Penitencia, sacramento de la

El sacramento de la penitencia, uno de los más frecuentados y estimados por Teresa de Jesús, tiene hondas resonancias en su vida, que expresan la riqueza y la eficacia salvadora de este sacramento. 1) Lo experimenta como el sacramento de conversión, que realiza en su vida la vuelta definitiva al Señor. 2) Lo vive como consagración de un proceso personal de arrepentimiento y de penitencia. 3) Lo practica con asiduidad, confesando sus pecados al sacerdote o al director espiritual, no sólo como sacramento de perdón sino también como garantía del buen espíritu. 4) Se siente perdonada y reconciliada con Dios e igualmente con la Iglesia, a la que ama con todo su ser. 5) Lo prolonga en su vida con las prácticas penitenciales y la aceptación paciente de la cruz.

Este es el marco teológico y experiencial, en el que Teresa vive el sacramento de la penitencia y lo recomienda a sus hijas. Se halla en la más pura línea de la renovación de la teología sacramental, propuesta por el nuevo Catecismo de la Iglesia (CEC 1423-1424).

1. Experiencia de conversión

En la lucha que mantiene la Santa por su conversión, durante largos años, la confesión juega un papel decisivo. Ella nos dice repetidas veces que procuraba confesarse muy a menudo (V 4,7; 5,9; 6,2) y que la pena mayor de su padre, cuando cayó enferma desahuciada de los médicos, fue no haberla dejado confesar. Por eso, cuando torna en sí, se apresura a hacerlo (V 5,10).

Se advierte en esta práctica sacramental cierta angustia, motivada en parte por la lucha que mantenía y también por la praxis penitencial de la época, sancionada posteriormente por el Concilio de Trento en el Decreto de poenitentia (1551). Esta prescribía la confesión frecuente, que en los monasterios se hacía incluso varias veces por semana y al margen de la recepción de la Eucaristía. En la praxis conventual y en el sentimiento de los fieles había como una especie de magnificación de la confesión, que se sobreponía al resto de los sacramentos y de celebraciones litúrgicas. Este es el contexto eclesial, en el que aparece la vivencia sacramental de la Santa. Pero, filtrada por la experiencia mística, representa una riqueza que desborda la praxis penitencial de su tiempo.

Siguiendo el contexto de su conversión, se da una evolución en su experiencia del sacramento de la penitencia. Este pasa a ser considerado no como obra suya o simple práctica sacramental, sino como don de Dios que obra en ella la conversión de su corazón. Es el paso del protagonismo personal al protagonismo de Dios, que otorga su gracia para poder comenzar de nuevo. Ella luchaba, se esforzaba, se arrepentía de sus faltas, se confesaba. Pero volvía a caer de nuevo (V 7,19; 8,2.6). Se encomendaba a los santos que habían sido pecadores: «salvo que una cosa me desconsolaba…, que a ellos sola una vez los había el Señor llamado y no tornaban a caer, y a mí eran ya tantas, que esto me fatigaba» (V 9,8).

La crisis entró en vías de solución, gracias a su confesión con el P. Vicente Barrón, quien «me hizo harto provecho… y tomó a hacer bien a mi alma con cuidado y hacerme entender la perdición que traía» (V 7,17). El proceso culmina en la conocida contemplación de un «Cristo muy llagado»: «Arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (V 9,1). «Sólo le pedía me diese gracia para que no le ofendiese, y me perdonase mis grandes pecados» (V 9,9).

2. Cambio interior

Obtenida la gracia de la conversión, Teresa de Jesús inicia una etapa nueva en su vida, entregada a la oración y a una seria ascética de virtudes cristianas, que le abren la puerta a las gracias místicas. Experimenta un profundo cambio interior, en sintonía con la llamada de Jesús a la conversión (Mt 6,16). Esta no consiste principalmente en obras exteriores, que más bien son formas importantes de expresarla. Lo decisivo acontece en el corazón del hombre, es decir, en el centro profundo de la persona.

Es lo que experimenta Teresa, cuando reanuda el relato de su vida: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva» (V 23,1). Una vez más la confesión viene a sellar este proceso. En este caso, es una confesión general que hace con el P. Diego de Cetina: «[Me dijo] que le diese cuenta de toda mi vida por una confesión general, y de mi condición, y todo con mucha claridad; que por la virtud del sacramento de la confesión le daría Dios más luz» (V 23,14).

3. Confesión sacramental

La Santa tiene una viva conciencia de lo que es el pecado mortal y del perdón sacramental (V 40,5; M 1,2,1). Por eso inculca vivamente la confesión (V 5,6; 34,19; 38,23) y advierte a los que sólo «se guardan de pecar mortalmente» y «no se les da nada de pecados veniales», que «están bien cerca de los mortales» (Conc 2,20). Además, «sería mentira decir no tenemos pecado» (C 15,4).

Personalmente, no parece que ella –por la misericordia de Dios– haya cometido pecado mortal: «No me parece había dejado a Dios por culpa mortal» (V 2,3). «Cosa que yo entendiera era pecado mortal, no lo hiciera entonces» (V 5,6). «En ninguna vía sufriera andar en pecado mortal sólo un día, si yo lo entendiera» (V 6,4).

Según la doctrina de la Iglesia, hay obligación de confesar sólo los pecados mortales. No obstante, Teresa practica asiduamente la confesión, como ya hemos señalado. Es conocida su preocupación por comunicar todo con el confesor y la dificultad que tuvo en encontrar quien entendiese su espíritu. Las confesiones de Teresa podemos decir que eran de los pecados veniales, de las faltas cotidianas, que la Iglesia recomienda vivamente confesar: «La confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del espíritu» (CEC 1458).

Teresa de Jesús es consciente del valor de la confesión no sólo como perdón de los pecados, sino también como ayuda sacramental para luchar contra los peligros y para progresar en la vida espiritual. Busca, además, en este sacramento la luz que le ayude a discernir el buen espíritu. Pues ve en su lugar al mismo Dios (M 6,3,11). Encuentra en ello tal seguridad, que no le parece acertado el consejo del confesor, que le dice «que ya que estaba probado ser buen espíritu, que callase» (V 26,4). Busca siempre confesores letrados y, «si se hallare, también espiritual», de buen espíritu (M 6,8,9). Así se lo recomienda también a su hijas (C 5; M 6,3,11).

4. Experiencia de perdón y de comunión

Santa Teresa de Jesús tiene una viva conciencia de ser perdonada por Dios, que derrocha generosamente con ella su misericordia, no sólo antes de su conversión, sino en toda su vida. Son innumerables los testimonios en este sentido: «No una, sino muchas veces ha perdonado tanta ingratitud» (V 19,10). Destaca la memoria de sus pecados, que antecede a las más importantes gracias místicas (V 26,2; 32,1; 40,9). Entonces experimenta vivamente el perdón y la misericordia del Señor: «Dióseme a entender que estaba ya limpia de mis pecados» (V 33,14).

No sólo vive el sacramento de la penitencia como reconciliación y comunión con Dios, sino también como reconciliación y comunión con la Iglesia. Este sentido comunitario del perdón destaca en la glosa de la petición del Padrenuestro: «Y perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros las perdonamos a nuestros deudores».

«Que una cosa tan grave y de tanta importancia como que nos perdone nuestro Señor nuestras culpas, que merecían fuego eterno, se nos perdone con tan baja cosa como es que perdonemos. Y aun de esta bajeza tengo tan pocas que ofrecer, que de balde me habéis, Señor, de perdonar» (C 36,2).

En síntesis, podemos decir que santa Teresa percibe en este sacramento su fruto esencial, que es la reconciliación con Dios y con la Iglesia, como afirma el Catecismo: «El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros» (CEC 1469).

5. Vida penitencial

El sacramento de la penitencia se proyecta en la vida del creyente, acentuando su carácter penitencial y de abnegación evangélica, que se expresa principalmente en las obras de caridad y en la aceptación paciente de la cruz. Equivale a la llamada «satisfacción» por nuestros pecados y encarna el sentido penitencial de la vida cristiana. Por eso esta satisfacción se llama también «penitencia».

«Puede consistir –dice el Catecismo– en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar» (CEC 1460).

En la vida de Teresa de Jesús es fácil comprobar este sentido penitencial, vivido bajo la luz y la fuerza del sacramento de la reconciliación. Pertenece al núcleo de su espiritualidad (’ Ascesis). Sólo queremos destacar cómo uno de los frutos del matrimonio espiritual es «un deseo de padecer grande» (M 7,3,4) y «ayudar en algo al crucificado» (M 7,3,6). Para eso nos regala Dios su vida, para «imitar a la que vivió su Hijo tan amado» (M 7,4,4).

Ciro García

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Padrenuestro

Con su original comentario del Padrenuestro, santa Teresa entra en el coro de grandes maestros que glosaron la oración dominical, desde la patrística hasta nuestros días. La suya no es una glosa literal, sino una elevación espiritual con intención pedagógica. Se propone orar las palabras del Señor, y a la vez educar al orante. De suerte que desde la humilde recitación vocal (rezo del Padrenuestro), llegue a la oración interior, a la contemplación y a la unión. El comentario ocupa la segunda mitad de su Camino de Perfección: capítulos 26-42.

1. Ella aprendió esa oración desde muy niña. Con su madre, doña Beatriz, la reiteraba en el rezo del rosario, “de que mi madre era muy devota” –escribe en Vida 1, 6–. Más tarde, a partir de sus veinte años, la rezaba o la cantaba en latín en la liturgia eucarística y en las Horas Canónicas.

No nos es fácil reconstruir el texto castellano usado por ella. En los pasajes del Camino alterna la cita de peticiones en latín con otras en lengua vulgar. Helas aquí:

– “Padre nuestro que estás en los cielos” (c. 27,1).– “Santificado sea tu nombre, venga en nosotros tu reino” (c. 30,4). En latín: “Sanctificetur nomen tuum, adveniat regnum tuum” (título del c. 30).
– “Sea hecha tu voluntad; y como es hecha en el cielo, así se haga en la tierra” (c. 32,2). En latín: “Fiat voluntas tua sicut in coelo et in terra” (título del c. 32).
– “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, Señor” (c. 33, 1). En latín: “Panem nostrum quotidianum da nobis hodie” (título del c. 33).
– “Y perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros las perdonamos a nuestros deudores” (c. 36,1). En latín: “Dimitte nobis debita nostra” (título del c. 36).
– “Y no nos traigas, Señor, en tentación; mas líbranos del mal” (c. 37,5). En latín: “Et ne nos inducas in tentationem, sed libera nos a malo” (título del c. 38).

2. Cómo rezarlo. – La Santa descarta la recitación rutinaria. No está de acuerdo con ciertos teólogos de su tiempo que admitían el valor de la plegaria meramente verbalizada, que “con sólo pronunciar las palabras, eso basta… Cuando digo “Padre nuestro”, amor será entender quién es este padre nuestro, y quién el maestro que nos enseñó esta oración” (24,2). “Rezarlo bien”, exige ante todo, un gesto de previa compostura del espíritu, para ir “enteramente entendiendo y viendo que hablo con Dios, con más advertencia que en las palabras que digo”, de suerte que “no estéis hablando con Dios rezando el Paternóster y pensando en el mundo…” (C 22,1…). Por eso aconsejará enseguida un doble gesto, espiritual y corporal: “La examinación de la conciencia y decir la confesión y santiguaros, ya se sabe ha de ser lo primero” (26,1).

Pero lo verdaderamente importante es que con la oración dominical Jesús nos introduce en el diálogo con el Padre. Y para eso es preciso rezarlo con El, con Jesús mismo: “Procurad luego, hija, pues estáis sola, tener compañía. Pues ¿qué mejor que la del mismo maestro que enseñó la oración que vais a rezar?” (26,1). Es decir, que para dirigir esas palabras al Padre con espíritu filial, es preciso abrirse a los sentimientos “filiales” con que Jesús las pronunció. De suerte que sus sentimientos se trasvasen al orante, para despertar en él un auténtico sentido filial, y así educar nuestra relación con los dos, con el Padre y con el Hijo, bajo la acción del Espíritu Santo que “enamore nuestra voluntad” (27,7).

Con frecuencia las palabras y los sentimientos contenidos en la oración dominical podrán venir en ayuda de nuestras carencias y sequedad interior. La Santa recuerda a sus lectores/as el caso de una “monja anciana” que a ella la conmovió: “Conozco una persona que nunca pudo tener sino oración vocal, y asida a ésta lo tenía todo. Y si no rezaba, íbasele el entendimiento tan perdido, que no lo podía sufrir. Mas ¡tal tengamos todas la oración mental! En ciertos paternostres que rezaba a las veces que el Señor derramó sangre, se estaba… algunas horas. Vino una vez a mí muy congojada, que no sabía tener oración mental ni podía contemplar, sino rezar vocalmente. Preguntéla qué rezaba. Y vi que, asida al Paternóster, tenía pura contemplación y la levantaba el Señor a juntarla consigo en unión…” (30,4: ya antes había mencionado ese caso, c. 17,3).

Según la Santa, una a una las peticiones del Padrenuestro irán interiorizando nuestra oración, recogiéndonos suavemente, facilitando una actitud contemplativa, y un movimiento de fuerte unión al Maestro que ora con nosotros. De ese secreto ensamblaje de la serie de peticiones se servirá la Santa para estructurar su pedagogía de la oración.

3. Pedagogía de la oración desde el Padrenuestro. – En el Camino de Pefección, escrito por la Santa como manual formativo de la comunidad contemplativa que era el Carmelo de San José de Ávila, el Padrenuestro hace de partitura de fondo, o manual de base. Sobre la secuencia de peticiones, ella irá organizando los principales puntos de su lección. Basta seguir su línea expositiva:

a) Ante todo, atención a Cristo Señor. La oración no es un monólogo. O desarrolla, desde el primer momento, una relación entre Persona y persona, o se pierde en el vacío. Por eso, “procurad luego tener compañía. Pues ¿qué mejor que la del mismo maestro que enseñó la oración que vais a rezar?… ¿Pensáis que es poco un tal amigo al lado? (26,1). Insistirá en el gesto de “mirarle”. Sintonizar con sus sentimientos. Hasta poder decirle: “juntos andemos, Señor” (26,6). Son premisas pedagógicas para orar con El y, como El, poder decir “Padre nuestro”.

b) Decir esa primera palabra de la oración dominical sirve para despertar y educar el sentido filial. Se la decimos al Padre con el Hijo: “¡Oh Señor mío!, cómo parecéis Padre de tal Hijo, y cómo parece vuestro Hijo hijo de tal Padre. Bendito seáis por siempre jamás” (27,1). Las dos palabras iniciales –“padre nuestro”– bastarían para entrar en “oración perfecta” (n. 1). Abren el diálogo con el Hijo (“Oh Hijo de Dios y Señor mío, cómo dais tanto junto, a la primera palabra”: n. 2), y con el Padre en términos sumamente audaces a favor del Hijo, ante los desacatos y profanaciones de la Eucaristía: “Mas Vos, Padre Eterno, ¿cómo lo consentisteis?… ¿cómo lo consentís?” (33,3-4), convencida de que “entre tal Hijo y tal Padre, forzado ha de estar el Espíritu Santo que enamore vuestra voluntad” (27,7).

c) Dedica un tercer momento a interiorizar la oración. Educar el orante al recogimiento. Lo hace desde la petición: “que estás en los cielos” (28,1). Aquí, cielo de Dios es el “palacio del alma” (28,9). El orante debe pasar de la exterioridad a lo interior. Debe rebasar la barrera de los sentidos y adorar al Padre en espíritu y verdad. “Cuando un alma comienza (oración)…, El no se da a conocer hasta que va ensanchándola poco a poco conforme a lo que es menester para lo que ha de poner en ella… El trae consigo la libertad, pues tiene el poder de hacer grande este palacio” (28,12).

d) La petición “hágase tu voluntad” recuerda al orante que el hito de toda oración cristiana es la unión con la voluntad de Dios. Apunta a esa unión de voluntades, en que está la esencia de la perfección cristiana. Unión a la voluntad de El, hasta el punto en que el orante salga de sí: es el momento del éxtasis (c. 32).

e) Glosando la petición “nuestro pan de cada día”, la Santa reserva toda una sección (cc. 33-35) para educar la piedad eucarística del orante. La Eucaristía es el pan del espíritu. El momento de la comunión es la mejor coyuntura para “interiorizar” la oración, para hacerla fuertemente “unitiva”, para convertirla en “súplica eclesial”. El momento que sigue a la comunión es “buena sazón para negociar” (34,10: “negociar” es conseguir gracias para sí y para los otros, para la Iglesia). El capítulo 35 contiene, de nuevo, un sartal de oraciones modélicas: oracion al Padre, por el Hijo, a favor de la Iglesia, hechas por cada uno en nombre de todos. También estas oraciones, en soliloquio, forman parte de su pedagogía.

f) Finalmente las últimas peticiones del Padrenuestro orientan la oración del orante hacia los otros y lo otro. Los otros son los amigos y los enemigos. Lo otro es el mal. La oración educa el corazón a superar la frontera entre amigos y enemigos. Hace real el “perdónanos…, que perdonamos”. “¡Qué estimado debe ser este amarnos unos a otros del Señor!” (37,7). Quien en la oración haya llegado a “contemplación perfecta”, ha de salir “muy determinado a perdonar cualquier injuria, por grave que sea” (36,8). “No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la misma misericordia, adonde conoce lo que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad, y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió” (36,12). “Lo otro” es el mal, aludido en la postrera petición: “líbranos del mal” (c. 42), que sirve para inculcar al orante dos virtudes terminales: “amor y temor de Dios”, y educar con ellas el doble sentido de amistad y de trascendencia que la oración debe desarrollar en el cristiano.

La Santa está convencida de que en las breves palabras del Padrenuestro “se halla encerrada” una completa pedagogía de la oración: “Espántame ver que en tan pocas palabras está toda la oración y perfección encerrada, que no parece hemos menester otro libro, sino estudiar en éste…” (37,1).

4. ¿Más comentarios teresianos del Padrenuestro? – A título meramente complementario recordamos el librito falsamente atribuido a la Santa, titulado: “Siete Meditaciones sobre el Pater noster acomodadas a los días de la semana. Por la Santa Madre Teresa de Jesús”. Fue incluido con ese epígrafe entre las Obras de la Santa, en la lujosa edición plantiniana de B. Moreto (Amberes 1630) y estaba precedido de esta nota: “Estas Meditaciones sobre el Padre Nuestro son de un cuaderno de las obras de la S. Madre Teresa de Jesús, que tenía en su poder Doña Isabel de Avellaneda…, en el cual cuaderno estaba lo que la misma santa Madre escribió sobre los Cantares, de que no se hace mención en su vida, como de cosa que se había perdido” (tomo II, p. 586). Ya antes, el librito había tenido ediciones por separado en Sevilla “por Alonso Rodríguez Gamarra”, 1612; y al años siguiente en Valencia “en casa de Pedro Patricio Mey”, con reiteradas traducciones al alemán y francés (París, “chez Sebastien Huré”, 1645), hasta recientemente (París 1945 y 1946). Demasiada fortuna para tan exiguo tratadillo.

Los temas meditados correspondían a siete “títulos y nombres de Dios: Padre, Rey, Esposo, Pastor, Redentor, Médico y Juez” (ib p. 588). Ya en 1637 delataba su condición de espurio el famoso autor del “Genio de la Historia”, Jerónimo de san José: “Yo tengo por cosa muy cierta que el tratado susodicho no es de nuestra santa Madre” (Historia del Carmen Descalzo L. V, c. 13). Efectivamente el librito no es teresiano, ni está inspirado en los escritos de la Santa.

Todavía en 1915, el teresianista don Bernardino Melgar y Abreu, Marqués de Piedras Albas, publicó en el Boletín de la Real Academia de la Historia presuntos fragmentos de una primeriza redacción del Camino de Perfección, con retazos de glosa al Padrenuestro. Inequívocamente espurios, como ya notó el Padre Silverio de Santa Teresa (BMC 3, p. xxx, nota).

T. Álvarez

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Pablo, san

El recurso teresiano al “magisterio y ejemplo” del Apóstol le viene recomendado por la Regla de san Alberto. Pero es también una parcela de esa Sagrada Escritura donde se contienen las “verdades con que hacemos lo que debemos” (V 13,16), por cada una de las cuales T se “pondría a morir mil muertes” (V 33,5), ya que del desconocimiento de la Palabra de Dios “viene todo el daño al mundo” (V 40,1). La Santa es consciente de que en la Palabra de Dios está la “salvación”. San Pablo será sólo una parte de esa “clara verdad”. Cuando hable del “encerramiento de las mujeres” (1Cor 14,34), T preferirá seguir la inspiración del Señor antes que el “silencio” paulino recomendado por sus consejeros: “Diles que no se sigan por una sola parte de la Escritura, que miren otras” (R 19). Gracias a esta pauta hermenéutica, se desinhibió su carisma de Doctora y legó sus escritos eminentes a la Iglesia de Cristo en la que, al decir del mismo Apóstol, ya no cuenta la distinción entre “varón y hembra” (Gál 3,28).

San Pablo es al mismo tiempo un gran contemplativo y un agente concreto de la “buena noticia”, en cuanto la encarna como salvación personalizada y nos habla con frecuencia de su “vida en Cristo”. Desahoga en sus cartas sentimientos, avatares y convicciones espirituales. T no desaprovecha estas confidencias, aunque no usufructúa el “corpus paulinum” como recurso sistemático (al estilo, por ejemplo, de san Juan de la Cruz) ni se detiene en comentarios doctrinales de los textos aducidos o insinuados. Se contenta con aludir a los pasajes más conocidos del Apóstol, apropiándose de ellos desde su óptica cristiana y femenina. Tiene devoción especial a san Pablo porque fue pecador como ella cree haberlo sido y porque, con la gracia de Dios, llegó hasta la cumbre más alta de la contemplación.

La Santa usa la palabra “vocación” refiriéndose a la “advocación” del Apóstol como sinónimo de la “devoción” que le tuvo siempre. La lectura de san Pablo entraba entre las obligadas, antes de serle prohibida la Biblia en castellano en 1559. Por su contacto directo o por otras referencias de escritos (R 58,2; Ve 4), la Santa asocia siempre a su experiencia espiritual algunas confesiones paulinas y se sirve de su doctrina para entender” la verdad” de su alma o para dar oportunas recomendaciones. Le “suplicaba” en sus momentos más críticos de vivencia mística que “no fuese engañada” (V 29,5). Y de él asume un haz de verdades clarificadoras de la propia vicisitud espiritual.

El conjunto de referencias o resonancias no admite un orden cronológico estricto. La primera vez que acude al Apóstol (V 6,9) es el año 1562 para alumbrarnos la convicción a que ha llegado, después de “algunos años” de vida mística atormentada, de creer que “no vivo yo ya sino que Vos, Criador mío, vivís en mí” (Gál 2,20). La última vez lo menciona para acusar recibo de una imagen de san Pablo “que era muy lindo” (cta 326,2).

En compensación de ciertas ausencias doctrinales, podemos seguir el pensamiento paulino presente en la vida-escritos teresianos con la simple lógica de atender a los “hechos” y a los “dichos” que la Santa rememora.

1. De “pecador a apóstol de Cristo”

Dios “hace mercedes” a quien quiere, aunque sean pecadores, “como vemos en san Pablo y la Magdalena, y para que nosotros le alabemos en sus criaturas” (M 1,1,3). El Apóstol sufrió una “conversión” en su mentalidad farisaica. Cuando el Señor le “derroca” en medio de “aquella tempestad y alboroto del cielo” (M 6,9,10 = He 9,3), no sólo deja de perseguir a los cristianos (cta 3.11.1576 = He 8,1-3) sino que el toque divino le trueca la ceguera de “tres días” (M 6,1,5 = He 9,8-9) en pasión encendida hasta “entenderse que estaba enfermo de amor” (C 40,3 = cf Gál 1,24). Es decir, Dios “a san Pablo lo puso luego en la cima de la contemplación” (Conc 5,3).

Cristo se ha adueñado de él, liberándole de la ley del pecado que “nos sujetó a no hacer lo que queremos” (V 17,5 = Rom 7,15). Es más, le arrebata “para ver cosas del cielo” (V 38,1 = cf 2Cor 12,2-4), al menos para gozarlo “por una vez” (R 36,1), y le inspira la respuesta adecuada al nuevo proyecto de vida apostólica: “¿Qué queréis, Señor, que haga?” (M 7,3,9 = cf He 9,6). La suma oración contemplativa será para T como un cliché de la doble respuesta paulina: “conocer” a Cristo y “hacer” lo que El quiere “con voluntad determinada” (ib), pues “obras quiere el Señor” (M 5,3,11).

Paradigma de vida es este talante apostólico para T y sus hijas. 1) “Miremos al glorioso san Pablo, que no se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón” (V 22,7); y 2) compaginar los suspiros contemplativos sufriendo como el Apóstol los “grandísimos trabajos” de la evÁngelización (M 7,4,5 = cf 2Cor 4,8 ss). Se engañaría el alma que pretendiera prescindir de estos últimos, aunque, al sentir del mismo Apóstol, “no son dignos todos los trabajos del mundo [en comparación] de la gloria que esperamos” (Conc 4,7 = Rom 8,18).

También pone en sus Constituciones la doctrina y el ejemplo del Apóstol para sustentarse cada día, como ya mandaba la Regla albertina, con “la labor de sus manos” (Cons 9 y 24 = 2Tes 3,10). Si él conoció la pobreza en la fundación de las primeras Iglesias, puede ser muy buen modelo para todas las comunidades teresianas, distantes del estilo acomodado de los ricos (F 19,11).

2. La vida oculta en Dios

Es la recreación viva del misterio pascual por T. Hay que morir con Cristo, como enseña el Apóstol, para sentirse resucitada a nueva vida en Dios. Muchos años tardó Teresa en llegar a poner bajo sus pies las honras del mundo. Pero Dios, que la “miraba y remiraba”, la convenció para que se “crucificase” a sí misma en aras de quien tanto la amaba (V 29,11 = Gál 2,19). Sus temores de verse engañada por el demonio se deshacen al leer en san Pablo “que era Dios muy fiel, que nunca a los que le amaban consentía ser del demonio engañados” (V 23,15 = cf 1Cor 10,13). La “fidelidad” divina es una convicción suprema para la Santa y la idea paulina que más recuerda en sus escritos (cf C 38,4; 40,4 [CE]; M 6,8,7; R 28; 58,1, etc.).

Es consciente, además, de que Dios espera nuestra respuesta con amor infinito, y que “todo se puede en Dios” que nos da energía (Flp 4,13 = V 13,3; cta 2.11.1572). Flaquezas y trabajos humanos, tentaciones y pecados no deben desviarnos de la confianza en Dios, pues éste “no permite que seamos tentados más de lo que podamos sufrir” (R 58,1; cta 143,8 = 1Cor 10,13). Así escalará paso a paso hasta la última morada del Castillo mediante una oración que es “poder tener su conversación nada menos que con Dios” (M 1,1,6 = Fip 3,20). Una grande convicción animaba a Teresa y a san Pablo en esta empresa espiritual: “que el que lo comenzó, dará orden para todo” (cta 161,7 = 1Tes 5,25).

A) “Un espíritu con El” (M 7,2,5). La experiencia teresiana es básicamente cristopática a lo largo de su vida. Nos la describe como un proceso unitivo progresivo, como quien contempla desde la última morada la escala del amor a los pies del castillo interior. En el proceso liminar y en la meta de los deseos está el “amor” esponsal, o la metamorfosis del gusano en “mariposica”. La oración es el cauce de todo y, dentro de ella, se va consumando esa “unión amorosa” con Cristo-humanado.

San Pablo le sirve, con la Magdalena y otros santos, para tomarse la temperatura biográfica de su amor impaciente: “¿Qué sería el sentimiento de los Santos? ¿Qué debía de pasar san Pablo y la Magdalena y otros semejantes, en quien tan crecido estaba este fuego del amor de Dios? Debía ser un continuo martirio” (V 21,7).

Bajo el influjo de san Juan de la Cruz, distingue en ese amor nupcial los grados del desposorio y del matrimonio en la unión con Dios en las últimas “moradas”. La comunión matrimonial es ya “todo uno” entre Cristo y el alma: todo “una luz”, todo una misma “agua” espiritual (M 7,2,4). Es decir, “nos hacemos un espíritu con Dios, si lo amamos”, Y aquí aduce la autoridad del Apóstol con los dos textos clásicos referidos a esta unión: “Quizás es esto lo que dice san Pablo: ‘el que se arrima o allega a Dios, hácese un espíritu con El’ (1Cor 6,17), tocando este soberano matrimonio, que presupone haberse llegado su Majestad al alma por unión. Y también dice: ‘mihi vivere Christus est, mori lucrum’ (Fip 1,21): así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla, que hemos dicho, muere; y con grandísimo gozo, porque su vida ya es Cristo” (ib).

B) “Ya no vivo yo… sino que está en mí quien me gobierna” (R 3,10). Así se expresa en esta Relación, casi coetánea de Vida (1562). Este dicho de Gal 2,20 es, desde la antigua patrística, un estereotipo usado para señalar la máxima unión del hombre (=Pablo) con Cristo. Pocos exegetas dudan de su válida apropiación por los autores espirituales y místicos. En el pasaje mencionado de la R 3,10 podemos notar una especie de duda acomodaticia: “Viénenme días que me acuerdo infinitas veces de lo que dice san Pablo aunque a buen seguro que no sea así en mí, que ni me parece que vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como casi fuera de mí”. Hay una “fuerza” y un “gobierno” interiores que sobrepasan la propia voluntad y se adueñan de ella “a días”. Quizás no se trate del “estado de unión”, pero sí de un proceso hacia él que trae a la memoria de la Santa “infinitas veces” el dicho paulino. Pudiera darse también una atribución implícita al Espíritu Santo “que enamora” su voluntad y “menea su pluma” (C 27,7; M 5,4,11). En cualquier caso, la Santa explicita la acción del Espíritu que la ahíja (Rom 8,14) y la equivalente “virtud” de Cristo con que todo se puede (Fip 4,13).

Biográfico y humilde es también el segundo recurso al mismo dicho paulino. Recuerda su propia conversión. Se siente “resucitada en alma y cuerpo” por la misericordia de Dios, y vislumbra el peligro de no serle tan fiel como debiera: “¿Qué es esto, Señor mío? ¿En tan peligrosa vida hemos de vivir? Que escribiendo esto estoy, y me parece que con vuestro favor y por vuestra misericordia podría decir lo que san Pablo –aunque no con esa perfección– que no vivo yo ya, sino que Vos, Criador mío, vivís en mí, según ha algunos años que, a lo que puedo entender, me tenéis de vuestra mano y me veo con deseos y determinaciones y en alguna manera probado por experiencia en estos años en muchas cosas, de no hacer cosa contra vuestra voluntad” (V 6,9 = Gál 2,20).

Finalmente, en una de sus últimas Relaciones, fechada entre 1575-76, ilustra una gracia trinitaria, “que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero, y allí se me daban a entender cosas que yo no las sabré decir después” (R 56 = cf 2Cor 12,2): “Yo estaba pensando cuán recio era el vivir que nos privaba de no estar así siempre en aquella admirable compañía, y dije entre mí: Señor, dadme algún medio para que yo pueda llevar esta vida. Díjome: ‘Piensa, hija, cómo después de acabada no me puedes servir en lo que ahora, y come por Mí y duerme por Mí y todo lo que hicieres sea por Mí, como si no lo vivieses tú ya, sino Yo, que esto es lo que decía san Pablo” (ib). Una doble resonancia de 1Cor 10,31 y Gál 2,20. Lo más insignificante que hagamos ha de servir a la gloria de Dios en esta vida; una vida que, por empatía amorosa, es ya la misma vida de Cristo. Y, de postre, una invitación a imitar la actitud paciente del Apóstol (Fip 1,23), que merece punto aparte.

3. Tensión escatológica

Con el “cupio dissolvi” paulino cierran todos los místicos sus ansias “impetuosas y excesivas”, que dice aquí la Santa, y el “gran deseo de verse ya con Dios y desatado de esta cárcel, como le tenía san Pablo” (C 19,11 = Fip 1,23). El Apóstol se plantea la disyuntiva entre su apremio de “estar con Cristo” definitivamente y la “necesidad de quedarse en la carne” para el bien de las iglesias. T en este pasaje no alude más que al primer deseo, llamando “cárcel” a la vida temporal según el lenguaje neoplatónico muy socorrido en su tiempo. Ella sigue esta imagen paulina con frecuencia, asociando la incertidumbre moral de cuanto pasa en este «cuerpo de muerte» (Rom 1,24) con el “deseo de morir” (Po 7,1) y “verme desatada” (Fip 1,23 = cf V 20,25; 38,5; R 35,11; C 19,11; E 1,2; 6,2; 15,1, etc.).

El uso pleonástico y reiterativo del “cupio dissolvi” aparece sobre todo en las poesías Vivo sin vivir en mí (Po 1,2-4), Ayes del destierro (Po 7,1 ss) y Pues nuestro Esposo / nos quiere en prisión (Po 30). En estos poemas proclama y desgrana los ricos matices de sus ansias amorosas por “reunirse con Cristo”. La mesura vivencial se presenta a propósito de “estos grandes deseos de ver a nuestro Señor” en la mistagogía de Moradas 6,6,6.

Pero también hallamos una consonancia perfecta con la postura paulina de Fip 1,23 en la Exclamación 15. Aquí antepone al tormento por salir de “este muy largo destierro” y “cárcel del alma” la rendida voluntad de contentar a Dios en sus designios: “Véisme aquí, Señor: si es necesario vivir para haceros algún servicio, no rehuso cuantos trabajos en la tierra me pueden venir” (E 15,2).

BIBL. – Renault, Emmanuel, Aux sources d’eau vive. Lecture du Nouveau Testament. Paris 1978; Herraiz, Maximiliano, Biblia y espiritualidad teresiana, en RevBíblica (1982/3), 129-162.

Miguel Ángel Díez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Padre Eterno

«Padre Eterno» es el término de mayor calado teológico usado por santa Teresa para expresar el misterio de Dios, revelado por Jesucristo. Significa, en primer lugar, el Dios trascendente y cercano: ese «gran Dios» y «amigo nuestro». Aparece, en segundo lugar, como Padre de nuestro Señor Jesucristo, en quien Dios nos ha dado «todo lo que se puede dar», pues quiere «que nos tenga por hijos». Es, en fin, la persona del Padre, que tiene su complacencia en su Hijo-Jesús y en sus hijos los hombres, a quienes se comunica en íntima unión, dentro del misterio trinitario. Se encierra aquí la experiencia filial de Teresa de Jesús.

Expondremos brevemente estos tres significados, remitiendo para su profundización a los vocablos Dios, Trinidad y Jesucristo.

1. Dios trascendente y cercano

Teresa percibe la realidad de Dios Padre a partir de su propia experiencia. Dios entra en su vida no como tema u objeto de reflexión, sino como comunión y objeto de relación. Aquí radica su aportación más novedosa al misterio de Dios. No aporta nuevos datos sobre su ser y sobre su acción, más allá de lo que sabemos por la fe y por la teología. Pero su aportación es inmensamente más rica. Desborda la perspectiva teológica, pasando del análisis temático o conceptual a la comunión personal y vivencial. A la luz de esta relación, «cambia el significado y el sabor todo lo que antes conocía por revelación y reflexión» (F. Ruiz, en Actas, p. 1037).

Esta es una de las características del Dios Padre, revelado por Jesucristo. No consiste fundamentalmente en una nueva doctrina sobre Dios, sino en la nueva relación de confianza filial que Jesús vive con el Padre. Su doctrina acerca de Dios se identifica con la vivencia de su relación con El y con la acción misma de Jesús que revela cómo es el Padre para los hombres.

El Dios Padre así revelado es, paradójicamente, el Dios trascendente, Señor de todo lo creado, y al mismo tiempo, el Dios íntimo y cercano a su criatura. Santa Teresa capta esta revelación de Dios en toda su grandeza y trascendencia («Este gran Dios…») y, al mismo tiempo, en su realidad inmanente y más cercana a nosotros («Amigo nuestro…»).

El término gran Dios expresa el alto sentido de Dios y la trascendencia de su amor (V 20,7; M 1,1,3; 4,2,2; E 3,2; 14,2; R 5,8). A veces se manifiesta en una catarata de atributos divinos: «¡Oh esperanza mía y Padre mío y mi Criador y mi verdadero Señor y Hermano» (E 7,1). Es todopoderoso (V 26,2; 36;16) y tiene en sí todas las cosas (V 40,9). Es la sabiduría (E 1,2; 12,2), la verdad suma (V 40,3; M 6,10,7) y la bienaventuranza infinita (E 17,5).

El gran Dios de Teresa es un Dios presente y cercano, más interior a nosotros que nosotros mismos (V 40,6), amigo verdadero (V 25,17); atributo en el que funda toda su vida de oración, como «trato de amistad» (V 8,5). Es el Dios presente por gracia en el alma (V 18,15). Para hablar con él, basta ponerse en su presencia (C 26,1); no es preciso «ir al cielo», ni «hablar a voces» (C 28,2). El habita en la mansión principal del castillo: «En el centro y mitad de todas éstas [moradas] tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (M 1,1,3).

2. Dios, Padre de Jesucristo y Padre nuestro

La principal novedad de la revelación sobre Dios en el Nuevo Testamento es el hecho de que Jesús habla con Dios como Padre de un modo completamente único y nos enseña a decir: «Padre nuestro» (Mt 6,9; cf Lc 11,2). «Padre», en labios de Jesús y en los nuestros, es principalmente una invocación, que pone de manifiesto una relación filial. De esta manera, la palabra «Padre» significa una relación personal, mucho más que la descripción de una esencia. Intenta proclamar la realidad de una relación del hombre con Dios en términos de reconocimiento afectivo y agradecido y en términos de impulso comprometido, que se expresa sobre todo en la imitación de su misericordia (Mt 5,48; Lc 6,36).

Este es exactamente el significado que Teresa de Jesús atribuye al término «Padre», al glosar la primera invocación del «Padrenuestro» (C 27). Ella, como observa atinadamente Tomás Álvarez, «no hace teologías, no expone el tema de la paternidad divina o de nuestra filiación, sino que lo ora» (T. Álvarez, Paso a paso, Burgos 1998, p. 175). Ora su relación personal con el Padre y la relación de Jesús con Él, desde nuestra condición de hijos adoptivos, partícipes de la filiación de Jesús. Su oración es esencialmente una invocación, que revela la paternidad de Dios y nuestra propia condición filial, que contrasta con las paternidades humanas.

Ante todo, Teresa de Jesús ora al Padre, llena de asombro contemplativo ante el misterio de la paternidad divina y el regalo que nos hace en Jesús. Orar es decir «Padre» y poder decirlo «con Jesús», compartiendo sus sentimientos de Hijo, su misma relación personal con el Padre, y bendiciendo su designio de «darnos el Hijo», don que «hinche las manos» y que está llamado a henchir también «el entendimiento» y a «ocupar la voluntad» en el amor contemplativo: «¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo y cómo parece vuestro Hijo hijo de tal Padre! ¡Bendito seáis por siempre jamás!… En comenzando, nos henchís las manos y hacéis tan gran merced que sería harto bien henchirse el entendimiento para ocupar de manera la voluntad que no pudiese hablar palabra» (C 27,1).

De la oración al Padre pasa enseguida al diálogo con el Hijo, compartiendo con él su condición filial, dentro de su condición terrena, y empeñando en nuestro favor la misteriosa voluntad de Dios:

«¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a El, como al hijo pródigo hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en El no puede haber sino todo bien cumplido, y después de todo esto hacernos participantes y herederos con Vos» (C 27,2).

Finalmente, está la oración «por Él», «en favor de Él», que brota de la contemplación del misterio del Hijo hecho hombre. Es una oración al Padre Eterno, para atraer su mirada sobre Él –su Hijo–, antes que sobre nosotros –sus otros hijos–. Pues, al compartir nuestra naturaleza («vestido de tierra»), se ofrece «a ser deshonrado por nosotros», condicionando así su relación con el Padre, impuesta por nuestra humanidad a la suya:

«Mirad, Señor mío, que ya que Vos, con el amor que nos tenéis y con vuestra humildad, no se os ponga nada delante, en fin, Señor, estáis en la tierra y vestido de ella, pues tenéis nuestra naturaleza, parece tenéis causa alguna para mirar nuestro provecho; mas mirad que vuestro Padre está en el cielo; Vos lo decís; es razón que miréis por su honra» (C 27,3).

Esta oración al Padre Eterno «por el Hijo» se repite en otros pasajes, que contemplan a Cristo místicamente implicado en los avatares de la Iglesia (C 3,8) o extrañamente humillado en la Eucaristía y profundamente fundido con las necesidades de los hombres (C 35,3ss). Así vive Teresa su relación filial con el Padre: «Es, a la vez, contemplación del misterio ‘Padre-Hijo’ y súplica sacerdotal por el misterio de los hijos adoptivos, que somos nosotros» (T. Álvarez, ib, p. 177).

3. La experiencia filial

La relación filial con el Padre alcanza su cima en la experiencia mística, dentro del misterio de la inhabitación trinitaria. Esta experiencia emerge con fuerza, al contemplar no sólo la complacencia del Padre en el Hijo, sino también «su complacencia en estar con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). Ella misma ha experimentado en su espíritu esta complacencia paterna de Dios (V 14,10), que relata con estupor en una de sus Exclamaciones: «¡Oh Señor del cielo y de la tierra!, ¡y qué palabras éstas para no desconfiar ningún pecador! ¿Fáltaos, Señor, por ventura, con quién os deleitéis, que buscáis un gusanillo tan de mal olor como yo?» (E 7,1).

En una de sus gracias místicas, escucha la misma palabra bíblica de complacencia divina, que le asegura el amor del Padre: «Haz lo que es en ti y déjame tú a Mí…, goza del bien que te ha sido dado…; mi Padre se deleita contigo y el Espíritu Santo te ama» (R 13).

Su relación filial con el Padre la experimenta como la comunión íntima con Él: «Parecíame que nuestro Señor me había llevado el espíritu junto al Padre y díjole: ‘Esta que me diste te doy’» (R 15,3). «Parecíame que la persona del Padre me llegaba a Sí y decía palabras muy agradables. Entre ellas me dijo, mostrándome lo que quería: ‘Yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen. ¿Qué me puedes tú dar a mí?’» (R 25,2).

Esta unión con el Padre es la participación en la misma relación filial del Hijo: «Con mayor unión, sin comparación, está mi Padre con tu ánima» (R 58,3). En ella radica el fundamento de su oración confiada: «Hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija» (C 28,2).

En síntesis, Teresa de Jesús vive su relación con el Padre en la actitud gozosa y confiada, propia de los hijos de Dios, inculcada por Jesucristo en el Padrenuestro (Mt 6,9) y descrita por San Pablo bajo la exclamación ¡Abba!, propia de la filiación (Rom 8,15; Gál 4,6). La vive también en comunión con Jesús –el Hijo por excelencia– y con los que Jesús comparte su condición humana para hacerles partícipes de su condición divina.

Ciro García

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Oración

Ser maestra de oración es uno de los títulos oficiales de T. Es a la vez una de las misiones desempeñadas por ella en la Iglesia. Todavía hoy es uno de los motivos de la actualidad de su persona y de su mensaje. Como orante contemplativa y como pedagoga de la oración ejerce ella de dialogante interconfesional e interreligiosa. Para el creyente de a pie lo mismo que para el teólogo especialista, Teresa reúne las dos coordenadas fundamentales de todo auténtico magisterio de la oración: ser ella misma una orante que tipifica la praxis de la oración desde las formas más humildes hasta las más encumbradas; y ser a la vez una pensadora y codificadora del fenómeno religioso de la oración, capaz de analizarlo en términos teológicos originales. En el plano pedagógico, ella es una maestra atenta a la formación de cada orante, pero es también capaz de liderar los grupos de oración reunidos en cada Carmelo y modelar en ellos un estilo de vida contemplativa.

En la presente síntesis, se tocarán los siguientes puntos:
1º formación personal de T en la práctica de la oración.
2º itinerario de su experiencia de oración.
3º qué es la oración, según la doctrina de T (su teología de la oración).
4º su pedagogía de la oración personal.

1. Formación personal de T en la vida de oración

Hija de su tiempo y de su tierra, T tuvo la suerte de vivir en la Castilla del siglo XVI, precisamente en la encrucijada de corrientes que confluyen y fomentan la llamada a lo interior y que propician un intenso movimiento “oracionista”, que abarca desde los “espirituales” de alta cota hasta la gente sencilla (“mujeres de carpinteros”, se dijo con cierto menosprecio), las técnicas del recogimiento y la gran hornada de libros en romance que proponen los métodos de meditación, heredados, en parte, de la literatura de la “devotio moderna”.

a) Aunque parezca simple tópico, lo cierto es que T estrenó su formación orante en el hogar. Prueba de ello es que en el manojo de recuerdos de infancia con que, a la altura de sus cincuenta años, quiere ella iniciar su autobiografía, prevalecen esos “recuerdos de oración” en el hogar. Nos interesaría saber hasta qué punto estaba presente en su familia (con ancestros judíos) el recurso al gran libro de oración que es la Biblia. Pero no poseemos documentación al respecto. Teresa recuerda, en cambio, el influjo de su madre (V 1,6). Su afición a la “soledad para rezar” (ib). Auténticas elevaciones contemplativas, sobre la base de la lectura del “Flos Sanctorum”, compartida con un hermano mayor, Rodrigo (ib 4). Todo culminado con el gesto del espontáneo recurso a la Virgen-Madre, al quedar ella huérfana (V 7). Aprendizaje fácil, pero variado y en terreno propicio.

b) Sin salir del espacio familiar, T tiene el fecundo encuentro con los libros de oración de su tiempo, precisamente los mejores exponentes del movimiento oracionista. Expresamente recuerda ella la lectura del Tercer Abecedario de Osuna, que enseñaba la oración de recogimiento (V 4,7), y el impacto que le produjo. El libro de Osuna será su primer maestro de oración. De joven, probablemente T lo lee en dos ocasiones. Las dos veces que cae enferma. A los 18 años le devuelve la sensibilidad de la oración de infancia (“vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña…”: V 3,5). Luego, a los 23 de edad, ya carmelita, le enseña “cómo proceder en la oración” y la entrena en la oración de recogimiento (V 4,7). Todavía después de Osuna, T completará su formación en otros autores coetáneos: Pedro de Alcántara, Bernabé de Palma, Bernardino de Laredo, Luis de Granada… Pero todos ellos probablemente en fecha tardía, difícil de precisar. Se limitan ya a informarla y asistir a su proceso de crecimiento.

c) Buen clima de formación y de oración lo halla T, ya carmelita, en la comunidad de la Encarnación. La Regla del Carmelo prescribía como norma fundamental la oración continua (“die ac nocte in lege Domini meditantes et in orationibus vigilantes”), norma que moldeó la vida religiosa de Teresa, si bien no parece que en sus años jóvenes el monasterio hubiese abierto sus puertas a la corriente oracionista que alentaba por entonces la piedad popular (cf mi balance sobre La Visita del P. Rubeo a las Carmelitas de la Encarnación. En “Estudios Teresianos” I –Burgos 1995– pp. 269-321). Probablemente T no llegó a leer el gran libro De Institutione primorum monachorum… De haberlo conocido, hubiera tenido en él una excepcional preparación y provocación a la oración contemplativa.

d) Ya antes de ingresar en la Encarnación, T había leído las Epístolas de san Jerónimo, que ofrecían todo un apartado sobre la vida eremítica y, en ella, sobre la oración (Libro 3º: “Sobre el estado eremítico o vida contemplativa”; cf V 3,7). No se olvide que fueron esas páginas las que en definitiva decidieron en T la opción por la vida religiosa (ib). No menor fue el impacto que en ella produjo la lectura de los Morales de san Gregorio Magno, comentando el bíblico libro de Job. Teresa leyó ese enorme infolio en clima de enfermedad, y en él se encontró con un singular modelo de oración bíblica, el enfermo y abandonado patriarca de Hus, que es capaz de dirigirse a Dios en los más variados registros posibles a un orante atenazado, como T misma, por la enfermedad. A ella le impresionaron fuertemente ese modelo de orante y esas oraciones de clamor. Pero, tiempo después, no sabemos dónde ni cuándo, hizo el hallazgo de otro orante inmensamente más atractivo, San José. Modelo de oración silenciosa, contemplativa y operante, en la intimidad e inmediatez de Jesús y de María. Modelo y maestro ideal. “Maestro” es título que T le da expresa e intencionadamente (V 6,8). En la enfermería de la Encarnación se sintió fascinada por su talante y su silencio, y dejó modelar su oración por la singular figura de este orante bíblico. Basta leer el cap. 6 de Vida, para percibir con qué fuerza pasó ella de la clamorosa oración del orante de Hus a la silenciosa y contemplativa de san José. Quizás fue ése el camino por el que T se dirigió expresamente a los Evangelios para orientar y modelar su oración: “Siempre yo he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los Evangelios que libros muy concertados” (C 21,4; cf V 30,19).

A ese hallazgo del maestro de oración concurrieron en las lecturas de T su afición al “Flos Sanctorum”, que en la versión castellana por ella leída añadía una preciosa semblanza del Santo; contribuiría también la lectura de la “Josefina” de Bernardino de Laredo; quizá también las “lecciones” de su breviario carmelitano en la fiesta del Santo; y de un modo especial contribuirían sus lecturas de los Cartujanos, donde ella aprendió tantas cosas acerca de la oración y el modo práctico de hacerla e incluso la manera de insertarla en sus escritos.

e) Un límite en su agenda de formación: la oración litúrgica. La formación religiosa de T en el noviciado de la Encarnación imponía expresamente la asignatura litúrgica. La rúbrica 12 de la primera parte de las Constituciones (“De la enseñanza de las novicias”) prescribía que “con mucha diligencia trabajen las novicias dentro del año del noviciado de estudiar y ser enseñadas en la cantoría del salmear y divino oficio, y sean enseñadas en las rúbricas del Ordinario y instituciones que más le convenga” (BMC 9, 494). El “rito del Santo Sepulcro” que regulaba el breviario carmeliano usado por T era rico en textos bíblicos y en oraciones. De hecho contenía todo un magisterio de oración. Pero, desafortunadamente estaba todo y sólo en latín, y T lo comprendía escasamente a medias. En cambio, la liturgia eucarística fue por sí misma capaz de ambientar y educar la oración de T. Prueba de ello será que, en los años de oración difícil, cuando ella para sus momentos de oración personal necesite la ayuda de un libro, para la oración eucarística no le es necesario (V 4,9).

Un somero balance de todo eso nos lleva a concluir que T fue una autodidacta. Careció de maestro educador (“yo no hallé maestro…, aunque lo busqué, en veinte años”: V 4,7). Tuvo en suerte toda una serie de aportaciones, unas ambientales, otras literarias, que confluyeron en su anhelo de aprendiz orante. Pero fue, sobre todo, su vivencia personal la que le sirvió de brújula y de acicate.

2. Itinerario oracional de Teresa

El factor “experiencia” es tan importante en el magisterio teresiano de la oración, que difícilmente se podrá captar su pensamiento o su pedagogía sin haberla seguido a ella en los altibajos del camino y en su ascensión final a la oración contemplativa y mística. Teresa misma tiene clara conciencia de esa interconexión, y por ello se remite constantemente a la experiencia como fuente de su saber.

En su itinerario de oración, ella misma ha distinguido tres tiempos, muy desiguales en duración y en contenidos, a saber:

1º su oración espontánea en los años de infancia,

2º su larga jornada de oración difícil en los años de juventud,

3º la etapa final de oración mística. (Para una exposición detallada de todo el proceso, me remito al estudio Oración camino a Dios: el pensamiento de Santa Teresa, en mis “Estudios Teresianos”, I (Burgos 1996), pp. 45-101. De ellos tomo aquí sólo un guión).

Primer tiempo: Es casi el punto de partida de la autobiografía teresiana: Vida 1, 4-5, aproximadamente a partir de los 7/8 años, cuando T ya sabe leer, “de seis o siete años”, dice ella probablemente anticipando fechas. Cuenta primero momentos de auténtica contemplación, tenidos desde las lecturas que hace con Rodrigo, su hermano mayor: leían, “gustaban”, “se espantaban” (estaban atónitos), se estaban “muchos ratos”, “muchas veces”, hasta “imprimírseles” lo que pensaban… Luego habla de su aprendizaje de la oración vocal, el rosario y las devociones a la Virgen. Pero lo más importante es que en aquellos momentos de contemplación se ha despertado en su alma el sentido de trascendencia y de eternidad y se le ha grabado “la verdad de cuando niña” (3,5).

Segundo tiempo: adolescencia y juventud de T. No sabemos si entre esas experiencias de infancia y la oración de juventud hay prolongación o más bien una rotura de continuidad. Lo cierto es que ahora, ya en plena juventud, T tiene que afrontar un verdadero aprendizaje de oración, que será largo y difícil.

a) En contacto con su tío de Hortigosa, don Pedro y con el Tercer abecedario de Osuna, Teresa se entrena en la “oración de recogimiento”. Lo hace especialmente a su segundo paso por esa aldea, cuando frisa en los 23 años de edad. Sin embargo, practicará también la oración estrictamente meditativa. Le interesa sobre todo meditar la vida y los pasos de la Pasión de Jesús. Oración de matiz y contenido cristológico, que durará muchos años.

b) En su práctica de la oración, T lucha con múltiples dificultades: primera de todas, entrenarse en la oración sin maestro (a su entender, “maestro de oración” sería alguien experto en ella por practicarla y por conocer, desde la Biblia o la teología, los caminos de la oración). Segunda dificultad, su incapacidad discursiva, que no le permite meditar en continuidad. Luego, su imaginación, “la loca de la casa”, que impone su ley de desorden a los intentos de recogimiento interior, y que es causa de todo tipo de distracciones. Finalmente, la gran dificultad la descubrirá ella tarde en la incoherencia entre el momento en que ‘practica’ la oración, y el resto de su vida. No basta esa práctica a ratos. Tendrá que “convertirse”. Entre tanto, no hay aprendizaje sin lucha. Teresa lucha denodadamente. Y tendrá que probar la derrota.

c) Sus recursos de lucha y aprendizaje son múltiples: ayudarse de un libro de oración, sobre todo del Evangelio; le sirve también el libro de la naturaleza, “campo, agua, flores: en estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro”. “Y en mi ingratitud y pecados” (V 9,5). Conoce también nuestro recurso a los iconos: tiene estampas de la Samaritana, del Señor, de la oración del Huerto. Sin libro y sin otro recurso alguno, le es fácil la oración en la Comunión. Tiene su manera peculiar de prepararse su liturgia interior, por ejemplo escenificando la oración del Huerto: “Tenía este modo de oración: que, como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí, y hallábame mejor –a mi parecer– en las partes adonde le veía más solo. Parecíame a mí que, estando solo y afligido, como persona necesitada me había de admitir a mí. De estas simplicidades tenía muchas…” (V 94), y sigue describiendo su escenificación íntima del episodio de Getsemaní. La misma escenificación orante, identificándose con la Magdalena a los pies de Jesús (C 34,6). Durante años repite como una enamorada su liturgia personal e íntima el Domingo de Ramos (R 26). O las escenas de Navidad…

d) A media jornada, probablemente al superar su gran crisis de parálisis en la enfermería, le ocurre una situación paradójica: mientras se vuelve fogosa propagandista de la oración y la inculca a su padre y a sus hermanas religiosas y reparte libros, ella misma entra en crisis. Abandona la práctica personal de la oración, al menos durante todo un año. Se rinde a las dificultades y alega un falso sentimiento de humildad: “tenía vergüenza de en tan particular amistad como es tratar de oración, tornarme a llegar a Dios” (V 7,1). “Fue el más terrible engaño que el demonio me podía hacer debajo de parecer humildad…” (ib). Mantiene la oración litúrgica comunitaria, pero descafeinada. Hasta que la muerte de su padre, don Alonso, hace de revulsivo, y reanuda la oración y cierta frecuencia de Comunión. Contaba los 28 años. Se propone por sí misma no fallar más en la hora cotidiana de oración mental, y persevera en ella contra viento y marea. Es fiel, aunque tenga que luchar “contra reloj”: “algunos años tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar, y escuchar cuándo daba el reloj, que no en otras cosas buenas” (V 8,7). “Deseaba vivir. Que bien entendía yo que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte…” (V 8,12).

En ese clima de lucha y de impotencia, le llega la hora de la conversión. Pero más que “conversión ética”, se tratará de un inesperado tránsito de la oración meditativa a la oración mística. En la meditación, ella se representaba al Señor. Ahora pasará de la representación a la presencia.

El período tercero, de oración mística, abarcará los últimos 28 años de vida de Teresa. Ya no librará lucha alguna por sacar a flote su oración. Suavemene (a veces, irruentemente) se le infunde. Todo se le vuelve oración. Un hálito nuevo se ha apoderado de su alma y de su vida. “Aun durmiendo, me parecía estaba en ella”, en oración (V 29,7). “Todo me era medios para conocer más a Dios y amarle y ver lo que le debía, y pesarme de lo que había sido” (V 21,10).

a) El ingreso en esa nueva etapa lo presenta ella así: “Tenía yo algunas veces…, aunque con mucha brevedad pasaba, comienzo de lo que ahora diré: acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo…, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba [El] dentro de mí o yo toda engolfada en El” (V 10,1: subrayo los dos vocablos diferenciales, representación y presencia).

b) El desarrollo de esa forma nueva de oración, contemplativa e infusa, lo propone ella en una sencilla escala: primero los actos y estados de oración infusa se apoderan de sus facultades: quietud de la voluntad, recogimiento de la mente, euforia exaltante en la relación con Dios, embeleso en la presencia de El. Luego, más allá de esa dinámica de las potencias, sobrevienen los estados de unión del alma con Dios, el “vivo sin vivir en mí… / esta divina prisión (=unión) / del amor en que yo vivo, / ha hecho a Dios mi cautivo / y libre mi corazón…”. Entre uno y otro estadios interviene una cascada de fenómenos místicos: éxtasis, visiones, heridas de amor…

c) La naturaleza de esta nueva forma de oración consiste en la especial participación del Espíritu divino en ella. Ahora es cuando “el Espíritu ora en el creyente con gemidos inenarrables”. En la alternativa dialógica de la oración, el dialogante divino irrumpe con toda su potencia y amor en la actividad del dialogante humano. Adquiere así pleno sentido el “hágase tu voluntad”.

Todos los escritos teresianos han sido redactados en este período final. Desde la altura de la oración mística T abarca con la mirada todo su camino de oración. Y desde esa experiencia final comprende mejor la naturaleza y eficacia de la oración cristiana.

3. Su lección de oración

En el movimiento oracionista contemporáneo de Teresa, los maestros invitaban a la meditación metódica o proponían la oración de recogimiento hacia la propia interioridad. Así la practicó ella alternativamente en sus años de aprendizaje. Y así concebía ella la oración personal. Pero hubo un momento en que hizo una especie de hallazgo. Su oración pasó de ser meditación personal a ser relación amorosa e interpersonal entre ella y su Señor. Esencial y estructuralmente dialógica. Palabra del pobre orante humano al Tú divino, “como a Padre, o como a hermano o como a esposo…” A las lectoras del Camino se lo dirá plásticamente: “Tratad con El como con padre y como con hermano y como con señor y como con esposo, a veces de una manera, a veces de otra…” (C 28,3). Relación humano-divina dentro del misterio de fe, esperanza y amor teologales, en un plano de por sí superior al de las virtudes morales de nuestra lucha cotidiana.

Es en el contexto de esa nueva experiencia, donde Teresa introduce la célebre definición o descripción de lo que es oración “a su parecer”, inciso que en su pluma no indica titubeo sino originalidad. El contexto narrativo autobiográfico en que ella introduce esa idea se propone sencillamente hacer el “elogio de la oración” (cf el título del cap. 8 de Vida), y la presenta así: “que no es otra cosa oración mental –a mi parecer– , sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5).

a) Desde el punto de vista teológico, su propuesta de la oración como actuación de la amistad entre Dios y el orante tiene varias connotaciones importantes: –refleja ante todo el concepto evangélico de oración y la oración de Jesús mismo, como palabra dirigida al Padre-Dios; –se basa en la fe o en la convicción de que Dios nos ama (“sabemos nos ama”): –y esta misma convicción se funda en la idea de Dios que se propone al orante: “un Dios amigo”, “nadie le tomó por amigo” que no fuese correspondido o precedido por El en la amistad, que “Dios es amor”; –pero “para ser verdadero el amor y que dure la amistad, hanse de encontrar las condiciones” (“encontrar” equivale a “nivelar” “igualar”), lo cual supone el “abajamiento” (la “catábasis”) de Dios en Cristo para posibilitar la amistad; –de ahí la importancia que en nuestra oración tiene la referencia múltiple a la Humanidad del Señor.

b) Desde el punto de vista pedagógico, en ese modo de concebir nuestra oración, T acentúa la componente afectiva. Ella dirá que la oración no consiste en “pensar mucho, sino en amar mucho”. Que no todas las almas son hábiles para pesar (=discurrir/meditar), pero todas son capaces de amar. En la amistad no interesan tanto los temas mediables cuanto las personas de los amigos. La oración consiste en aprender a “tratarse”; postulará el recurso a la soledad: “a solas” en intimidad; exigirá hacerla “muchas veces”, no sólo en los momentos de horario, sino a lo largo y ancho de la vida, porque la amistad empeña la vida, no se es amigo a ratos. Y lo normal, según T, es que la amistad introduzca una nueva dimensión en la vida del orante. Ahora, más que interesarse por un temario de cosas meditables, interesan las personas y todo lo de cada una de las dos personas, los bienes y los males, necesidades e ideales, amigos de cada uno de los amigos y su mundillo entorno. En ese arco de relaciones tienen ahora lugar adecuado todas las modulaciones tradicionales de la oración cristiana: alabar, adorar, suplicar y pedir, interceder y expiar… Y Teresa añadirá toda una gama de componentes afectivas: el requiebro, la queja, la osadía, hasta la libertad de “decir desatinos” de enamorado. Y como “el amor nunca está ocioso” de ahí la fácil imbricación de oración y acción. La oración requiere el refrendo de las obras: “obras, hermanas, obras quiere el Señor. Y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada en perder esa devoción y te compadezcas de ella…” (M 5,3,11). Por fin, la amistad, como la vida, son esencialmente dinámicas de crecimiento, así la oración, según T, es germen de contemplación, y la contemplación es reclamo de unión con la voluntad y con el ser divino.

Por eso, en la teología de la oración, T incluye siempre un segundo capítulo sobre el crecimiento en la amistad, que ella designa como “grados de oración”. Remitimos a esa voz en el presente diccionario.

4. La pedagogía de la oración

Como maestra de oración, T tuvo ocasiones muy diversas de ejercer su magisterio. Aleccionó e introdujo en la oración a su propio padre, don Alonso. En su monasterio de la Encarnación, inició en la oración a un alto número de amigas admiradoras suyas: “Es tan grande el aprovechamiento de su alma en estas cosas…, que más de 40 monjas tratan en su casa (monasterio) de grande recogimiento”, testifica uno de sus teólogos asesores (BMC 2,131). En su epistolario hay cartas de iniciación en la oración a su hermano Lorenzo, recién llegado de América. En el Libro de la Vida se entabla constantemente el diálogo con “los cinco que al presente nos amamos en Cristo” (16,7) y que eran un pequeño grupo de oración formado en torno a la autora. Forman parte de él al menos dos dominicos, García de Toledo y Pedro Ibáñez, que llegarán a altos grados de oración, sobre todo el segundo.

Pero el grupo de oración en que más plenamente ejerció ella su magisterio fueron las jóvenes reunidas en su primer Carmelo de San José. No más de media docena en un principio. A lo sumo doce, al finalizar el primer quinquenio de aprendizaje (F 1,1). Característica peculiar de ellas era el no constituir ya un grupo ocasional y heterogéneo como los cinco mencionados en Vida. Formaban una comunidad orante. Más aun, comunidad contemplativa, cuyo quehacer principal era la oración. Una auténtica “escuela de oración”. Para ella escribe T su manual de pedagogía de la oración, el Camino de Perfección. De él recogeremos las ideas básicas de la Santa:

a) Ante todo, se ora en la Iglesia y para la humanidad entera. Postulado válido para aquel grupo de contemplativas y para todo aprendiz de oración. La oración cristiana no es una practiquilla confinada en el restringido espacio del orante. Pasa a ser aliento y pulsión del mundo entero.

b) La oración se educa desde la vida. Requiere empeño previo o simultáneo en el cultivo de las virtudes evangélicas. T selecciona tres fundamentales: amor a los hermanos, desasimiento de las cosas, humildad. Porque la amistad con Dios, que es la oración, no es viable sin la amistad con los hermanos; no es posible sin libertad de espíritu, y sin disponibilidad a la acción de Dios sobre uno mismo.

c) Añadirá todavía dos postulados: “sed del agua viva”, es decir, tensión de los deseos; y determinada determinación: no ceder a las dificultades que, cierto, sobrevendrán.

d) La mejor partitura de oración es el Padrenuestro. En él se aprende y se sintoniza con la oración de Jesús. Se aprende a interiorizar la propia oración a semejanza de la suya.

e) Así llega el libro al núcleo central de la pedagogía de Teresa, interiorizar la oración a base de una sencilla técnica de recogimiento. La expondrá en los capítulos 26-29 a base de dos lemas: recogerse es entrar dentro de sí; y, de nuevo, recogerse es centrar la atención en Cristo Señor dentro de uno mismo. Para ello, el momento mejor es la oración eucarística en el acto de la comunión (cc 33-35).

f) El recogimiento será la mejor disposición para la oración contemplativa de quietud y de unión (cc 31-32).

A la vez que T expone ese sencillo itinerario pedagógico, introduce en su enseñanza de la oración un elemento nuevo, de gran importancia. Ella se atiene al lema: no hablar de oración sin hacerla. Por eso mismo, dentro del libro, hace realmente oración ante los lectores. Desde el primer capítulo del Camino, éstos pueden constatar por vista de ojos cómo ora Teresa. Asisten a su diálogo con el Señor. Se sienten enrolar en esa pausa de elevación vertical. Comprueban cómo en el libro la vida y la oración se funden: cómo van alternando las palabras de diálogo con el lector y las dirigidas al Señor. Sin solución de continuidad entre unas y otras. Teresa ora por las necesidades de la Iglesia. Por las profanaciones de la Eucaristía. Por el mundo en guerra. Por los responsables de todo eso. A veces suplica, otras veces invoca o bendice o impreca. En todo caso, se esfuerza por enrolar a las lectoras en su ascensión orante.

Es el mejor registro de la pedagogía de Teresa. Quien lee el libro no sólo recibe instrucciones y pautas para el camino, y no sólo sabe cómo ora ella, sino que se siente solidario de su oración y motivado por ella. El último recurso magisterial de T consiste en pasar de la pedagogía a la mistagogía de la oración.

Bibl – M. Herráiz, La oración, historia de amistad, Madrid 1985; D. de Pablo Maroto, Teresa en oración, Madrid 2004; T. Álvarez, Así oraba Teresa, Burgos 1989, EstTer 3, 45-101.

T. Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Observancia

No es categoría teresiana. En el léxico de la Santa no aparece ni ese vocablo ni sus derivados. Sólo una vez se lee en las Constituciones, pero en la sección no redactada por ella: “si alguna no observare debidamente las postraciones…” (13,7). Esa ausencia documenta en cierto modo la novedosa postura adoptada por la Santa al renovar el estilo de vida religiosa en sus carmelos, en contraste con formas pasadas, en las que “observancia” y “observantes” eran conceptos y valores importantes. En el ambiente religioso en que ella proyecta sus fundaciones, la persona más representativa y amiga es san Pedro de Alcántara, que sufrió en su persona y en su obra las tensiones entre observantes y conventuales, pasando de los primeros a los segundos. Cuando se encuentra con la Madre Teresa, él es ya comisario general de los conventuales reformados (1559).

Igualmente se halla la Santa en contraste con la línea ideológica adoptada más tarde por su propia familia religiosa. Ya en el Capítulo de Alcalá (1581) se dará a sus carmelos el apellido de “primitiva observancia”. Así en las “Constituciones de las monjas carmelitas descalzas de la primitiva observancia” (y lo mismo en las de los descalzos: cf MHCT 2, 270). Y a partir de la muerte de san Juan de la Cruz y tras la eliminación de Gracián del grupo de descalzos, “la observancia regular” pasará a ser categoría de valor primario en la vida del grupo, casi exponente y parámetro de la auténtica vida religiosa iniciada por la Madre Teresa. Entre los corifeos de ese cambio de rumbo, nadie advirtió la ausencia de esa terminología e incluso de esa categoría mental en el léxico y en el ideario teresiano.

La fidelidad al programa de vida religiosa, e incluso el amor a la Regla y a las normas establecidas para encauzar la vida de la comunidad, ocupan otro nivel más alto en la pedagogía de la Santa. A ella, le interesa “seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese” (V 32,9). O bien, “seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese” (C 1,2). En San José, las hermanas “guardan otras cosas para cumplir la Regla con más perfección” (V. 36,27). Los vocablos preferidos por ella son: “seguir”, “guardar”, “cumplir”. Este último, con valor semántico diverso del que hoy le concedemos. No sin cierta connotación evangélica. “Amar y guardar los mandamientos” de Dios, es el dato base (cf M 7,1,6). En ese sentido insistirá al iniciar su pedagogía de la vida religiosa en el Camino: “plega al Señor hagamos las (cosas) que nuestros Santos Padres ordenaron y guardaron” (C. 4,4). Y de nuevo al inculcar la fidelidad al precepto del amor: “si este mandamiento se guardase en el mundo como se ha de guardar, creo aprovecharía mucho para guardar los demás; mas, más o menos, nunca acabamos de guardarle con perfección” (ib 5). Pero la Santa se opone a absolutizar o exagerar ese aspecto ascético de la vida religiosa. Insiste en la fidelidad a la Regla y Constituciones, y se opone a sobrecargar la vida de prácticas y prescripciones (cf cartas a Gracián, del 21.9.1576, nn. 1-2; y febrero del 1581, n. 2).

T. Álvarez

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Purgatorio

El tema del purgatorio, relativamente frecuente (34 veces), aparece en Teresa de Jesús en la perspectiva de la purificación, después de la muerte. Para llegar al encuentro definitivo con Dios, se requiere una pureza tal, que ordinariamente no se alcanza en el estadio terreno. Lo cual entraña, en consecuencia, un suplemento de purificación ultraterrena, que es el purgatorio.

«Los que mueren en la gracia y amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (CEC 1030).

Esto no quiere decir que el purgatorio sea una etapa necesaria, llamada a completar el proceso de maduración y purificación, iniciado en el proceso espiritual que culmina en el matrimonio espiritual. Más bien se piensa lo contrario, que el que ha llegado a las altas cimas místicas del proceso purificativo, ha alcanzado la máxima pureza, que le permite gozar de la comunión inmediata con Dios, sin pasar por el purgatorio.

Santa Teresa de Jesús es de esta opinión, cuando afirma: «Se purga allí [en las ansias de muerte por ver a Dios] lo que había de estar en purgatorio» (V 20,16). «¡Qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la tiene hecha [penitencia] y no ha de ir al purgatorio!» (C 40,9).

Pero esto no acontece habitualmente: «Los que han de entrar en el cielo se limpian en el purgatorio» (M 6,11,6). Esta purgación tiene un sentido penal o expiatorio: «Padecen más las almas en el purgatorio que acá se puede entender por estas penas corporales» (R 5,15). A propósito de las visiones que ha tenido de muchas almas, después de la muerte, expresamente dice: «No he entendido, de todas las que he visto, dejar ningún alma de entrar en purgatorio, si no es la de este Padre y el santo fray Pedro de Alcántara y el padre dominico que queda dicho» (V 38,32).

Por eso la Santa se muestra especialmente solícita en la oración por las almas del purgatorio. A los que Dios ha puesto en camino de oración les recomienda: «pedir a Su Majestad mercedes y rogarle por la Iglesia… y por las ánimas del purgatorio» (V 15,7). «¿Qué va en que esté yo hasta el día del juicio en el purgatorio, si por mi oración se salvase sola un alma?» (C 3,6).

El conjunto de estos textos se hacen eco de la doctrina esencial de la fe de la Iglesia, que afirma: «a) la existencia de un estado en el que los difuntos no enteramente purificados ‘son purgados’ (purgari); b) el carácter penal (expiatorio) de ese estado (los difuntos son purificados ‘poenis purgatorii’…, si bien no se precisa en qué consisten concretamente las penas; c) la ayuda que los sufragios de los vivos prestan a los difuntos en ese estado» (J. L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación…, Madrid 1966, pp. 286-287).

Ciro García

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Éxtasis

(Aquí “éxtasis” tiene la acepción técnica de la teología espiritual y de la mística cristiana. Común también a espiritualidades religiosas no cristianas.)

1. El éxtasis es uno de los “fenómenos místicos” más llamativos en la vida, en los escritos y en la espiritualidad de santa Teresa. Importante, no sólo por su influjo y su fuerza inspiradora en el arte, sino por su presencia incisiva en la mística teresiana. Teresa vivió, de hecho, un largo período de éxtasis frecuentes. En ese período (década de los años 1560 al 1570, desbordados por ambos extremos), “nace y se hace” la Teresa fundadora. En ese mismo período se abre paso la escritora: de esas fechas son su Libro de la vida, su doble redacción del Camino de perfección, y sus primeras Relaciones. Ella no escribe ni dicta en éxtasis a la manera de otras místicas extáticas. En algún caso puede sorprenderla el lector a punto de caer en trance (V 38,23). Pero la efervescencia –quizás incandescencia– de sus experiencias extáticas timbra el tono de numerosas páginas de sus libros. En ese mismo período arranca el epistolario teresiano, con su típica expansión de onda sobre personas, problemas y realidades terrestres: refrendo del entramado de lo místico y lo humanístico en su vida.

Una vez superada esa fase de experiencias extáticas, si bien ella logra relativizar su importancia, todavía le concede puesto de excepción en el libro de las Moradas, donde concede a ese período un tercio del libro entero.

También en este sector ella se ve impulsada a evocar tipos bíblicos de ese fenómeno místico: recuerda a David y su gozo exaltante ante el Arca de la Alianza, identificándolo con sus propias experiencias de “gozo y locura y desatino”, preámbulos del trance extático (V 16,3; 2,10-11; 20,24). Está convencida de que algo similar ocurrió a Jacob en la visión de la escala (M 6,4,6) y a Moisés en la teofanía de la zarza ardiente (ib 7). Pero su referencia bíblica preferida es san Pablo, arrebatado al tercer cielo. De la narración paulina retiene ella uno de los vocablos designadores del éxtasis, el rapto (rabto, escribe T ese cultismo): “raptus in paradisum”, “raptum usque ad tertium coelum” (2 Cor 12, 2.4).

La abundancia y variedad de sus experiencias extáticas queda reflejada en la riqueza de vocabulario con que las designa: además de éxtasis (ella escribe siempre estasi), emplea arrobamiento, arrebatamiento, rapto, suspensión de sentidos y potencias, elevamiento, levantamiento, vuelo de espíritu, subir sobre sí, salir de sí, perderse de sí, estar fuera de sí, estar fuera del cuerpo, tener absortas las potencias o como embobecidas… Abundancia lexical que revela el realismo de la experiencia teresiana y su multiplicidad de facetas.

Teresa expone o narra o describe expresamente la experiencia del éxtasis en varios escritos suyos. Indiquemos los principales pasajes:

– en Vida 18-21.24, y capítulos finales de la obra,
– en Moradas sextas, especialmente en los cc. 4-6,
– en la Relación 5,7-15; y esporádicamente en las R 8-34,
– en Camino 32, 12, muy de soslayo,
– en Conceptos, cc. 6-7,
– en Fundaciones cc 4-5,
– en la carta 177,3-4, a Lorenzo, una instantánea al vivo.

2. Sus experiencias personales

Hemos notado ya que los éxtasis ocupan, diseminados, un período de la historia interior de T. En Vida, ella los sitúa tras la fase de unión incipiente: como acontecimientos dentro de la unión mística, fase tope de su vivencia espiritual mientras escribe el libro. En cambio, en las Moradas localiza los éxtasis en el período de “desposorio”, previo por tanto a la etapa final de su vida mística. Son parte de “las joyas que comienza el Esposo a dar a su esposa, y son de tanto valor, que no las pondrá a mal recaudo” (M 6,5,11). Cronológicamnte, esa lluvia de estrellas que son los éxtasis se extiende desde el año 1555 al 1572, desde los 40 de edad hasta los 57. Para T, años intensos en todos los órdenes de la vida.

No es fácil diagramar las incidencias de ese período con su serie de éxtasis. Nos limitamos a señalar los más destacados:

a) El primer éxtasis lo recuerda así ella misma: “habiendo estado un día mucho en oración y suplicando al Señor me ayudase a contentarle en todo…, vínome un arrebatamiento tan súbito, que casi me sacó de mí, cosa que yo no pude dudar, porque fue muy conocido. Fue la primera vez que el Señor me hizo esta merced de arrobamientos…” (V 24,5 y ss.: datado probablemente el año 1555, a sus 40 de edad).

b) Sobreviene una gran oleada de arrobamientos con ocasión de la visión de la Humanidad de Cristo: “sería imposible sufrir la visión ningún sujeto”, de no quedar “puesto en arrobamiento y éxtasis, que pierde el ver la visión de aquella divina presencia con gozar” (V 28,9; cf 27,10; 29,2.14; 31,11…).

c) Nueva serie de éxtasis en la preparación de la fundación del Carmelo de San José, a partir de 1561: “entonces me comenzaron más grandes los ímpetus de amor de Dios y mayores arrobamientos…” (V 33,4: cf 33,14; 34,2.17; 38,1.5.10-11.18). Pasan a ser públicos, y ello desata en T una auténtica repugnancia (“grande corrimiento y afrenta”: M 6,4,16). “Vino a términos la tentación, que me quería ir de este lugar y dotar en otro monasterio…, muy lejos” (V 31,139).

d) Sigue todavía una serie de éxtasis en el nuevo Carmelo de San José. Es ahora cuando, al sucederle en público (es decir, ante el exiguo público íntimo del nuevo Carmelo), se acrecienta por la parte humana de T la actitud de resistencia. Hacia 1562 escribe: “Los arrobamientos han crecido, porque a veces es con un ímpetu y de suerte que, sin poderme valer exteriormente, se conoce, y aun estando en compañía…” (R 2,2). Ya antes, su sonrojo “vino a término que, considerándolo, de mejor gana me parece me determinara a que me enterraran viva, que [pasar] por esto” (V 31,12-13). Cf V 39,22.23.25.26; 40, 1.5.7.9.

e) Sigue todavía un largo período , ya no documentado en Vida, pero sí en las Relaciones (nn. 12-34), si bien en éstas no se propone consignar este tipo de gracias, sino las “palabras” y consignas recibidas de lo alto. Cf. especialmente las R 15 y 26, ya al final del período.

f) Más allá del período extático, ya en plena década de los años 70, a pesar de su afirmación tajante de “que en llegando aquí el alma [a las moradas séptimas] todos los arrobamientos se le quitan” (M 7,3,11), todavía podemos sorprenderla con rebrotes pasajeros de los mismos. Lo confidencia ella en carta a su hermano Lorenzo en intimidad: “¡Bueno anda nuestro Señor! Paréceme que quiere mostrar su grandeza en levantar gente ruin… Sepa que ha más de ocho días que ando de suerte que, a durarme, pudiera mal acudir a tantos negocios… Me han tornado los arrobamientos… Ando estos días como un borracho, en parte…” Era el mes de enero de 1577 (cta 177,3). Todavía testificará nuevos éxtasis intensos en 1580 (F 28,36). Pero serán sumamente esporádicos. Comenta ella misma al final de las Moradas: “Quizá es que la ha fortalecido el Señor, y ensanchado y habilitado” (M 7,3,12: lo escribe a finales de 1577).

3. ¿Qué es el éxtasis místico?

Antes de sintetizar la respuesta de T a esa pregunta, recordemos que ella no habla de éxtasis en abstracto y teorizando. Habla en vivo y desde la propia experiencia. Afrontando el tema del éxtasis en el relato de Vida (18,8), asegura: “No diré cosa que no la haya experimentado mucho”. Cuenta en su haber con la experiencia ajena: “Declárome tanto en esto, porque sé que hay ahora, aun en este lugar [Ávila], personas a quien el Señor hace estas mercedes” (V 20,21). Más tarde (M 6,9,17), aludirá a la experiencia de fray Juan de la Cruz. Sus palabras son, pues, testimonio directo y esfuerzo de discernimiento doctrinal a la vez.

Tanto cuando ella narra, como cuando trata de codificar doctrinalmente la vida mística, para ella el éxtasis no es un episodio isomorfo y monocorde. Paradójicamente, se esfuerza por afirmar su sinonimia y a la vez su variedad. “Arrobamien­to o elevamiento o vuelo de espíritu o arrebatamiento… todo es uno. También se llama éxtasis” (V 20,1). Lo repite en Moradas al titular el capítulo cuarto de las M sextas: “Trata de cuando suspende Dios el alma… en arrobamiento o éxtasis o rapto, que todo es uno, a mi parecer” (M 6,4). Pero a la vez subraya insistentemente “la diferencia que hay entre arrobamiento y arrebatamiento” (R 5,9), o entre éstos y vuelo del espíritu” (V 18,7).

Poco antes de escribir las Moradas, redactó una especie de síntesis de la vida mística, en que distinguió tres especies de éxtasis: a) el arrobamiento suave y delicioso; b) el éxtasis por arrebatamiento impetuoso del espíritu, enajenándolo de sus potencias y funcionalidades normales; y c) el vuelo del espíritu, que parece operar una extraña división entre alma y cuerpo (R 5).

a) “La diferencia que hay entre arrobamiento y arrebatamiento es que el arrobamiento va poco a poco muriéndose a estas cosas exteriores y perdiendo los sentidos y viviendo a Dios” (R 5,9),

b) “…el arrebatamiento viene con una sola noticia que Su Majestad da en lo muy íntimo del alma, con una velocidad que le parece que la arrebata a lo superior de ella, que, a su parecer, se le va del cuerpo…” (ib).

c) “El vuelo de espíritu es un no sé cómo le llame, que sube de lo más íntimo del alma. Sola esta comparación se me acuerda…: paréceme que el alma y el espíritu debe ser una cosa, sino que, como un fuego, que si es grande y ha estado disponiéndose para arder, así el alma, de la disposición que tiene con Dios, como el fuego, que de presto arde, echa una llama que llega a lo alto…” (ib 11).

Este último llega a adquirir manifestaciones de levitación corporal: “…es de tal manera, que verdaderamente parece sale del cuerpo, y por otra parte claro está que no queda esta persona muerta, al menos ella no puede decir si está en el cuerpo o si no, por algunos instantes. Parécele que, toda junta, ha estado en otra región” (M 6,5,7). “Si esto pasa estando en el cuerpo o no, yo no lo sabré decir; al menos, ni juraría que está en el cuerpo, ni tampoco que está el cuerpo sin alma” (ib 8: con clara alusión a las palabras de san Pablo: 2 Cor 12,2-4). “¿Pensáis que es poca turbación estar una persona muy en su sentido y verse arrebatar el alma –y aún… el cuerpo con ella–, sin saber adónde va, qué o quién la lleva, o cómo? Que al principio de este momentáneo movimiento no hay tanta certidumbre de que es Dios” (M 6,5,1. – Lugares paralelos: V 20, 9-10; 38,17; M 6,5,2; R 5,11-12).

En todo éxtasis la Santa distingue dos planos sucesivos: el momento de la gracia extática, y su derivación más o menos prolongada en la vida que sigue. El momento extático es siempre breve: “…es bien breve. Cuando estuviere media hora, es muy mucho; yo nunca, a mi parecer, estuve tanto. Verdad es que se puede mal sentir lo que se está pues no se siente; mas digo que, de una vez, es muy poco espacio sin tornar alguna potencia en sí” (V 18,12). Muy relativo todo, como ella misma advierte, porque posteriormente escribirá a propósito de sus hambres de Eucaristía: “Acaecióme una mañana, que llovía tanto, que no hacía para salir de casa. Yo estaba tan fuera de mí con aquel deseo, que aunque me pusieran lanzas a los pechos, me parece entrara por ellas… Como llegué a la iglesia, diome un arrobamiento grande… Cuando dio el reloj, vi que eran dos horas las que había estado en aquel arrobamiento y gloria…” (V 39, 22-23. En F 6,14, humorizará a propósito de “una mujer” que “se estaba ocho o nueve horas, pareciendo a ella y a todos que era arrobamiento… Era perder el tiempo e imposible ser arrobamiento”).

En cambio, pasado el momento extático, lo normal es que se prolongue en un estado psicológico fuerte: “En esto se pueden pasar algunas horas…, porque, comenzadas las dos potencias a emborrachar y gustar de aquel vino divino, con facilidad se tornan a perder de sí, para estar muy más ganadas…” (V 18,13). “Después que torna en sí, si ha sido grande el arrobamiento, acaece andar un día o dos y aún tres tan absortas las potencias, o como embobecida [el alma], que no parece anda en sí” (V 20,21). Incluso en los relatos finales de Vida, tras alguna de sus experiencias cristológicas, en que “fue tan arrebatado mi espíritu, que casi me pareció estaba del todo fuera del cuerpo…”, pasado ese momento intenso, queda ella “tan espantada y de tal manera, que me parece pasaron algunos días que no podía tornar en mí, y siempre me parecía tenía presente aquella majestad…” (38,17).

Ahora nos interesa el éxtasis en sí mismo. En las descripciones que de él hace T –a veces tan plásticas y emotivas–, suele distinguir expresamente lo exterior y lo interior del éxtasis. Exterior es lo corpóreo y sensible. Interior, lo espiritual y su contenido, a veces noético, a veces fruitivo o doloroso.

a ) Lo exterior es, en términos pobres, lo fenoménico, manifestativo y vistoso, digamos la teatralidad del éxtasis: materia prima para artistas y psiquiatras. Pero secundario y periférico en la apreciación de T. Para ella es lo más fácil de describir. Por así decir, lo retrata reiteradamente. He aquí una cualquiera de las descripciones de Vida: “Estando así el alma buscando a Dios, siente con un deleite grandísimo y suave casi desfallecer toda con una manera de desmayo que le va faltando el huelgo y todas las fuerzas corporales, de manera que, si no es con mucha pena, no puede aun menear las manos; los ojos se le cierran sin quererlos cerrar, o si los tiene abiertos, no ve casi nada; ni si lee, acierta a decir letra, ni casi atina a conocerla bien…; oye, mas no entiende lo que oye. Así que de los sentidos no se aprovecha nada… Hablar es por demás, que no atina a formar palabra, ni hay fuerza, ya que atinase, para poderla pronunciar, porque toda la fuerza exterior se pierde, y se aumenta en las del alma para mejor gozar de su gloria. El deleite exterior que se siente es muy grande y muy conocido” (V 18,10. – cf. otra descripción muy detallista en V 20,18).

b) “Ahora vengamos a lo interior de lo que el alma aquí siente” (V 18, 14). Según la Santa, el éxtasis místico conlleva siempre una sobredosis de conocimiento del misterio divino, y a la vez una gran carga afectiva, de amor y ternura, de gozo o dolor, y de intensificación de la unión a Dios. El éxtasis es ante todo una inmersión del hombre en el misterio divino. “Deshácese toda [el alma o la persona], para ponerse más en Mí. Ya no es ella la que vive, sino Yo. Como no puede comprender lo que entiende, es no entender entendiendo… Sólo podré decir que se representa estar junto con Dios, y queda una certidumbre, que en ninguna manera se puede dejar de creer… El entendimiento, si entiende no se entiende cómo entiende; al menos no puede comprender nada de lo que entiende” (ib). Es el místico “entender no entendiendo”, que glosará san Juan de la Cruz.

Poco más adelante: “tiene el entendimiento tan habituado a entender lo que es verdadera verdad, que todo lo demás le parece juego de niños” (V 21,9). “Quedan unas verdades en esta alma tan fijas de la grandeza de Dios, que cuando no tuviera fe que le dice quién es y que está obligada a creerle por Dios, le adorara desde aquel punto por tal” (M 6,4,6).

Teresa excluye del auténtico éxtasis toda posibilidad de “vacío mental”, sea cual fuere el significado que se dé a éste. De suerte que, en el caso de darse tal vacío, ella lo retiene paranormal y morboso, y lo relega expresamente al plano clínico: “Yo tengo para mí que si algunas veces no entiende de estos secretos en los arrobamientos el alma a quien los ha dado Dios, que no son arrobamientos, sino alguna flaqueza natural, que puede ser a personas de flaca complexión, como somos las mujeres, con alguna fuerza de espíritu sobrepujar el natural, y quedarse así embebidas… Aquello no tiene que ver con arrobamiento, porque el que lo es, creed que roba Dios toda el alma para sí y… le va mostrando alguna partecita del reino…, que por poca que sea, es todo mucho lo que hay en este gran Dios…” (M 6,4,9). Su texto prosigue designando una forma de función noética, auténtica pero transpsicológica, acaecida más allá de los mecanismos normales del conocimiento. Pero de contenido y calidad superiores.

4. Evaluación del éxtasis

La valoración que Teresa hace del éxtasis en el plano místico contrasta con otras apreciaciones, formuladas desde la psiquiatría o incluso desde la teología espiritual teórica. Para T la calificación positiva del éxtasis proviene del contenido de éste en su vertiente interior. Es decir, de su convicción de que no hay éxtasis, si el extasiado “no entiende de estos secretos” divinos.

Es comprensible que las ciencias psicológicas se paren en la parafernalia fenoménica del momento extático, hasta asimilarlo o reducirlo a los parámetros de la epilepsia demoledora o de la exaltante “epilepsia Dostoievski”. Lo que es científicamente inadmisible es emitir un diagnóstico sobre el posible “origen epileptogénico de los éxtasis de la Santa” a base de una mediocre recopilación de los datos suministrados por la presunta paciente, partiendo incluso de la confusión elemental de su grafía.

También T ha emitido su diagnóstico valorativo de lo exterior y fenoménico de las diversas formas de éxtasis, que a su parecer son índice de la “flaqueza” sensorial o meramente funcional del sujeto. No ignora ella que en ese plano fenoménico, como en el de las “hablas” (místicas o presuntas) son posibles y aún frecuentes los hechos morbosos, debidos unas veces a debilidad psicofísica, otras a “melancolía”, vocablo con que ella etiqueta una amplia gama de anomalías psíquicas. Pero aún en los éxtasis genuinos, de origen transhumano (metapsicológico), Teresa devalúa los síntomas externos. No consiste en ellos la gracia del éxtasis. Esta se sitúa más allá: según su léxico realista y precientífico, en “lo interior”, puramente anímico, aun cuando dada la unidad psicosomática del ser humano, produzca de rebote síntomas corporales o funcionales empíricamente anómalos. Para T, no está ahí ni la mística ni la santidad, únicas que a ella le interesan.

En cambio, de cara a las evaluaciones, no siempre positivas, de la teología espiritual, para ella el éxtasis es, por sí mismo, un impulso de unión a Dios y como tal se sitúa en el plano de la gracia; y en razón de los efectos que produce en el sujeto, es “de grandísimo provecho” (V 20,23) en el orden moral y teologal de la persona. No sólo la transforma y eleva en el plano de la conducta, sino que la depura en una especie de catarsis superior a todos nuestros esfuerzos ascéticos: “En esta pena [producida por ciertos éxtasis], se purifica el alma y se labra o purifica como el oro en el crisol, para poder mejor poner los esmaltes de sus dones, y se purifica allí lo que había de estar en purgatorio” (V 20,16). Lo repetirá en las Moradas: “…es purificar esta alma para que entre en la séptima morada” (M 6,11,1).

Pero esa catarsis recae sobre la parte espiritual de la persona, con derivaciones en toda ella, incluso en el factor somático. Hablando de esos éxtasis de pena purificadora, explica: “Es tan sabroso [este tormento] y ve el alma que es de tanto precio, que ya le quiere más que todos los regalos que solía tener…; en sí tiene un gusto muy de valor…; no trocaría esta merced que el Señor me hace por todas las que después diré…” (V 20,15).

En suma, la aportación espiritual del éxtasis es “de tanto valor”, porque realiza en sí mismo un acercamiento a lo divino; porque produce una intensificación de la unión mística (“es grande la ventaja que el éxtasis hace a la unión”: V 20,1); y por su función preparatoria respecto de la etapa final del proceso místico.

Nunca afirma la Santa que el éxtasis sea un escalón indispensable para ascender a la unión mística suprema, y tanto menos para la santidad o para la futura vida celeste. Pero cuando Dios lo concede –“porque quiere y a quien quiere” (V 21,9)–, sí es un medio potentísimo para lo uno y para lo otro. Así mismo lo pensó, acerca de la doctrina teresiana de los éxtasis, el propio fray Juan de la Cruz. Escribe él en su comentario al verso “que voy de vuelo”: “tratar de las diferencias de raptos y éxtasis y otros arrobamientos y sutiles vuelos de espíritu…, quedarse ha para quien mejor lo sepa tratar que yo…: la bienaventurada Teresa de Jesús, nuestra Madre, dejó escritas de estas cosas de espíritu admirablemente, las cuales espero en Dios saldrán presto a la luz” (Cántico 13,7).

BIBL. – R. T. Petterson, The art of Ecstasy: Teresa, Bernini and Crashaw, Nueva York (Atheneum) 1970.

T. Álvarez

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Evangelio

El arsenal de textos que santa Teresa domina de memoria no es muy abundante. Maneja más y mejor que textos precisos, piezas evangélicas. Se entiende y se expresa alegando escenas y tipos más que citas y referencias precisas. Evoca, revive o recrea textos evangélicos. Nunca compulsa directamente el texto literal al escribir y cita entre dudas, correcciones, combinaciones de dos textos o más (C 20,15) titubea (M 2,1,11 6 3.1,8) y a menudo declara sin rubor ignorancia; no usa el Evangelio de modo científico o literal, pero le importa sobremanera estar cerca y alcanzar la sustancia del mensaje evangélico. Lo logra en el sentido más profundo, el que la tradición conoce como sensus plenior. «El modo de citar… es aproximativo, de memoria, con un recurso fácil a imágenes y tipologías bíblicas» (J. Castellano, El entramado bíblico del Castillo interior, RevEspir 46 (1997) 119-142). Una primera investigación léxica da este resultado en cuanto a terminología: Evangelical CE 65,3; 73.3.6; CV 37,1; 42,5. Evangélicos CE 1.2; ídem CV 1,2. Evangelio y 3,1; 16,3; 30,19; CE 31,5; 39,6; CV 23,6: M 3,1,7; 7,1,6; Po 2. Evangelios CE 35,4; CV 21;4. Evangelista Ap 6,1. Evangelistas V 39.22; Conc 1,8. Estas son las frecuencias y lugares según el utilísimo Léxico de T publicado por A. Fortes. No es un concepto muy abundante en sí mismo en la pluma teresiana. Ha citado textos evangélicos con mayor profusión y confiesa que hubiese deseado conocer mejor el Evangelio: «¡Quién supiera las muchas cosas de la Escritura que debe haber para dar a entender!» (M 7,3,13). No es escasa, sin embargo, la panoplia de textos evangélicos alegados por T. Si nos ayudamos de las Concordancias de Fr. Luis de San José, aún útiles para estos indicadores, la estadística, que siempre es aproximativa por la doble razón de los paralelos sinópticos y por la imprecisión de las alusiones teresianas, el recuento da este resultado: treinta y cuatro citas de Mt; cuatro de Mc, veintisiete de Lc y treinta y una de Jn. El recuento de E. Renault, (Alle sorgenti d’ acqua. Apendice 2º) es un poco más abundante. Un estudio más detallado lo ofrecen las Concordancias de los Escritos de S. T. de J. (Roma 2000), t. 2, apéndice 2º, pp. 2934-2950.

Como vemos, el género de los libros influye en la alegación del evangelio. Oraciones y tratados como C, M, Exc y Conc abundan en citas más que las narraciones de V y F.

Pero el tema ha de abordarse espiritual y teológicamente si queremos captar el enfoque teresiano, su peculiar modo de lectura espiritual del evangelio y la importancia sustantiva del tema en su obra.

1. Evangelio, libro vivo

T ha recibido y aprendido el evangelio en sus núcleos fundamentales o dogmáticos, inicialmente mediante la transmisión tradicional de la atequesis y la inmersión en la religiosidad popular y en la liturgia del tiempo. Sus expresiones más humildes: cartillas, sermones, iconografía e imaginaria popular en su ambiente (casa de su padre y monasterios de Gracia y Encarnación) han sido los primeros accesos y vehículos del evangelio: las escenas evangélicas en estampas, retablos y cuadros; pasos de Semana Santa, procesiones, estampas, misterios, «autos» y representaciones (navideñas o de pasión) de la época, sea en las calles de la ciudad o en romerías, sea en el interior de los templos o en los claustros del monasterio de Gracia primero y después en la Encarnación.

Ante todo se ha encontrado con el «Evangelio», mejor, con los Evangelios en la Vita Christi del Cartujano, Ludolfo de Sajonia, traducido y adaptado por Am­brosio de Montesinos (Sevilla, 1537-1544) y en los Flos Sanctorum que atendían también a los pasos de la vida del Señor ordenados litúrgicamente. «Ignora­mos la fecha en que T se encontró con esa obra maravillosa. Sabemos que se mantuvo en contacto con ella hasta los últimos años de su vida. Y sobre todo, que fue éste el libro que sirvió a la Santa la más amplia documentación bíblica, litúrgica y cristológica» (T. Álvarez, Estudios Teresianos III, p. 15, n. 12). La recomendará como indispensable en la biblioteca de sus comunidades teresianas: «Tenga cuenta la priora con que haya buenos libros, en especial Cartujanos…» (Cons 8).

Teresa se ha apropiado del Evangelio por diversos cauces, pero lo que importa es que ha llegado a ser libro del corazón y de la memoria. Teresa ha leído y aprendido el Evangelio: «Siempre yo he sido aficionada y me han recogido más las palabras del Evangelio que libros muy concertados. En especial si no era el autor muy aprobado, no los había gana de leer. Allegada, pues, a este Maestro de la sabiduría, quizá me enseñará alguna consideración que os contente» dice en CV 21,4 y se dispone en seguida a comentar el paternóster.

T no sólo ha leído y aprendido, ha enseñado y comentado el Evangelio: «No digo que diré declaración de estas oraciones divinas (que no me atrevería y hartas hay escritas; y que no las hubiera sería disparate), sino consideración sobre las palabras del Paternóster» (ib). Utiliza el Evangelio como veremos en su exposición y le concede la mayor autoridad posible en su argumentación: «Si no creéis a Su Majestad en las partes de su Evangelio que asegura esto, poco aprovecha hermanas que me quiebre yo la cabeza a decirlo» (CV 23,6). De hecho cuando intenta ordenar y resumir su enseñanza sobre la oración y la vida de sus comunidades no encuentra mejor soporte y esquema que la «oración evÁngelical… ordenada de tan Buen Maestro y así podemos, hijas, cada una tomarla a su propósito. Espántame ver que en tan pocas palabras… se podía hacer un gran libro de oración sobre tan verdadero fundamento» (C 37,1). Lo interpreta aventurando sus propias exégesis y piensa que «Su Majestad lo dejó [el Evangelio] así en confuso» para que cada uno pidiese o entendiese «a su propósito y se consolase pareciéndonos le damos buen entendimiento, es decir, buena interpretación». Se refiere el texto en concreto a su peculiar y, sin embargo, tradicional exégesis del «pan nuestro de cada día», pero bien puede aplicarse este modo a todos los pasajes evangélicos que pasan por su pluma.

Se da en esta escritora la reclamada circularidad interpretativa entre la experiencia que ilumina el Evangelio o lo explica y aplica (sensus plenior) y el Evangelio que ilumina y provoca a su vez nueva y continua experiencia. Su interpretación es didáctica, simbólica, mistagógica y teológica.

2. Evangelio instituido

La propuesta de T no es teórica. Quiere llevar el Evangelio a la práctica y para ello y sobre sus valores instituye un modo de vida evangélica: en eso termina al fin su lectio. No está en su texto escrito la última interpretación, es su vida vivida personalmente en compromiso e instaurada institucionalmente y socialmente en las fundaciones, ahí está su verdadera exégesis. Un modo concreto de comprensión, relectura y de seguimiento, de «estar con Jesús» y de «andar en su compañía» y de «tratar» con el Maestro del pequeño colegio. Cada comunidad reproduce los rasgos ideales del primer colegio apostólico e intencionalmente apunta a reproducir, repetir algunas de las escenas evangélicas. Oración y seguimiento, soledad y compañía tienen raigambre en el tipo ideal de la comunidad evangélica que formó el Salvador y cuya atmósfera quiere rescatar y representar históricamente otra vez T.

3. Evangelio vivido y meditado

En T, lectura espiritual del Evangelio y autobiografía se confunden. Los tipos evocados en sus páginas son tomados, bien como falsilla interpretativa de las vivencias o bien como autoridad para resguardar su incomunicable experiencia; a veces le sirven también para proteger sus osadías y polemizar parapetada a buen seguro. Las escenas de la Pasión, muy especialmente, son parte esencial de todo su proceso vital y de su propuesta de camino espiritual; la capacidad de «tratar con el Señor» representado en los cuadros evangélicos es condición primera del aprendizaje oracional. Un solo texto nos basta para mostrar esta técnica de lectio evangélica:

«Si estáis alegre, miradle resucitado; […] Si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto […] O miradle atado a la columna, […] O miradle cargado con la cruz, que aun no le dejaban hartar de huelgo. Miraros ha El con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los vuestros, sólo porque os vayáis vos con El a consolar y volváis la cabeza a mirarle […] Juntos andemos, Señor. Por donde fuereis, tengo de ir. Por donde pasareis, tengo de pasar […] Diréis, hermanas, que cómo se podrá hacer esto, que si le vierais con los ojos del cuerpo en el tiempo que Su Majestad andaba en el mundo, que lo hicierais de buena gana y le mirarais siempre. No lo creáis, que quien ahora no se quiere hacer un poquito de fuerza a recoger siquiera la vista para mirar dentro de sí a este Señor (que lo puede hacer sin peligro, sino con tantito cuidado), muy menos se pusiera al pie de la cruz con la Magdalena, que veía la muerte al ojo. Así que, hermanas, no creáis erais para tan grandes trabajos, si no sois para cosas tan pocas. Ejercitándoos en ellas, podéis venir a otras mayores. […] Lo que podéis hacer para ayuda de esto, procurad traer una imagen o retrato de este Señor que sea a vuestro gusto; no para traerle en el seno y nunca le mirar, sino para hablar muchas veces con El, que El os dará qué le decir» (CV 26,4-10).

Rememorando el Evangelio, reviviéndolo y prolongándolo con la propia vida y palabra se aprende lo que la autora quiere enseñar. Así «pensando en un paso» le habla el Señor (V 18,14) por ejemplo. La Palabra evangélica se prolonga místicamente en las palabras que T recibe del Señor, v. gr.: «Dijéronme sin ver quién, mas entendí ser la misma Verdad: No es poco esto que hago por ti, que una de las cosas es en que mucho me debes: porque todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura con clara verdad: no faltará una tilde de ella» (Mt 5,18: V 40,2). El que habló con los discípulos sigue hablando con Teresa y la acoge en su intimidad. Todas las “palabras interiores” son revelación privada que se añade y completa la revelación de los misterios mismos del Evangelio.

4. Tipos evangélicos

Dijimos antes que T opera en su trabajo redaccional con escenas evocadas y con tipos con los que identificarse en sus actitudes, sentimientos, experiencias ordinarias o místicas de relación con Cristo. El desfile es completo. Para la llamada trae a los apóstoles, para la conversión a Magdalena, al ciego, al paralítico o al sordomudo. Para la lucha perseverante se alude al hijo pródigo y a los hijos de Zebedeo. Si de valentía ante la prueba se trata: Tomás, el mancebo rico, Pedro, etc.; para la gratuidad: los obreros de la viña. En tratando de la fiesta y la alegría: el ciego que ve, el regreso del pródigo, pero también valen Pedro perdonado y la Magdalena. La fidelidad final de los Zebedeos, la sed ansiosa de la Samaritana le ayudan a entenderse y a presentar su experiencia disfrazada y autorizada por la Escritura. Tipos teresianos de experiencias de cumbre mística son Marta y María (Magdalena para el caso), el publicano, la Virgen María o Cristo mismo. Como se ve, las mujeres son evocadas con más ternura y frecuencia. Los cómputos no pueden hacerse cargo nunca de los matices más delicados de la asunción teresiana de la tipología del Evangelio. Por ejemplo la actitud de Jesús frente a las mujeres (CE 4,1) tan mirada, estudiada, buscada, alegada y querida por Teresa. Lo mismo se diga del tipo evangélico por excelencia, es decir, Jesús a quien T mira, quiere y destaca. Es el Jesús del Evangelio, el terreno y humanado el que a través de todos los filtros y condicionamientos culturales de su tiempo T busca, rescata y extrae del Evangelio. A él busca y encuentra vivo no sólo en la letra estudiada o en el relato escuchado, sino en su lectura espiritual y en su vida de amistad y de fe.

Más aún, T reproduce en todas sus obras el proceso mismo que el Cristo del Evangelio ha vivido y exigido a sus seguidores: Llamada, conversión, seguimiento, convivencia, enseñanza, asociación a su oración, a su misión y finalmente a su pasión, muerte, pascua y comunión en su Espíritu. La comunión en su persona viva con el Padre, por el Espíritu y en su Iglesia es el esquema mismo de Vida y la última ratio y razón de fondo o hilo conductor de Moradas. Camino de Perfección y Mora­das de T en último término no son sino el proceso de vida evangélica propuesto por Teresa y que es el mismo que trazan los Evangelios: de Galilea a Jerusalén y del Calvario a la Iglesia en Pentecostés. A la progresiva revelación y asimilación del Misterio de Cristo por los discípulos corresponde un «idéntico» proceso ascético inicial interpretado por T como «vida de oración» (V 11-21 y C 27-41) o de aprendizaje de la vida teologal, (C 1-26 y M 1-3) es transformación purificativa y penosa mediante inserción en Cristo y por tanto participación en su muerte (M 4-5 y V 29-31) y anticipación escatológica de la victoria y la gloria de la gracia (M 6-7-1 y V 38-40). Toda la vida mística se puede (¿se debe?) leer a la luz de la transfiguración y de las apariciones del Resucitado, como huellas y rastros de su glorificación en nuestro tiempo, historia y carne. Sobre­salto de eterno futuro en nuestro presente fugaz.

5. Cinco temas evangélicos fundamentales

A. La misericordia inagotable del Padre que ama, tiene paciencia, sufre ante la miseria del hombre creado en debilidad y pecador. Misericordia manifestada y encarnada, humanizada y aproximada en Cristo. El aprendizaje de la oración (en humildad-fe, desasimiento-pobreza-esperanza y amor-caridad) es sólo medio para poder disponerse y aprender a acoger esta misericordia. Y para poder cantarla in aeternum. “Misericordias Domini in aeternum cantabo”.

B. Las tres actitudes básicas del cristiano según T. Amor, humildad o andar en verdad y desasimiento (C 4,4). Corresponde visiblemente a tres conceptos centrales en el Evangelio:

a) Ágape: Amor de unos con otros; caridad fraterna concreta y que viene de la fuente del amor de Dios, cuya más cierta señal a su vez es saber sí «guardamos bien el amor del prójimo» (M 5,3,8).

b) Tapéinosis. Manifestada en la pistis o confianza total en Dios reconocido como único en quien confían y afirmarse una vez tomada conciencia del propio pecado, esto traducen los conceptos tan teresianos de «miseria-ruindad-bajeza», la necesidad, dependencia radical y pobreza, de la propia verdad en definitiva.

c) La pobreza esperanzada y desasida que se vivencia como esperanza escatológica, como alegría y gozo anticipado y como oración deseosa del cumplimiento.

C. Las nuevas realidades evangélicas comportan también una nueva oración: el Padrenuestro. Teresa amasa el mensaje evangélico con su propia vida y da testimonio de su vida «evÁngelical» escribiendo una historia de oración y un método de aprendizaje de la vida en compañía y del «trato de amistad» con Cristo. El proceso pasa desde la auténtica oración vocal, oración de recogimiento. Tú cuando vayas a orar entra en lo escondido… (Mt 6,6), quietud infusa, y contemplación perfecta. La alegoría evangélica del agua viva sustenta buena parte de su mensaje.

D. Son centrales en esta manera teresiana de leer el Evangelio las ‘experiencias místicas’ de los misterios evangélicos: la encarnación permanente y actual de la Humanidad de Cristo, la esponsalidad del alma y de la Iglesia entera, la comunión (koinonía) y presencia trinitaria y las consecuencias eucarísticas y eclesiales, la constante revelación (vida mística) como anticipo terrenal de la incoada gloria futura y celeste.

E. El tema, joaneo del ‘permanecer’ o ‘morar’, el ‘ménein’. Este misterio de la morada de Dios, de su presencia, marca el arranque y la cumbre de su sistema. Descubrimiento, contemplación, gozo y comunicación del misterio de la Trinidad. Dignidad y grandeza del hombre y del cristiano habitado y acompañado. Necesidad de «entrar» y recogerse para ser en plenitud. Divinización que potencia el caudal del hombre en favor de los otros y de la Iglesia.

Más allá del uso moral y tipológico de los personajes y de los símbolos evangélicos referentes constantes de la espiritualidad cristiana, hay que buscar en estos cinco amplios campos la aportación genuinamente teresiana y mística al descubrimiento e interpretación del «sensus plenior» del Evangelio.

G. Castro

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Eucaristía

En Teresa de Jesús el misterio de la Eucaristía se hace presente en dos aspectos fundamentales. El de la experiencia y el de la catequesis práctica, en vista de la piedad eucarística de sus carmelitas y de sus lectores. A su experiencia del misterio ha precedido un laborioso curriculum informativo, condicionado por la teología y la liturgia eclesial del momento tridentino en que ella vive. Seguiremos por orden esos varios aspectos.

1. Su formación eucarística

Teresa tiene una elemental iniciación hogareña, normal en la Iglesia pretridentina: misa dominical, comunión de familia en la liturgia pascual y en especiales momentos familiares, procesiones populares, solemnidad popular y grandes escenificaciones con ocasión de la fiesta del Corpus Christi. Sin embargo, no parece que la Eucaristía tuviese importancia decisiva en la infancia y adolescencia de Teresa. No queda constancia de la fecha de su primera comunión. Ese acontecimiento no aflora entre los nítidos recuerdos que ella tiene de su niñez. En el relato de Vida, hay que recorrer muchas páginas para llegar a una primera mención del Sacramento (4,9; 5,4; 7,11; 6,6; 7,21…). Alusiones no del todo positivas: misas del cura de Becedas; “devociones de misas” pero ya en período tardío; confesión y comunión después del terrible colapso de Teresa el 15 de agosto (5, 10: T tiene ya 24 años).

En el monasterio de la Encarnación, la piedad eucarística vivida por ella es la normal en una comunidad religiosa de entonces. Según la Regla del Carmen, la celebración de la Misa era el acto comunitario por excelencia, el que reunía “por la mañana cada día” a los ermitaños dispersos por la montaña del Carmelo. También ahora en la Encarnación, la Comunidad asiste cada mañana a la celebración de la Misa. En cambio, son pocas las fechas en que se permite a cada religiosa la comunión. En las Constituciones de aquel tiempo, la “rúbrica tercera” trataba “de las confesiones e comunión de las hermanas” y prescribía: “comulgarán regularmente en la primera dominica del adviento, y en la natividad de nuestro Señor, y en la primera dominica de la cuaresma, y en el jueves de la cena, y en el día de pascua siguiente, y en el día del ascensión, y en la pascua del espíritu santo, y en el día del corpus christi, en la fiesta de todos sanctos, y en las fiestas de nuestra señora, y en el día que reciben el hábito, y en el día que hacen profesión… Pero si nuestro Señor diere devoción al convento, o a la mayor parte, de querer comulgar más a menudo, poderlo han facer de consejo del confesor y de licencia de la priora” (BMC 9, p. 485). Estamos lejos de la comunión frecuente.

Por el relato de Vida sabemos que en los años de baja espiritual de la propia Teresa también su comunión eucarística sufrió nuevas menguas. No se mantuvo fiel a la comunión dominical, si es que anteriormente la había practicado, ya que merced al revulsivo del gran “paroxismo” del mes de agosto 1539, había optado por “comulgar y confesar muy más a menudo, y desearlo” (6,4). Al morir su padre, tres o cuatro años después y proponerse ella una drástica revisión de vida, acoge la consigna de su confesor y vuelve a “comulgar de quince a quince días” (7,17). Ese tímido reflorecimiento de su piedad eucarística alentará la vida espiritual de Teresa en los duros años de brega que van a seguir; entre los 29 y los 39 de edad. En la Encarnación florece por esas fechas un grupo de devotas del Sacramento. Forman la “Compañía del Corpus…” Con reglamento y prácticas propias. Teresa pertenece a esa Compañía. Semillero fecundo, que sin duda producirá frutos exquisitos en la posterior piedad eucarística de la Santa.

Al lado, o quizás en la raíz misma de ese itinerario eucarístico de Teresa, hay que colocar unos cuantos factores de formación. Baste enumerarlos.

a) Entre los “buenos libros” presentes en la pequeña biblioteca de Don Alonso, figuraba –desde antes de nacer Teresa– un “Tratado de la misa”. Era, probablemente el “Tratado de la excelencia del sacrificio de la ley evangélica”, de fray Diego de Guzmán, y de haber sido accesible a Teresa hubiera sido para ella una buena iniciación catequística y espiritual. Sabe­mos que, años más tarde ya en su periodo de fundadora, la Santa tenía su librito-misal castellano para seguir participativamente la celebración de la misa. b) Mucho más influyente en su piedad eucarística hubo de ser sin duda el precioso libro de la “Imitación de Cristo”, o “Contemptus mundi” como ella lo llama. Es cierto que T nunca se remite al famoso “libro cuarto: del Sacramento del Altar”. Pero es cierto también que ella lo leyó y que algo de lo ahí contenido se trasvasará a los capítulos del Camino, en que ella afronte el mismo tema. De hecho, Teresa lo retendrá entre los libros fundamentales de la biblioteca de cada Carmelo (Cons 2,7). c) Pero sobre todo ella tendrá un precioso manual de formación eucarística en “los Cartujanos”, es decir, en la “Vita Christi cartuxano”, escrita por el cartujo Landulfo de Sajonia y traducida por el franciscano Ambrosio Montesino, también incluido por la Santa en la lista de libros propuestos en las Constituciones (2,7). Es probable que las páginas de ese libro estén en la base del relato de Teresa en la Relación 26, según el cual desde hace “más de treinta años” que ella practica una íntima liturgia eucarística en la fiesta del domingo de Ramos. Práctica y lectura que nos hace retroceder a los años 25 de Teresa, en pleno período de dificultades.

2. Renovación a través de la experiencia mística

Como otros sectores importantes de su proceso espiritual, también éste de la piedad eucarística sería inexplicable sin tener en cuenta el paso por la experiencia mística. Era normal. Una vez que la experiencia mística de la Santa se centró en el misterio de Cristo (V 27), con especial atención a su Humanidad (V 22 y M 6,7), era normal que la Eucaristía pasase a integrar ese plano de la piedad cristólogica de T. Es probable que para esas fechas ya practique ella la comunión diaria, aunque eso suponga una singularidad vistosa en su ambiente comunitario. Singularidad agravada por los condicionamientos de su salud (V 7,11; 40,20). Escribía así su primer biógrafo, F. de Ribera: “Desde antes que saliese de la Encarnación a fundar estos monasterios, comulgaba ordinariamente cada día…, siendo cuando ella lo comenzó una cosa que en aquella casa no se usaba, antes le recibían de tarde en tarde, y con su ejemplo se comenzó en ella a continuar harto este Sacramento. Dio en este tiempo nuestro Señor muestras de que gustaba de que ella comulgase cada día, porque teniendo entre otras enfermedades vómitos cada día, uno a la mañana y otro a la noche, el de la mañana se le quitó del todo presto y nunca más le tuvo, y el de la noche la duró toda la vida” (“La vida de la Madre Teresa…”, Salamanca 1590, IV, 12, p. 420).

Cuando las gracias místicas arrecian y los teólogos sus asesores las ponen en duda, una de las medidas más crueles adoptadas contra ella es alejarla de la comunión frecuente: “díjome mi confesor que todos se determinaban en que era demonio, que no comulgase tan a menudo”. “Fuime de la iglesia con esta aflicción… habiéndome quitado muchos días de comulgar” (25, 14-15). Se trató de una represión pasajera. Para esas fechas (en torno al 1558/59), ya su piedad eucarística se había vuelto fuego incandescente. Lo recuerda uno de los teólogos que se agregan al grupo de asesores, Pedro Ibáñez, en el “Dictamen” que escribe sobre su espíritu; “Estas cosas (las gracias místicas) le vienen después de larga oración y de estar muy puesta en Dios, abrasada en amor o comulgando” (BMC 2,131). Al final del relato de Vida, ella misma contará que su deseo de comulgar era tan impetuoso, “que aunque me pusieran lanzas a los pechos, me parece entrara por ellas…” (39, 22).

Ahora los principales acontecimientos de su historia de salvación brotan de la Eucaristía. El primero de todos su misión de fundadora: “habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas…” (32,11). El relato de Vida concluye con una serie de gracias eucarísticas: así la gracia pentecostal del Espíritu Santo aleteando sobre su cabeza (38,9-10), o las referidas a continuación (38, 19. 23.30.31). Un rápido recorrido del sartal de gracias místicas contenidas en los apuntes sueltos de sus Relaciones pone en evidencia que gran parte de ellas las recibe en el momento de la comunión. Así, “en llegándome a comulgar” desaparecen sus achaques corporales (R 1,23; C 34,6). En la liturgia eucarística del Domingo de Ramos, tiene la degustación de la sangre del Señor (R 26). Igualmente, en el momento de la comunión recibe la gracia que la introduce en las séptimas moradas (R 35). Hasta las gracias místicas que esmaltan su última jornada de fundadora (F 30-31).

En esa serie de gracias eucarísticas hay que destacar varios aspectos: Teresa tiene experiencia especial del misterio y de la real presencia del Señor en él (V 28,8), experiencia de su sangre derramada (R 26), de la majestad del Señor resucitado y glorificado, ahora encubierto bajo el signo sacramental: “Cuando yo veo una majestad tan grande disimulada en cosa tan poca como es la hostia…, me admira sabiduría tan grande, y no sé cómo me da el Señor ánimo ni esfuerzo para llegarme a él…” (V 38,21). “Cuando yo me llegaba a comulgar y me acordaba de aquella majestad grandísima que había visto, y miraba que era el que estaba en el santísimo sacramento…, los cabellos se me espeluzaban, y toda parecía me aniquilaba” (ib. 19). Incluso fuera de contexto autobiográfico, Teresa nos ha hecho otras confidencias eucarísticas exquisitas (C 34, 6-7).

3. Piedad eucarística de Teresa

La Madre Teresa tenía la convicción de que una nueva casa religiosa sólo quedaba erigida cuando se celebraba en ella la primera misa y quedaba instalado en la capilla el Santísimo Sacramento. Esa su convicción se debía a la idea que ella tenía de la centralidad del Sacramento en la dinámica de la casa religiosa. Los letrados tardarán mucho en informarla de que ese requisito no es necesario para formalizar la puesta en marcha de un Carmelo. En torno a esa convicción vive ella su drama de fundadora, con episodios emocionantes. Se estrena con su primera salida, para fundar el Carmelo de Medina. Lo cuenta en el capítulo 3 de las Fundaciones: improvisación apresurada de la capilla durante la noche; pobreza total; celebración mañanera de la primera misa. E inmediatamente desolación de la Santa al caer en la cuenta de que aquel cobijo destartalado de capilla ponía al Señor del Sacramento en la boca de la calle, expuesto a todos los riesgos, en tiempo de profanaciones eucarísticas. Casi contemporáneo es el episodio de la profanación del Sacramento en Alcoy, hecho que conmocionará a toda España. “Aunque siempre dejaba hombres que velasen el Santísimo Sacramento, estaba con cuidado si se dormían; y así me levantaba a mirarlo de noche por una ventana, que hacía muy clara luna, y podíalo ver… (A la gente) poníales devoción de ver a nuestro Señor otra vez en el portal. Y Su Majestad, como quien nunca se cansa de humillarse por nosotros, no parece quería salir de allí” (F 3,13). (Recordemos que la fundación de Medina data de agosto de 1567. Los dramáticos acontecimiento de Alcoy ocurren en enero de 1568, y deciden al santo obispo de Valencia, Juan de Ribera a pedir a la Madre Teresa una fundación de carmelitas en el lugar de la profanación. El relato de la fundación de Medina es evidentemente posterior a ambos sucesos, y probablemente influenciado por ellos.)

Episodios parecidos se repetirán en cada fundación: Toledo, Segovia, Córdoba camino de Sevilla… Hasta la fundación de Burgos, la más penosa de todas. El Arzobispo de la ciudad no consiente que la casa de doña Catalina, en que reside la pequeña comunidad de Teresa, rehabilite su antigua capilla para celebrar la misa cotidiana. La Santa y sus monjas tendrán que madrugar cada mañana, atravesar la plaza de Huerto del Rey, subir una de las escalinatas de la iglesia de San Gil y asistir a la primera misa que se celebra en la ciudad en la capilla de Nuestra Señora de la Buena Mañana, para regresar de nuevo en silencio y a oscuras a la casa de doña Catalina.

Al hacer el balance de su tarea de fundadora, Teresa la percibe ante todo como instalación de la Eucaristía en un templo más, o como colaboración a la difusión de la presencia del Señor en el paisaje de los hombres, campos o ciudades: “para mí es grandísimo consuelo ver una iglesia más adonde haya Santísimo Sacramento” (F 3,10). Lo repetirá, páginas adelante: “Es particular consuelo para mí, ver una iglesia más, cuando me acuerdo de las muchas que quitan los luteranos. No sé qué trabajos, por grandes que fuesen, se habían de temer a trueco de tan gran bien para la cristiandad; que aunque muchos no lo advertimos, estar Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, como está en el Santísimo Sacramento en muchas partes, gran consuelo nos había de ser” (F 18, 5). Idéntica idea persiste en las últimas fundaciones. Con ocasión de la de Palencia, escribía: “aunque no sea sino haber otra iglesia adonde está el Santísimo Sacramento, es mucho” (F 29,27).

Para la Santa andariega, la misa era literalmente un alto en el camino: “Ponía grandísimo cuidado en que los sacerdotes que iban con ella [de] camino, por ningún caso no dejasen de decir la misa ningún día. Y uno que por no hallar recaudo para decirla todos los que iban, faltó para uno, decía a las que allí íbamos: rueguen a Dios que se halle lo que falta para decir esta misa, que me hace mucha fatiga pensar si se ha de privar hoy la Iglesia del valor de este sacrificio” (Declaración de Ana de Jesús en el proceso de Salamanca: BMC 18, 465).

Ya en el plano estrictamente personal, la actitud de Teresa frente al Sacramento constituye todo un historial de fe, amor, tensión de esperanza escatológica, profundo sentido de la Eucaristía como centro nuclear del misterio eclesial, momento privilegiado para el trato de amistad con el Señor y Esposo, que en el sacramento cubre con un velo –“disfraza”, dice ella– la infinita majestad de su humanidad glorificada. Es su Pascua cotidiana.

4. Educadora de la piedad eucarística

Al poner en marcha el nuevo estilo de vida comunitaria en sus carmelos, Teresa pensó atentamente la importancia de la Eucaristía. En el elemental proyecto de vida trazado en las primeras Constituciones del grupo, la misa diaria ocupaba puesto destacado. Se la solemnizaría en los domingos y fiestas. A las Hermanas no les propone –ni era pensable entonces– la práctica de la comunión diaria, pero aumenta considerablemente el número de comuniones permitidas en las precedentes normas de la Encarnación. Ahora, el capítulo segundo de las Constituciones versa sobre “qué días se ha de recibir el Señor”, y comienza: “la comunión será cada domingo y fiestas de nuestro Señor y nuestra Señora…, y los demás días que al confesor pareciere, conforme a la devoción y espíritu de las hermanas, con licencia de la madre priora” (2,1). El primer biógrafo de la Santa, F. de Ribera, añade que, además de lo prescrito en las Constituciones, la M. Teresa “mandó que cada monja comulgase todos los años el día en que tomó el hábito, y en el que hizo profesión. Y aunque esto no está en las Constituciones, quiso que tuviera la misma fuerza que si en ellas estuviera, y para que se supiese su voluntad, una vez que se lo preguntaron pidió tinta y papel, y lo escribió y firmó de su nombre” (ib p. 424). Aún se conserva ese apunte pseudo-autógrafo de la Santa: “Día de la profesión y hábito es constitución de las antiguas que comulguen las hermanas que lo hubieren recibido” (A 2).

Y Ribera prosigue: “De esta devoción que tenía al santísimo sacramento venía la grande y entrañable reverencia que tenía a los sacerdotes, por ser ellos los que consagran” (ib. p. 423). Poco antes, el mismo Ribera había aportado un par de detalles reveladores: “Tenía grandísima curiosidad en que todo lo que tocaba al servicio de este Sacramento estuviese muy cumplido y limpio y bien aderezado, como es la iglesia y el altar y frontales y ornamentos y cálices y corporales, como se ve en todos sus monasterios por pobres que sean, y cuando estaba con grandes señoras y le ofrecían muchas cosas, a lo que se acodiciaba eran pastillas y pebetes para el Santísimo Sacramento, y procuraba que fuesen los mejores que había” (ib p. 423).

Por una de sus compañeras más íntimas, Ana de Jesús (Lobera) sabemos el interés de Teresa por la participación activa en cualquiera de las misas celebradas en el convento: “Deseaba ayudásemos siempre a oficiar la misa y buscaba cómo lo pudiésemos hacer cada día, aunque fuese en el tono que rezamos las horas, y si no podía ser por no tener capellán propio y ser tan pocas entonces, que no éramos más de trece, decía que le pesaba careciésemos de este bien” (BMC 18, p. 473).

Esas primeras disposiciones elementales tienen amplio desarrollo doctrinal y pedagógico en el Camino de Perfección. La Santa se sirve de la petición central del Padrenuestro –“el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy, Señor”– para educar a fondo la piedad eucarística de la comunidad y de cada hermana. Las ideas fundamentales que les inculca podrían resumirse así:

a) Ante todo, Teresa propone el tema “joanneo” de que la Eucaristía es el don del Padre, su don por excelencia, que ya no consiste en el maná del desierto, sino en el don de su propio Hijo. Es ese don-persona lo que pedimos al Padre al decirle que nos dé “el pan de cada día”. Se lo pedimos para el “hoy” pasajero de la vida presente, y para el inmarcesible “cada día” de la eternidad (C 34, 1-2).

b) La Eucaristía es a la vez la prolongación de la presencia de Cristo entre los hombres. Presencia “velada” de su Humanidad, como la Encarnación fue presencia velada de su divinidad. Nuevo “disfraz” de su Persona gloriosa. Pero en suma cercanía misteriosa. Tan importante y decisiva para el orante, necesitado –según ella– de entrar en la presencia misteriosa del Otro, para activar el trato recíproco de amor. Esa misteriosa presencia de Cristo en el Sacramento es la más excelente plataforma para dar paso a todas las modulaciones de la oración: adorar, pedir, dar gracias…, y especialmente para unirse a Cristo y orar con El y por El al Padre, por la Iglesia (C 34).

c) La Eucaristía es misterio de comunión: principio y germen de unión. La comunión misma es propuesta por T como un proceso de interiorización. Comulgan-do, interiorizamos al Señor y nos interiorizamos con El. No duda ella en recuperar los términos bíblicos de “templo y posada”, para aplicarlos a ese momento terminal del banquete eucarístico en que el Señor se convierte en alimento del comulgante. Para ella, lo más relevante en esa etapa terminal es el hecho de la “unión”. Con toda la fuerza que ese término tiene para el místico. La unión es la esencia de la santidad. Así, la Eucaristía es el centro orbital de la santidad del cristiano.

d) A su vez, la Eucaristía es teofánica. Manifestación suma de Cristo y de su amor. En ella se nos da a conocer El de manera especial: “se nos descubre”, escribe T. Oculto, pero dispuesto a manifestarse al comulgante según la medida de sus deseos. El Señor tiene mil formas de manifestarse, pero de hecho “se descubre” del todo, sólo “a quien mucho lo desea” (C 34,10.12). Muy en coherencia con la estructura misma del Sacramento-banquete, que requiere hambre espiritual para ser recibido adecuadamente.

e) Por fin, en la Eucaristía Cristo está sacrificado, para hacernos posible ofrecerlo en sacrificio al Padre. No sólo en la misa. Ni sólo el sacerdote. Sino en cualquier momento y por cualquiera de nosotros, llamados así a ejercer lo sumo del sacerdocio bautismal (C 35).

Este último aspecto adquiere importancia especial en la formación de la lectora carmelita. La Santa la ha responsabilizado, desde el primer capítulo del Camino, de las grandes necesidades de la Iglesia. No sólo su oración, sino toda la vida de la carmelita debe apuntar ahí: sensibilizarse frente a los grandes bienes y grandes males de la Iglesia misma. Sumo tesoro de ella, es la Eucaristía. Sumo mal suyo (“grandísimo mal”), las profanaciones del Sacramento, que en el momento en que escribe Teresa son signo patente de la rotura de la unidad eclesial. Por eso, T termina su lección de piedad eucarística convocando a las hermanas para la gran prez eucarística por la Iglesia. Las páginas del Camino le sirven de plataforma para la “sinaxis”: ella en medio del grupo improvisa, en nombre de todas, una magnífica prez eclesial y la dirige al Padre. La Eucaristía es el único “gran bien” que podemos ofrecerle. Sólo ella compensa en la balanza divina todos los males y desacatos de que somos capaces los hombres. El nos la dio. Se la tornamos a ofrecer, en pro de su Iglesia. Para que cesen los males que la afligen, y para que se alejen los sufrimientos que oprimen a la humanidad entera. Teresa termina su gran prez, con una especie de grito dirigido al Padre celeste: por la Eucaristía “salvadnos, Señor mío, que perecemos” (C 35,5).

En la memoria de las primeras carmelitas quedó impreso el recuerdo de la postrera oración eucarística de Teresa en el lecho de muerte. Exhausta de fuerzas, al acercarse el Santísimo a su celda, la enferma se incorpora en la tarima, inicia en voz alta el diálogo con su Señor, y le repite una y otra vez: “hora es ya, Esposo mío, de que nos veamos”. Era un último eco del Cantar de los Cantares, que ella había vivido intensamente en tantas eucaristías de su vida.

BIBL. – C. García, Experiencia eucarística de Santa Teresa de Jesús, en «Burgense» 41 (2000), 73-86.

T. Álvarez

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