Abba es una palabra aramea que significa «papá». Con ella se dirigen los niños a sus padres, pero también las personas mayores, cuando quieren tratarles de un modo cariñoso. Jesús la ha utilizado en su oración, al referirse al Padre Dios (cf. Mc 14,26 par), y la tradición posterior ha seguido utilizando esa palabra aramea como nota distintiva de su plegaria (cf. Rom 8,14; Gal 4,6). De todas formas, en la mayoría de los casos, los evangelios han traducido esa palabra y así la utilizan en griego: Patêr. Entre los lugares en que Jesús llama a Dios «Padre» pueden citarse los siguientes: Mc 11,25; 13,32; Mt 6,9.32; 7,11.21; 10,20; 11,25; 12,50; 18,10; Lc 6,39; 23,46; etc. Una parte significativa de los dichos en los que Jesús se dirige a Dios como Padre, especialmente en el evangelio de Mateo, son creaciones de la Iglesia primitiva. Pero en el fondo de esa expresión late una profunda experiencia de Jesús, que podemos destacar como sigue.
Sentido básico. La singularidad de esta palabra consiste, precisamente, en su falta de formalismo y distancia objetiva. Esta palabra expresa la absoluta inmediatez, la total cercanía del hombre antiguo respecto a su ser más querido, al que concibe como fuente de su vida. No es una palabra misteriosa, cuyo sentido deba precisarse con cuidado (como sucede quizá con el Yahvé de la tradición israelita). No es palabra sabia, de eruditas discusiones, que sólo se comprende tras un largo proceso de aprendizaje escolar. Es la más sencilla, aquella que el niño aprende y comprende al principio de su vida, al referirse cariñosamente al padre (madre) de este mundo. No es palabra que sólo puede referirse al padre en cuanto separado de la madre (o superior a la misma madre), sino que alude sobre todo al padre materno: a un padre con amor de madre, como alguien cercano para el niño. Precisamente en su absoluta cercanía se encuentra su distinción, su diferencia. Los hombres y mujeres del entorno buscaban las palabras más sabias para referirse a Dios. Podían llamarle Nuestro Padre, Nuestro Rey, le invocaban como Señor*, dándole el título de Dios y Soberano… Es como si la palabra Abba, papá, propia del niño que llama en confianza a su padre querido, les pareciera irreverente, demasiado osada. Pues bien, Jesús ha osado: él se ha atrevido a dirigirse a Dios con la primera y más cercana de todas las palabras, con aquella que los niños confiados y gozosos utilizan para referirse al padre (madre) bueno de este mundo.
Experiencia de Jesús. Conocer a Dios resulta, para Jesús, lo más fácil y cercano. No necesita argumentos para comprender su esencia. No tiene que emplear demostraciones: Dios Padre resulta, a su juicio, lo más inmediato, lo más conocido, lo primero que aprenden y saben los niños. Para hablar así de Dios hay que cambiar mucho (¡si no os volvéis como niños!: cf. Mt 18,3), pero, al mismo tiempo, hay que olvidar o desaprender muchas cosas que se han ido acumulando en la historia religiosa de los pueblos. Jesús nos pide volver a la infancia, en gesto de neotenia creadora, es decir, de recuperación madura de la niñez, en apertura a Dios. Para muchos de sus contemporáneos, la religión era ascender místicamente hacia la altura suprahumana, o cumplir unas normas sacrales y/o sociales. Por el contrario, como niño que empieza a nacer, como hombre que ha vuelto al principio de la creación (cf. Mc 10,6), Jesús se atreve a situar su vida y la vida de aquellos que le escuchan en el mismo principio de Dios, a quien descubre y llama ¡Padre! La religión es para él una especie de parábola de hijo y padre (cf. Mt 11,25-27); no trata de algo que está fuera, sino que expresa el sentido de su misma vida como presencia de Dios. La religión no es algo que se sabe y resuelve de antemano, sino misterio en que se vive, camino que se recorre, gracia que se va acogiendo y cultivando día a día. Por eso, la experiencia de Dios como Padre se encuentra entrelazada con el mismo camino concreto, diario, de su vida. Jesús se ha confiado en Dios Padre y de esa forma ha vivido. Ha dialogado con la tradición de su pueblo y de su entorno religioso, pero, de un modo especial, él ha descubierto personalmente el sentido y don del Padre-Dios, en la tarea y gracia de su vida. Para ello ha necesitado la más honda inteligencia, la más clara y decidida voluntad… Pero esta inteligencia y voluntad son para él, al mismo tiempo, un amor de niño: algo que se sabe y siente desde el fondo de la propia vida.
Camino de Padre. Descenso y ascenso. Partiendo de esa base, Jesús ha podido trazar eso que pudiéramos llamar el camino del padre, que ahora presentamos de manera descendente y ascendente. Éste es un camino que viene de Dios, desciende del gran Padre, fundando en su don nuestra vida. Pero es, al mismo tiempo, un camino que sube hacia Dios, que nos permite buscarle y hallarle, a partir de la vida y personas del mundo. (a) Dirección descendente. El Dios de Jesús es Abba, Padre, porque alimenta, sostiene y ofrece un futuro de vida a los niños y, con ellos, a todos los hombres. Éste es un Padre materno, que alienta la vida de los hombres que corrían el riesgo de hallarse perdidos en el mundo. Filón*, el más sabio judío, contemporáneo de Jesús, interpretaba a Dios como Padre cósmico, creador y ordenador de cielo y tierra, dentro de un esquema ontológico que distinguía nítidamente las funciones del padre y de la madre. En contra de eso, Jesús le presenta como padre-materno, amigo de los pobres y excluidos de la sociedad, de los niños y necesitados. (b) Dirección ascendente. El modelo para hablar de ese Dios Padre no son los grandes padres varones de este mundo, sacerdotes y rabinos, presbíteros y sanedritas, en general muy patriarcalistas, sino aquellos varones y mujeres que, como Jesús, han abierto un espacio de vida para los demás y especialmente los niños. Interpretado así, el mensaje de Jesús sobre el Padre resulta revolucionario. No es mensaje de intimidad, que avala el orden establecido. No es anuncio de verdad interior, certeza contemplativa que los hombres y mujeres de este mundo pueden descubrir y cultivar de forma aislada. Siendo Padre de todos los humanos, Dios viene a mostrarse como iniciador de reino.
El Padre Dios es gracia creadora. Él es ante todo «El que Hace Ser», es el que actúa siempre de manera creadora, gratuita, gozosa, abierta a la comunión de todos los hombres. No controla, no vigila, no calcula: simplemente ama, haciéndonos libres. Es Creador de libertad, por eso le llamamos Padre. Esto lo sabían los antiguos israelitas, pero algunos habían mezclado y confundido esta experiencia, concibiendo muchas veces a este Padre Dios como alejado, justiciero, impositivo o vengador de injurias. Jesús le ha descubierto de nuevo y presentado, de manera muy sencilla y profunda, como amor creador: como Madre que da su propia vida, haciendo que surjan sus hijos, como Padre que luego les alienta y sostiene (les acoge y perdona) porque les ama. De forma consecuente, Jesús llama a Dios «Padre». Podría haberle llamado Padre/Madre, pues le concibe como Voluntad de Amor. Es amor universal y creativo, que no mueve simplemente las estrellas (como Aristóteles decía), sino que atrae y potencia, mantiene y eleva a los pobres y pequeños de la tierra, fundando en ellos la existencia y plenitud de todo lo que existe; por eso le llama Padre. El Dios pagano, y a veces el mismo Señor del judaísmo, corría el riesgo de identificarse con el orden cósmico, apareciendo de forma impersonal o fatalista. Por el contrario, Jesús presenta al Padre Dios como realidad íntima y cercana: es Señor que funda nuestra vida, Amigo que llega hasta nosotros porque quiere iluminar nuestra existencia; viene porque lo deseo, se acerca gozosamente y en gozo nos asiste, para que podamos nacer, crecer y morir en su compañía. Actúa de esa forma porque quiere, porque nos quiere. Por todo eso, le llamamos Fuente de amor.
El Padre acompaña impulsándoles a vivir en amor de Alianza. No se limita a hacernos, sino que «hace que hagamos»: que podamos asumir la propia tarea de la vida y así nos realicemos, de manera personal. Eso significa que es fuente de Ley, como sabe todo el judaísmo: pero de Ley que se hace gracia y se hace vida en nuestra misma vida, dentro de nosotros, como Libertad de amor, para que nosotros nos hagamos, existiendo así en su mismo seno materno. Por eso, la Buena Noticia del Padre se expande y expresa como Buena Noticia de fraternidad creadora para los hombres. No estamos condenados a existir y morir bajo una norma externa, para fracasar al fin, envueltos en pecados. No somos impotentes, simples niños en manos de un padre envidioso, siempre impositivo (que nos impide crecer), sino amigos y colaboradores de ese Padre, en alianza de amor, en compromiso de vida compartida. Dios se define, por tanto, como principio de realización e impulso vital para aquellos que le acogen. No es señor que está cerrado en sí, cuidando su grandeza. No es un tirano que actúa y sanciona a capricho a quienes le están sometidos, ni un tipo de ley que se impone de modo inflexible en la vida del pueblo. En la raíz de su mensaje, Jesús ha presentado al Padre/Madre, Dios de amor, como fuente y creador de vida para todos los humanos, a partir de los pobres y perdidos de la tierra. Por eso, la palabra «hay Dios, existe y viene el Padre» (¡viene Dios!) debe traducirse de esta forma: ¡podéis vivir y realizaros como humanos hijos, en libertad filial y esperanza!
El Padre es principio de futuro (promesa). No estamos condenados a mirar hacia el pasado, a retornar hacia el origen, para allí perdernos de nuevo en la inconsciencia, como si no hubiéramos sido. Al contrario, lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros hacemos con él permanece y culmina en la vida, de forma que Dios vendrá a mostrarse en verdad como Padre al engendrarnos al fin, para la vida eterna. Por eso decimos que es promesa de futuro. De esa forma, el Padre del principio viene a presentarse como Padre final, fuente y fuerza de futuro. Jesús le ha presentado como Aquel que viene hacia nosotros, ofreciendo su Reino a los humanos, haciendo que ellos puedan venir y realizarse plenamente. Eso significa que nuestra vida no está hecha, no se encuentra todavía terminada. El valor primordial de nuestra existencia, aquella plenitud que buscamos, nos viene del futuro: de la acción plena del Padre y sólo puede desvelarse en la medida en que sigamos abiertos a su gracia. Eso significa que Dios no ha llegado a engendrarnos plenamente todavía. Lo hará cuando se exprese plenamente como Padre/Madre, realizando en nosotros aquello que ha empezado a realizar en Cristo, su Hijo.
Cf. J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1981; J. SCHLOSSER, El Dios de Jesús. Estudio exegético, Sígueme, Salamanca 1995; H. SCHÜRMANN, Padre Nuestro, Sec. Trinitario, Salamanca 1982; A. TORRES QUEIRUGA, Del Terror de Isaac al Abba de Jesús, Verbo Divino, Estella 2001.
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