ABBA

Abba es una palabra aramea que significa «papá». Con ella se dirigen los niños a sus padres, pero también las personas mayores, cuando quieren tratarles de un modo cariñoso. Jesús la ha utilizado en su oración, al referirse al Padre Dios (cf. Mc 14,26 par), y la tradición posterior ha seguido utilizando esa palabra aramea como nota distintiva de su plegaria (cf. Rom 8,14; Gal 4,6). De todas formas, en la mayoría de los casos, los evangelios han traducido esa palabra y así la utilizan en griego: Patêr. Entre los lugares en que Jesús llama a Dios «Padre» pueden citarse los siguientes: Mc 11,25; 13,32; Mt 6,9.32; 7,11.21; 10,20; 11,25; 12,50; 18,10; Lc 6,39; 23,46; etc. Una parte significativa de los dichos en los que Jesús se dirige a Dios como Padre, especialmente en el evangelio de Mateo, son creaciones de la Iglesia primitiva. Pero en el fondo de esa expresión late una profunda experiencia de Jesús, que podemos destacar como sigue.

Sentido básico. La singularidad de esta palabra consiste, precisamente, en su falta de formalismo y distancia objetiva. Esta palabra expresa la absoluta inmediatez, la total cercanía del hombre antiguo respecto a su ser más querido, al que concibe como fuente de su vida. No es una palabra misteriosa, cuyo sentido deba precisarse con cuidado (como sucede quizá con el Yahvé de la tradición israelita). No es palabra sabia, de eruditas discusiones, que sólo se comprende tras un largo proceso de aprendizaje escolar. Es la más sencilla, aquella que el niño aprende y comprende al principio de su vida, al referirse cariñosamente al padre (madre) de este mundo. No es palabra que sólo puede referirse al padre en cuanto separado de la madre (o superior a la misma madre), sino que alude sobre todo al padre materno: a un padre con amor de madre, como alguien cercano para el niño. Precisamente en su absoluta cercanía se encuentra su distinción, su diferencia. Los hombres y mujeres del entorno buscaban las palabras más sabias para referirse a Dios. Podían llamarle Nuestro Padre, Nuestro Rey, le invocaban como Señor*, dándole el título de Dios y Soberano… Es como si la palabra Abba, papá, propia del niño que llama en confianza a su padre querido, les pareciera irreverente, demasiado osada. Pues bien, Jesús ha osado: él se ha atrevido a dirigirse a Dios con la primera y más cercana de todas las palabras, con aquella que los niños confiados y gozosos utilizan para referirse al padre (madre) bueno de este mundo.

Experiencia de Jesús. Conocer a Dios resulta, para Jesús, lo más fácil y cercano. No necesita argumentos para comprender su esencia. No tiene que emplear demostraciones: Dios Padre resulta, a su juicio, lo más inmediato, lo más conocido, lo primero que aprenden y saben los niños. Para hablar así de Dios hay que cambiar mucho (¡si no os volvéis como niños!: cf. Mt 18,3), pero, al mismo tiempo, hay que olvidar o desaprender muchas cosas que se han ido acumulando en la historia religiosa de los pueblos. Jesús nos pide volver a la infancia, en gesto de neotenia creadora, es decir, de recuperación madura de la niñez, en apertura a Dios. Para muchos de sus contemporáneos, la religión era ascender místicamente hacia la altura suprahumana, o cumplir unas normas sacrales y/o sociales. Por el contrario, como niño que empieza a nacer, como hombre que ha vuelto al principio de la creación (cf. Mc 10,6), Jesús se atreve a situar su vida y la vida de aquellos que le escuchan en el mismo principio de Dios, a quien descubre y llama ¡Padre! La religión es para él una especie de parábola de hijo y padre (cf. Mt 11,25-27); no trata de algo que está fuera, sino que expresa el sentido de su misma vida como presencia de Dios. La religión no es algo que se sabe y resuelve de antemano, sino misterio en que se vive, camino que se recorre, gracia que se va acogiendo y cultivando día a día. Por eso, la experiencia de Dios como Padre se encuentra entrelazada con el mismo camino concreto, diario, de su vida. Jesús se ha confiado en Dios Padre y de esa forma ha vivido. Ha dialogado con la tradición de su pueblo y de su entorno religioso, pero, de un modo especial, él ha descubierto personalmente el sentido y don del Padre-Dios, en la tarea y gracia de su vida. Para ello ha necesitado la más honda inteligencia, la más clara y decidida voluntad… Pero esta inteligencia y voluntad son para él, al mismo tiempo, un amor de niño: algo que se sabe y siente desde el fondo de la propia vida.

Camino de Padre. Descenso y ascenso. Partiendo de esa base, Jesús ha podido trazar eso que pudiéramos llamar el camino del padre, que ahora presentamos de manera descendente y ascendente. Éste es un camino que viene de Dios, desciende del gran Padre, fundando en su don nuestra vida. Pero es, al mismo tiempo, un camino que sube hacia Dios, que nos permite buscarle y hallarle, a partir de la vida y personas del mundo. (a) Dirección descendente. El Dios de Jesús es Abba, Padre, porque alimenta, sostiene y ofrece un futuro de vida a los niños y, con ellos, a todos los hombres. Éste es un Padre materno, que alienta la vida de los hombres que corrían el riesgo de hallarse perdidos en el mundo. Filón*, el más sabio judío, contemporáneo de Jesús, interpretaba a Dios como Padre cósmico, creador y ordenador de cielo y tierra, dentro de un esquema ontológico que distinguía nítidamente las funciones del padre y de la madre. En contra de eso, Jesús le presenta como padre-materno, amigo de los pobres y excluidos de la sociedad, de los niños y necesitados. (b) Dirección ascendente. El modelo para hablar de ese Dios Padre no son los grandes padres varones de este mundo, sacerdotes y rabinos, presbíteros y sanedritas, en general muy patriarcalistas, sino aquellos varones y mujeres que, como Jesús, han abierto un espacio de vida para los demás y especialmente los niños. Interpretado así, el mensaje de Jesús sobre el Padre resulta revolucionario. No es mensaje de intimidad, que avala el orden establecido. No es anuncio de verdad interior, certeza contemplativa que los hombres y mujeres de este mundo pueden descubrir y cultivar de forma aislada. Siendo Padre de todos los humanos, Dios viene a mostrarse como iniciador de reino.

El Padre Dios es gracia creadora. Él es ante todo «El que Hace Ser», es el que actúa siempre de manera creadora, gratuita, gozosa, abierta a la comunión de todos los hombres. No controla, no vigila, no calcula: simplemente ama, haciéndonos libres. Es Creador de libertad, por eso le llamamos Padre. Esto lo sabían los antiguos israelitas, pero algunos habían mezclado y confundido esta experiencia, concibiendo muchas veces a este Padre Dios como alejado, justiciero, impositivo o vengador de injurias. Jesús le ha descubierto de nuevo y presentado, de manera muy sencilla y profunda, como amor creador: como Madre que da su propia vida, haciendo que surjan sus hijos, como Padre que luego les alienta y sostiene (les acoge y perdona) porque les ama. De forma consecuente, Jesús llama a Dios «Padre». Podría haberle llamado Padre/Madre, pues le concibe como Voluntad de Amor. Es amor universal y creativo, que no mueve simplemente las estrellas (como Aristóteles decía), sino que atrae y potencia, mantiene y eleva a los pobres y pequeños de la tierra, fundando en ellos la existencia y plenitud de todo lo que existe; por eso le llama Padre. El Dios pagano, y a veces el mismo Señor del judaísmo, corría el riesgo de identificarse con el orden cósmico, apareciendo de forma impersonal o fatalista. Por el contrario, Jesús presenta al Padre Dios como realidad íntima y cercana: es Señor que funda nuestra vida, Amigo que llega hasta nosotros porque quiere iluminar nuestra existencia; viene porque lo deseo, se acerca gozosamente y en gozo nos asiste, para que podamos nacer, crecer y morir en su compañía. Actúa de esa forma porque quiere, porque nos quiere. Por todo eso, le llamamos Fuente de amor.

El Padre acompaña impulsándoles a vivir en amor de Alianza. No se limita a hacernos, sino que «hace que hagamos»: que podamos asumir la propia tarea de la vida y así nos realicemos, de manera personal. Eso significa que es fuente de Ley, como sabe todo el judaísmo: pero de Ley que se hace gracia y se hace vida en nuestra misma vida, dentro de nosotros, como Libertad de amor, para que nosotros nos hagamos, existiendo así en su mismo seno materno. Por eso, la Buena Noticia del Padre se expande y expresa como Buena Noticia de fraternidad creadora para los hombres. No estamos condenados a existir y morir bajo una norma externa, para fracasar al fin, envueltos en pecados. No somos impotentes, simples niños en manos de un padre envidioso, siempre impositivo (que nos impide crecer), sino amigos y colaboradores de ese Padre, en alianza de amor, en compromiso de vida compartida. Dios se define, por tanto, como principio de realización e impulso vital para aquellos que le acogen. No es señor que está cerrado en sí, cuidando su grandeza. No es un tirano que actúa y sanciona a capricho a quienes le están sometidos, ni un tipo de ley que se impone de modo inflexible en la vida del pueblo. En la raíz de su mensaje, Jesús ha presentado al Padre/Madre, Dios de amor, como fuente y creador de vida para todos los humanos, a partir de los pobres y perdidos de la tierra. Por eso, la palabra «hay Dios, existe y viene el Padre» (¡viene Dios!) debe traducirse de esta forma: ¡podéis vivir y realizaros como humanos hijos, en libertad filial y esperanza!

El Padre es principio de futuro (promesa). No estamos condenados a mirar hacia el pasado, a retornar hacia el origen, para allí perdernos de nuevo en la inconsciencia, como si no hubiéramos sido. Al contrario, lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros hacemos con él permanece y culmina en la vida, de forma que Dios vendrá a mostrarse en verdad como Padre al engendrarnos al fin, para la vida eterna. Por eso decimos que es promesa de futuro. De esa forma, el Padre del principio viene a presentarse como Padre final, fuente y fuerza de futuro. Jesús le ha presentado como Aquel que viene hacia nosotros, ofreciendo su Reino a los humanos, haciendo que ellos puedan venir y realizarse plenamente. Eso significa que nuestra vida no está hecha, no se encuentra todavía terminada. El valor primordial de nuestra existencia, aquella plenitud que buscamos, nos viene del futuro: de la acción plena del Padre y sólo puede desvelarse en la medida en que sigamos abiertos a su gracia. Eso significa que Dios no ha llegado a engendrarnos plenamente todavía. Lo hará cuando se exprese plenamente como Padre/Madre, realizando en nosotros aquello que ha empezado a realizar en Cristo, su Hijo.

Cf. J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1981; J. SCHLOSSER, El Dios de Jesús. Estudio exegético, Sígueme, Salamanca 1995; H. SCHÜRMANN, Padre Nuestro, Sec. Trinitario, Salamanca 1982; A. TORRES QUEIRUGA, Del Terror de Isaac al Abba de Jesús, Verbo Divino, Estella 2001.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

 

Pobres

En el escalafón de las clases sociales coetáneas de la Santa (nobleza, clero, tercer estado), los pobres ocupaban un escalón todavía más bajo: eran los marginados, los mendigos, los esclavos, los hospitalizados marginales. Eran los últimos de la sociedad, pero quizás los más numerosos.

Teresa de Jesús es oriunda de familia hidalga (grado menor de la nobleza), pero descendiente de mercaderes. En sus innúmeras relaciones sociales, prevalecen los miembros del clero (debido a su condición de “religiosa claustral”), y abundan sus amistades con nobles y mercaderes. Pero se relaciona también con los pobres.

a) En su familia recuerda ella que no había cabida para los esclavos: “jamás se pudo acabar con él [con su padre, don Alonso] tuviese esclavos, porque los había gran piedad” (V 1,1). Hasta el punto de que “estando una vez en casa una [esclava] de un su hermano, la regalaba como a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir, de piedad” (ib). En casa de don Alonso había “criados” (V 1,1) y “criadas” (V 2,6). Los había también en la casa veraniega de Gotarrendura, donde es fácil que T tuviese numerosos contactos con el campesinado. Al trazar ella la semblanza de su padre destaca un rasgo de sensibilidad social: “Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres” (V 1,1). Y de sí misma recuerda que, de niña, “hacía limosna como podía, y podía poco” (V 1,6). Es quizá la única alusión a los mendigos. En los restantes escritos teresianos, apenas si vuelven a comparecer, pese a su alto número en la Castilla de entonces (cf E 4,1; cta 246,8). En cambio, el fenómeno de los esclavos tenía una segunda dimensión en el hecho epocal de los “cautivos” en el sur del Mediterráneo. Teresa conoce ese triste fenómeno de beligerancia religiosa (cf Conc 3,4 y 3,8). Sabe que “no hay esclavo que no lo arrisque todo por rescatarse y tornar a su tierra” (V 16,8), texto que nos hace evocar espontáneamente la figura de Cervantes. En los últimos años de su vida, ante la hipótesis de aceptar en el Carmelo de Sevilla a una joven esclava de probable origen africano, la Santa escribe a la Priora, María de san José: “cuanto a entrar esa esclavilla, en ninguna manera resista” (cta 198,5).

b) En la evolución espiritual de Teresa hay un hecho determinante respecto a su sensibilidad por los pobres. En el monasterio de la Encarnación, ella perteneció durante largos años a la clase de las “doñas”, en razón de su dote y de su origen familiar. Cuando ya su vida interior ha cambiado, cuenta ella en uno de sus primeros escritos autobiográficos: “Paréceme tengo mucha más piedad de los pobres, que solía. Entiendo yo una lástima grande y deseo de remediarlos, que, si mirase mi voluntad, les daría lo que traigo vestido. Ningún asco tengo de ellos, aunque los trate y llegue a las manos. Y esto veo es ahora don dado de Dios, que aunque por amor de El hacía limosna, piedad natural no la tenía. Bien conocida mejoría siento en esto” (R 2,4: de 1562).

Esa nueva sensibilidad le permite una visión crítica de aquella sociedad. No sólo constata que, en la distribución de honores en el mundo “los pobres nunca son muy honrados” (Conc 2,11), porque “honras y dineros casi siempre andan juntos” y “por maravilla hay honrado en el mundo si es pobre” (C 2,6), sino que en Vida nos dará una patética estampa de aquellas estructuras sociales, en las que los pobres llevaban siempre la peor parte: Dios, dice, “no es como los que acá tenemos por señores, que todo el señorío ponen en autoridades postizas. Ha de haber horas de hablar y señaladas personas que los hablen. Si es un pobrecito que tiene algún negocio, ¡más rodeos y favores y trabajos le ha de costar tratarlo! ¡Oh que si es con el rey!, aquí no hay tocar gente pobre y no caballerosa…” (V 37,5). En esa nueva visión de la sociedad, ella se eleva a una evaluación casi de tipo sociológico. Habla de los ricos de su tiempo: “Gózanse de lo que tienen. Dan una limosna de cuando en cuando. No miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos, para que partan a los pobres, y que le han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo” (Conc 2,8).

c) En la gesta de las fundaciones por tierras de Castilla y Andalucía, desfilarán en el cortejo de T arrieros, mercaderes y pobres de solemnidad, pero dignos de todo elogio, como Andrada, Antonio Ruiz y toda una serie de innominados. En la última fundación teresiana, Carmelo de Burgos, ella y sus monjas tendrán por fin la experiencia de los pobres hospitalizados o de los desahuciados, en el Hospital de la Concepción. Teresa desenfundará toda su ternura femenina para aliviarlos (cf el relato de su enfermera Ana de san Bartolomé en su “Declaración en el proceso de beatificación de la Madre Teresa de Jesús”, en “Obras completas de Ana de S. Bartolomé”, edición de Julián Urkiza. Burgos 1999, pp. 90-104.

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Pensamiento

“Pensamiento” es vocablo polisémico y a veces equívoco en los escritos teresianos. Con frecuencia equivale al “acto de pensar” o a “lo pensado”. Otras veces a la “imaginación” o a “lo imaginado”. En sus textos son frecuentes los términos “pensamiento” e “imaginación”. Casi totalmente ausente el vocablo “fantasía/fantasear” (cf V 25,3: “cosa… fantaseada”, probablemente un apax).

1. Es interesante notar que en el proceso de conocimientos psicológicos de T hubo un momento (tardío) en que tuvo conciencia de que el pensamiento no es el entendimiento. Lo anota ella al titular el capítulo primero de las Moradas cuartas: “dice el contento que le dio entender que es cosa diferente el pensamiento y el entendimiento”. Y explica enseguida: “Yo he andado con esta barahúnda del pensamiento bien apretada algunas veces, y habrá poco más de cuatro años [escribe en 1577] que vine a entender por experiencia que el pensamiento (o imaginación, porque mejor se entienda) no es el entendimiento… Porque, como el entendimiento es una de las potencias del alma, hacíaseme recia cosa andar tan tortolito algunas veces…” (M 4,1,8). Lo interesante es que ese hallazgo no le ha llegado por vía informativa sino por experiencia. Y que ello supone haberse parado más de una vez a escrutar el propio psiquismo.

2. En la primera acepción, “pensamiento = acto de pensar” son netas sus consignas de pedagogía espiritual: Utilizarlo en positivo, no cebarlo en el tema de las propias miserias (C 39,3). “Va mucho [importa] a los principios… no amilanar los pensamientos” (V 13,7). “Ponerlos en Dios” (V 15,10). “Ayuda mucho tener altos pensamientos” (C 4,1). “Siempre vuestros pensamientos vayan animosos” (Con 2,17). Es educativo apartar cuidadosamente el pensamiento de lo banal: “Démosle [a Dios] libre el pensamiento y desocupado de otras cosas” (C 23,2).

3. En la segunda acepción, “pensamiento = imaginación”, T ve el desvarío del pensamiento como puro desorden de nuestra psicología. Su consigna es ‘no hacer mucho caso de él. “Sólo Dios puede atarle” (M 4,1,8). Es un “tortolito” (=atolondrado) (M 4,1,8), es “una tarabilla de molino”, que no impide seguir moliendo nuestra harina con “voluntad y entendimiento” (M 4,1,13), a veces parece un “loco furioso” (V 30,16), “nadie le puede atar, ni soy señora de hacerle estar quedo un credo” (ib. De ahí la famosa definición de “la imaginación: la loca de la casa”, atribuida a la Santa, pero que en realidad no es frase suya). Conviene no darle demasiada importancia: “el alma no es el pensamiento” (F 5,2). En el simbolismo del “castillo del alma”, el pensamiento-imaginación pertenece al orden de las “sabandijas” que merodean por los fosos y adefueras del castillo: por ahí andan como “lagartijillas, que como son agudas, por doquiera se meten; y aunque no hacen daño, en especial si no hacen caso de ellas…, porque son pensamientillos que proceden de la imaginación…; importunan muchas veces” (M 5,1,5)…

Es célebre el brevísimo poema de la Santa: “Dichoso el corazón enamorado, / que en solo Dios ha puesto el pensamiento… / y así alegre pasa y muy gozoso / las ondas de este mar tempestuoso”. En definitiva, serán el amor y el enamoramiento los que embriden esos desvaríos del pensamiento-imaginación. Un análisis detallado de los textos teresianos permitiría acercarnos al ideario psicológico de la Santa.

T. Álvarez

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Igualdad de amor

La competencia recíproca en el amor de los enamorados es un tópico en la literatura amorosa. Es también una normal “pretensión de igualdad o de superación” en los amantes mismos. Cuando esa “pretensión de igualdad de amor” se eleva a la relación amorosa entre el hombre y Dios parece rayar en insolencia. Y, sin embargo, esa pretensión de amor igualado, incluso infinito, florece normalmente en el místico. Nadie, quizá, la glosó con tanta intensidad y apasionamiento como san Juan de la Cruz en sus dos obras místicas, el Cántico espiritual (28,1; 38,3) y la Llama de amor viva (3,78-85). Santa Teresa no parece haber tratado el tema a escala doctrinal. Pero en ella poseemos una doble documentación lírica de ese motivo amatorio: una vez en su poemario; la otra en su autobiografía.

a) A la igualdad de amor dedicó ella el poema n. 4, que suele llevar por título “Coloquio amoroso” y que poetiza una especie de reto humano al amor divino. El poema irrumpe: “Si el amor que me tenéis, / Dios mío, es como el que os tengo, / decidme ¿en qué me detengo / o Vos en qué os detenéis?” Sigue un movido coloquio entre el amante divino y el enamorado humano: “–Alma, ¿qué quieres de mí? / –Dios mío, no más que verte. / ¿Y qué temes más de ti? / –Lo que más temo es perderte”. Las dos siguientes estrofas se remansan en el “deseo de amar y más amar” (estrofa 3ª), que culmina en súplica de más amor (estrofa 4ª). El poema sigue una especie de ritmo descendente: desde la explosión amorosa, a la indigencia suplicante de más amor. Pero la clave lírica reside en el interrogante inicial: ¿me amas tanto cuanto te amo yo? Es, sin duda, uno de los poemas teresianos más logrados.

b) El texto autobiográfico no es narrativo ni expositivo, a la manera de los comentarios de san Juan de la Cruz, sino exclamativo e imprecatorio, pero tan patético como el precedente poema e igualmente provocativo en el reclamo de amor. Teresa lo escribe en un contexto que ha comenzado celebrando la belleza del Amado Cristo: “De ver a Cristo, me quedó imprimida su grandísima hermosura…” (V 37,3), y que luego se sumerge en la admiración de su majestad y trascendencia (ib n. 5). Es en ese preciso punto donde ella se permite una explosión amorosa, provocativa del amor de su Señor, pero que ella misma, al final, tildará de desatino como en otras ocasiones. Es preciso reproducir íntegro su texto, sin ulterior comentario:

“Es cierto que yo me he regalado hoy con el Señor y atrevido a quejarme de Su Majestad, y le he dicho: “¿cómo, Dios mío, que no basta que me tenéis en esta miserable vida, y que por amor de Vos paso por ello, y quiero vivir adonde todo es embarazos para no gozaros, sino que he de comer y dormir y negociar y tratar con todos, y todo lo paso por amor de Vos…, y que tan poquitos ratos como me quedan para gozar de Vos os me escondáis? ¿Cómo se compadece esto en vuestra misericordia? ¿Cómo lo puede sufrir el amor que me tenéis? Creo yo, Señor, que si fuera posible esconderme yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis que no lo sufrierais; mas estáisos Vos conmigo, y veisme siempre. ¡No se sufre esto, Señor mío! Suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama” (V 37,8).

T. Álvarez

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Hipocresía

Defecto grave, según T, porque hace vivir de espaldas a la propia verdad. Consiste en aparentar en lo exterior una virtud o un valor que no se posee en lo interior. La Santa lo llamará “fingimiento” (C 26,4; M 5,3,9). Impide “andar en verdad”. De sí misma asegura ella que jamás incurrió en esa debilidad: “en esto de hipocresía y vanagloria, gloria a Dios, jamás me acuerdo haberle ofendido que yo entienda; que en viniéndome primer movimiento, me daba tanta pena , que el demonio iba con pérdida y yo quedaba con ganancia, y así en esto muy poco me ha tentado jamás” (V 7,1). En ese mismo pasaje expone su tentación de abandonar la oración para que no la tuviesen por lo que en realidad no era. Tentación opuesta. Por eso, en el Camino (20,5), aconsejando a las lectoras ser fieles al propio estilo de vida, cuando traten con los de fuera, les dirá: “Si os tuvieren por groseras, poco va en ello; si por hipócritas, menos”.

En el plano místico, dados los flagrantes casos de “fingidoras” que hubo en su tiempo, ella se limita a tildar de “almas desalmadas” a quienes fingen hablas o visiones místicas (V 25, 8), y de sí misma asegurará que “por ninguna cosa del mundo dijera una cosa por otra” (V 28,4). – En el plano social, es hipocresía permanente la derivada del culto de la honra. (Teresa escribe a la manera popular: iproquesía, ipróquita: V 7,1; C 20,5).

T. Álvarez

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Hermosura

“Hermosura” y “hermoso/a” son vocablos preferidos en el léxico teresiano para designar la belleza, sea física, sea moral y espiritual. La Santa utiliza también otros: “gracia/gracioso”, “primor”, “lindo”, etc., pero con mucha menos frecuencia. “Bonito” en su léxico no tiene la actual acepción de “bello/agradable”, sino que se mantiene como diminutivo de “bueno”, en contraposición al superlativo “bonísimo”. Ella no conoce el término “belleza”. Sólo en poesía usa el adjetivo “bello” (Po 8 y 23).

Teresa posee fina sensibilidad estética, extensiva a toda la escala de la belleza. La encanta la belleza artística. De modo especial la pictórica y escultórica. Le gustan los cuadros bellos y devotos, y no soporta las imágenes religiosas feas o deformes. Es capaz de gastar los últimos maravedís que le quedan, en adquirir un par de cuadros religiosos expuestos en un bazar de Toledo. Se abandona a la admiración ante el famoso retablo de “las Cinco Villas”: “yo no he visto cosa mejor” (F 14, 9). Hace pintar numerosas imágenes para su pobre convento de San José de Ávila, a veces en diálogo con el pintor para orientar el dibujo.

Le gusta la música, hasta extasiarse oyendo a la hermana Isabel de Jesús cantar el “Véante mis ojos” (R 15). Canto que le hace repetir en diversas ocasiones. Prueba de su fino gusto por la poesía es que, cuando conoce las liras del Cántico Espiritual de fray Juan de la Cruz, las hace copiar, las lleva consigo al convento de Medina y “pidió a las religiosas que se holgara se entretuviesen en ellas y las cantasen, y ansí se hizo, y desde entonces se han cantado y cantan” (Memorias Histo­riales, I, D. 202, p. 170).

 

No es menos sensible a la belleza de la naturaleza, cosas y paisajes. Aspecto que podría condensarse en su dicho acerca de cosas que la impactan, como “ver campo, agua, flores…” (V 9,5). Repetido en otro pasaje íntimo: “cuando veo alguna cosa hermosa, rica, como agua, campos, flores, olores, músicas…” (R 1,11). En esa especie de armónico de cosas bellas, la que más sintoniza con su gusto estético es, sin duda, el agua. “Soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia” (M 4,2,2). Así, ha mirado “el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara” (V 20,28). O bien, “ver un agua muy clara que corre sobre cristal y reverbera en ella el sol” (V 28,5). “De una fuente muy clara lo son todos los arroyicos que salen de ella” (M 1,2,2). “…unas fontecicas que yo he visto manar, que nunca cesa de hacer movimiento la arena hacia arriba” (V 30,19).

T parece menos sensible hacia la belleza animal, hecha excepción de las aves, que abundan en su mundo simbólico (águilas, palomas, gavilán, ave fénix…), y que hacen su delicia en la contemplación del paisaje. Cuenta una de sus compañeras en el viaje a Andalucía: “Aquel primer día llegamos a la siesta en una hermosa floresta, de donde apenas podíamos sacar a nuestra Madre, porque con la diversidad de flores y canto de mil pajarillos, toda se deshacía en alabanzas de Dios” (María de san José, Libro de recreaciones, Recr. 9).

Con todo, Teresa ha sido, de por vida, mucho más sensible a la belleza humana: belleza física o espiritual de las personas. Desde la primera página de Vida (1,2), repara en la belleza moral y física de su madre: doña Beatriz “era de grandísima honestidad” y “de harta hermosura”. Todavía en el atardecer de su vida, a Teresa la encanta la belleza de las niñas que excepcionalmente han entrado en sus Carmelos, Teresita e Isabelita. De la belleza infantil de esta última trazará una deliciosa semblanza en carta a María de san José, para disfrute de ésta, que no tiene la suerte de conocer a Isabel (“la mi Bela”) y sí a Teresita (cta 175,6: del 9.1.1577).

En el relato de Vida, ella misma confesará, como uno de los excesos en que incurrió largos años, incluso tras las primeras jornadas de experiencia mística, el dejarse prendar por el porte de las personas bien parecidas o bien-hablantes (V 37, 4; cf 7,12).

Con todo y tras ese recorrido por los derroteros de su sensibilidad estética, el dato absolutamente novedoso y excepcional es que, al entrar ella en la experiencia mística, su sentido de la belleza se eleva a cotas difícilmente mensurables. Es éste uno de los aspectos coincidentes de su experiencia mística con la de fray Juan de la Cruz: aun con variedad de matices, uno y otro captan místicamente esa alta vibración estética. De suerte que en ellos la experiencia mística en cuanto tal no sólo fluye como amor y conocimiento, sino como sentido y disfrute de la belleza. De la belleza trascendente y de toda otra belleza creatural, terrestre o celeste.

De ahí brotará más de una vez la vena poética de ambos. Teresa compone su primer poema: “Oh Hermosura que excedéis / a todas las hermosuras…” Y el Santo, al final del Cántico: “Gocémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte y al collado…” O bien todo el poema “Por toda la hermosura / nunca yo me perderé…”

En la experiencia mística de Teresa, el hecho más persistente, más determinante y documentado, es la fascinación que en ella produce la Humanidad gloriosa de Jesús, “Hermosura que tiene en sí todas las hermosuras” (C 22,6). “Este Señor… es la cosa más hermosa que se puede imaginar” (C 26,3; cf M 6,7,5). Hermosura que es pura delicia: “la más hermosa y de mayor deleite que podría una persona imaginar, aunque viviese mil años” (M 6, 9, 5).

El sumo asombro estético de ella se inicia con las primeras visiones de la Humanidad de Jesús: por primera vez “quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura, que no lo podría yo encarecer… Sola la hermosura y blancura de una mano es sobre toda nuestra imaginación” (V 28, 1.11). “Parecerá que no era menester mucho esfuerzo para ver unas manos y rostro tan hermoso. Sonlo tanto los cuerpos glorificados, que la gloria que trae consigo ver cosa tan sobrenatural hermosa desatina” (28, 2). El efluvio de esa belleza del Señor es tal, que sin la mediación de “un arrobamiento o éxtasis… sería imposible sufrirla ningún sujeto” (28,9). “Tan imprimida queda aquella majestad y hermosura, que no hay poderla olvidar” (ib.). Y sigue, en ese mismo pasaje, una catarata de calificativos hiperbólicos que pugnan por traducir el impacto que en ella produjo ese primer encuentro con la belleza trascendente.

Años más tarde, ella misma hará una especie de diagramación de la curvatura producida en su sentido estético al pasar de la degustación de “las bellezas” a la fascinación de “la Belleza” trascendente. Lo escribe así:

“De ver a Cristo, me quedó imprimida su grandísima hermosura, y la tengo hoy día, porque para esto bastaba sola una vez, ¡cuánto más tantas como el Señor me hace esta merced!… – Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase (la memoria); que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma…, todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía… Y tengo por imposible… podérmela nadie ocupar de suerte que, con un poquito de tornarme a ocupar de este Señor, no quede libre” (V 37, 4).

Es decir, que a la experiencia de la belleza trascendente –hermosura de Cristo– no se le asigna un supremo peldaño en la escala de la belleza, sino que se la sitúa fuera de toda posible comparación. (A los pasajes citados sobre la belleza de Cristo, habría que añadir el precioso texto sobre la belleza de la Virgen, percibida también místicamente en una de las mariofanías más espléndidamente referidas por la Santa: V 33,14-15).

Queda pendiente la pregunta: ¿en qué consiste o cuáles son los ingredientes de esa belleza trascendente, en la apreciación y descripciones de Teresa? No es fácil la respuesta. Como a otros sectores de su experiencia mística, también a éste lo sitúa ella en la zona de lo inefable. Se limita a desglosar alguna que otra faceta. Comparando sus “visiones estéticas” con los cuadros del Greco, se ha apuntado al factor “luz/luminosidad/resplandor” de las descripciones de la Santa, para aproximarles la “luz pictórica” de aquél. (Cf H. Hatzfeld, Estudios literarios sobre la mística española. Madrid 1968: capítulo 6º, “Textos teresianos aplicados a la interpretación del Greco”, p. 243-276).

 

Es cierto que, según Teresa, las experiencias místicas “visivas” la introducen en una luz absolutamente nueva. Es “una luz, que sin ver luz, alumbra el entendimiento” (V 27,3). “Excede a todo lo que acá se puede imaginar, aun sola la blancura y resplandor. No es resplandor que deslumbre, sino una blancura suave, y el resplandor infuso, que da deleite grandísimo a la vista y no la cansa… Es una luz tan diferente de las de acá, que parece una cosa deslustrada la claridad del sol…” (28, 4-5). “Sola la hermosura y blancura de una mano es sobre toda nuestra imaginación…” (28, 11). “Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de esta en que vivimos, adonde se le muestra otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella la estuviera fabricando…, fuera imposible alcanzarla” (M 6, 5, 7; cf V 38, 2 y 33, 14-15).

Luz, blancura, fulgor son, pues, índices lejanos de la belleza trascendente. Con todo, esa fúlgida irradiación es sólo una faceta de la belleza misma percibida y no descrita por Teresa.

T. Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo. Ed. FONTE

Grados de oración

En la enseñanza práctica de la oración, T habla frecuentemente de grados. Los “grados de oración” indican a la vez una posible escala de crecimiento en la relación del hombre con Dios, y diversas maneras de articularse la oración misma por parte del orante. Para entender correctamente el pensamiento de la Santa hay que tener en cuenta varias cosas: a) que la oración se mide por la vida del orante, y a la inversa, porque hay correlación entre una y otra, entre oración y acción (“obras”, dice la Santa), o entre oración y conducta, pues no hay relación con Dios sin una sensibilización hacia los hermanos, o hacia la Iglesia y la humanidad. La mejor oración –aconsejará ella– “es la que deja mejores dejos…, llamo ‘dejos’ confirmados con obras” (cta 136,4). b) Y lo segundo, habrá que tener en cuenta la idea básica que T tiene de oración, no como simple práctica de entrenamiento (acto solipsista) del orante, sino como “trato de amistad” entre dos (V 5,8), es decir, como ‘relación recíproca’ entre los dos amigos que son Dios y el hombre. Él precede siempre, aunque misteriosamente (“amistad con quien sabemos nos ama”, insiste ella: (ib); en la relación recíproca, sigue la parte del hombre; y ésta prepara de nuevo la acción misteriosa de Él; pero de suerte que también en el segundo tiempo la “parte” que corresponde al orante esté impregnada de la presencia y la acción de Él. La oración, así concebida como “trato de amistad” no queda confinada en una práctica (aunque la requiera), sino que es una forma de vida. Y lo normal es que la amistad y la vida crezcan. Lo anormal será que el amor y la vida se estanquen o involucionen. “El amor tengo por imposible contentarse estar en un ser [estacionado o estancado], donde le hay” (M 7,4,9); “el amor jamás está ocioso” (ib 5,4,10). c) Es ahí donde comparecen los “grados de oración”, como niveles de amistad y de vida. Y dada esa peculiar concepción de la oración como relación bipolar, es normal que T distinga siempre entre “grados de oración que dependen del orante humano” (oración ascética), y “grados superiores que derivan de la misteriosa iniciativa del Amigo divino (grados místicos). Y en una escritora mística como T, lo normal es prestar atención especial a éstos últimos. De hecho, así lo hará en todos los pasajes de sus escritos que planteen el problema de los grados. d) Efectivamente lo hace en numerosos contextos. Expone libremente esa graduatoria. Lo veremos al menos en cuatro pasajes importantes de sus escritos. Helos aquí esquemáticamente. Luego los analizaré uno a uno:

1) en Vida 11-21: expone los grados desde la propia experiencia autobiográfica. Año 1565.

2) en Camino: 22 y siguientes. Los propone con intención pedagógica, para una comunidad de jóvenes contemplativas. Año 1566/1567.

3) en la Relación 5: los enumera a petición de un teólogo consultor de la Inquisición de Sevilla. Año 1576.

4) en las Moradas: en el intento de codificación de la vida espiritual en su pleno desarrollo. Año 1577.

Seguiré ese orden cronológico.

1) En Vida. Teresa escribe su autobiografía para someterla y someterse al discernimiento de los teólogos asesores. A éstos les interesa, sobre todo, discernir sus experiencias místicas. Y T, para hacérselas más inteligibles, antes de narrarlas (c 23…) interrumpe el relato e intercala un tratadillo de “cuatro grados de oración”. Son “cuatro grados de oración, en que el Señor, por su bondad, ha puesto algunas veces mi alma” (V 11,8). En coherencia con ese planteamiento, es normal que en el “tratadillo” se preste atención especial a los grados místicos, los únicos que en realidad interesan a los lectores teólogos en su intento de discernir y evaluar la subsiguiente narración autobiográfica. Teresa procederá así: introduce el símbolo del jardín y el riego. Jardín es el alma. Dueño del Jardín es el Señor. Riego es la oración. Hay diversas maneras de riego (grados de oración): unas se deben al hortelano (el orante humano): primer grado de oración. Otras se deben a la misteriosa intervención del Dueño supremo del huerto: segundo, tercero y cuarto grado. Obviamente, los más importantes son estos tres últimos. Fuera ya de la alegoría, Teresa los describe así:

Grado 1º: oración ascética (cc. 11-13), que puede ser simple meditación de la Palabra o de los misterios del Señor, o puede (y debe) desarrollarse en forma de atención amorosa y callada (c 13,22: es importante este número final).

Grado 2º: ingreso esporádico en la oración mística (cc 14-15). La “llaman oración de quietud” (c 14 tít), nombre que retiene T para su exposición. Consiste en un reposo pasivo y amoroso de la voluntad, fascinada por el misterio divino. Fascinación que se le otorga intermitentemente, pero que constituye una nueva manera de relacionarse con el Amigo divino.

Grado 3º: formas varias de oración fuerte, preextática, o “sueño de potencias, resultado de una intensa infusión de amor en la voluntad. La Santa recurre a las imágenes del “glorioso desatino”, la “locura celestial”, la “embriaguez” de la voluntad, “verdadera sabiduría y deleitosísima manera de gozar el alma” (cc 16-17).

Grado 4º: mística unión (18,3) que unifica toda la actividad de la mente (todas las potencias) y las une al interlocutor divino. Y se expresa en fenómenos místicos como el éxtasis, el “vuelo de espíritu” (cc 17-21), los incontenibles ímpetus amorosos, las heridas de amor (c 29).

La escala graduatoria de esas diversas formas de oración se mide por sus “efectos” en la vida cotidiana del orante. Se mide también por la experiencia que el orante adquiere del Amigo divino y de su misterio.

2) En Camino: Teresa sitúa su exposición en plan pedagógico. El libro entero sirve para formar a las jóvenes de su primer Carmelo, novicias o recién profesas, pero entusiastas de la vida contemplativa. Por eso, les esquematiza la vida de oración en tres momentos: oración vocal, oración mental, contemplación. Pero, aunque así diversificadas, no son necesariamente sucesivas: en plena oración vocal pueden sobrevenir momentos de auténtica contemplación. Y, por otro lado, nunca habrá verdadera oración vocal sin la componente de atención mental. En este planteamiento, es obvio que los altos grados de oración (lo místico) queda en segundo lugar, apenas esbozado. Camino hace así el contrapunto de la exposición de Vida. Repetidas veces dirá a las lectoras de Camino que a su tiempo leerán el otro libro, si el teólogo P. Báñez se lo diere. Al principiante le interesa:

a) ante todo, la oración vocal: aprendizaje de los contenidos de la oración dominical enseñada por el Maestro: el Padrenuestro (cc. 22…).

b) le interesa iniciarse en la oración mental, que lo acerque más y más a la Humanidad de Jesús: aprender a mirarle, a escuchar sus palabras, asimilar sus sentimientos, callar ante él… (c 22…)

c) le interesa iniciarse en el “recogimiento” (el “modo para recoger el pensamiento”: tit. de los caps. 26 y 28): interiorizar la oración, aprender a silenciar los sentidos exteriores, celebrar a fondo la Eucaristía… y así “disponer el alma” para posibles formas de oración contemplativa infusa… (c 29,8).

d) sigue un simple esbozo de las primeras formas de oración mística…, que el Señor dará a quien Él quiera, pues “no porque en esta casa todas traten de oración, han de ser todas contemplativas” (c 17,1). “Santa era santa Marta, aunque no dicen era contemplativa” (ib 5). Eso sí, a todas les dará Él esa agua viva, si no en esta vida, sí en la otra.

3) En la Relación 5. – En Sevilla, Teresa ha sido citada a comparecer ante los inquisidores. Sin consecuencias, ni para su persona ni para la comunidad. Sólo para su Libro de la Vida, que será secuestrado por la Inquisición de Castilla. En ese contexto, uno de los consultores de la Inquisición hispalense pide a T que ponga por escrito la respuesta a varias preguntas. Algunas de ellas, impertinentes (R 5, 21-24). Pero es importante la pregunta por las formas de oración que ella ha vivido. Al teólogo no parecen interesarle las meditativas (n. 2). Teresa, pues, las deja de lado. Y enumera simplemente los grados místicos, o más bien los “fenómenos místicos” que parecen interesar al consultor. Propone los siguientes:

a) Entrada en la experiencia de la misteriosa presencia de Dios (de que había hablado ya en V 10,1): R 5,25.

b) Recogimiento infuso de la mente (n. 3).

c) Quietud y paz de la voluntad (n. 4).

d) “un sueño que llaman de potencias”, que las embelese sin impedirles atender simultáneamente a las cosas de la vida (n. 5).

e) Siguen los éxtasis y arrobamientos con suspensión de todas las potencias. El espíritu mismo por momentos se une a Dios (n. 7-10).

f) “Vuelo del espíritu” (n. 11-12).

g) Impetus de amor (n. 13).

h) las heridas de amor (n. 17-18: “esta oración se tuvo antes de los arrobamientos y los ímpetus grandes que he dicho”, n. 19).

4) Por fin, en las Moradas T desarrolla, a su modo, el proceso de la vida espiritual, desde el hecho de ser hombre y tener alma con capacidad de lo divino (morada 1ª), hasta la plenitud de gracia y de servicio a los demás (morada 7ª). Dividido todo el proceso en siete jornadas, en cada una de ellas sitúa sus grados de oración: tres grados iniciales de oración ascética (M 1ª, 2ª y 3ª), y otros tres de oración netamente mística (M 5ª, 6ª, 7ª), con un grado o momento de transición entre unas y otras (M 4ª). De suerte que niveles de vida espiritual y grados de oración comparecen emparejados. Esquematizando esa graduatoria, se presenta así:

Primer grado: oración sumamente rudimentaria. Si el orante se halla todavía inmerso en lo exterior y en el desorden interior, su relación con Dios apenas si será real: es como la relación del sordomudo con los otros (moradas primeras).

Grado 2º: comienzos de auténtica oración meditativa, fundada en la naciente sensibilización para las palabras y las cosas de Dios, y para la relación con El: el orante es –dice T– como un sordomudo que comienza a oír (moradas segundas).

Grado 3º: normalización de la meditación, y cierta estabilidad de la vida espiritual (moradas terceras).

Grado cuarto: simplificación y estabilidad en la meditación, con intervalos de “quietud infusa de la voluntad” (moradas cuartas).

Grado quinto: comienza la oración de unión: estados más o menos prolongados de profunda unión a Cristo, a su presencia, a sus misterios. Con el consiguiente cambio en el sujeto: cambio en su psicología, en su relación con Dios, y en su actitud (de amor) con los otros (moradas quintas).

Grado sexto: período de oración extática; rica en gracias místicas de todo género… (moradas sextas).

Grado séptimo: oración de unión plena; plena conformidad con la voluntad de Dios; misteriosa unión a Él, caracterizada por la experiencia de la inhabitación trinitaria (M 7,1); por la experiencia esponsal de Cristo Señor (M 7,2); por la especial adultez del orante y su cambio de actitudes psicológicas y teologales (M 7,7), y por la total disponibilidad al servicio de los otros, en la plena configuración a Jesús (M 7,4).

En general las graduatorias de oración establecidas por T, reflejan el lema paulino: en la oración “nosotros no sabemos a ciencia cierta lo que debemos orar, pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos callados; y aquel que escruta el corazón conoce la intención del Espíritu, porque éste intercede por el pueblo santo como Dios quiere” (Rom 8,26-27).

T. Álvarez

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Muerte (valor soteriológico de la)

El fin de la historia (el éschaton, en sentido real) acontece para cada ser humano en su muerte. Con la muerte, que es el cierre definitivo de la vida terrena, el final del status viae, de la condición itinerante del ser humano, «empieza la vida del más allá, cuya situación de salud o infelicidad está condicionada ante Dios por la vida terrena que el hombre ha configurado de un modo libre» (J. Finkenzeller, Muerte, en Diccionario de teología dogmática, Barcelona 1990, p. 481).

  1. Liberación del miedo a la muerte

La experiencia de muerte se halla muy presente en la vida de Teresa de Jesús (168 veces). Destaca, en primer lugar, su percepción llena de realismo, como experiencia humana, cuando a los 23 años enferma gravemente, cayendo en coma profundo, que dura cuatro días. Este hecho la marcará psíquicamente con un profundo miedo a la muerte, como testifica ella misma repetidas veces: «la muerte, a quien yo siempre temía mucho» (V 38,5). Es una experiencia, como observa el P. Tomás Álvarez, que no ha entrado todavía en el engranaje del proceso de salvación, que la llevará a descubrir el sentido de la muerte redimida por Cristo y su valor redentor, como participación en la muerte de Jesús y tránsito a la vida eterna.

Cuando este paso se da, la muerte es plenamente asumida por ella, hasta quedar transfigurada en sentido salvífico. La muerte ha sido vencida. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). El antiguo «miedo a la muerte» es superado definitivamente: «Quedóme también poco miedo a la muerte, a quien yo siempre temía mucho; ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso» (V 38,5).

Unos años más tarde confirmará que esta liberación del «miedo a la muerte» no fue pasajera sino permanente: «Temor, ninguno tiene de la muerte, más que tendría de un suave arrobamiento» (M 7,3,7). «¡Oh muerte, muerte! ¡no sé quién te teme, pues está en ti la vida!» (E 6,2).

  1. La muerte asumida en el misterio pascual

El hecho central, que ilumina esta nueva experiencia de muerte, es el mismo hecho cristológico, que transforma su vida (V 22; M 6,7). Si su vida –como la de Pablo– es Cristo que vive en ella (V 6,9; R 3,10), su desenlace final no puede ser otro que el que asegura el encuentro definitivo con Él. Por eso estima la muerte no como «pérdida», sino como «ganancia» (M 7,2,5).

Como comenta atinadamente Ruiz de la Peña, a propósito del correspondiente pasaje paulino, la muerte como ganancia «es inteligible únicamente a condición de que la muerte revalide y confirme la comunión vital con Cristo, que constituye la vida del Apóstol. Una muerte que fuese separación de Cristo o que interrumpiese una unión que es la fuente de su vida, no sería ‘lucro’ para Pablo» (J. L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación. Escatología. Madrid 1996, p. 252).

A la luz de este hecho, Santa Teresa propone la realidad de la muerte como participación en el misterio de la muerte de Cristo. «Morir por Él» es una de sus consignas fundamentales:

«Mis deseos… entiendo son morir por El» (R 3,9). «Es menester a los principios estar bien determinada a morir por El» (R 5,9). «Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo y no a regalaros por Cristo» (C 10,5). «Dios mío, muramos con Vos, como dijo Santo Tomás, que no es otra cosa sino morir muchas veces vivir sin Vos» (M 3,1,2). «Vese [el alma] con un deseo de alabar al Señor, que se querría deshacer, y de morir por El mil muertes» (M 5,2,7). «Y pues El viene a morir, muramos con El» (Po 12,5). «Ofrezcámonos de veras a morir por Cristo todas» (Po 29,5). «Su Majestad nos haga fuertes para morir por Él» (cta 266,3).

Teresa de Jesús, en sintonía con Pablo, no reflexiona acerca de la muerte como fenómeno biológico, sino como fenómeno teológico, esto es, a partir de la muerte de Cristo, quien «por librarnos de la muerte, la murió tan penosa como muerte de cruz» (M 5,3,12). San Pablo afirma que Cristo «murió por nosotros» y nos dio nueva vida (Rom 5,12-21). Esta nueva vida se nos comunica por el bautismo: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,4). Así pues, «la muerte cristiana es una realidad operante desde el hoy del sacrificio de Cristo; quiere decir que el éschaton portador de salvación ha entrado ya en la historia» (Ruiz de la Peña).

  1. «Morir al mundo»: Actuar la propia muerte

«Morir con Cristo» (expresión paulina) o «morir por Cristo» (expresión teresiana), significa morir a la vida en el pecado (Rom 6,6) o a la «vida para sí mismo» (2Cor 5,14s), o morir al mundo, como fundamento de la posibilidad de la vida (Gál 6,14), o a los poderes del mundo que esclavizan (Col 2,20). En este sentido hay que entender las consignas de la Santa sobre el «morir al mundo»:

«[Esta forma de oración] no me parece es otra cosa, sino un morir casi del todo a todas las cosas del mundo» (V 16,1). «Si ella [el alma] no se quiere morir a él [al mundo], el mismo mundo los matará» (V 31,17). «A los que de veras amaren a Dios y hubiesen dado de mano a las cosas de esta vida, más suavemente deben de morir» (V 38,5). «Como acabare de determinarse de morir al mundo, verse ha libre de estas penas» (Conc 3,12).

«Morir al mundo» significa morir al propio «yo», por el desprendimiento radical, que la Santa coloca como piedra sillar de la vida de oración (C cc. 8-16). Significa, en definitiva, actuar la propia muerte a lo largo de la existencia: «Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada» (C 11,4). Por eso ella sólo desea «morir o padecer» (V 40,20), actuando así su propia muerte.

Así interpreta la escatología actual la muerte cristiana: «Esta es, en verdad, la muerte-acción, la muerte aceptada y querida libremente a lo largo de la existencia. Cuando llegue el instante mortal, no hará más que verificar sensiblemente un hecho de vida actuado desde el bautismo en la esfera sacramental» (J. L. Ruiz de la Peña, o.c., p. 267).

Las formas de actuar la muerte cristiana son aquellas que nos van configurando con el misterio pascual de Cristo. Dentro de la espiritualidad teresiana, adquieren especial relevancia: la mortificación, que es la conformación con la pasión del Señor (C 13,2); la eucaristía, que es memorial de la muerte de Cristo, manifestación sacramental de su entrega completa (C 33,4; R 26,1), y la meditación de sus misterios, particularmente los de su pasión y muerte, «de donde nos ha venido y viene todo bien» (V 13,13).

El mejor comentario que cabe hacer a esta actuación de la muerte, propuesta por la Santa en sintonía con san Pablo, es el que hace la misma escatología: «Pablo describe al cristiano como aquel que reproduce en su carne los misterios de la vida de Cristo. En éste, la muerte ha sido el acto supremo de su historia temporal. Así pues, la asimilación de tal acto en la propia existencia es la tarea sustantiva del cristiano desde el comienzo de la misma en el bautismo, que obra la inserción del hombre en Cristo y lo hace solidario de su muerte (Rom 6,3ss). El bautizado ya no ve en la muerte la angustiosa cesación de su ser, sino la configuración con su modelo y, por tanto, el acto que debe ser vivido con voluntad de entrega libre y amorosa, en la esperanza (adelantada por la fe) de la resurrección. La muerte para él no es pena, sino un conmorir con Cristo para conresucitar con él» (J. L. Ruiz de la Peña, o.c., p. 266).

BIBL. – Ciro García, «Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies»: la última confesión de Teresa de Jesús, MteCarm. 88 (1980), 565-575; Alfonso Ruiz, La muerte, ese obligado paso, ib, pp. 583-593.

Ciro García

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Vocación

T emplea el término ‘vocación’ generalmente en la acepción de ‘advocación’ (V 20,5: “era la fiesta de la vocación”; F pról 6; 24,12…). Muy rara vez en nuestra acepción de ‘vocación personal’ (cf sin embargo la carta 429,1). Para designar ésta prefiere el vocablo ‘llamamiento’ (V 7,4.5; 32,9; 13,5: llamamiento para el “estado de casados”), derivado probablemente del léxico del Nuevo Testamento (cf V 3,1). – Aquí expondremos: a) la vocación personal de T.; b) su pensamiento sobre la selección o discernimiento de las vocaciones religiosas.

Su vocación personal. – Hasta muy avanzados sus años jóvenes, T era ‘enemiguísima’ de ser monja (V 2,8), si bien de niña jugase a serlo: “gustaba mucho, cuando jugaba con otras niñas, hacer monasterios como que éramos monjas, y yo me parece deseaba serlo…” (V 1,6). Su primer barrunto vocacional se le presenta a los 16 años, siendo pensionista en el colegio de Santa María de Gracia. La amistad con las religiosas de la casa (V 2,8) y el trato más íntimo con una monja ejemplar, D.ª María de Briceño, (V 3,1) le atenuó “algo la gran enemistad que tenía con ser monja, que se me había puesto grandísima” (ib). Lo percibe incluso en positivo: “ya tenía más amistad de ser monja” (V 3,2). Sobreviene el traslado a la casa de su tío de Hortigosa, don Pedro, hombre espiritual, que pronto va a hacerse monje, y que introduce a T en la lectura clarificadora de libros espirituales (V 3,4). T se bate en “tres meses de batalla” (V 3,6), probada “con hartas tentaciones estos días” (ib). Hasta que por fin caen en sus manos “las Epístolas de San Jerónimo”, que “me animaban de suerte que me determiné a decirlo a mi padre, que era casi como a tomar el hábito” (V 3,7). Coincidieron, por esas fechas, las fiestas tributadas por la Ciudad a la llegada del Emperador Carlos V (junio de 1534), cuya fastuosidad produjo en la joven T un efecto de revulsivo personal. Fue a principios de noviembre de 1535 cuando ella se fugó de casa para ingresar en la Encarnación, arrastrando en la decisión a uno de su hermanos (V 4,1). La decisión le exigió un gesto heroico: “cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera” (ib).

Las motivaciones vocacionales que se sumaron en ese proceso fueron múltiples y no todas positivas: ingresa en el Carmelo atraída por una grande amiga que reside en él, y que “era parte para no ser monja…, sino allí” (V 3,2). La convivencia con el tío don Pedro le había procurado una especial lucidez: “vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada…” (V 3,4). Media una brizna de temor, casi miedo: “temer [que] si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno” (ib); con todo, ese miedo no tiene poder decisorio, pues a pesar de él “no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja” (ib). Mayor influjo ejerce sobre ella el naciente amor a Cristo, si bien advierte ella misma que aún prevalecía el temor servil sobre el amor (V 3,6). Y en medio de ese claroscuro de motivaciones aflora un tenue presentimiento de la acción de Dios en su vida: “Paréceme andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a sí” (V 2,8). Y de nuevo: “¡Oh válgame Dios, por qué términos me andaba Su Majestad disponiendo para el estado en que se quiso servir de mí, que, sin quererlo yo, me forzó a que me hiciese fuerza” (V 3,4). “Forzarse a sí misma para tomar hábito”, será el título del capítulo siguiente. La identificación de T con su nuevo estado fue total: “A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy” (V 4,2). “Darme estado de monja fue grandísima” merced de Dios (C 8,2).

Si damos crédito a ese autoanálisis de T en los primeros capítulos de Vida, el acontecimiento decisivo en el proceso fue su lectura de las Cartas de san Jerónimo (3,7). Se trataba, efectivamente, de la reciente traducción del bachiller Juan de Molina, impresa por primera vez en 1520 en Valencia y con abundantes ediciones en años sucesivos. La traducción de Molina tenía la peculiaridad de organizar las cartas del Santo por grupos de destinatarios, clérigos, monjes, seglares, etc. Una de las secciones contenía las cartas a religiosos/as, y proponía el ideal de vida consagrada, no sólo con los famosos ejemplares de matronas y damas romanas, sino con la carta a Heliodoro, a quien se pide un gesto ‘heroico’ parecido al que realizará T para abandonar la casa paterna. Es normal que la lectura de esas páginas impactase a la joven lectora y la hiciese más y más consciente de la opción que estaba en juego.

 

Selección y discernimiento vocacional. – A lo largo de su vida de fundadora, T hubo de enfrentarse con numerosos casos de discernimiento vocacional, unas veces de jóvenes vocacionadas, otras ante el requerimiento de personas mayores, religiosas de la Encarnación y de otras órdenes, de religiosos carmelitas y no carmelitas. Con aciertos y con fallos. Los refiere ella misma en el Libro de las Fundaciones y en sus cartas. Por razones de espacio, omitimos aquí su estudio, para exponer únicamente la actitud adoptada por ella en ese sector de su magisterio. Lo seguimos por orden cronológico: en Camino, Constituciones, Fundaciones y Modo de visitar.

En la pedagogía del Camino, ella ha adoptado ya criterios claros y una postura, diríamos, radicalizada. En aquel contexto de pobreza, de marginación de la mujer, y de difícil opción por el matrimonio (a causa de la excepcional fuga de muchachos jóvenes a tierras americanas), sabe ella que en la vida religiosa femenina con frecuencia ingresan personas “sólo por remediarse” (C 14,1). Sin vocación alguna. El capítulo 14 del libro acusa, en parte, esa situación. T lo titula: “Lo mucho que importa no dar profesión a ninguna que vaya contrario su espíritu de las cosas que quedan dichas”. Ya en el capítulo precedente había anticipado cuánto interesa hacer comprender a la candidata si tiene vocación o no: “¡Oh, qué grandísima caridad haría y qué gran servicio a Dios la monja que en sí viese que no puede llevar las costumbres que hay en esta casa, conocerlo e irse! Y mire que le cumple, si no quiere tener un infierno acá y plega a Dios no sea otro allá!” (C 13,5). Es responsabilidad de la comunidad no permitir que se filtren en la vida religiosa sujetos sin vocación: “En otra parte se salvará mejor…” (13,7). La tarea de discernimiento exige larga prueba: “para esto ordenaron nuestros padres la probación de un año, y en nuestra Orden que no se dé [la profesión] en cuatro, que para esto hay libertad. Aquí [en San José] querría yo no se diese en diez” (CE 20, 1: texto mitigado en la segunda redacción: C 13,7). Y añade una crítica de las prácticas transigentes de su época: “desventurados estos tiempos…” (14,3).

En las Constituciones reservará una sección (6, 1-5) para el tema, que titula: “del tomar las novicias”, y comienza: “Mírese mucho…”, y sigue una larga enumeración de las cualidades que han de caracterizar a la candidata. La primera, para el ingreso en un Carmelo, que “sean personas de oración”. Con especial atención a las cualidades psicosomáticas y morales. Ya en Camino cap. 14 había notado que la cortedad de inteligencia –bien entendida– podía ser un obstáculo para llegar a asumir en su dimensión real los postulados del ideal religioso o contemplativo.

Pero será en las Fundaciones donde reserve todo un capítulo para exigir un especial discernimiento del equilibrio psíquico de la persona. Es el cap. 7º, dedicado al tema de las “melancólicas”, vocablo que en su léxico cubre diversas anomalías de la psique. Ese tipo de anomalías se desarrolla, según ella, con el andar de los años y perturba la vida normal de la comunidad religiosa hasta hacerla prácticamente imposible: “es tan sutil [ese morbo], que se hace mortecino… hasta que no se puede remediar” (F 7,1). Todo el capítulo es un anticipo del reciente recurso al discernimiento psicológico de las vocaciones.

Volverá sobre el tema del discernimiento vocacional hacia el final de su vida, cuando escriba en 1576 el Modo de visitar. También aquí, la aceptación de una candidata a la vida religiosa es “cosa importantísima” y no debe hacerse sin “gran relación” previa (n. 25). Todo el año de noviciado es percibido como periodo de discernimiento. “Para profesarlas [para dar la profesión a cada aspirante] es menester grandísima diligencia”, implicando en la tarea incluso al superior mayor, porque “importa tanto no quedar en casa cosa [persona] que las dé trabajo e inquietud toda la vida, que cualquiera diligencia será bien empleada” (n. 26). Claro índice todo ello de la importancia que tiene, en su opinión, el discernimiento de cada vocación.

T. Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo Ed. FONTE

 

 

 

Simbología teresiana

1. Como ocurre en la generalidad de los místicos (cf san Juan de la Cruz, Cántico espiritual, prólogo), también en Teresa el recurso a los símbolos es una necesidad expresiva frente a la inefabilidad de la experiencia religiosa profunda. Basta un elemental sondeo del Libro de la Vida, para sorprenderla forcejeando por decir, sin ser capaz de decir: “yo no lo sé decir” (12,5); “hartos años estuve… que aunque me lo daba Dios, palabra no sabía decir para darlo a entender” (12,6); ya la primera gracia mística es “mucho más de lo que yo podré decir” (15,5); “yo no lo sé más decir…” (18,2); “yo no podré decir cómo es” (20,8); “mirad que no es cifra lo que digo, de lo que se puede decir…; no puedo decir lo que siento” (27,12). Y hablando ya simbólicamente de la gracia del dardo: “no se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios el alma” (29,10). Es precisamente esa impotencia expresiva, o la precariedad sémica de los vocablos profanos lo que le hace recurrir a la mediación simbólica. Hasta “decir disparates” (18,3), que equivaldrían a “los dislates” de que habla el autor del Cántico espiritual (prólogo 2) en su similar recurso a “las figuras, comparaciones y semejanzas” con que entreteje el “lenguaje simbólico” de su libro.

Teresa misma, a la vez que afirma la necesidad de ese recurso, advierte reiteradamente sus límites e insuficiencia. Así, por ejemplo, en las moradas séptimas, luego de haber recurrido a varias expresiones simbólicas, para expresar las “experiencias en lo hondo del espíritu”, concluye: “riéndome estoy de estas comparaciones, que no me contentan, mas no sé otras” (M 7,2,11). Lo mismo, al finalizar el tema del “vuelo de espíritu”: recurre extrañamente a las imágenes del ebrio (“anda el alma como uno que ha bebido mucho”) o del melancólico (“que del todo no ha perdido el seso”), e inmediatamente advierte: “harto groseras comparaciones son éstas para tan preciosa causa, mas no alcanza otras mi ingenio” (M 6,6,13). La misma actitud paradójica se repite ante el símbolo maravilloso del Cantar de los Cantares, o símbolo esponsal: por un lado, es símbolo sumo; por otro, “grosera comparación”: “Aunque sea grosera comparación, yo no hallo otra que más pueda dar a entender lo que pretendo, que el sacramento del matrimonio” (M 5,4,3). O bien, en un pasaje puramente narrativo y confidencial, habla de la “herida” producida “como si una saeta la metiesen por el corazón”, y pasa a precisar: “este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma, sin que parezca dolor corporal; sino que, como no se puede dar a entender sino por comparaciones, pónense estas groseras, que para lo que ello es lo son, mas no sé yo decirlo de otra suerte. Por eso, no son estas cosas para escribir ni decir, porque es imposible entenderlo sino quien lo ha experimentado” (R 5,17).

2. Más que de símbolos puros, hablamos aquí de “lenguaje simbólico”. La Santa no conoce ni utiliza los vocablos “símbolo”, “simbolizar”, ni “alegoría” o “alegorizar”, a pesar de haberlos visto aplicados por el autor de los Morales, en su comentario al emblemático libro de Job. Ella prefiere los términos “comparar, comparaciones”. De hecho, sus símbolos no se gestan directamente, como los de fray Juan de la Cruz, vertidos en un poema, sino casi siempre al término de un esfuerzo de elocución o de simple redacción. Como es sabido, T distingue tres momentos en el proceso elocutivo místico: recepción de una gracia (experimentar), entenderla (discernirla), y expresarla (comunicarla). Son, según ella, las tres mercedes que se imbrican en una experiencia mística comunicable (V 17,5). Desglosables la una de la otra. Ella ha estado años recibiendo la primera, sin discernirla ni poder comunicarla.

Pues bien, el recurso al símbolo se gesta entre el segundo y el tercer tiempo, es decir, a partir de la experiencia pura, en el esfuerzo de comprensión y en el conato de expresión y comunicación verbal. De suerte que las “comparaciones” de que brotan los “símbolos” culminan el esfuerzo de verbalización de la experiencia religiosa, y se incorporan al tejido del magisterio teresiano, tanto en las narraciones del hecho experimentado, como en las exposiciones doctrinales.

3. Se ha dicho que en la simbología teresiana prevalece, como motivo, el agua, mientras que en la sanjuanista predomina el simbolismo del fuego. Quizás haya que caracterizar a aquélla, más bien como simbología femenina. En ella prevalece, es cierto, el agua en sus más variadas manifestaciones, pero abundan los símbolos maternales, como “el niño que aún mama, a los pechos de su madre”, los aromas y las flores, los símbolos caseros y los del amor, los “pucheros”, la posada o la morada, la música… Pero también abundan en las páginas de T las imágenes bélicas, como la lucha o la pelea (“encerradas peleamos”), las baterías, artillería, el capitán y los soldados, el alférez, la saeta, el dardo y el arcabuz, el ajedrez. Incluso la “corrida de toros” y el “cadahalso” o tablado desde donde se la contempla sin riesgo. No abundan en ella, como en san Juan de la Cruz, los símbolos cósmicos (la noche, los bosques, el monte, la llama…), si bien también T ha recurrido al simbolismo de la lluvia, las nubes, el sol, el cielo empíreo, el anochecer y amanecer, el mar y sus olas…

4. En la imaginería teresiana destacan, ante todo, los símbolos mayores, generalmente utilizados por T para elaborar un entramado doctrinal. Podemos enumerar los más importantes:

a) En Vida, el más elaborado es el símbolo del agua de regadío sobre el huerto del alma. Imagen que proviene a la par de su experiencia personal (V 14,9; cf 9,4; 10,9), y de sus lecturas (V 11,6). Ella la ha elaborado cuidadosamente, a base de las cuatro maneras de regar (pozo, noria, arroyo, lluvia: V 11,7), para simbolizar cuatro maneras de relación entre Dios y el alma, y varias situaciones del espíritu humano: huerto árido, flores, frutos, reparto de frutos a los demás. Y con ello, una síntesis elemental del desarrollo de la vida espiritual, ya sea a nivel autobiográfico (V 11,8), ya sea a nivel doctrinal.

b) El simbolismo del agua tendrá nuevas elaboraciones en los restantes libros doctrinales: fuente de agua viva con todos sus derivados (C 19,2… con expresa inspiración evangélica); agua de arcaduces y agua de pilón manantial, en el Castillo Interior (M 4,2,2…) para simbolizar el contraste entre el esfuerzo humano (ascesis: agua de arcaduces) y el don divino (lo místico: “pila que se hinche de agua”: ib). Con la explícita confesión de que “no me hallo cosa más a propósito para declarar algunas de espíritu que eso te agua” (ib). “Soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia que otras cosas” (ib). Volverá a aparecer el simbolismo del agua en las moradas sextas, 5,3: agua en su plenitud oceánica, pero con oleaje y riesgo de sumersión, como en el caso de la “nao” que llega al puerto, ya en las moradas séptimas (7,3,13-14). Agua y esponja, como alma inmersa en lo divino (R 45; cf al final de sus escritos: F 31,46). Un condensado de ese simbolismo lo sintetizó la Santa en la estampa que llevaba en su breviario y que representaba a la Samaritana al pie de Cristo sentado en el brocal del pozo de Sicar con un sencillo lema al pie: “Domine, da mihi aquam” (cf V 30,19).

c) Sin duda, el símbolo más elaborado por T es el del “castillo del alma”, base de todo el libro de las Moradas, e imagen de todo el proceso espiritual. Le sirve, ante todo, para diseñar la estructura del ser humano (cuerpo, alma, espíritu, centro del alma, relación del hombre con Dios trascendente e inmanente). Le sirve, a su vez, para glosar el texto evangélico de la “inhabitación” o de la morada de Dios en el alma y para expresar su propia experiencia trinitaria (M 7,1,6… y R 6,9). Con antecedentes en el Camino 28,9, siempre para expresar el misterio de la interioridad humana.

d) En las moradas quintas del Castillo Interior (c. 2), surge de improviso el símbolo del “gusano de seda” que se metamorfosea en mariposa. A lo largo de las tres moradas finales le servirá para desarrollar el proceso místico de la vida espiritual, desde el trabajo ascético precedente, a través de la unión con Cristo, hasta la plena transfiguración mística: fuego en que se abrasa la mariposa (M 7,2,5; 7,3,1).

e) Por fin, la Santa expone en toda una amplia escala de versiones el símbolo bíblico del Cantar de los Cantares, que ha sido para ella objeto de un largo proceso de elaboración: tenuemente insinuado en el Libro de la Vida (4,2; 36,29); mejor esbozado ya en el Camino de Perfección (13,2 y passim); de nuevo propuesto en los Conceptos, esta vez ya sobre la base explícita del Cantar bíblico (cap. 1); y finalmente introducido y reelaborado en el Castillo a partir de las moradas quintas (“ya tendréis oído muchas veces que se desposa Dios con las almas espiritualmente”: M 5,4,3). Teresa recurre al símbolo esponsal, ante todo, para expresar su propia experiencia, y luego para diagramar las fases postreras del proceso místico. Sin desligarse de la motivación bíblica del símbolo, T incorpora a él la liturgia del sacramento y el realismo de la vida social de su tiempo. De ésta toma los tres momentos del proceso: las vistas, el desposorio y el matrimonio. Las vistas, para ilustrar la fase del conocimiento inicial místico: moradas quintas; el desposorio, para exponer la entrega mutua de las voluntades entre el alma y el Señor; y el matrimonio espiritual, para simbolizar la unión plena entre Dios y el alma, punto cimero de la experiencia religiosa. Ya hemos notado que a este símbolo le concede T la suma aptitud para expresar la vida mística. Es muy posible que esa convicción derive de su lectura del Cantar de los Cantares: “De algunos años acá [el Señor] me ha dado un regalo grande cada vez que oigo o leo algunas palabras de los Cantares de Salomón, en tanto extremo que, sin entender la claridad del latín en romance, se recogía más y movía mi alma que los libros muy devotos que entiendo; y esto es casi ordinario…” (Conc pról.). Nótese que para la fecha en que desarrolla ese símbolo en el Castillo, T ha escuchado ampliamente a fray Juan de la Cruz en la Encarnación de Ávila.

5. Al lado de esos símbolos mayores, existe en los escritos de T una constelación de imaginería o de símbolos menores. También éstos son reveladores del pensamiento teresiano. Imposible catalogarlos aquí. Hay, ante todo, una larga serie de símbolos bíblicos (’ Simbología bíblica), que denotan la sensibilidad receptiva de T y su capacidad de ensamblaje de las imágenes clásicas en la imaginería original suya. Estas últimas podrían reunirse en tres apartados: a) imágenes bélicas, típicas del combate espiritual; b) símbolos tomados de la naturaleza, o bien símbolos íntimos y caseros; c) símbolos de extracción social.

La serie primera (a) caracteriza la ascesis o lucha espiritual: destaca entre esas imágenes, el juego de ajedrez (C 16), la propuesta del alférez, abanderado sin armas, como los verdaderos contemplativos (C 18,5), la bandera (“éstas han de ser nuestras banderas”, escribe al comienzo del Camino, 2,8), el rey y la corte (V 37,5-6), el dardo y las heridas místicas (V 29,13), la “saeta de fuego” y el ímpetu de los deseos (M 6,11,2), etc. El “escudo de la fe” de san Pablo (Ef 6,16), pasa a ser en ella el escudo interior “en que había de recibir los golpes de los muchos pensamientos” (V 4,9). En el breve poemario de T hay dos poemas de entonación bélica: en la profesión de una Hermana, “Todos los que militáis / debajo desta bandera / ya no durmáis no durmáis / pues que no hay paz en la tierra” (Po 29), y el dedicado a un soldado –cree ella– que se hace monje (san Hilarión): “Hoy ha vencido un guerrero / al mundo y sus valedores” (Po 22).

La serie segunda (b) toma frecuentes símbolos de la naturaleza, como la contraposición de los elementos “agua-fuego” (C 19,3), la combinación “sol, nubes, vapores de agua” (V 20,2) o todo un complejo “bestiario simbólico”: los cuatro animales apocalípticos, la abeja y la araña, la hormiga y el león, la paloma y el águila, las musarañas y el miedo espantadizo infligido por los demonios (V 35,15) y toda una serie tomada de las aves: la “avecica que tiene pelo malo” (V 13,2), al alma “nácenle alas para bien volar” (V 20,22), o “querer volar antes que Dios les dé alas” (V 31,18), “con las mercedes de Dios vuelan como águilas” (V 39,12), Dios “no espera a que vuele el sapo por sí mismo” (V 22,13)… Ella utiliza imágenes íntimas o caseras, como las numerosas versiones del niño (C 31,9; V 29,9; 13,15; 15,12..), o las que identifican a la monja mediocre con la “malcasada” (C 11,3), o como la cera y el sello (M 5,2,12), “la olla que cuece demasiado” (V 29,9), que también “entre los pucheros anda el Señor ayudándoos en lo interior y exterior” (F 5,8). Entre las imágenes más recurridas, están las que se proponen reflejar la interioridad: el corazón, la herida interior, las entrañas, “los tuétanos…, que no sé cómo lo decir mejor” (M 5,1,6).

Por fin, el grupo tercero (c), de los símbolos sociales: el camarín de joyas (M 6,4,8), el emperador y el mendigo (Camino E 72,6: “vergüenza sería pedir a un gran emperador un maravedí”), el brasero y los perfumes (M 4,2,6)…

6. Notemos, por fin, los planos semiológicos más interesados en la emblemática teresiana. Obviamente, el segmento que más solicita la cobertura del lenguaje simbólico es el hecho espiritual, especialmente la experiencia mística. T necesita de símbolos para expresar su idea o su imagen de Dios o para configurar el papel que compete a éste en la vida del hombre. Baste transcribir uno de los primeros perfiles teológicos de Vida (4,10): “Muchas veces he pensado, espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia…”, y sigue perfilando el rostro de un Dios “buen pagador”, “ocultador de nuestros pecados”, “dorador de nuestras culpas”, abrillantador de nuestras virtudes…

Igual floración de lenguaje simbólico para perfilar la imagen de Cristo: maestro, esposo, dechado, camino y vida, amigo verdadero, capitán del amor…

Es también notable la constancia con que T recurre a los símbolos para expresar su idea profunda del ser humano: en realidad todos los símbolos mayores reflejan su empeño secreto por decir lo que en su estima es el hombre; castillo de diamante, huerto de flores, gusano con vocación de vuelo y de mariposa; él es un posible esposo de Cristo o de Dios; es un paraíso de Dios, “paraíso adonde dice El tiene sus deleites” (M 1,1,1), árbol plantado junto a las corrientes de agua. Típicas sus pinceladas para pergeñar la semblanza de fray Pedro de Alcántara (“que no parecía sino hecho de raíces de árboles”: V 27,18), o de fray Juan de la Cruz: “Séneca” (cta 92,4). Todo ello, en contraste con la imagen que T tiene de sí misma: “una como yo”, “gusano que así se os atreve”, “gusanillo de mal olor”, hormiga que intenta hablar, “agua de tan mal pozo” (V 19,6). Imagen negativa, compensada en cierto modo con la que ella misma proyecta de sus carmelos y sus monjas: palomarcitos de la Virgen, “pensad es esta congregación la casa de santa Marta” (C 17,5), hijas de la Virgen, soldados abanderados de alférez, mariposas, palomas…: «harto más quiero que presuman de ser simples, que es muy de santas, que no tan retóricas…»” (cta 151,2). “Son espejos de España estas casas” (cta 162,6).

En un balance global de la simbología teresiana podríamos decir que en los escritos de la Santa prevalecen con mucho los símbolos bíblicos (’ Simbología bíblica y Tipos bíblicos), son numerosos los extraídos de su vida casera y cotidiana, bastantes los derivados de sus lecturas de autores espirituales, y muy pocos los derivados de sus lecturas o cultura profana, de las que apenas le quedan algunos tópicos, como el mito del canto de las sirenas (“serenas”, escribe ella: C 3,5), la revivencia del ave fénix (V 39,23; M 6,4,3), la triaca frente al tóxico (“tójico”) de los venenos (M 2,1,9; C 12,7; 41,4)…

T. Álvarez

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