Con mucha frecuencia
al hablar de la relación entre Teresa y la liturgia se cae en una cierta
superficialidad. Para algunos se trata de recordar simplemente su amor a las
ceremonias de la Iglesia, hasta el extremo de que por sólo una de ellas daría
la vida. El contexto en que Teresa escribe esta frase es mucho más amplio que
el de la interpretación restringida a un solo rito. Dice Teresa: «Sabía bien de
mí que en cosa de la fe, contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien
viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me
pondría a morir mil muertes» (V 33, 5). Se comprende en el contexto de la
protesta de los Reformadores cómo Teresa quiere sintonizar al máximo con la
Iglesia y sus verdades y ritos. En este caso no se trata de morir mil muertes
por una «ceremonia», sino por uno de los ritos, de los sacramentos de la
Iglesia.
Para otros Teresa de
Jesús es poco litúrgica porque en las Constituciones prescribe: «Jamás sea el
canto por punto, sino en tono, las voces iguales …» (Const 1,5). También esta
sobria prescripción de las Constituciones necesita su explicación. Si
comparamos la numerosa comunidad de la Encarnación de Ávila, donde el oficio
divino se cantaba, con la ayuda de las casi 200 monjas, con la reducida
comunidad de San José de Ávila, comprendemos que Teresa haya optado por la
sobriedad cotidiana y haya dado una importancia a la solemnización de los
domingos y fiestas (Const 1, 3).
En realidad, la
verdadera sintonía de Teresa con la Iglesia, su agudo sentido de la fe y por lo
tanto su finura litúrgica va más allá de estas valoraciones. Tratamos de entrar
en el rico mundo litúrgico teresiano en el que vamos a poner de relieve su amor
por todo lo que es el culto externo de la iglesia, su deseo de una
participación activa y total, su amor por cada uno de los elementos de la
liturgia, la vivencia mística de los misterios celebrados, especialmente en la
Eucaristía y a lo largo del año litúrgico. Teresa nos va a resultar de una
actualidad impresionante, teniendo en cuenta que su testimonio no es de hoy;
viene de hace cuatro siglos, en ese período de la vida de la Iglesia que
algunos liturgistas definen como la época culminante de una crisis en las
relaciones entre liturgia y espiritualidad.
1. El marco externo de
la liturgia: estilo teresiano
Dos testimonios de los
primeros biógrafos de Santa Teresa nos revelan una línea litúrgica que aun
refiriéndose al marco externo de la celebración, es suficientemente
significativa. Teresa ha dejado a sus hijas una herencia de amor a la Eucaristía
y a la liturgia. Dice el P. Ribera, su primer biógrafo: «Tenía grandísima
curiosidad en que todo lo que tocaba al servicio de este Sacramento estuviese
muy cumplido y limpio y bien aderezado, como es la iglesia y el altar y
frontales y ornamentos y cálices y corporales, como se ve en todos sus
monasterios por pobres que sean; y cuando estaba con grandes señoras y la
ofrecían muchas cosas, a lo que se acodiciaba eran pastillas y pebetes para el
Santísimo Sacramento, y procuraba fuesen los mejores que había» (Ribera 4,12,
p. 423).
El P. Yepes recuerda
su estupor al recibir un paño muy oloroso para enjugarse las manos en el
«lavabo» de la misa. La Madre Teresa le respondió: «Sepa, mi Padre, que esa
imperfección han tomado mis monjas de mí; pero cuando me acuerdo que nuestro
Señor se quejó al fariseo en el convite que le hizo porque no lo había recibido
con mayor regalo, querría desde el umbral de la puerta de la iglesia que todo
estuviese bañado en agua de ángeles; y mire, mi Padre, que no le dan ese paño por
amor de Vuestra Reverencia, sino porque ha de tomar en esas manos a Dios, y
para que se acuerde de la limpieza y buen olor que ha de llevar en la
conciencia; y si ésta no fuere limpia váyanlo siquiera las manos». Y el fraile
jerónimo añade con un tono de estupor: «De aquí han venido sus frailes y monjas
a ser tan mirados en el culto divino, que no hay semejante limpieza de altares
en parte del mundo que yo conozca” (Yepes, Vida yvirtudes…, 3, c.20).
El ejemplo teresiano
venía de lejos. Ya en la Encarnación de Ávila se había distinguido por su amor
en la celebración de algunas fiestas, encomendadas a la devoción de alguna de
las monjas que se encargaba de aderezar todo lo necesario. En el museo del
convento se conserva todavía la toalla bordada por Teresa para la ceremonia del
lavatorio de los pies, el Jueves Santo. En Medina del Campo se conserva un
hermoso terno blanco, bordado por la Madre con gran primor. Durante los viajes
fundacionales gustaba pasar la noche en las ermitas y lo primero que hacía era
limpiar y aderezar la casa del Señor: «Si acaso quedaba con sus religiosas de
noche en alguna ermita luego se ocupaba (y mandaba lo mismo a sus religiosas)
en limpiar la dicha ermita y componer los altares» (BMC 18,497). Otra religiosa
recuerda: «aunque en el convento había mucha pobreza, no dejó de haber cera en
las fiestas principales y mucho aliño en los altares» (ib 19,563).
Completa el cuadro
externo el amor de Teresa por las imágenes, la calidad y buena hechura de las
que envía a sus hijas. Había escuchado de labios del Señor que no debía tener
reparos ni escrúpulos de pobreza que «todo lo que me despertase (al amor) no lo
dejase» (R 30). Ella fue espléndida como una reina en las cosas del culto de
Dios, imprimiendo en el corazón de sus hijas el gusto por lo bello en la casa
del Señor. Con amor de Esposa, y con una cierta envidia por los ministros del
Señor, Teresa nos ha dejado el ejemplo de un estilo noble, bello, solemne
dentro de la sobriedad, para el marco externo de la celebración de los misterios.
Su amor por la Eucaristía la impulsaba a fundar monasterios para entronizar un
sagrario más, y en torno al sagrario una comunidad orante (F 18, 5). Sufrió el
temor de un posible sacrilegio en Medina del Campo (F 3, 10). Por eso rodeaba
de finezas el lugar donde Cristo se hacía presente y se celebraban los
misterios (cf ib 333-335).
2. Una liturgia
plenamente participada
Una nota de agradable
sorpresa es la afirmación común del deseo que la Madre Teresa tenía de que la
liturgia fuera plenamente participada.
A través de las
fórmulas un poco estereotipadas con que los testigos evocan algunos de los
consejos teresianos captamos el sentido de interioridad contemplativa que
Teresa da a esa participación: «También vio esta declarante que la dicha Santa
Madre tenía mucha puntualidad en acudir al coro y oficio divino, y lo rezaba
con grande devoción y reverencia… y asímismo procuraba y mandaba que en el
rezo y canto del coro hubiese mucha pausa, atención y devoción… » (ib);
«rezaba el oficio con mucha atención y reverencia, y mandaba y pedía que sus
religiosas tuviesen la misma y cumpliesen con el oficio divino así cantado como
rezado con mucha pausa y devoción» (ib 495); «persuadía a las religiosas de
palabras y también con el ejemplo, a estar muy atentas y compuestas en el
oficio divino y que el canto de él fuese con mucha pausa …» (ib 2,333) ;
«siempre… la vio estar continuamente en el coro en el Oficio Divino, el cual
rezaba y hacía rezar con devoción y pausa grande» (in 19, 533). La actitud
contemplativa que T recomienda tiene también su sentido apostólico, como ella
subraya en el Modo de visitar los conventos, n. 40: «si va con pausa… y que
edifique».
Esta serie de
testimonios nos hace percibir que la ordenación de la vida del Carmelo de T en
torno a la liturgia, según la tradición de la Regla, no es simplemente algo
jurídico; se trata de un respiro vital, no obstante la dificultad que en aquel
tiempo suponía la barrera del latín y la prolijidad y monotonía del oficio. Da
un tono de originalidad y viva participación en la oración de la Iglesia este
testimonio de María de San José que se refiere a la vida litúrgica durante los
viajes fundacionales; las carretas se convierten en iglesia orante; las ermitas
que se encuentran por los caminos, en pequeños oasis de oración; en medio del
campo T compone altares y manda rezar el oficio, dando a la comunidad orante el
marco de una liturgia cósmica en medio de la naturaleza; y en todo esto una
nota de espontaneidad y de gracia: «Luego guardaba silencio y tenía oración y
todas sus compañeras como si estuvieran en sus conventos, y cuando podía, por
librarse del ruido e inquietud de las posadas, se quedaba en el campo y debajo
de peñas ordenaba y componía altares y mandaba que sus religiosas cantasen
vísperas o completas; y si acaso quedaba con sus religiosas de noche en alguna
ermita, luego se ocupaba en limpiar la dicha ermita y componer los altares, y
mandaba se rezasen los maitines y demás horas como si estuviesen en el
convento, y la dicha Madre hacía lo mismo» (ib 18, 497).
Ana de Jesús añade la
sabrosa anotación: «cuando íbamos por los caminos y rezaba fuera del coro,
siempre rodeaba el salmo de arte que hubiera de decir ella el verso del Gloria
Patri» (ib p. 473).
A veces interrumpía
con una cierta espontaneidad para pedir a alguno de los sacerdotes que les
acompañaban el sentido de alguna frase de la Escritura o la lectura de la
Biblia que se hacía entonces en el breviario. Todo tenía el encanto de algo
vivo, sencillo y solemne a la vez, como demuestran estos testimonios.
La participación era
capacidad de sumergirse en los textos litúrgicos y saborearlos. La sobrina de
la Santa nos recuerda que a la Madre Fundadora le encantaban las palabras
extáticas del Gloria in excelsis que se refieren a Cristo: «en especial en
aquellas palabras que se dicen en el Gloria: Quoniam tu solus sanctus»; y
recuerda también la predilección por las palabras del Credo: «Cuius regni non
erit finis»: «En el Credo le daba particular gozo en su alma cada vez que en él
se decía que el reino de Cristo no habrá de tener fin, gozándose
extraordinariamente de que Dios fuese quien era, y de los bienes que poseía y
había de poseer para siempre» (ib 2, 333). El testimonio responde plenamente a
la confesión de Teresa en el Camino de Perfección, 22, 1: «Cuando en el Credo
se dice ‘Vuestro reino no tiene fin’, casi siempre me es particular regalo».
Ana de Jesús nos
regala todavía este hermoso detalle que demuestra el sentido de honda
participación en la liturgia: «Algunas veces salía de rezar con una color y
hermosura que maravillaba, y otras, tan desfigurada que parecía muerta; y en la
voz también la oíamos esta diferencia, particularmente en la noche de Navidad,
cantando en los maitines el Evangelio de San Juan, fue cosa celestial de la
manera que sonó, no teniendo ella naturalmente buena voz» (ib 18,473).
Estos testimonios nos
hacen recordar espontáneamente la confesión de T con respecto a su poca
capacidad para el canto y los oficios del coro que tanto le había costado a los
principios de su vida religiosa: «Sabía poco del rezado y de lo que había de
hacer en el coro y cómo lo regir… Sabía mal cantar…» (V 31, 23) Con el
tiempo había hecho progresos.
Más curioso todavía es
el testimonio que refiere el deseo de la Santa de una plena participación en la
liturgia de la misa por parte de todas las religiosas; el lenguaje empleado y
los detalles aducidos nos parecen ser de hoy, como si T hubiese querido dirimir
de antemano problemas que se pondrían cuatro siglos más tarde, en plena
renovación litúrgica del Vaticano II: «Deseaba ayudásemos siempre a oficiar la
misa y buscaba cómo lo pudiésemos hacer cada día aunque fuese en el tono que
rezamos las horas, y si no podía ser por no tener capellán propio y ser tan
pocas entonces (que no éramos más de trece), decía que le pesaba careciésemos
de este bien, y así, la vez que se cantaba la misa, por ningún otro negocio
dejaba de ayudar, aunque en aquel punto acabase de comulgar y estuviese muy
recogida» (ib).
Isabel de Jesús
completa el cuadro de la participación con otro detalle todavía más sugestivo;
recuerda haberla visto arrobada: «estando oficiando misa; se quedó en pie con
un misalico pequeño» (ib 20, 120; cf 18, 57). Curioso detalle el de la Santa
que sigue con fervor la misa ayudada de un «misalico»; no hemos podido
averiguar de qué misal se trata, pero el testimonio es elocuente. En una carta
Teresa da las gracias por unos misales que ha recibido (cta. a Ana de la
Encarnación, enero 1581); son quizá un regalo para la comunidad de Palencia que
podrá así participar mejor en la liturgia de la Iglesia.
3. En oración con la
Iglesia
Teresa de Jesús ha
vivido su experiencia orante con el oficio divino de la Iglesia. Al redactar el
plan de vida de San José ha dado a lo que hoy llamamos la liturgia de las horas
un puesto de relieve; aun con los inconvenientes de la distribución del tiempo
que hoy podemos observar en esta legislación, no cabe duda que la jornada
carmelitana gira en tomo a este eje vital (cf. Const. 1-2). Para ella no se
trata sólo de una observancia. No obstante la fatiga que impone el latín, es un
momento privilegiado de oración vocal; es certera la observación que puede dar
al oficio divino el sentido religioso auténtico: «Si comenzamos a rezar las horas…
comience a pensar con quién va a hablar y quién es el que habla» (C 22, 3).
La atención y el
sentido religioso la ayudan a penetrar en el significado de los salmos y de los
otros textos, como si estuviesen en romance. Dos detalles curiosos: el primero
es la alusión al oficio de la Virgen tomado del Cantar de los Cantares: «Lo que
pasa Dios con la Esposa… lo podéis ver, hijas, en el Oficio que rezamos de
nuestra Señora cada semana» (Conc 6, 8); el segundo es la percepción del
significado del verso del salmo 118, 32: «Ahora me acuerdo en un verso que
decimos a Prima, al fin del postrer salmo, que al cabo del verso dice Cum
dilatasti cor meum» (M IV, 1, 5).
Una gracia de esta
sintonía eclesial de Teresa con la oración pública es precisamente la de entender
el significado de los salmos, como si estuviesen en lengua castellana, y su
sentido espiritual (Cf. V 15, 8 y Conc 1, 2): «Me ha acaecido… con no
entender casi cosa que rece en latín, en especial del Salterio, no sólo
entender el verso en romance sino pasar adelante en regalarme de ver lo que el
romance quiere decir». De hecho, esas citas precisas de Teresa acerca de los
salmos de su profeta David no tienen otra fuente que la percepción espiritual
del significado de algunos versos escogidos, aprendidos en la oración de la
iglesia, bajo el impulso del Espíritu Santo. Un detalle de esta sabrosa
degustación de los palabras bíblicas es la devoción de Teresa por el verso
inicial del Cántico de la Virgen. Por dos veces ha tenido una fuerte
experiencia mística (R 29 y 61); otra vez ha hecho una hermosa glosa a la
experiencia mariana (E 7, 3); durante mucho tiempo fue, según el testimonio de
María de San José, su oración preferida, repetida constantemente en voz baja,
en lenguaje castellano (BMC 18, 491).
El oficio divino ha
sido un lugar privilegiado de oración, de contemplación del misterio, de
auténticas experiencias místicas. La lista sería muy compleja. La Santa alude a
varias experiencias tenidas durante el rezo de maitines (V 34, 2; 40, 14). Otra
vez fue durante el rezo de las horas: «Estando una vez en las horas con todas,
de presto se recogió mi alma y parecióme ser como un espejo, claro toda, sin
haber espaldas ni lados, ni alto ni bajo que no estuviera toda clara, y en el
centro de ella se me apareció Cristo nuestro Señor como le suelo ver» (V 40,
5). Otra vez fue durante el rezo de Tercia: «A la hora de tercia, cuando se
decía el himno Veni Creator, vino a la Santa Madre un arrobamiento en forma de
Espíritu Santo» (ib 19, 577). Otra vez fue con ocasión de la recitación del
símbolo atanasiano que figuraba entonces con cierta frecuencia en la liturgia
dominical: «Estando una vez rezando el salmo (!) de “Quicumque vult”, se me dio
a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas» (V 39, 25). Por
último, en otra ocasión T tuvo el gozo de contemplar a la Virgen presente en
medio de sus monjas que le aseguraba su intercesión y la presentación de sus
oraciones a Cristo su Hijo (R 25); hermoso detalle que confirma la presencia de
la Virgen en toda comunidad orante, según esta experiencia mística teresiana.
Podemos decir que
Teresa, la maestra de la oración, ha aprendido a orar en la escuela de la
Iglesia. Una perfecta sintonía se establece entre la oración teresiana y la
oración eclesial. Baste pensar que Teresa ora con los salmos, establece como
código y síntesis de oración el Padre nuestro. En las plegarias teresianas que
se encuentran en cada página de sus escritos sentimos que prevalece un tono
eclesial de oración; predomina la alabanza en todas sus formas (bendición,
acción de gracias, admiración contemplativa, adoración) y la intercesión
suplicante, con frases que revelan una auténtica audacia (parrhesía) semejante
a la de los profetas. Teresa conoce el secreto de la oración de alabanza y nos
sorprende con esta hermosa enumeración de vocablos técnicos de la oración
cristiana: «mas como vio su Majestad que no podíamos santificar ni alabar ni
engrandecer ni glorificar este nombre santo del Padre eterno …» (cf. C 30,
4). Su intercesión audaz llena las páginas de las Exclamaciones y algunos
párrafos significativos del Camino de Perfección (C 3, 8). Teresa es un alma de
oración. que sabe orar como la Iglesia, porque ha aprendido a orar en su
escuela que es la oración litúrgica.
Dos ejemplos concretos
de esta sintonía entre oración teresiana y oración litúrgica. El primero es la
Exclamación 17; este último grito del alma de T es un mosaico de citas
bíblicas; las frases del salterio concluyen en un grandioso epílogo esta
exclamación; alimentada con la oración de los salmos, T junta su voz con la del
salmista para cantar las alabanzas del Señor. El segundo ejemplo es todavía más
elocuente. En el c. 35 del Camino de Perfección se concluye la explicación de
las palabras del «Pater»: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. La
interpretación teresiana a lo largo de los tres capítulos (33-35) es
eucarística. La exégesis y la contemplación desembocan en una hermosa plegaria
eucarística, especie de «anáfora teresiana». Con porte sacerdotal, con amor de
Esposa, T levanta los ojos y las manos para orar al Padre. Lo hace con las
mismas expresiones de la Iglesia: «Padre Santo que estáis en los cielos, en
nombre del buen Jesús…; y pues su santo Hijo puso tan buen medio para que en
sacrificio le podamos ofrecer muchas veces, que valga tan precioso don… Pues
¿qué he de hacer, Criador mío, sino presentaros este sacratísimo Pan, y aunque
nos le distes, tornárosle a dar, y suplicaros por los méritos de vuestro Hijo
me hagáis esta merced…».
T es una alma-iglesia
que toma en sus manos la Eucaristía, don de Dios, y la ofrece como oblación
agradable al Padre. Así la Eucaristía aparece como la suprema oración de la
Iglesia, y en este caso, de Teresa que ora en perfecta sintonía de
sentimientos.
4. Celebración y
experiencia de la Eucaristía
La Eucaristía fue el
centro de la vida de Teresa, el momento privilegiado de su comunión con Cristo,
el espacio de sus experiencias místicas más sublimes.
Los capítulos
dedicados a la Eucaristía en el Camino de Perfección (cc. 33-35) nos ofrecen
una visión certera del amor de Teresa por este misterio central de Cristo y de
la Iglesia. Todos los aspectos centrales de la Eucaristía están puestos de
relieve: presencia eucarística, comunión con Cristo, sacrificio, relación entre
la Eucaristía y la Iglesia. El momento eclesial impulsaba a Teresa a una
confesión de fe sin fisuras, a una ardiente defensa del Santísimo Sacramento y
todo lo que a él se refiere; alma-iglesia, Teresa reacciona desde lo hondo de
su fe, como lo hiciera por aquellos años el Concilio de Trento, al hablar de la
Eucaristía contra los protestantes. Su deseo de fundar con cada nuevo Carmelo
una iglesia más donde la presencia eucarística constituye el centro ideal de la
comunidad orante, brota de las noticias que le llegan de los protestantes (C 3,
8; 25, 3; 35, 3).
Pero su amor por la
Eucaristía viene de más lejos y tiene otros valores muy originales. Hemos dicho
anteriormente cómo Teresa quería que la participación en la Eucaristía
cotidiana fuese lo más viva posible. Para ella participar era sobre todo
comulgar todos los días, algo muy raro en aquellos tiempos. Las Constituciones
de las Carmelitas de la Encarnación señalaban muy pocos días al año para
comulgar. Teresa amplía notablemente las fechas en sus Constituciones (Const
2,1).
Confesores, capellanes
y compañeras de la Santa atestiguan que comulgaba cada día y lo ponen de
relieve como cosa extraordinaria para aquellos tiempos: «Sabe que la dicha
Madre Santa Teresa de Jesús fue devotísima del Santísimo Sacramento del altar,
y deseaba que todos lo fuesen, lo cual vio y experimentó esta declarante en que
así lo practicaba la dicha Santa y en que cada día comulgaba, para lo cual la
veía prepararse con singular cuidado, y después de haber comulgado estar largos
ratos muy recogida en oración, y muchas veces suspendida y elevada en Dios»
(BMC 18, 563).
Los recuerdos de las
hijas de la Santa se agolpan para contar arrobamientos y gracias místicas
recibidas con motivo de la comunión eucarística. Dos detalles curiosos: el
primero es la costumbre que tenía la Santa de hacerse acompañar por otra
religiosa a comulgar, para no ser ella sola la que recibía al Señor; así lo
cuenta María de San José: «acostumbraba a llevar consigo a la santa comunión,
ora una religiosa, ora otra, pareciéndola que, por la compañía de la hermana
que llevaba, nuestro Señor la perdonaría el atrevimiento de comulgar cada día»
(ib 18, 493). El otro detalle es el de la oración después de comulgar con las
manos alzadas hacia el cielo, gesto característico del orante cristiano que T
asume espontáneamente con talante esponsal y sacerdotal: «Vio comulgar muchas
veces a la Madre Teresa, y después de haber comulgado, quedar tan arrebatada de
espíritu y fuera de sí, que era necesario esperar esta testigo algún tiempo
para poderle dar el “lavatorio”, y algunas veces la veía esta testigo con las
manos alzadas arriba con mucha devoción, como elevada en el cielo, y que su
postura y hermosura daba a entender estar más en el cielo que en la tierra» (ib
19.8).
Sabemos que se
preparaba con esmero para recibir la comunión, como Esposa que se atavía para
esperar al Esposo, con la confesión y el perdón de sus culpas pedido a sus
hijas y hermanas; acosada por muchas gracias místicas, en su oración a Dios le
pedía que se las hiciese antes de comulgar para presentarse mejor en presencia
de su Amado (ib). Las Exclamaciones son la prolongación orante de su acción de
gracias después de comulgar.
Las experiencias
místicas teresianas tienen como marco privilegiado la celebración de la
Eucaristía, la comunión sacramental con Cristo. Abarcan una serie de aspectos
esenciales del misterio y son como la vivencia mística de la riqueza de la
gracia eucarística; la dimensión esponsal-eclesial, el sentido trinitario, la
presencia del Cristo pascual, la participación en los misterios del año
litúrgico, son aspectos de esta maravillosa experiencia de gracia.
Es nota común de las
experiencias eucarísticas que Cristo se le representa siempre resucitado y
glorioso, como salió del sepulcro, resplandeciente de gloria (V 28, 3; 28, 8;
29, 4). Hay una serie de gracias que abren un panorama espléndido del
significado de la Eucaristía. Una de ellas es la sensación de dejarse «asimilar
por Cristo», haciéndose una cosa sola con El: «Un día acabando de comulgar me
pareció verdaderamente que mi alma se hacía una sola cosa con aquel cuerpo
sacratísimo del Señor cuya presencia se me representó» (R 49).
En otra ocasión
percibió este hermoso sentido trinitario de la Eucaristía: «Una vez acabando de
comulgar se me dio a entender cómo este sacratísimo Cuerpo de Cristo lo recibe
su Padre dentro de nuestra alma… y cuán agradable le es esta ofrenda de su
Hijo, porque se deleita y goza con El, digamos, acá en la tierra …» (R 58).
Son muy sugestivas las gracias eucarísticas que parecen ser como una delicada
participación de Teresa a la vida de los discípulos de Jesús después de la
Resurrección; así por ejemplo ve a Cristo que le parte el pan, como a los dos
de Emaús (R 26), o le coge la mano para introducírsela en su costado, como a
Tomás el incrédulo (R 15, 6).
Momento culminante,
celebración de la alianza esponsal, es la gracia del matrimonio espiritual en
la Encarnación de Ávila, el 18 de noviembre de 1572, Después de comulgar,
Cristo realiza con Teresa la alianza nupcial, le da por señal un clavo y le
dice estas palabras: «De aquí adelante, no sólo como Criador y como Rey y tu
Dios mirarás mi honra, sino como verdadera Esposa mía: mi honra es ya tuya y la
tuya mía» (R 35; cf. M VII 2, 1). La Eucaristía es siempre el sacrificio de la
Alianza, la comunión de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa, como ya decían los
Santos Padres en la Iglesia antigua. Teresa tiene experiencia mística de este
misterio en una auténtica perspectiva sacramental.
Un último detalle. A
través de Cristo Resucitado Teresa entra en la comunión trinitaria; también
aquí es la Eucaristía -con toda su referencia al Padre, al Hijo y al Espíritu-
la que introduce en el misterio fontal y culminante de la vida cristiana:
«Habiendo acabado de comulgar, el día de San Agustín -yo no sabré decir cómose
me dio a entender y casi a ver… cómo las tres Personas de la Santísima
Trinidad que yo trayo en mi alma esculpidas son una sola cosa» (R 47; cf. R
16). Teresa pasará constantemente de la Eucaristía a la Trinidad o tendrá la
viva percepción que en el sacramento Cristo derrama sobre nosotros su Espíritu:
fuego vivo y agua abundante (cf. R 17).
Su última Eucaristía,
viático para el cielo, será un momento de gracia, vivido por Teresa como Esposa
que dice su «Maranatha»: «Ya es hora, Esposo mío, que nos vearnos»: También
esta vez, definitivamente, el camino será de la Eucaristía a la Trinidad (cf mi
estudio de “MteCarm 88.1980.576-582).
Resumiendo: la
vivencia que Teresa tiene de la Eucaristía es de una precisión teológica, de
una sobriedad y de una hondura impresionantes. Su fe en la Eucaristía, su
experiencia del Resucitado, la comunión con el sacratísimo y glorioso cuerpo de
Jesús, la participación en sus misterios, la vivencia trinitaria podrían
compulsarse con los mejores textos eucarísticos del Vaticano II. La Eucaristía
es para Teresa la presencia del Señor Resucitado, la continuidad de la
humanidad sacratísima en esta tierra; poner en tela de juicio la necesidad de
Cristo Dios y Hombre sería vaciar de sentido la Eucaristía (M VI, 7, 14; cf. M
V, 1, 11). Nos emociona el testimonio teresiano acerca de la potencia
santificante y saludable de la Eucaristía, incluso para el cuerpo (cf. V 30,
14; 34, 6.8), como ella experimentó con frecuencia; nos cautiva ese deseo de
comulgar con hostias grandes, pensando en el gozo que Teresa hubiera tenido de
comulgar al cáliz de la sangre del Señor; pero hemos de recordar que lo que no
pudo vivir en aquellos tiempos, la comunión al cáliz, pudo vivirlo como gracia
mística: “El día de Ramos, acabando de comulgar, quedé con gran suspensión, de
manera que aun no podía pasar la forma, y teniéndomela en la boca
verdaderamente me pareció, cuando torné un poco en mí, que toda la boca se me
había henchido de sangre; y parecíame estar también el rostro y toda yo
cubierta de ella, como que entonces acabara de derramarla el Señor. Me parece
estaba caliente, y era excesiva la suavidad que entonces sentía … » (R 26).
No siempre, sin
embargo, la Eucaristía teresiana tenía estos fulgores de experiencia mística;
son sentidas sus quejas al Señor por su presencia «disimulada» (V 38, 21), por
el «disfraz» con que se cubre (C 34, 3. 9. 12), por la humildad con que se
presenta bajo las especies de pan (Conc 1, 1). Es el misterio de la
condescendencia, «compañero nuestro en el Santísimo Sacramento» (V 22, 6), y de
la «afabilidad»: «debajo de aquel pan está tratable» (C 34, 9). Su presencia da
sentido a la vida: «Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos
pedir, ¿qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca es tener acá tal prenda»
(C 35, 4). Vale la pena hacer el esfuerzo que la fe requiere para gozar de su
compañía, semejante a la que tenía durante su vida mortal con los hombres (C
34, 6.7); es maná cotidiano que Dios Padre nos da en el «hoy» de cada jornada:
«Su Majestad nos le dio este mantenimiento y maná de la Humanidad que le
hallamos como queremos, y que si no es por nuestra culpa no moriremos de
hambre, que de todas cuantas maneras quisiere comer el alma hallará en el
Santísimo Sacramento sabor y consolación» (C 34, 2, con las preciosas efusiones
del autógrafo del Escorial).
Todo este inmenso amor
de Teresa por la Eucaristía nos ayuda a comprender el sentido de sus
fundaciones. Como su amigo, el apóstol San Pablo, irá por los caminos de España
fundando «iglesias», poniendo el Santísimo Sacramento, asegurando en torno a él
una comunidad viva que ora, celebra y se empeña en el seguimiento de Cristo,
gozando de su presencia eucarística y de su magisterio interior, como un nuevo
«Colegio de Cristo», una nueva Casa de Betania (cf. C 17, 5-6), donde el Señor
es Huésped y a la vez Dueño de la Casa. Cobra todo su sentido en esta
perspectiva el testimonio teresiano: «Nunca dejé fundación por miedo del
trabajo, aunque de los caminos, en especial largos, sentía gran contradicción;
mas en comenzándolos a andar me parecía poco, viendo en servicio de quien se
hacía y considerando que en aquella casa se había de alabar al Señor y haber
Santísimo Sacramento …» (F 18. 5).
5. El misterio del año
litúrgico
Otro aspecto
importante del espíritu litúrgico de la Santa es su vivencia atenta del cielo
litúrgico y la participación «mística» en la liturgia de los misterios del
Señor y de la Virgen.
Desde niña se había
nutrido con las lecturas del «Flos sanctorum» que ilustraban las fiestas del
Señor y de los Santos. En la Encarnación se aficionó a la lectura de la Vida de
Cristo, de Landulfo de Sajonia, texto fundamental de la formación bíblica y
patrística de la Santa; el traductor español, Fray Ambrosio de Montesinos,
había facilitado su consulta con unos índices litúrgicos que permitían seguir
los pasos de la vida de Cristo al filo de los Evangelios de cada domingo. Vemos
así a Teresa tomar este libro para prepararse a la celebración de la fiesta de
Pentecostés (V 38, 9), como seguramente solía hacer en todas las fiestas y
domingos; este libro, como también el Flos Sonctorum, pasará a las bibliotecas
de los Carmelos, según la prescripción de las Constituciones (Const. 2,7).
Las cartas de Teresa
están jalonadas de referencias al año litúrgico, índice de una vivencia
interior. Las Relaciones contienen innumerables alusiones a las fiestas como
marco esencial de las gracias místicas recibidas.
a) Adviento y Navidad
En varios lugares de
las Cartas encontramos una alusión a Adviento como tiempo de espera
penitencial. La devoción de la Santa por el misterio navideño es proverbial;
está enlazada con su devoción a la humanidad de Cristo y su amor entrañable a
las imágenes del Niño Jesús que pueblan sus Carmelos, con los nombres más
cariñosos. Sabemos que la Madre hacía preparar la fiesta con la procesión de
las «posadas», haciendo llevar de celda en celda el Niño Jesús, como si de
nuevo la Sagrada Familia pidiese un lugar en el albergue (BMC 19, 335). Ana de
Jesús nos recuerda que «en la noche de Navidad, cantando en los maitines el Evangelio
de San Juan fue cosa celestial de la manera que sonó, no teniendo ella
naturalmente buena voz. En estas fiestas hacía muchos regocijos y componía
algunas letras en cantarcicos a propósito de ellas y nos los hacía hacer y
solemnizar con alegría» (ib 18, 474).
Conservamos algunas
poesías navideñas de la Santa que nos permiten intuir los regocijos de aquellos
días (P 11-17). Quedó en la memoria de las monjas una famosa plática de la Santa
Madre hecha en Navidad, después del canto de la Calenda (ib 19, 35). Más allá
del sencillo folklore conventual hay una intuición litúrgica fundamental:
Navidad es la celebración del misterio de la condescendencia divina,
manifestada en la humanidad sacratísima de Cristo. Belén es la referencia a una
pobreza que hay que imitar (C 2, 9; F 3, 13; F 14, 6). Junto al Niño Jesús
Teresa descubre y celebra el misterio de la Virgen Madre y de San José (cf. C
31, 2).
b) Cuaresma, Pascua,
Pentecostés
El tramo principal del
año litúrgico es la Pascua, con su preparación cuaresmal y su prolongación
hasta Pentecostés. Fue siempre tiempo fuerte en la vida de Teresa. Cuaresma es
tiempo de penitencia y de preparación, como resulta de las cartas teresianas.
Para la Santa era un tiempo privilegiado; le recordaba su conversión, acaecida,
según parece en la Cuaresma del 1554 como parece indicar la circunstancia de la
imagen del Cristo llagado «que se había buscado para cierta fiesta que se hacía
en casa» (V 9, 1). Era también tiempo de felices recuerdos familiares. Ella
había nacido un 28 de marzo de 1515, miércoles de Pasión, y había sido
bautizada unos días después, el miércoles de la Semana Santa o quizás el mismo
día de Pascua de aquel año. La Semana Santa era tiempo privilegiado para
Teresa: «…en especial las Semanas Santas que solía ser mi regalo de oración»
(V 30, 11). Podemos decir que Teresa sigue paso a paso las celebraciones
litúrgicas, medita amorosamente los misterios, pone acentos de auténtica
participación y goza además de exquisitas gracias místicas.
Ya el pórtico del
Domingo de Ramos era sugestivo para T. La gracia narrada en la R 26 nos
descubre un secreto vivido por la Santa desde los primeros años de su vida
religiosa; el Señor le dice: «bien te pago el convite que me hacías este día»;
y ella nos explica este conmovedor pacto que tenía con el Señor: «Esto dijo
porque ha más de treinta años que yo comulgaba este día, si podía, y procuraba
aparejar mi alma para hospedar al Señor; porque me parecía mucha la crueldad
que hicieron los judíos, después de tan gran recibimiento, dejarle ir a comer
tan lejos, y hacía yo cuenta de que se quedase conmigo, y harto en mala posada,
según ahora veo; y así hacía unas consideraciones bobas, y debíalas admitir el
Señor». La tradición nos recuerda que Teresa pasaba en oración toda la mañana,
hasta las tres de la tarde, y daba de comer a un pobre como forma concreta de
“hospedar al Señor» (BMC 2,106).
El Jueves Santo
gustaba especialmente el rito del «Mandato» con el sermón sobre la caridad y el
lavatorio de los pies (cf. Conc 1, 5). Intuimos también sus meditaciones acerca
de la Eucaristía en este día. Entraba así Teresa en la celebración de la Pasión
del Señor.
Los episodios de la
Pasión habían sido objeto de amorosa lectura y meditación. Sería prolijo
recordar aquí todos los textos. No hay episodio que no la haya impresionado y
en el que ella no participe como protagonista. Recordamos por ejemplo su
devoción a la oración de Jesús en el huerto (V 9, 3-4); la traición de Judas la
apesadumbra con solo el recuerdo;. medita en el Cristo atado a la columna, en
el «Ecce Homo», en la coronación de espinas, en el camino del Calvario, en la
muerte en la Cruz (cf V 3,1; 10,2; 12,1; 13,12-13.22; M 2,1;6,7,6-10; R 9).
La percepción de los
misterios durante las celebraciones anuales adquieren una hondura insospechada.
En la Pascua de 1571 en Salamanca, vive todo el drama de la pasión, participa
en la desolación de la Virgen, recibe el gozo de la aparición de Cristo
Resucitado que le recuerda la primera aparición de Jesús a su Madre y también a
Tomás (cf. R 15). Es la Pascua que Teresa vive con mayor intensidad. En otra
ocasión ha vivido por un momento la desolación de María con el Hijo en sus
brazos, como se representa a la Virgen en la famosa «Piedad» de Miguel Ángel:
«se me puso en los brazos a manera de como se pinta la “Quinta angustia”» (R
58, 3).
Sin embargo, no
podemos olvidar que el Cristo de Teresa es sobre todo el Resucitado. El domingo
de Pascua, el triunfo de Cristo, está en el centro de la espiritualidad
teresiana. Sus experiencias místicas tienen siempre un tono pascual. Cristo
aparece siempre resucitado y glorioso (V 28, 3.8; 29, 4); es motivo de perenne
alegría: «Si estáis alegre, miradle resucitado” (C 264); se le manifiesta
glorioso en la Eucaristía (R 17; M VI 9, 3; M VII 2, 1). Por una singular
delicadeza Teresa se puede contar, como dijo una vez Pablo VI, entre los santos
que han visto a Cristo Resucitado, partícipe de una gracia semejante a la de
las mujeres evangelistas o a la de Pablo.
Entre las finezas
recibidas del Resucitado podemos recordar una gracia semejante a la de los
discípulos de Emaús (R 26, 2): «se me representó allí Cristo, y parecíame que
me partía el pan y me lo iba a poner en la boca … »; otra vez una gracia
semejante a la de Tomás: «Un día después de comulgar, me parece clarísimamente
se sentó cabe mí nuestro Señor y comenzórne a consolar con grandes regalos, y
díjome entre otras cosas: “Vesme aquí, hija, que yo soy; muestra tus mano?, y
parecíame me las tomaba y llegaba a su costado, y dijo: “Mira mis llagas. No
estás sin mí. Pasa la brevedad de la vida”» (15, 6). En otras muchas ocasiones
recibió con el saludo de la paz la seguridad: «No temas, yo estoy contigo» (cf.
M VII 2, 6; V 25. 18).
El período que
concluye el tiempo pascual, de la Ascensión a Pentecostés, está también cuajado
de experiencias místicas. Teresa se prepara con esmero a la venida del Espíritu
Santo. Es tiempo carismático. Así se abisma en la contemplación de la Trinidad,
después de la comunión, un martes después de la Ascensión (R 16). La vemos
prepararse a la venida del Espíritu Santo, la vigilia de Pentecostés, y recibir
una gracia semejante a la de los apóstoles: La lectura del «Cartujano» suscita
la alabanza, y en medio de la alabanza he aquí el «Pentecostés teresiano»: «Veo
sobre mi cabeza una paloma, bien diferente de las de acá, porque no tenía estas
plumas, sino las alas de unas conchicas que echaban de sí gran resplandor…»
(V 38, 10). Es una gracia que le dura toda la Pascua del Espíritu Santo, como
graciosamente llama Teresa a esta fiesta. Todavía tenemos otras gracias
relatadas en torno a esta fecha (R 39; 40; 67). Y no hay que olvidar que en el
ambiente de Pentecostés de 1577 surgió la idea de componer el libro que será
«El Castillo interior» y llevará como fecha inicial la fiesta de la Trinidad (M
Pról. 3).
No podemos olvidar que
la fiesta de la Santísima Trinidad era para Teresa una fecha memorable. Su
experiencia del misterio era riquísima. La sintonía con lo que la Iglesia
celebraba, perfecta; así Teresa contemplaba el misterio del que tantas sublimes
experiencias había tenido (Cf. V 27, 9; R 16; 24; 25; 47; M VII 1, 6). En su
breviario traía la Madre unas estampas con la imagen de la Trinidad pintada de
una manera muy curiosa, como atestigua el P. Gracián: «La del Padre era de un
rostro muy venerable; la del Espíritu Santo era una figura de medio arriba,
como de un mancebo muy hermoso, sin barbas, muy encendido el rostro y ocultado
la mitad del cuerpo entre unas nubes de fuego… La del Hijo, resucitado, con
corona de espinas y llagas y tenía un no sé qué, porque no se miraba una vez
que no diese consuelo y espíritu» (Escolias). Cuando escuchamos las
experiencias de Teresa acerca de la Trinidad nos parece contemplar el icono del
pintor ruso Andrej Roublev que tan bien supo pintar el misterio de Dios uno y
trino figurado en los ángeles que se aparecieron a Abrahán.
Recordamos por último
su devoción particular por la fiesta de Corpus Christi, como ella misma nos
recuerda (V 30, 11), día en que podía celebrar su amor y su fe por la Santa
Eucaristía.
c) Las fiestas de
nuestra Señora
Teresa celebra con
ternura y piedad filial las fiestas de nuestra Señora. Graciosamente afirma
ella que había experimentado los gozos, dolores y glorias de la Virgen, «en sus
días vienen los trabajos y descansos como cosa propia» (cta. 242, 11); así
escribía al P. Gracián en la víspera de la Asunción de 1578, en plena marea de
dificultades para la Reforma. Entre todas las fiestas de la Virgen, la más
bella para Teresa es, sin duda, la Asunción de Nuestra Señora. Ya de joven
había sido devota de esta fiesta (V 5, 9). En la misma festividad,
probablemente en el año 1560, recibe en Ávila una gracia de la Virgen, con
rostro de «niña», una especie de investidura mística en la que la Madre del
Carmelo confiere a Teresa ser también madre del nuevo Carmelo (cf. V 33,14). En
otra ocasión fue como si participara en el triunfo mismo de la Virgen; en la
fiesta de su Asunción gloriosa: «Un día de la Asunción de la Reina de los Ángeles
y Señora nuestra… se me representó su subida al cielo y la alegría y
solemnidad con que fue recibida y el lugar adonde está. Fue grandísima la
gloria que mi espíritu tuvo de ver tanta gloria… y quedóme gran deseo de
servir a esta Señora, pues tanto mereció» (V 39, 26).
Otras fiestas
entrañables son la de la Natividad de la Virgen, en la que le parece renovar
sus votos «en manos» de nuestra Señora (R 48), y la fiesta de la Presentación
de la Virgen en el templo, por la gracia concedida en ese día al P. Gracián (R
60; cf. R 64).
Lo más importante para
Teresa es la conciencia de la presencia de María en medio de la comunidad
orante, como pudo experimentarla en San José de Ávila, un día después de
completas (cf. V 36, 24), y de nuevo en la Encarnación donde le dice estas
hermosas palabras: «Yo estaré presente a las alabanzas que hicieren a mi Hijo,
y se las presentaré» (R 25, 1). María realiza su misión de presencia orante,
intercesión ardiente, en medio de la comunidad carmelitana que es una Iglesia
en pequeño donde no puede faltar la presencia de la Madre.
d) En las fiestas de
los Santos
Teresa tiene una
relación amistosa y cordial con los Santos, con la Iglesia del cielo. Se
conserva una lista con los nombres de los bienaventurados de los que ella era
más devota. Ocupa un lugar de relieve San José, a quien ya festejaba desde sus
años de la Encarnación: «Procuraba yo hacer su fiesta con toda la solemnidad
que podía … » (V 6, 7); en la legislación litúrgica de las Constituciones, S.
José tiene un grado especial (Const 2,1). También son santos de gran intimidad
los Apóstoles Pedro y Pablo, “eran estos gloriosos santos muy mis señores» (V
29, 5). Un día de San Pablo, probablemente en la fiesta de la conversión (25 de
enero de 1561), recibió la gracia de la presencia y visión de la Humanidad de
Cristo (V 28, 3). También S. Agustín la obsequia un día de su fiesta con una
gracia trinitaria (R 47). En torno a la fiesta de San Martín de Tours recibe
dos gracias importantes: luz sobre la fecha de su muerte (R 7) y la merced del
matrimonio espiritual (R 35). Dos veces recibe una gracia en la fiesta de Santa
María Magdalena de quien fue siempre muy devota (R 32; 42).
Esta simple
enumeración de fechas y nombres, de experiencias místicas y de participación
litúrgica, nos revela la hondura con que Teresa sigue el ritmo de la oración de
la Iglesia en la celebración de los Santos; las fechas del calendario eclesial
se convierten en días privilegiados de comunión espiritual con los Santos.
6. El amor a los
sacramentos
No podemos terminar
esta exposición sin aludir de manera general al amor de Teresa por los
sacramentos de la Iglesia. Su confesión de fe está condensada en esta
afirmación, transida de amor por la Iglesia Católica que los posee, y de dolor
por los que se apartan de las fuentes de la vida: «Aquí es… el acudir a los
Sacramentos; la fe viva que aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos
puso; el alabaros porque dejasteis tal medicina y ungüento para nuestras
llagas, que no las sopresanan, sino que del todo las quitan» (V 19, 5). Certera
teología y espiritualidad sacramental de Teresa en tiempos en que se negaba la
fuerza santificante y renovadora de los sacramentos de la penitencia y de la
unción de los enfermos, a los que parece aludir especialmente en este texto.
Ana de Jesús completa
y confirma lo dicho con esta hermosa declaración: «También se le veía la viva
fe en el amor y reverencia con que usaba de los Sacramentos, y la estima y
devoción que mostraba en todas las ceremonias de la Iglesia, y el consuelo que
la daba tomar a menudo agua bendita, que nunca quería caminásemos sin ella …
» (BMC 19, 466). Alma de espléndida sensibilidad litúrgica tiene gestos
rituales tan entrañables como este: «En llegando a alguna iglesia quería que
nos postrásemos todas con profunda reverencia; aunque estuviese cerrada la
puerta se apeaba y hacía esto diciendo: qué gran bien que hallemos aquí la
presencia del Hijo de Dios» (ib 467).
Pueden bastar estas
referencias, no completas, para percibir la sensibilidad litúrgica de la Santa
Madre en su vida. la herencia que dejó a su Carmelo, el gozo con que hoy
viviría la liturgia renovada, con ritos y palabras que podría comprender en su
lengua, con una plena participación como la que ya en sus tiempos quería para
ella y sus hijas.
Jesús Castellano
Cervera
Todos los derechos: Diccionario Teresiano,
Gpo.Ed.FONTE