Eucaristía

En Teresa de Jesús el misterio de la Eucaristía se hace presente en dos aspectos fundamentales. El de la experiencia y el de la catequesis práctica, en vista de la piedad eucarística de sus carmelitas y de sus lectores. A su experiencia del misterio ha precedido un laborioso curriculum informativo, condicionado por la teología y la liturgia eclesial del momento tridentino en que ella vive. Seguiremos por orden esos varios aspectos.

1. Su formación eucarística

Teresa tiene una elemental iniciación hogareña, normal en la Iglesia pretridentina: misa dominical, comunión de familia en la liturgia pascual y en especiales momentos familiares, procesiones populares, solemnidad popular y grandes escenificaciones con ocasión de la fiesta del Corpus Christi. Sin embargo, no parece que la Eucaristía tuviese importancia decisiva en la infancia y adolescencia de Teresa. No queda constancia de la fecha de su primera comunión. Ese acontecimiento no aflora entre los nítidos recuerdos que ella tiene de su niñez. En el relato de Vida, hay que recorrer muchas páginas para llegar a una primera mención del Sacramento (4,9; 5,4; 7,11; 6,6; 7,21…). Alusiones no del todo positivas: misas del cura de Becedas; “devociones de misas” pero ya en período tardío; confesión y comunión después del terrible colapso de Teresa el 15 de agosto (5, 10: T tiene ya 24 años).

En el monasterio de la Encarnación, la piedad eucarística vivida por ella es la normal en una comunidad religiosa de entonces. Según la Regla del Carmen, la celebración de la Misa era el acto comunitario por excelencia, el que reunía “por la mañana cada día” a los ermitaños dispersos por la montaña del Carmelo. También ahora en la Encarnación, la Comunidad asiste cada mañana a la celebración de la Misa. En cambio, son pocas las fechas en que se permite a cada religiosa la comunión. En las Constituciones de aquel tiempo, la “rúbrica tercera” trataba “de las confesiones e comunión de las hermanas” y prescribía: “comulgarán regularmente en la primera dominica del adviento, y en la natividad de nuestro Señor, y en la primera dominica de la cuaresma, y en el jueves de la cena, y en el día de pascua siguiente, y en el día del ascensión, y en la pascua del espíritu santo, y en el día del corpus christi, en la fiesta de todos sanctos, y en las fiestas de nuestra señora, y en el día que reciben el hábito, y en el día que hacen profesión… Pero si nuestro Señor diere devoción al convento, o a la mayor parte, de querer comulgar más a menudo, poderlo han facer de consejo del confesor y de licencia de la priora” (BMC 9, p. 485). Estamos lejos de la comunión frecuente.

Por el relato de Vida sabemos que en los años de baja espiritual de la propia Teresa también su comunión eucarística sufrió nuevas menguas. No se mantuvo fiel a la comunión dominical, si es que anteriormente la había practicado, ya que merced al revulsivo del gran “paroxismo” del mes de agosto 1539, había optado por “comulgar y confesar muy más a menudo, y desearlo” (6,4). Al morir su padre, tres o cuatro años después y proponerse ella una drástica revisión de vida, acoge la consigna de su confesor y vuelve a “comulgar de quince a quince días” (7,17). Ese tímido reflorecimiento de su piedad eucarística alentará la vida espiritual de Teresa en los duros años de brega que van a seguir; entre los 29 y los 39 de edad. En la Encarnación florece por esas fechas un grupo de devotas del Sacramento. Forman la “Compañía del Corpus…” Con reglamento y prácticas propias. Teresa pertenece a esa Compañía. Semillero fecundo, que sin duda producirá frutos exquisitos en la posterior piedad eucarística de la Santa.

Al lado, o quizás en la raíz misma de ese itinerario eucarístico de Teresa, hay que colocar unos cuantos factores de formación. Baste enumerarlos.

a) Entre los “buenos libros” presentes en la pequeña biblioteca de Don Alonso, figuraba –desde antes de nacer Teresa– un “Tratado de la misa”. Era, probablemente el “Tratado de la excelencia del sacrificio de la ley evangélica”, de fray Diego de Guzmán, y de haber sido accesible a Teresa hubiera sido para ella una buena iniciación catequística y espiritual. Sabe­mos que, años más tarde ya en su periodo de fundadora, la Santa tenía su librito-misal castellano para seguir participativamente la celebración de la misa. b) Mucho más influyente en su piedad eucarística hubo de ser sin duda el precioso libro de la “Imitación de Cristo”, o “Contemptus mundi” como ella lo llama. Es cierto que T nunca se remite al famoso “libro cuarto: del Sacramento del Altar”. Pero es cierto también que ella lo leyó y que algo de lo ahí contenido se trasvasará a los capítulos del Camino, en que ella afronte el mismo tema. De hecho, Teresa lo retendrá entre los libros fundamentales de la biblioteca de cada Carmelo (Cons 2,7). c) Pero sobre todo ella tendrá un precioso manual de formación eucarística en “los Cartujanos”, es decir, en la “Vita Christi cartuxano”, escrita por el cartujo Landulfo de Sajonia y traducida por el franciscano Ambrosio Montesino, también incluido por la Santa en la lista de libros propuestos en las Constituciones (2,7). Es probable que las páginas de ese libro estén en la base del relato de Teresa en la Relación 26, según el cual desde hace “más de treinta años” que ella practica una íntima liturgia eucarística en la fiesta del domingo de Ramos. Práctica y lectura que nos hace retroceder a los años 25 de Teresa, en pleno período de dificultades.

2. Renovación a través de la experiencia mística

Como otros sectores importantes de su proceso espiritual, también éste de la piedad eucarística sería inexplicable sin tener en cuenta el paso por la experiencia mística. Era normal. Una vez que la experiencia mística de la Santa se centró en el misterio de Cristo (V 27), con especial atención a su Humanidad (V 22 y M 6,7), era normal que la Eucaristía pasase a integrar ese plano de la piedad cristólogica de T. Es probable que para esas fechas ya practique ella la comunión diaria, aunque eso suponga una singularidad vistosa en su ambiente comunitario. Singularidad agravada por los condicionamientos de su salud (V 7,11; 40,20). Escribía así su primer biógrafo, F. de Ribera: “Desde antes que saliese de la Encarnación a fundar estos monasterios, comulgaba ordinariamente cada día…, siendo cuando ella lo comenzó una cosa que en aquella casa no se usaba, antes le recibían de tarde en tarde, y con su ejemplo se comenzó en ella a continuar harto este Sacramento. Dio en este tiempo nuestro Señor muestras de que gustaba de que ella comulgase cada día, porque teniendo entre otras enfermedades vómitos cada día, uno a la mañana y otro a la noche, el de la mañana se le quitó del todo presto y nunca más le tuvo, y el de la noche la duró toda la vida” (“La vida de la Madre Teresa…”, Salamanca 1590, IV, 12, p. 420).

Cuando las gracias místicas arrecian y los teólogos sus asesores las ponen en duda, una de las medidas más crueles adoptadas contra ella es alejarla de la comunión frecuente: “díjome mi confesor que todos se determinaban en que era demonio, que no comulgase tan a menudo”. “Fuime de la iglesia con esta aflicción… habiéndome quitado muchos días de comulgar” (25, 14-15). Se trató de una represión pasajera. Para esas fechas (en torno al 1558/59), ya su piedad eucarística se había vuelto fuego incandescente. Lo recuerda uno de los teólogos que se agregan al grupo de asesores, Pedro Ibáñez, en el “Dictamen” que escribe sobre su espíritu; “Estas cosas (las gracias místicas) le vienen después de larga oración y de estar muy puesta en Dios, abrasada en amor o comulgando” (BMC 2,131). Al final del relato de Vida, ella misma contará que su deseo de comulgar era tan impetuoso, “que aunque me pusieran lanzas a los pechos, me parece entrara por ellas…” (39, 22).

Ahora los principales acontecimientos de su historia de salvación brotan de la Eucaristía. El primero de todos su misión de fundadora: “habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas…” (32,11). El relato de Vida concluye con una serie de gracias eucarísticas: así la gracia pentecostal del Espíritu Santo aleteando sobre su cabeza (38,9-10), o las referidas a continuación (38, 19. 23.30.31). Un rápido recorrido del sartal de gracias místicas contenidas en los apuntes sueltos de sus Relaciones pone en evidencia que gran parte de ellas las recibe en el momento de la comunión. Así, “en llegándome a comulgar” desaparecen sus achaques corporales (R 1,23; C 34,6). En la liturgia eucarística del Domingo de Ramos, tiene la degustación de la sangre del Señor (R 26). Igualmente, en el momento de la comunión recibe la gracia que la introduce en las séptimas moradas (R 35). Hasta las gracias místicas que esmaltan su última jornada de fundadora (F 30-31).

En esa serie de gracias eucarísticas hay que destacar varios aspectos: Teresa tiene experiencia especial del misterio y de la real presencia del Señor en él (V 28,8), experiencia de su sangre derramada (R 26), de la majestad del Señor resucitado y glorificado, ahora encubierto bajo el signo sacramental: “Cuando yo veo una majestad tan grande disimulada en cosa tan poca como es la hostia…, me admira sabiduría tan grande, y no sé cómo me da el Señor ánimo ni esfuerzo para llegarme a él…” (V 38,21). “Cuando yo me llegaba a comulgar y me acordaba de aquella majestad grandísima que había visto, y miraba que era el que estaba en el santísimo sacramento…, los cabellos se me espeluzaban, y toda parecía me aniquilaba” (ib. 19). Incluso fuera de contexto autobiográfico, Teresa nos ha hecho otras confidencias eucarísticas exquisitas (C 34, 6-7).

3. Piedad eucarística de Teresa

La Madre Teresa tenía la convicción de que una nueva casa religiosa sólo quedaba erigida cuando se celebraba en ella la primera misa y quedaba instalado en la capilla el Santísimo Sacramento. Esa su convicción se debía a la idea que ella tenía de la centralidad del Sacramento en la dinámica de la casa religiosa. Los letrados tardarán mucho en informarla de que ese requisito no es necesario para formalizar la puesta en marcha de un Carmelo. En torno a esa convicción vive ella su drama de fundadora, con episodios emocionantes. Se estrena con su primera salida, para fundar el Carmelo de Medina. Lo cuenta en el capítulo 3 de las Fundaciones: improvisación apresurada de la capilla durante la noche; pobreza total; celebración mañanera de la primera misa. E inmediatamente desolación de la Santa al caer en la cuenta de que aquel cobijo destartalado de capilla ponía al Señor del Sacramento en la boca de la calle, expuesto a todos los riesgos, en tiempo de profanaciones eucarísticas. Casi contemporáneo es el episodio de la profanación del Sacramento en Alcoy, hecho que conmocionará a toda España. “Aunque siempre dejaba hombres que velasen el Santísimo Sacramento, estaba con cuidado si se dormían; y así me levantaba a mirarlo de noche por una ventana, que hacía muy clara luna, y podíalo ver… (A la gente) poníales devoción de ver a nuestro Señor otra vez en el portal. Y Su Majestad, como quien nunca se cansa de humillarse por nosotros, no parece quería salir de allí” (F 3,13). (Recordemos que la fundación de Medina data de agosto de 1567. Los dramáticos acontecimiento de Alcoy ocurren en enero de 1568, y deciden al santo obispo de Valencia, Juan de Ribera a pedir a la Madre Teresa una fundación de carmelitas en el lugar de la profanación. El relato de la fundación de Medina es evidentemente posterior a ambos sucesos, y probablemente influenciado por ellos.)

Episodios parecidos se repetirán en cada fundación: Toledo, Segovia, Córdoba camino de Sevilla… Hasta la fundación de Burgos, la más penosa de todas. El Arzobispo de la ciudad no consiente que la casa de doña Catalina, en que reside la pequeña comunidad de Teresa, rehabilite su antigua capilla para celebrar la misa cotidiana. La Santa y sus monjas tendrán que madrugar cada mañana, atravesar la plaza de Huerto del Rey, subir una de las escalinatas de la iglesia de San Gil y asistir a la primera misa que se celebra en la ciudad en la capilla de Nuestra Señora de la Buena Mañana, para regresar de nuevo en silencio y a oscuras a la casa de doña Catalina.

Al hacer el balance de su tarea de fundadora, Teresa la percibe ante todo como instalación de la Eucaristía en un templo más, o como colaboración a la difusión de la presencia del Señor en el paisaje de los hombres, campos o ciudades: “para mí es grandísimo consuelo ver una iglesia más adonde haya Santísimo Sacramento” (F 3,10). Lo repetirá, páginas adelante: “Es particular consuelo para mí, ver una iglesia más, cuando me acuerdo de las muchas que quitan los luteranos. No sé qué trabajos, por grandes que fuesen, se habían de temer a trueco de tan gran bien para la cristiandad; que aunque muchos no lo advertimos, estar Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, como está en el Santísimo Sacramento en muchas partes, gran consuelo nos había de ser” (F 18, 5). Idéntica idea persiste en las últimas fundaciones. Con ocasión de la de Palencia, escribía: “aunque no sea sino haber otra iglesia adonde está el Santísimo Sacramento, es mucho” (F 29,27).

Para la Santa andariega, la misa era literalmente un alto en el camino: “Ponía grandísimo cuidado en que los sacerdotes que iban con ella [de] camino, por ningún caso no dejasen de decir la misa ningún día. Y uno que por no hallar recaudo para decirla todos los que iban, faltó para uno, decía a las que allí íbamos: rueguen a Dios que se halle lo que falta para decir esta misa, que me hace mucha fatiga pensar si se ha de privar hoy la Iglesia del valor de este sacrificio” (Declaración de Ana de Jesús en el proceso de Salamanca: BMC 18, 465).

Ya en el plano estrictamente personal, la actitud de Teresa frente al Sacramento constituye todo un historial de fe, amor, tensión de esperanza escatológica, profundo sentido de la Eucaristía como centro nuclear del misterio eclesial, momento privilegiado para el trato de amistad con el Señor y Esposo, que en el sacramento cubre con un velo –“disfraza”, dice ella– la infinita majestad de su humanidad glorificada. Es su Pascua cotidiana.

4. Educadora de la piedad eucarística

Al poner en marcha el nuevo estilo de vida comunitaria en sus carmelos, Teresa pensó atentamente la importancia de la Eucaristía. En el elemental proyecto de vida trazado en las primeras Constituciones del grupo, la misa diaria ocupaba puesto destacado. Se la solemnizaría en los domingos y fiestas. A las Hermanas no les propone –ni era pensable entonces– la práctica de la comunión diaria, pero aumenta considerablemente el número de comuniones permitidas en las precedentes normas de la Encarnación. Ahora, el capítulo segundo de las Constituciones versa sobre “qué días se ha de recibir el Señor”, y comienza: “la comunión será cada domingo y fiestas de nuestro Señor y nuestra Señora…, y los demás días que al confesor pareciere, conforme a la devoción y espíritu de las hermanas, con licencia de la madre priora” (2,1). El primer biógrafo de la Santa, F. de Ribera, añade que, además de lo prescrito en las Constituciones, la M. Teresa “mandó que cada monja comulgase todos los años el día en que tomó el hábito, y en el que hizo profesión. Y aunque esto no está en las Constituciones, quiso que tuviera la misma fuerza que si en ellas estuviera, y para que se supiese su voluntad, una vez que se lo preguntaron pidió tinta y papel, y lo escribió y firmó de su nombre” (ib p. 424). Aún se conserva ese apunte pseudo-autógrafo de la Santa: “Día de la profesión y hábito es constitución de las antiguas que comulguen las hermanas que lo hubieren recibido” (A 2).

Y Ribera prosigue: “De esta devoción que tenía al santísimo sacramento venía la grande y entrañable reverencia que tenía a los sacerdotes, por ser ellos los que consagran” (ib. p. 423). Poco antes, el mismo Ribera había aportado un par de detalles reveladores: “Tenía grandísima curiosidad en que todo lo que tocaba al servicio de este Sacramento estuviese muy cumplido y limpio y bien aderezado, como es la iglesia y el altar y frontales y ornamentos y cálices y corporales, como se ve en todos sus monasterios por pobres que sean, y cuando estaba con grandes señoras y le ofrecían muchas cosas, a lo que se acodiciaba eran pastillas y pebetes para el Santísimo Sacramento, y procuraba que fuesen los mejores que había” (ib p. 423).

Por una de sus compañeras más íntimas, Ana de Jesús (Lobera) sabemos el interés de Teresa por la participación activa en cualquiera de las misas celebradas en el convento: “Deseaba ayudásemos siempre a oficiar la misa y buscaba cómo lo pudiésemos hacer cada día, aunque fuese en el tono que rezamos las horas, y si no podía ser por no tener capellán propio y ser tan pocas entonces, que no éramos más de trece, decía que le pesaba careciésemos de este bien” (BMC 18, p. 473).

Esas primeras disposiciones elementales tienen amplio desarrollo doctrinal y pedagógico en el Camino de Perfección. La Santa se sirve de la petición central del Padrenuestro –“el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy, Señor”– para educar a fondo la piedad eucarística de la comunidad y de cada hermana. Las ideas fundamentales que les inculca podrían resumirse así:

a) Ante todo, Teresa propone el tema “joanneo” de que la Eucaristía es el don del Padre, su don por excelencia, que ya no consiste en el maná del desierto, sino en el don de su propio Hijo. Es ese don-persona lo que pedimos al Padre al decirle que nos dé “el pan de cada día”. Se lo pedimos para el “hoy” pasajero de la vida presente, y para el inmarcesible “cada día” de la eternidad (C 34, 1-2).

b) La Eucaristía es a la vez la prolongación de la presencia de Cristo entre los hombres. Presencia “velada” de su Humanidad, como la Encarnación fue presencia velada de su divinidad. Nuevo “disfraz” de su Persona gloriosa. Pero en suma cercanía misteriosa. Tan importante y decisiva para el orante, necesitado –según ella– de entrar en la presencia misteriosa del Otro, para activar el trato recíproco de amor. Esa misteriosa presencia de Cristo en el Sacramento es la más excelente plataforma para dar paso a todas las modulaciones de la oración: adorar, pedir, dar gracias…, y especialmente para unirse a Cristo y orar con El y por El al Padre, por la Iglesia (C 34).

c) La Eucaristía es misterio de comunión: principio y germen de unión. La comunión misma es propuesta por T como un proceso de interiorización. Comulgan-do, interiorizamos al Señor y nos interiorizamos con El. No duda ella en recuperar los términos bíblicos de “templo y posada”, para aplicarlos a ese momento terminal del banquete eucarístico en que el Señor se convierte en alimento del comulgante. Para ella, lo más relevante en esa etapa terminal es el hecho de la “unión”. Con toda la fuerza que ese término tiene para el místico. La unión es la esencia de la santidad. Así, la Eucaristía es el centro orbital de la santidad del cristiano.

d) A su vez, la Eucaristía es teofánica. Manifestación suma de Cristo y de su amor. En ella se nos da a conocer El de manera especial: “se nos descubre”, escribe T. Oculto, pero dispuesto a manifestarse al comulgante según la medida de sus deseos. El Señor tiene mil formas de manifestarse, pero de hecho “se descubre” del todo, sólo “a quien mucho lo desea” (C 34,10.12). Muy en coherencia con la estructura misma del Sacramento-banquete, que requiere hambre espiritual para ser recibido adecuadamente.

e) Por fin, en la Eucaristía Cristo está sacrificado, para hacernos posible ofrecerlo en sacrificio al Padre. No sólo en la misa. Ni sólo el sacerdote. Sino en cualquier momento y por cualquiera de nosotros, llamados así a ejercer lo sumo del sacerdocio bautismal (C 35).

Este último aspecto adquiere importancia especial en la formación de la lectora carmelita. La Santa la ha responsabilizado, desde el primer capítulo del Camino, de las grandes necesidades de la Iglesia. No sólo su oración, sino toda la vida de la carmelita debe apuntar ahí: sensibilizarse frente a los grandes bienes y grandes males de la Iglesia misma. Sumo tesoro de ella, es la Eucaristía. Sumo mal suyo (“grandísimo mal”), las profanaciones del Sacramento, que en el momento en que escribe Teresa son signo patente de la rotura de la unidad eclesial. Por eso, T termina su lección de piedad eucarística convocando a las hermanas para la gran prez eucarística por la Iglesia. Las páginas del Camino le sirven de plataforma para la “sinaxis”: ella en medio del grupo improvisa, en nombre de todas, una magnífica prez eclesial y la dirige al Padre. La Eucaristía es el único “gran bien” que podemos ofrecerle. Sólo ella compensa en la balanza divina todos los males y desacatos de que somos capaces los hombres. El nos la dio. Se la tornamos a ofrecer, en pro de su Iglesia. Para que cesen los males que la afligen, y para que se alejen los sufrimientos que oprimen a la humanidad entera. Teresa termina su gran prez, con una especie de grito dirigido al Padre celeste: por la Eucaristía “salvadnos, Señor mío, que perecemos” (C 35,5).

En la memoria de las primeras carmelitas quedó impreso el recuerdo de la postrera oración eucarística de Teresa en el lecho de muerte. Exhausta de fuerzas, al acercarse el Santísimo a su celda, la enferma se incorpora en la tarima, inicia en voz alta el diálogo con su Señor, y le repite una y otra vez: “hora es ya, Esposo mío, de que nos veamos”. Era un último eco del Cantar de los Cantares, que ella había vivido intensamente en tantas eucaristías de su vida.

BIBL. – C. García, Experiencia eucarística de Santa Teresa de Jesús, en «Burgense» 41 (2000), 73-86.

T. Álvarez

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