ACUSAR

Uno de los fenómenos básicos de la vida humana es la tendencia de acusarse unos a otros, descargando las propias culpas en los demás, como indica el mecanismo del chivo* expiatorio y emisario. El tema aparece expresado de forma clásica en el Génesis, cuando Adán y Eva responden a Dios por lo que han hecho: «Adán le respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces Yahvé Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Ella respondió: La serpiente me engañó, y comí» (Gn 3,12-13). El varón echa la culpa a la mujer y la mujer a la serpiente. Por salvarse a sí mismo, el varón es capaz de sacrificar a la mujer. Ella, en cambio, no sacrifica al varón, sino que descarga la violencia en la serpiente, superando de esa forma el plano de las relaciones puramente legales. En un caso (Adán), el juego de las acusaciones se cierra en la disputa humana, de manera que él puede descargar su culpa en Eva, que parece más débil. En el otro (Eva), la acusación se dirige en el fondo en contra del mismo Dios, a quien se hace responsable de la serpiente. Ambos, tanto Adán como Eva, buscan fuera de sí mismos la raíz de su pecado, iniciando una historia llena de disputas sociales y religiosas. En esa línea, el Acusador por excelencia será el mismo diablo, como ha puesto de relieve Ap 12,10: «Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque ha sido expulsado el Acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche». La dinámica de las acusaciones sitúa a los hombres en el nivel del juicio*, en el que se destruyen los unos a los otros. Más allá de ese nivel de acusaciones está la gracia*.

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