Ayuno

Los occidentales de nuestros días, incluso cristianos, apenas si aprecian el ayuno que consiste en privarse de todo alimento y de toda bebida durante uno o varios días, desde una puesta del sol hasta otra. Si aprecian la moderación en beber y en comer, el ayuno les parece peligroso para la salud y prácticamente no ven su utilidad para la vida espiritual. Esta actitud es la opuesta de la que los historiadores de las religiones descubren casi en todas partes: por motivos de ascesis, de purificación, de luto, de súplica, ocupa el ayuno un puesto importante en los ritos religiosos. En el Islam, por ejemplo, es el medio por excelencia de experimentar la trascendencia divina. La Biblia, en la que se funda en este punto la actitud de la Iglesia, coincide en este particular con todas las demás corrientes religiosas. Pero la Biblia precisa el sentido del ayuno y regula su práctica; con la oración y la limosna es para ella el ayuno uno de los actos esenciales que traducen delante de Dios la humildad, la esperanza y el amor del hombre.

Sentido del ayuno.

Siendo el hombre alma y cuerpo, de nada serviría imaginar una religión puramente espiritual: para obrar tiene el alma necesidad de los actos y de las actitudes del cuerpo. El ayuno, siempre acompañado de oración suplicante, sirve para traducir la humildad delante de Dios: ayunar (Lev 16,31) equivale a «humillar su alma» (16,29). El ayuno no es, pues, una hazaña ascética; no tiende a procurar algún estado de exaltación psicológica o religiosa. Tales utilizaciones se acusan en la historia de las religiones. Pero en clima bíblico, cuando uno se abstiene de comer un día entero (Jue 20,23; 2Sa 12,16s; Jon 3,7), siendo así que considera el alimento como don de Dios (Dt 8,3), esta privación es un gesto religioso, cuyos motivos hay que comprender. El que ayuna se vuelve hacia el Señor (Dan 9,3; Esd 8,21) en una actitud de dependencia y de abandono totales: antes de emprender un quehacer difícil (Jue 20,26; Est 4,16), como también para implorar el perdón de una culpa (1Re 21,27), en señal de luto por una desgracia doméstica (2Sa 12,16.22) o nacional (1Sa 7,6; 2Sa 1,12; Bar 1,5; Zac 8,19), para obtener la cesación de una calamidad (Jl 2,12-17; Jdt 4, 9-13), abrirse a la luz divina (Dan 10,12), aguardar la gracia necesaria para el cumplimiento de una misión (Act 13,2s), prepararse al encuentro con Dios (Ex 34,28; Dan 9,3).

Las ocasiones y los motivos son variados. Pero en todos los casos se trata de situarse con fe en una actitud de humildad para acoger la acción de Dios y ponerse en su presencia. Esta intención profunda descubre el sentido de las cuarentenas pasadas sin alimento por Moisés (Ex 34,28) y Elías (1Re 19,8). En cuanto a la cuarentena de Jesús en el desierto, que se rige conforme a este doble patrón, no tiene por objeto abrirse al Espíritu de Dios, puesto que Jesús está lleno de él (Lc 4,1); si el Espíritu le mueve a este ayuno, es para que inaugure su misión mesiánica con un acto de abandono confiado en su padre (Mt 4,1-4).

Práctica del ayuno.

La liturgia judía conocía un «gran ayuno» el día de la expiación (cf. Act 27,9); su práctica era condición de pertenencia al pueblo de Dios (Lev 23,29). Había también otros ayunos colectivos en los aniversarios de las desgracias nacionales. Además, los judíos piadosos ayunaban por devoción personal (Lc 2,37); así los discípulos de Juan Bautista y los fariseos (Mc 2,18), algunos de los cuales ayunaban dos veces por semana (Lc 18,12). Se trataba de realizar así uno de los elementos de la justicia definida por la ley y por los profetas. Si Jesús no prescribe nada semejante a sus discípulos (Mc 2,18), no es que desprecie tal justicia o que quiera abolirla, sino que viene a cumplirla o consumarla, por lo cual prohíbe hacer alarde de ella y en algunos puntos invita a superarla (Mt 5,17.20; 6,1).

En efecto, la práctica del ayuno lleva consigo ciertos riesgos: riesgo de formalismo, que denuncian ya los profetas (Am 5,21; Jer 14,12); riesgo de soberbia y de ostentación, si se ayuna «para ser visto por los hombres» (Mt 6,16). Para que el ayuno agrade a Dios debe ir unido con el amor del prójimo y comportar una búsqueda de la verdadera justicia (Is 58,2-11); es tan inseparable de la limosna como la oración. Finalmente, hay que ayunar por amor de Dios (Zac 7,5). Así invita Jesús a hacerlo con perfecta discreción: este ayuno, conocido de Dios solo, será la pura expresión de la esperanza en él, un ayuno humilde que abrirá el corazón a la justicia interior, obra del Padre que ve y actúa en lo secreto (Mt 6,17s).

La Iglesia apostólica conserva en materia de ayuno las costumbres de los judíos, practicadas en el espíritu definido por Jesús. Los Hechos de los Apóstoles mencionan celebraciones cultuales acompañadas de ayuno y oración (Act 13,2ss; 14,22). Pablo, durante su abrumadora labor apostólica, no se contenta con sufrir hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que añade repetidos ayunos (2Cor 6,5; 11,27). La Iglesia ha permanecido fiel a esta tradición procurando mediante la práctica del ayuno poner a los fieles en una actitud de abertura total a la gracia del Señor en espera de su retorno. Porque si la primera venida de Jesús colmó la expectativa de Israel, el tiempo que sigue a su resurrección no es el de la alegría total, en el que no sientan bien los actos de penitencia. Jesús mismo, defendiendo contra los fariseos a sus discípulos que no ayunaban, dijo: «¿Pueden ayunar los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el esposo: en esos días ayunarán» (Mc 2,19s p). En espera del retorno del esposo, el ayuno penitencial entra dentro de las prácticas de la Iglesia.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Amor

«Dios es amor» «Amaos los unos a los otros» El hombre, antes de llegar a esta cima de la revelación del NT, debe purificar las concepciones totalmente humanas que se forman del amor, para acoger el misterio del amor divino, el cual pasa por la cruz. La palabra «amor» designa, en efecto, gran cantidad de cosas diferentes, carnales o espirituales, pasionales o pensadas, graves o ligeras, que expansionan o que destruyen. Se ama una cosa agradable, a un animal, a un compañero de trabajo, a un amigo, a los padres, a los hijos, a una mujer. El hombre bíblico conoce todo esto. El Génesis (cf. Gén 2,23s, 3,16, 12,10-19; 22; 24; 34), la historia de David (cf. 1Sa 18,1ss; 2Sa 3,16; 12,15-25; 19,1-5), el Cantar de los cantares son, entre otros muchos, testigos de sentimientos de todas clases. Con frecuencia se mezcla en ello el pecado, pero también hallamos rectitud, profundidad y sinceridad bajo palabras habitualmente sobrias y discretas.

Israel, poco llevado a la abstracción intelectual, da con frecuencia a las palabras una coloración afectiva: para él, conocer es ya amar; su fidelidad a los vínculos sociales y familiares (hesed) está totalmente impregnada de arranque y de espontaneidad generosa (cf. Gén 24,49; Jos 2,12ss; Rut 3,10; Zac 7,9). «Aman (hebr. ahab; gr. agapan) tiene tantos armónicos como en nuestras lenguas.

En una palabra, el hombre bíblico sabe el valor de la afectividad (cf. Prov 15,17), aun cuando no ignora sus riesgos (Prov 5; Eclo 6,5-17). Cuando la noción de amor penetra su psicología religiosa, está completamente cargada de una experiencia humana densa y concreta. Al mismo tiempo suscita numerosas cuestiones. Dios, tan grande, tan puro, ¿puede abajarse a amar al hombre pequeño, pecador? Y si Dios tiene la condescendencia de amar al hombre, ¿cómo podrá el hombre corresponder con amor a ese amor? ¿Qué relación existe entre el amor de Dios y el amor de los hombres? Las religiones se esfuerzan, cada una a su manera, por responder a estas cuestiones, cayendo ordinariamente en uno de dos extremos opuestos relegar el amor de Dios a una esfera inaccesible, a fin de mantener la distancia entre Dios y el hombre, o profanar el amor de Dios convirtiéndolo en un amor totalmente humano, a fin de hacer a Dios presente al hombre. A estas búsquedas metafísicas o místicas responde la Biblia con claridad. Dios ha tomadora iniciativa de un diálogo de amor con los hombres; en nombre de este amor los induce y les enseña a amarse unos a otros.

I. EL DIÁLOGO DE AMOR ENTRE DIOS Y EL HOMBRE

AT. Aun cuando en los relatos de la creación (Gén 1; 2-3) no figura la palabra amor, en ellos se insinúa el amor de Dios a través de la bondad de que son objeto Adán y Dios quiere darles la vida con plenitud, pero este don supone una libre adhesión a su voluntad; Dios entabla el diálogo de amor indirectamente a través del mandamiento. Adán lo descartó queriendo apoderarse por fuerza de lo que le estaba destinado como don. Y pecó. Entonces el misterio de la bondad se profundiza en misericordia para con el pecador mediante las promesas de salvación; progresivamente se restablecerán los lazos de amor que unen a Dios y al hombre La historia del paraíso expresa en compendio la historia sagrada.

Amigos y confidentes de Dios.

Dios, al llamar a Abraham, un pagano entre tantos (Jos 24,2s), a ser su amigo (Is 41,8), expresa su amor en forma de una amistad: Abraham viene a ser el confidente de sus secretos (Gén 18,17). Si es así, es que Abraham ha respondido a las exigencias del amor divino: ha dejado su patria siguiendo la llamada de Dios (12,1); debe penetrar más adentro en el misterio del temor de Dios que es amor, pues es llamado a sacrificar a su hijo único, y con el su amor humano: Toma a tu hijo, al que amas. (Gén 22,2).

Moisés no tiene que sacrificar a su hijo; pero su pueblo entero se pone en contingencia por el conflicto entre la santidad divina y el pecado; Moisés está desgarrado entre Dios, cuyo enviado es, y su pueblo, al que representa (Ex 32,9-13). Si se mantiene fiel, es porque desde su vocación (3,4) hasta su muerte no cesó de progresar en la intimidad de Dios, conversando con él como con un amigo (33,11; prójimo); tuvo la revelación de la ternura inmensa de Dios, de un amor que, sin sacrificar nada de la santidad, es misericordia (34,6s).

La revelación profética.

Los profetas, también confidentes de Dios (Am 3,7), amados personalmente por un Dios, cuya elección se posesiona de ellos (7,15), los desgarra a veces (Jer 20,7ss), pero los llena también de gozo (20,11ss), son los testigos del drama del amor y de la ira de Yahveh (Am 3,2). Oseas, luego Jeremías y Ezequiel, revelan que Dios es el esposo de Israel, el cual, sin embargo, no cesa de ser infiel; este amor apasionado y exclusivo es correspondido únicamente con ingratitud y traición. Pero el amor es más fuerte que el pecado, aun cuando deba sufrir (Os 11,8); perdona y recrea en Israel un corazón nuevo capaz de amar (Os 2,21s; Jer 31, 3.20.22; Ez 16,60-63; 32,26s). Otras imágenes, como la del pastor (Ez 34) o de la viña (Is 5; Ez 17,6-10), expresan el mismo celo divino y el mismo drama.

El Deuteronomio, promulgado sin duda (2Re 22) en el momento en que el pueblo parece preferir definitivamente al amor de Dios el culto de los ídolos, recuerda incesantemente que el amor de Dios a Israel es, gratuito (Dt 7,7s) y que Israel debe «amar a Dios con todo su corazón» (6,5). Este amor se expresa en actos de adoración y de obediencia (11,13; 19,9) que suponen una elección radical, un desprendimiento costoso (4,9-28; 30,15-20). Pero solo es posible si Dios en persona viene a circuncidar el corazón de Israel y a hacerlo capaz de amar (30,6).

Hacia un diálogo personal.

Después de la cautividad Israel, purificado por la prueba, descubre que Dios se dirige al corazón de cada uno. En otro tiempo se hablaba del amor de Yahveh a la colectividad (Dt 4,7) o a los jefes (2Sa 12,24); ahora se sabe ya que todo judío es amado, sobre todo el justo (Sal 37, 25-29; 146,8), el pobre y el pequeño (Sal 113,5-9). Esto lo expresa admirablemente el Cantar de los cantares: el diálogo de amor, con sus alternativas de posesión y de busca, se establece entre Yahveh e Israel. Poco a poco se esboza incluso la idea de que más allá del judío, el amor de Dios respeta también a los paganos (Jon 4,10s), y hasta a toda criatura (Sab 11,23-26).

Próximamente a la venida de Cristo, el judío piadoso (hebr. hasid: Sal 4,4; 132,9.16) sabe ser amado por un Dios, del que canta la misericordiosa fidelidad a la alianza (Sal 136; JI 2,13), la bondad (Sal 34,9; 100,5), la gracia (Gén 6,8; Is 30,18). Por su parte reitera sin cesar su amor a Dios (Sal 31,24; 73,25; 116,1) y a todo lo que se relaciona con Él: su nombre, su ley, su sabiduría (Sal 34,13; 119,127; Is 56,6; Eclo 1,10; 4,14). Este amor debe con frecuencia probarse frente al ejemplo y a la presión de los impíos (Sal 10; 40,14-17; 73; Eclo 2,11-17), y esto puede llegar hasta al martirio, el de los Macabeos (2Mac 7) o el de rabbi Aquiba, que muere por su fe el 135 después de J.C.: «Le he amado con todo mi corazón, dirá, y con toda mi fortuna; todavía no había tenido ocasión de amarlo con toda mi alma. El momento ha llegado». Cuando se pronunciaba esta palabra sublime, la revelación plenaria había sido dada ya a los hombres por Jesucristo.

NT. El amor entre Dios y los hombres se había revelado en el AT a través de una sucesión de hechos: iniciativas divinas y repulsas del hombre, sufrimiento del amor desdeñado, superaciones dolorosas para estar al nivel del amor y aceptar su En el NT el amor divino se expresa en un hecho único, cuya naturaleza misma transfigura los datos de la situación: Jesús viene a vivir como Dios y como hombre el drama del diálogo de amor entre Dios y el hombre.

El don del Padre.

La venida de Jesús es en primer lugar un gesto del Padre. Después de los profetas y de las promesas del AT, «acordándose de su misericordia» (Lc 1,54s; Heb 1,1) se da Dios a conocer (Jn 1,18); manifiesta su amor (Rm 8,39; IJn 3,1; 4,9) en aquel que no es sólo el mesías salvador esperado (Lc 2,11), sino además su propio Hijo (Mc 1,11; 9,7; 12,6), aquel a quien ama (Jn 3,35; 10,17; 15,9; Do! 1,13), el que es uno con Él, Dios como Él (Jn 1,1; cf. 10,30-38; 17, 21; Mt 11,27).

El amor del Padre se expresa entonces en una forma que no puede ser superada por nada. Se realiza la nueva alianza y se concluyen las nupcias eternas del esposo con la humanidad. La gratuidad divina, que existía desde siempre (Dt 7,7s), llega a su colmo en un don sin medida común con el valor del hombre (Rm 5,6s; Tit 3,5; 1Jn 4,10-19). Este don es definitivo, más allá de la existencia terrenal de Jesús (Mt 28,20; Jn 14,18s); es llevado al extremo, pues consiente con la muerte del Hijo para que el mundo logre la vida (Rm 5,8; 8,32) y para que nosotros seamos hijos de Dios (1Jn 3,1, Gál 4,4-7). Si «Dios amo tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16), es para que los hombres tengan la vida eterna: pero a si mismos se condenan los que se niegan a creer en el que ha sido enviado y «aman más las tinieblas que la luz (3,19). La opción es inevitable: o el amor por la fe en el Hijo, o la ira por la repulsa de la fe (3,36).

El amor perfecto revelado en Jesús.

Ahora ya el drama del amor se desarrolla no sólo con ocasión del contacto con Jesús, sino también a través de su persona. Por su misma existencia es Jesús revelación concreta del amor. Jesús es el hombre que realiza el diálogo filial con Dios y da su testimonio delante de los hombres. Jesús es Dios que viene a vivir en plena humanidad su amor y a hacer oír su ardiente llamamiento. En su persona misma el hombre ama a Dios y es amado por él.

La vida entera de Jesús manifiesta este doble diálogo. Dado al Padre desde los comienzos (Lc 2,49; cf. Heb 10,5ss), viviendo en oración y en acción de gracias (cf. Mc 1,35; Mt 11,25) y sobre todo en perfecta conformidad con la voluntad divina (Jn 4,34; 6,38), está incesantemente a la escucha de Dios (5,30; 8,26. 40), lo cual le asegura que es escuchado por él (11,41s; cf. 9,31). Por lo que se refiere a los hombres su vida se da completamente, no sólo a algunos amigos (cf. Mc 10,21; Lc 8,1ss; Jn 11,3.5.36), sino a todos (Mc 10,45); pasa por el mundo haciendo bien (Act 10,38; Mt 11,28ss), en un desinterés total (Lc 9,58) y atento a todos, incluso, y sobre todo, a los más despreciados y a los más indignos (Lc 7,36-50; 19,1-10; Mt 21,31s); escoge gratuitamente a los que quiere (Mc 3,13) para hacerlos sus amigos (Jn 15,15s).

Este amor exige reciprocidad; el mandamiento del Deuteronomio se mantiene en vigor (Mt 22,37; cf. Rom 8,28; 1Cor 8,3; 1Jn 5,2), pero se le obedece a través de Jesús: amándole se ama al Padre (Mt 10 40; Jn 8,42; 14,21-24). Finalmente, amar a Jesús es guardar íntegramente su palabra (Jn 14,15.21.23) y seguirle renunciando a todo (Mc 10, 17-21; Lc 14,25s,s). Consiguientemente, a lo largo del evangelio se opera una división (Lc 2,34) entre los que aceptan y los que rechazan este amor, frente al cual no se puede permanecer neutral (Jn 6,60-71; cf. 3,18s; 8,13-59; 12,48).

En la cruz revela el amor en forma decisiva su intensidad y su drama. Era preciso que Jesús sufriera (Lc 9,22; 17,25; 24,7.26; cf. Heb 2,8), para que se revelara plenamente su obediencia al Padre (Flp 2,8) y su amor a los suyos (Jn 13,1). Totalmente libre (cf. Mt 26 53; Jn 10,18), a través de la tentación y del aparente silencio de Dios (Mc14,32-41; 15,34; cf. Heb 4,15) en la radical soledad humana (Mc 14,50; 15,29-32), perdonando sin embargo y acogiendo todavía (Lc 23,28.34.43; Jn 19,26), llega Jesús al instante único del «más grande amor» (Jn 15,13). Entonces da todo, sin reserva, a Dios (Lc 23,46) y a todos los hombres sin excepción (Mc 10. 45; 14,24; 2Cor 5,14s; 1Tim 2,5s). Por la cruz es Dios plenamente glorificado (Jn 17,4); del hombre Jesús» (1Tim 2,5) y con él la humanidad entera merece ser amada por Dios sin reserva (Jn 10,17; Flp 2,9ss). Dios y el hombre comunican en la unidad, según la última oración de Jesús (Jn 17). Pero todavía es preciso que el hombre acepte libremente un amor tan total y exigente, que debe llevarle a sacrificarse siguiendo a Cristo (17,19). Halla en el camino el escándalo de la cruz, que no es sino el escándalo del amor. Ahí es donde se manifiesta en su plenitud el don del Esposo a la esposa (Ef 5,25ss; Gál 2,20), pero también para los hombres la suprema tentación de la infidelidad.

El amor universal en el Espíritu.

Si el calvario es el lugar del amor perfecto, la manera como lo manifiesta es una prueba decisiva: de hecho los amigos del crucificado lo abandonan (Mc 14,50; Lc 23,13-24); es que la adhesión al amor divino no es cuestión de encuentro físico ni de razonamiento humano, en una palabra, de «conocimiento según la carne» (2Cor 5,16); hace falta el don del Espirito, que crea en el hombre un «corazón nuevo» (cf. Jer 31,33s; Ez 36,25ss). El Espiritu derramado en pentecostés (Act 2,1-36), como lo había prometido Cristo (Jn 14,16ss; cf. Lc 24,49) está desde entonces presente en el mundo (Jn 14,16) por la Iglesia (Ef 2,21s). y enseña a los hombres lo que Jesús les ha dicho (Jn 14,26) haciéndoselo comprender desde dentro, con un verdadero conocimiento religioso; los hombres, testigos o no de la vida terrestre de Jesús, son aquí iguales, sin distinción de tiempo ni de raza. Todo hombre tiene necesidad del Espíritu para poder decir «Padre» (Rm 8,15) y glorificar a Cristo (Jn 16,14). Asi se derrama en nosotros un amor (Rom 5,5) que nos apremia (2Cor 5,14), un amor del que nada puede ya separarnos (Rom 8,35-39) y que nos prepara al encuentro definitivo de amor, en el que «conoceremos como somos conocidos» (1Cor 13,12).

Dios es amor.

El amor entre Dios y el hombre tiene finalmente por fuente el amor eterno del Padre y del Hijo (Jn 17,24.26), que es también el amor del Espíritu (2Cor 13, 13), en una palabra, el amor eterno de la Trinidad. Y en ésta aparece la afirmación que es la última palabra de toda cosa: en su esencia misma Dios es amor (1Jn 4,8.16).

II. LA CARIDAD FRATERNA.

AT. Ya en el AT el mandamiento del amor de Dios se completa con el «segundo mandamiento»: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). A decir verdad, este mandamiento se presenta en forma menos solemne que el otro (comp. Lev 19,1-37 y Dt 6,4-13) y la palabra prójimo tiene un sentido bastante Pero al israelita se le invita ya a prestar atención a «los otros». En los textos más antiguos es ya una ofensa a Dios ser indiferente u hostil al prójimo (Gén 3,12; 4,9s) y la ley une a las exigencias que conciernen a las relaciones con Dios, las que atañen a las relaciones entre los hombres: así el Decálogo (Éx 20,1217) o el Código de la alianza., que abunda en prescripciones de atención para con los pobres y los pequeños (Ex 22,20-26; 23,4-12).

Toda la tradición profética (Am 1-2; Is 1,14-17, Jer 9,2-5; Ez 18,5-9; Mal 3,5) y toda la tradición sapiencial (Prov 14,21; 1,8-19; Eclo 25,1; Sab 2,10ss) van en el mismo sentido; no se puede agradar a Dios sin respetar a los otros hombres, pero sobre todo a los más abandonados, los menos «interesantes». Nunca se creyó poder amar a Dios sin interesarse por los hombres: «practicaba la justicia y el derecho… juzgaba la causa del pobre y del desgraciado. Conocerme, ¿no es esto?» (Jer 22, 15s). El oráculo concierne a Josías, pero alcanza a todo Israel (cf. Jer 9,4)

Que a este amor se le llama explícitamente amor, esto no se dice con frecuencia (Lev 19,18; 19,34; Dt 10,19). Sin embargo, ya con ocasión del amor para con el extranjero se funda el mandamiento en el deber de obrar como Yahveh en los tiempos del Éxodo: «Yahveh ama al extranjero y le alimenta y le viste. Amad también vosotros al extranjero, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto» (Dt 10,18s). El motivo no es una mera solidaridad natural, sino la historia de la salvación.

Antes de la venida de Cristo, el judaísmo profundiza la naturaleza del amor fraterno. En el amor del prójimo se incluye al adversario judío y hasta al enemigo pagano; el amor se hace más universal, aun cuando Israel conserva su papel central. «Ama la paz», dice Hillel. «Aspira a la paz. Ama a las criaturas condúcelas a la ley». Se descubre que amar es prolongar la acción divina: «Lo mismo que el Santo -¡bendito sea!- viste a los que están desnudos, consuela a los afligidos, entierra a los muertos, así tú también viste a los que están desnudos, visita a los enfermos, etc.. En estas condiciones era ya fácil hacer el enlace entre los dos mandamientos de amor de Dios y de amor del prójimo; así lo hizo un día un escriba que abordó a Jesús (Lc 10,26s).

NT. Si la concepción judía podía hacer creer que el amor fraterno se yuxtapone en el mismo plano a otros mandamientos, la visión cristiana, en cambio, le da el puesto central y hasta único.

Los dos amores.

De un extremo a otro del NT el amor del prójimo aparece indisociable del amor de Dios: los dos mandamientos son el ápice y la clave de la ley (Mc 12,28-33 p); es el compendio de toda exigencia moral (Gál 5,22; 6,2; Rom 13, es; Col 3,14), el mandamiento único (1Jn 15,12; 2Jn 5); la caridad es la obra única y multiforme de toda fe viva (Gál 5,ó.22): «el que no ama a su hermano, al que ve, ¿cómo amará a Dios, al que no ve» (1Jn 4,20s)?

Este amor es esencialmente religioso, de un espíritu completamente distinto de la mera filantropía. En primer lugar por su modelo: imitar el amor mismo de Dios (Mt 5,44s; Ef 5,1s.25; 1Jn 4,11s). Luego por su fuente, y sobre todo porque es la obra de Dios en nosotros: ¿cómo seríamos nosotros misericordiosos como el Padre celestial (Lc 6,36) si no nos lo enseñara el Señor (1Tes 4,9), si no lo derramara el Espíritu en nuestros corazones (Rm 5,5; 15,30)? Este amor viene de Dios y existe en nosotros por el hecho mismo de que Dios nos toma por hijos (1Jn 4,7). Y, venido de Dios, vuelve a Dios: amando a nuestros hermanos amamos al Señor mismo (Mt 25,40), puesto que todos juntos formamos el cuerpo de Cristo (Rm 12,5-10; 1Cor 12,12-27). Tal es la manera como podemos responder al amor con que Dios nos amó el primero (1Jn 3,16; 4,19s).

Mientras se aguarda la parusía del Señor, la caridad es la actividad esencial de los discípulos de Jesús, según la cual serán juzgados (Mt 25, 31-46). Tal es el testamento dejado por Jesús: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado». (Jn 13,34s). El acto de amor de Cristo sigue expresándose a través de los actos de los discípulos. Este mandamiento, si bien antiguo por estar ligado con las fuentes de la revelación (1Jn 2,7s), es nuevo: en efecto, Jesús inauguró una era nueva que anunciaban los profetas, dando a cada uno el Espíritu que crea corazones nuevos. Si, pues, están unidos los dos mandamientos, es porque el amor de Cristo continúa expresándose a través de la caridad que manifiestan los discípulos entre sí.

El amor es don.

La caridad cristiana es vista, sobre todo por los sinópticos y san Pablo, conforme a la imagen de Dios que da gratuitamente su Hijo por la salvación de todos los hombres pecadores, sin mérito alguno por su parte (Mc 10,45; Rom 5,6ss). Es, pues, universal, sin dejar que subsista barrera alguna social o racial (Gál 3,28), sin despreciar a nadie (Lc 14,13; 7,39); más aún, exige el amor de los enemigos (Mt 5,43-47; Lc 10,29-37). El amor no puede desalentarse: tiene como leyes el perdón sin limites (Mt 18, 21s; 6,12.14s), el gesto espontáneo para con el adversario (Mt 5,23-26), la paciencia, el bien devuelto a cambio del mal (Rm 12,14-21; Ef 4,25-5,2). En el matrimonio se expresa en forma de don total, a imagen del sacrificio de Cristo (Ef 5,25-32). Para todos es finalmente una esclavitud mutua (Gál 5,13), en la que el hombre renuncia a si mismo con Cristo crucificado (Flp 2,1-11). Pablo, en su «himno a la caridad» (1Cor 13) manifiesta la naturaleza y la grandeza del amor. Sin descuidar en modo alguno sus exigencias cotidianas (13,4ss), afirma que sin la caridad nada tiene valor (13,1ss), que sólo ella sobrevivirá a todo: amando como Cristo vivimos ya una realidad divina y eterna (13,8-13). Por ella es edificada la Iglesia (1Cor 8, 1; Ef 4,16); por ella el hombre viene a ser perfecto para el dia del Señor (Flp I,9ss).

El amor es comunión.

Desde luego, Juan no ignora la universalidad y la gratuidad del amor divino (Jn 3,16; 15,16; 1Jn 4,10), pero es más sensible a la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu. Este amor se difunde en nosotros y nos invita a participar en él, no sólo amando a Dios, sino viviendo a su imagen en una intensa comunión religiosa de intercambio y de reciprocidad. La comunión de los discípulos es un fuego de amor que el cristiano debe animar con todo su corazón. Frente al mundo, al que no debe amar (1Jn 2,15; cf. Jn 17,9), amará a sus hermanos con un amor exigente y concreto (1Jn 3,11-18), en el que entra en juego la ley de la renuncia y de la muerte, sin la cual no hay verdadera fecundidad (Jn 12,24s). Por esta caridad el creyente permanece en comunión con Dios (1Jn 4,7-5,4). Tal fue la última oración de Jesús: «que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26). Este amor fraterno, vivido por los discípulos en medio del mundo al que no pertenecen (17,11.15s), es el testimonio a través del cual el mundo puede reconocer a Jesús como enviado del Padre (17,21): «En esto conocerán que sois mis discípulos: si tenéis caridad los unos con los otros» (13,35).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Alabanza

En la oración se acostumbra distinguir la alabanza, la petición y la acción de gracias. En realidad, en la Biblia se hallan con frecuencia la alabanza y la acción de gracias en un mismo movimiento del alma, y en el plan literario, en los mismos textos. En efecto, Dios se revela digno de alabanza por todos sus beneficios para con el hombre. Entonces la alabanza resulta con toda naturalidad agradecimiento y bendición; los paralelos son numerosos (Sal 35,18; 69,31; 109,30; Esd 3,11). La alabanza y la acción de gracias suscitan las mismas manifestaciones exteriores de gozo, sobre todo en el culto; una y otra dan gloria a Dios (Is 42,12; Sal 22,24; 50,23; 1Par 16,4; Lc 17,15-18; Act 11,18; Flp 1,11; Ef 1,6.12.14) confesando sus grandezas.

Sin embargo, en la medida en que los textos y el vocabulario invitan a hacer una distinción, se puede decir que la alabanza atiende a la persona de Dios más que a sus dones; es más teocéntrica, está más perdida en Dios, más próxima a la adoración, en la vía del éxtasis. Los himnos de alabanza se destacan generalmente de un contexto preciso y cantan a Dios porque es Dios.

EL DIOS DE LA ALABANZA.

Los cánticos de alabanza, nacidos en un arranque de entusiasmo, multiplican las palabras para tratar de describir a Dios y sus grandezas. Cantan la bondad de Yahveh, su justicia (Sal 145,6s), su salvación (Sal 71-15), su auxilio (ISa 2,1), su amor y su fidelidad (Sal 89,2; 117,2), su gloria (lía 15,21), su fortaleza (Sal 29,4), su maravilloso designio (Is 25,1), sus juicios liberadores (Sal 146,7); todo esto resplandeciendo en las maravillas de Yahveh (Sal 96,3), en sus altas gestas, en sus proezas (Sal 105, 1; 106,2), en todas sus obras (Sal 92,5s), comprendidos los milagros de Cristo (Lc 19,37).

De las obras se asciende al autor. «Grande es Yahveh y altamente loable» (Sal 145,3). «¡Yahveh, Dios mío, tú eres tan grande, vestido de fasto y de esplendor!» (Sal 104,1; cf. 2Sa 7,22, Jdt 16,13). Los himnos cantan el gran nombre de Dios (Sal 34,4; 145,2; 1s 25,1). Alabar a Dios es exaltarlo, magnificarlo (Lc 1,46; Act 10,46), es reconocer su superioridad única, ya que es el que habita en lo más alto de los cielos (Lc 2,14), puesto que es el santo. La alabanza brota de la conciencia exultante por esta santidad de Dios (Sal 30.5 = 97,12; 99,5; 105,3 cf. Is 6,3); y esta exultación muy pura y muy religiosa une profundamente con Dios.

LOS COMPONENTES DE LA ALABANZA.

Alabanza y confesión.

ALABANZA/COMPONENTES: La alabanza es ante todo confesión de las grandezas de Dios. En formas variadas y numerosas, la alabanza se introduce casi siempre con una proclamación solemne (cf. Is 12,4s; Jer 31,7; Sal 79,13; 89,2; 96,1ss; 105, 1s; 145,6…).

Este anuncio supone un público pronto a vibrar y a entrar en comunión: es la asamblea de los justos (Sal 22,23.26; cf. 33,1); los corazones rectos, los humildes son quienes pueden comprender la grandeza de Dios y entonar sus alabanzas (Sal 30,5; 34,3; 66,16s), pero no el insensato (Sal 92,7).

La alabanza, que brota al contacto con el Dios vivo, despierta al hombre entero (Sal 57,8; 108,2-6) y lo arrastra a una renovación de vida. El hombre, para alabar a Dios, se entrega con todo su ser; la alabanza, si es verdadera, es incesante (Sal 145,1s; 146,2; Ap 4,8). Es explosión de vida: no son los muertos, descendidos ya al sêol, sino sólo los vivos, los que pueden alabar a Dios (Sal 6,8; 30,10; 88,11ss; 115,17; 1s 38,18; Bar 2,17; Eclo 17,27s).

El NT conserva siempre en la alabanza este puesto dominante de la confesión: alabar a Dios consiste siempre en primer lugar en proclamar sus grandezas, solemne y ampliamente en torno a uno mismo (Mt 9, 31; Lc 2,38; Rom 15,9 = Sal 18,50; Heb 13,15; cf. Flp 2,11).

Alabanza y canto.

La alabanza nace del embeleso y de la admiración en presencia de Dios. Supone un alma dilatada y poseída; puede expresarse en un grito, en una exclamaci6n, una ovación gozosa (Sal 47,2.6; 81,2; 89,16s; 95,1…; 98,4). Dado que debe ser normalmente inteligible a la comunidad, al desarrollarse se convierte fácilmente en canto, cántico, las más de las voces apoyado por la música y hasta la danza (Sal 33,2s; cf. Sal 98,6; IPar 23,5). La invitación al canto es frecuente al comienzo de la alabanza (Éx 15, 21; Is 42,10; Sal 105,1…; cf. Jer 20,13).

Uno de los términos más caracteristicos y más ricos del vocabulario de la alabanza es el hillel del hebreo, que ordinariamente traducimos por «alabar». Con frecuencia, como en nuestros salmos laudate (p.e., Sal 100,1; 113,1), el objeto de la alabanza se indica explícitamente a continuación del verbo (Is 38,18; Sal 69,31; JI 2,26), pero la indicación no es indispensable y la alabanza puede también apoyarse únicamente en sí misma (Sal 63,6; 113,1). Tal es el caso particularmente en la exclamación Alleluia = Hallelu-Yah = Alabad a Yah(veh).

El mismo NT conoce diversos términos para expresar la alabanza cantada, insistiendo alternativamente en el canto (gr. aido: Ap 5,9; 14,3; 15, 3), en el contenido del himno (gr. hymneo: Mt 26,30; Act 16,25) o en el acompañamiento musical (gr. psallo: Rom 15,9 = Sal 18,50; 1Cor 14,15). Sin embargo, un texto como Ef 5,19 parece poner estas diferentes voces en paralelo. Por otra parte, en los LXX se traduce las más veces hillel por aineo, que hallamos en el NT, sobre todo en los escritos de Lucas (Lc 2,13.20; 19,37; 24,53; Act 2,47; 3,8s).

Alabanza y escatología.

A Israel reserva en primer lugar la Biblia la función de la alabanza; consecuencia normal del hecho de que el pueblo elegido es el beneficiario de la revelación y, por consiguiente, el único que conoce al verdadero Dios. En lo sucesivo la alabanza se tiñe poco a poco de universalismo. También los paganos ven la gloria y el poder de Yahveh y son invitados a unir su voz a la de Israel (Sal 117,1). Los «salmos del Reino» son en este sentido significativos (Sal 96,3.7s; 97,1; 98,3s). Y no sólo todos los pueblos de la tierra son invitados a adquirir conciencia de las victorias de Dios, como la del retorno, sino que la naturaleza misma se asocia a este concierto (Is 42,10; Sal 98,8; 148; Dan 3,51-90).

El universalismo prepara la escatología. Esta alabanza de todos los pueblos, inaugurada al retorno del exilio, no hace sino inaugurar la gran alabanza que vendrá a dilatarse «en los siglos». Los himnos del AT prefiguran el himno eterno del día de Yahveh, ya entonado y todavía aguardado; los «cánticos nuevos» del salterio deben hallar su última resonancia en el «cántico nuevo» del Apocalipsis (Ap 5,9; 14,3).

ALABANZA Y CULTO.

La alabanza en Israel aparece en todo tiempo ligada a la liturgia, pero esta relación se hace todavía más real cuando, con la construcción del templo, el culto queda más fuertemente estructurado. La participación del pueblo en el culto del templo era viva y jubilosa. Aquí sobre todo, en las fiestas anuales y en los grandes momentos de la vida del pueblo (consagración del rey, celebración de una victoria, dedicación del templo, etc.) se hallan todos los elementos de la alabanza: la asamblea, el entusiasmo que tratan de traducir los gritos: ¡Amén! ¡Alleluia! (IPar 16,36; Neh 8,6; cf. 5,13), los estribillos: ·Porque su amor es eterno. (Sal 136,1…; Esd 3,11), la música y los cantos. Así seguramente numerosos salmos se componen por necesidades de la alabanza cultual: cantos ahora ya dispersos en nuestro salterio, pero que, sin embargo, se hallan en forma más caracterizada por lo menos en los tres grandes conjuntos tradicionales: el «pequeño Hallel» (Sal 113 a 118), el «gran Hallel» (Sal 136), el «Hallel final» (Sal 146 a 150). En el templo, el canto de los salmos acompaña particularmente a la todah, «sacrificio de alabanza» (cf. Lev 7,12…; 22,29s; 2Par 33,16), sacrificio pacifico seguido de una comida sagrada muy alegre en las dependencias del templo.

En ambiente cristiano la alabanza será también fácilmente alabanza cultual. Las indicaciones de los Hechos y de las Epístolas (Act 2,46s; 1Cor 14,26; Ef 5,19) evocan las asambleas litúrgicas de los primeros cristianos; igualmente la descripción del culto y de la alabanza celestiales en el Apocalipsis.

LA ALABANZA CRISTIANA.

En su movimiento esencial la alabanza es la misma en uno y otro Testamento. Sin embargo, ahora ya es cristiana, primero porque es suscitada por el don de Cristo, con ocasión del poder redentor manifestado en Cristo. Tal es el sentido de la alabanza de los «ángeles y de los pastores en Navidad» (Lc 2,13s.20), como de la alabanza de las multitudes después de los milagros (Mc 7,36s; Lc 18,43; 19,37; Act 3,9); es incluso el sentido fundamental del Hosanna del domingo de Ramos (cf. Mt 21,16 = Sal 8,2s), como también del cántico del cordero en el Apocalipsis (cf. Ap 15,3). Algunos fragmentos de himnos primitivos, conservados en las Epístolas, reproducen el eco de esta alabanza cristiana dirigida a Dios Padre que ha revelado ya el misterio de la piedad (1Tim 3,16) y que hará surgir el retorno de Cristo (1Tim 6,15s); alabanza que confiesa el misterio de Cristo (Flp 2,5. . .; Col I, 15…), o el misterio de la salvación (2Tim 2,11ss), viniendo así a ser a veces verdadera confesión de la fe y de la vida cristiana (Ef S,14).

La alabanza del NT, fundada en el don de Cristo, es cristiana también en cuanto que se eleva a Dios con Cristo y en él (cf. Ef 3,21); alabanza filial a ejemplo de la propia oración de Cristo (cf. Mt 11,25); alabanza dirigida incluso directamente a Cristo en persona (Mt 21,9; Act 19,17; Heb 13,21; Ap 5,9). En todos sentidos es justo afirmar: ahora ya el Señor Jesús es nuestra alabanza.

Dilatándose así a partir de la Escritura, la alabanza debía ser siempre primordial en el cristianismo marcando el ritmo de la oración litúrgica con los alleluia y los gloria Patri, animando a las almas en oración hasta invadirlas y transformarla en una pura «alabanza de gloria».

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Bendición

1. RIQUEZAS DE LA BENDICIÓN. Con frecuencia evoca la bendición únicamente las formas más superficiales de la religión, fórmulas repetidas de memoria, prácticas vacías de sentido, a las que uno se aferra tanto más cuanta menos fe tiene. Por otra parte, incluso la viva tradición cristiana sólo ha retenido de los empleos bíblicos apenas los menos ricos de sentido, incluyendo los más importantes en las categorías de la gracia y de la acción de gracias. De ahí resulta una verdadera indiferencia para con las palabras de bendición y hasta para con la realidad que pueden designar.

Sin embargo, el último gesto visible de Cristo en la tierra, el que deja a su Iglesia y que ha fijado el arte cristiano de Bizancio y de las catedrales, es su bendición (Lc 24, 50s). Detallar las riquezas de la bendición bíblica es en realidad destacar las maravillas de la generosidad divina y la calidad religiosa de la admiración que tal generosidad suscita en la criatura.

La bendición es un don que afecta a la vida y a su misterio, y es un don expresado por la palabra y por su misterio. La bendición es tanto palabra como don, tanto dicción como bien (cf. gr. eu-logía, lat. bene-dictio), porque el bien que aporta no es un objeto preciso, un don definido, porque no es de la esfera del tener, sino de la del ser, porque no depende de la acción del hombre, sino de la creación de Dios. Bendecir es decir el don creador y vivificante, sea antes de que se produzca, en forma de oración, sea posteriormente, en forma de acción de gracias. Pero al paso que la oración de bendición afirma anticipadamente la generosidad divina, la acción de gracias la ha visto ya revelarse.

EL VOCABULARIO DE LA BENDICIÓN. En hebreo, como también en español, a pesar de la debilitación que ha sufrido entre nosotros la palabra, una sola raíz (brk, emparentada quizá con la rodilla y con la adoración, quizá también con la fuerza vital de los órganos sexuales) sirve para designar todas las formas de la bendición, a todos los niveles. Siendo la bendición a la vez cosa dada, don de alguna cosa y formulación de este don, hay tres palabras que la expresan: el sustantivo beraka, el verbo barek y el adjetivo baruk.

1. Bendición (beraka). Aun en su sentido más profano y más material, el de regalo, la palabra comporta un matiz muy sensible de encuentro humano. Los presentes ofrecidos por Abigaíl a David (1Sa 25,14-27), por David a las gentes de Judá (1Sa 30, 26-31), por Naamán curado a Elíseo (2Re 5,15), por Jacob a Esaú (Gén 33,11), están todos destinados a sellar una unión o una reconciliación. Pero los empleos más frecuentes con mucho, de la palabra, se hallan en contexto religioso: aun para designar las cosas más materiales, si se escoge la palabra bendición, es para hacerlos remontar a Dios y a su generosidad (Prov 10,6.22; Eclo 33,17), o también a la estima de las gentes de bien (Prov 11,11; 28,20; Eclo 2,8). La bendición evoca la imagen de una sana prosperidad, pero también de la generosidad para con los desgraciados (Eclo 7,32; Prov 11,26) y siempre de la benevolencia de Dios.

Esta abundancia y este bienestar es a los que los hebreos llaman la paz, y con frecuencia se asocian las dos palabras, pero, si bien las dos evocan la misma plenitud de riqueza, la riqueza esencial de la bendición es la de la vida y de la fecundidad; la bendición florece (Eclo 11,22 hebr.) como un Edén (Eclo 40,17). Su símbolo privilegiado es el agua (Gén 49,25; Eclo 39,22); el agua misma es una bendición esencial, indispensable (Ez 34,26; Mal 3,10); por su origen celestial evoca, al mismo tiempo que la vida que alimenta, la generosidad y la gratuidad de Dios, su poder vivificador. El oráculo de Jacob sobre José reúne todas estas imágenes, la vida fecunda, el agua, el cielo: «Bendiciones de cielo arriba, bendiciones del abismo abajo, bendiciones del seno y de la matriz» (Gén 49,25). Esta sensibilidad a la generosidad de Dios en los dones de la naturaleza prepara a Israel para acoger las generosidades de su gracia.

Bendecir. El verbo comporta una muy extensa gama de empleos, desde el saludo trivial dirigido al desconocido en el camino (2Re 4,29) o las fórmulas habituales de cortesía (Gén 47,7.10; 1Sa 13,10) hasta los dones más altos del favor divino. El que bendice es las más de las veces Dios, y su bendición hace siempre brotar la vida (Sal 65.11; Gén 24,35; Job 1,10). Así sólo los seres vivos son susceptibles de recibirla; los objetos inanimados son consagrados al servicio de Dios y santificados por su presencia, pero no bendecidos.

Después de Dios, la fuente de la vida es el padre, y a él le incumbe bendecir. Su bendición es eficaz más que ninguna otra, como es temerosa su maldición (Eclo 3,8), y así Jeremías debía hallarse en extrema postración para que osara maldecir al que vino a anunciar a su padre que le había nacido un hijo (Jer 20,15; cf. Job 3,3).

Por una paradoja singular sucede con frecuencia que el débil bendice al poderoso (Job 29,13; Sal 72,13-16; Eclo 4,5), que el hombre osa bendecir a Dios. Es que, si bien el pobre no tiene nada que dar al rico ni el hombre nada que dar a Dios, sin embargo, la bendición establece entre ,los seres una corriente vital y recíproca, que hace que el más pequeño vea desbordar sobre él la generosidad del poderoso. No es absurdo bendecir al Dios que está «por encima de todas las bendiciones» (Neh 9,5); es sencillamente confesar su generosidad y darle gracias, que es el primer deber de la criatura (Rom 1,21).

Bendito. El participio baruk es la más fuerte de todas las palabras de bendición. Constituye el centro de la fórmula típica de bendición israelita: «¡Bendito sea N…!» Esta fórmula, que no es simple afirmación ni mero voto, y es todavía más entusiasta que la bienaventuranza, brota como un grito ante una persona, en la que Dios acaba de revelar su poder y su generosidad, y a la que ha escogido «entre nosotros»: Yael, «entre las mujeres de la tienda» (Jue 5.24); Israel, «entre las naciones» (Dt 33,24); María. «entre las mujeres» (Lc 1,42; cf. Jdt 13,18). Admiración a la vista de lo que Dios puede hacer por su elegido. El ser bendito es en el mundo como una revelación de Dios, le pertenece por un título especial, es «bendito de Yahveh», como ciertos seres son «santos de Yahveh». Pero, al paso que la santidad que consagra a Dios separa del mundo profano, la bendición convierte al ser al que Dios designa, en punto de unión y fuente de irradiación. Ambos, el santo y el bendito, pertenecen a Dios; pero el santo revela más bien su inaccesible grandeza; el bendito, en cambio, su inagotable generosidad.

Tan frecuente y tan espontánea como el grito: «¡Bendito N…!», la fórmula paralela: «¡Bendito Dios!» brota igualmente del sobrecogimiento experimentado ante un gesto en que Dios acaba de revelar su poder. Subraya no tanto la amplitud del gesto cuanto su maravillosa oportunidad, su carácter de signo. Una vez más, la bendición es una reacción del hombre ante la revelación de Dios (cf. Gén 14,20, Melquisedec; Gén 24,27, Eliezer; Éx 18,10, Jetró; Rut 4,14, Booz a Rut).

Finalmente, más de una vez los dos gritos: «¡Bendito N…!» y «¡Bendito Dios!» van unidos y se corresponden: «¡Bendito Abraham del Dios Altísimo, creador del cielo y de la tierra! – y bendito el Dios Altísimo, que ha puesto a tus enemigos en tus manos!» (Gén 14,19s; cf. lSa 25,32s; Jdt 13,17s). En este ritmo completo aparece la verdadera naturaleza de ala bendición. Es una explosión entusiasta ante un elegido de Dios, pero que no se detiene en el elegido, sino que se remonta hasta Dios, que se ha revelado en este signo. Es el barúk por excelencia, el bendito; posee con plenitud toda bendición. Bendecirlo no es creer añadir nada en absoluto a su riqueza, sino dejarse llevar por el ímpetu de esta revelación y convidar al mundo a alabarla. La bendición es siempre confesión pública de la potencia divina y acción de gracias por su generosidad.

HISTORIA DE LA BENDICIÓN. Toda la historia de Israel es la historia de la bendición prometida a Abraham (Gén 12,3) y dada al mundo en Jesús, «fruto bendito» del «seno bendito» de María (Lc 1,42). Sin embargo, en los escritos del AT, la atención dirigida a la bendición comporta no pocos matices, y la bendición adquiere acentos muy diversos.

Hasta Abraham. El hombre y la mujer, bendecidos en su origen por el Creador (Gén 1,28), suscitan con su pecado la maldición de Dios. Con todo, si son malditos la serpiente (3,14) y el suelo (3,17), no así el hombre ni la mujer. La vida seguirá creciendo (3,16-19) de su trabajo y de su sufrimiento, a menudo a costa de una agonía. Después del diluvio, una nueva bendición da a la humanidad poder y fecundidad (9,1). Sin embargo. el pecado no cesa de dividir y de destruir a la humanidad; la bendición de Dios sobre Sem tiene como contrapartida la maldición de Canaán (9,26).

La bendición de los patriarcas. Por el contrario, la bendición de Abraham es de otro tipo. Desde luego, en un mundo que sigue dividido tendrá Abraham enemigos, y Dios le mostrará su fidelidad maldiciendo a quienquiera (en singular) que le maldiga, pero el caso ha de ser una excepción, y el designio de Dios es bendecir a «todas las naciones de la tierra» (Gén 12,3). Todos los relatos del Génesis son la historia de esta bendición.

Las bendiciones pronunciadas por los padres, de tenor más arcaico, los presentan invocando sobre sus hijos, en general en el momento de desaparecer, los poderes de la fecundidad y de la vida, «el rocío del cielo y la grosura de la tierra» (Gén 27,28), raudales de leche y «la sangre de los racimos» (49,11s), la fuerza para desbaratar a sus adversarios (27,29; 49,8s), una tierra donde establecerse (27,28; cf. 27,39; 49, 9) y perpetuar su nombre (48,16; 49,8…) y su vigor. En estos fragmentos rítmicos y en estos relatos se percibe el sueño de las tribus nómadas en busca de un territorio, ávidos de defender su independencia, aunque ya conscientes de formar una comunidad en torno a algunos jefes y clanes privilegiados (cf. Gén 49). Es, en una palabra, el sueño de la bendición, tal como la desean espontáneamente los hombres, y que están prontos a conquistar por todos los medios, sin excluir la violencia y la astucia (27,18s).

A estos estribillos y a estos relatos populares superpone el Génesis, no para desautorizarlos, sino para situarlos en su propio lugar en la acción de Dios, las promesas y las bendiciones pronunciadas por Dios mismo. Se habla también de un nombre poderoso (Gén 12,2), de una descendencia innumerable (15,5), de una tierra donde instarse (1.3, 14-17), pero aquí toma Dios en su mano el porvenir

de los suyos; cambia su nombre (17,5.15), los hace pasar por la tentación (22,1) y la fe (15,6), y ya entonces eles impone un mandamiento (12,1; 17,10). Trata, sin duda, de colmar el deseo del hombre, pero a condición de que sea en la fe.

Bendición y alianza. Este nexo entre la bendición y el mandamiento es el principio mismo de la alianza: la ley es el medio para hacer vivir a un pueblo «santo de Dios» y por consiguiente «bendito de Dios». Esto es lo que expresan los ritos de alianza. En la mentalidad religiosa del tiempo es el «culto» el medio privilegiado de granjearse la bendición divina, de renovar, al contacto con los lugares, con los tiempos, con los ritos sagrados, la potencia vital del hombre y de su mundo, tan corta y tan frágil. En la religión de Yahveh el culto no es auténtico sino en la alianza y en la fidelidad a la ley. Las bendiciones del Código de la alianza (Éx 23,25), filas amenazas de la asamblea de Siquem bajo Josué (Jos 24,19), las grandes bendiciones del Deuteronomio (Dt 28,1-4), todas ellas suponen una carta de alianza, proclaman las voluntades divinas, luego la adhesión del pueblo y, finalmente, el gesto cultual que sella el acuerdo y le da valor sagrado.

Los profetas y la bendición. Los profetas, apenas si conocen el lenguaje de la bendición. Aunque son los hombres de la palabra y de su eficacia (Is 55,10s), aunque se conocen como llamados y elegidos de Dios, signos de su obra (Is 8,18), su acción en ellos es demasiado interior, demasiado pesada, muy poco visible e irradiante para provocar en ellos y en torno a ellos el grito de la bendición. Y su mensaje, que consiste en recordar las condiciones de la alianza y en denunciar sus violaciones, los induce muy poco a bendecir. Entre los esquemas literarios que utilizan, el de la maldición les es familiar; el de la bendición, prácticamente desconocido.

Por esto es tanto más notable el ver a veces surgir, en el seno mismo de una maldición de tipo clásico, una imagen o una afirmación que proclama que la promesa de bendición se mantiene intacta, que de la desolación surgirá la vida, como «una semilla santa» (Is 6,13). Así la promesa de la piedra angular de Sión irrumpe en el centro de la maldición contra los gobernadores insensatos que juzgan invulnerable a la ciudad (Is 28,14-19); y así en Ezequiel la gran profecía de la efusión del espíritu, toda ella llena de las imágenes de la bendición, el agua, la tierra, las mieses, pone remate, con una lógica divina, a la condenación de Israel (Ez 36,16-38).

Los cantos de bendición. La bendición es uno de los temas mayores de la oración de Israel; es la respuesta a toda la obra de Dios, que es revelación. Es muy afín a la acción de gracias o a la confesión y está construida según el mismo esquema, pero está más próxima que ellas al acontecimiento en que Dios acaba de revelarse y conserva en general un acento más sencillo: «¡Bendito sea Yahveh, que hizo para mí maravillas!» (Sal 31,22), «que no nos entregó a sus dientes» (Sal 124,6), «que perdona todos tus pecados» (Sal 103,2). Incluso el himno de los tres jóvenes en el horno, que convoca al universo para cantar la gloria del Señor, tiene presente el gesto que Dios acaba de realizar: «Pues nos ha salvado de los infiernos» (Dan 3,88).

BENDITOS EN CRISTO. ¿Cómo podría negarnos nada el Padre, que entregó por nosotros a su propio Hijo? (Rom 8,32). En él nos ha dado todo, no nos falta ningún don de la gracia (1Cor 1,7) y nosotros somos, «con Abraham el creyente» (Gál 3,9; cf. 3,14), «bendecidos con toda suerte de bendiciones espirituales» (Ef 1,3). En él damos gracias al Padre por sus dones (Rom 1,8; Ef 5,20; Col 3,17).

Los dos movimientos de la bendición, la gracia que desciende y la acción de gracias que se eleva son recapitulados en Jesucristo. No hay nada más allá de esta bendición, y la multitud de los elegidos reunidos delante del trono y delante del cordero para cantar su triunfo final, proclama a Dios: «¡Bendición, gloria, sabiduría, acción de gracias… por los siglos de los siglos!» (Ap 7,12).

Si así el NT no es sino la bendición perfecta recibida de Dios y devuelta a él, esto no quiere decir, ni mucho menos, que esté constantemente lleno de las palabras de bendición. Éstas son relativamente raras y están empleadas en contextos precisos, lo cual acaba de precisar exactamente el sentido de la bendición bíblica.

1. ¡Bendito el que viene! Los evangelios ofrecen un solo ejemplo de bendición dirigida a Jesús. Es el grito de la multitud a su entrada en Jerusalén en vísperas de la pasión: «¡Bendito el que viene!» (Mt 21,9 p). Sin embargo, nadie respondió jamás como Jesús al retrato del ser bendito, en el que Dios revela con signos esplendentes su poder y su bondad (cf. Act 10,38). Su llegada al mundo suscita en Isabel (Lc 1,42), en Zacarías (1,68), en Simeón (2,28), en María misma (sin la palabra, 1,46s) una oleada de bendiciones. De ellas es él evidentemente el centro: Isabel proclama: «¡Bendito el fruto de tu vientre!» (1,42); más tarde, una madre proclama todavía «bienaventuradas las entrañas que te llevaron» (11,27). Él mismo, fuera del ejemplo único del domingo de Ramos, no es bendecido nunca directamente. Esta ausencia no debe de ser pura casualidad. Refleja quizá la distancia que se establecía entre Jesús y los hombres: bendecir a alguien es en cierta manera unirse a él. Quizá también marca el carácter inacabado de la revelación de Cristo en tanto no esté consumada su obra, y la oscuridad que subsiste sobre su persona hasta su muerte y su resurrección.

El cáliz de bendición. Antes de multiplicar los panes (Mt 14,19 p), antes de distribuir el pan convertido en su cuerpo (Mt 26,26 p), antes de partir el pan en Emaús (Lc 24,30). Jesús pronuncia una bendición, y nosotros también «bendecimos el cáliz de bendición» (1Cor 10,16). ¿Designa la bendición en estos textos un gesto especial, o una fórmula particular, distinta de las palabras eucarísticas propiamente dichas, o es sólo el título dado a las palabras que siguen? Esto no tiene importancia aquí. El hecho es que los relatos eucarísticos asocian estrechamente las bendiciones y la acción de gracias y que en esta asociación la bendición representa el aspecto ritual y visible, el gesto y la fórmula, mientras que la acción de gracias expresa el contenido de los gestos y de las palabras. Este rito es, entre todos los que pudo e1 Señor realizar en su vida, el único que se nos ha conservado, pues es el rito de la nueva alianza (Lc 22,20). La bendición halla en él su total realización; es un don expresado en una palabra inmediatamente eficaz; es el don perfecto del Padre a sus hijos, toda su gracia, y el don perfecto del Hijo que ofrece su vida al Padre, toda nuestra acción de gracias unida a la suya: es un don de fecundidad, un misterio de vida y de comunión.

La bendición del Espíritu Santo. Si el don de la Eucaristía contiene toda la bendición de Dios en Cristo, si su último gesto es la bendición que deja a su Iglesia (Lc 24,51) y la bendición que suscita en ella (24,53), sin embargo, en ningún lugar del NT se dice que Jesucristo es la bendición del Padre. En efecto, la bendición es siempre el don, la vida recibida y asimilada. Ahora bien, el don por excelencia es el Espíritu Santo. No ya que Jesucristo nos sea menos dado que el Espíritu Santo, pero el Espíritu nos es dado para ser en nosotros el don recibido de Dios.

El vocabulario del NT es expresivo. Es cierto que Cristo es de nosotros, pero sobre todo es cierto que nosotros somos de Cristo (cf. 1Cor 3,23; 2Cor 10,7). Del Espíritu, por el contrario, se dice más de una vez que nos es dado (Me 13;11; Jn 3,34; Act 5,32; Rom 5,5), que lo recibiremos (Jn 7,39; Act 1,8; Rom 8,15) y que lo poseemos (Rom 8,9; Ap 3,1), hasta tal punto que se habla espontáneamente del «don del Espíritu» (Act 2,38; 10,45; 11,17). La bendición de Dios, en el sentido pleno de la palabra, es su Espíritu Santo. Ahora bien, este don divino, que es Dios mismo, lleva en sí todos los rasgos de la bendición. Los grandes temas de la bendición, el agua que regenera, el nacimiento y la renovación, la vida y la fecundidad, la plenitud y la paz, el gozo y la comunión de los corazones, son igualmente frutos del Espíritu.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Adoración

Ezequiel ante la gloria de Yahveh (Ez 1,28), Saulo ante la aparición de Cristo resucitado (Act 9,4) se ven derribados por tierra, como aniquilados. La santidad y la grandeza de Dios tienen algo abrumador para la criatura, a la que vuelven a sumergir en su nada.

Si bien es excepcional que el hombre se encuentre así con Dios en una experiencia directa, es normal que en el universo y a lo largo de su existencia reconozca la presencia y la acción de Dios, de su gloria y de su santidad. La adoración es la expresión a la vez espontánea y consciente, impuesta y voluntaria, de la reacción compleja del hombre impresionado por la proximidad de Dios: conciencia aguda de su insignificancia y de su pecado, confusión silenciosa (Job 42,1-ó), veneración trepidante (Sal 5,8) y agradecida (Gén 24,48), homenaje jubiloso (Sal 95,1-6) de todo su ser.

Esta reacción de fe, puesto que efectivamente invade todo el ser, se traduce en gestos exteriores, y apenas si hay adoración verdadera en que el cuerpo no traduzca de alguna manera la soberanía del Señor sobre su creación y el homenaje de la criatura conmovida y consintiente. Pero la criatura pecadora tiende siempre a escapar al influjo divino y a reducir su adhesión a las solas formas exteriores; así la única adoración que agrada a Dios es la que viene del corazón.

LOS GESTOS DE ADORACIÓN.

Se reducen a dos, la postración y el ósculo. Una y otro adoptan en el culto su forma consagrada, pero convergen siempre con el movimiento espontáneo de la criatura delante de Dios, dividida entre el temor pánico y la fascinación maravillada.

La postración, antes de ser un gesto espontáneo es una actitud impuesta a la fuerza por un adversario más poderoso, la de Sisara, que cae herido de muerte por Yael (Jue 5,27), la que Babilonia impone a los israelitas cautivos (Is 51,23). El débil, para evitar verse constreñido a la postración por la violencia, prefiere con frecuencia ir por si mismo a inclinarse delante del más fuerte e implorar su gracia (IRe 1,13). Los bajorrelieves asirios suelen mostrar a los vasallos del rey arrodillados, con la cabeza prosternada hasta el suelo. Al Señor Yahveh, «que está elevado por encima de todo» (IPar 29,11), corresponde la adoración de todos los pueblos (Sal 99,1-5) y de toda la tierra (96,9).

El ósculo añade al respeto la necesidad de contacto y de adhesión, el matiz de amor (Ex 18,7; ISa 10,1…). Los paganos besaban sus ídolos (IRe 19,18), pero el beso del adorante, que no pudiendo alcanzar a su dios, se llevaba la mano delante de la boca (ad os = adorare, cf. Job 31,26ss), tiene sin duda por objeto expresar a la vez su deseo de tocar a Dios y la distancia que le separa de él. El gesto clásico de la adorante de las catacumbas, perpetuado en la liturgia cristiana, con los brazos extendidos y expresando con las manos, según su posición, la ofrenda, la súplica o la salutación, no comporta ya ósculo, pero todavía alcanza su sentido profundo.

Todos los gestos del culto no sólo la postración ritual delante de Yahveh (Dt 26,10; Sal 22,28ss) y delante del arca (Sal 99,5), sino el conjunto de los actos realizados delante del altar (2Re 18,22) o en la «casa de Yahveh» (2Sa 12,20), entre otros los sacrificios (Gén 22,5; 2Re 17,36), es decir, todos los gestos del servicio de Dios, pueden englobarse en la fórmula «adorar a Yahveh» (ISa 1,3; 2Sa 15,32). Es que la adoración ha venido a ser la expresión más apropiada, pero también la más variada, del homenaje al Dios, ante el que se prosternan los ángeles (Neh 9,6) y los falsos dioses no son ya absolutamente nada (Sof 2,11).

ADORARÁS AL SEÑOR TU DIOS.

Sólo Yahveh tiene derecho a la adoración.

Si bien el AT conoce la postración delante de los hombres, exenta de equívocos (Gén 23,7.12; 2Sa 24,20; 2Re 2,15; 4,37) y con frecuencia provocada por la sensación más o menos clara de la majestad divina (ISa 28,14.20; Gén 18,2; 19,1; Núm 22,31; Jos 5,14), prohíbe rigurosamente todo gesto de adoración susceptible de prestar un valor cualquiera a un posible rival de Yahveh: ídolos, astros (Dt 4,19), dioses extranjeros (Ex 34,14; Núm 25,2). No cabe duda de que la proscripción sistemática de todos los resabios idolátricos arraigó en Israel el sentido profundo de la adoración autentica y dio su puro valor religioso a la altiva repulsa de Mardoqueo (Est 3,2.5) y a la de los tres niños judíos ante la estatua de Nabucodonosor (Dan 3,18).

Jesucristo es Señor.

La adoración reservada al Dios único es proclamada desde el primer día, con «escándalo para los judíos, como debida a Jesús crucificado, confesado Cristo y Señor». (Act 2,36). «A su nombre dobla la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los infiernos. (Flp 2,9ss; Ap 15,4). Este culto tiene por objeto a Cristo resucitado y exaltado (Mt 28,9.17; Lc 24,52), pero la fe reconoce ya al Hijo de Dios y lo adora (Mt 14, 33; Jn 9,38) en el hombre aun destinado a la muerte, e incluso en el recién nacido (Mt 2,2.11; cf. Is 49,7).

La adoración del Señor Jesús no obsta en absoluto a la intransigencia de los cristianos, solícitos en rehusar a los ángeles (Ap 19,10; 22,9) y a los apóstoles (Act 10,25s; 14,11-18) los gestos aun exteriores de adoración. Pero al confesar su adoración tributada a un mesías, a un Dios hecho hombre y salvador, se ven inducidos a desafiar abiertamente al culto de los césares, figurados por la bestia del Apocalipsis (Ap 13,4-15; 14,9ss) y a afrontar el poder imperial.

Adorar en espíritu y en verdad.

La novedad de la adoración cristiana no está solamente en la figura nueva que contempla: el Dios en tres personas; este Dios, «que es Espíritu», transforma la adoración y la lleva a su perfección: ahora ya el hombre adora «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). No ya con un movimiento puramente interior, sin gestos y sin formas, sino con una consagración del ser entero, espíritu, alma y cuerpo (1Tes 5,23). Así los verdaderos adoradores, totalmente santificados, no tienen ya necesidad de Jerusalén o del Garizim (Jn 4,20-23), de una religión nacional. Todo es suyo, porque ellos son de Cristo, y Cristo es de Dios (1Cor 3,22ss).

En efecto, la adoración en espíritu tiene lugar en el único templo agradable al Padre, el cuerpo de Cristo resucitado (Jn 2,19-22). Los que han nacido del Espíritu (Jn 3,8) asocian en él su adoración a la única en la que el Padre halla su complacencia (Mt 3,17): repiten el grito del Hijo muy amado: «Abba, Padre» (Gál 4,4-9).

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Acción de gracias

La realidad primera de la historia bíblica es el don de Dios, gratuito, sobreabundante, sin revocación. El encuentro con Dios no sólo pone al hombre en presencia del absoluto, sino que lo colma y transforma su vida.

La acción de gracias aparece como la respuesta a esta gracia progresiva y continua que había un día de florecer in Cristo. La acción de gracias, a la vez toma de conciencia de los dones de Dios, arranque muy puro del alma penetrada de maravilla por esta generosidad, reconocimiento gozoso ante la grandeza divina, es esencial en la Biblia porque es una reacción religiosa fundamental de la criatura que descubre en una trepidación de gozo y de veneración, algo de Dios, de su grandeza y de su gloria. El pecado capital de los paganos consiste, según san Pablo, en «no haber dado a Dios gloria ni acción de gracias» (Rm 1,21). Y, en efecto, entre la masa de himnos creados por la piedad mesopotámica, la acción de gracias es excepcional, al paso que es frecuente en la Biblia, en la que suscita poderosos arranques.

AT.

De una a otra alianza.

La acción de gracias del AT anuncia la del NT en cuanto que es siempre, al mismo tiempo que gratitud, tensión hacia el futuro y hacia una gracia más alta. Por otra parte, a la hora de la nueva alianza, la acción de gracias irrumpe verdaderamente, haciéndose omnipresente en la oración y en la vida de los cristianos, como no lo había sido nunca en los justos de otros tiempos. La acción de gracias de la Biblia es esencialisimamente cristiana.

Sin embargo, no lo es en forma exclusiva, hasta tal punto que, como se ha escrito, en el AT el aisraelita alaba sin dar gracias. En realidad, si el AT no conoce todavía la plenitud de la acción de gracias, es porque todavía no ha saboreado la plenitud de la gracia. Si la alabanza, más espontánea, más exteriorizada, tiene quizás en el AT más lugar que la acción de gracias propiamente dicha, es más consciente, más atenta a los gestos de Dios, a sus intenciones, a su revelación, es que el Dios muy santo sólo se reveló progresivamente, descubriendo poco a poco la amplitud de su acción y la profundidad de sus dones.

El vocabulario.

Descubrir la acción de gracias en la Biblia es al mismo tiempo encontrar el gozo (Sal 33, 1-3.21), la alabanza y la exaltación (Esd 3,11; Sal 69,31), la glorificación de Dios (Sal 50,23; 86,12). Precisando más, la acción de gracias es confesión pública de gestos divinos determinados. Alabar a Dios es publicar sus grandezas; darle gracias es proclamar las maravillas que opera y dar testimonio de sus obras. La acción de gracias va de la mano con la revelación; es como su eco en los corazones. Así comporta con frecuencia la mención de la asamblea de los justos o de los pueblos convocados para oírla (Sal 35,18; 57,10; 109,30), una invitación a unirse a ella (Sal 92,2ss; 105,1s).

En hebr. este matiz de confesión maravillada y agradecida se expresa por todah, que suele traducirse con una palabra mucho menos expresiva y bastante poco exacta: agradecer. La palabra que parece cristalizar la acción de gracias en el AT y traducir lo más exactamente posible la actitud religiosa apuntada es «bendición (hebr. barak), que expresa el intercambio esencial entre Dios y el hombre. A la bendición de Dios, que da a su criatura la vida y la salvación (Dt 30,19; Sal 28,9), responde la bendición, por la que el hombre, movido por este poder y esta generosidad, da gracias al Creador (Dan 3,90; cf. Sal 68,20.27; Neh 9,5…; 1 Par 29,10…).

Historia de la acción de gracias.

Existe un esquema literario clásico de la acción de gracias, visible en particular en los Salmos, y que manifiesta bien el carácter de la acción de gracias, reacción ante un gesto de Dios. La confesión de la gratitud por la salvación obtenida se desarrolla normalmente en un «relato» en tres partes: descripción del peligro corrido (Sal 116,3), oración angustiada (Sal 116,4), evocación de la magnifica intervención de Dios (Sal 116,6; cf. Sal 30; 40; 124). Este género literario reaparece idéntico en toda la Biblia y obedece a una misma tradición de vocabulario, permanente a través de los salmos, de los cánticos y de los himnos proféticos.

Si la acción de gracias es una, es que responde a la única obra de Dios. Más o menos confusamente cada beneficio particular de Yahveh se siente siempre como un momento de una grande historia en curso de realización. La acción de gracias impulsa la historia bíblica y la prolonga en la esperanza escatológica (cf. Ex 15,18; Dt 32,43; Sal 66,8; 96).

No sólo la acción de gracias inspira algunos fragmentos literarios muy antiguos, que recogen ya toda la fe de Israel: el Cántico de Moisés (Ex 15,1-21) o el de Débora (Jue 5) sino que es muy posible que en la base del Hexateuco y de toda la historia de Israel haya una confesión de fe cultual que proclama en la acción de gracias las altas gestas de Yahveh para con su pueblo. Así desde los orígenes la verdadera fe es confesión en la acción de gracias. Esta tradición se desarrolla constantemente a medida que Israel va adquiriendo más conciencia de la generosidad de Dios, y se expresa en todos los terrenos: en la literatura profética (Is 12; 25; 42,10…, 63, 7…; Jer 20,13) y sacerdotal (1Par 16,8…; 29,10-19; Neh 9,5-37), en las composiciones monumentales de los últimos escritos del AT (Tob 13,1-8; Jdt 16,1-17, Eclo 51,1-12, Dan 3,26-45.51-90).

El NT, por ser la revelación y el don de la gracia perfecta (cf. Jn 1,17), es también en la persona del Señor la revelación de la perfecta acción de gracias tributada al Padre en el Espíritu Santo.

El vocabulario cristiano.

Éste es heredero, a través de los LXX, de la tradición del AT. La acción de gracias es inseparable de la confesión (gr. homologeo Mt 11,25; Lc 2,38; Heb 13,15), de la alabanza (gr. aineo: Lc 2,13,20; Rom 15,11) de la glorificación (gr. doxazo: Mt 5,16; 9,8) y siempre, en forma privilegiada, de la bendición (gr. eulogeo: Lc 1,64.68; 2,28; 1Cor 14,16 Sant 3,9). Pero un término nuevo prácticamente ignorado por el AT (gr. eukharisteo, eukharistia) invade el NT (más de 60 veces), manifestando la originalidad y la importancia de la acción de gracias cristiana, respuesta a la gracia (kharis) dada por Dios en Jesucristo. La acción de gracias cristiana es una eucaristía y su expresión acabada es la eucaristía sacramental, la acción de gracias del Señor, dada por éste a su Iglesia.

La acción de gracias del Señor.

El gesto supremo del Señor es una acción de gracias; el sacrificio que Jesús hace de su vida consagrándola al Padre para santificar a los suyos (Jn 17,19) es nuestra eucaristía. En la cena y en la cruz revela Jesús el móvil de toda su vida, así como el de su muerte: la acción de gracias de su corazón de Hijo. Se requiere la pasión y la muerte de Jesús para que pueda glorificar plenamente al Padre (Jn 17,1), pero toda su vida es una acción de gracias incesante, que a veces se hace explícita y solemne para inducir a los hombres a creer y a dar gracias a Dios con él (cf. Jn 11,42). El objeto esencial de esta acción de gracias es la obra de Dios, la realización mesiánica, manifestada particularmente por los milagros (cf. Jn 6,11; 11,41ss), el don de su palabra, que Dios ha hecho a los hombres (Mt 11,25ss).

La acción de gracias de los discípulos.

El don de la eucaristía a la Iglesia expresa una verdad esencial: sólo Jesucristo es nuestra acción de gracias, como él solo es nuestra alabanza. Él da el primero gracias al Padre, y los cristianos tras él y en él: per ipsum et cum ipso et in ipso. En la acción de gracias cristiana, como en toda oración cristiana, Cristo es el único modelo y el único mediador (cf. Rom 1,8: 7,25; 1Tes 5,18; Ef 5,20; Col 3,17). Los primeros cristianos, conscientes del don recibido y arrastrados por el ejemplo del maestro, hacen de la acción de gracias la trama misma de su vida renovada. La abundancia de estas manifestaciones tiene algo sorprendente. Son los cánticos de Lc I y 2, provocados, como ciertos cánticos del AT, por la meditación lenta y religiosa de los acontecimientos. Son los «reflejos» de acción de gracias de los apóstoles y de las primeras comunidades (Act 28,15; cf. 5,41; 21,20; Rom 7,25; 2Cor 1,11; Ef 5,20; Col 3,17; ITes 5,l8).

Son sobre todo los grandes textos de Pablo, tan evocadores de su acción de gracias «continua» (1Cor 1,14; Flp 1,3; Col 1,3; 1Tes 1,2; 2,13; 2Tes I,3), que adoptan a veces la forma solemne de la bendición (2Cor 2,3; Ef 1,3). Toda la vida cristiana, toda la vida de la Iglesia, está para Pablo sostenida y envuelta por una combinación constante de súplica y de acción de gracias (ITes 3,9s; 5,17s; Rom 1,8ss) El objeto de esta acción de gracias, a través de toda clase de acontecimientos y de signos, es siempre el mismo, el que llena la gran acción de gracias de la epístola a los Efesios: el reino de Dios, el advenimiento del Evangelio, el misterio de Cristo, fruto de la redención, desplegado en la Iglesia.

El Apocalipsis amplia esta acción de gracias hasta las dimensiones de la vida eterna. En la Jerusalén celeste, acabada ya la obra mesiánica, la acción de gracias viene a ser pura alabanza de gloria, contemplación absorta de Dios y de sus maravillas eternas (cf. Ap 4,9ss; 11,16s; 15,3s; 19,1-8).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

AYUNO

El tema de las comidas define el mensaje y vida de los profetas apocalípticos (Bano*, Juan Bautista) y de otros grupos de judíos del tiempo de Jesús. Desde esa base evocamos el sentido del ayuno en Jesús, relacionándolo al de Juan, conforme al dicho de los niños tercos que no bailan cuando suena a fiesta, ni lloran cuando suena a muerte: «Porque ha venido Juan Bautista, que no comía pan, ni bebía vino [Mt: no comía ni bebía] y decís: tiene un demonio. Ha venido el Hijo del Hombre, que come y que bebe, y decís: es un comedor y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,33-35; Mt 11,18-19).

Disputa sobre ayunos y comidas. Este insulto de sus detractores define a Jesús como profeta de comidas, experto en crear conexiones con los excluidos (publicanos y pecadores), en torno al pan y al vino, alimentos culturales y bien elaborados, cultivados y preparados con arte, desde la tierra madre, de manera que producen placer a quien los come. Juan, en cambio, «no come ni bebe», es experto en ayunos (texto de Mt). El texto de Lc (no comía, no bebía vino) precisa ese ayuno, interpretándolo en claves de abstinencia*: Juan rechaza los alimentos culturales, siguiendo una corriente contracultural, cercana a los nazareos*, que puede tener semejanzas con el ayuno de otros judíos: «Los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban. Y se acercaron (a Jesús) y le dijeron: ¿por qué ayunan los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos, mientras tus discípulos no ayunan?» (Mc 2,18 par). El texto anterior (Lc 7,33-35 par) pertenecía a la tradición de Lc y Mt (= Q). Éste proviene de Marcos. Es evidente que recoge una disputa entre grupos que en un sentido se parecen y en otro se distinguen. Fariseos, discípulos bautistas de Juan y discípulos mesiánicos (= cristianos) de Jesús forman parte de un mismo contexto cultural y religioso en Palestina, a mediados del siglo I d.C. Por eso se pueden comparar, pues comparten muchos ideales y formas de existencia: radicalidad creyente, vida comunitaria, esperanza del reino, quizá ciertos ritos bautismales y alimenticios… También se debe destacar la diferencia: el ayuno (cierto rigor y abstinencia en las comidas) está unido a la espiritualidad de fariseos y bautistas, pero no de los cristianos. Los fariseos (o protofariseos) están cerca de las comunidades esenias (comidas*): comen pan y beben vino ritual, pero, al mismo tiempo, ayunan, como otros judíos, incluidos los bautistas. Pues bien, a diferencia de fariseos y esenios, los discípulos de Juan no toman pan ni vino.

Los judíos palestinos ante el ayuno. Así, de manera provisional, podemos trazar tres grupos de judíos palestinos (integrando a los cristianos: (a) Fariseos y esenios ayunan: guardan ciertos días de penitencia, es decir, de expiación (Lv 16,29-31) o duelo nacional y/o familiar, pero toman alimentos cultivados y sus comidas comunitarias, con pan y vino, son signo sagrado de presencia de Dios y esperanza de salvación. Como judíos observantes, ellos rechazan las comidas impuras (cerdo, sangre, animales ofrecidos a los ídolos…). (b) Discípulos de Juan: ayunan siempre, no en tiempos especiales, para oponerse así al pecado del pueblo y de la humanidad, concebida como impura. Toman alimentos silvestres, en actitud de protesta contracultural. La comida compartida no es para ellos sacramento de Dios. Rechazan los alimentos culturalmente contaminados, como el pan y vino: no podrían celebrar la eucaristía. (c) Discípulos de Jesús: no ayunan, rechazan la visión penitencial de la existencia. Entienden y celebran las comidas principales de su tiempo y de su cultura como signo de Dios. Toman pan y vino signo del reino de Dios: ¡está presente el novio! (Mc 2,19). El posible ayuno será para ellos consecuencia de la ausencia del esposo. Superan pronto el régimen de comidas puras e impuras (cf. Hch 15 y Mc 7), rompiendo la ley de alimentación del rabinismo (cf. Mc 7,19).

Desde las afirmaciones anteriores y para centrarnos mejor en los grupos más cercanos del tiempo de Jesús podemos distinguir estos dos modelos. (a) Bautistas y fariseos ayunan de algún modo: son virtuosos de la ascesis, hombres que pueden separarse, en desiertos o comunidades de convertidos, cumplidores de las leyes de pureza. Su ayuno es signo de elitismo, expresión del propio esfuerzo que prepara al hombre para el encuentro con Dios. (b) Los discípulos de Jesús, en cambio, no ayunan porque saben que Dios les ama y les ofrece su vida, de forma que pueden celebrarla en gesto de comida compartida. Comer es vivir de bodas: gozar en agradecimiento desbordado. Ellos no fundan su vida en ayunos y ritos penitenciales, sino en el rito supremo del amor y comida, en el vino de bodas.

Cf. C. J. GIL ARBIOL, Los Valores Negados. Ensayo de exégesis socio-científica sobre la autoestigmatización en el movimiento de Jesús, Verbo Divino, Estella 2003; X. PIKAZA, Fiesta del pan, fiesta del vino. Mesa común y eucaristía, Verbo Divino, Estella 2000.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

AMOR

1. Antiguo Testamento

Aparece de diversas formas en la Biblia israelita, especialmente en los profetas del amor (como Oseas) y en el Cantar* de los Cantares, que ha desarrollado la antropología erótica más importante de la historia de Occidente. Del amor de Dios, entendido como misericordia* universal, que se expresa y expande en el amor entre los hombres, hablan de manera intensa algunos libros del Antiguo Testamento y de un modo muy intenso el libro de la Sabiduría*. Pero sólo el Nuevo Testamento ha desarrollado de un modo consecuente esa experiencia y exigencia creadora del amor (ágape), dirigido de un modo preferente, aunque no exclusivo, a los enemigos, como muestra el mensaje de Jesús y la teología de Pablo (Rom 12–14 y 1 Cor 13), que estudiaremos de un modo especial.

Los términos griegos del amor. Las mejores distinciones antiguas sobre el amor se han hecho en griego y por eso evocaremos las palabras que emplean la Biblia griega y el Nuevo Testamento: eros, ágape y philia: (a) Eros. Éste es el término básico para el pensamiento griego, que entiende al amor como deseo y tendencia del hombre hacia aquello que le falta y puede completarle. El Nuevo Testamento utiliza esa palabra en el sentido de «agradar». Así dice que el baile de la hija de Herodías agradó a Herodes (Mc 6,22; Mt 14,6). También dice que Cristo no buscó su propio agrado (ouk heautô êresen), sino que aceptó los sufrimientos que le impusieron los otros (Rom 15,3). (b) Ágape. La terminología vinculada al ágape constituye la mayor novedad del Nuevo Testamento en este campo. Ágape significa básicamente el amor desinteresado y creador, el amor del que no se busca a sí mismo, sino que ofrece su vida a los demás. Ciertamente, el ágape puede tener un sentido más neutro, de amor en general (como en Lc 7,5), pero en la mayoría de los casos se utiliza para expresar el sentimiento y gesto intensamente cristiano del amor de gratuidad, aplicado a los diversos campos de la vida. Así se habla del ágape en el amor a Dios (Mc 12,30) y en el amor al enemigo (Mt 5,44; Lc 6,27). Éste es el amor al que Pablo ha dedicado su canto (1 Cor 13), el amor que Dios nos ha mostrado, enviándonos a su propio Hijo como salvador (Jn 3,16), el amor que el mismo Jesús mostró al hombre que quería alcanzar la vida eterna (Jesús, mirándole, le amó: êgapêsen auton, Mc 10,21). Sólo este amor gratuito y creador libera a los pobres y hace posible el seguimiento mesiánico. Jesús no impone una ley, no acude al mandamiento. Más allá de la ley, desde la total libertad del amor, invita al hombre que quiere alcanzar la vida eterna, diciéndole que le siga. A pesar de eso, el hombre no acoge la mirada de amor de Jesús, no se deja transformar por él, no le responde con amor. Calcula sus bienes y se marcha, porque es rico. No se ha dejado transformar por el amor mesiánico. (c) Philia, amistad. Ciertamente, el amor mutuo es ágape, como dice Jesús cuando pide a los suyos «que os améis los unos a los otros, así como yo os he amado, pues nadie tiene un amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos» (Jn 15,12-13). Les dice que se amen (con ágape) y habla del ágape como amor mutuo. Pero después al referirse a sus amigos les llama philoi, añadiendo que los discípulos serán «amigos suyos» (philoi mou) si escuchan y cumplen su palabra, viviendo en amor (Jn 15,14). Desde esa base añade la palabra clave del amor cristiano: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; yo os llamo amigos, porque os he dicho (= os he dado) todo lo que yo he recibido (= he escuchado) del Padre» (Jn 15,15). Los hombres no son siervos (douloi), sino libres porque son amados y pueden amarse en amistad (philia), siendo amigos los unos de los otros. En este contexto puede hablarse del amor entre el Padre y el Hijo (Jn 5,20; 16,27) y del amor que los hombres deben tener a Jesús (1 Cor 16,22). Llegando al final, el ágape (que es amor de donación y gratuidad) se identifica con la philia, que es el amor de amistad. En ese contexto se entiende el bellísimo juego de palabras del final del evangelio de Juan, donde Jesús le pregunta a Pedro por dos veces si le ama con amor de ágape (agapás me?: Jn 21,1516), pero la tercera vez le pregunta si le ama con amor de philia (philéis me?: Jn 21,17), ofreciéndole el encargo de apacentar las ovejas de Jesús.

Dios, un amor: Amarás a Yahvé tu Dios… Una religión como la del Antiguo Testamento consta de muchos elementos sacrificiales y sociales, legales y festivos. En el centro de la fe israelita está la confesión* del shemá, que ha seguido marcando hasta hoy la religión de los judíos y de los cristianos. Éstas son las palabras centrales de la Biblia israelita: «Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es Yahvé (Dios) Único. Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando estarán en tu corazón. Las repetirás a tus hijos y las dirás sentado en casa o haciendo camino, cuando te acuestes y cuando te levantes…» (Dt 6,4-7). Israel ha sido un pueblo de leyes que han ido fijando su identidad, desde el dodecálogo* de Siquem (en torno al siglo IX a.C.) hasta la Misná* (siglos II-III d.C.). Pues bien, en el fondo de todas ellas emerge esta ley del shemá, como la más importante. Más que ley coactiva, ésta es una experiencia gozosa de llamada (¡escucha!) y de invitación al amor (¡amarás!). El Dios que aparece en este mandamiento originario no necesita nombres o adjetivos especiales (padre o madre, hijo o esposo…), sino que se presenta simplemente como Yahvé, manifestándose como Amor total que llama (escoge) de un modo gratuito y de esa forma suscita y fundamenta la vida de los hombres. Ciertamente, ese Dios sigue siendo el misterioso Señor de la experiencia de la zarza ardiente (El que Es: Ex 3,14), pero aquí aparece más bien como el que ama y pide amor. Este Yahvé Amor, a quien Israel ha descubierto y reconocido sobre todas las cosas, es Unidad suprema, fuente de vida que se expresa y expande en el corazón (afecto), en la mente (pensamiento) y en la acción (vida entera) de sus fieles, por encima de todas las restantes distinciones nacionales o sociales. Éste es el Dios de la experiencia liberadora, que se expresa a través de los restantes mandamientos: «Yo soy Yahvé, que te saqué de Egipto» (cf. Ex 20,2; Dt 5,6), pero en el fondo de todos ellos se expresa y despliega como amor. Así lo ha sabido y ratificado Jesús, judío entre judíos (cf. Mc 12,28-34). Éste es el Dios a quien la tradición israelita ha visto como «Dios compasivo y clemente, lento a la ira y rico en misericordia y lealtad, misericordioso hasta la milésima generación, que perdona culpa, delito y pecado…» (Ex 34,6-7). Éste es el Dios del amor para los israelitas, Dios que ellos han querido testimoniar ante todos los pueblos.

Dios y el prójimo: dos amores (confesión de fe*). Cuando le preguntan por el mandamiento más importante de la Ley, Jesús, con buena parte de la tradición judía, cita el shemá*, pero añade el mandato de Lv 19,18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,28-34). La novedad de Jesús está en su insistencia en el término común amarás (en griego agapêseis, en hebreo ‘ahabta) de Dt 6,5 y Lv 19,18, uniendo los dos mandamientos (amores) y diciendo que no hay otro mayor que ellos. Los dos forman un solo mandamiento: son aquello que el escriba llamaba el primero de todos (prôte pantôn de Mc 12,28). Quizá pudiéramos decir que en el principio está la dualidad: la relación con Dios se vuelve relación con el prójimo, es decir, de persona con persona. Se vinculan de modo profundo mi yo y el yo del otro, de modo que no pueden separarse. Éste es el lugar de la genealogía radical de la existencia humana: Dios mismo suscita el yo del hombre, como ser capaz de amarle; pero, al lado de Dios y con Dios, emerge el otro (el prójimo), de manera que la dimensión vertical del amor recibido (¡escucha!) se vuelve relación horizontal del amor compartido. En el lugar donde estaba el amor previo de Dios, y para confirmarlo, viene ahora a expresarse el amor al otro, es decir, al hombre concreto, hombre o mujer, que está a nuestro lado. En el Levítico, ese prójimo es el hermano o miembro del propio pueblo israelita; pero, en un sentido más extenso, es también el pobre y extranjero, es decir, el que rompe las fronteras resguardadas de la propia comunidad (cf. Lv 19,10 y en especial Dt 10,19), como verá el Jesús de Lucas cuando cuenta en ese contexto la parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37). Entre el amor a Dios y al prójimo hay una relación que todo el Nuevo Testamento se esforzará por explicitar, desde el anuncio del Reino de Jesús y la experiencia eclesial de la pascua.

Dios Sabiduría, esposa amada. La tradición israelita (cf. Prov 8; Eclo 24) ha presentado a Dios como Dama Sabiduría*, mujer amante que se sitúa en la puerta de su casa, tocando su música, invitando con amor a los que pasan. El libro de la Sabiduría contiene la respuesta positiva de Salomón, rey sabio y signo de todos los verdaderos israelitas que escuchan su llamada y la desean, emocionados: «A ella la quise y la busqué desde muchacho, intentando hacerla mi esposa, convirtiéndome en enamorado de su hermosura. Al estar unida (symbiôsis) con Dios, ella muestra su nobleza, porque el dueño de todo la ama… Por eso decidí unirme con ella, seguro de que sería mi compañera en los bienes, mi alivio en la pesadumbre y en la tristeza» (Sab 8,1–2,9). La vida entera se define, según esto, como proceso afectivo. Está en el fondo el simbolismo del Banquete de Platón, con el ascenso amoroso hacia las fuentes de toda realidad (el Bien Supremo). Pero hay una diferencia: el entusiasmo divino parece que lleva a los platónicos más allá del mundo; por el contrario, Salomón enamorado se introduce dentro de este mundo. Pero no se debe exagerar la diferencia. El sabio de la República platónica, transformado por la sabiduría del amor, puede gobernar con justicia a los humanos. El Rey israelita, enamorado desde joven de la sabiduría superior, descubre en ella su gozo (disfruta) y gobierna con su ayuda. El varón/mujer perfecto no es aquel que se clausura en un ejercicio contemplativo, aislado de este mundo. El verdadero amante de la Sabiduría sale al mundo, escucha el misterio de la realidad y deja que ella le emocione, le dé fuerza, le transforme. Al llegar aquí reciben su sentido los rasgos filosóficos con los que se describe a la Sabiduría en Sab 7,22-28: ella es efluvio del poder divino, emanación de la gloria de Dios… Descubrimos así que ella es el mismo Dios en cuanto amable; hay en nuestro corazón un gran vacío: estamos hechos para Dios, a él buscamos en camino amoroso. Desde ahí se puede entender el tema del amor en el Nuevo Testamento.

Cf. W. EICHRODT, Teología del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; D. PREUSS, Teología del Antiguo Testamento III, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999; C. SPICQ, Agapé en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid 1977; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Fax, Madrid 1969.

2. Pablo: 1 Cor 13

(gracia, perdón, juicio, Pablo). El amor constituye el tema central del Nuevo Testamento, que podemos interpretar como revelación del ser de Dios en Cristo: «Tanto amó Dios al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito, para que no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,13-17). Tratar del amor es tratar de todo el Nuevo Testamento, partiendo del Sermón de la Montaña (Mt 5–7; Lc 6,20-45) hasta el Apocalipsis (Ap 21–22). Por eso hemos introducido el tema en diversas entradas: gracia, perdón, juicio, etc. Aquí, de forma unitaria, trataremos de las falacias, cualidades y permanencia del amor, tal como ha sido evocado por Pablo en 1 Cor 13, que ha partido, sin duda, de unos motivos anteriores, que él ha encontrado y desarrollado dentro de su Iglesia.

Falacias o riesgos del amor. El amor es lo más grande, lo más fuerte. Pero es también lo más frágil, de forma que puede convertirse en principio de engaño. En esa línea, en la primera parte de su canto al amor (1 Cor 13), Pablo desarrolla los tres posibles engaños de un amor aparente, que toma en la Iglesia «formas de bondad» o de grandeza para engañar mejor a los hombres. (a) Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles (1 Cor 13,1). La primera ideología o falsedad del amor está vinculada a una perfección mística, que se autodeclara importante, pero que es sólo palabra vacía, propia de aquellos que dicen conocer y hablar las lenguas de los hombres (en plano de mundo) y de los ángeles (en plano de perfección espiritual), pero sin amar a los demás. Éstos son los que todo lo hablan, dominando lenguajes, con apariencia de verdad más alta, para sentirse perfectos e imponerse sobre los demás, pobres hombres de la baja tierra. Estos hablantes de lenguas son hombres y mujeres «poderosos», en línea individual o social. Pablo no niega ni discute sus capacidades, pero diría que ellas pueden alcanzarse con medios psicológicos o parapsicológicos (de penetración mental), poniéndose al servicio de la destrucción humana (diabólica). En nuestro tiempo se podría decir que esos hombres que todo lo hablan controlan las redes informáticas y los grandes canales de propaganda, como si fueran dueños de la palabra universal, y en algún sentido lo son: la voz de sus falsas campanas parece la única que tañe en el mundo. Pero en realidad están vacíos, son como metal que suena sin contenido humano, o con el contenido de la violencia dominadora (del bronce de campana hecho cañón para la guerra). (b) Y si yo tuviera profecía… (1 Cor 13,2). Posiblemente, esta segunda unidad trataba, en principio, sólo de la profecía, pues de ella y de las lenguas en la Iglesia se ocupa todo el capítulo siguiente de la carta (1 Cor 14), pero el texto actual distingue y vincula profecía, gnosis y fe posesiva. (1) «Si yo tuviera profecía…». En sentido externo, la profecía es algo que se tiene, como cualidad que se posee, sin que ella se identifique con la propia persona. Por eso, se puede afirmar que aquellos que tienen profecía y no aman están vacíos, son como una simple voz ambulante, pura máscara sin interioridad. (2) «Y si yo viera todos los misterios y toda la gnosis…». La profecía, especialmente en los apocalípticos (como en los libros de Daniel* o Henoc), está llena de visiones y revelaciones, de tal forma que, en tiempos de Jesús, se tomaba a los profetas como videntes que penetraban en los misterios (del fin de los tiempos) y en la gnosis (conocimiento del Dios escondido). Pues bien, Pablo se considera vidente y gnóstico, pues ha visto a Jesús resucitado (cf. 1 Cor 15,3-7) y ha sido raptado al tercer cielo, donde ha contemplado y escuchado cosas indecibles (2 Cor 2,1-11). Pero, al mismo tiempo, sabe que una visión sin amor es nada o menos que nada, es mentira. (3) «Si yo tuviera fe hasta para trasladar montañas…». Esta fe que «se tiene» y de la que uno puede estar orgulloso (cf. también 1 Cor 12,9), entendida como capacidad de hacer cosas milagrosas (mover montañas: cf. Mt 17,20 par), puede vaciarse de sí misma, convirtiéndose en máscara externa sin amor, como sabe el mismo Evangelio (cf. Mt 7,22); la verdadera fe como experiencia de gratuidad en el amor es para Pablo una cosa distinta (cf. Rom 1,17; 5,1; Gal 2,16). (c) Y si yo repartiera todos mis bienes… (1 Cor 13,3). De las lenguas (mística) y de la profecía (visiones, gnosis, milagros) pasamos al nivel de la comunicación económico-personal. Muchos piensan que las cosas se arreglan con dinero y en parte tienen razón, como la misma Biblia sabe cuando pide que demos a los pobres aquello que tenemos, para que así puedan saciar sus necesidades (cf. Mc 10,17-22; Mt 25,31-46). Pero el simple «dar» material no es suficiente, como matiza, por ejemplo, el relato de las tentaciones de Jesús (Mt 4; Lc 4). En esa línea se sitúa este pasaje, cuando habla de un engaño de los que sólo dan dinero, pues se buscan a sí mismos al hacerlo, y de un engaño del martirio de aquellos que convierten su entrega en un medio de imposición sobre los otros. Éste es el lugar de la patología del amor, el lugar del engaño supremo de los que parecen emplear medios mejores y más desprendidos (costosos) para imponerse sobre los otros.

Cualidades del amor. En contra de las falacias (1 Cor 13,1-3), eleva luego Pablo (1 Cor 13,4-7) un canto al amor (ágape), como experiencia de gratuidad y comunión de Dios que vincula a los hombres de un modo interior (en la comunidad eclesial) y exterior (en apertura hacia los demás). Pablo no habla aquí de una pura emoción sentimental, ni de un poder de unidad erótico-filosófica (como Platón en su Banquete), ni de la vinculación legal de un grupo de personas (como en cierto judaísmo), sino de la experiencia radical de Dios en la vida de los hombres que se aman simplemente como humanos. Éstos son sus rasgos: (a) El amor tiene gran ánimo, el amor es bondadoso (1 Cor 13,4). En griego se dice makro-thymei, es decir, tiene un gran thymos o ánimo. Algunas traducciones prefieren decir que es paciente, en el sentido de capaz de aguantar y mantenerse. Ambos matices, el más activo (animoso, longánime) y el más receptivo (paciente), son apropiados y expresan la capacidad de aguante y la potencia creadora del amor, que permanecen firmes allí donde todas las restantes cualidades fallan o se acaban. En ese sentido se añade que es bondadoso (khrêsteuetai), con el matiz de útil: aquello que siempre sirve y siempre vale. (b) No tiene envidia, no se jacta, no es engríe (1 Cor 13,4). De las notas positivas (es animoso, bondadoso) pasa el canto a las negativas, que nos irán acompañando desde ahora, pues del amor decimos mejor lo que no es que lo que es. La primera dificultad que el amor debe superar es la envidia (zelos), aquella actitud o vicio que nos lleva a enfrentarnos a los otros para destruirles (pues sentimos que nos impiden ser) o para utilizarles, poniéndoles bajo nuestro dominio. Frente a la envidia está el descubrimiento gozoso del otro en cuanto distinto, el gozo de que el otro sea, de que viva, de que triunfe. En este sentido, el amor nos capacita para salir de nosotros mismos, transformando la envidia mimética (que es vivir a costa de los otros, dependiendo de ellos o luchando contra ellos) en comunión gratuita. Por eso, el que ama no se jacta ni engríe, es decir, no se encierra en sí mismo, para imponerse a los demás, en actitud de miedo perpetuo (tengo que elevarme sobre los demás para sentirme seguro), sino que al gozarse en los otros descubre también su propio valor y no tiene que luchar por conseguirlo ni imponerse. (c) No se porta sin decoro, no busca su propio provecho (1 Cor 13,5). Portarse indecorosamente se dice en griego a-skhêmonein, romper el skhêma o forma apropiada de existencia, quebrar el equilibrio de la vida, romper una armonía que nos permite convivir. Eso significa que el amor vincula, traza puentes, de manera que ofrece a cada uno un lugar en la vida, un espacio decoroso y digno, en humanidad, distinto para cada uno, apropiado para todos. El skhêma (= esquema o decoro) del amor puede resultar diverso en las diversas circunstancias, de manera que lo que en un momento o contexto parece decoroso (que las mujeres vayan veladas: cf. 1 Cor 10,1-16) resulta indecoroso en otros. Hay, sin embargo, un decoro fundamental, que se expresa en la segunda parte del texto: «el amor no busca su provecho propio». Ésta es la melodía firme, ésta es la base del amor: que cada uno busque el bien de los otros, no el propio; que piense, sin cesar, en lo que al otro le conviene, no según el esquema del que ama, sino según el del amado. Para eso es necesario que el amor dialogue, que dialoguemos en igualdad, escuchándonos unos a los otros, para así conocer lo que nos piden o quieren de nosotros. (d) No se irrita, no piensa en el mal (1 Cor 13,5). En el caso anterior se supone que hay un orden o decoro, que se expresa allí donde cada uno busca el bien ajeno. Ahora se supone que la vida de los hombres se encuentra amenazada por una gran irritación o paroxismo de violencia, para la que sólo existe un remedio: el amor que se expresa y mantiene en forma de concordia (el amor que lleva al gozo y la paz: Gal 5,22). Sólo en este contexto se puede añadir: «no piensa en el mal», no toma en cuenta el mal que le hacen. Esta formulación nos lleva al centro del Sermón de la Montaña, donde Jesús pedía a los suyos que no respondieran al mal con lo malo, sino que perdonaran a los enemigos (Lc 7,27-36). Así lo ha dicho el mismo Pablo en Rom 12,17, al proclamar el perdón que nace del amor y que supera la violencia con la paz interior (no se irrita), renunciando a responder a la violencia con violencia. (e) No se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad (1 Cor 13,6). Al lado de la envidia, con la falta de decoro y la irritación anterior, se eleva ahora la injusticia, como riesgo básico de un mundo amenazado por la mentira y por la lucha de todos contra todos. Injusticia (a-dikia) es aquello que va en contra de la dikaiosyne, tanto en el sentido griego (orden social), como en el bíblico (acción salvadora y gratuita de Dios). Alegrarse en la injusticia significa asumir la maldad de los hombres y aprovecharse de ella, para provecho propio. Frente a eso está la alegría por la verdad, entendida como gozo más alto del amor. Lo opuesto a la injusticia no es sin más la justicia, sino la verdad o fidelidad de Dios, que se muestra divino al amar, fundando así la más alta alegría. (f) Todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera (1 Cor 13,7). Igual que un tejado cubre la casa y permite que sus habitantes vivan al resguardo de viento y lluvia, así el amor resguarda y cubre a los amantes de un modo total y para siempre. El amor es esa cobertura de Dios que mantiene protegida nuestra vida, libre de la irritación y la tormenta de los tiempos, en fe y en esperanza. Por eso se añade que el mismo amor «lo cree todo, todo lo espera». Fe y esperanza son aquí expansiones del amor, porque sólo el amor es capaz de confiar siempre (de ponerse en manos de Dios, estando en manos de los otros) y de mantenerse a la espera, sabiendo que la vida es camino de Dios. (g) Siempre permanece (1 Cor 13,7). Al decir que permanece (hypomenei) no se quiere indicar que aguanta simplemente de un modo pasivo, sino que se mantiene firme, de manera activa, en todo tiempo y lugar (en el doble sentido de la palabra panta). Quizá pudiéramos añadir que el mismo amor es paciencia creadora, dando a esa palabra el sentido que recibe en el Apocalipsis (cf. hypomonê: Ap 1,9; 13,10; 14,12): en medio de la gran lucha de la historia permanece y triunfa la paciencia del amor que es Dios y que se revela en los creyentes, es decir, en aquellos que son fieles al Cordero sacrificado. Pero en 1 Cor 13 Pablo no habla del Cordero-Cristo, ni de otros motivos confesionales cristianos, sino de amor universal, abierto a la humanidad en cuanto tal, un amor que siempre permanece. Las realidades del mundo cambian, todas se acaban y mueren. Sólo la paciencia activa queda, como presencia y permanencia de un amor que todo lo cubre, lo cree y lo espera, superando así el desgaste del tiempo y revelando en medio de esta vida de engaños el rostro verdadero del hombre (es decir, el mismo ser divino).

Permanencia del amor. El canto de 1 Cor 13,4-7 terminaba diciendo que el amor lo cubre todo (como tejado firme que cobija lo que está bajo su amparo) y siempre permanece (porque tiene el poder de la paciencia duradera). El nuevo pasaje (1 Cor 13,8-13) retoma ese motivo, para desarrollarlo de un modo aclaratorio. Por eso empieza con una frase programática, que condensa lo anterior e inicia lo que sigue: el amor nunca cae (1 Cor 13,8). Las realidades de este mundo se derrumban, todas caen con el tiempo (por ser tiempo), como sabe la tradición apocalíptica cuando anuncia la catástrofe del fin del mundo (Mc 13,25: «los astros del cielo caerán…»). Mueren las culturas, acaban los estados, perecen las personas. Pues bien, en este trance de gran acabamiento en el que muchos repiten el dicho popular de «comamos y bebamos que mañana moriremos» (cf. 1 Cor 15,32), se eleva nuestro texto y dice: el amor nunca cae. Esta permanencia define la antropología escatológica de Pablo (1 Cor 15) y se expresa aquí en cuatro partes. (a) De la profecía imperfecta al conocimiento pleno: «La profecía desaparecerá, las lenguas cesarán, la gnosis desaparecerá. Pues sólo conocemos en parte y sólo en parte profetizamos; pero cuando llegue lo perfecto desaparecerá lo que es parcial» (1 Cor 13,8-10). Don de lenguas, gnosis y profecía expresan un conocimiento inicial y parcial, son signo de un mundo tanteante que busca la plenitud (lo que es teleion). Pues bien, esa perfección, a la que aspira el cosmos (cf. Rom 8,8-25), se identifica en el fondo con el amor; por eso, cuando llegue el amor pleno, cesará todo lo restante. (b) El niño y el adulto: «Cuando era niño hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como un niño. Pero cuando me hice adulto abandoné lo que era de niño» (1 Cor 13,11). Los evangelios sinópticos han dado al niño un valor y estatuto religioso, haciéndolo signo del reino de Dios (cf. Mc 9,33-37; 10,13-16). Pablo, en cambio, le mira aquí de otra manera: el niño es heredero de los bienes del padre, pero mientras sea menor de edad se encuentra sometido a los poderes de este mundo, que son como administradores y ayos, que organizan y resuelven los asuntos en su nombre; sólo cuando alcance la mayoría de edad el niño podrá ser dueño de sí mismo y decir ¡padre!, en libertad de amor (Gal 4,1-7). Profecía, don de lenguas y gnosis son experiencia y tanteo de niños que aún no han crecido y no viven del todo, porque están bajo la ilusión de su conocimiento parcial, bajo el dominio de los mayores. El amor, en cambio, se interpreta como expresión de edad adulta, descubrimiento y cultivo de la libertad al servicio de la vida. (c) El espejo y la realidad: «Ahora vemos por un espejo, en enigma, entonces, en cambio, veremos cara a cara. Ahora conozco parcialmente, entonces conoceré como he sido conocido» (1 Cor 13,12-13). El ahora, tiempo de este mundo (que antes se hallaba definido por la profecía y el don de lenguas, con un conocimiento imperfecto), aparece aquí simbolizado por la imagen de un espejo borroso, que no nos permite descubrir el sentido más hondo de la realidad, de manera que sólo vemos imágenes confusas, enigmáticas, que nos obligan a ir adivinando la verdad más honda. Parecemos así condenados a un conocimiento parcial, como niños que quieren ser grandes un día y conocer lo que ha sido y será, para volverse dueños de sí mismos. Pues bien, en medio de este mundo enigmático tenemos una seguridad superior, algo que es firme, la certeza del amor, que es anticipo del futuro, comienzo de paraíso. El amor abre, por tanto, la puerta del cielo, anunciándonos la llegada de un tiempo en que veremos cara a cara, conoceremos como somos conocidos… «Veremos cara a cara», «conoceremos como somos conocidos», es decir, veremos a Dios como él nos ve, penetraremos en el misterio de su entendimiento total, que es comunión de amor. Ésta es la experiencia y esperanza del amor completo de las bodas finales de Ap 21–22.

Cf. A. NYGREN, Eros y Ágape. La idea cristiana del amor y sus transformaciones, Sagitario, Barcelona 1969; R. SCHNACKENBURG, Mensaje moral del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1989; W. SCHRAGE, Ética del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1987; X. PIKAZA, Palabras de amor, Desclée de Brouwer, Bilbao 2006; C. SPICQ, Teología moral del Nuevo Testamento I-II, Eunsa, Pamplona 1970-1973; Agapé en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid 1977.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

AMISTAD

La tradición del discípulo* amado ha vinculado la experiencia del Espíritu Santo con la amistad entre los creyentes. Allí donde actúa el Paráclito, que es Consuelo y Abogado, los demás poderes o principios reguladores de la vida acaban siendo secundarios. La comunidad del discípulo amado sólo reconoce la autoridad del Espíritu, que anima y dirige en amor mutuo a los creyentes, como muestra el Discurso de la Cena, que comienza con el deseo del amor mutuo («que os améis unos a otros como yo os he amado»: Jn 13,34) y culmina con la oración por la unidad («para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros»: Jn 17,21), centrándose en la palabra clave sobre el amor interpretado como amistad y conocimiento compartido: «Vosotros sois mis amigos (philoi) si hacéis lo que yo os mando. No os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, os llamo amigos porque os he manifestado todo lo que he escuchado de mi Padre» (Jn 15,14-15). Desde ese fondo se despliega en su plenitud la autoridad de la verdad («conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»: Jn 8,32), en línea de comunicación y transparencia personal. Esto nos permite distinguir dos modelos de relación mutua: uno es propio del esquema señor-siervo; otro se expresa como amor mutuo (en libertad y entrega personal) entre iguales.

Señores. Esquema señor-siervo. Jn 15,14-15 interpreta ese esquema desde una clave religiosa, como signo de imposición. Señores son aquellos que mandan porque saben más, sin tener que justificar su mando, ni compartir su secreto con los subordinados, que son precisamente subordinados o siervos «porque no saben lo que hace su señor» (Jn 15,15). Pueden actuar con apariencia bondadosa (como los sabios de la República de Platón o de la Jerarquía Eclesiástica de Dionisio Areopagita), pero son, en sí mismos, dictadores, pues emplean su mayor conocimiento y/o poder para imponerse a los demás. De esa forma, interpretan el poder como un saber más alto, que sólo ellos poseen, y lo ejercen manejando el secreto, sin ser transparentes ni decir la verdad de lo que hacen. Quienes tienen un tipo de conocimiento como ése «pueden» (pues saber es poder); quienes manejan la buena información tienen oportunidad para imponerse a los demás. Estos sabios gobernantes piensan a veces que es bueno guardar su secreto y dirigir desde arriba, por su don o magisterio, la vida de los otros, pero al fin se vuelven dictadores anticristianos, pues Jesús no oculta nada a quienes quiere y habla, nunca miente.

Comunicación transparente. En Jesús (y en la Iglesia) no puede existir más poder que el poder o autoridad* de la amistad (de la verdad), que se expresa en forma de comunicación y encuentro directo, de persona a persona. Ésta es una autoridad y comunión transparente, que hace a los hombres philoi (amigos): «Os he llamado amigos, porque os he dicho (= os he dado) todo lo que yo he recibido (= he escuchado) del Padre» (Jn 15,15). Jesús comparte con los suyos (les dice) lo que ha oído de su Padre. La misma contemplación se vuelve fuente y sentido de la comunicación, como autoridad comunitaria de amigos que se dicen lo que son y lo que saben. Éste es el sentido de la autoridad cristiana, que supera los secretos del esquema amo-siervo y se despliega como encuentro de personas. La dictadura sacral se funda en la superioridad jerárquica de algunos, que se apoderan en secreto de un poder o saber y de esa forma manejan a los otros (afirmando a veces que lo hacen por su bien). En contra de eso, el Evangelio ha desplegado el poder de la amistad, como transparencia comunicativa, en línea de encuentro personal. Allí donde la autoridad del amor se pone al servicio de otra cosa (poder administrativo o sistema económico-social), el amor se pervierte. Jn sabe que ha llegado el fin de los tiempos, que hemos recibido el Espíritu de Jesús, la Autoridad del amor, que es magisterio interior, testimonio personal y transparencia comunicativa: «Para que todos sean Uno, como nosotros somos Uno: tú, Padre, en mí y yo en ti; para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). No hay autoridad de uno sobre otro, sino comunión de todos. Esa misma comunión es la autoridad, presencia del Espíritu Santo. Las mediaciones ministeriales son por tanto secundarias. Pueden cambiar las formas de organización eclesial, las acciones concretas de la comunidad. Pero debe permanecer y permanece la verdad como libertad y la autoridad como amor mutuo que vincula a los creyentes.

Sobre la relación señor-siervo, cf. HEGEL, Fenomenología del Espíritu, cap. 4, y MARX, Manifiesto comunista. Cf. R. SCHNACKENBURG, Amistad con Jesús, Sígueme, Salamanca 1998; C. SPICQ, Teología moral del Nuevo Testamento I-II, Eunsa, Pamplona 1970-1973; Agapé en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid 1977.

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ACUSAR

Uno de los fenómenos básicos de la vida humana es la tendencia de acusarse unos a otros, descargando las propias culpas en los demás, como indica el mecanismo del chivo* expiatorio y emisario. El tema aparece expresado de forma clásica en el Génesis, cuando Adán y Eva responden a Dios por lo que han hecho: «Adán le respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces Yahvé Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Ella respondió: La serpiente me engañó, y comí» (Gn 3,12-13). El varón echa la culpa a la mujer y la mujer a la serpiente. Por salvarse a sí mismo, el varón es capaz de sacrificar a la mujer. Ella, en cambio, no sacrifica al varón, sino que descarga la violencia en la serpiente, superando de esa forma el plano de las relaciones puramente legales. En un caso (Adán), el juego de las acusaciones se cierra en la disputa humana, de manera que él puede descargar su culpa en Eva, que parece más débil. En el otro (Eva), la acusación se dirige en el fondo en contra del mismo Dios, a quien se hace responsable de la serpiente. Ambos, tanto Adán como Eva, buscan fuera de sí mismos la raíz de su pecado, iniciando una historia llena de disputas sociales y religiosas. En esa línea, el Acusador por excelencia será el mismo diablo, como ha puesto de relieve Ap 12,10: «Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque ha sido expulsado el Acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche». La dinámica de las acusaciones sitúa a los hombres en el nivel del juicio*, en el que se destruyen los unos a los otros. Más allá de ese nivel de acusaciones está la gracia*.

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