y Reconciliador. De forma puramente indicativa, abriéndonos al campo de la teología paulina, podemos presentar a Jesús como aquel que nos ha redimido haciéndose propiciación por nuestros pecados (Rom 3,24-25): los ha tomado como propios, en gesto de perdón, haciéndonos así capaces de vivir en gratuidad. Dios nos ha amado en Jesús de tal manera que nos ha dado en él toda su vida: no lo ha reservado de un modo egoísta (= no lo ha perdonado), sino que ha querido entregarlo por nosotros, abriendo así un espacio y tiempo de gratuidad universal, de redención completa (cf. Rom 8,32). Por eso, el mismo Jesús Salvador puede presentarse como Reconciliador universal. Dios ha revelado por él toda su gracia, ofreciendo al mundo su reconciliación, la fuerza desbordante y creadora de su vida; lógicamente, los cristianos, que le hemos conocido y aceptado, debemos convertirnos en ministros de reconciliación, testigos y portadores de una redención que es palabra de gracia abierta a todos los humanos (cf. 2 Cor 5,16-21).

Cf. J. ESPEJA, Jesucristo, palabra de libertad, San Esteban, Salamanca 1979; O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, BAC, Madrid 2004; J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología, Sal Terrae, Santander 1981; A. GRILLMEIER, Jesucristo en la fe de la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1998; B. SESBOÜÉ, Jesucristo, el único mediador I-II, Sec. Trinitario, Salamanca 1990-1992; J. SOBRINO, Cristología desde América Latina, CRT, México 1976; Jesucristo liberador I-II, Trotta, Madrid 19931998.

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Oración

Oración: todos los derechos, Nuevo diccionario de espiritualidad. Ed. Paulinas. 1015-1024

ORACIÓN

Sumario:
I Definición de la oración
II El carácter específicamente cristiano de la oración
   1 Abba Padre
   2 Oración en Cristo y a Cristo
   3 Creo en el Espíritu Santo.
III Oración presencia y escucha de Dios
   1 La iniciativa divina
   2 El papel de la Sagrada Escritura
   3 El papel de la comunidad de fe
   4 El papel del pobre
IV La centralidad de la Eucaristía
   1 Dar gracias siempre y en todo lugar
   2 Oración y sacrificio de sí mismo.
   3 La eucaristía Oración y evangelización
    4 El papel de los demás sacramentos
V Tradición sacerdotal y tradición profética
   1 El papel del sacerdote
   2 Las desviaciones del sacerdotalismo
   3 La tradición profética
VI Las devociones.

 


La historia de la salvación comienza en el momento en que el hombre se hace capaz de recibir la revelación en la respuesta y en la oración. Para nosotros el hombre no se define a partir del uso de ciertos instrumentos o desde la posibilidad de cambiar el ambiente en que vive. Ni siquiera es suficiente la definición de homo sapiens. Se define como homo orans en cuanto que adora escucha y responde a Dios confiriendo verdad a su propia existencia.

Sin oración el hombre no llega a la verdad ni descubre su nombre. Nuestra existencia es un don. Somos llamados por la palabra creadora de Dios y esta palabra es una invitación a vivir conscientemente en su presencia. Viviendo a través de la llamada que nos da la vida, podemos encontrarnos en la escucha y en la respuesta a quien nos da un nombre único y todo lo que somos. No podemos encontrar nuestra identidad mas que volviéndonos a Dios, que es origen y fin de nuestra vida.

I Definición de la oración.

No nos es posible definir al hombre sin recurrir al entendimiento de la oración. Y, del mismo modo, no podemos comprender la verdadera naturaleza y la meta de la oración sin comprender la vocación total del hombre. ¿Quién es el hombre que reza? ¿Es oración el reflexionar sobre el misterio del propio ser? ¿Es oración el acto de quien admira la grandeza del universo o intenta comprender el significado de su propia existencia?. Ciertamente estos actos son fundamentales en el hombre, pues en ellos expresa su dignidad y su dinámica hacia lo verdadero y lo bueno, pero no se puede definir todo eso como oración. Las tres notas indispensables con que se caracteriza la estructura interna de quien experimenta la realidad de la oración son. «La fe en un Dios personal, vivo. La fe en su presencia real un dramático diálogo entre el hombre y Dios, al que se sabe presente». Será útil que reflexionemos sobre cada uno de estos tres elementos.

a) Fe en un Dios personal, vivo.

No se habla a una idea, a una cosa o a una fuerza impersonal. Quien hace oración sabe que se encuentra frente a la sabiduría suprema, que lo conoce. No basta una fe en el significado de la vida o en una persona humana, sino que es necesaria la fe en Dios, en el Amor.

b) Fe en la presencia real de Dios.

El que hace oración tiene fe en la presencia real y activa de Dios, que se revela y nos invita de esta forma a que le respondamos. «Una presencia verdadera es posible tan sólo como respuesta a la revelación real de Dios. La fe vive de la oración. Realmente la fe viva en su esencia no es otra cosa que oración En el momento en que creemos de veras, nos expresamos con la oración, y allí donde cesa la oración cesa también la fe viva».

c) Confianza en que el Dios que nos ha hablado y sigue revelándose escuchara nuestra oración.

La oración supone, por lo tanto, una relación tu-yo y yo tu. La fe que da fuerza a la oración se puede condensar de la siguiente forma. «Tu eres y yo soy gracias a ti y tu me invitas a vivir contigo». El creyente que piensa que no debe despertar a Dios se expresa drásticamente en el profeta Elías. «Elías comenzó a burlarse de ellos, dándoles este consejo ‘Gritad más fuerte, pues es Dios’. Pero esta cavilando, o retirado, o se encontrara de viaje, tal vez esté durmiendo, y tenga que despertarse» (1Re 18,27).

Estas tres condiciones constitutivas de la oración se dan allí donde existe religión auténtica. Pero esto no excluye el que la conceptualización pueda no ser así de clara. Puede suceder que una persona determinada se declare panteísta, mientras que en realidad hace oración y considera a Dios como un «tu». Allí donde se hace oración con confianza y con fe viva, allí esta la presencia del Espíritu de Dios. Y la gracia de Cristo no esta ausente, aunque quien hace oración no conozca ni a Jesús ni el misterio de la Trinidad.


II El carácter específicamente cristiano de la oración.

«Ante Dios no hay acepción de personas» (Rom 2,11.) Al hablar, por lo tanto, del carácter específico de la oración cristiana no debemos vanagloriarnos frente a los que no son cristianos. Se impone, sin embargo, la meditación sobre los muchos motivos de reconocimiento por la vocación que se nos ha reservado, y la consecuencia de dar testimonio atractivo y convincente de nuestra oración. El cristiano que reza sabe qué es la vida eterna conocer a Dios como padre del Señor Jesús, conocer a Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre, mediador entre nosotros y el Padre, y creer en el Espíritu Santo, que ora en nosotros.


1 Abba ¡Padre¡.

Todas las oraciones de todos los tiempos alcanzan su culminación en Cristo, el cual llama a Dios omnipotente «Padre» de forma única su «Abba, ¡Padre!» resuena en los corazones de los apóstoles, y con este nombre Jesús nos invita y nos enseña a dirigirnos a Dios. El Resucitado dice a María Magdalena «Subo al Padre mío y Padre vuestro, Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,17). No creemos solamente en un Dios personal, creador, omnipotente, sino que lo adoramos y lo amamos como Padre, nuestro y del Señor Jesús. Esto nos da una confianza única, pero no olvidemos que él esta «en los cielos», es decir, que se trata del Dios santo, mientras que nosotros somos las criaturas, no pocas veces, lamentablemente, pecadoras. Cuanto mas conscientes seamos del pecado, tanto mayores serán no solo nuestro temor, sino también la gratitud, la alegría y la felicidad en la oración.

Cristo ha hecho visible al Padre. Pero nuestra oración no podrá unirse a la suya cuando invoca al Padre, si no nos unimos también al amor que ha manifestado a todos los hombres

Cada uno de nosotros esta delante de Dios con un nombre irrepetible, mas para encontrar ese nombre debemos vivir la solidaridad de la salvación, que expresa nuestra fe en nuestro Padre y en Cristo, solidaridad de salvación encarnada.


2 Oración en Cristo y a Cristo.

En Cristo se nos hace mas cercano el Padre y se manifiesta como «Dios con nos otros» Sólo en Cristo podemos atrever nos a decir «Padre nuestro». Es Cristo quien nos da el valor de orar con confianza, de él aprendemos a adorar a Dios en espíritu y verdad, y esta adoración tiene valor en tanto en cuanto se une a la suya y se ofrece en su nombre. La oración cristiana tiene como base no sólo la fe en Cristo, sino también su conocimiento.

En la liturgia nuestra oración suele dirigirse al Padre por medio de Cristo nuestro Señor. El, verdadero hombre asume nuestras oraciones y les da el valor de la suya. Pero Jesús es también verdadero Dios, por eso nuestra oración litúrgica comunitaria, y con mayor razón nuestra oración personal, puede dirigirse directamente a él. No se piense que de esta forma se deja relegado al Padre, antes bien, en Cristo se fortifica la unión con Dios en el Espíritu Santo. A Cristo puede ofrecerse un culto latréutico.

En la invocación de la Virgen, de los santos y de los ángeles, la cuestión es distinta. No se trata ya de culto o de adoración, sino de la comunicación que manifiesta nuestra fe en la comunión de los santos. La invocación de los santos vivifica también nuestra unión con Cristo, recordándonos que en él somos una sola familia.


3 Creo en el Espíritu Santo.

La oración específicamente cristiana expresa una fe viva en la Trinidad. Creemos en el Espíritu Santo, dador de vida y que es adorado juntamente con el Padre y con el Hijo. Podemos adorar a Dios en espíritu y en verdad precisamente porque somos hijos de Dios guiados por el Espíritu. «Porque no recibisteis el espíritu de esclavitud para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar Abba, ¡Padre¡. El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8,15-16).

Es el Espíritu Santo quien nos da la sabiduría y el gusto de una oración correcta. Nos hace vigilantes en la espera del Señor y atentos a los signos de los tiempos que son los signos de la presencia de Dios. Y así se hace posible gracias al Espíritu la oración, que es integración entre fe y vida.


III Oración: presencia y escucha de Dios.

Dios esta siempre presente, pero esta presencia suya es recibida y transforma nuestra vida solo si oramos. Por medio de la oración se cumple la reciprocidad de las conciencias y la presencia recíproca. La presencia divina es fuente de vida y de luz. En la oración tomamos conciencia de ella y nos abrimos a la vida y a la luz. En ella vivimos con intensidad el momento presente, porque encontramos al Señor de la historia en el reconocimiento y en el agradecimiento por cuanto nos ha dado en el pasado y en la espera de la transfiguración final.


1 La iniciativa divina.

En la oración específicamente cristiana se manifiesta una gran conciencia de la iniciativa divina Dios nos ha amado antes de que nosotros existiéramos y nos llama antes de que hayamos dado el mas mínima paso hacia él. Esta iniciativa del Señor la subraya toda nuestra fe. La justificación, es decir, la justicia que nos salva, la paz mesiánica, la reconciliación, todo se concibe como don gratuito e iniciativa de Dios. «Todo viene de Dios, que nos reconcilia con él por medio de Cristo» (2 Cor 5,18). La experiencia mística de los santos se caracteriza por la conciencia de esta iniciativa, y tanto mayor será el progreso de la vida espiritual del hombre cuanto más atento y agradecido esté al don que se le hace.

Sería un error atribuir la iniciativa y el carácter gratuito solamente a los fenómenos sobrenaturales. Para el hombre de oración todas las cosas llevan la marca de la iniciativa divina e invitan a la alabanza, a la gratitud y a la adoración. Dios habla mediante las realidades creadas. Todo ha sido creado en el Verbo todas las obras de Dios son palabras, mensajes, dones e invitaciones para darte gracias y alegrarnos. Sabemos que el acto de admiración ante la belleza de lo creado no puede llamarse oración, no obstante, es indispensable para su desarrollo. De hecho, cuanto mas progresa una persona en la oración, tanto mayor es su admiración por lo creado, porque todo le habla de la grandeza, de la majestad, de la sabiduría y de la bondad de Dios. Todas las cosas son palabras de un Padre que con sus dones nos llama a la solidaridad, a la justicia y a la caridad fraterna. Por ello el cristiano disfruta al contemplar la evolución del mundo, pues todo aparece y se convierte en mensaje mediante el Verbo eterno y con vistas a la encarnación.

«Los cielos narran la gloria de Dios y la obra de sus manos pregona el firmamento» (Sal 19,2). Especialmente la presencia de Dios se manifiesta en el hombre creado a su imagen Dios esta presente en nosotros mismos y en el prójimo como creador, redentor y artífice que lleva adelante, para acabarla, la obra que tan maravillosamente ha comenzado. Esta obra maestra es una invitación a colaborar con él, debemos ser coartifices y correveladores de su amor. Todo hombre esta llamado a convertirse en signo visible, en sacramento de la presencia de Dios, para recordar su activísima presencia e invitar a la alabanza, a la acción de gracias y a la intercesión. La escucha de la palabra de Dios, presente en lo creado y sobre todo en el hombre, se convierte en oración si adoramos y alabamos a Dios, al tiempo que demostramos, frente a toda realidad que nos circunda, la responsabilidad, que constituye una auténtica respuesta al Creador.

La iniciativa mas inaudita del Padre es la encarnación del Verbo eterno en Cristo Jesús. Este Verbo resuena en toda obra creada, en todos los acontecimientos de bondad, de justicia, de belleza y de auténtica alegría. «El Verbo se hizo carne y habitó con nosotros y nosotros vimos su gloria, gloria cual de unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1 14). Esta iniciativa del Padre exige tanto más nuestra gratitud y nuestra adoración cuanto más conscientes somos de nuestra dignidad Dios nos ha amado el primero cuando éramos pecadores, su iniciativa inmerecida imprime un tono preciso a la oración de los fieles, ésta es amor agradecido, amor que debe ser digno de aquel con que Dios nos ha precedido en la encarnación, en la muerte y en la resurrección de Cristo. La presencia del Verbo eterno hecho carne es una gracia y una llamada a imbuir toda idea y toda acción de un amor capaz de corresponder de alguna forma al amor de Dios. Todas las palabras y obras de Dios adquieren esplendor y fuerza atractiva si se consideran con vistas al Verbo encarnado. «Porque por él mismo fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, lo invisible y lo visible, todo fue creado por él y para él; y el mismo existe antes que todas las cosas y todas en él subsisten» (Col 1,16-17).

Cristo no es solamente la palabra definitiva y completa del Padre —palabra en la que se nos da el significado de toda obra—, sino que también es la respuesta perfecta. En su humanidad, unida al Verbo eterno, Cristo responde en nombre de toda la creación y también en nuestro nombre. Y así se convierte él en gracia para nosotros y en obligación de unirnos a él y de transformar nuestra vida para darle una respuesta auténtica y total, reconocida y solidaria en la salvación, a la medida de su respuesta, que, en la sangre, fue la expresión suprema de la solidaridad.

La oración específicamente cristiana esta marcada por el hecho de que Dios no se expresa nunca con palabras vacías, sino que su palabra es eficaz, es acontecimiento y es obra visible. Así pues, la oración del cristiano jamás puede disociarse de la historia de la salvación y de los acontecimientos sino que debe integrarse como palabra que lleva frutos de caridad, de justicia, de creatividad y de fidelidad.

Una forma de presencia activa de Dios la constituyen los signos de los tiempos (cf. especialmente SC 43, GS 4, UR 4). Para quien no cree y se niega a prestar su propio corazón a la escucha de la palabra, el libro de la historia es un libro sellado y carente de sentido. Mas para el cristiano que conoce a Cristo y reconoce en él al señor de la historia, los acontecimientos históricos se convierten en una palabra poderosa que requiere una respuesta solidaria. Esta dimensión de la vida cristiana queda delineada en el Apocalipsis. «Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Vi un ángel poderoso, que exclamaba con fuerte voz. ¿Quién es digno de abrir el libro y de romper los sellos?» (5,1 2). Y la apertura de los sellos se describe a continuación en términos dramáticos y solemnes «Un cordero en pie, como degollado, tenía siete cuernos y siete ojos (éstos son los Siete Espíritus de Dios, enviados por todo el mundo). Se acerco y tomo el libro de la derecha del que es taba sentado en el trono. Cuando hubo tomado el libro, los cuatro animales y los veinticuatro ancianos se prosternaron delante del cordero, teniendo cada uno en la mano un arpa y copas de oro llenas de perfumes (las oraciones de los santos). Ellos cantaban un cántico nuevo. Tu eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque has sido degollado y has rescatado para Dios con tu sangre a los hombres de toda tribu, lengua y pueblo y nación. Tu has hecho para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes reinando sobre la tierra» (5,6-10). Así pues, cuando el cordero abre los sellos no aparecen cartas escritas, sino acontecimientos de la historia, que manifiestan un significado profundo y ofrecen «las oraciones de los santos».

En la sensibilidad a los signos de los tiempos y en la vida solidaria y responsable radica el carácter propio de los cristianos, reino de sacerdotes. Esta dimensión hace evidente la imposibilidad de que la oración cristiana se reduzca a una simple recitación de formulas. Ante el creyente se abre siempre la perspectiva y el programa del «Padrenuestro». El es vida integración entre fe y vida por la vigilancia frente a los signos de los tiempos y por la prontitud de una respuesta personal y solidaria.


2 El papel de la Sagrada Escritura.

La Sagrada Escritura es palabra de Dios de forma privilegiada. Sin una actitud de disponibilidad a la respuesta, no se la puede meditar ni resulta provechosa. No olvidemos que la Escritura narra la historia de las relaciones de Dios con el género humano y de este género humano —formado de santos, profetas y- pecadores— con Dios. Por eso habla a cuantos permanecen integrados voluntariamente en esta historia y están dispuestos a ser coagentes de la misma junto con Cristo y con los santos

El estudio científico de la Escritura presta un servicio precioso a la misma oración y a una vida inspirada en ella, porque ayuda a comprender la dinámica de la historia de la salvación y las circunstancias concretas en las que Dios habla y solicita una respuesta existencial y orante. Quien lee la Biblia esperando únicamente recibir consuelo de ella sin estar dispuesto a corresponderle como coautor de la historia salvífica, quebranta la dinámica de la palabra divina y ve esfumarse su propia meta. Pero tampoco el que estudia el texto sagrado con actitud crítica sin espíritu de oración se encuentra en la longitud de onda que permite captar su auténtico significado.

Todos, al menos una vez en nuestra vida deberíamos sentir la exigencia de leer la Biblia entera con especial atención, porque ella nos enseña a escuchar y a responder con toda nuestra vida Entonces sería para nosotros lo que debe ser una escuela de oración. No todas las oraciones del Antiguo Testamento representan para el cristiano una respuesta adecuada a Dios. La situación del Antiguo Testamento es distinta de la nuestra. Algunas de aquellas oraciones muestran todavía la penumbra de la época de la espera. Pero la imperfección misma de aquellos sentimientos debe transformarse en motivo de gratitud por el don de la luz que hemos recibido en Cristo. Y no se olvide que aquella imperfección refleja la lenta trayectoria de la conversión de cada hombre, incluso del hombre de hoy. El hecho de que nuestra imperfección pueda compararse de alguna forma con la de los santos del Antiguo Testamento, debe ser motivo de confusión y de humilde propósito ante la gracia superabundante de Cristo, debemos aprender a orar como Cristo nos ha enseñado y como los grandes santos de la nueva alianza lo han experimentado. Antes de leer la Escritura pongámonos en presencia de Dios con plena conciencia y recordemos que por medio de ella quiere el Señor hablarnos e invitarnos a dar una respuesta en todas las circunstancias en que se encuentre nuestra vida. Si no reflexionamos sobre el significado de la palabra que nos es dirigida y sobre las exigencias que implica para nuestra vida no es una lectura y es cucha auténticas.


3 El papel de la comunidad de fe.

El creyente no parte de cero en su oración Es siempre un ser que ha renacido en la comunidad de fe, de esperanza, de amor y de alabanza de Dios. También ésta es una iniciativa gratuita de Dios, una invitación al reconocimiento y a la docilidad. A la comunidad nos unimos en la escucha de la palabra de Dios en la búsqueda de los signos de los tiempos, en la respuesta cultual y existencial. Tanto mas eficaz será para nosotros el apoyo de la comunidad cuanto más dispuestos estemos a dar nuestra aportación a su vida de fe y de compromiso total y a su culto, recordando que en la comunidad se manifiesta para nosotros la plena comunión de los santos. Esta comunión no se olvida precisamente en la eventualidad de que la comunidad visible se manifieste como comunidad débil y pecadora.

La conciencia de la unión con todos los santos aumenta nuestra confianza en la oración y al mismo tiempo nos impele a la solidaridad tanto en la oración como en la vida. La gratitud por la intercesión de los santos será una razón para interceder por todos los hombres.


4 El papel del pobre.

En la tradición profética la oración es un descubrimiento de la palabra que Dios dirige mediante el pobre. La acogida humilde agradecida y generosa del pobre es un progreso en el conocimiento de Dios y en la verdadera oración.

El hombre imagen de Dios, nos revé la el rostro divino si nos acercamos al prójimo con un amor generoso y desinteresado. Si aceptamos al otro esperando de el una posible recompensa, no se dará verdadera trascendencia del yo hacia el otro. En cambio, si servimos humildemente al pobre reconociendo su derecho a nuestra solidaridad en su dignidad y en su miseria, entonces escuchamos verdaderamente la voz de Dios, la cual procede tanto de lo alto como de lo bajo. Este es uno de los pensamientos centrales de la filosofía y de la teología de Manuel Levinas «El otro que en tanto otro se sitúa en una dimensión de altura y de abatimiento —glorioso abatimiento—, tiene la cara del pobre, del extranjero, de la viuda y del huérfano y, a la vez, del Señor llamado a investir y a justificar mi libertad».

Quien reconoce en el pobre la dignidad y el derecho de ser amado y ayudado supera el propio yo y se hace persona en diálogo, mientras el otro se formula la invitación mas gloriosa y urgente a responder. Respondiendo de esta forma al pobre se responde a Dios y se llega a un conocimiento mas profundo de la trascendencia divina, condición necesaria para una oración especificamente cristiana. Y es sumamente conveniente que recordemos siempre que esta oración es posible a todo hombre de buena voluntad


IV La centralidad de la Eucaristía.

Lo que hemos dicho hasta aquí sobre la oración específicamente cristiana, encuentra su punto central en la eucaristía. En ella adoramos al Padre en Cristo con Cristo y por Cristo en ella recibimos el don del Espíritu que al mismo tiempo nos hace capaces de acoger tal don supremo y de transformar nos nosotros mismos en don. La eucaristía es el centro del culto de la Iglesia, ella crea siempre de nuevo la comunión de fe, de esperanza, de caridad y de adoración en espíritu y verdad.


1 Dar gracias siempre y en todo lugar.

Eucaristía significa acción de gracias Jesús tomando el cáliz de la salvación aceptando su suprema vocación de Sumo Sacerdote y de víctima, «dio gracias». Al celebrar la eucaristía entramos en la misma dimensión. Toda perversión y alienación entró en el mundo porque el género humano no quiso dar gracias y se negó a honrar a Dios como Dios. «Ellos son inexcusables, porque habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, se oscureció su insensato corazón» (Rom 1 21). En la acción de gracias y en la adoración en espíritu y verdad ofrecida por Jesucristo al Padre se cumple nuestra redención. Entrando en esta dimensión de gratitud, el hombre se hace participe de la redención y coartífice con Cristo.

Es fácil advertir la dimensión eucarística en todas las partes de la misa y su manifestación en todos los momentos de la vida y de la oración de los fieles.

El rito penitencial del comienzo y sus evocaciones durante la misa son una confesión de alabanza, un alabar al Señor porque es bueno. Podemos recordar nuestros pecados sin desesperación ni frustración, porque conocemos al Redentor y reconciliador, porque sabemos que estamos redimidos y reconociendo esta redención obtendremos la liberación del egoísmo.

Durante la misa ofrecemos oraciones, suplicas e intercesiones en espíritu de gratitud (cf. Flp 4,6), conscientes de que van unidas a las de Cristo y de los santos.

Al escuchar la palabra de Dios, respondemos «Damos gracias a Dios», o bien «Gloria a ti Señor». No es posible recibir la bendición de la palabra de Dios sin escucharla y acogerla con espíritu de gratitud.

La profesión de fe en la recepción gozosa y grata de la buena nueva transforma la vida en una fe agradecida que da fruto en la caridad y la justicia.

En el ofertorio afirmamos que todo lo que somos y lo que poseemos es don de Dios. Este don tiene una dimensión social, y a él debe asociarse el hombre en el servicio del reino de Dios y del prójimo, y solamente entregándose en respuesta a Dios puede gozar de su presencia.

Con estas disposiciones podemos entrar en la gran oración eucarística que nos muestra como vía de salvación el dar gracias siempre y en todo lugar. En la proclamación de la muerte y de la resurrección del Señor se profundiza la fe en la redención del sufrimiento y de la muerte. La acción de gracias debe estar, por tanto presente en el momento del sufrimiento y de la muerte unidos al sufrimiento y la muerte de Cristo para alabanza del Padre.


2 Oración y sacrificio de sí mismo.

Cristo se hace presente y se entrega en la eucaristía. Ungido por el Espíritu Santo, se entrego para gloria del Padre y por la salvación de los hombres en toda su vida, y de forma particular en el momento de la muerte Cristo resucitado esta presente en el poder del Espíritu Santo y continua dándose y enviando este mismo Espíritu a los hombres para que sepan entregarse a la gloria de Dios Padre en el servicio del prójimo. Tan sólo de esta forma el hombre participa verdaderamente en el sacrificio eucarístico y recibe la comunión que permite a Cristo continuar su obra salvífica en él y por su medio. También así aceptamos nosotros nuestra misión maravillosa ser mensajeros de paz y de reconciliación.


3 La Eucaristía oración y evangelización.

La eucaristía es acción de gracias que responde a la proclamación solemne y central del mensaje evangélico. Si los fieles y los sacerdotes supieran celebrar y vivir el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, su vida se transformaría bajo todos los aspectos en testimonio gozoso y agradecido de la salvación. Será, por tanto, la celebración eucarística lo que decida el porvenir de la evangelización.

A la Iglesia se le ha prometido, precisamente con vistas a la evangelización, la presencia particular y la asistencia del Señor. Esta presencia tiene su punto culminante en la eucaristía, en una comunidad que da gracias por el Evangelio y que vive en él hasta el punto de hacer de sus miembros un evangelio viviente. No habrá nunca una crisis peligrosa para las vocaciones sacerdotales y religiosas cuando se sepa celebrar la eucaristía, proclamar el Evangelio y responder con gratitud, quien vive de esta forma sabe que la consagración al servicio de la buena nueva es uno de los dones más grandes de Dios.


4 El papel de los demás sacramentos.

Referidos a la eucaristía, también los demás sacramentos son esenciales para la oración específicamente cristiana. Los sacramentos son proclamación de la buena nueva en una forma muy concreta y en un ambiente cultual. Son una intercesión en la comunión de los santos. Son oración de suplica expresa da ante los signos de la promesa. Son puntos de encuentro entre la palabra de Dios que toca y transforma al hombre y su respuesta con Cristo en la comunidad de fe.

En el bautismo el Padre, que proclamó hijo suyo a Cristo en el bautismo del Jordán, nos llama solemnemente para ser hijos suyos en Cristo. Confirmados por la palabra sacramental podemos atrevernos a llamar con la misma confianza «Padre nuestro» al Dios omnipotente. La inserción en el cuerpo místico de Cristo no nos permite olvidar la solidaridad que caracteriza a nuestra vida, por ello siempre debemos decir explícita o implícitamente «Padre nuestro». En el bautismo celebramos precisamente aquello que Cristo recibía en la sangre de la alianza nueva y eterna. De esta forma la oración, que se apoya en él, nos dirige constantemente hacia la eucaristía celebración central y culminante de la nueva y eterna alianza que une entre si a todos los bautizados.

En el santo crisma recibimos el sello del Espíritu Santo. La oración específicamente cristiana se expresa en el credo. «Creemos en el Espíritu Santo». La tercera persona de la Trinidad es un don personal. La oración que corresponde a este don superabundante es sobre todo la oración de acción de gracias y de alabanza. Esta espiritualidad encuentra su traducción concreta en el descubrimiento del bien en nosotros y en los demás en el reciproco reconocimiento que nutre a la oración de alabanza y de acción de gracias.

La celebración del sacramento de la reconciliación nos prepara a gozar de la comunión. Quien ha cometido un pecado mortal no puede ser digno de celebrar la eucaristía sin haber gozado antes del perdón y de la reconciliación de Dios. Pero aun en el caso de que un cristiano no cometa normalmente pecados que provoquen la muerte no por esto debe olvidarse del sacramento de la reconciliación, ha de celebrarlo como confesión de alabanza y de acción de gracias. Celebrar este sacramento —y así lo subraya el nuevo rito— significa orar tanto por parte del sacerdote como por parte del penitente en un dialogo que nos abre a nuevas dimensiones personales y sociales. El sacerdote alaba y adora la misericordia divina mientras proclama en la absolución y en el dialogo de fe el don de la paz. La recepción de este don por parte del pecador no puede dejar de expresarse en alabanza y acción de gracias.

La ordenación sacerdotal es especialmente una efusión del Espíritu para que el ordenado tenga un recuerdo reconocido y pueda celebrar y vivir cada vez mas dignamente la eucaristía, con una vida que la refleja de continuo. La vocación sacerdotal es en primer lugar una vocación a ser hombre y maestro de oración para que todo el pueblo sacerdotal de Dios pueda llegar a la adoración en espíritu y verdad.

El matrimonio entre cristianos es sacramento de forma distinta, porque los esposos reciben la certeza de la presencia de Cristo siempre que están unidos en su nombre. «Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además permanece con ellos para que los esposos con su mutua entrega se amen con perpetua fidelidad, como él mismo amó a la Iglesia y se entrego por ella» (GS 48). El recuerdo agradecido que honra la presencia eficaz de Cristo une a los esposos, a los padres y a los hijos de tal forma que cada vez los hace mas conscientes de Dios y mas abiertos entre si. Es, por lo tanto, fundamental la oración de la familia. Compete a los padres iniciar a los hijos en la oración que es integración entre la fe y la vida.


V Tradición sacerdotal y tradición profética.


1 El papel del sacerdote.

El sacerdote participa de la misión profética de Cristo sumo sacerdote. Se define como hombre de oración adorador de Dios en espíritu y verdad, hombre espiritual que puede proclamar el misterio de la salvación en el culto y en la vida, maestro de oración específicamente cristiana.

Quien haya penetrado en el sentido de la precedente reflexión sobre el carácter central de la eucaristía y de los sacramentos, podrá comprender fácilmente el carácter central del papel sacerdotal para que todos los creyentes sepan vivir una oración auténtica y sepan qué es una oración autentica. Por ello creo que los seminarios deberían tener como misión primordial la de ser una escuela de oración, de forma que los sacerdotes puedan siempre vivir en ella como hermanos y testigos visibles de su misión solidaria de promover el espíritu y la práctica de la oración.


2 Las desviaciones del sacerdotalismo.

Ya en el Antiguo Testamento y en la misma historia de la Iglesia, se puede ver con frecuencia una típica desviación, el sacerdotalismo. No se trata, evidentemente, aquí de lo que es nota característica en el sacerdote que participa del sacerdocio profético de Cristo. Se trata, por el contrario de aquellos que no son hombres plena mente espirituales o que, reunidos en grupo, se consideran como clase privilegiada y tienden a mantener a los laicos en una posición subordinada como seres inmaduros, provocando así una grave desviación de la oración. En estas situaciones es fácil encontrar sacerdotes muy escrupulosos en la observancia de las rúbricas más minuciosas (que en el pasado se habían multiplicado de forma impresionante y estaban respaldadas por penas exageradas) o en la pronunciación de ciertas palabras, mientras que se olvidan de la misión principal la adoración de Dios en espíritu y verdad. Esta desviación tiene como consecuencia el reducir la oración a una recitación sin contacto con las alegrías, las esperanzas, las angustias y los sufrimientos de los seres humanos De esta forma viene a faltar una de las notas esenciales, cual es la integración entre fe y vida.

Precisamente en esta decadencia verdadera desintegración— se manifiesta la fuerza del pecado original, es decir, de la sarx (como llamaba Pablo al egoísmo encarnado y a la tendencia decadente del hombre). Allí donde falta la espontaneidad y la creatividad en la oración, la «carne» toma la delantera. Este sacerdotalismo tendencia de la clase sacerdotal demasiado preocupada por su propia superioridad, comprueba la verdad de las afirmaciones de Pablo. “No es que seamos capaces por nosotros mismos de pensar algo como proveniente de nosotros, pues nuestra capacidad viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de la Nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu, pues la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Cor 3,5 6)


3 La tradición profética.

Contra la degeneración sacerdotalista, Dios en su misericordia envió a los profetas. También había entre ellos sacerdotes, pero no eran mayoría. Cristo es el profeta. Y no pertenece a la clase sacerdotal. La oración profética brilla por la integración de la fe en la vida. Todo su ser se expresa ante Dios en la aceptación. «Aquí estoy, Señor llámame, aquí estoy, envíame».

Modelo de sacerdote y de todos los miembros del pueblo sacerdotal de Dios lo es siempre Cristo, profeta, el adorador del Padre en espíritu y verdad. Jesús nos enseña la síntesis entre oración y vigilancia entre amor de Dios y del prójimo.

Debemos estar reconocidos y agradecidos por la bondad de Dios, que continúa mandando profetas, hombres y mujeres que se distinguen por su espontaneidad y por la creatividad de su oración, por el sentido del presente, por la meditación orante. Allí donde se vive la tradición profética no existe el penoso complejo de inseguridad. La oración profética es el distintivo del pueblo de Dios peregrinante, que camina tras el Señor de la historia. Sobre todo en tiempo de profundas transformaciones culturales y sociales, debemos recurrir a Cristo como profeta y comprobar nuestra continuidad con la historia profética de la Iglesia.


VI Las devociones.

Sería una pérdida el olvidarnos de las devociones que la piedad popular ha hecho tradicionales. En ellas, si se celebran con espíritu adecuado, se encuentra la riqueza de la oración.

Para un católico contará siempre con su estima la visita al Santísimo Sacramento. La renovación litúrgica nos ha hecho mas conscientes del carácter central de la misma celebración eucarística, en la que no deberá faltar la comunión. Pero esto no ha de ser motivo para que olvidemos la visita al Santísimo Sacramento. La presencia humilde y continua de Cristo en el tabernáculo, siempre dispuesto a recibir y visitar a los enfermos, podrá refrescar nuestra memoria agradecida. La mera presencia ante aquel que se queda con nosotros puede traernos paz, alegría y muchas veces un gran entusiasmo, que se expresa en la oración afectiva. La visita al Santísimo Sacramento es una continuación contemplativa de la celebración eucarística y nos prepara a la siguiente. Del mismo modo debe estimarse la bendición eucarística, en ella alabamos la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo en espera de su venida fuente de toda bendición.

Desde los tiempos de san Francisco, el vía crucis ha dado frutos abundantes en la vida de muchos cristianos. Es una devoción fácil y atractiva, que radica también de forma contemplativa en la celebración eucarística.

Entre las devociones más agradables de los cristianos —especialmente de los católicos y de los ortodoxos— se cuenta la veneración de la Virgen María mediante la meditación o el canto del Magníficat, oración magistral de María, reina de los profetas. También el rosario, si se lo recita meditando verdaderamente los misterios principales de nuestra salvación patentiza su relación con la eucaristía. Pero es importante que no sea una recitación mecánica de padrenuestros y avemarías. Debe haber tiempo suficiente para leer el relato evangélico del misterio y tiempo suficiente para la meditación y la oración espontánea, que nos lleven a la recitación recogida de las fórmulas tradicionales de oración. El Vat. II afirma: «La participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual. En efecto, el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto; más aún, debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol» (SC 12). Además, el concilio añade normas directivas para la profundización y la renovación de todas las devociones y de los ejercicios piadosos: «Se recomiendan encarecidamente los ejercicios piadosos del pueblo cristiano, con tal que sean conformes a las leyes y a las normas de la Iglesia… Ahora bien, es preciso que estos mismos ejercicios se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo, ya que la liturgia por su naturaleza está muy por encima de ellos» (SC 13).

B. Häring

ALIANZA

Gran parte de la teología bíblica puede entenderse a partir del paso o camino que ha llevado a los israelitas desde el plano de la solidaridad «natural» en que vivían (como pueblo o grupo sociológico) a la vinculación voluntaria y personal, que se expresa en forma de alianza. Aquí evocamos el tema de la alianza desde una perspectiva israelita. La visión cristiana está más vinculada con la eucaristía*.

Dios y pueblo en alianza. La alianza es una institución social que está en el principio de la historia israelita, pues ella es la base de la federación* de tribus. Especial importancia tiene la alianza con Dios, en la que se definen tanto Dios como el pueblo israelita. (a) El Dios de la alianza. Los israelitas no se llaman sólo hijos o pueblo de Dios porque han nacido de los doce Patriarcas, sino porque han renacido de la esclavitud de Egipto, recibiendo de Dios y estableciendo con él un pacto de fidelidad perpetua sobre el monte Sinaí, por mano de Moisés. El Dios de la alianza de Moisés sigue vinculado al Dios* de los padres, de manera que empieza diciendo: «Yo soy el Dios de tu padre, de Abrahán, Isaac y Jacob» (Ex 3,6), pero después añade «Soy el que Soy» (soy Yahvé: Ex 3,14), el Dios que hace un pacto con vosotros, para que seáis testimonio o ejemplo de mi vida y de mi gracia en medio de los pueblos. En este contexto podemos afirmar que los judíos son el pueblo que ha pactado con Dios y que sabe que sólo por pacto o alianza se puede vivir sobre el mundo (cf. Ex 19,4-5). (b) Israel, pueblo de la alianza. La religión de la Biblia es religión de alianza, es decir, de pacto o compromiso de solidaridad. Con cada israelita nace de nuevo el pueblo y se establece de nuevo el pacto. Cada israelita escucha y asume como propia la antigua palabra: «Si oís mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi propiedad especial entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes, un pueblo santo» (Ex 19,5-6). (c) Dios y pueblo. La alianza se define en forma de comunicación y pertenencia mutua, como experiencia de vinculación personal permanente: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jr 11,4; Ez 36,28). El Dios de la alianza no es alguien que se cierra en sí mismo, sino que existe en apertura y comunicación hacia los hombres. Tampoco los israelitas existen como pueblo cerrado en sí, sino que son en su relación con Dios. Esta relación está en el principio de la vida del pueblo, que no existe por sí mismo, sino que nace por voluntad de amor de Dios. Pero, al mismo tiempo, ella es principio de exigencia: «Yahvé, tu Dios, te manda hoy que cumplas estos estatutos y decretos; cuida, pues, de ponerlos por obra con todo tu corazón y con toda tu alma. Has declarado solemnemente hoy que Yahvé es tu Dios, que andarás en sus caminos, que guardarás sus estatutos, sus mandamientos y sus decretos, y que escucharás su voz. Y Yahvé ha declarado hoy que tú eres pueblo suyo, de su exclusiva posesión… para que seas un pueblo consagrado a Yahvé, tu Dios, como él ha dicho» (Dt 26,16-19).

Sinaí, la alianza básica. Puede hablarse de la alianza de Dios con Noé (Gn 9) y con Abrahán (Gn 15), pero la fundamental, la que define a Israel, es la del Sinaí, que constituye (tras el éxodo* o paso por el mar Rojo) el momento fundante de nacimiento del pueblo. Éste es el esquema de conjunto y éstos los elementos del texto donde se inscribe la celebración: (a) Teofanía. La alianza es posible porque Dios se manifiesta al pueblo a través de una serie de signos tomados simbólicamente de los fenómenos cósmicos: «Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte, mientras el toque de la trompeta crecía en intensidad. Y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar. Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios… Todo el Sinaí humeaba, porque Yahvé había descendido sobre él en forma de fuego. Subía el humo como de un horno y todo el monte retemblaba con violencia. El sonido de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno» (Ex 19,1620). (b) Mandamientos. De los signos cósmicos, propios de las religiones de la naturaleza, el texto nos lleva a la palabra, en la que Dios se manifiesta como persona, en el contexto propio de Israel: «Dios pronunció todas estas palabras diciendo: Yo soy Yahvé, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos, figura alguna… No pronunciarás el nombre de Yahvé, tu Dios, en falso. Fíjate en el sábado para santificarlo…». Ésta es la alianza de Dios y en ella se escucha y acoge su palabra (Ex 20,1-8). En contra de lo que sucede en el sacrificio griego de Prometeo, aquí no hay envidia entre Dios y los hombres, ni hay tampoco disputa sobre el reparto de los diversos elementos del toro: a Dios se le ofrece la sangre (que aparece como vida del toro) y con ella, con la misma sangre, se rocía el libro de su mandamientos. Los israelitas empiezan a ser pueblo de Dios, de un Dios misterioso, cuyo rostro no ven, pero que les habla (cf. Ez 28,12-13). Misterioso es Dios y misterioso seguirá siendo a los largo de la historia israelita. Pero su más honda realidad se ha revelado ya en unos mandamientos que vienen a presentarse como documento de alianza: testimonio donde se refleja la voluntad creadora de Dios para con su pueblo y compromiso de acción (de actuación) del mismo pueblo.

El Código de la Alianza. Las palabras de los mandamientos se hacen código, libro de la alianza. Sólo allí donde hay palabra puede haber pacto, es decir, diálogo amoroso y firme, promesa efectiva: sólo un Dios que promete y unos hombres que prometen pueden ratificar un compromiso de alianza. En este contexto el hombre se define no sólo como aquel que puede prometer en general, sino como aquel que puede prometer al mismo Dios. En este contexto ha transmitido la Biblia la primera de sus «constituciones», llamada precisamente el Código de la Alianza (cf. Ex 20,22-23,19). Éste sigue siendo el primero y más sagrado de los «libros» israelitas, contenido actualmente en el Éxodo: «Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que le había dicho Yahvé, todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una: ¡Haremos todo lo que manda Yahvé! Entonces Moisés puso por escrito todas las palabras de Yahvé…» (cf. Ex 24,1-8). Se trata, por tanto, de un libro que va a fijar las relaciones de Dios con el pueblo, ratificadas en forma de pacto. Todo lo anterior viene a condensarse en un texto o libro de pacto en el que Moisés lo ha escrito recogiendo las palabras de Dios para leerlas después ante el pueblo. Esto significa que el pacto se hace libro: texto escrito de palabras que expresan el sentido de la acción/norma de Dios y fundan un espacio de existencia consciente para el pueblo (24,7-8). Misterioso se muestra aquí Dios y misterioso seguirá siendo a lo largo de la historia israelita. Pero su más honda realidad se ha revelado ya en forma de libro (= seper). No es un texto de cantos de guerra, ni un poema que recoge antiguas tradiciones. El libro que aparece aquí como revelación de Dios y palabra constitutiva de la identidad israelita es documento de alianza: testimonio donde se refleja la voluntad creadora de Dios para su pueblo y compromiso de acción (de actuación) del mismo pueblo.

Sacrificio y sangre de la alianza. «Moisés puso por escrito todas las palabras de Yahvé, madrugó y levantó un altar en la falda del monte y doce estelas por las doce tribus de Israel. Mandó a algunos jóvenes israelitas que ofrecieran holocaustos e inmolaran novillos como sacrificio de comunión para Yahvé. Entonces puso la mitad de la sangre en vasijas y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el libro de la alianza y lo leyó en alto al pueblo, que respondió: ¡Haremos todo lo que manda Yahvé y le obedeceremos! Moisés tomó el resto de la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: Ésta es la sangre de la alianza que Yahvé establece con nosotros por medio de todos estos mandatos» (Ex 24,4-8). Ésta es la fiesta de la constitución del pueblo, el sacrificio de la alianza, donde se ratifica y culmina la pascua. Es una alianza llena de violencia, simbolizada en la sangre* de los animales sacrificados, que se derrama sobre el altar. Sólo el animal sacrificado garantiza la fidelidad y unión de aquellos que celebran la alianza. De esa forma, la más honda experiencia de la religión israelita viene a quedar ratificada en el signo de la sangre, que así viene a mostrarse como elemento central de la experiencia religiosa. Ésta es, sin duda, una experiencia hermosa: la experiencia de un pueblo que se sabe vinculado a Dios por una ley* que se expresa a través de unos mandamientos* concretos que Dios mismo ha revelado al pueblo para que viva en libertad. Es como si una misma sangre, potencial de vida, pasara por las venas de Dios y de su pueblo. Por eso se elevan en la falda del monte doce estelas, recordando que el pacto de Dios vincula por encima de las vicisitudes históricas a las doce tribus del viejo Israel histórico cuyos herederos serán, con matices distintos, judíos y cristianos. Para completar el gesto, ofreciendo en nombre de todos su palabra autorizada, Moisés sube al monte con Aarón, sus hijos sacerdotes (representantes de eso que pudiéramos llamar poder sacral) y los setenta dirigentes (zeqenim o ancianos) que forman el Consejo legal/ejecutivo (= Senado, Sanedrín) del pueblo israelita (24,9-10). Todos aceptan el pacto de sangre de la alianza y así lo ratifican los representantes legales (sacerdotes y ancianos). Queda así constituido el pueblo israelita con valor y responsabilidad jurídica ante Dios.

Ruptura y renovación de la alianza. En la base de la alianza sigue estando la sangre*, como signo de sacralidad originaria, que hallamos también en otros pueblos (en casi todas las religiones de la tierra). Pues bien, a pesar del compromiso de la sangre de ellos, el Pentateuco afirma que los israelitas han roto la alianza, de manera que cuando Moisés desciende de la montaña con las tablas de la ley, que ratifican y recuerdan la alianza, tiene que romperlas, porque encuentra a los israelitas bailando ante el becerro de oro (cf. Ex 32,1-20). Ellos han roto la alianza, pero Dios la renueva, en gesto de misericordia (cf. Ex 34). Varios profetas han condenado a Israel, porque ha negado la alianza (no ha respondido a Dios), pero anuncian una nueva: «He aquí que vienen días, dice Yahvé, en los cuales haré nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como la alianza que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque yo fui un marido para ellos, dice Yahvé. Pero éste es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días: infundiré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31,31; cf. Ez 37,26).

Aplicaciones. Judíos y cristianos, pueblo de la alianza. La exigencia de la fidelidad a la alianza ha definido y distinguido a los israelitas a lo largo de los siglos, pero se ha expresado de formas distintas. El Dios israelita de Ex 19–24 sigue siendo señor de teofanía cósmica: por eso se recuerda su presencia en el volcán y fuego de la montaña sagrada. Pero su verdad más honda no se expresa ya por el prodigio del fuego admirable, sino en la ley de vida que ofrece/revela a los humanos para establecer con ellos una alianza. Para cumplir mejor la alianza se separaron algunos y vivían separados, como los fariseos y esenios de Qumrán. Por su parte, el judaísmo rabínico ha condensado el cumplimiento de la alianza en el estudio y cumplimiento de la Ley, entendida de un modo nacional. También Jesús y sus seguidores cristianos han querido renovar (actualizar) y extender la alianza israelita a las naciones: ellos vincularon la alianza con la «sangre de Jesús», es decir, con su entrega a favor del Reino. Así pudieron hablar de una «alianza nueva» retomando y actualizando motivos del Antiguo Testamento (cf. Ex 34,1-13; Jr 31,31). Esa nueva alianza cristiana puede verse como una profundización de la antigua, que sigue teniendo valor (en esa línea parecen situarse los textos eucarísticos: Mc 14,24 par; 1 Cor 11,25), aunque algunos de ellos parecen presentarla como una sustitución, pues la antigua ha terminado (cf. 2 Cor 3,6; Heb 9,9; 8,13; 9,15; 12,24).

Cf. K. BALTZER, Das Bundesformular, WMANT 4, Neukirchen 1964; W. EICHRODT, Teología del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; R. LOHFINK, La alianza nunca derogada. Reflexiones exegéticas para el diálogo entre judíos y cristianos, Herder, Barcelona 1992; D. MCCARTHY, Treaty and Covenant, AnBib 21, Roma 1963; J. PLASTARAS, Creación y Alianza. Génesis y Éxodo, Sal Terrae, Santander 1969; R. DE VAUX, Historia antigua de Israel II, Cristiandad, Madrid 1975, 379-430; J. VERMEYLEN, El Dios de la promesa y el Dios de la Alianza, Sal Terrae, Santander 1990.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

ALEGRÍA

La antropología bíblica es básicamente gozosa, pues valora la vida como don de Dios, ya desde la primera página de su relato: para la Biblia, la existencia humana es tob, algo bueno y valioso, desde su principio (Gn 1) hasta su meta (Ap 21–22). Esa alegría (vinculada al placer*), que puede estar velada por la dura historia de muerte que domina en gran parte de la literatura bíblica y parabíblica (como en 1 Henoc), nunca desaparece del camino de los creyentes y culmina, para los cristianos, en el mensaje de Jesús, que anuncia la llegada del reino de Dios, y de un modo especial en la experiencia pascual, que se entiende y despliega básicamente como mensaje de felicidad. En ese sentido podemos afirmar que la Biblia es el libro del gozo de Dios en los hombres. En el Antiguo Testamento, la alegría está vinculada a la victoria militar (1 Sm 18,6) y al culto divino (1 Cr 15,16). De un modo especial se pone de relieve la alegría en la celebración de las fiestas, en las que todo israelita debe alegrarse, comiendo, bebiendo, celebrando la vida (cf. Dt 12,18; 14,16; 16,11,15). En este contexto puede recordarse la alegría mesiánica de la Hija-Sión, a la que el profeta le dice: «Alégrate mucho, Hija-Sión, da voces de júbilo, hija de Jerusalén» (Zac 2,10; 9,9). Ésta es la alegría que el ángel de la anunciación ofrece en su saludo a la madre de Jesús, cuando le dice khaire, alégrate (Lc 1,28); es la alegría que la madre de Jesús expresa en su Magníficat*: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador».

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

AGUA

El agua tiene en la Biblia muchos sentidos, desde la primera página del Génesis (aguas-caos de Gn 1,1-2) hasta la culminación de la historia y la llegada de la nueva Jerusalén, con las aguas de vida que brotan del trono de Dios en Ap 22,1-2.

Las diversas aguas. Entre los testimonios más significativos de la Biblia sobre el agua están los siguientes. (a) Aguas de la creación. Conforme a Gn 1, Dios ha creado el mundo sobre un caos de aguas, que él ha separado, poniendo una especie de cubierta o firmamento, para separar las aguas de arriba y las de abajo; ese mismo Dios ha separado las aguas del mar y la tierra firme, haciendo así posible el surgimiento de seres terrestres (cf. Gn 1,69). En este contexto puede citarse la lucha y victoria de Yahvé contra los monstruos de las aguas, como Tehom* y Leviatán. (b) Aguas del diluvio (Gn 6–8). Ellas son como un signo de la vuelta al caos; allí donde los hombres se pervierten Dios deja que se rompan las compuertas que separan a las aguas superiores e inferiores, de manera que el mundo corre el riesgo de quedar aniquilado. (c) Aguas del mar Rojo. Uno de los relatos más significativos y simbólicos de la historia bíblica es el paso de los israelitas por el mar Rojo: el mismo Dios les protege, abriendo un camino entre las olas, mientras los egipcios se hunden en ellas (Ex 14–15); una variante del tema aparece en el paso del río Jordán, en Jos 4,1-19. (d) Aguas de la tentación. Ofrecen uno de los temas básicos del camino por el desierto. Los hebreos carecen de agua y murmuran contra Moisés tentando a Dios. Yahvé responde diciendo a Moisés: «Pasa delante del pueblo y toma contigo algunos ancianos de Israel; toma también en tu mano la vara con que golpeaste el Nilo y camina. Allí estaré yo ante ti sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrán de ella aguas para que beba el pueblo. Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel. Y dio a aquel lugar el nombre de Massá y Meribá (= tentación y disputa), porque los hijos de Israel habían disputado y tentado a Yahvé diciendo: ¿Está o no está Yahvé entre nosotros?» (cf. Ex 17,1-7). Este motivo ha sido desarrollado por Nm 11–14 y por Dt 8,15; 32,51; 38,8). Precisamente allí donde la prueba es mayor (en el desierto) se vuelve más grande el signo de la presencia de Dios.

Las aguas de la promesa. Aparecen en dos contextos básicos: las aguas del retorno a la tierra prometida y las aguas del templo. (a) Aguas del retorno. El Segundo Isaías proyecta sobre el retorno de los israelitas cautivos en Babilonia algunas de las imágenes del éxodo: «En las alturas abriré ríos, y fuentes en medio de los valles; abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca» (Is 41,18). En ese contexto alude el profeta a la victoria de Yahvé contra los monstruos de las aguas: «Despierta, despierta, vístete de poder, oh brazo de Yahvé; despierta como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab, y el que hirió al Dragón? ¿No eres tú el que secó el mar, las aguas del gran abismo; el que transformó en camino las profundidades del mar para que pasaran los redimidos?» (Is 51,9-10). El agua caótica se pondrá al servicio de la vida, lo mismo que el desierto, convertido en vergel. (b) Aguas del templo, aguas mesiánicas. Por otra parte, aprovechando el signo de las aguas de la fuente de Siloé, que brotan debajo del templo de Jerusalén, la tradición profética ha desarrollado una preciosa visión de las aguas sagradas, que definirá la llegada del tiempo escatológico. El tema aparece ya en un texto antiguo de condena: «Por cuanto desechó este pueblo las aguas de Siloé, que corren mansamente, y se regocijó con Rezín y con el hijo de Romelía…» (Is 8,6). Las aguas de Siloé corren desde debajo del templo, apareciendo como signo de la protección de Dios, que los judíos desprecian, buscando alianzas militares peligrosas, en el tiempo de la guerra siroefraimita (a mediados del siglo VIII a.C.). Pues bien, después que Jerusalén ha caído ya en manos de los babilonios y ha sido destruida, eleva Ezequiel su profecía: «Del interior del templo manaba el agua hacia el oriente… El agua iba bajando por el lado derecho del templo… y crecía hasta convertirse en un gran río» (Ez 47,1ss). Ésta será la verdadera fuente y río de los tiempos mesiánicos, signo de presencia de Dios y de transformación de la misma tierra desierta, que va de Jerusalén hasta el mar Muerto. En esa línea se sitúa Zacarías: «Aquel día brotará un manantial de Jerusalén; la mitad fluirá hacia el mar oriental, la otra mitad hacia el mar occidental, lo mismo en verano que en invierno» (Zac 14,8-9). Éste será el río final del paraíso (Ap 22,1-2; cf. Gn 2,10). Desde esta base se puede afirmar que Dios mismo es la roca (lo más estable, lo más firme), siendo al mismo tiempo fuente perdurable: el origen del agua de la vida. Lógicamente, esta tradición de la roca de Dios en el desierto o en el templo de Jerusalén, roca de la que brota el agua de la vida, ha cautivado y enriquecido a los israelitas a lo largo de los siglos.

Interpretación cristiana. Los textos cristianos han evocado algunas de las tradiciones anteriores, interpretándolas desde la nueva situación mesiánica. Éstos son algunos de los ejemplos más significativos. (a) Sinópticos: andar sobre las aguas, tempestad calmada. Diversos textos de la tradición sinóptica (Mc 4,25-41; 6,45-52 par) evocan los temas del éxodo, con el paso por el mar Rojo y la victoria de Dios sobre las aguas. (b) Juan: el agua de la vida. En dos momentos fundamentales, el evangelio de Juan presenta a Jesús como fuente de agua de vida, en Siquem (junto al pozo de Jacob) y en el templo de Jerusalén en el entorno de las aguas de Siloé (cf. Jn 4,7-15 y 7,38). (c) Pablo: la roca de agua. Retomando quizá una interpretación israelita antigua, Pablo dirá que la roca de Dios, de la que brotaba el agua, iba acompañando a los hijos de Israel por el desierto, precisando después que ella se identificaba con Cristo: «Todos nuestros padres bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que les seguía. Esa roca era el Cristo» (1 Cor 10,4-5). (d) Apocalipsis: presenta el agua en dos formas (en fuentes-ríos y en mares), formando con tierra y cielo los cuatro elementos cósmicos, amenazados por el juicio (cf. Ap 8,10; 14,7; 16,4). El Dragón antiguo es dueño del agua destructora (de muerte) con la que pretende ahogar a la Mujer (cf. Ap 12,5); en esa línea, el cauce sin agua del río puede convertirse en signo de condena, paso abierto para los poderes de la muerte (cf. 16,2), y las muchas aguas son un signo de los pueblos, multitud de gentes amenazadoras de la tierra (17,1.15). Pero, en otra perspectiva, el rumor de grandes aguas aparece como sonido y signo de la multitud de los salvados (cf. 1,15; 14,2,19,6); en esa línea ha de entenderse el símbolo final del Agua de vida que brota del trono de Dios y el Cordero, en la Ciudad salvada de la Nueva Jerusalén (Ap 7,17; 21,6; 22,1.17; cf. Ez 47,1-12 y Zac 14,8).

Cf. G. BACHELARD, El agua y los sueños, FCE, México 1993; E. BOISMARD, «Agua», en X. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967, 47-51; E. DREWERMANN, Strukturen des Bösen I-III, Schönningh

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AGOBIO: NO OS PREOCUPÉIS

En el centro de la vida humana, más allá del nivel de la ley y obligación, del miedo y juicio, donde se sitúa incluso el mensaje de Juan* Bautista (cf. Mt 3,2-12 par), ha elevado Jesús una experiencia de gratuidad universal.

El don de ser hombre, hijo de Dios: «No os agobiéis por la vida, qué comeréis, ni por el cuerpo, cómo os vestiréis. Pues la vida es más que la comida y el cuerpo más que el vestido. Mirad a los cuervos: no siembran ni siegan; no tienen despensa ni granero; y sin embargo Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que esas aves! ¿Quién de vosotros podrá alargar una hora al tiempo de su vida a fuerza de agobiarse? Si no podéis hacer lo que es más simple, ¿cómo os preocupáis por otras cosas? Mirad a los lirios: cómo crecen. No hilan ni tejen y os digo que ni siquiera Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba que hoy florece y mañana se quema, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe! Y vosotros no os preocupéis buscando qué comeréis o qué beberéis; por todas estas cosas se preocupan los gentiles, pero vuestro Padre sabe lo que necesitáis; buscad, pues, su Reino y todo esto se os dará por añadidura» (Lc 12,2231; cf. Mt 6,25-32). Apoyándose en la página inicial de su Biblia, Jesús experimenta este mundo como bueno y en esa experiencia funda su tarea mesiánica. Dios no se ha escondido en un oscuro y difícil más allá, abandonando el mundo actual bajo poderes adversos, como suponía 1 Hen 6–36 (apocalíptica*, dualismo*). No ha dejado que triunfen los violentos y lo manchen todo, sino que ha creado y sigue sustentando amorosamente la vida de los hombres y mujeres, especialmente la de aquellos que parecen más amenazados. El mundo no se encuentra infestado de demonios, ni necesita unos signos religiosos especiales, pues todas las cosas son señal de su presencia. Los cuervos que buscan comida (¡carroña!) y los lirios que despliegan su hermosura, aunque sólo florezcan por un día, son signo de gracia. Dios se preocupa de los hombres, de manera que ellos pueden confiar en Dios, como lo muestra la naturaleza material, incluso allí donde es más frágil (lirios) y más ambigua (cuervos). En esa línea se había situado el libro de la Sabiduría: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa no la habrías creado» (cf. Sab 12,16-18).

Dos preocupaciones. El Evangelio sabe que hay dos preocupaciones que agobian a los hombres: la ansiedad por la comida (supervivencia) y la ambición por el vestido (apariencia), que convierten la vida de muchos en angustia y guerra. Pues bien, por encima de ellas, propone Jesús la búsqueda positiva del Reino, que se funda en Dios y que libera al hombre para la gracia. Ciertamente, los cuervos no siembran ni siegan y los lirios no hilan ni tejen, pero los hombres deben sembrar-segar e hilar-tejer si quieren comer y vestirse. Pero ellos han de hacerlo sin el agobio que les vuelve esclavos de la producción y del consumo, impidiéndoles vivir desde la gracia. La vida se mueve, por tanto, en dos planos. (a) Plano de ley, agobio universal. Reinterpretando un mito latino, M. Heidegger define al hombre como Sorge: cura, cuidado o preocupación. La tierra le dio cuerpo que a la tierra vuelve por la muerte. Júpiter divino le dio aliento (spiritus) que vuelve también a lo divino. Pero fue la cura (Sorge) la que vino a modelarle poniéndole bajo su dominio sobre el mundo. El hombre es, por tanto, un viviente que, hallándose abierto a un abanico de posibilidades, se descubre a la vez agobiado (angustiado) en la tarea de encontrar su puesto entre las cosas. Ha salido de la tierra madre; pero ella no consigue responder a sus problemas. Está huérfano de un Dios que le pueda tranquilizar. Entre la tierra y el cielo, lejos de su naturaleza madre y separado de un padre Dios, habita el hombre, entregado a su preocupación o «cura» por su pan y vestido. (b) Plano de contemplación, experiencia de gracia. Dios no nos abandona en manos de nuestra propia cura o Sorge, no nos deja en la lucha por los bienes limitados de la tierra, sino que su presencia nos libera, con el fin de que podamos vivir conforme a la gracia del Reino. En el principio de la antropología de Jesús está el agradecimiento y la confianza por la vida. Ciertamente, Jesús sabe que este mundo es espacio de riesgo y que, si no buscamos el reino de Dios, podemos convertirlo en campo de batalla angustiosa de todos contra todos («Se levantará nación contra nación y reino contra reino»: Mc 13,8). Pero, en sí mismo, como lugar donde se expresa el cuidado de Dios y puede buscarse su Reino, este mundo es bueno.

Cf. H. URS VON BALTHASAR, El cristianismo y la angustia, Caparrós, Madrid 1988; S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, Espasa-Calpe, Madrid 1976.

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ACOGER

La hospitalidad constituye una de las virtudes y prácticas más recomendadas no sólo en la Biblia, sino en toda la cultura oriental antigua, especialmente en los tiempos y lugares del nomadismo, cuando la falta de acogida implicaba la muerte para caminantes y peregrinos. La misma ley instituye ciudades de acogida o refugio para cierto tipo de homicidas o culpables, de manera que puedan así escapar a la venganza de sus perseguidores (cf. Nm 35,6-28; Jos 20,24; 21,13-37). Ejemplo de acogida es Abrahán (Gn 18). En el Nuevo Testamento está recomendada de un modo expreso en Rom 12,13; 1 Tit 5,10; Heb 13,2. Entre los textos y ejemplos de acogida del Nuevo Testamento podemos citar algunos más significados que se vinculan entre sí, marcando las líneas básicas de una experiencia de acogida cristiana.

El que recibe a un niño en mi nombre a mí me recibe… (Mc 9,37). La comunidad cristiana aparece en el fondo de esta palabra como casa para los que no tienen casa, como lugar de acogida para los necesitados y en especial para los niños. La palabra que aquí se emplea no es la que utilizará el evangelio de Juan, al decir que el discípulo recibió (elaben) a la madre de Jesús (en gesto de acogida eclesial: Jn 19,27), sino una palabra que indica más bien la acogida y servicio social (con dexêtai): acoger es ofrecer casa y familia, no sólo a los huérfanos* de la tradición del Antiguo Testamento, sino a todos los niños en cuanto necesitados. Esta exigencia de la acogida eclesial o cristiana de los niños está en la base de la identidad cristiana, tal como lo han destacado Mc 9,37, Lc 9,48 y Mt 18,5. Los niños y los necesitados vienen a presentarse de esa forma como los más importantes en la Iglesia.

Fui extranjero y no me acogisteis (Mt 25,25). Esta palabra nos sigue situando en la línea de la tradición de la acogida a los huérfanos*, viudas* y extranjeros*, que remite al principio de la Ley israelita, expresada del modo más fuerte en Dt 10,19: «amaréis a los forasteros, porque forasteros fuisteis en Egipto». Todos los forasteros, sin patria, vienen a presentarse ahora como signo de Jesús, presencia de Dios en el mundo. En ese contexto se emplea la palabra más fuerte de acogida: synêgagete (Mt 25,25.28), que está vinculada con la palabra sinagoga*, entendida como asamblea o comunidad. En el lugar programático donde habla del fundamento de la comunidad de creyentes, Mt 16,16 (lo mismo que 18,17) empleará la palabra Iglesia, que se ha hecho luego casi normativa para hablar de la reunión de los cristianos. Pues bien, en este contexto de juicio final, asumiendo una palabra también clásica de la tradición judía y cristiana, Mateo supone que los creyentes deben acoger en su synagogé o comunidad a los pobres y excluidos, a los que no tienen casa o referencia social, por ser extranjeros.

Acogida eclesial. La Iglesia cristiana se establece como casa que acoge a los pobres, acogiendo a los enviados de Jesús. Los misioneros del Evangelio no empiezan creando casas para acoger en ellas a todos los que vengan, sino que se dejan recibir y acoger en las casas de aquellos que quieran escucharles, de manera que surge una simbiosis entre los que tienen casa (sedentarios que acogen a los itinerantes) y los itinerantes (cf. Lc 10,8-10; Mc 6,11; etc.). Un ejemplo especial de acogida que funda la Iglesia es el que ofrecen Marta* y María, que reciben a Jesús en su casa, ofreciéndole su servicio y escucha (cf. Lc 10,38-42). En esa línea, se ha dicho que el tema principal de la 1ª de Pedro* consiste en ofrecer casa a los que no tienen casa.

La recibió en su casa: Discípulo amado y Madre de Jesús. La Madre de Jesús ha jugado un papel importante en la tradición cristiana. Ella aparece vinculada a los parientes (hermanos) que quieren llevar a Jesús a su casa, a la casa de un tipo de judaísmo cercano al de los escribas (cf. Mc 3,31-36). Hch 1,13-14 la incluye entre los grupos de discípulos que forman la primera Iglesia. Pues bien, Jn la ha presentado ya, introduciendo el camino de Jesús, mostrándole que falta vino en las viejas bodas de la ley judía (cf. Jn 2,1-11). Así pues, al final de su vida, desde la misma cruz, Jesús dice a la madre que el discípulo querido es su hijo y dice al discípulo que la madre de Jesús es su madre. En este contexto, el Evangelio añade que el discípulo la recibió (elaben) en su casa (o la tomó como tesoro grande, entre sus bienes, pues también puede traducirse el texto de esa forma). En el fondo de ese relato puede haber un dato histórico. María, la madre de Jesús, ha sido una mujer discutida y poderosa dentro de la Iglesia (gebîra*) entre cuyos miembros se incluye (como sabe Hch 1,13-14). Posiblemente algunos seguidores de Jesús (como los parientes a quienes Jn 7,1-9 presenta como incrédulos o los hermanos que en Mc 3,31-35 quieren llevar a Jesús a su casa) han querido capitalizar la memoria de la madre. Pues bien, nuestro pasaje zanja esa cuestión: la madre pertenece al discípulo querido, es decir, a la Iglesia que se centra en el amor. Quizá se puede dar un paso más y decir que la unión de Madre y discípulo querido es signo de la unión de judíos y cristianos. La madre pertenece a las bodas de Israel (agua de purificaciones) que deben transformarse en vino universal de gracia. Pues bien, el discípulo amado la ha recibido en la casa del amor.

Cf. I. M. FORNARI-CARBONELL, La escucha del huésped (Lc 10,38-42). La hospitalidad en el horizonte de la comunicación, Verbo Divino, Estella 1995; A. SERRA, María según el evangelio, Sígueme, Salamanca 1988; E. SCHÜSSLER FIORENZA, «La práctica de la interpretación», en Pero ella dijo, Trotta, Madrid 1996, 78-106.

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ABSTINENCIA

En general, la Biblia es un libro de comidas. Según ella, tras el diluvio (cf. Gn 9,3), los israelitas pueden y deben alimentarse de todos los frutos de la tierra, incluido el vino, bendiciendo a Dios. La ley del Pentateuco sólo prohíbe un número poco significativo de alimentos considerados impuros, como el cerdo (cf. Lv 11; Dt 14).

En la corte de Nabucodonosor. Ciertamente, existieron en el Israel antiguo algunos grupos, como los recabitas* y nazareos*, que se abstenían especialmente de vino. Pues bien, en este contexto se pueden añadir otros abstinentes y abstemios, como aquellos que se pusieron al servicio del rey Nabucodonosor de Babilonia (símbolo de todos los grandes reyes bajo cuyo dominio han vivido los israelitas). El rey les llamó para que le sirvieran en el palacio (Dn 1,1-4), fijando para ellos unas normas entre las que se hallaba una ley de comidas: «El rey les asignó una ración diaria de los manjares del rey y del vino de su mesa. Deberían ser educados durante tres años, tras lo cual entrarían al servicio del rey. Entre ellos se encontraban Daniel, Ananías, Misael y Azarías, que eran judíos… Daniel, que tenía el propósito de no mancharse compartiendo los manjares del rey y el vino de su mesa, pidió al jefe de los eunucos permiso para no mancharse. Dios concedió a Daniel hallar gracia y benevolencia ante el jefe de los eunucos, a quien dijo: Por favor, pon a prueba a tus siervos durante diez días: que nos den a comer legumbres y a beber agua; después nos comparas con los jóvenes que comen los manjares del rey, y haces con tus siervos con arreglo a lo que vieres. Aceptó él la propuesta y les puso a prueba durante diez días. Al cabo de los diez días se vio que tenían mejor aspecto y estaban más sanos que todos los jóvenes que comían los manjares del rey. Desde entonces el guarda retiró sus manjares y el vino que debían beber, y les dio legumbres.

La sabiduría de la abstinencia. «Estos cuatro jóvenes recibieron de Dios ciencia e inteligencia en toda clase de letras y sabiduría. Particularmente Daniel poseía el discernimiento de visiones y sueños» (Dn 1,5-17). El texto ha mezclado dos temas: la pureza en las comidas y la abstinencia de vino y carne. Son impuros los manjares que están contaminados, por ser prohibidos (cerdo…) o porque han sido sacrificados a los ídolos o están mal preparados. Todos los buenos israelitas están obligados a prescindir de ellos. Pero Daniel y sus amigos hacen más: deciden abstenerse de carne y vino, iniciando de esa forma un ayuno sapiencial, al servicio de una más alta contemplación, de un conocimiento superior. Según eso, el conjunto de los israelitas ha comido y bebido, alabando a Dios. Pero han existido en Israel algunos abstemios y abstinentes especiales como los nazareos (no beben vino) y los terapeutas* (no toman ni vino ni carne). Entre estos últimos hemos encontrado a Daniel y sus amigos, abstinentes sapienciales, no contemplativos: la dieta vegetariana (que se supone vinculada al orden primero de la creación: cf. Gn 1–3) les capacita para resolver hondos misterios del mundo y de la historia. Esta abstinencia sapiencial no es específicamente judía, ni cristiana, sino que ha sido desarrollada más bien por ascetas y místicos de otras religiones, sobre todo en el oriente.

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