Ausencia de Dios

1. Padecer “ausencia de Dios” es una componente de toda experiencia mística cristiana. La expresó maravillosamente san Juan de la Cruz en el primer verso del Cántico espiritual: “Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido…” Ese sentimiento doloroso se hace presente en la vida del místico a consecuencia de la naturaleza misma de nuestra experiencia de lo divino, mediatizada y limitada por nuestra condición existencial terrena. A consecuencia también de la transcendencia y del misterio de Dios, que no sólo está “más allá” de todo lo alcanzable (“lejísimo”, escribirá T.), sino que es misterio absoluto, “tu es Deus absconditus” – “Dios escondido”, dirá Isaías (45, 15). “Rayo de tiniebla”, en la literatura mística cristiana (“Puso su escondrijo en las tinieblas”, escribe san Juan de la Cruz glosando su primer verso del Cántico: 1, 12).

En la escala graduatoria de la experiencia mística, esa experiencia de la “ausencia de Dios” se agudiza hasta el extremo en ciertas etapas de “noche” o de “intenso deseo”. Etapas preparatorias del estadio final, la “unión mística”.

En el tejido eclesial, o incluso en el balance humano de lo religioso y lo antirreligioso, esa experiencia de vacío o de nostalgia de El en la historia humana hace de contrapeso al fenómeno del ateísmo: frente a la masa más o menos voluminosa de quienes se desentienden de Dios (“pasan de Dios”) o le niegan científicamente un puesto en el orden cósmico o en la historia de la humanidad, el místico desempeña la función de testigo fuerte, no sólo de la presencia de Dios, sino de por qué El desborda en absoluto el alcance de nuestra mirada o de nuestra comprobación empírica. A la reiterada pregunta filosófica frente a los campos de exterminio: “¿dónde estaba Dios?” –como en el viejo interrogante del salmista– es probable que no haya otra respuesta que la experiencia del místico.

2. En Teresa de Jesús esa experiencia de la noche religiosa, tupida de sufrimiento profundo por el sentimiento de la ausencia divina, está expresamente testificada. Quizás sea legendario el “fioretti” de infancia referido por sus antiguos biógrafos, según el cual al ser detenidos ella y Rodrigo en su fuga camino del martirio, Teresa se habría justificado con la respuesta “que quería ver a Dios”. Lo irrecusable, sin embargo, es el dato histórico-místico que nos ofrecen sus relatos autobiográficos, en los cuales constituye una constante esa afirmación de sufrimiento y tensión profunda, producidos por la sensación de “vacío de Dios”. Así, desde sus primeros textos místicos (R 1 y 3), hasta la última narración introspectiva, un año antes de morir (R 6, 9), e incluso en el lecho de muerte, con la reiterada invocación “hora es ya, Esposo mío, de que nos veamos”, esta vez documentada mucho más en firme que el episodio de infancia, arriba aludido.

Pero el testimonio autobiográfico más rico en información nos lo ofrece el Libro de la Vida, especialmente el capítulo 20. Pasaje con valor excepcional por estar escrito mientras T está inmersa en esa vivencia espiritual: “es en lo que ahora anda siempre mi alma: lo más ordinario, en viéndose desocupada, es puesta en estas ansias de muerte” (20,12). “Hase de notar que estas cosas son ahora a la postre, después de todas las visiones y revelaciones que escribiré” (20, 9). Por tanto, trance místico que atraviesa ella al finalizar la escritura del libro, por los años 1564-1565, a sus cincuenta de edad, cuando lleva ya un trienio vivido en el Carmelo de San José.

Según ella, ese vivir en estado de ausencia de Dios se lo ha producido la escalada de arrobamientos: sería sencillamente uno de los efectos producidos por éstos, en cuanto los éxtasis contienen asomadas excepcionales al misterio de Dios, a su belleza, amor, misericordia… Sólo que, pasados los breves momentos extáticos, ella regresa al desierto. Se siente sumergida en profunda soledad existencial. Ni en el cosmos ni en el consorcio humano hay cosa o persona que le haga compañía. Incluso siente el “desamparo” del propio cuerpo (20, 9). “Muchas veces, a deshora, viene un deseo que no sé cómo se mueve, y de este deseo, que penetra toda el alma en un punto, se comienza tanto a fatigar, que sube muy sobre sí y de todo lo criado, y pónela Dios tan desierta de todas las cosas, que por mucho que ella trabaje, ninguna que la acompañe le parece hay en la tierra, ni ella la querría, sino morir en aquella soledad” (20,9).

“Y con parecerme que está entonces lejísimo Dios, a veces comunica sus grandezas por un modo el más extraño que se puede pensar…” (20, 9). “Ello es un recio martirio sabroso, pues todo lo que se le puede representar al alma, de la tierra, aunque sea lo que le suele ser más sabroso, ninguna cosa admite: luego parece lo lanza de sí” (20, 11).

Ella misma glosa esa experiencia con dos pasajes bíblicos muy del agrado de fray Juan de la Cruz: “al pie de la letra me parece se puede entonces decir (lo que) dijo el real Profeta estando en esta misma soledad, sino que como a santo se la daría el Señor a sentir en más excesiva manera: vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto…” (20, 10). Y el otro texto del salmista: “otras veces parece anda el alma como necesitadísima, diciendo y preguntando a sí misma ¿dónde está tu Dios? (ib 11: los salmos aludidos son el 101, 8, y el 41, 4).

Como en otras ocasiones, también aquí T recala sobre la experiencia modélica de san Pablo: “Otras (veces) me acordaba de lo que dice san Pablo, que está crucificado al mundo. No digo yo que sea esto (mío) así, que ya lo veo, mas paréceme que está así el alma… como crucificada entre el cielo y la tierra..” (20, 11). Sólo que a la vez “le viene del cielo una noticia admirable, muy sobre todo lo que podemos desear, (y que) es para más tormento, porque acrecienta el deseo (de Dios) de manera que la gran pena algunas veces quita el sentido, sino que dura poco sin él” (20,11).

Aunque condensada en ese texto central de Vida, esa experiencia prosigue hasta el final del libro: “Dame consuelo oír el reloj, porque me parece me allego un poquito más para ver a Dios, de que veo ser pasada aquella hora de la vida” (40, 20).

Esa especie de ritornelo del “deseo de ver a Dios”, como surtidor secreto de la “pena de ausencia”, sitúa a ésta en la dinámica teologal de la esperanza (“tensión de espera”), y la caracteriza más como anhelo de lo final que como nostalgia del paraíso perdido, cual comparece en otros místicos medievales.

3. La codificación teologal de esa experiencia. – Ya en el relato de Vida, la Santa situó ese trance místico en el estadio final de su graduatoria: cuarto grado de oración. Pero todavía en la incertidumbre de cuál sería su posterior evolución. Casi convencida de hallarse ya ante la experiencia tope: “Yo bien pienso alguna vez ha de ser el Señor servido –si va adelante como ahora (esta experiencia)– que se acabe con acabar la vida, que a mi parecer bastante es tan gran pena para ello… Toda la ansia es morirme entonces… Todo se me olvida con aquella ansia de ver a Dios, y aquel desierto y soledad le parece mejor que toda la compañía del mundo” (20,13).

Esa falta de perspectiva la corregirá en escritos posteriores. En dos especialmente: en las Moradas del Castillo Interior (1577), y un año antes en la Relación 5ª, escrita en Sevilla para los consultores de la Inquisición.

En esta última, Teresa improvisa un sencillo esquema del proceso místico, que completa la graduatoria de Vida. Sitúa el trance místico de la “ausencia de Dios” después del periodo de arrobamientos (nn. 9-10) y del “vuelo de espíritu” (n. 11), como resultado de los “ímpetus (que así) llamo yo a un deseo que da al alma algunas veces…, una memoria que viene de presto de que está ausente de Dios” (n. 13). Y lo describe con un par de pinceladas coloristas: “parécele que está en una tan gran soledad y desamparo de todo, que no se puede escribir. Porque todo el mundo y sus cosas le dan pena, y que ninguna cosa criada le hace compañía, ni quiere el alma sino al Criador, y esto lo ve imposible si no muere. Y como ella no se ha de matar, muere por morir, de tal manera que verdaderamente es peligro de muerte, y se ve colgada entre cielo y tierra, que no sabe qué se hacer de sí” (n. 14).

Con todo, sólo en las Moradas logrará la Santa una codificación precisa y definitiva de ese estadio de la experiencia mística. Lo expone en el cap. final de las moradas sextas, y sitúa el momento culminante de esa su propia experiencia en la Pascua de 1571, en el famoso deliquio de Salamanca referido en la Relación 15 (cf M 6,11,8), y ocurrido un año antes de su ingreso en el estadio final del “matrimonio místico” (cf R 35).

Por eso, en su codificación del proceso místico, la sitúa en el umbral mismo de las moradas séptimas, como purificación para el ingreso en ellas (n. 6). En ese contexto reitera su descripción calcando la antigua exposición de Vida 20: “Siente una soledad extraña, porque criatura de toda la tierra no la hace compañía, ni creo se la harían los del cielo como no fuese el que ama, antes todo la atormenta. Mas vese como una persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al cielo puede subir; abrasada con esta sed, y no puede llegar al agua; y no sed que puede sufrir, sino ya en tal término que con ninguna se le quitaría, ni quiere que se le quite, si no es con la que dijo nuestro Señor a la Samaritana, y esa no se la dan” (M 6,11,5).

Lo mismo que fray Juan de la Cruz, también la Madre Teresa rebasa los estrechos moldes descriptivos y los análisis doctrinales del fenómeno místico de la “ausencia de Dios”, para dejarla fluir por el lirismo de uno o varios de sus poemas. El que más expresamente refleja y glosa esa experiencia comienza así: “Cuán triste es, Dios mío, / la vida sin Ti, / ansiosa de verte, / deseo morir” (Po 7). Por él se distiende una serie de motivos temáticos tan abundosos y aun más que los testificados en Vida y Moradas: soledad y tristeza, destierro y ensueño, vida y muerte, amor y duelo, Dios escondido (“Tú siempre invisible”) y presencia eucarística…

Lo más sorprendente en ese poema, de datación incierta, es que la Santa lo haya compuesto calcando el metro de las canciones que ocasionaron su éxtasis en la Pascua de 1571, a que antes aludimos. Por tanto, poema compuesto para ser cantado. Quizás para ser cantado en comunidad, como el “Véante mis ojos”, con intención y espíritu de Pascua.

BIBL. – AA.VV., La búsqueda de Dios, Madrid, 1984.

T. Álvarez

Asunción de la Virgen María

La Asunción de la Virgen –el misterio y la fiesta litúrgica el 15 de agosto– son memorables en la vida de santa Teresa, por tres hechos de diversa índole, referidos en el Libro de la Vida.

El suceso primero ocurrió el 15 de agosto de 1539, cuando Teresa había regresado de Becedas, enferma y maltrecha por las pócimas de la curandera: T quiere confesarse para celebrar la fiesta de la Asunción. Se lo impiden. Y esa misma noche le sobreviene el “paroxismo” que la tiene “sin ningún sentido cuatro días” (V 5,9). Pero no sucumbió a la muerte. Quizás había aludido ya a este terrible episodio al referir su acogida a la maternidad de María: “…aunque se hizo con simpleza, me ha valido. Porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella…” (1,7).

El hecho segundo acontece ya en otro plano, claramente místico. Fue el 15 de agosto de 1561, estando en la iglesia de Santo Tomás de Ávila, durante los preparativos de la fundación del Carmelo de San José. Teresa tiene ahí la más hermosa de sus mariofanías: “Vi a nuestra Señora al lado derecho, y a mi padre San José al izquierdo…” (33,14-15). Sigue una detallada descripción, que concluye con estos detalles: “Era grandísima la hermosura que vi en nuestra Señora, aunque por figuras no determiné ninguna particular, sino toda junta la hechura del rostro, vestida de blanco, con grandísimo resplandor, no que deslumbra sino suave… Estando así conmigo un poco… parecióme que los veía subir al cielo (a la Virgen y a San José) con mucha multitud de ángeles. Yo quedé con mucha soledad…” (33,15).

Todavía un tercer episodio, ocurrido de nuevo el día de la Asunción, probablemente en el nuevo Carmelo de San José, entre 1563 y 1565. Lo refiere ella en Vida 39,26: “Un día de la Asunción de la Reina de los Ángeles y Señora nuestra, me quiso el Señor hacer esta merced, que en un arrobamiento se me representó su subida al cielo y la alegría y solemnidad con que fue recibida y el lugar adonde está… Fue grandísima la gloria que mi espíritu tuvo de ver tanta gloria… Quedóme gran deseo de servir a esta Señora, pues tanto mereció”.

En la fiesta de la Asunción de la Virgen, el año 1568, inauguró T el Carmelo de Valladolid (F 10,6). En su breviario la liturgia de la Asunción revestía especial solemnidad (folios 323r-327v), precedida de una hermosa estampa del misterio, a toda página: la Virgen coronada de reina, escoltada de ángeles, se eleva ante los ojos atónitos de los diez apóstoles.

Tomás Álvarez

Apóstoles, apostolado


Apóstoles son los doce elegidos por Jesús, incluido Judas. El Apóstol es san Pablo (C. 15,6). Apostolado es el grupo de los doce y su misión (M 5,3,2).Teresa los recuerda también como “el colegio de Cristo” (C 27,6). Elegidos por Jesús con criterios inescrutables: en el colegio de los doce “tenía más mando san Pedro, con ser un pescador y lo quiso así el Señor, que san Bartolomé, que era hijo de rey” (C 27,6, cf. “Bartolomé”); y a él perteneció Judas, el de la traición (M 5,3,2; 5,4,7). En los escritos de la Santa, además de Pedro y Judas son mencionados por su nombre Bartolomé (V 36,5; C 27,7), Tomás (M 3,1,2), Juan (V 22,5; R 6,9), Mateo (R 33,1), Andrés (F 20,10; epílogo de M 5; a él dedica un poema: 21) y Matías (F 22 tít. Y nn. 4.19.31-32).

En la lista de devociones particulares de la Santa figuran cinco apóstoles, en este orden: Juan, Pedro y Pablo, Andrés y Bartolomé.

Entre las palabras que Jesús les dirige, T recuerda varias: a ellos les dice que “no es más el siervo que el Señor“ (Jn 13,36 ss.: R 36,2); les encomienda “encarecidamente” que se amen (Jn 13,34: C 4,11); les da la paz: “paz, paz… dijo el Señor y amonestó a sus apóstoles tantas veces” (Jn 20,21: M 2,9); les inculcó “que fuesen una cosa con el Padre y con El” (Jn 17,21: M 7,2,7); “que fuesen a predicar y enseñar” (Mt 28,19: M 7,4,14); a ellos les dijo en la intimidad el “Con deseo he deseado” (Lc 22,15: C 42,1); y les dio la consigna final, malentendida por ciertos teólogos: “conviene que yo me vaya” (Jn 16,7: V 22,1; M 6,7,14).

De su paso por la escena evangélica, T recuerda además unos cuantos episodios: su incredulidad (V 26,6), su pregunta por los pecados del ciego de nacimiento (Jn 9,2: M 1,1,3) , su somnolencia en el Huerto de Getsemaní (Conc 3,11), su miedo y huida tras el prendimiento de Jesús (M 6,7,10), la traición de uno de ellos (Jn 18,3: C 7,10; M 6,7,10), que se les aparece resucitado (Jn 20,26: M 7,2,3), que Jesús ha orado por ellos (M 7,2,7), que llena de fuego sus palabras (C 4,11,15,6; 16,7), que los capacita para amar y sufrir (M 6,7,13; 7,4,5).

Aún así, T no idealiza su posterior santidad; recuerda que no estuvieron exentos de pecados veniales, pues “sólo nuestra Señora no los tuvo” (cta del 2.1.1577, n. 9, a Lorenzo de C.). Pero ve en ellos grandes modelos de vida evangélica (“un dibujo de lo que pasó Cristo”: V 27,15); “ojalá los predicadores tengan el fuego anunciador de ellos” (V 16,7); incluso las monjas contemplativas, impedidas de predicar y enseñar, deben imitarlos, haciéndolo no de palabra sino de obra y con el ejemplo (M 7,4,4). Pedro y Pablo son los grandes modelos del amor a Cristo (V 29,2; M 6,7,4; 7,4,5). Judas, en cambio, es el “tipo” de la inseguridad y el riesgo con que el cristiano hace su camino de fe (M 5,4,7).

Cada carmelo deberá ser un pequeño “colegio de Cristo” (C 27,6), en que todas se amen como los apóstoles (Cons 28). En definitiva, el Señor nos quiere (a las monjas de sus carmelos) “pobrecitas, como eran los apóstoles” (cta del 17.9.1581, n. 2, a J. Gracián). Cuando T se ve precisada a hacer el elogio de fray Juan de la Cruz y su compañero, presos, escribe: “Dicen las monjas que son unos santos…, que nunca les han visto cosa que no sea de apóstoles” (cta a María de san José, del 10.12.1577, n. 8).

Al Apóstol Santiago, con quien ella será más tarde compatrona de España, nunca lo menciona directamente en su persona, sino con ocasión de la “encomienda de Santiago” (F 22,13) o bien para datar las cartas en el día de su fiesta.

BIBL. – E. Renault, «L’idéal apostolique des Carmélites selon s. Thérèse d’Ávila», Paris 1981; Id., Genèse et évolution de l’esprit apostolique chez Thérèse d’Ávila, en «Rev. Histoire de la Spiritualité» 53 (1977), 95-116.

T. Álvarez

Apariciones

Término y concepto de origen bíblico. En el Nuevo Testamento, el Evangelio comienza con apariciones de ángeles a María y a José (Mt 1,20; 2,13), a Zacarías y a los pastores (Lc 1,11; 1,9.13); y termina con las apariciones del resucitado a María y a los apóstoles (Lc. 24,34) y por último a Saulo (He 9,17). De ese trasfondo bíblico y de la lectura del Flos Sanctorum depende el léxico y el pensamiento de Teresa.

Ella habla indistintamente de “apariciones” (M 6,9,11; 6,10,1; F 8,4) y “aparecimientos” (M 6,8,1; 7,2,3… También “representaciones”, “representarse”: F 8,2; V 40,5; R 4,1; 39; 48). Ambos términos con igual significado: percepción absolutamente gratuita y sobrenatural de seres ultraterrenos, Dios, Jesús, los santos. Nunca habla de apariciones “exteriores”, perceptibles con los ojos o sentidos corporales (V 28,4; 30,4). Identifica aparición con “visión imaginaria” (M 7 2,3) o con “visión intelectual” (M 6,8,1). Desde el punto de vista doctrinal, aprecia su valor y eficacia dentro de la vida mística cuando se trate de verdaderas gracias de Dios (M 6,9,11), pero advierte que “no está en esto la santidad” (F 4,8). Por eso mismo, previene contra las alucinaciones o falsas apariciones, ya sean truco de la propia imaginación, ya insidia del diablo (F 8,4, etc.).

Ella misma ha tenido numerosas apariciones interiores (intelectuales e imaginarias): de la Trinidad (M 7,1,6; R 25…); del trono de Dios (V 39,22); del Espíritu Santo en figura de paloma (V 38,9-12), de Jesucristo (V 7,6: primera aparición; 27,2: gran visión intelectual de su Humanidad santa; 28 tít; 39,1.24; 40,20; M 7,2,3; R 35 etc.); de la Virgen María (V 33,14-16; 36,24; 38,13; 39,26…; R 25; 48 etc.); de san José (V 33,12.14…); de santa Clara (V 33,13); san Pedro y san Pablo (V 29,5); san Pedro de Alcántara (V 27,19;36,30); de otros santos (V 40,13 y 38,15); “si ve algunos santos, los conoce como si los hubiera mucho tratado” (M 6,5,7); su padre y su madre en el cielo (V 38,1); su hermana María después de muerta (V 34,19); el P. Pedro Ibáñez (V 38,13); el fundador del Carmelo de Valladolid, don Bernardino de Mendoza (F 10,15). Apariciones de Ángeles (V 29,13; 31,11; 33,15; 39,22; R 25…) e incluso de demonios (V 31,2-3.9.10).

Tomás Álvarez

María Santísima

No es un tema que haya sido suficientemente estudiado en la Santa. A partir de los años 20 de este siglo se ha investigado un poco más. Acaso porque otros temas han tenido más resonancia en su vida, experiencia y doctrina. Pero lo cierto es que la Virgen María está presente en los momentos más influyentes de la vida personal, fundacional y de escritora de Teresa de Ahumada, ya desde el hogar paterno.

Haré especial hincapié en la presencia mariana carmelitana. Para Teresa de Jesús, María es algo así como la presencia materna en el espíritu y en la forma de entender a Cristo, a la Iglesia y a las fundaciones que ella irá haciendo a partir del año 1562, como el medio de ayudar a la Iglesia en el cumplimiento de su finalidad. De ahí que sea interesante, y necesario, exponer tal presencia mariana y carmelitana por las connotaciones que tiene en su modo de entender la presencia de María en su vida personal, como fundadora-renovadora de un espíritu-estilo de vida ya antiguo y clásico, y como escritora que va a tener una influencia enorme en la espiritualidad posterior en la Familia del Carmelo y en toda la Iglesia.

La Santa hace un despliegue enorme de formas y de nombres para expresar la realidad de María Santísima, tal y como ella la entiende y la vive.

De todos los títulos y modos marianos, el que más usa santa Teresa de Jesús es SE–ORA (unas 66 veces). Después es el de VIRGEN (unas 40 veces). Luego, que es el título más importante para la Santa, viene el de MADRE (unas 25 veces). En lugares más secundarios están los títulos de PATRONA (8 veces), Reina de los ángeles (3 veces), Reina del cielo (1 vez), Intercesora (2 veces), Emperadora (1 vez) y Priora (1 vez). El título del Carmen o del Monte Carmelo lo usa con una relativa frecuencia; hemos contabilizado unas cinco veces, unido también a la «Regla» y al «Hábito» de la Orden. En ocasiones hace igualmente alusión a la Orden del Carmen o a la Virgen del Carmen sin poner el nombre concreto, sino que habla simplemente de la Orden de la Virgen o de la Orden de Nuestra Señora o de la Virgen Nuestra Señora o de «las hijas de la Virgen, cuyo hábito traemos».

Considero texto esencial, y casi resumen de todo el marianismo teresiano, M 3,1,3: «Y vosotras, hijas mías, alabadle que lo sois de esta Señora verdaderamente; y así no tenéis para qué os afrentar de que sea yo ruin, pues tenéis tan buena madre. Imitadla y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla por patrona».

Efectivamente, Teresa de Jesús ha hecho auténtica profesión de confianza en «los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya». Ella trae el hábito de la Virgen y también sus hijas, aunque sea indignamente. «Cuyo hábito traigo» o «cuyo hábito traemos o llevamos» es una frase muy suya y muy repetida, para significar su filiación y pertenencia a la Familia de la Virgen del Monte Carmelo. Se pueden ver los textos: C, protestación 13,3; CE 19,3; V 36,28; M 3,1,2; F Pról, 5; 16,5; 28,35.

Ellas son hijas verdaderamente de esta Señora, tan buena madre. Por eso recomienda imitarla y considerar la grandeza de esta Señora «y el bien de tenerla por patrona».

1. Presencia de María en su vida

El alma profundamente mariana de santa Teresa de Jesús se forja progresivamente, ya desde los primeros balbuceos de la infancia en el hogar familiar. Ella misma nos dice como a la edad de seis años su madre tenía un cuidado especial de que fuera devota de la Virgen: «Esto [el que su padre fuera aficionado a leer libros espirituales], con el cuidado que mi madre tenía de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos, comenzó a despertarme de edad, a mi parecer, de seis o siete años» (V 1,1).

Desde muy niña procuraba soledad para practicar sus devociones preferidas: «Procuraba soledad para rezar mis devociones, que eran hartas, en especial el rosario, de que mi madre era muy devota, y así nos hacía serlo» (V 1,6).

Seguirá la Santa diciéndonos cómo cuando murió su madre, D.ª Beatriz, se dio cuenta de lo que había perdido, y acudió a la Virgen de la Caridad, en la ermita de San Lázaro, para pedirle que fuera ella su madre: «Acuérdome que, cuando murió mi madre, quedé yo de edad de doce años, poco menos. Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre con muchas lágrimas» (V 1,7). Generalmente se admite que Teresa de Ahumada tenía ya entonces la edad de 13 años para 14.

Este acontecimiento, sencillo en sí, pero muy emotivo y evocador en realidad para la Santa, vemos cómo lo entiende que la Virgen, buena Madre y eficaz Intercesora, la rescató para Ella: «Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí» (V 1,7). Puede referirse a su conversión y a su vocación de carmelita, o a una de las dos.

Desde muy pequeña entra Teresa de Ahumada en comunión con el hecho mariano, que hará que se manifieste a lo largo de toda su vida espiritual e igualmente de fundadora: presencia y confianza constantes.

Todo esto irá aumentando en su juventud y se acrecentará con su entrada en el Carmelo. A los veinte años Teresa entra en el convento de la Encarnación de Ávila. Allí, como todo el Carmelo, la presencia de María es total: liturgia, cuadros, títulos, devociones, fiestas. Especialmente el hábito del Carmen ha marcado a Teresa. La persona de María del Carmen es como la personalización y la encarnación del estilo y del espíritu de toda la Orden.

Y efectivamente, ella conserva lo que ha vivido en su casa; concretamente su devoción al rosario y la devoción a la Virgen en su Asunción al cielo, fecha en la que quedó aparentemente muerta durante tres días, como ella misma nos recuerda en V 5,9.

A partir de sus experiencias místicas,la presencia de María se acentúa, pues será parte integrante de muchas de esas gracias místicas, incluso extraordinarias, como se verá más adelante.

2. Experiencia mística de María en Teresa de Jesús

De la vida, en su discurrir cotidiano y humano, pasó a ver la presencia de María en su vida espiritual, en la oración y en la doctrina de la Santa.

Dentro de la abundancia de gracias místicas, que Teresa de Jesús recibe a lo largo de su vida espiritual, las que tienen por objeto y contenido a María son bastantes, y algunas significativas para su vida y para su obra de fundadora.

La Virgen entra en escena con una gracia mística personal que tiene dos objetivos: por una parte, es el don de una pureza total de sus pecados y, por otra, una especie de vestición que la Señora hace a Teresa, anunciándole el hecho de ser desde ahora madre de una Nueva Familia Religiosa: El Nuevo Carmelo. Lo cuenta así la Santa: «Parecióme, estando así, [en arrobamiento grande], que me veía vestir una ropa de mucha blancura y claridad, y al principio no veía quién me las vestía. Después vi a nuestra Señora hacia el lado derecho y a mi padre San José al izquierdo, que me vestían aquella ropa. Dióseme a entender que estaba ya limpia de mis pecados. Acabada de vestir, y yo con grandísimo deleite y gloria, luego pareció asirme de las manos nuestra Señora: Díjome que le daba mucho contento en servir al glorioso San José, que creyese que lo pretendía del monasterio se haría y en él se serviría mucho al Señor y ellos dos; que no temiese habría quiebra en esto jamás, aunque la obediencia que daba no fuese a mi gusto, porque ellos nos guardarían, y que ya su Hijo nos había prometido andar con nosotras; que para señal que sería esto verdad me daba aquella joya» (V 33,14).

Indudablemente que a los planes de Jesús se une la ayuda y la presencia de María. El Nuevo Carmelo de Teresa de Jesús será también obra de la Virgen María.

En el nº 15 de este mismo capítulo de Vida, la Santa completa la descripción de esta visión con los siguientes detalles de gran hermosura: «Era grandísima la hermosura que vi en nuestra Señora, aunque por figuras no determiné ninguna articular, vestida de blanco con grandísimo resplandor, no que deslumbra, sino suave. Al glorioso San José no vi tan claro, aunque vi que estaba allí, como las visiones que he dicho que no se ven. Parecíame nuestra Señora muy niña».

La vestición mariana había tenido como un signo precioso y valioso en un collar de oro, echado por la Bienaventurada Virgen María al cuello: «Parecíame haberme echado al cuello un collar de oro muy hermoso, asida una cruz a él de mucho valor» (V 33,14).

No me detengo a relatar los muchos fenómenos místicos y las muchas experiencias místicas que la Santa tiene en torno a María, la Madre de Dios. Son vivencias y experiencias muy profundas de María que tienen sus repercusiones a nivel de vida espiritual personal de Teresa de Jesús, de su tarea de escritora y de su obra de fundadora.

No es difícil comprobar cómo se da un cierto paralelismo entre la experiencia teresiana crística y mariana. Como sucede con el resto de todas las demás experiencias místicas teresianas. Todas tienen un objetivo común, que es la gloria de Dios, la santificación de la agraciada y el ayudar a la Santa a servir sin condiciones a la Iglesia, pues ella es consciente de que sirviendo a la Iglesia, mediante la oración, el sacrificio y demás realidades de la vida del Nuevo Carmelo, está sirviendo a María, a quien pertenece la misma Iglesia y el Carmelo en concreto.

Por eso podrá decir la santa Fundadora, ya al final de sus muchos trabajos, dificultades y problemas generados por las fundaciones: «…y nosotras nos alegramos de poder en algo servir a nuestra Madre y Señora y Patrona». (F 29,23). «…y poco a poco se van haciendo cosas en honra y gloria de esta gloriosa Virgen y su Hijo. ¡Sea por siempre alabado, amén, amén!» (F 29,28).

También sus escritos quieren ser honra, gloria y servicio a Dios y a la Madre de Dios, Patrona y Señora del Carmelo. Así confiesa la Santa su actitud al preparar Camino de Perfección para la edición, según el ms. de Toledo: «Si algo hubiere bueno, sea para gloria y honor de Dios y servicio de su sacratísima Madre, Patrona y Señora nuestra, cuyo hábito yo tengo, aunque harto indigna de él».

3. Doctrina mariana, nacida de su experiencia

En santa Teresa de Jesús no se puede hablar nunca de doctrina sino a partir de su propia experiencia. Ella siempre fue por delante en el ser adoctrinada, experienciar y vivenciar, para poder comunicar así, de alguna manera, enseñar o adoctrinar.

Las fuentes de su doctrina mariana fueron, indudablemente, la predicación, la lectura, el confesionario y, sobre todo, la oración, fuente de experiencia, juntamente con la liturgia, que siempre celebró con devoción y gozo, en particular las fiestas de la Virgen, en alguna de las cuales recibió muchas gracias místicas relativas a la vida y misterios de María.

Los puntos en los que incido un poco son:

María, Madre de Dios…

Es el título de María que más devoción, admiración y veneración causa en el alma de Teresa de Jesús. La consideración de María y la contemplación de Dios, Padre y Señor, pasa por la encarnación y por la Humanidad de Cristo. A María se le considera siempre muy unida a la Humanidad de Cristo en la vida cotidiana, y hasta en las alturas de la mayor contemplación; son camino seguro para la unión de amor con Dios. Los textos tradicionales de V 22 y M 6,7 dan buena razón de todo esto.

María en el misterio de Cristo: vida y predicación

Teresa de Jesús contempla toda la vida de María de Nazaret unida a Cristo, su Hijo, en la vida oculta de Nazaret y en la vida pública por las aldeas y ciudades de Palestina. Ella es la Madre del Hijo de Dios, Jesús de Nazaret, que comparte todo lo que El hace y que goza, sufre y fracasa o triunfa con El. Son dos vidas paralelas, de alguna manera. Siendo distintas, están unidas por el amor y la entrega a Dios y por el amor y el servicio a los hombres.

María en el misterio de la Iglesia

La Santa está segura de que María es parte integrante e importante de la Iglesia, a la que ella quiere ayudar en su evangelización y en la tarea de llevar hasta los confines de la tierra el Evangelio, la salvación.Servir a la Iglesia, amar a la Iglesia, defender a la Iglesia con la oración y con las misiones, es servir a María, amar a María y defender a María. Como prestar todo esto a María es prestárselo a la Iglesia, pues son Nuevos Carmelos –«palomarcitos» de María– para servir y ayudar a la Iglesia en su evangelización.

María, modelo y madre de la vida espiritual

María es modelo en todo: en vida de gracia y de virtudes; de oración y de vida cristiana. Pero es también madre de toda la vida espiritual.

Todo parte de María como modelo del seguimiento a Cristo. En María encuentra la Santa el modelo para ella y para sus hijas del seguimiento de Cristo, así como en María encuentra la dignidad de ser mujer y de ser cristiana (cf CE 4,1) donde dice así: «Ni aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo, las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha piedad, y hallasteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres, pues estaba vuestra sacratísima Madre en cuyos méritos merecemos –y por tener su hábito– lo que desmerecimos por nuestras culpas»).

Teresa hace resaltar cómo María siguió a Cristo hasta la cruz, y llena de fortaleza: «¡Qué debía pasar la gloriosa Virgen al pie de la Cruz!» (C 26,8). La Santa describe la actitud de María al pie de la Cruz así: «Estaba al pie de la cruz y no dormida, sino padeciendo su santísima alma y muriendo dura muerte» (Conc 3,11).

De este seguimiento de Jesús hasta el final nace el ser modelo de oración y virtudes cristianas.

El Carmelo es una estirpe de contemplativos: este fue nuestro principio y de esta casta venimos, de aquellos santos Padres nuestros del Monte Carmelo (cf M 5,1,2). En la Virgen del «Fiat» el cristiano ha de encontrar el modelo de entrega a Dios y de su contemplación (cf M 5,1.2.3).

María es igualmente modelo de todas las virtudes cristianas. No podía ser menos, pues Teresa de Jesús ve en María la mujer engrandecida por el Señor y, al mismo tiempo, la mujer cercana y entregada al servicio del hombre en la cristiandad. Por eso la Santa contempla en Ella dos clases de virtudes especialmente: Por una parte dos de las tres virtudes teologales, como son la fe y la caridad, y, por otra, dos virtudes morales: la humildad y la pobreza.

«Su Madre Sacratísima, porque estaba firme en la fe, que sabía que era Dios y hombre…» (M 7,7,14). María Santísima se apoyó siempre y en todo en la fe, desde la Encarnación hasta la Resurrección.

No fue menos grande y práctica en la caridad. La Santa está convencida de la fuerza y esencialidad de la caridad cuando dice: «Entendía que cual era mejor la pobreza o la caridad. Que pues era lo mejor el amor, que todo lo que me despertase a él no lo dejase» (R 30). Si este mandamiento se guardase en el mundo como se ha de guardar, creo aprovecharía mucho para guardar los demás» (C 4,5).

En la Vida Cristiana siempre habrá un motivo mariano para vivir el amor de unos para con otros: «Así que, mis hijas, todas lo son de la Virgen y hermanas, procuren amarse mucho unas a otras y hagan cuenta que nunca pasó» (cta 326,5, a las Carmelitas Descalzas de Sevilla).

Dos virtudes morales muy características en la Virgen, son la humildad y la pobreza, que hasta en el Magnificat ensalza María (cf CE 19,3).

Humilde es María en el nacimiento de Jesús (cf C 16,2). Y por eso habrá siempre que imitarla (cf C 13,3). Humilde es María en la Presentación de Jesús en el Templo (cf C 31,2). María es también humilde porque sabe preguntar. Por eso es más sabia que nadie (cf Conc 6,7).

Desde el punto de vista de la presencia materna de María en la vida de la Santa, dos son sus dimensiones más frecuentes: su intercesión y la Virgen Dolorosa o del sufrimiento.

María es la que intercede constantemente ante Dios por los hombres, particularmente por los pecadores. Se puede ver, entre otros, los siguientes textos: V 1,7; 5,1 y 6; F Pról., 5; 10,2; 10,5; 16,5; 23,4; M 1,2,12; CE 4,2…).

En cuanto a los dolores (y los gozos) de María, se pueden ver los siguientes textos: V 6,8; R 15,1; 36,1; 58; M 6,7,6. cta 8,9, a Dña. Luisa de la Cerda.

La devoción, el amor y el hecho de querer inculcar la devoción a María en todos los cristianos, pero especialmente en sus hijas y en todo el Carmelo, están plasmados en definitiva, en interés por hacer un comentario al Ave María, como lo hizo al Padre Nuestro. Nos lo confiesa ella con estas palabras: «También pensé deciros algo de cómo habéis de rezar el Ave María» (CE 73,2). Un propósito que no pudo cumplir por sus muchas ocupaciones, y que hubiera sido una buena síntesis de toda su experiencia mariana, de su doctrina y de su marianismo (incluso mariología), de alguna manera elaborados y doctrinalmente organizados.

4. Advocación especial del Carmen o del Monte Carmelo

La devoción a la Virgen del Carmen o del Monte Carmelo, juntamente con un amor incansable y una labor sin treguas por su expansión y renovación, se respira por todos los poros del cuerpo de la Santa y por los resquicios más inverosímiles de su espíritu.

El amor a la Virgen es desde el seno materno, y en el hogar familiar se alimenta constantemente. Todo ello se incrementará fuertemente con su ingreso a los veinte años en el Carmelo, que tiene una tradición mariana muy viva.

A todo esto hay que añadir su propia experiencia personal, ya sea espiritual ya sea fundacional. El Carmelo es propiedad de la Virgen; afirmada de diversas maneras esta propiedad; el Carmelo es la Orden de la Virgen Nuestra Señora.

Uno de los propósitos de su primera fundación (la de San José, de Ávila) era honrar el hábito de la Virgen: «Y hecha una obra que tenía entendido era para el servicio del Señor y honra del hábito de su gloriosa Madre, que estas eran mis ansias» (V 36,6).

Efectivamente, el Señor le agradece en una ocasión lo que está haciendo por su Madre: «Estando haciendo oración en la iglesia antes que entrase en el monasterio, estando casi en arrobamiento, vi a Cristo que con grande amor me pareció me recibía y ponía una corona y agradeciéndome lo que había hecho por su Madre» (V 36,24).

Siempre se sintió ella personalmente y a toda la Orden, protegida y amparada por la capa o el manto de la Virgen del Carmen. Todo ello era para santa Teresa signo del alto grado de gloria que el Señor daría a sus conventos: «Otra vez, estando todas en oración después de Completas, vi a nuestra Señora con grandísima gloria, con manto blanco, y debajo de él parecía ampararnos a todas; entendí cuán alto grado de gloria daría el Señor a las de esta casa» (V 36,24).

Curiosamente la Santa habla siempre de capa, de manto o de hábito de la Virgen del Carmen o de Nuestra Señora del Monte Carmelo, pero ni una sola vez habla del Escapulario del Carmen como signo de protección o de amparo de la Virgen. Solamente en dos ocasiones habla en las Constituciones de las medidas materiales que ha de tener el escapulario, prenda que forma parte de todo lo que es el hábito carmelitano. Se puede ver Constituciones 4,2 y 17,10. Probablemente a la Santa le interesaba más la persona misma de la Virgen en la Orden que los privilegios o formas externas de su presencia, significadas por una pieza concreta del hábito, cuando, en realidad, el signo más completo y totalizante de consagración, de entrega y de permanencia a la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo es todo el hábito en sí, considerado en su totalidad.

Como consecuencia de la presencia y de todo el amor de María a la Familia del Carmelo, Teresa de Jesús propone unas actitudes concretas de respuesta filial:

1ª) Servir a la Señora, Madre, Reina y Patrona de la Orden.
2ª) Amor a la Virgen y a su Orden.
3ª) Guardar la Regla de Nuestra Señora y Emperadora con la perfección que se comenzó.
4ª) Alabanza y gratitud a la Señora y Patrona y Madre, cuyo hábito traemos y de la que somos hijas, por las nuevas casas –«palomarcitos de la Virgen»– que se van fundando, para su gloria y honra.
5ª) Gozo y júbilo de hijas por ser tan queridas y amadas por la que es Madre del Señor e Intercesora nuestra.
6ª) Teresa de Jesús se acoge a la bondad de María como se acoge a la misericordia de Dios: «Válgame la misericordia de Dios, en quien yo he confiado siempre por su Hijo sacratísimo y la Virgen nuestra Señora, cuyo hábito por la bondad del Señor traigo» (F 28,35).

5. Conclusiones

1ª. La devoción y el amor a María, la Virgen, en santa Teresa de Jesús, son hondamente filiales, arraigados en la tradición familiar y en la devoción del pueblo, que se incrementan y se personalizan en la vida del Carmelo y que tienen rasgos personales y de propia experiencia.

2ª. Los títulos que la Santa usa en la manera de entender las relaciones espirituales con la Virgen María son muchos y de calado diverso. Pero siempre corresponden a los convencimientos, actitudes y deseos profundos que anidan en la inteligencia, en el corazón y en el celo evÁngelizador de santa Teresa de Jesús.

3ª. El verdadero camino del descubrimiento de María Virgen en la vida de la Santa es la oración y la experiencia mística, acompañadas de la imitación de la oración recogida de María y de sus virtudes más destacadas en el Evangelio.

4ª. Santa Teresa de Jesús no hace –y sería una osadía en su tiempo intentarlo– ningún tratado de Mariología. Sí está claro que la Santa habla muchas veces de María en sus escritos y que en su vida tiene presencia preponderante e influyente.

5ª. No hay en ella conceptos mariológicos, sino vivencia y experiencia marianas. Se podría mejor hablar, pues, de marianismo teresiano que de Mariología teresiana.

6ª. Su testimonio mariano es esencialmente experiencial y vivencial.

7ª. La experiencia y vivencia espirituales son parte de la vida espiritual. Por consiguiente son fuentes de enseñanza que se transmite, como es el caso de santa Teresa de Jesús.

8ª. La experiencia teresiana de María va unida a su experiencia trinitaria y crística fundamentalmente. Se da un cierto paralelismo en ese campo concreto experiencial teresiano.

9ª. La Santa ve, ama y venera a María particularmente como Madre, Virgen, Señora. En un segundo lugar como Reina, Patrona, Intercesora, Emperadora.

10ª. La Orden del Carmen es la Orden de Nuestra Señora, de la Virgen.

11ª. Propone santa Teresa con frecuencia a la Virgen como modelo de unión con Dios, de oración y como maestra de todas las virtudes, entre ellas de la fe, la caridad, la humildad y la pobreza.

12ª. María está presente en toda la vida de la Santa: desde su niñez, pasando por su juventud, hasta llegar a su muerte, tanto en la vida espiritual como en su quehacer de fundadora, además de su tarea de escritora y formadora.

13ª. El tema de María en santa Teresa de Jesús no ha suscitado demasiado entusiasmo. Dentro de la investigación mariana en la Santa los temas más estudiados han sido su devoción y su amor a María y su experiencia mística de María.

BIBL. – Eloy Ordás, Mariología de Santa Teresa de Jesús, Lérida 1923; A. de Castro Albarrán, Mariología de Santa Teresa de Jesús, Lérida 1934; Archange de la R. du Carmel, La Mariologie de Sainte Thérèse, Etudes Carmelitaines 9 (1934) VIII-62; Otilio del Niño Jesús, Espíritu mariano de Santa Teresa de Jesús, MteCarm. 42 (1941) 154-165; 211-226; 247-266; Ildefonso de la Inmaculada, Principios marianos de la Reforma Teresiana: Un precedente de la escuela francesa del siglo XVI, Ephemerides Mariologicae 31 (1981) 35-50; Miguel Boyero, María en la experiencia mística teresiana, Ephemerides Mariologicae 31 (1981) 9-33; Miguel Boyero, La Virgen María en la espiritualidad de Santa Teresa de Jesús, Roma 1977; Pedro María Valpuesta, La Virgen María en Santa Teresa de Jesús, MteCarm. 89 (1981) 183-208; Emmanuel Renault, Vie et pensée mariales de Ste. Thérèse d’Ávila, Saint-Sever/Adour, 15 Août 1988, 23 pp.; Joseph de Sainte Marie, La Vierge du Mont-Carmel. Mystère et prophétie, Editions P. Lethielleux, París 1985, pp. 291-341: Annex 1: L´experiénce et la doctrine mariales de Sainte Thérèse de Jésus.

Mauricio Martín del Blanco

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Locuciones

Toda la experiencia mística teresiana se puede examinar bajo dos aspectos: objetivo (estudio de los objetos de experiencia mística) y subjetivo (formas o modos de experiencia de esos objetos). Aspectos teológico y psicológico, respectivamente.

Entre los diversos modos de experiencia mística, se examinan en este artículo las locuciones místicas, o hablas interiores, que, juntamente con las visiones, son la forma mística extraordinaria más frecuente en la vida de Teresa de Ávila.

Este epifenómeno místico es una manera concreta de revelación. Por su naturaleza específica constituye un modo singular de experiencia extraordinaria en el camino de la mística de la Santa. Por sus repercusiones teológico-espiritual-psicológicas es una forma de conocimiento vital de todo lo que es el misterio de lo sobrenatural.

Las hablas interiores, apenas si se pueden separar del resto de los fenómenos místicos extraordinarios teresianos, por la vivencia particular que tienen en la vida y doctrina de Teresa de Jesús y, por consiguiente, no es fácil determinar sus efectos e influjos concretos en su vida. Asimismo, resulta difícil encasillar la doctrina de la Doctora Mística en los cánones estereotipados de los teólogos, pues plantean no pocos problemas a nivel doctrinal y científico.

De todas formas, esto no es exclusivo de las hablas místicas teresianas, como si sólo en ellas se toparan los lectores con esas dificultades, sino que es algo inherente a todos los fenómenos místicos extraordinarios, tanto en Teresa de Jesús, como en cualquier otro místico. Pero sí es cierto, que esos problemas son más complejos y sutiles en las locuciones místicas, en general, por aquello de saber discernir si me ha dicho el Señor, o si me he dicho yo mismo, o si el diablo se ha hecho presente con sus sugerencias y propuestas. La fuerza de la imaginación, la autosugestión, las intromisiones diabólicas, pueden ser un hecho tan sutil, que se deben tener unos principios evangélicos y teológicos muy claros y seguros, para poder discernir y actuar en consecuencia.

Al escribir sobre locuciones místicas teresianas, me propongo hacerlo desde el prisma personal y doctrinal teresianos; es decir, las hablas interiores en Teresa de Jesús –su experiencia personal– y la doctrina en torno a las mismas, dada por la Santa.

1. Noción, especies y modos

En primer lugar, téngase en cuenta que la palabra locución-locuciones, no se halla en el vocabulario de Teresa de Jesús. Es la traducción, hecha por los investigadores teresianos, de hablas interiores, palabras de Dios, oí estas palabras de Dios.

Se pueden definir así: «La función o actividad específica del sentido del oído». Esto si se entiende la locución en el sentido pasivo: se oye o escucha lo que otro habla o dice. Hay uno que habla (locución, entendida activamente), y otro que escucha u oye (audición). Dios habla, Teresa oye o escucha. Analógicamente consideradas, las locuciones místicas son: «Percepciones e ilustraciones sobrenaturales extraordinarias, dadas gratuitamente al hombre, según condiciones psicológicas, en orden a su santificación».

Las hablas interiores comportan, pues, por parte del que las oye, un género concreto de experiencia mística, y conocimiento conceptual o nocional.

Las locuciones místicas se dividen, según la doctrina experiencial teresiana, expuesta por ella muy particular y detenidamente en Vida, capítulos 25 y 27, y en M 6, capítulo 3, de la siguiente manera, con los consiguientes modos que conllevan las diferentes especies de locuciones místicas:

– Corporales: formadas en los sentidos externos.
– Imaginarias-intelectivas: formadas en los sentidos internos, pero de manera dominante en la imaginación.
– Intelectuales-imaginativas, o intelectuales formadas: formadas en los sentidos internos, pero con dominio en el entendimiento; se las puede llamar también intelectuales no puras.
– Intelectuales puras: sin forma alguna; se las puede llamar por eso precisamente intelectuales no formadas, o sin forma de palabras.

2. Propiedades

Las locuciones corporales son las que se perciben por los oídos corporales; son sensibles externamente. Son las menos frecuentes, y las más imperfectas. Teresa de Jesús sólo tuvo dos de esta especie, relatadas por ella misma en V 31,2 y 39,3.

Las locuciones imaginarias-intelectivas vienen caracterizadas por tres notas singulares: A) circunstancias: suelen acontecer cuando está el espíritu en recogimiento, como se puede ver en V 25,5, en M 7,1,5 y en R 54,6. B) certeza: en principio no hay duda que son de Dios, pero luego sobrevienen las dudas y temores, porque en ellas se puede inmiscuir el diablo y la propia imaginación; se puede consultar V 25,7 y M 6,3,4-5. C) objeto: en estas locuciones se le comunican al alma «grandes sentencias que le dicen» (V 25,4 y 6) y «quedamos enseñadas y se entienden cosas que parece era menester un mes para ordenarlas, y el mismo entendimiento y alma quedan espantadas de algunas cosas que se entienden» (V 25,8). La Santa atribuye también a las locuciones imaginarias las palabras llamadas «sustanciales», que causan lo que significan y expresan, y que, comúnmente, los autores atribuyen sólo a las hablas intelectuales (cf V 25,3 y 6; M 6,3,5).

Las locuciones intelectuales formadas tienen las siguientes propiedades o notas específicas: A) circunstancias: suelen estar acompañadas de alguna visión intelectual (cf M 6,3,12); con frecuencia tienen lugar cuando el alma no está recogida, improvisamente y de repente «y aun algunas veces estando en conversación» (cf M 6,3,13). B) certeza: dan una certidumbre mayor que las imaginarias; es una manera más perfecta de comunicación (cf M 6,3,12). C) objeto: contienen un argumento más alto que las precedentes, pues se comunican al alma grandes secretos y verdades. Todavía más, el contenido ideológico de estas locuciones excede el sentido y significado de las palabras (cf M 6,3,15).

Las locuciones intelectuales puras o no formadas. En ellas Dios se comunica al alma sin palabras formadas, ni en el sentido, ni en la imaginación, ni en el entendimiento. A) circunstancias: los sentidos no están suspendidos, sino que están muy en sí, aunque son completamente pasivos (cf V 27,7). B) certeza: aventajan en certeza a todas las demás hablas místicas, pues el demonio no tiene poder para inmiscuirse en ellas. Sólo Dios es el que actúa y el que da estas gracias (cf V 27,7). Estas locuciones puras permanecen «fijas», «esculpidas», «impresas», en el alma. C) objeto: aventajan a las otras locuciones. Son como una intuición de Dios hecha en fe; por eso el contenido de estas hablas interiores tendrá que ser el mismo Dios, sus atributos divinos y sus misterios. Dice Teresa de Jesús que en ellas le comunica el Señor secretos y grandezas suyas, principalmente el misterio de la Santísima Trinidad. De aquí su inefabilidad (cf V 27,6 y 9; M 6,3,16).

3. Objetos de las locuciones místicas

Se propone aquí simplemente una posible clasificación de los objetos de las hablas divinas teresianas, sin otro detenimiento,pues se ha hecho ya un estudio amplio de los objetos, y además catalogados, de las mismas:

A. Su propia vida espiritual: purificaciones activas, purificaciones pasivas, pruebas de los confesores y directores espirituales, gracias de unión, desposorio espiritual, matrimonio espiritual, y sobre el demonio.
B. La vida espiritual de otras personas.
C. Apostolado: fundaciones, magisterio escrito, mercedes y gracias divinas.
D. El alma: su estructura espiritual, su dignidad, su potencialidad.
E. La gracia: participación de la vida divina, su virtualidad salvadora.
F. Dios, Uno y Trino.
G. Cristo: Dios-Hombre, Mediador.
H. Otros: muerte de personas, negocios.

4. Contenido

Es muy amplio y diverso el contenido de las locuciones místicas en Teresa de Jesús, como se ha podido ya deducir de los objetos anteriormente reseñados.

Este contenido tiene una doble línea de desarrollo: el cronológico, que se despliega, desde la información que la Santa recibe sobre sus actividades exteriores, hasta la información acerca de los diversos estados de su vida interior; y el evolutivo, que se refiere a la evolución de su vida espiritual. Bajo este aspecto, la línea de desarrollo de las hablas interiores describe un proceso de interiorización-inmersión, que va, desde la conversión definitiva (año 1554), hasta la unión transformante y la presencia continua de la Trinidad Santísima.

Teniendo en cuenta esta doble línea de desarrollo, pueden distinguirse tres grupos distintos de hablas divinas: 1º/ de contenido informativo (las llamadas divinas, los imperativos divinos); 2º/ de contenido afectivo-espiritual (purificaciones pasivas, gracias de unión); 3º/ de contenido doctrinal: a) de realidades fundamentales (alma, gracia, Dios, supremo principio, las experiencias cristológicas, las experiencias trinitarias); b) de realidades ascéticas (valor del sufrir, pureza de intención, desasimiento, humildad).

5. Efectos de las locuciones divinas

Se distinguen aquí los efectos de las hablas interiores de lo que son la finalidad e influencia de las mismas en la vida, y concretamente en la oración, de la Santa.

Los efectos se pueden diferenciar respecto al alma y respecto al cuerpo. En cuanto al alma, simplemente se recuerdan algunos, pues son muchísimas las veces que Teresa de Ávila nos comunica dichos efectos en sus escritos, primordialmente en Relaciones, Vida, Moradas y Fundaciones: consuelo, desaparición de las penas, certeza grande, delicadeza espiritual, harto deseo de padecer, satisfacción espiritual, temor y consuelo a la vez, temor de ser engañada por el demonio, señorío grande contra los demonios, espanto, deseo grande de pobreza, consuelo y soledad, recogimiento en la oración, poco miedo a la muerte a la que antes tanto temía, harta confusión y pena a veces, grande provecho y conocimiento de lo que debía a Dios, fatiga, grandísima fortaleza, especialísima verdad de esta divina Verdad, sosiego, sin ninguna pena, gran luz, certidumbre, gran quietud, recogimiento devoto y pacífico, disposición para alabar a Dios, alegría, admirable memoria de Dios y un miramiento grande de no hacer cosa que le desagrade. Respecto al cuerpo, quiero hacer resaltar estos textos: «Y quedóme buena la cabeza» (R 26,2). «Quedaba del todo sana» (V 30,14). «Verdad es que, como Su Majestad me vio flaca, repentinamente me quitó la calentura y el mal» (F 27,17).

Es curioso constatar las repercusiones físicas que todo fenómeno místico extraordinario tiene en la trayectoria existencial de santa Teresa de Jesús.

6. Valoración teológica y espiritual

El valor de las locuciones místicas teresianas resulta de dos razones fundamentales: 1/ De la riqueza y multiplicidad de formas de experiencia. 2/ De la intensidad y continuidad de actuación.

1. Riqueza y multiplicidad de formas de experiencia. Por una parte, las hablas interiores de Teresa de Jesús crecen en multiplicidad de formas y de objetos experienciados. Estas alternan con otros modos de experiencia. Sobre todo, con las visiones, con frecuencia unidas a las locuciones. Por otra parte, los objetos experienciados son cada vez más complejos, abrazando los diferentes sectores de la vida de la Santa. Las primeras locuciones se refieren únicamente a su vida interior; más tarde se extienden también a otros sectores de su vida exterior: fundadora, apostolado, magisterio. De aquí resulta la doble función de las hablas místicas teresianas. Una, en orden a la vida espiritual; otra, en orden a sus actividades externas. Ambas funciones se desarrollan paralelamente. Pero, mientras que su actividad externa carece de unidad y continuidad, su realidad interior sigue un proceso de ascensión lineal en intensidad y continuidad.

2. Intensidad y continuidad de actuación. A medida que Teresa de Jesús avanza en la escala de la contemplación, las locuciones interiores son más elevadas y frecuentes. Se va intensificando el trato personal entre Dios y Teresa.

Esta graduación de verticalidad hacia Dios la constata ella misma: «Las visiones y revelaciones no han cesado, mas son más subidas mucho» (R 2,2). Es una muestra referida a las visiones y revelaciones, de las cuales forman parte integrante las locuciones.

De conformidad con este desarrollo, constatado por la misma Santa de Ávila, las primeras locuciones son prevalentemente imaginarias. En una segunda fase sobrevienen las intelectuales, en las que se le comunican grandes secretos y verdades. Por fin, en el matrimonio espiritual o místico, van desapareciendo poco a poco las hablas imaginarias, hasta quedar sólo las intelectuales, que culminan siendo de continua presencia divina y de coloquio de mirada intelectual. Es entonces cuando Dios revela a Teresa de Jesús los más delicados y profundos misterios de su vida intratrinitaria.

7. Influencia en la vida de Teresa de Jesús

El influjo de las hablas interiores en la vida de la Santa, de alguna manera se ha podido constatar ya al exponer, aunque haya sido con gran brevedad, el contenido y los objetos de las mismas. Esta presencia constante de las locuciones en la existencia de Teresa de Jesús ¿es meramente concomitante y circunstancial, o influye de una manera determinante en su vida?

Se debe dar una respuesta a esta cuestión planteada.

Se puede afirmar, siempre relativamente, que las locuciones interiores no son pura anécdota o circunstancia accidental en su vida entera, sino que la determinan psicológica y espiritualmente. Y esto se puede reconocer respecto a toda la fenomenología mística extraordinaria en la vida de santa Teresa de Ávila. La Santa, sin esta abundantísima lluvia de gracias místicas extraordinarias, hubiera sido otra santa y otra mística.

Por supuesto que no se trata de un determinismo intrínseco, que quita la libertad y, por consiguiente, la responsabilidad, el mérito y el demérito, sino de una asistencia divina especial, suavísima y sapientísima, y sin forzar para nada el espíritu de la agraciada. La gracia de Dios actúa siempre sin violencia, y hace más dulce y agradable su presencia. En una palabra, estas locuciones místicas reforman su psicología y su vida toda entera. Dirá la Santa: «Sus palabras son obras» (V 25,18; cf M 6,3,5 y M 7,2,7. Hay muchos más textos donde se afirma, tanto la reforma de su psicología, como de su vida en general).

En el caso de Teresa de Jesús, existe una relación muy íntima y ligada entre las hablas interiores y la vida de oración mística, en cuanto que las hablas no sólo acompañan las formas más elevadas de oración (desposorio y matrimonio místicos), sino también en cuanto la disponen positivamente, y la introducen suave, pero desconcertantemente, en estos estados de oración, cumbres insuperables en la vida del espíritu aquí en la tierra. La vida de Teresa de Jesús, y todo el complejo de cosas realizadas por ella, no se explicarían sin estas gracias extraordinarias del cielo.

8. Finalidad de las locuciones

Al hablar de la finalidad de las hablas interiores en la Santa, se pretende descubrir el sentido, los objetivos, los fines, que dichas gracias místicas extraordinarias tienen en su vida y obra, sea de fundadora como de escritora. ¿Para qué recibió esas hablas místicas Teresa de Jesús? ¿Qué quería o pretendía el Señor al hablarla? Sin duda alguna, dirigir su conducta en un sentido concreto y en circunstancias determinadas; guiarla a la perfección de la santidad. Tal es la finalidad de la economía de la gracia divina.

En general, la finalidad de las locuciones místicas es la orientación de la persona y de su actividad en sentido divino; no de toda la Iglesia como tal, sino de sus miembros individualmente considerados, en circunstancias y situaciones singulares, que suelen ser ordinariamente de dificultad, o de actividades de gran importancia para la Iglesia, y con proyección eclesial.

Por eso mismo, según cambien las circunstancias o las situaciones concretas de la persona, cambiarán también las hablas místicas. De ahí, la variedad plural y abundante de dichas locuciones.

El fin primordial, pues, de las locuciones interiores en la Santa ha sido su santidad personal, con grandes repercusiones en sus tareas sociales, humanas, eclesiales, apostólicas en general, hasta ser llevada a un grado altísimo de perfección cristiana, viviendo en diálogo continuo durante sus últimos años de vida, con las Divinas Personas. Todo ello teniendo una fuerte repercusión en la santidad de la Iglesia mediante su obra de fundadora y de maestra de la vida espiritual a través de sus escritos. Las hablas místicas le sirvieron de medio disponible para ese estado de matrimonio espiritual, que le fue concedido el año 1572, pórtico de la vida beatífica en el cielo. Concretando aún más, se puede decir que, en las locuciones místicas de santa Teresa de Jesús, se da un fin particular en cada una de ellas, y un fin general-espiritual de santificación. Estos dos aspectos son afirmados muchas veces por la misma Santa.

9. Criteriología teresiana de discernimiento

En este apartado se tocan dos cuestiones de máxima importancia, concretamente en Teresa de Jesús, harto diversamente juzgadas y apreciadas. Unos han afirmado categóricamente que todos los fenómenos místicos extraordinarios ocurridos en ella han sido engaños, ilusiones, autosugestiones –esto ya lo afirmaron algunos de sus confesores, que muy mal entendieron a la Santa–, aplicando criterios puramente psicológicos, no verificados, y sin tener en cuenta los criterios teológicos, de mayor importancia en estos casos, y más aún en el caso de la devotísima hija de la Iglesia, Teresa de Jesús.

Este extremismo en los juicios nos previene ya acerca de los prejuicios que se deben evitar en la emisión de un juicio que, ante todo y sobre todo, debe ser objetivo y probado.

Las dos cuestiones que nos interesan son: A) Origen de las hablas místicas. B) Distinción entre hablas verdaderas y falsas.

A) Origen de las hablas místicas. La Doctora Mística distingue tres fuentes de las locuciones interiores: Dios, el demonio, la propia imaginación: «Pues tornando a lo que decía de las hablas con el ánima, de todas las maneras que he dicho, pueden ser de Dios, y también del demonio y de la propia imaginación» (M 6,3,4). Quedan excluidas de esta posibilidad las locuciones intelectuales no formadas (cf M 6,3,1).

Evidentemente todas pueden tener un origen divino. ¿Pueden ser origen de las hablas interiores el demonio, la propia imaginación? ¿Es posible la autosugestión? Distingamos entre hablas imaginarias, y hablas intelectuales puras, sin forma de palabras.

En cuanto a las locuciones imaginarias, ésta es la doctrina de Teresa de Jesús. El hecho de la posibilidad de que intervenga el demonio en las hablas imaginarias-intelectivas, se desprende con claridad de la experiencia y doctrina teresianas. En varias ocasiones nos cuenta la Santa cómo la quiso engañar el diablo. Además, como se verá después, es tal la diferencia entre los efectos de la intervención de Dios a la del demonio, que no hay duda de la posibilidad, y del hecho, de las intervenciones diabólicas.

Todavía se puede dudar menos de la posibilidad de la existencia perniciosa de la autosugestión. Es éste el hecho por el que el espíritu, en sus manifestaciones más íntimas y espirituales, juzga como fenómenos místicos lo que es un puro engaño de la creatividad imaginativa.

Las personas débiles, flacas, melancólicas, están más predispuestas al engaño del demonio y a la autosugestión, precisamente porque la autosugestión tiene sus orígenes en la obsesión, y en la constante preocupación en materia espiritual, producida por la flaqueza. De ahí, los consejos acertadísimos por la captación psicológica que tiene de las personas, de santa Teresa de Jesús a las almas de oración. Conocía muy bien la Santa la psicología humana, especialmente la femenina, y por eso mismo ella distinguía siempre entre personas normales y anormales, es decir: melancólicas, flacas de imaginación, excesivamente sentimentales.

Respecto a las locuciones intelectuales, así es la doctrina de Teresa de Ávila. Evidentemente, la posibilidad de que estas hablas interiores místicas puedan ser fruto de autosugestión queda descartada, ya que la sugestión no se realiza sino a través de fantasmas, imágenes concretas y propias. Esto en lo que se refiere a las intelectuales sin forma de palabra. En cuanto a las intelectuales con forma de palabra, es decir, las intelectuales-imaginativas, no queda excluida absolutamente la posibilidad de autosugestión en lo que tienen y participan de las imaginarias, pues no queda aquí desechada la actividad de la imaginación, aunque en grado mínimo y dominado por el aspecto intelectivo. En éstas, se da efectivamente, una idea que connota palabras. En las intelectuales puras se da una directa comunicación de pensamientos, sin intervención propiamente dicha de palabra alguna.

Referente al origen diabólico de las hablas intelectuales sin forma de palabras, todos los místicos con santo Tomás de Aquino sostienen que éstas exceden toda potencia creada. Por lo tanto, sólo Dios puede ser su autor. Todo esto se refiere al momento mismo de su realización. Otra cosa distinta es respecto a la posibilidad, no inmediata sino posterior, de dudas, temores, angustias, en el sujeto receptor de las hablas místicas, suscitados por el demonio. Son simplemente tentaciones posteriores al hecho mismo de la locución mística, que nada tienen que ver con el origen en sí de dichas hablas místicas.

B) Distinción entre hablas verdaderas y falsas. Es un tema harto complejo, y también demasiado conflictivo para algunos, en concreto aplicado a la Mística Doctora Teresa de Jesús. Se prescinde aquí de toda esa problemática, y únicamente se exponen los criterios teresianos de discernimiento. Siempre hay que tener en cuenta cuándo se trata de personas equilibradas o cuándo de personas desequilibradas, como pueden ser las melancólicas, de sensibilidad excesiva, de imaginación disparatada y alocada, de obsesión que sugestiona. Un texto importante para toda esta cuestión es M 6,3,1-2.

La norma fundamental para el discernimiento entre verdaderas y falsas es su eficacia; es decir, sus efectos inmediatos en las personas que las reciben en el momento mismo de la locución mística. Se trata, por consiguiente, de algo intrínseco al hecho de las hablas interiores: se da el fenómeno sobrenatural, y se producen en ese momento sus efectos, sus frutos.

En santa Teresa de Jesús es una norma general válida para toda clase de fenómenos místicos, ordinarios y extraordinarios, como es igualmente aplicable a la oración contemplativa y a cualquier gracia divina. La Mística Doctora repetirá esto hasta la saciedad. En relación a las hablas interiores, se pueden consultar: V 25,3; M 6,3,5 y 12; R 39. La norma teresiana es plenamente evangélica: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16); «Por sus frutos se conoce el árbol» (Mt 12,33).

Un segundo criterio, también fundamental, es la absoluta pasividad. Las hablas místicas, cuando son verdaderas, el alma, ni las puede repeler, ni las puede hacer revivir. Ninguna otra cosa puede hacer, sino aceptarlas cuando y como Dios quiere. Puede verse en V 27,7; M 6,3,18; V 25,1.3.8.9 y en otros muchos textos.

En las pseudo-místicas el alma es consciente de alguna operación de sus propias potencias, o sentidos interiores; por lo tanto no hay una entera pasividad.

En la mente de Teresa de Jesús, estos dos criterios son suficientes, pero no exclusivos. Los otros criterios son más secundarios, e incluso otros efectos que pueden dejar en las personas que las reciben, como son la quietud del alma, un gran recogimiento, quedan muy gravadas en la memoria, certidumbre, paz, gusto interior. La experiencia del alma en las gracias místicas es otro buen criterio de discernimiento. A veces, se entiende mucho más de lo que las mismas palabras suenan y contienen. Siempre es conveniente someterlas al juicio de confesores letrados, competentes y con experiencia.

Cuando son falsas, los efectos son todo lo contrario. Se consulte V 25,10 y F 8, dedicado a las revelaciones y visiones. Dejan malos efectos, sequedad e inquietud.

Todos estos criterios son muy verdaderos, según Teresa de Jesús. Aun con todo, puede haber engaño en su apreciación por embustes del demonio. Ella así lo reconoce, y no quiere que nadie se fíe en modo alguno de las hablas, sino que sean sometidas siempre al juicio y parecer de un maestro que sea letrado. Así se lo ha dicho el Señor muchas veces (cf V 25,14; 26,2.3.4, entre otros textos).

10. Actitud teresiana respecto a las locuciones

La actitud personal de Teresa de Jesús en relación con las hablas interiores es, en definitiva, la actitud general tomada por ella respecto a toda la fenomenología mística extraordinaria.

De entrada, se ha de afirmar que no es cierta la sentencia, o el parecer, de quienes dicen categóricamente que la Santa fue totalmente contraria a las gracias extraordinarias de la vida de oración, y a todo lo que se refiera a gracias místicas, especialmente extraordinarias. Se ha de tener en cuenta que la Mística Doctora relata su propia vida, experiencia y vivencia, de las que va haciendo doctrina. En su vida todas esas gracias místicas extraordinarias –contenido de la fenomenología mística teresiana– fueron medio peculiar para su santificación, aunque en si sean, hablando en general, accidentales y no necesarias para tal santificación. Sin tales mercedes extraordinarias, Teresa de Jesús no hubiera tocado esas alturas de la experiencia mística cristiana, ni hubiera tenido ese conocimiento, hondo y privilegiado, del misterio de Dios: Trinidad Santísima, Cristo, Dios-Hombre, la vida del alma y sus capacidades, la naturaleza de la gracia, la realidad tremenda del pecado; en una palabra, lo que es la criatura humana y lo que es su Creador.

Es cierto que Teresa de Ávila se mostró, especialmente en un principio, muy temerosa y retraída respecto a todo este mundo. Diríamos, más bien, que se mostró cauta y prudente, como lo fue durante toda su existencia.

Sin embargo, hay que reconocer que su actitud personal finalmente fue favorable, de reconocimiento y agradecimiento a Dios por todo ese abanico, maravilloso y complejo, siempre con posibilidades de engaño, de gracias místicas extraordinarias, y con una finalidad concreta y santificadora. Así lo ha reconocido la Santa, y lo ha expresado con cierta frecuencia en sus escritos. Son, según su propia experiencia y manifestación, regalos de Dios, favores gratuitos de Dios, signos de una especial benevolencia y providencia de Dios sobre determinadas almas, medios de santificación y de adquisición de virtudes. Pero cuya interpretación y discernimiento, de la autosugestión, de los embustes, ardides y marañas, del diablo, son cosas muy delicadas y complejas, para las que se requiere mucho entendimiento, tacto y prudencia exquisitos, y una excepcional experiencia. No se puede usar de ellas sin peligro. Hay que acudir a personas competentes y experimentadas.

Hay más matices en la actitud teresiana respecto a las locuciones místicas, que no se pueden exponer aquí por falta de espacio. Baste ver los textos siguientes: R 53,7; M 6,34. No hace mal el alma en no dar crédito a las locuciones místicas, pero tampoco en dársele. De todos modos, santa Teresa de Jesús está convencida que las hablas interiores no son esenciales, ni necesarias, para ser santos: «Que no es la sustancia para servir a Dios» (M 6,3,2).

Como síntesis, se puede decir que su actitud es positiva. Con certeza, no es radicalmente negativa al estilo, por ejemplo, de san Juan de la Cruz, cuyo principio fundamental es, ya a priori, «no admitir»; aunque luego en la práctica él mismo fuese menos radical y más benigno en cada caso concreto, como puede comprobarse en el diccionario sobre san Juan de la Cruz, de esta colección, consultando las palabras: revelaciones.

BIBL. – Ángel María García Ordás, Características de la experiencia teresiana, en RevEspir 25(1966)38-61; Aumann, J., La credibilidad de las revelaciones privadas, en TEsp 3(1959)37-46; Gobry, I., L’expérience mystique, Paris 1964; José Cristino Garrido, Experiencia de la vida sobrenatural en la mística teresiana, Edit. Monte Carmelo, Burgos 1969; Mauricio Martín del Blanco, Locuciones místicas en Santa Teresa de Jesús, Edit. Monte Carmelo, Burgos 1971; Id., Los fenómenos extraordinarios en la mística de Santa Teresa de Jesús, en Teresianum XXXIII (1982-I/II)361-410; Stolz, A., Teología de la mística, Madrid 1952. Tomás Álvarez, Santa Teresa de Jesús contemplativa, en Estudios Teresianos, vol. III., Edit. Monte Carmelo, Burgos 1996, páginas 103-163; Volken, L., Les révélations dans l’Eglise, Paris 1961.

Mauricio Martín del Blanco

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Liturgia de las Horas

La liturgia de las Horas, llamada entonces Oficio divino, era la oración que marcaba el ritmo de la jornada, de importancia capital en la vida religiosa. Obligatoria para las comunidades claustrales en que T vive su vida consagrada como religiosa contemplativa. Obligatoria incluso como rezo personal, cuando la religiosa no ha podido asistir al rezo coral comunitario. Para las carmelitas, lo prescribía la Regla del Carmen, una de cuyas rúbricas establecía el rezo de las “horas canónicas… para los religiosos clérigos y quienes con los clérigos supieren rezar la salmodia”, lo cual en los monasterios femeninos indujo la distinción entre monjas coristas (religiosas profesas de velo negro) y no coristas o religiosas profesas de velo blanco (“freilas”, en el léxico teresiano). Estas últimas suplían el rezo de la salmodia con un número determinado de Padrenuestros, fijado por la misma Regla.

Dada la importancia de la liturgia de las horas en la vida comunitaria, a ella dedicaban sus primeras rúbricas las Constituciones, tanto las de la Encarnación (“Capítulo primero: del Divino Oficio”), como las de los carmelos teresianos (título primero “De la orden que se ha de tener en las cosas espirituales”). La Madre Teresa se inició en la liturgia, según lo establecido en aquéllas, que comenzaban: “Oída la primera señal, así de maitines como de las otras horas, las hermanas se aparejen, y antes que fenezca o dejen de tañer la postrera señal, sean en el coro cada una en su lugar, y todas las cosas que han de leer o cantar en el divino juntamente todas lo prosigan con mucha devoción, con todas las cerimonias, según que en las rúbricas del Ordinario está aseñalado. Los salmos sean dichos distintamente, con pausa en el medio del verso, no alargando ni acortando la voz en la pausa o en el fin del verso, mas antes se acabe muy breve y redondo. Ni sea comenzado otro verso hasta que el primero cumplidamente sea acabado, y esto se guarde mayormente en las horas canónicas” (BMC 9, 483). El texto constitucional sigue formulando normas meticulosas sobre el canto y la salmodia. Normas que en las futuras Constituciones teresianas quedarán reducidas a lo esencial. Encargada de velar por el buen orden en el rezo del Oficio divino es la supriora: “el oficio de la Madre Supriora es tener cuidado con el coro, para que el rezado y cantado vaya bien, con pausa. Esto se mire mucho” (Constituciones teresianas, 10, 3).

Como la liturgia de las horas se rezaba en latín, exigía intensa preparación, que se impartía en el noviciado. Teresa la recibió entre los veinte y veintidós años. Esa formación incluía el conocimiento del ritual o ceremonial, el estudio de las rúbricas y el manejo del breviario: páginas impresas en caracteres góticos, con numerosas abreviaturas. Todo él en latín, incluidas las rúbricas normativas. Aún después de 20 años largos de vida religiosa, T sigue teniendo dudas y dificultades frente a las complicaciones del “rezado y de lo que tenía que hacer en el coro y de cómo lo regir”, y no se sonroja de “preguntarlo a las más niñas” (V 31,23). Igualmente “sabía mal cantar: sentía tanto si no tenía estudiado lo que me encomendaban…, que de puro honrosa me turbaba tanto, que decía muy menos de lo que sabía” (V 31,23).

La liturgia de las horas vigente en los monasterios carmelitas seguía el rito jerosolimitano, distinto del rito romano a que alguna vez alude la Santa (F 28,42). Constaba de las partes siguientes: laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas y maitines. Según las Constituciones de T, esas Horas se distribuían así: “Los maitines se digan después de las nueve (de la tarde)” (Cons 1,1). Después de la hora de oración matinal, a las seis o a las siete de la mañana, “se digan luego las Horas (prima, tercia, sexta) hasta nona, salvo si no fuere día solemne o un santo que las hermanas tengan particular devoción, que dejarán nona para cantar antes de misa”, es decir, a las ocho o a las 9 de la mañana (1,3). A las dos de la tarde se rezan vísperas (2,3), que en tiempo de invierno se anticiparán a las once de la mañana (ib). “Las completas se digan en verano a las seis y en invierno a las cinco” (2,4). En diversas ocasiones se rezará además el “oficio parvo” de la Virgen (“cada semana”, según Conc 6,8) o el de difuntos (V 31,10; cta 12,2).

A causa de los abusos introducidos en el canto coral, T prescribe que “jamás sea el canto por punto, sino en tono, las voces iguales” (1,5). Ordinariamente será rezado, no cantado (1,5), “en voz baja, conforme a nuestra profesión, que edifique” (Mo 30).

Cuando la Santa funda el Carmelo de San José y se ve obligada a abandonar a las jóvenes postulantes para regresar ella a la Encarnación, hace que varias religiosas profesas de este monasterio las asistan e instruyan en el rezo coral (V 36,23). Lo mismo, en cada nueva fundación será una de sus primeras preo­cupaciones normalizar cuanto antes el rezo del Oficio divino (F 3,15; 14,7; 24,16…). Humoriza sobre el desconcertante rezo coral de las beatas postulantes de Villanueva de la Jara (F 28,42). Cuando admite en el Carmelo de Sevilla a su sobrina Teresita, de pocos años, también a ella la entrena en el rezo gracias a un diurnal que el provincial, P. Gracián, regala a la niña (cta 423,4; 426,9). Ella misma reza con gran devoción la liturgia de las horas. Cuando se ve precisada a rezar fuera del coro, en especial si es a causa de enfermedad, se procura la compañía de otra hermana con quien alternar en la salmodia (cta 63,8; 459,1). En sus viajes de fundadora, lo reza comunitariamente, a pesar de las incomodidades del carromato o de la venta. En alguna ocasión, ella y sus monjas lo rezan al aire libre, frente al paisaje. Más de una vez, mientras lo reza, recibe altas gracias místicas (V 34,2; 40,5…).

De hecho la liturgia de las horas fue para T una escuela de vida y una constante fuente de formación. No sólo porque en ella podía gustar la belleza de los salmos, sino porque le permitían “orar en nombre de la Iglesia”, y porque desde ella podía internarse en los más diversos pasajes de la Biblia. Para superar el escollo del latín, entendido sólo a medias, la Santa tuvo al alcance de la mano los libros del Cartujano Landulfo de Sajonia, cuyo índice de adaptación de los comentarios bíblicos al ciclo litúrgico le permitía leer en castellano gran parte de los pasajes bíblicos alegados en la misa o en la liturgia de las horas. Esas “Meditaciones de la Vida de Cristo” fueron para ella un excelente suplemento de formación bíblica y litúrgica.

Con todo, a causa de la inacabable monotonía del latín y del propio cansancio físico, T incurre más de una vez en el escollo de las distracciones. Se lo dice confidencialmente al sacerdote D. Sancho Dávila, para consolarlo en las que él mismo padece: “En eso de divertirme en el rezar el oficio divino, aunque tengo quizá harta culpa, quiero pensar es flaqueza de cabeza; y así lo piense vuestra merced, pues bien sabe el Señor que, ya que rezamos, querríamos fuese muy bien” (cta 409,2). Del rezo cotidiano del Oficio divino recabó T una especial riqueza espiritual y doctrinal, especialmente en el conocimiento de la temática oracional de los salmos.

T. Álvarez

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Liturgia

Con mucha frecuencia al hablar de la relación entre Teresa y la liturgia se cae en una cierta superficialidad. Para algunos se trata de recordar simplemente su amor a las ceremonias de la Iglesia, hasta el extremo de que por sólo una de ellas daría la vida. El contexto en que Teresa escribe esta frase es mucho más amplio que el de la interpretación restringida a un solo rito. Dice Teresa: «Sabía bien de mí que en cosa de la fe, contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pondría a morir mil muertes» (V 33, 5). Se comprende en el contexto de la protesta de los Reformadores cómo Teresa quiere sintonizar al máximo con la Iglesia y sus verdades y ritos. En este caso no se trata de morir mil muertes por una «ceremonia», sino por uno de los ritos, de los sacramentos de la Iglesia.

Para otros Teresa de Jesús es poco litúrgica porque en las Constituciones prescribe: «Jamás sea el canto por punto, sino en tono, las voces iguales …» (Const 1,5). También esta sobria prescripción de las Constituciones necesita su explicación. Si comparamos la numerosa comunidad de la Encarnación de Ávila, donde el oficio divino se cantaba, con la ayuda de las casi 200 monjas, con la reducida comunidad de San José de Ávila, comprendemos que Teresa haya optado por la sobriedad cotidiana y haya dado una importancia a la solemnización de los domingos y fiestas (Const 1, 3).

En realidad, la verdadera sintonía de Teresa con la Iglesia, su agudo sentido de la fe y por lo tanto su finura litúrgica va más allá de estas valoraciones. Tratamos de entrar en el rico mundo litúrgico teresiano en el que vamos a poner de relieve su amor por todo lo que es el culto externo de la iglesia, su deseo de una participación activa y total, su amor por cada uno de los elementos de la liturgia, la vivencia mística de los misterios celebrados, especialmente en la Eucaristía y a lo largo del año litúrgico. Teresa nos va a resultar de una actualidad impresionante, teniendo en cuenta que su testimonio no es de hoy; viene de hace cuatro siglos, en ese período de la vida de la Iglesia que algunos liturgistas definen como la época culminante de una crisis en las relaciones entre liturgia y espiritualidad.

1. El marco externo de la liturgia: estilo teresiano

Dos testimonios de los primeros biógrafos de Santa Teresa nos revelan una línea litúrgica que aun refiriéndose al marco externo de la celebración, es suficientemente significativa. Teresa ha dejado a sus hijas una herencia de amor a la Eucaristía y a la liturgia. Dice el P. Ribera, su primer biógrafo: «Tenía grandísima curiosidad en que todo lo que tocaba al servicio de este Sacramento estuviese muy cumplido y limpio y bien aderezado, como es la iglesia y el altar y frontales y ornamentos y cálices y corporales, como se ve en todos sus monasterios por pobres que sean; y cuando estaba con grandes señoras y la ofrecían muchas cosas, a lo que se acodiciaba eran pastillas y pebetes para el Santísimo Sacramento, y procuraba fuesen los mejores que había» (Ribera 4,12, p. 423).

El P. Yepes recuerda su estupor al recibir un paño muy oloroso para enjugarse las manos en el «lavabo» de la misa. La Madre Teresa le respondió: «Sepa, mi Padre, que esa imperfección han tomado mis monjas de mí; pero cuando me acuerdo que nuestro Señor se quejó al fariseo en el convite que le hizo porque no lo había recibido con mayor regalo, querría desde el umbral de la puerta de la iglesia que todo estuviese bañado en agua de ángeles; y mire, mi Padre, que no le dan ese paño por amor de Vuestra Reverencia, sino porque ha de tomar en esas manos a Dios, y para que se acuerde de la limpieza y buen olor que ha de llevar en la conciencia; y si ésta no fuere limpia váyanlo siquiera las manos». Y el fraile jerónimo añade con un tono de estupor: «De aquí han venido sus frailes y monjas a ser tan mirados en el culto divino, que no hay semejante limpieza de altares en parte del mundo que yo conozca” (Yepes, Vida yvirtudes…, 3, c.20).

El ejemplo teresiano venía de lejos. Ya en la Encarnación de Ávila se había distinguido por su amor en la celebración de algunas fiestas, encomendadas a la devoción de alguna de las monjas que se encargaba de aderezar todo lo necesario. En el museo del convento se conserva todavía la toalla bordada por Teresa para la ceremonia del lavatorio de los pies, el Jueves Santo. En Medina del Campo se conserva un hermoso terno blanco, bordado por la Madre con gran primor. Durante los viajes fundacionales gustaba pasar la noche en las ermitas y lo primero que hacía era limpiar y aderezar la casa del Señor: «Si acaso quedaba con sus religiosas de noche en alguna ermita luego se ocupaba (y mandaba lo mismo a sus religiosas) en limpiar la dicha ermita y componer los altares» (BMC 18,497). Otra religiosa recuerda: «aunque en el convento había mucha pobreza, no dejó de haber cera en las fiestas principales y mucho aliño en los altares» (ib 19,563).

Completa el cuadro externo el amor de Teresa por las imágenes, la calidad y buena hechura de las que envía a sus hijas. Había escuchado de labios del Señor que no debía tener reparos ni escrúpulos de pobreza que «todo lo que me despertase (al amor) no lo dejase» (R 30). Ella fue espléndida como una reina en las cosas del culto de Dios, imprimiendo en el corazón de sus hijas el gusto por lo bello en la casa del Señor. Con amor de Esposa, y con una cierta envidia por los ministros del Señor, Teresa nos ha dejado el ejemplo de un estilo noble, bello, solemne dentro de la sobriedad, para el marco externo de la celebración de los misterios. Su amor por la Eucaristía la impulsaba a fundar monasterios para entronizar un sagrario más, y en torno al sagrario una comunidad orante (F 18, 5). Sufrió el temor de un posible sacrilegio en Medina del Campo (F 3, 10). Por eso rodeaba de finezas el lugar donde Cristo se hacía presente y se celebraban los misterios (cf ib 333-335).

2. Una liturgia plenamente participada

Una nota de agradable sorpresa es la afirmación común del deseo que la Madre Teresa tenía de que la liturgia fuera plenamente participada.

A través de las fórmulas un poco estereotipadas con que los testigos evocan algunos de los consejos teresianos captamos el sentido de interioridad contemplativa que Teresa da a esa participación: «También vio esta declarante que la dicha Santa Madre tenía mucha puntualidad en acudir al coro y oficio divino, y lo rezaba con grande devoción y reverencia… y asímismo procuraba y mandaba que en el rezo y canto del coro hubiese mucha pausa, atención y devoción… » (ib); «rezaba el oficio con mucha atención y reverencia, y mandaba y pedía que sus religiosas tuviesen la misma y cumpliesen con el oficio divino así cantado como rezado con mucha pausa y devoción» (ib 495); «persuadía a las religiosas de palabras y también con el ejemplo, a estar muy atentas y compuestas en el oficio divino y que el canto de él fuese con mucha pausa …» (ib 2,333) ; «siempre… la vio estar continuamente en el coro en el Oficio Divino, el cual rezaba y hacía rezar con devoción y pausa grande» (in 19, 533). La actitud contemplativa que T recomienda tiene también su sentido apostólico, como ella subraya en el Modo de visitar los conventos, n. 40: «si va con pausa… y que edifique».

Esta serie de testimonios nos hace percibir que la ordenación de la vida del Carmelo de T en torno a la liturgia, según la tradición de la Regla, no es simplemente algo jurídico; se trata de un respiro vital, no obstante la dificultad que en aquel tiempo suponía la barrera del latín y la prolijidad y monotonía del oficio. Da un tono de originalidad y viva participación en la oración de la Iglesia este testimonio de María de San José que se refiere a la vida litúrgica durante los viajes fundacionales; las carretas se convierten en iglesia orante; las ermitas que se encuentran por los caminos, en pequeños oasis de oración; en medio del campo T compone altares y manda rezar el oficio, dando a la comunidad orante el marco de una liturgia cósmica en medio de la naturaleza; y en todo esto una nota de espontaneidad y de gracia: «Luego guardaba silencio y tenía oración y todas sus compañeras como si estuvieran en sus conventos, y cuando podía, por librarse del ruido e inquietud de las posadas, se quedaba en el campo y debajo de peñas ordenaba y componía altares y mandaba que sus religiosas cantasen vísperas o completas; y si acaso quedaba con sus religiosas de noche en alguna ermita, luego se ocupaba en limpiar la dicha ermita y componer los altares, y mandaba se rezasen los maitines y demás horas como si estuviesen en el convento, y la dicha Madre hacía lo mismo» (ib 18, 497).

Ana de Jesús añade la sabrosa anotación: «cuando íbamos por los caminos y rezaba fuera del coro, siempre rodeaba el salmo de arte que hubiera de decir ella el verso del Gloria Patri» (ib p. 473).

A veces interrumpía con una cierta espontaneidad para pedir a alguno de los sacerdotes que les acompañaban el sentido de alguna frase de la Escritura o la lectura de la Biblia que se hacía entonces en el breviario. Todo tenía el encanto de algo vivo, sencillo y solemne a la vez, como demuestran estos testimonios.

La participación era capacidad de sumergirse en los textos litúrgicos y saborearlos. La sobrina de la Santa nos recuerda que a la Madre Fundadora le encantaban las palabras extáticas del Gloria in excelsis que se refieren a Cristo: «en especial en aquellas palabras que se dicen en el Gloria: Quoniam tu solus sanctus»; y recuerda también la predilección por las palabras del Credo: «Cuius regni non erit finis»: «En el Credo le daba particular gozo en su alma cada vez que en él se decía que el reino de Cristo no habrá de tener fin, gozándose extraordinariamente de que Dios fuese quien era, y de los bienes que poseía y había de poseer para siempre» (ib 2, 333). El testimonio responde plenamente a la confesión de Teresa en el Camino de Perfección, 22, 1: «Cuando en el Credo se dice ‘Vuestro reino no tiene fin’, casi siempre me es particular regalo».

Ana de Jesús nos regala todavía este hermoso detalle que demuestra el sentido de honda participación en la liturgia: «Algunas veces salía de rezar con una color y hermosura que maravillaba, y otras, tan desfigurada que parecía muerta; y en la voz también la oíamos esta diferencia, particularmente en la noche de Navidad, cantando en los maitines el Evangelio de San Juan, fue cosa celestial de la manera que sonó, no teniendo ella naturalmente buena voz» (ib 18,473).

Estos testimonios nos hacen recordar espontáneamente la confesión de T con respecto a su poca capacidad para el canto y los oficios del coro que tanto le había costado a los principios de su vida religiosa: «Sabía poco del rezado y de lo que había de hacer en el coro y cómo lo regir… Sabía mal cantar…» (V 31, 23) Con el tiempo había hecho progresos.

Más curioso todavía es el testimonio que refiere el deseo de la Santa de una plena participación en la liturgia de la misa por parte de todas las religiosas; el lenguaje empleado y los detalles aducidos nos parecen ser de hoy, como si T hubiese querido dirimir de antemano problemas que se pondrían cuatro siglos más tarde, en plena renovación litúrgica del Vaticano II: «Deseaba ayudásemos siempre a oficiar la misa y buscaba cómo lo pudiésemos hacer cada día aunque fuese en el tono que rezamos las horas, y si no podía ser por no tener capellán propio y ser tan pocas entonces (que no éramos más de trece), decía que le pesaba careciésemos de este bien, y así, la vez que se cantaba la misa, por ningún otro negocio dejaba de ayudar, aunque en aquel punto acabase de comulgar y estuviese muy recogida» (ib).

Isabel de Jesús completa el cuadro de la participación con otro detalle todavía más sugestivo; recuerda haberla visto arrobada: «estando oficiando misa; se quedó en pie con un misalico pequeño» (ib 20, 120; cf 18, 57). Curioso detalle el de la Santa que sigue con fervor la misa ayudada de un «misalico»; no hemos podido averiguar de qué misal se trata, pero el testimonio es elocuente. En una carta Teresa da las gracias por unos misales que ha recibido (cta. a Ana de la Encarnación, enero 1581); son quizá un regalo para la comunidad de Palencia que podrá así participar mejor en la liturgia de la Iglesia.

3. En oración con la Iglesia

Teresa de Jesús ha vivido su experiencia orante con el oficio divino de la Iglesia. Al redactar el plan de vida de San José ha dado a lo que hoy llamamos la liturgia de las horas un puesto de relieve; aun con los inconvenientes de la distribución del tiempo que hoy podemos observar en esta legislación, no cabe duda que la jornada carmelitana gira en tomo a este eje vital (cf. Const. 1-2). Para ella no se trata sólo de una observancia. No obstante la fatiga que impone el latín, es un momento privilegiado de oración vocal; es certera la observación que puede dar al oficio divino el sentido religioso auténtico: «Si comenzamos a rezar las horas… comience a pensar con quién va a hablar y quién es el que habla» (C 22, 3).

La atención y el sentido religioso la ayudan a penetrar en el significado de los salmos y de los otros textos, como si estuviesen en romance. Dos detalles curiosos: el primero es la alusión al oficio de la Virgen tomado del Cantar de los Cantares: «Lo que pasa Dios con la Esposa… lo podéis ver, hijas, en el Oficio que rezamos de nuestra Señora cada semana» (Conc 6, 8); el segundo es la percepción del significado del verso del salmo 118, 32: «Ahora me acuerdo en un verso que decimos a Prima, al fin del postrer salmo, que al cabo del verso dice Cum dilatasti cor meum» (M IV, 1, 5).

Una gracia de esta sintonía eclesial de Teresa con la oración pública es precisamente la de entender el significado de los salmos, como si estuviesen en lengua castellana, y su sentido espiritual (Cf. V 15, 8 y Conc 1, 2): «Me ha acaecido… con no entender casi cosa que rece en latín, en especial del Salterio, no sólo entender el verso en romance sino pasar adelante en regalarme de ver lo que el romance quiere decir». De hecho, esas citas precisas de Teresa acerca de los salmos de su profeta David no tienen otra fuente que la percepción espiritual del significado de algunos versos escogidos, aprendidos en la oración de la iglesia, bajo el impulso del Espíritu Santo. Un detalle de esta sabrosa degustación de los palabras bíblicas es la devoción de Teresa por el verso inicial del Cántico de la Virgen. Por dos veces ha tenido una fuerte experiencia mística (R 29 y 61); otra vez ha hecho una hermosa glosa a la experiencia mariana (E 7, 3); durante mucho tiempo fue, según el testimonio de María de San José, su oración preferida, repetida constantemente en voz baja, en lenguaje castellano (BMC 18, 491).

El oficio divino ha sido un lugar privilegiado de oración, de contemplación del misterio, de auténticas experiencias místicas. La lista sería muy compleja. La Santa alude a varias experiencias tenidas durante el rezo de maitines (V 34, 2; 40, 14). Otra vez fue durante el rezo de las horas: «Estando una vez en las horas con todas, de presto se recogió mi alma y parecióme ser como un espejo, claro toda, sin haber espaldas ni lados, ni alto ni bajo que no estuviera toda clara, y en el centro de ella se me apareció Cristo nuestro Señor como le suelo ver» (V 40, 5). Otra vez fue durante el rezo de Tercia: «A la hora de tercia, cuando se decía el himno Veni Creator, vino a la Santa Madre un arrobamiento en forma de Espíritu Santo» (ib 19, 577). Otra vez fue con ocasión de la recitación del símbolo atanasiano que figuraba entonces con cierta frecuencia en la liturgia dominical: «Estando una vez rezando el salmo (!) de “Quicumque vult”, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas» (V 39, 25). Por último, en otra ocasión T tuvo el gozo de contemplar a la Virgen presente en medio de sus monjas que le aseguraba su intercesión y la presentación de sus oraciones a Cristo su Hijo (R 25); hermoso detalle que confirma la presencia de la Virgen en toda comunidad orante, según esta experiencia mística teresiana.

Podemos decir que Teresa, la maestra de la oración, ha aprendido a orar en la escuela de la Iglesia. Una perfecta sintonía se establece entre la oración teresiana y la oración eclesial. Baste pensar que Teresa ora con los salmos, establece como código y síntesis de oración el Padre nuestro. En las plegarias teresianas que se encuentran en cada página de sus escritos sentimos que prevalece un tono eclesial de oración; predomina la alabanza en todas sus formas (bendición, acción de gracias, admiración contemplativa, adoración) y la intercesión suplicante, con frases que revelan una auténtica audacia (parrhesía) semejante a la de los profetas. Teresa conoce el secreto de la oración de alabanza y nos sorprende con esta hermosa enumeración de vocablos técnicos de la oración cristiana: «mas como vio su Majestad que no podíamos santificar ni alabar ni engrandecer ni glorificar este nombre santo del Padre eterno …» (cf. C 30, 4). Su intercesión audaz llena las páginas de las Exclamaciones y algunos párrafos significativos del Camino de Perfección (C 3, 8). Teresa es un alma de oración. que sabe orar como la Iglesia, porque ha aprendido a orar en su escuela que es la oración litúrgica.

Dos ejemplos concretos de esta sintonía entre oración teresiana y oración litúrgica. El primero es la Exclamación 17; este último grito del alma de T es un mosaico de citas bíblicas; las frases del salterio concluyen en un grandioso epílogo esta exclamación; alimentada con la oración de los salmos, T junta su voz con la del salmista para cantar las alabanzas del Señor. El segundo ejemplo es todavía más elocuente. En el c. 35 del Camino de Perfección se concluye la explicación de las palabras del «Pater»: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. La interpretación teresiana a lo largo de los tres capítulos (33-35) es eucarística. La exégesis y la contemplación desembocan en una hermosa plegaria eucarística, especie de «anáfora teresiana». Con porte sacerdotal, con amor de Esposa, T levanta los ojos y las manos para orar al Padre. Lo hace con las mismas expresiones de la Iglesia: «Padre Santo que estáis en los cielos, en nombre del buen Jesús…; y pues su santo Hijo puso tan buen medio para que en sacrificio le podamos ofrecer muchas veces, que valga tan precioso don… Pues ¿qué he de hacer, Criador mío, sino presentaros este sacratísimo Pan, y aunque nos le distes, tornárosle a dar, y suplicaros por los méritos de vuestro Hijo me hagáis esta merced…».

T es una alma-iglesia que toma en sus manos la Eucaristía, don de Dios, y la ofrece como oblación agradable al Padre. Así la Eucaristía aparece como la suprema oración de la Iglesia, y en este caso, de Teresa que ora en perfecta sintonía de sentimientos.

4. Celebración y experiencia de la Eucaristía

La Eucaristía fue el centro de la vida de Teresa, el momento privilegiado de su comunión con Cristo, el espacio de sus experiencias místicas más sublimes.

Los capítulos dedicados a la Eucaristía en el Camino de Perfección (cc. 33-35) nos ofrecen una visión certera del amor de Teresa por este misterio central de Cristo y de la Iglesia. Todos los aspectos centrales de la Eucaristía están puestos de relieve: presencia eucarística, comunión con Cristo, sacrificio, relación entre la Eucaristía y la Iglesia. El momento eclesial impulsaba a Teresa a una confesión de fe sin fisuras, a una ardiente defensa del Santísimo Sacramento y todo lo que a él se refiere; alma-iglesia, Teresa reacciona desde lo hondo de su fe, como lo hiciera por aquellos años el Concilio de Trento, al hablar de la Eucaristía contra los protestantes. Su deseo de fundar con cada nuevo Carmelo una iglesia más donde la presencia eucarística constituye el centro ideal de la comunidad orante, brota de las noticias que le llegan de los protestantes (C 3, 8; 25, 3; 35, 3).

Pero su amor por la Eucaristía viene de más lejos y tiene otros valores muy originales. Hemos dicho anteriormente cómo Teresa quería que la participación en la Eucaristía cotidiana fuese lo más viva posible. Para ella participar era sobre todo comulgar todos los días, algo muy raro en aquellos tiempos. Las Constituciones de las Carmelitas de la Encarnación señalaban muy pocos días al año para comulgar. Teresa amplía notablemente las fechas en sus Constituciones (Const 2,1).

Confesores, capellanes y compañeras de la Santa atestiguan que comulgaba cada día y lo ponen de relieve como cosa extraordinaria para aquellos tiempos: «Sabe que la dicha Madre Santa Teresa de Jesús fue devotísima del Santísimo Sacramento del altar, y deseaba que todos lo fuesen, lo cual vio y experimentó esta declarante en que así lo practicaba la dicha Santa y en que cada día comulgaba, para lo cual la veía prepararse con singular cuidado, y después de haber comulgado estar largos ratos muy recogida en oración, y muchas veces suspendida y elevada en Dios» (BMC 18, 563).

Los recuerdos de las hijas de la Santa se agolpan para contar arrobamientos y gracias místicas recibidas con motivo de la comunión eucarística. Dos detalles curiosos: el primero es la costumbre que tenía la Santa de hacerse acompañar por otra religiosa a comulgar, para no ser ella sola la que recibía al Señor; así lo cuenta María de San José: «acostumbraba a llevar consigo a la santa comunión, ora una religiosa, ora otra, pareciéndola que, por la compañía de la hermana que llevaba, nuestro Señor la perdonaría el atrevimiento de comulgar cada día» (ib 18, 493). El otro detalle es el de la oración después de comulgar con las manos alzadas hacia el cielo, gesto característico del orante cristiano que T asume espontáneamente con talante esponsal y sacerdotal: «Vio comulgar muchas veces a la Madre Teresa, y después de haber comulgado, quedar tan arrebatada de espíritu y fuera de sí, que era necesario esperar esta testigo algún tiempo para poderle dar el “lavatorio”, y algunas veces la veía esta testigo con las manos alzadas arriba con mucha devoción, como elevada en el cielo, y que su postura y hermosura daba a entender estar más en el cielo que en la tierra» (ib 19.8).

Sabemos que se preparaba con esmero para recibir la comunión, como Esposa que se atavía para esperar al Esposo, con la confesión y el perdón de sus culpas pedido a sus hijas y hermanas; acosada por muchas gracias místicas, en su oración a Dios le pedía que se las hiciese antes de comulgar para presentarse mejor en presencia de su Amado (ib). Las Exclamaciones son la prolongación orante de su acción de gracias después de comulgar.

Las experiencias místicas teresianas tienen como marco privilegiado la celebración de la Eucaristía, la comunión sacramental con Cristo. Abarcan una serie de aspectos esenciales del misterio y son como la vivencia mística de la riqueza de la gracia eucarística; la dimensión esponsal-eclesial, el sentido trinitario, la presencia del Cristo pascual, la participación en los misterios del año litúrgico, son aspectos de esta maravillosa experiencia de gracia.

Es nota común de las experiencias eucarísticas que Cristo se le representa siempre resucitado y glorioso, como salió del sepulcro, resplandeciente de gloria (V 28, 3; 28, 8; 29, 4). Hay una serie de gracias que abren un panorama espléndido del significado de la Eucaristía. Una de ellas es la sensación de dejarse «asimilar por Cristo», haciéndose una cosa sola con El: «Un día acabando de comulgar me pareció verdaderamente que mi alma se hacía una sola cosa con aquel cuerpo sacratísimo del Señor cuya presencia se me representó» (R 49).

En otra ocasión percibió este hermoso sentido trinitario de la Eucaristía: «Una vez acabando de comulgar se me dio a entender cómo este sacratísimo Cuerpo de Cristo lo recibe su Padre dentro de nuestra alma… y cuán agradable le es esta ofrenda de su Hijo, porque se deleita y goza con El, digamos, acá en la tierra …» (R 58). Son muy sugestivas las gracias eucarísticas que parecen ser como una delicada participación de Teresa a la vida de los discípulos de Jesús después de la Resurrección; así por ejemplo ve a Cristo que le parte el pan, como a los dos de Emaús (R 26), o le coge la mano para introducírsela en su costado, como a Tomás el incrédulo (R 15, 6).

Momento culminante, celebración de la alianza esponsal, es la gracia del matrimonio espiritual en la Encarnación de Ávila, el 18 de noviembre de 1572, Después de comulgar, Cristo realiza con Teresa la alianza nupcial, le da por señal un clavo y le dice estas palabras: «De aquí adelante, no sólo como Criador y como Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera Esposa mía: mi honra es ya tuya y la tuya mía» (R 35; cf. M VII 2, 1). La Eucaristía es siempre el sacrificio de la Alianza, la comunión de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa, como ya decían los Santos Padres en la Iglesia antigua. Teresa tiene experiencia mística de este misterio en una auténtica perspectiva sacramental.

Un último detalle. A través de Cristo Resucitado Teresa entra en la comunión trinitaria; también aquí es la Eucaristía -con toda su referencia al Padre, al Hijo y al Espíritu- la que introduce en el misterio fontal y culminante de la vida cristiana: «Habiendo acabado de comulgar, el día de San Agustín -yo no sabré decir cómose me dio a entender y casi a ver… cómo las tres Personas de la Santísima Trinidad que yo trayo en mi alma esculpidas son una sola cosa» (R 47; cf. R 16). Teresa pasará constantemente de la Eucaristía a la Trinidad o tendrá la viva percepción que en el sacramento Cristo derrama sobre nosotros su Espíritu: fuego vivo y agua abundante (cf. R 17).

Su última Eucaristía, viático para el cielo, será un momento de gracia, vivido por Teresa como Esposa que dice su «Maranatha»: «Ya es hora, Esposo mío, que nos vearnos»: También esta vez, definitivamente, el camino será de la Eucaristía a la Trinidad (cf mi estudio de “MteCarm 88.1980.576-582).

Resumiendo: la vivencia que Teresa tiene de la Eucaristía es de una precisión teológica, de una sobriedad y de una hondura impresionantes. Su fe en la Eucaristía, su experiencia del Resucitado, la comunión con el sacratísimo y glorioso cuerpo de Jesús, la participación en sus misterios, la vivencia trinitaria podrían compulsarse con los mejores textos eucarísticos del Vaticano II. La Eucaristía es para Teresa la presencia del Señor Resucitado, la continuidad de la humanidad sacratísima en esta tierra; poner en tela de juicio la necesidad de Cristo Dios y Hombre sería vaciar de sentido la Eucaristía (M VI, 7, 14; cf. M V, 1, 11). Nos emociona el testimonio teresiano acerca de la potencia santificante y saludable de la Eucaristía, incluso para el cuerpo (cf. V 30, 14; 34, 6.8), como ella experimentó con frecuencia; nos cautiva ese deseo de comulgar con hostias grandes, pensando en el gozo que Teresa hubiera tenido de comulgar al cáliz de la sangre del Señor; pero hemos de recordar que lo que no pudo vivir en aquellos tiempos, la comunión al cáliz, pudo vivirlo como gracia mística: “El día de Ramos, acabando de comulgar, quedé con gran suspensión, de manera que aun no podía pasar la forma, y teniéndomela en la boca verdaderamente me pareció, cuando torné un poco en mí, que toda la boca se me había henchido de sangre; y parecíame estar también el rostro y toda yo cubierta de ella, como que entonces acabara de derramarla el Señor. Me parece estaba caliente, y era excesiva la suavidad que entonces sentía … » (R 26).

No siempre, sin embargo, la Eucaristía teresiana tenía estos fulgores de experiencia mística; son sentidas sus quejas al Señor por su presencia «disimulada» (V 38, 21), por el «disfraz» con que se cubre (C 34, 3. 9. 12), por la humildad con que se presenta bajo las especies de pan (Conc 1, 1). Es el misterio de la condescendencia, «compañero nuestro en el Santísimo Sacramento» (V 22, 6), y de la «afabilidad»: «debajo de aquel pan está tratable» (C 34, 9). Su presencia da sentido a la vida: «Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos pedir, ¿qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca es tener acá tal prenda» (C 35, 4). Vale la pena hacer el esfuerzo que la fe requiere para gozar de su compañía, semejante a la que tenía durante su vida mortal con los hombres (C 34, 6.7); es maná cotidiano que Dios Padre nos da en el «hoy» de cada jornada: «Su Majestad nos le dio este mantenimiento y maná de la Humanidad que le hallamos como queremos, y que si no es por nuestra culpa no moriremos de hambre, que de todas cuantas maneras quisiere comer el alma hallará en el Santísimo Sacramento sabor y consolación» (C 34, 2, con las preciosas efusiones del autógrafo del Escorial).

Todo este inmenso amor de Teresa por la Eucaristía nos ayuda a comprender el sentido de sus fundaciones. Como su amigo, el apóstol San Pablo, irá por los caminos de España fundando «iglesias», poniendo el Santísimo Sacramento, asegurando en torno a él una comunidad viva que ora, celebra y se empeña en el seguimiento de Cristo, gozando de su presencia eucarística y de su magisterio interior, como un nuevo «Colegio de Cristo», una nueva Casa de Betania (cf. C 17, 5-6), donde el Señor es Huésped y a la vez Dueño de la Casa. Cobra todo su sentido en esta perspectiva el testimonio teresiano: «Nunca dejé fundación por miedo del trabajo, aunque de los caminos, en especial largos, sentía gran contradicción; mas en comenzándolos a andar me parecía poco, viendo en servicio de quien se hacía y considerando que en aquella casa se había de alabar al Señor y haber Santísimo Sacramento …» (F 18. 5).

5. El misterio del año litúrgico

Otro aspecto importante del espíritu litúrgico de la Santa es su vivencia atenta del cielo litúrgico y la participación «mística» en la liturgia de los misterios del Señor y de la Virgen.

Desde niña se había nutrido con las lecturas del «Flos sanctorum» que ilustraban las fiestas del Señor y de los Santos. En la Encarnación se aficionó a la lectura de la Vida de Cristo, de Landulfo de Sajonia, texto fundamental de la formación bíblica y patrística de la Santa; el traductor español, Fray Ambrosio de Montesinos, había facilitado su consulta con unos índices litúrgicos que permitían seguir los pasos de la vida de Cristo al filo de los Evangelios de cada domingo. Vemos así a Teresa tomar este libro para prepararse a la celebración de la fiesta de Pentecostés (V 38, 9), como seguramente solía hacer en todas las fiestas y domingos; este libro, como también el Flos Sonctorum, pasará a las bibliotecas de los Carmelos, según la prescripción de las Constituciones (Const. 2,7).

Las cartas de Teresa están jalonadas de referencias al año litúrgico, índice de una vivencia interior. Las Relaciones contienen innumerables alusiones a las fiestas como marco esencial de las gracias místicas recibidas.

a) Adviento y Navidad

En varios lugares de las Cartas encontramos una alusión a Adviento como tiempo de espera penitencial. La devoción de la Santa por el misterio navideño es proverbial; está enlazada con su devoción a la humanidad de Cristo y su amor entrañable a las imágenes del Niño Jesús que pueblan sus Carmelos, con los nombres más cariñosos. Sabemos que la Madre hacía preparar la fiesta con la procesión de las «posadas», haciendo llevar de celda en celda el Niño Jesús, como si de nuevo la Sagrada Familia pidiese un lugar en el albergue (BMC 19, 335). Ana de Jesús nos recuerda que «en la noche de Navidad, cantando en los maitines el Evangelio de San Juan fue cosa celestial de la manera que sonó, no teniendo ella naturalmente buena voz. En estas fiestas hacía muchos regocijos y componía algunas letras en cantarcicos a propósito de ellas y nos los hacía hacer y solemnizar con alegría» (ib 18, 474).

Conservamos algunas poesías navideñas de la Santa que nos permiten intuir los regocijos de aquellos días (P 11-17). Quedó en la memoria de las monjas una famosa plática de la Santa Madre hecha en Navidad, después del canto de la Calenda (ib 19, 35). Más allá del sencillo folklore conventual hay una intuición litúrgica fundamental: Navidad es la celebración del misterio de la condescendencia divina, manifestada en la humanidad sacratísima de Cristo. Belén es la referencia a una pobreza que hay que imitar (C 2, 9; F 3, 13; F 14, 6). Junto al Niño Jesús Teresa descubre y celebra el misterio de la Virgen Madre y de San José (cf. C 31, 2).

b) Cuaresma, Pascua, Pentecostés

El tramo principal del año litúrgico es la Pascua, con su preparación cuaresmal y su prolongación hasta Pentecostés. Fue siempre tiempo fuerte en la vida de Teresa. Cuaresma es tiempo de penitencia y de preparación, como resulta de las cartas teresianas. Para la Santa era un tiempo privilegiado; le recordaba su conversión, acaecida, según parece en la Cuaresma del 1554 como parece indicar la circunstancia de la imagen del Cristo llagado «que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa» (V 9, 1). Era también tiempo de felices recuerdos familiares. Ella había nacido un 28 de marzo de 1515, miércoles de Pasión, y había sido bautizada unos días después, el miércoles de la Semana Santa o quizás el mismo día de Pascua de aquel año. La Semana Santa era tiempo privilegiado para Teresa: «…en especial las Semanas Santas que solía ser mi regalo de oración» (V 30, 11). Podemos decir que Teresa sigue paso a paso las celebraciones litúrgicas, medita amorosamente los misterios, pone acentos de auténtica participación y goza además de exquisitas gracias místicas.

Ya el pórtico del Domingo de Ramos era sugestivo para T. La gracia narrada en la R 26 nos descubre un secreto vivido por la Santa desde los primeros años de su vida religiosa; el Señor le dice: «bien te pago el convite que me hacías este día»; y ella nos explica este conmovedor pacto que tenía con el Señor: «Esto dijo porque ha más de treinta años que yo comulgaba este día, si podía, y procuraba aparejar mi alma para hospedar al Señor; porque me parecía mucha la crueldad que hicieron los judíos, después de tan gran recibimiento, dejarle ir a comer tan lejos, y hacía yo cuenta de que se quedase conmigo, y harto en mala posada, según ahora veo; y así hacía unas consideraciones bobas, y debíalas admitir el Señor». La tradición nos recuerda que Teresa pasaba en oración toda la mañana, hasta las tres de la tarde, y daba de comer a un pobre como forma concreta de “hospedar al Señor» (BMC 2,106).

El Jueves Santo gustaba especialmente el rito del «Mandato» con el sermón sobre la caridad y el lavatorio de los pies (cf. Conc 1, 5). Intuimos también sus meditaciones acerca de la Eucaristía en este día. Entraba así Teresa en la celebración de la Pasión del Señor.

Los episodios de la Pasión habían sido objeto de amorosa lectura y meditación. Sería prolijo recordar aquí todos los textos. No hay episodio que no la haya impresionado y en el que ella no participe como protagonista. Recordamos por ejemplo su devoción a la oración de Jesús en el huerto (V 9, 3-4); la traición de Judas la apesadumbra con solo el recuerdo;. medita en el Cristo atado a la columna, en el «Ecce Homo», en la coronación de espinas, en el camino del Calvario, en la muerte en la Cruz (cf V 3,1; 10,2; 12,1; 13,12-13.22; M 2,1;6,7,6-10; R 9).

La percepción de los misterios durante las celebraciones anuales adquieren una hondura insospechada. En la Pascua de 1571 en Salamanca, vive todo el drama de la pasión, participa en la desolación de la Virgen, recibe el gozo de la aparición de Cristo Resucitado que le recuerda la primera aparición de Jesús a su Madre y también a Tomás (cf. R 15). Es la Pascua que Teresa vive con mayor intensidad. En otra ocasión ha vivido por un momento la desolación de María con el Hijo en sus brazos, como se representa a la Virgen en la famosa «Piedad» de Miguel Ángel: «se me puso en los brazos a manera de como se pinta la “Quinta angustia”» (R 58, 3).

Sin embargo, no podemos olvidar que el Cristo de Teresa es sobre todo el Resucitado. El domingo de Pascua, el triunfo de Cristo, está en el centro de la espiritualidad teresiana. Sus experiencias místicas tienen siempre un tono pascual. Cristo aparece siempre resucitado y glorioso (V 28, 3.8; 29, 4); es motivo de perenne alegría: «Si estáis alegre, miradle resucitado” (C 264); se le manifiesta glorioso en la Eucaristía (R 17; M VI 9, 3; M VII 2, 1). Por una singular delicadeza Teresa se puede contar, como dijo una vez Pablo VI, entre los santos que han visto a Cristo Resucitado, partícipe de una gracia semejante a la de las mujeres evangelistas o a la de Pablo.

Entre las finezas recibidas del Resucitado podemos recordar una gracia semejante a la de los discípulos de Emaús (R 26, 2): «se me representó allí Cristo, y parecíame que me partía el pan y me lo iba a poner en la boca … »; otra vez una gracia semejante a la de Tomás: «Un día después de comulgar, me parece clarísimamente se sentó cabe mí nuestro Señor y comenzórne a consolar con grandes regalos, y díjome entre otras cosas: “Vesme aquí, hija, que yo soy; muestra tus mano?, y parecíame me las tomaba y llegaba a su costado, y dijo: “Mira mis llagas. No estás sin mí. Pasa la brevedad de la vida”» (15, 6). En otras muchas ocasiones recibió con el saludo de la paz la seguridad: «No temas, yo estoy contigo» (cf. M VII 2, 6; V 25. 18).

El período que concluye el tiempo pascual, de la Ascensión a Pentecostés, está también cuajado de experiencias místicas. Teresa se prepara con esmero a la venida del Espíritu Santo. Es tiempo carismático. Así se abisma en la contemplación de la Trinidad, después de la comunión, un martes después de la Ascensión (R 16). La vemos prepararse a la venida del Espíritu Santo, la vigilia de Pentecostés, y recibir una gracia semejante a la de los apóstoles: La lectura del «Cartujano» suscita la alabanza, y en medio de la alabanza he aquí el «Pentecostés teresiano»: «Veo sobre mi cabeza una paloma, bien diferente de las de acá, porque no tenía estas plumas, sino las alas de unas conchicas que echaban de sí gran resplandor…» (V 38, 10). Es una gracia que le dura toda la Pascua del Espíritu Santo, como graciosamente llama Teresa a esta fiesta. Todavía tenemos otras gracias relatadas en torno a esta fecha (R 39; 40; 67). Y no hay que olvidar que en el ambiente de Pentecostés de 1577 surgió la idea de componer el libro que será «El Castillo interior» y llevará como fecha inicial la fiesta de la Trinidad (M Pról. 3).

No podemos olvidar que la fiesta de la Santísima Trinidad era para Teresa una fecha memorable. Su experiencia del misterio era riquísima. La sintonía con lo que la Iglesia celebraba, perfecta; así Teresa contemplaba el misterio del que tantas sublimes experiencias había tenido (Cf. V 27, 9; R 16; 24; 25; 47; M VII 1, 6). En su breviario traía la Madre unas estampas con la imagen de la Trinidad pintada de una manera muy curiosa, como atestigua el P. Gracián: «La del Padre era de un rostro muy venerable; la del Espíritu Santo era una figura de medio arriba, como de un mancebo muy hermoso, sin barbas, muy encendido el rostro y ocultado la mitad del cuerpo entre unas nubes de fuego… La del Hijo, resucitado, con corona de espinas y llagas y tenía un no sé qué, porque no se miraba una vez que no diese consuelo y espíritu» (Escolias). Cuando escuchamos las experiencias de Teresa acerca de la Trinidad nos parece contemplar el icono del pintor ruso Andrej Roublev que tan bien supo pintar el misterio de Dios uno y trino figurado en los ángeles que se aparecieron a Abrahán.

Recordamos por último su devoción particular por la fiesta de Corpus Christi, como ella misma nos recuerda (V 30, 11), día en que podía celebrar su amor y su fe por la Santa Eucaristía.

c) Las fiestas de nuestra Señora

Teresa celebra con ternura y piedad filial las fiestas de nuestra Señora. Graciosamente afirma ella que había experimentado los gozos, dolores y glorias de la Virgen, «en sus días vienen los trabajos y descansos como cosa propia» (cta. 242, 11); así escribía al P. Gracián en la víspera de la Asunción de 1578, en plena marea de dificultades para la Reforma. Entre todas las fiestas de la Virgen, la más bella para Teresa es, sin duda, la Asunción de Nuestra Señora. Ya de joven había sido devota de esta fiesta (V 5, 9). En la misma festividad, probablemente en el año 1560, recibe en Ávila una gracia de la Virgen, con rostro de «niña», una especie de investidura mística en la que la Madre del Carmelo confiere a Teresa ser también madre del nuevo Carmelo (cf. V 33,14). En otra ocasión fue como si participara en el triunfo mismo de la Virgen; en la fiesta de su Asunción gloriosa: «Un día de la Asunción de la Reina de los Ángeles y Señora nuestra… se me representó su subida al cielo y la alegría y solemnidad con que fue recibida y el lugar adonde está. Fue grandísima la gloria que mi espíritu tuvo de ver tanta gloria… y quedóme gran deseo de servir a esta Señora, pues tanto mereció» (V 39, 26).

Otras fiestas entrañables son la de la Natividad de la Virgen, en la que le parece renovar sus votos «en manos» de nuestra Señora (R 48), y la fiesta de la Presentación de la Virgen en el templo, por la gracia concedida en ese día al P. Gracián (R 60; cf. R 64).

Lo más importante para Teresa es la conciencia de la presencia de María en medio de la comunidad orante, como pudo experimentarla en San José de Ávila, un día después de completas (cf. V 36, 24), y de nuevo en la Encarnación donde le dice estas hermosas palabras: «Yo estaré presente a las alabanzas que hicieren a mi Hijo, y se las presentaré» (R 25, 1). María realiza su misión de presencia orante, intercesión ardiente, en medio de la comunidad carmelitana que es una Iglesia en pequeño donde no puede faltar la presencia de la Madre.

d) En las fiestas de los Santos

Teresa tiene una relación amistosa y cordial con los Santos, con la Iglesia del cielo. Se conserva una lista con los nombres de los bienaventurados de los que ella era más devota. Ocupa un lugar de relieve San José, a quien ya festejaba desde sus años de la Encarnación: «Procuraba yo hacer su fiesta con toda la solemnidad que podía … » (V 6, 7); en la legislación litúrgica de las Constituciones, S. José tiene un grado especial (Const 2,1). También son santos de gran intimidad los Apóstoles Pedro y Pablo, “eran estos gloriosos santos muy mis señores» (V 29, 5). Un día de San Pablo, probablemente en la fiesta de la conversión (25 de enero de 1561), recibió la gracia de la presencia y visión de la Humanidad de Cristo (V 28, 3). También S. Agustín la obsequia un día de su fiesta con una gracia trinitaria (R 47). En torno a la fiesta de San Martín de Tours recibe dos gracias importantes: luz sobre la fecha de su muerte (R 7) y la merced del matrimonio espiritual (R 35). Dos veces recibe una gracia en la fiesta de Santa María Magdalena de quien fue siempre muy devota (R 32; 42).

Esta simple enumeración de fechas y nombres, de experiencias místicas y de participación litúrgica, nos revela la hondura con que Teresa sigue el ritmo de la oración de la Iglesia en la celebración de los Santos; las fechas del calendario eclesial se convierten en días privilegiados de comunión espiritual con los Santos.

6. El amor a los sacramentos

No podemos terminar esta exposición sin aludir de manera general al amor de Teresa por los sacramentos de la Iglesia. Su confesión de fe está condensada en esta afirmación, transida de amor por la Iglesia Católica que los posee, y de dolor por los que se apartan de las fuentes de la vida: «Aquí es… el acudir a los Sacramentos; la fe viva que aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque dejasteis tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sopresanan, sino que del todo las quitan» (V 19, 5). Certera teología y espiritualidad sacramental de Teresa en tiempos en que se negaba la fuerza santificante y renovadora de los sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos, a los que parece aludir especialmente en este texto.

Ana de Jesús completa y confirma lo dicho con esta hermosa declaración: «También se le veía la viva fe en el amor y reverencia con que usaba de los Sacramentos, y la estima y devoción que mostraba en todas las ceremonias de la Iglesia, y el consuelo que la daba tomar a menudo agua bendita, que nunca quería caminásemos sin ella … » (BMC 19, 466). Alma de espléndida sensibilidad litúrgica tiene gestos rituales tan entrañables como este: «En llegando a alguna iglesia quería que nos postrásemos todas con profunda reverencia; aunque estuviese cerrada la puerta se apeaba y hacía esto diciendo: qué gran bien que hallemos aquí la presencia del Hijo de Dios» (ib 467).

Pueden bastar estas referencias, no completas, para percibir la sensibilidad litúrgica de la Santa Madre en su vida. la herencia que dejó a su Carmelo, el gozo con que hoy viviría la liturgia renovada, con ritos y palabras que podría comprender en su lengua, con una plena participación como la que ya en sus tiempos quería para ella y sus hijas.

Jesús Castellano Cervera

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Iniciación espiritual

Cuando Teresa nos habla de la iniciación espiritual, de los comienzos del camino del espíritu, lo primero que hace es reflejar su experiencia personal, enriquecida, eso sí por lo que ha visto a su alrededor y por el conocimiento profundo que ha llegado a tener de las almas y de su itinerario espiritual, pero tan asimilada que al fin forma parte inseparable de su bagaje y sabiduría y experiencia personal.

A) Iniciación cristiana

Y así lo primero que resalta Teresa al reavivar los recuerdos de su infancia, es la importancia de la formación cristiana de los primeros años. El libro de su Vida se inicia con esta reflexión afortunada: «el tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía, para ser buena» (V 1,1). «Ayudábame,añade, no ver en mis padres favor sino para la virtud; tenían muchas» (ib). Y enumera las que ha visto en ambos, y que serán siempre como una especie de reclamo de la sangre para revivir esos ejemplos.

Más aún, recuerda los medios usados por su madre, responsable más inmediato de su iniciación cristiana. Estos medios fueron el despertarle a la piedad sincera en el rezar, a tener confianza y devoción a la Virgen y algunos santos, y las buenas lecturas. Dos exigencias complementarias en las que la madre va delante con el ejemplo: la formación intelectual, de búsqueda de la verdad, y la actitud vital, de relación confiada con Dios, en la oración. Con este estímulo, T proseguirá por su cuenta, la lectura de las vidas de los santos, de los mártires, en compañía de Rodrigo aprendiendo ya lo relativo y pobre de todo lo humano frente a lo trascendente y eterno de Dios, que le lleva a aquella comprensión sagaz de que lo de Dios, es para siempre,siempre,siempre, frente a lo caduco y pasajero que es lo humano. Y este es el gran dogma que centra toda su vida espiritual, todo su itinerario hacia Dios, que culmina en la Unión con El, partiendo de lo que podría parecer sólo un juego de niños, pero que le ha servido para que quedase desde la niñez, «imprimido el camino de la verdad». A este dogma fundante ella lo ha definido con una expresión feliz y certera: «la verdad de cuando niña» (V 3,5).

Estos buenos principios se tambalearán, enseguida, al correr un riesgo que siempre amenaza al que comienza: el contagio del entorno. Pronto le llegó a ella la ocasión. Un ambiente más relajado en casa tras la muerte de la madre, y las compañías más frívolas de los primos, hicieron el resto. «Espántame algunas veces, dirá, el daño que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello, no lo podría creer, en especial en tiempos de mocedad debe ser mayor el mal que hace» (V 2,4). Tanto fue, según ella, que «de tal manera le mudó esa conversación que de natural y alma virtuoso no me dejó casi ninguna» (id), por lo que acaba aconsejando a los padres que cuiden las compañías de sus hijos.

Una nueva experiencia va a confirmar su presentimiento: el ingreso en las Agus­tinas de Gracia, adonde la lleva su padre para remedio de aquella situación, que intuye peligrosa para Teresa. Y si bien los primeros días se encuentra afectada, pronto se siente a gusto y experimenta el bien de las buenas compañías. Como será de la monja responsable de las jóvenes: doña María de Briceño que, con su conversación, reaviva en T el pensamiento y el deseo de las cosas eternas, que será el punto de partida para su inquietud vocacional.

Luego, la breve estancia en casa de su tío D. Pedro, las lecturas que hace por complacerle, su estimulante compañía, la oración personal intensificada, le llevan a advertir de nuevo la fugacidad y vanidad de todo lo humano frente a la consistencia de Dios, que le lleva a revivir «la verdad de cuando niña».

Y al calor de estas vivencias y sentimientos se fragua su decisión de entrar monja, que ya no basta a impedir la negativa de su propio padre. Y fiel a su destino de no hacer nunca las cosas ni a solas, ni a medias arrastra a su hermano Antonio que le acompaña en la huida, haciendo más soportable, por compartido, el dolor por el abandono de la casa y el padre (V 4,1).

Pronto hará otro descubrimiento clave, que ella convierte en palabra de aliento para cualquiera que haya de iniciar el camino espiritual. Y es cómo «el Señor favorece a los que se hacen fuerza para servirle» (V 5,2). En definitiva, cómo Dios paga con creces todo lo que el hombre se decide a hacer por El, ya movido por su misma gracia. Y cómo no hay que acobardarse nunca, por difícil que parezca lo que aguarda. Por ello, T aconseja que «cuando una buena inspiración acomete muchas veces, no se deje, por miedo de poner por obra, que si va desnudamente, por sólo Dios, no sucederá mal» (ib).

El ingreso en la vida religiosa supone, para T un período de iniciación espiritual que ocupará su noviciado y sus primeros años. Ha de conocer la vida religiosa, ahondar en sus exigencias básicas, y en cuanto pide, a la vez, la vida carmelitana: la escucha y acogida de la palabra de Dios, su meditación día y noche, a que le invita la Regla. y que se convierte en su primer afán, inducida por los libros que lee con avidez, como siempre.

La generosidad de su entrega choca pronto, sin embargo, con las dificultades que genera la vida de la Encarnación. Y en esa tensión y lucha entre la llamada de Dios a una intimidad mayor y el reclamo de amistades y visitas pasará nada menos que 18 años, hasta que llegue su llamada conversión.

Y es entonces cuando hace, también, otro descubrimiento que pasa desde su experiencia al acerbo de su sabiduría. Y es que todo el que comienza un camino espiritual, debe buscar dos ayudas necesarias: la de un director que ayude a esclarecer la voluntad de Dios, y la de unos amigos, compañeros de camino, que con su entrega respalden y faciliten la propia (V 7,20). «Todo el remedio de un alma está en tratar con amigos de Dios» (V 23,4), dirá ella.

Luego, no conforme con el cupo de amigos, buscará el de los hermanos con quienes convivir a diario, compartiendo ese ideal de la amistad con Dios. Y funda el convento de San José, y tras él los demás conventos. Comenzando entonces un nuevo quehacer que conviene resaltar, y es que ella misma se convierte en maestra de vida espiritual.

B) Teresa maestra y guía espiritual

Teresa tenía, por natural, una ascendencia contagiosa con todos los que estaban a su lado, que fácilmente se rendían a su liderazgo. Lo hicieron sus hermanos en la infancia y los primos en la adolescencia. Lo hizo en la juventud el cura de Becedas, y un grupo de monjas, de amigos, y su propio padre, desde que ella es monja en la Encarnación.

Pero es al fundar el convento de San José cuando se convierte en maestra y guía espiritual. Lo será del grupito de las cuatro primitivas, a las que modela amorosamente según al ideal soñado de una vida sencilla, pero austera, entregada en soledad a Dios y al servicio de la Iglesia mediante su oración.

Y como la fuerza de su espíritu era demasiado impulsiva para ceñirse a un solo lugar y a un simple grupo reducido de personas, vino por fuerza la expansión de su carisma y nacieron otros 16 conventos, que ampliaron su magisterio. Y tuvo que escribir para orientación de todas el Camino de Perfección, donde traza las líneas maestras de la vida carmelitano teresiana. En él orienta la creación misma de la comunidad: «aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar» (C 4,7). Luego habla de las exigencias de otras virtudes básicas, como el desasimiento y la humildad (c 8-18) para poder llegar a ser almas de oración, aunque no todas lleguen a ser contemplativas (C 19-42).

El libro del Camino es en sí mismo todo un manual de pedagogía teresiana, que acredita las dotes singulares de Teresa como formadora, con consignas preciosas llenas de humanismo y sentido común, acerca de las cualidades de las postulantes y la debida paciencia y comprensión que merece la singularidad de cada una. Inculca la virtud sobre el rigor, lo íntimo sobre lo externo. Y el llevar el alma con suavidad y no a fuerza de brazos, que decía ella (V 5,6), viviendo siempre con alegría, con anchura y libertad de espíritu, como corresponde a los hijos de Dios.

No satisfecha con fundar conventos de monjas, querrá fundar tambien de frailes, que al mismo espíritu de oración y sencillez, unan el celo apostólico y puedan servir de guías a sus monjas, Pero el magisterio teresiano no se reduce ni se agota en sus hijos y seguidores. Alcanzó entonces, y ahora, a cuantos se acercan a su figura y su doctrina. Así, antes de que escribiera el Camino, había escrito su Autobiografía, en la que amén de un relato de su vida, en busca de luz, incluye un tratado de vida espiritual –capítulos 11 al 23– sobre la oración, y cuatro modos de regar el huerto de nuestra alma para que prosperen las flores que allí ha plantado el Señor. En particular los capítulos 11 al 13, son un manual para principiantes, en el que invita a todos a iniciar este camino de la oración, que es «determinarnos a seguir …al que tanto nos amó» (V 13,1), advirtiendo que es a los principios donde está el mayor trabajo (11,3), por lo que no hay que desanimarse, sino perseverar, recogiendo los sentidos, buscando la soledad, sirviéndonos de libros para la meditación, a pesar de las dificultades, e incluso de la propia sequedad, que es el no poder sacar agua del pozo para regar, porque está seco. Hacerlo así, es como ayudar a Cristo a llevar la cruz, no dejándole caer, en la certeza de que «tiempo vendrá en que se lo pague por junto» (V 11,10). Evitando, eso sí, el hacer de la oración un simple acto discursivo, para llegar más bien al impulso amoroso que mueva la voluntad a una entrega más efectiva a Dios y al prójimo.

Posteriormente, en la plenitud de la vida, T escribirá el Castillo Interior, guía inmejorable para llevar a las almas a la unión con Dios. Es la obra que consagra su magisterio, abierto y útil para todos los cristianos. Basta advertir que para encontrarse con Dios no hay que ir a buscarle lejos, El está en nuestra propia intimidad, pues el alma de cada uno es como un castillo donde Dios vive complacido. Y desde allí nos llama a entrar cada vez más dentro de nosotros y saborear su presencia.

También en esta obra ofrece T una iluminación a los que inician el camino espiritual. Las tres primeras moradas son aquellas a las que el hombre puede acceder por sí mismo, ayudado por la gracia claro está. Basta para ello superar la cerca del castillo, dejando fuera las sabandijas y cosas «ponzoñosas», que equivalen al pecado, y desear y buscar la vida de gracia, la relación con Dios en la propia intimidad. La puerta del castillo es la oración, y quien entra, y persevera, irá poco a poco logrando las virtudes, disponiéndose así, como el Beatus vir del salmo para que Dios le lleve, si es su voluntad, hasta la última morada, donde se consuma la Unión, el Matrimonio espiritual, que ha saboreado Teresa y los místicos.

Ninguna de estas tres obras mayores, como es obvio, está dirigida expresamente a los principiantes, ni se limita a ellos. Entre otras razones, porque según T y en razón del deseable progreso y crecimiento, nadie debe quedarse sólo en los principios. Ella nos habla más bien de una meta hacia la que hay que caminar sin detenerse. Pero es claro que mal podrá llegar quien nunca se decide a comenzar el camino, o quien lleve al comenzarlo actitudes equivocadas o viciosas. Vamos por ello a resumir su pensamiento resaltando las principales consignas que ella ofrece a quienes han de iniciar el camino de la oración, que es al fin el de la gracia y la vida cristiana.

C) Ideario sobre la iniciación espiritual
– Procure amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo (V 7,20).
– Buscar quien nos dé luz (V 14,8). Es muy necesario el maestro si es experimentado (13,14). Y así tener a quién acudir para no hacer en nada nuestra voluntad (M 3,2,12).
– Toda la pretensión de quien comienza ha de ser trabajar y determinarse a conformar su voluntad con la de Dios (V 11,2; M 2,8).
– No os desaniméis, si alguna vez cayereis (M 2,9).
– Una gran determinación de antes perder la vida que volver atrás (M 2,6). Si persevera, no se niega Dios a nadie (V 11,4).
– Importa mucho comenzar con libertad y determinación (V 11,15).
– Echar fuera el temor servil. No traer el alma arrastrada, sino llevarla con suavidad. Andar con alegría y libertad (13,1).
– Tener confianza y no apocar los deseos (V 13,2) animarse a grandes cosas.
– Entrar dentro, conocer la hermosura del alma. La puerta es la oración (M 1,1,6).
– Si la dificultad para hacerla nace del natural, de indisposición pasajera, no forzar el espíritu, cambiar la hora, dejarla de momento, dedicarse a obras de caridad, irse al campo, etc.
– Atender las necesidades del cuerpo para que sirva al alma de mejor gana (V 11,15). No ha de ser a fuerza de brazos el recogerse, sino con suavidad (M 2,10).
– Recoger los sentidos, buscar la soledad, pensar en su vida, arrepentirse de sus pecados. Esto del conocimiento propio jamás se ha de dejar (V 13,14). Para que el propio conocimiento no se haga ratero y cobarde, volver los ojos a la grandeza de Dios (M 2,11).
– Tornando a los que discurren, digo que no se les vaya todo el tiempo en esto, callado el entendimiento, mire que le mira (el Señor) y le acompañe y hable y pida y se humille (V 13,22).
– Meditar en la vida de Cristo (V 11,9), abrazando la cruz desde el principio (ib 15). No dejar la meditación de la pasión y vida de Cristo, que es de donde nos ha venido y viene todo el bien (V 12,13).
– Representarse delante de Cristo y enamorarse mucho de su sagrada Huma­nidad… hablarle, pedirle, quejársele, alegrarse con El. Sin oraciones compuestas. (V 13,11,22).
– De sequedades y distracciones, nadie se aflija (11,7).
– No quiera acá su reino (los consuelos) ni deje jamás la oración (11,10). El que no repara en consuelos o desconsuelos tiene andado gran parte del camino (11,13).
– El amor de Dios no consiste en ternuras, sino en servir con justicia, fortaleza de ánimo y humildad.
– Una hora de gusto que luego Dios da, paga con creces todas las pasadas de congoja (11,11).
– Tres cosas son necesarias para llevar vida de oración, la una es amor de unas con otras, otra desasimiento de todo lo criado, y la otra, verdadera humildad, que aunque la digo a la postre es la principal y las abraza a todas (C 4,4).
– Evitar hacer comparaciones para no desanimarse (V 11,12).
– Reprimir los deseos de aprovechar a otros (V 12,12).
– Dejémonos de celos indiscretos, que nos pueden hacer mucho daño (M 1,2,17).
– Miremos nuestras faltas y dejemos las ajenas (M 3,2,13).
– Mirar las virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos con nuestros grandes pecados (13,10).

BIBL. – Edith Stein, Una maestra en la formación y educación: Teresa de Jesús, Obras Selectas. Bur­gos,1997 pp. 57-86.

P. Alfonso Ruiz

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Inhabitación divina

1. Revelación de la presencia divina y comunicación personal

La inhabitación traduce la idea de la presencia de Dios. Es el misterio de la intensa y viviente presencia personal de Dios en el justo. En la soteriología cristiana aparece como la culminación de un proceso de revelación de la presencia de Dios en la historia de la salvación.

Efectivamente, la historia de las relaciones de Dios con su creación –y muy especialmente con el hombre– no es otra cosa que la de una realización cada vez más generosa y profunda de su Presencia en su criatura. Va en sentido ascendente y progresivo de las cosas a las personas, de los encuentros pasajeros a una presencia estable, de la simple presencia de acción a la comunión personal, que culmina en la inhabitación.

Esta presencia sobrenatural se realiza en el cristiano por medio del Espíritu. De ella dan testimonio elocuente los pasajes de Pablo y de Juan, que hablan del cristiano como templo del Espíritu (1Cor 3,17; 2Cor 6,16) y morada de Dios (Jn 14,23). Teresa de Jesús llega a percibir la verdad de estas palabras de san Juan: «Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (M 7,1,6).

En la vida de los místicos la inhabitación adquiere un relieve especial. En teología el tema es estudiado ordinariamente por el tratado de Gracia. Ella nos da la comprensión de la dimensión esencialmente trinitaria de la gracia. Llegar a captar esta dimensión es fundamental para llegar a comprender la realidad de la vida cristiana en toda su profundidad.

Actualmente la espiritualidad trata de dar una impronta trinitaria más fuerte a la vida espiritual. En el itinerario espiritual propuesto por santa Teresa, la experiencia de inhabitación constituye la culminación del proceso, que ella describe en las séptimas moradas. Aquí se convierte en el centro de irradiación de su vida interior, en una contemplación estable de las relaciones con las tres divinas personas y en una intuición profunda del misterio trinitario.

Pero la inhabitación, desde la perspectiva de la revelación, aparece no tanto como cumbre o cima de la vida espiritual, cuanto como fuente y raíz de la misma. Es la comprensión esencialmente trinitaria y pneumatológica de la fe cristiana. Este es precisamente el planteamiento de santa Teresa, al proponer la presencia inhabitante divina como fundamento del itinerario espiritual, trazado en el Castillo Interior, aunque su experiencia plena tiene lugar al final del camino, en las séptimas moradas.

En nuestra exposición, nos limitamos a esta etapa final, remitiendo para otros aspectos a los temas de gracia y de Trinidad.

2. Explicación del misterio (Séptimas Moradas)

Para una mejor comprensión del misterio de la inhabitación en santa Teresa, distinguimos entre su experiencia trinitaria, directamente relatada en sus Relaciones (’ Trinidad) y la explicación o sistematización doctrinal de este misterio, que lleva a cabo en las Séptimas Moradas (1577). La Santa ofrece aquí una descripción, en la que destaca con precisión teológica los elementos esenciales del misterio, centrándose ahora más directamente en la inhabitación trinitaria y en las repercusiones que tiene en su vida.

Teresa de Jesús, en esta etapa cimera de la vida mística, experimenta una especie de revelación de Dios, que se le manifiesta a través de locuciones y visiones divinas, y se comunica en matrimonio espiritual.

En realidad, no se trata de una presencia nueva, sino de una experiencia nueva, en la que afloran a la conciencia humana las verdades fontales de la fe, que fundamentan la vida cristiana. Es un conocimiento interior, que ayuda al crecimiento de la fe. Este se produce, efectivamente, «cuando [los fieles] comprenden internamente los misterios que viven» (DV 8).

Se trata de una experiencia nueva de Dios, que se produce, como una nueva revelación. Pero no es una revelación, sino una más profunda inteligencia y vivencia de lo que ya se conoce por la fe. Es una verdad sabida por la fe y experimentada místicamente: «De manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma» (M 7,1,6).

Transcribimos el texto íntegro, por su importancia, haciendo determinados subrayados, para destacar ya de entrada los elementos principales: «Aquí es de otra manera: quiere ya nuestro buen Dios quitarla las escamas de los ojos y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque por una manera extraña; y metida en aquella morada, por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve… que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior, en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía» (M 7,1,6-7).

El texto es una clara afirmación de la inhabitación trinitaria. Esta se explica, no por una acción especial de Dios en el alma, según la teoría clásica de su tiempo, sino por la comunicación personal de las tres divinas personas, en conformidad con la teología actual. Por eso no es de extrañar que algunas de las expresiones de la Santa fuesen retocadas por los censores de sus obras, como diremos enseguida. El sentido personal de la comunicación es claramente afirmado por el texto: «Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan…»

La experiencia es, además, una clara percepción de la verdad de la promesa de Jesús, conforme a las palabras de San Juan (Jn 14,23): «…y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor» (M 7,1.6).

Otro elemento importante es la experiencia de la presencia habitual trinitaria: «Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella… Siente en sí esta divina compañía» (M 7,1,6-7). Esta presencia habitual de la Trinidad es una realidad que ha pasado a formar parte de su vida. Es un estado especial de comunión personal con las personas divinas, que sostiene y alienta el duro proceso de purificación y regeneración que atraviesa la persona humana, a lo largo del camino espiritual.

Esto no quiere decir que la Santa esté continuamente pensando en la Trinidad y que tenga las potencias ocupadas en ello. Las personas divinas no son objeto de permanente visión, sino de permanente posesión. «Así Teresa vive maravillosamente alternando, en los últimos años de su vida, la comunión con Dios y el trato de los hombres» (J. Castellano, en Introducción, p. 162).

El año 1578 escribe Teresa a Gonzalo Dávila, narrando su estado presente: «Considerando la merced que Nuestro Señor me ha hecho de tan actualmente traerle presente y que con todo eso veo que, cuando tengo a mi cargo muchas cosas que han de pasar por mi mano, que no hay persecuciones ni trabajos que así me estorben» (carta a Gonzalo Dávila, verano de 1578, n. 2).

Pero el punto que más interesa destacar es el relativo a la comprensión del misterio trinitario, a la que Teresa llega en virtud de una merced o gracia mística (visión intelectual) que Dios le hace. El texto fue corregido por el P. Gracián en el autógrafo. Pero Fr. Luis de León, su primer editor, le añade una larga nota apologética (Edición Príncipe, pp. 234-235). Sin embargo, el mismo P. Gracián se la corrige a su modo. Finalmente, el gran delator A. de la Fuente insistirá en denunciar ese pasaje (cf T. Álvarez, Castillo Interior. Santa Teresa de Jesús, Burgos 1990, pp. 196 y 249).

Este hecho pone de manifiesto el conflicto provocado por el texto con la teología de su tiempo. Sus categorías se mostraban incapaces de una explicación adecuada de la experiencia mística teresiana sobre el misterio de la inhabitación trinitaria. Es el choque entre la experiencia mística de los misterios de la fe y una elaboración teológica excesivamente conceptual, incapaz de descubrir el latido vital de la experiencia.

3. Relación con las personas divinas

La relación con las personas divinas, la comunión personal divino-humana, es el elemento central de la experiencia teresiana acerca de la inhabitación, culmen de su experiencia mística y de su itinerario espiritual. De esta experiencia se desprende el carácter esencialmente relacional de la inhabitación trinitaria.

La teología actual, de inspiración bíblica y patrística, superando la teoría de la «apropiación» de la teología clásica, de corte escolástico, explica la inhabitación como una relación especial del justo con cada una de las personas, participando así de la condición personal de cada una de ellas, esto es, de sus mismas propiedades nocionales. Esta relación tiene su fundamento en la misma historia de salvación, que lleva a cabo el designio del Padre, por la encarnación del Hijo y el envío del Espíritu Santo (LG 2-5). El movimiento de la criatura hacia Dios se basa en la misma dinámica trinitaria: por el Espíritu Santo, en Cristo, vamos al encuentro del Padre (Rom 8,14-17; Gál 4,4-7; Ef 1,3-14).

La misma teología actual de la inhabitación explica su carácter personal y relacional en estos términos: «El Padre se da entregándose al Hijo, cuya vida se nos comunica, mediante la efusión del Espíritu, para hacernos partícipes de la comunión vital intradivina», esto es, de la misma existencia trinitaria. En definitiva, el misterio de la comunicación personal de Dios al hombre, «es el misterio de las tres divinas personas entregándose… de modo análogo a como se entregan entre sí» (J. L. Ruiz de la Peña, El don de Dios, Santander 1991, p. 342).

De cuanto hemos expuesto hasta aquí, se puede decir que ésta es la realidad central de la inhabitación trinitaria y de la filiación cristiana, reflejada en los textos teresianos: «Aquí se le comunican todas tres Personas…» (M 7,1,6). «Parecióme se me representó como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas» (R 18). Las tres Personas están como «esculpidas» en su alma y entiende «cómo siendo una cosa eran divisas» (R 47).

Teresa misma se plantea expresamente el problema de esta relación con las divinas personas, a propósito de la creación y la redención. ¿Esta relación es común a las tres divinas personas o tiene realmente un carácter propio y singular con cada una de ellas? Su respuesta no puede ser otra que la de la teología de la época, que explica todas las acciones ad extra de forma unitaria y común a las divinas personas. Si una determinada acción se atribuye a una persona en particular, es sólo por apropiación. Pero, en realidad, toda actividad ad extra, sea del orden de la creación o de la gracia, es común, no específica de cada persona.

Pero Teresa de Jesús no parece estar de acuerdo con este planteamiento. Es importante destacar el último interrogante, con que termina su Relación 33, a propósito de la encarnación del Hijo: «¿Cómo tomó carne humana el Hijo y no el Padre ni el Espíritu Santo?». Ella dice que no lo entendía; que los teólogos lo sabrían. Pero cuanto menos lo entiende, más lo cree.

El hecho de que el hombre en la inhabitación adquiera unas relaciones propias –no simplemente apropiadas– con cada una de las divinas personas, no es en absoluto una sutileza teológica. Expresa la dimensión esencialmente trinitaria de la gracia y de la vida cristiana. Esta es participación en la relación propia que el Padre tiene con el Hijo, al comunicarse a él como don de sí mismo, y en la relación que el Padre y el Hijo tienen con el Espíritu Santo, al espirarle en el amor.

La teología actual trata de explicar esta realidad en categorías antropológicas de relación, de comunicación, de entrega, de donación…, más cercanas al pensamiento bíblico que las categorías metafísicas de sustancia o del concepto filosófico de persona… Se destaca particularmente el término relación de las divinas personas, como el momento constituyente, que las distingue entre sí.

Esta relación, que también Teresa de Jesús destaca como elemento determinante de su experiencia trinitaria, expresa mejor la singularidad de las personas y su modo propio de existencia, cuya razón de ser es referirse uno a otro, salvaguardando la unidad de la esencia divina. Expresa, al mismo tiempo, la vida más íntima de Dios. Esta se manifiesta en la historia de salvación como comunicación personal, en Jesucristo y por el don del Espíritu Santo, prolongando así en la historia la relación intratrinitaria.

A partir de aquí, se comprende mejor el modo concreto de cómo cada persona divina despliega su característica personal en la historia de salvación y en la inhabitación trinitaria, presente en la experiencia teresiana. Jesús aparece como el enteramente referido al Padre y recibido de El (C 27,1). Es el que lleva a cabo la redención (V 13,13; 22,2; M 6,7,15), prolongando entre nosotros el mismo dinamismo y generosidad de la filiación intradivina (C 27, 2-4), por medio del Espíritu Santo, que «enamora» nuestra voluntad (C 27,7).

La explicación que hemos esbozado del misterio trinitario, en categorías antropológicas (comunicación, entrega, don, acogida, relación personal, gozo, agradecimiento, amor…), no sólo hacen más cercano a nosotros el misterio de la vida íntima de Dios, sino que lo hacen más cercano también a la experiencia teresiana, a las categorías personalistas y existenciales, en que se expresa.

4. Vivencia trinitaria

La vida trinitaria de Teresa es la presencia en ella de la Trinidad, la comunicación de las personas divinas, su compañía permanente. Pero con esta expresión queremos destacar una serie de actitudes fundamentales de vida cristiana, que se desprenden de esa presencia trinitaria y de su relación con las personas divinas.

La teología de la gracia señala las siguientes: En relación con el Padre es intimidad y confianza, acción de gracias, adoración, alabanza, petición, impulso hacia El que nos atrae hacia Sí. En relación con el Hijo es comunión de vida con él, imitación, solidaridad, incorporación, amistad, anuncio de Jesús, entrega, compromiso. En relación con el Espíritu Santo es libertad, docilidad, atención, escucha, fidelidad al Espíritu, que sale al encuentro de nuestra indigencia para suscitar nuestra plegaria al Padre, fortalecer nuestra comunión con el Hijo e confirmarnos en la fidelidad creativa de la misión y del compromiso cristiano.

De alguna manera, estas actitudes fundamentales de vida cristiana están en la entraña del mensaje espiritual de Teresa de Jesús. Así se desprende de las relaciones que ella cultiva con cada una de las divinas personas y así aparece, de hecho, en los textos que hablan por separado del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cada una de las personas divinas tiene su influjo peculiar en la vivencia plena de la gracia, paralelo a la función que desempeñan en la historia de salvación.

BIBL. – A. García Evangelista, La experiencia mística de la inhabitación, en «Archivo Teológico Granadino» 16 (1953), 63-326; A. Moreno, The Indwelling of the Trinity and St. Teresa’s Prayer of Recollection, en «RevRel» 44 (1985), 439-449.

Ciro García

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