Teresa de Jesús nace
con unas grandes dotes para la relación interpersonal, para el encuentro con
las personas. En ella el tú a tú es fácil, pronto, dinámicamente abierto a la
intimidad más íntima. Es amada y ama. Crea grupo y es fiel. Se refiere de
pasada, y como poniéndolo en la boca de otros, a las “gracias de naturaleza que
el Señor me había dado, que, según decían, eran muchas” (V 1,8). De su primer
encuentro estable fuera del ámbito familiar, en el monasterio de Santa María de
Gracia, nos dice: “Todas lo estaban [contentas] conmigo; porque en esto me daba
el Señor gracia, en dar contento adondequiera que estuviese, y así era muy
querida” (V 2,8). “En esto de dar contento a otros he tenido extremo” (V 3,4).
Fiel, con ella todos se sentían seguros: “vínose a entender que adonde yo
estaba tenían seguras las espaldas” (V 6,3). Agradecida de condición: “debe ser
natural, que con una sardina que me den me sobornarán” (cta a María de S. José,
prin.9.78). Desde jovencita, confiesa, “me parecía virtud ser agradecida y
tener ley a quien me quería” (V 5,4).
Nativamente, por
gracia de naturaleza, Teresa buscaba la persona con el mínimo de “mediaciones”,
directamente, para crear la máxima comunión, el “nosotros” que era la casa en
que quería, necesitaba habitar. El “nosotros” aparece en la primera página del
Libro de la Vida con una fuerza y un vigor que golpean al lector:
“concertábamos”, “acaecíanos”, “buscábamos”, “procurábamos”.
Una persona así tenía
que gravitar pronto en torno a la Persona divina, al Dios tripersonal.
Gravitación majestuosa que marcará profundamente la experiencia espiritual de
Teresa y, después, pasará con el mínimo de pérdida a su palabra, a la
espiritualidad que propone. Curtida en el campo de las relaciones humanas, con
muchas experiencias gratificantes, y no pocas frustraciones y desencantos,
escribirá que son “todos [los hombres] unos palillos de romero seco y que asiéndose
a ellos no hay seguridad…”. Sólo Jesús “es el amigo verdadero y hállome con
esto con un señorío…” (R 3,1). La búsqueda de TU divino cubre toda la vida de
Teresa; y es coextensiva a ella. Si esto es así, y lo es, es porque antes y más
ella experimentó a Dios en divina gravitación de amor inefable, comunicador
incansable de sí mismo, apasionado buscador de Teresa. Su personal experiencia
es la fuente de su palabra y la fuerza de la misma.
1. Experiencia de Dios
La experiencia es la
gran riqueza de Teresa. Dice reiteramente que hablará sólo “de lo que el Señor
me ha enseñado por experiencia” (V 10,9). Y confiesa con sencillez: “creo hay
pocos que hayan llegado a la experiencia de tantas cosas” (40,8). Y porque,
como acabo de decir, la experiencia es la fuente de su palabra, por la
experiencia, larga y profunda, hay que empezar para captar en toda su fuerza el
alcace de su palabra. Es ya un principio metodológico en los estudiosos de la
Santa abulense; como lo es que su experiencia es paso para enunciar una
enseñanza de alcance universal.
1.1. Un Dios en
acción
La escritora Teresa
sabe mejor que nadie lo que tiene que decir. Ya en el Libro de la Vida nos
recuerda con viveza que “como no estaba su Majestad esperando sino algún
aparejo en mí, fueron creciendo las mercedes” (V 9,9; 19,7; 23,2). Esta
experiencia crece vertiginosamente, sobre todo a partir de la conversión de la
que nos habla en V 9 y que señala el arranque definitivo de su viaje místico.
De este viaje volverá a nosotros con su mejor cosecha de inteligencia del
misterio de Dios. Su palabra será siempre confesional, de lo que sabe por
experiencia, narrativa en la línea de la historia bíblica. También en Moradas
volverá a poner el acento donde debe ponerlo: en Dios, a quien ha experimentado
agente de su historia. Advierte a sus hermanas, ya al comienzo mismo del libro:
“Es menester que vayáis advertidas a esta comparación; quizá será Dios servido
pueda por ella daros algo a entender de las mercedes que es Dios servido de
hacer a las almas” (M 1,1,3; epíl. 3; cta a Gaspar de Salazar, 7.12.77; n. 10).
De Dios va a escribir. Va a contar las acciones salvíficas de las que ella ha
sido objeto, las magnalia Dei. Sus escritos serán prioritariamente una
“biografía de Dios”, la historia de cuanto ha hecho por Teresa. A partir de
esta palabra hay que leer las demás. Sin aquella, éstas carecerán de sentido.
Más, conducirán al error.
Dios entró en acción
bien pronto, y fuerte, en la vida de Teresa. Al menos es el convencimiento de
la escritora: “Veía claramente lo mucho que el Señor había puesto de su parte,
desde que era muy niña, para hallegarme a sí con medios harto eficaces” (R
16,2). Ya en el primer capítulo de Vida dejó constancia de esta certeza gravada
a fuego en su ser. Y quiere que la tenga en cuenta el lector: “No me parece os
quedó a Vos nada por hacer” (8).
Esta afirmación
vigorosa, englobante la desgrana con sentido agradecimiento ante el lector para
que focalice su atención en Dios, en quien ella la tiene puesta. En la crisis
de la adolescencia Teresa nos presentará a Dios librándola de los peligros en
los que se iba metiendo “de manera que se parece bien procuraba contra mi
voluntad que del todo no me perdiese” (V 2,6); “parece andaba su Majestad
mirando y remirando por dónde me podría tornar a sí” (ib 8).
Lo mismo confesará con
relación a su vocación : “Me forzó para que me forzara” (V 4; 4,3). Ya a la
altura del capítulo cuarto, bajo la presión de cuanto se le agolpa recordando
esos años de su vida, nos habla de su “espanto” en la contemplación de “la gran
bondad de Dios”; está convencida de “que fuera menester otro entendimiendo que
el mío para saber encarecer lo que en este caso le debo… Tanto me ha sufrido”
(4,10).
Es sabedora de que “la
magnificencia de Dios” aparecerá con más fuerza ante el lector cuanto ésta se
presente más lejos esté de cualquier “merecimiento”. Por eso, en lucha con
quien “me mandó moderase el contar mis pecados”, le pide que “de mis culpas no
quite nada, pues se ve más aquí la magnificencia de Dios y lo que sufre a un
alma” (V 5,12). Teniendo viva conciencia de “lo mucho que le debe”, de que Dios
“me ha perdonado más”, no puede menos de exclamar, en una oración ardiente a
Dios, que “mientras mayor mal, más resplandece el gran bien de vuestras
misericordias” (14,11). La misericordia, el amor inmerecido, gratuito siempre
de Dios será su “seguridad” (V 38,7). Ella sólo puede “presumir de su
misericordia” (M 3,1,3).
Un punto álgido en
esta lucha entre el Dios misericordioso y Teresa a la deriva en manos de su
miseria se sitúa en la evocación de su consagración religiosa, aún reconociendo
de entrada “la gran determinación y contento con que la hice”: “No parece, Dios
mío, sino que prometí no guardar cosa de lo que os había prometido…, para que
más se vea quién sois Vos, Esposo mío, y quién soy yo” (V 4,3). Evidentemente:
“aunque os dejaba yo a Vos, no me dejasteis…, con darme siempre la mano”
(6,9; 7,22).
Siempre ha
experimentado así a Dios: al acoso de su infidelidad, “dorando sus culpas”
(4,10), atrayéndola con fuerza, sin descanso a su amistad, cerrándole todas las
salidas de huida, haciéndolo todo. Es decir, con un protagonismo de gracia y
amor, sólo de gracia y amor. Porque en Dios sólo hay amor. Todo es gracia.
Protagonismo amoroso,
fuerte, paciente y a prueba de todas las resistencias de Teresa: “Harto me
parece hacía su piedad…, y con verdad hacía mucha misericordia conmigo en
consentirme delante de sí y traerme a su presencia, que veía yo, si tanto él no
lo procurara, no viniera” (V 9,9). Protagonismo de artista, de mimo,
cuidadosísimo. Escritora, Teresa pretende que sus lectores adviertan “el
artificio y misericordia con que el Señor procura tornarla a sí” (8,10); que
este “buen amigo” la va “regalando y sufriendo, y espera a que se haga a su
condición” (ib 6). “Aunque os dejaba yo a Vos, no me dejasteis Vos a mí tan del
todo…, con darme Vos siempre la mano; y muchas veces…, muchas veces me
llamabais de nuevo” (V 6,9).
Protagonismo invadente
de Dios hasta derribar todas las resistencias de Teresa. Cuando ya estaban a
punto de saltar las últimas trabas de un amor cautivo por el acoso a que Dios
la somete, recibe Teresa el consejo de “resistir gustos y regalos de Dios”.
Pronto cae en la cuenta de que “cuanto más procuraba divertirme, más me cubría
el Señor de aquella suavidad y gloria, que me parecía toda me rodeaba y que por
ninguna parte podía huir, y así era” (V 24,2). “Grandísima largueza” ha tenido
Dios con Teresa (V 21,14). Confesión final: “primero me cansé de ofenderle que
su Majestad dejó de personarme” (V 19,15). Dios la seguía y perseguía
amorosamente por todos los caminos de infidelidad. Teresa tuvo que rendirse a
la evidencia: Dios era más fuerte en su amor que ella en su pecado.
Protagonismo siempre y
únicamente de gracia: “A la verdad, tomabais…, el más delicado y penoso
castigo por medio que para mí podía ser, como quien bien entendía lo que me
había de ser más penoso: con regalos grandes castigabais mis delitos” (V 7,19.
Ya casi al final de Vida se referirá a esto mismo poniendo en boca de Dios estas
palabras: “que me acordase lo que le debía, que cuando yo le daba mayor golpe,
estaba él haciéndome mercedes”, 38,16). Indudablemente, para una mujer de
condición tan “sobornable”, tan agradecida a las muestras de amor que recibía
como Teresa, no podía haber mayor “castigo” que responder con amor a su
desamor, con misericordia a su infidelidad. Ya en el mismo prólogo de Vida dejó
escrito que “parece traía estudio a resistir las mercedes que su Majestad me
hacía, como quien se veía obligada a servir más” (1).
Protagonismo
desbordante, a la medida de Dios: “quiso hacerme con más riquezas que yo
supiera desear” (V 10,5); “siempre he visto en mi Dios harto mayores y más
crecidas muestras de amor de lo que yo he sabido pedir y desear” (E 5,2). Con
una formulación relativamente frecuente en sus escritos, Teresa dice que Dios
lo hizo todo. Consciente de su miseria absoluta, de su incapacidad para todo
bien, de que “no había fuerzas en mi alma para salvarse, si su Majestad con
tantas mercedes no se las pusiera” (V 18,5), de que “no podemos nada, sino lo
que él nos hace poder” (C 16,10), comprende que haya personas que vuelvan
atrás: “Y así creo hiciera [yo], si el Señor tan misericordiosamente no lo
hiciera todo de su parte; y hasta que por su bondad lo puso todo, ya verá…
que no ha habido en mí sino caer y levantar” (31,17; 19,8). Lo mismo expresa
con otras formulaciones: “no me parece os quedó a Vos nada por hacer” (1,8).
Todo cuanto se cuente de lo que Dios hace por nosotros “es una gota del mar
grandísimo de bienes”; es para mostrar que Dios “no deja nada por hacer con los
que ama” (22,17). “Sin tasa” se ha dado a Teresa y “sin tasa” se da a todos. Es
el mensaje del Libro de la Vida: “Queremos poner tasa a quien sin ninguna da
sus dones cuando quiere” (39,9; 21,12). Así también en la carta al P. García de
Toledo: “Dése prisa a servir a su Majestad.., pues verá… por lo que aquí va,
cuán bien se emplea en darse todo… a quien tan sin tasa se nos da”
(prin.6.1562; n. 3).
1.2. El rostro
humano de Dios
En el camino de Teresa
a Dios, como en el camino de cualquier persona, Jesucristo, el rostro humano de
Dios, es absolutamente decisivo. Es él, sólo él, quien expresa a Dios en
nuestra condición. El ser, la realidad de Dios sólo nos es accesible en y por
Jesús de Nazaret. Todas las palabras, las palabras que Dios mismo había
pronunciado por sus profetas, alcanzan su sentido en y por la Palabra, la única
Palabra –ya no habrá otra–. Jesús expresa toda la insondable realidad de Dios,
siempre “nueva” para nosotros. Y esto, como muy bien dice C. Duquoc, es lo
original en Jesús: que él sea Hijo de Dios con una identidad misteriosa con la
realidad misma de Dios, y sin que esta destruya su vida histórica o la vuelva
anodina”.
Teresa es posiblemente
uno de los testigos más clarividentes y lúcidos, más ardientes y vigorosos de
que en la aceptación de Jesús de Nazaret, Hombre-Dios, Dios-Hombre, Dios en
nuestra carne, en nuestra naturaleza, estaba en juego toda la verdad originaria
del cristianismo. Y muy concretamente la verdad de Dios y la propia verdad
humana. Jesús “es el libro verdadero adonde he visto las verdades” (V 26,5). La
verdad de Dios y de la persona en mutua gravitación de comunión de amor, de
unidad de amor.
Confiesa Teresa que
teniendo “poca habilidad para con el entendimiento (= imaginación) representar
cosas” (V 9,6; 12,4), “sólo podía pensar en Cristo como hombre” (9,4). E
igualmente manifiesta que su oración primera consistía en procurar “lo más que
podía traer a Jesucristo dentro de mí presente” (4,7; 9,4; 10,1). Esta carencia
natural para “imaginar” lo que no tiene cuerpo, materialidad, y ésta
“instintiva”, fuerte inmersión de Teresa en el hombre Jesús, es determinante y
decisivo para ella. Aunque en un principio no tenga un conocimiento reflexivo
de ello, Teresa inicia su particular batalla por salvar a la vez la verdad de
Dios y la verdad de la persona humana, unidas definitivamente en Jesús de
Nazaret. Ni divino sin humano, ni éste sin aquél. Ni el más mínimo
desequilibrio en favor de uno u otro. Como en Jesús, en nosotros también
“divino y humano junto” (M 6,7,9). Las flaquezas y limitaciones propias de
nuestra condición humana, que Dios mismo asume y padece, hace suyas en su Hijo
nacido de María Virgen, no limitan ni deforman la manifestación de Dios. La “imagen”
de Dios, el ser íntimo de Dios se le revela en este hombre judío, llamado Jesús
de Nazaret, el hijo del carpintero. Dios es este hombre, uno de los miembros de
la comunidad humana. Y este Hombre-Dios, que entra a formar parte de nuestra
historia, nos “entra” en el misterio trinitario, nos le abisma en él, nos hace
vivir en él.
Si conocemos a Dios
por sus obras en nuestra historia, por lo que ha hecho y hace por nosotros,
porque se nos comunica, esto alcanza todo su significado en Jesús, la obra del
Padre, en Quien nos ha dado todo de una vez y por siempre. “Basta lo que nos ha
dado en darnos a su Hijo que nos muestre el camino” (M 5,3,7). El es “la
prenda” del amor del Padre (V 22,14). El es el revelador del Padre en su
humanidad, en su carne. Por eso acostumbrará Teresa a subrayar la humanidad de
Jesús, porque en ella ve la máxima aproximación y cercanía de Dios a nosotros,
la verdad de su amor que le hace semejante a nosotros, hasta en las “flaquezas
y debilidades” intrínsecas a nuestra condición humana. “Veía que, aunque era
Dios, que era Hombre (V 37, 6). Por eso “es amigo”, “es compañía”: conoce
nuestra condición humana. “Es muy buen amigo Cristo, porque le miramos Hombre y
vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía” (V 22,10).
Dios es verdaderamente
hombre. Ha entrado en nuestra condición humana y en ella nos muestra quién es,
hasta dónde llega la verdad de su amor por nosotros, cómo se muestra la
totalidad de su amor en la vida de un hombre, dentro de los límites concretos
de nuestra historia, en el interior de la misma, sin huidas ni evasiones, sin
espiritualismos evanescentes, huecos. Encontrar a Dios en Jesús es ser
remitidos a nuestra historia, a nuestra naturaleza, a nuestra carne, a la
materia, porque todo eso ha sido asumido por Dios, es Dios en Jesús de Nazaret.
A partir de él ya no hay otro Dios. Ni otra manera de participar en su vida
íntima, en el mundo de sus relaciones intratrinitarias.
Reviste particular
significación el significado explícito que Teresa de Jesús capta en sus experiencias
místicas cristológicas. Antes, en un largo, amoroso y accidentado antes, Teresa
procuraba “representar a Cristo dentro de mí” (V 9,4), “traerlo… dentro de mí
presente” (4,7), ahora, es decir, a partir de cierto momento de su proceso
místico, es Cristo quien se hace presente a Teresa. Después de su encendido
alegato en favor de la necesaria presencia de la Humanidad de Cristo, de
Dios-Hombre, en el proceso místico –M 6,7–, comienza el capítulo 8 con estas
palabras: “Para que más claro veáis.., que es así lo que os he dicho, y que
mientras más adelante va un alma, más acompañada va de este buen Jesús, será
bien que tratemos de cómo, cuando su Majestad quiere, no podemos sino andar
siempre con él” (1). ¿Qué significa para un cristiano la “Divinidad”, Dios, sin
la humanidad en la que él se nos muestra y se nos da? ¿Qué Dios es el que no
“pasa” por la humanidad de Jesús, el que no se confiesa en esa humanidad? ¿Qué
“aporta”, qué vale para el hombre un Dios que no “salva”, no redime su
naturaleza y en y desde ella le habla? ¿Cómo se muestra Dios “valioso” para el
hombre si le “obliga” a “ser ángel”, a renunciar a su condición humana?
Teresa, que
experimentaba su yo indivisible, hondo, presente en todo su ser, asomado y
activo en sus sentidos como en “el hondón del alma”, y que intuía al mismo
tiempo, gozaba íntimamente después, que Dios la había liberado, asumiendo su
naturaleza, se resistía a vivir de espaldas a esa naturaleza misma que Dios
había hecho suya, y que la había convertido en “lugar” y fuente de gracia.
Quiere esto decir que en Jesús todos los actos humanos son vehículos de gracia,
redentores, en el fuerte sentido del término. ¡Y esto tenía algo que ver con
ella, con su vida de mujer redimida! Confesar a Dios Hombre en Jesús conlleva
confesar que la totalidad de nuestra persona ha sido salvada, frente a todas
las “boberías de perfección” que se ciernen amenazadoramente sobre nosotros, y
que atentan contra la verdad de Dios manifestado en Jesús de Nazaret.
Tres apuntes,
humanísimos, como tantos en la biografía teresiana, y que son manifestaciones
“normales” en una persona que ha creído seriamente en el Hombre en quien se
manifiesta la plenitud de la Divinidad. El primero se refiere a su relación con
el P. Gracián quien, sin duda, le ha manifestado alguna inquietud al respecto.
Teresa le tranquiliza, al menos manifiesta claramente su pensamiento. Escribe:
“Dice [Teresa] que le quisiera besar muchas veces las manos y que le diga a
vuestra paternidad que bien puede estar sin pena, que el casamentero [Jesucristo]
fue tal y dio el nudo tan apretado que sólo la vida le quitará, y aun después
de muerta estará más firme, que no llega a tanto la bobería de la perfección,
porque antes ayuda su memoria a alabar al Señor” (cta 9.1.1577, n. 7).
El otro apunte tiene
como destinataria a la gran amiga María de S. José, cuando la Madre Teresa está
iniciando su último año de vida, nombrada priora de Ávila “por pura hambre”. La
amiga le ha expresado claramente su amor. Y Teresa arranca su respuesta así:
“Mucho me consolé con su carta, y no es nuevo, que lo que me canso con otras
descanso con las suyas. Yo le digo que si me quiere bien, que se lo pago, y
gusto que me lo diga. ¡Cuán cierto es de nuestro natural querer ser pagadas!
Esto no debe ser malo, pues también quiere serlo nuestro Señor…; mas
parezcámonos a él, sea en lo que fuere” (cta 8.11.1581, n. 1).
Y, por último, su
opinión, expresa con natural desenvoltura, sobre su traslado a Malagón: “Por
esa su carta verá vuestra paternidad lo que se ordena de la pobre vejezuela.
Según los indicios hay (puede ser sospecha), que es más el deseo que estos mis
hermanos calzados deben tener de verme lejos de sí, que la necesidad de
Malagón. Esto me ha dado un poco de sentimiento” (cta a Gracián, 10.6.79, n.
4). Al principio de enero del año siguiente vuelve a escribir a Gracián
remantando la información de la anterior: “Yo digo a vuestra merced que aquí
hay una gran comodidad para mí que yo he deseado hartos años ha; que aunque el
natural se halla solo sin lo que le suele dar alivio, el alma está descansada;
y es que no hay memoria de Teresa de Jesús más que si no fuese en el mundo. Y
esto me ha de hacer no procurar irme de aquí, si no me lo mandan, porque me
veía desconsolada algunas veces al oír tantos desatinos; que allá, en diciendo
que es una santa, lo ha de ser sin pies ni cabeza. Ríense porque yo digo que
hagan allá otra, que no les cuesta más que decirlo” (cta fin.1.1580). ¡Qué
torrentes de humanidad, redimida, por supuesto, como la persona toda! ¡Y
redimible, de hecho, en cada uno! Pero nunca arrojada fuera, a las tinieblas,
del festín del hombre nuevo.
1.3. El misterio
trinitario
En su proceso místico,
por el que se va adentrando en la verdad del misterio de Dios, Teresa desemboca
en el conocimiento experiencial del Dios uno y trino. Es la culminación del
desvelamiento del misterio de Dios. Del misterio de Dios en sí mismo, en la
intimidad de la comunidad divina; y en el misterio participado, que la vive
dentro y en el que ella vive, en una experiencia estable, continua los últimos
años de su vida. El dato de la fe sobre el misterio insondable, “objetivo”, de
Dios es vivenciado por Teresa, “personalizado” en el centro de su ser. Y es
Jesús, “la sacratísima Humanidad” la que le introduce en la Trinidad.
En la traducción
lingüística Teresa se sirve de las estereotipadas fórmulas que le ofrece la
teología, el catecismo. Aquí no podemos buscar novedad alguna. Teresa no es
teólogo que trata de profundizar intelectualmente el dato de la revelación, o
que busca una explicación más ajustada de la verdad revelada. Ella traduce cómo
ha vivido el misterio, qué comunión se ha dado entre Dios trino y ella.
Manifiesta de este modo que la Trinidad no es una “verdad” que escapa y provoca
al entendimiento humano, sino un don “vivible”, que transforma la vida de la
persona y la abre a la realización máxima de su vocación: ser “capaz” de Dios,
de entrar verdadera y realmente en la vida misma de Dios, de ser Dios por
participación, es decir, por donación radicalmene gratuita de Dios. La novedad
de la experiencia trinitaria del místico está en decirnos cómo afecta al ser de
la persona, a qué horizontes le abre, en qué tierra hunde sus raíces y qué
cosecha de frutos produce.
Encontramos en el
Libro de la Vida dos referencias explícitas a su comprensión del misterio
trinitario. En el capítulo 27, hablando de una “manera que enseña Dios al alma
y la habla sin hablar” (6), escribe: “se ve el alma en un punto sabia, y tan
declarado el misterio de la Santísima Trinidad…, que no hay teólogo con quien
no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas” (9). Y, más adelante,
nos dice cómo se le dio a entender “la manera cómo era un solo Dios y tres
Personas tan claro, que yo me espanté y consolé mucho. Hízome grandísimo
provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas, y para cuando
pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser y
esme mucho contento” (39,25). En estos dos textos está enunciado en síntesis la
inteligencia experiencial del misterio trinitario. Pero será a partir del año
1571 cuando Teresa nos entregue las más abundantes relaciones de sus
experiencias trinitarias. En las M 7 dejará también precisa constancia, hasta
donde se puede, de su vivencia trinitaria. Último tramo de su jornada mística.
De hecho, en la última Relación que nos ha entregado dice: “Me parece que
siempre se anda esta visión intelectual de estas tres Personas y de la
Humanidad”. Y todavía señala un apunte que no hay que pasar por alto: “Y ahora
entiendo –a mi parecer– que eran de Dios las [mercedes] que he tenido, porque
disponían el alma para el estado en que ahora está” (R 6,3).
Recojamos la primera
formulación, cronológicamente hablando, de la experiencia de misterio
trinitario, en una relación firmada el 29 de mayo de 1571: “Comenzó a
inflamarse mi alma, pareciéndome que claramente entendía tener presente a toda
la Santísima Trinidad en visión intelectual, adonde entendió mi alma por cierta
manera de representación, como figura de la verdad… cómo es Dios trino y uno;
y así me parecía hablarme todas las tres Personas y que se representaban dentro
de mí distintamente” (R 16, 1). En parecidos términos se expresará, seis años
más tarde, en M 7,1,6. En ambos textos, sobre todo en Moradas, anota también de
pasada la enorme diferencia que hay de “oír estas palabras [del Evangelio] y
creerlas, a entender por esta manera [por experiencia mística] cuán verdaderas
son” (M 7,1,7). Conocimiento “podemos decir por vista” de lo que “tenemos por
fe”, había dicho en el número anterior, produciendo algunos escrúpulos
teológicos a los examinadores del libro. Un conocimiento “imprimido” en las
entrañas, que marca profundamente, configura e identifica a la persona.
2. La doctrina
Teresa no se exhibe
contándonos su interioridad, no nos ofrece unas “memorias” de su vida
espiritual. Siente una profunda repugnancia a hacerlo. Si confiesa, con cierta
frecuencia, que le cuesta mucho recibir mercedes (V 39,21;7,19), más le cuesta
decirlas. Por eso se resiste cuanto puede. A Teresa le interesa la doctrina que
se da en su experiencia, la palabra de alcance universal, con validez para
todos que en esa experiencia se encierra. Basta recordar el título del último
capítulo del Libro de la Vida: “Prosigue en la misma materia de decir las grandes
mercedes que el Señor le ha hecho, de algunas de las cuales se puede sacar
harto buena doctrina, que éste ha sido…, su principial intento…, poner las
que son para provecho de las almas” (cf V 27,9;37,1). Es su modo de hacer
teología: narrar su experiencia como premisa de un enunciado doctrinal. Es lo
que persigue. La narración de su experiencia no es un fin en sí misma.
A nosotros tampoco nos
interesa su experiencia en cuanto tal, puerta abierta para asomarnos a su
interior. Su experiencia es suya, y con ella se fue. “¿Qué me aprovecha a mí
que los santos pasados hayan sido tales, si yo soy tan ruin después, que dejo
estragado con la mala costumbre el edificio?” (F 4,6). Aunque tengamos que
arrancar –como lo hemos hecho– de su experiencia, lo que nos interesa es el
camino personal que nos abre, la iluminación doctrinal que derrama sobre los
caminos del espíritu. Eso es lo que pretendemos ahora.
Cuando se acerca
Teresa por primera vez en busca de un discernimiento de las experiencias
místicas que recibe, el sacerdote G. Daza y F. Salcedo, el Caballero santo, le
dicen que “a todo su parecer de entrambos era demonio” (V 23,24), “que no venía
lo uno con lo otro”, a saber, gracias divinas y conducta de Teresa. Y le
razonan: “aquellos regalos eran ya de personas que estaban muy aprovechadas y
mortificadas” (V 23,11). A Teresa no le costaba admitir que ella no estaba “muy
mortificada”. Pero sí se le hacía difícil –si no imposible– aceptar que Dios
tuviera que esperar “la puesta a punto” de la persona para otorgarle su gracia.
Y este convencimiento, que ya por entonces era muy grande, se le hará certeza
absoluta, evidencia. Pondrá siempre a salvo el protagonismo “gracioso” de Dios.
¡Dios no espera a que la persona esté muy mortificada para hacérsele presente
con su gracia! ¡El se adelanta siempre! Él, “ganoso de hacer mucho por
nosotros” (M 6,11,1).
Las palabras del Padre
nuestro “hágase tu voluntad…” le ofrecen una buena ocasión para un
pronunciamiento rotundo, inequívoco. Reza, como suele, con intensidad: “Bien hicisteis,
nuestro buen Maestro, de pedir la petición pasada, para que podamos cumplir lo
que dais por nosotros; porque, cierto, Señor, si así no fuera, imposible me
parece. Mas haciendo vuestro Padre lo que Vos le pedís de darnos acá su reino,
yo sé que os sacaremos verdadero en dar lo que dais por nosotros; porque hecha
la tierra cielo, será posible hacerse en mí vuestra voluntad. Mas sin esto…,
yo no sé, Señor, cómo sería posible” (C 32,2). Antes ya había escrito: “Como
vio su Majestad que no podíamos santificar ni alabar ni engrandecer ni
glorificar este nombre santo del Padre eterno…, de manera que se hiciese como
es razón, si no nos proveía su Majestad con darnos acá su reino…” (30,4). “No
tenemos qué dar si no lo recibimos” (32,13; M 6,5,6).
En Vida dirá que nos
es necesario saber que recibimos para poder nosotros responder, vivir en
fidelidad. “Si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar” (10,4). Y
razona su pensamiento para concluir con una pregunta precisa y una respuesta
contundente: “Pues ¿cómo aprovechará y gastará con largueza el que no entiende
que es rico? Es imposible –conforme a nuestra naturaleza, a mi parecer– tener
ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios” (ib 6). En
esto, según la Doctora Mística, está en juego la verdadera humildad, es decir,
caminar en la verdad.
Dios, pues, se
adelanta siempre, es siempre gracia en su relación con nosotros. Bastaría
simplemente pensar que, en una relación interpersonal, amistosa, precede
siempre, se empeña más quien más ama. Lo que anteriormente vimos al evocar la
experiencia teresiana (cf V 9,9), lo presenta como principio doctrinal. Escribe:
“Por cierto, cuando no hubiera otra cosa de ganancia en este camino de oración,
sino entender el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros
y andarnos rogando… que nos estemos con él…” (M 7,3,9). Es una constante.
“No es aceptador de personas, a todos ama” (V 27,12).“Dios es amigo de dar” (M
5,1,5). “Y nunca querría hacer otra cosa si tuviera a quién” (Conc 6,1); “no
está deseando otra cosa sino tener a quien dar” (M 6,4,12). Señala la conexión
entre su experiencia, su caso y el mensaje que lanza al lector: “Acuérdense de
sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle
que su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar, ni se pueden agotar
sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir” (V 19,15).
Toda lectura de las
maravillas que Dios hizo en el pasado, empezando por la Biblia –historia de las
maravillas obradas por Dios en favor de su pueblo–, referente obligado de todo
creyente, no es válida si no nos abre y remite al presente en el que Dios obra,
en nuestro personal presente y en el colectivo. Después de recordar a los
santos Francisco y Domingo, “y al P. Ignacio, el que fundó la Compañía”, Teresa
se vuelve a sus lectores y les dice “que tan apararejado (=dispuesto) está este
Señor a hacer merced ahora como entonces”. Y añade que “aun en parte más
necesitado de que las queramos recibir” (M 5,4,6).
Sobre lo mismo vuelve
recordando los primeros tiempos de la reforma iniciada por ella, tiempos de
espléndida floración espiritual. Y manda un mensaje a “las que están por venir”
diciéndoles que, si no se dan en ellas las gracias a las que se está
refiriendo, “no lo echen (=no culpen) a los tiempos, que para hacer Dios
grandes mercedes a quien de veras le sirve, siempre es tiempo” (F 4,5). Y en el
número siguiente alarga su consideranción a los “principios” de toda Familia
relgiosa: “Oigo algunas veces de los principios de las órdenes decir que, como
eran los cimientos, hacía el Señor mayores mercedes a aquellos santos nuestros
pasados. Y es así, mas siempre habían de mirar que son cimientos de los que
están por venir”. Por lo tanto, gracia de “cimientos” recibimos para ser
cofundadores, agentes de la gracia carismática que transmitimos. No es un
recurso oratorio para encarecer una exhortación cuando Teresa dice a sus
hermanas “que cada una haga cuenta de las que vinieren, que en ella torna a
comenzar esta primera Regla de la Orden de la Virgen…” (F 27,11). Ni tampoco
cuando vuelve a decir a sus “hermanos y hermanas” que “no se diga por ellos lo
que de algunas Órdenes que loan sus principios. Ahora comenzamos, y procuren ir
comenzando siempre de bien en mejor” (29,32). En estas palabras hay una
confesión del Dios que no está encarcelado en el pasado, sino que preside y
hace la historia, que siempre obra y se revela en cada momento de la historia.
Y como sucedió en ella
–lo que no comprendieron sus primeros discernidores– Dios no se comunica porque
son buenos los receptores sino porque él es bueno, “para dar a conocer sus
grandezas”. No tarda de decirlo con claridad en Moradas. Se dispone a dar a
entender “las mercedes que es Dios servido hacer a las almas” (M 1,1,3). Sabe
que hay personas a quienes “les hace daño entender que es posible en este
destierro comunicarse un tan gran Dios” con nosotros (ib), o algunos que dicen
“que parecen cosas imposibles y que es bien no escandalizar los flacos” (ib 4).
Por eso, desde el principio, establece un principio indiscutible para ella:
“Acaece no las hacer [las mercedes] por ser más santos a quien las hace que a
los que no, sino porque se conozca su grandeza”, la grandeza de su ser
comunicativo, grandeza “cuantitativa” y de gratuidad. Termina adornándose con
dos referencias bíblicas: “como vemos en san Pablo y la Magdalena” (M 1,1,3).
Y Dios se comunica “no
menos que como Dios”, según la expresión sanjuanista. Teresa no lo dice así,
pero dice lo mismo. “¡Qué bajos quedaríamos si conforme a nuestro pedir fuese
vuestro dar!” (Conc 5,6); “no se contenta el Señor con darnos tan poco como son
nuestros deseos” (ib 6,1). Un poco más adelante dice: “Métela [Dios al alma] en
la bodega, para que allí más sin tasa pueda salir rica. No parece que el Rey
quiere dejarle nada por dar” (ib 3). “Queremos poner tasa a quien sin ninguna
da sus dones cuando quiere” (V 39,9; 37,2). Cuando inicia la exposición de las
M 7 pone en boca de sus lectores la cuestión siguiente: “Pareceros ha,
hermanas, que está dicho tanto en este camino espiritual, que no es posible
quedar nada por decir”. Y responde seguidamente: “Harto desatino sería pensar
esto”. Argumenta brevemente, con rotundidad: “Pues la grandeza de Dios no tiene
término, tampoco le tendrán sus obras. ¿Quién acabará de contar sus
misericordias y grandezas? Es imposible”.
San Juan de la Cruz,
siguiendo la filosofía escolástica, escribe: “Cuando uno ama y hace bien a
otro, hácele bien y ámale según su condición y propiedades; y así tu Esposo,
estando en ti, como quien él es hace las mercedes” (Ll 3,6). El obrar sigue al
ser y con él se corresponde. Dios es lo que obra. El ser y el hacer se
identifican en Dios. Por eso dice Teresa que, pues “la grandeza (=el ser) no
tiene término, tampoco le tendrán sus obras”.
Pero la forma de la
comunicación desmedida de Dios –Teresa, abrumada por la “gran magnanimidad” de
Dios, le “advertía”: “mirad lo que hacéis… para poner tasa en las mercedes…
os suplico que se os acuerde [los grandes males míos]” (V 18,4)– varía según la
voluntad de Dios con cada uno de nosotros. La Santa lo dice abiertamente, sin
ambajes, porque responde a la verdad, y porque los lectores de sus libros no
identifiquen la donación de Dios con la forma en la que se le ha comunicado a
ella.
En dos textos
vigorosos, y ambos en un contexto que los realza más todavía, traza bien la
línea divisoria entre la donación de Dios y los caminos a través de los cuales
lleva a las personas y se comunica con ellas. Ya en plenas moradas místicas, en
las M 5, después de haber empezado a hablar de la “oración de unión” (c. 2), e
iniciar el siguiente, se detiene sobre la marcha, sorpresivamente para el
lector, para hacer una aclaración que ella juzga obligada. Y escribe: “Paréceme
que queda algo oscura, con cuanto he dicho, esta morada. Pues hay tanta
ganancia de entrar en ella, bien será que no parezca quedan sin esperanza a los
que el Señor no da cosas tan sobrenaturales”. Sigue la importantísima
afirmación de que “la verdadera unión se puede muy bien alcanzar” aunque no sea
la “unión regalada” (¡advierta el lector el uso de adjetivos!) de la que habla
en estas moradas (M 5,3,3). Termina el número siguiente con estas palabras:
“poderoso es el Señor de enriquecer las almas por muchos caminos y llegarlas a
estas moradas, y no por el atajo que queda dicho”. ¿Es posible, sin esas
gracias místicas, “extraordinarias”, “matar el gusano”, rendirse totalmente a
la voluntad de Dios? “De ser posible no hay duda” (ib 6). “No ha menester el
Señor hacernos grandes regalos para esto, basta lo que nos ha dado en darnos a
su Hijo que nos enseñase el camino” (ib 7).
El otro texto lo
encontramos en las M 3, las de las “almas concertadas” que presentan “sus
obrillas” como moneda de cambio al Señor para que “por justicia” (C 18,6) les
conceda gracias místicas. La Santa les advierte “que no han obligado a nuestro
Señor para que les haga semejantes mercedes” (M 3,1,8). En su diálogo, paciente
y no exento de compasiva ironía, comprensiva siempre, llega a pronunciarse así:
“No penséis que importa poco que no quede por nosotros, que cuando no es
nuestra la falta, justo es el Señor y su Majestad os dará por otros caminos lo
que os niega por éste…; al menos será lo que más nos conviene, sin duda
ninguna” (2,11). Aquí, en este mismo capítulo (n. 13), y muy frecuentemente, la
Maestra de oración afirma que “para aprovechar mucho en este camino y subir a
las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho
(M 4,1,7). Pero “quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho”, anota
Teresa; y continúa: “porque no está [el amor] en el mayor gusto, sino en la
mayor determinación de desear contentar en todo a Dios” (ib). Discurso que no
seguimos nosotros ahora, pero que es un auténtico filón de oro en la
espiritualidad teresiana. Nos basta terminar con sus palabras: “Su Majestad
sabe mejor lo que nos conviene; no hay para qué le aconsejar lo que nos ha de
dar” (M 2,1,8). “Guíe su Majestad por donde quisiere” (V 11,12).
3. Líneas de
comportamiento
Dios no se revela para
aumentar los espacios de nuestro conocimiento, para ser sabido sino para ser
vivido. Conocemos a Dios no por la información que de él tenemos sino por la
conformación con él. O, en términos cristológicos, “el mayor regalo” que Dios
puede hacernos “es darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan
amado; y así tengo yo por cierto que son todas estas gracias [de las que ha
hablado en las Moradas] para fortalecer nuestra flaqueza… para poderle imitar
en el mucho padecer” (M 7, 4,4). Las gracias de Dios tienen por finalidad
cristificar nuestra existencia, conformarnos con la Gracia, Jesús.
Cada uno vive según la
“idea” que tiene de Dios. El conocimiento experiencial de Dios que Teresa nos
ha transmitido, generará en quienes lo acepten un nuevo modo de relación con
Dios, una nueva forma de vivir. La vida revelará si y en qué grado hemos
incorporado la palabra teresiana sobre Dios. Sin duda, aunque a los lectores
superficiales y saltuarios, también a los oyentes, pueda parecer esto una
palabra “abstracta”, es, sin embargo, la más “concreta”, y, desde luego, la
única generadora de cristianos verdaderos que confiesan al “Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo”. Diría que es la que autentica a un místico y
valoriza su palabra. Palabra fuente de la que las demás se alimentan. Señalo
algunas de las líneas de acción en las que se expresa esta imagen de Dios que
vivió y nos transmite Teresa de Jesús.
Al terminar el
capítulo 26 de Camino nos aconseja ponernos “cabe este buen Maestro muy
dispuestos a aprender lo que nos enseña”. Ser oyentes de Dios, acogedores de su
don. “Los ojos en él” (V 35,14), “los ojos en vuestro Esposo” (C 2,1). Esto es
ser orantes, contemplativos. Orar “es abrir la puerta” a Dios: “Para estas
mercedes tan grandes que me ha hecho a mí, es la puerta la oración; cerrada
ésta, no sé cómo las hará” (V 9,9). Oír y acoger a Dios en su realidad, sin
idolizarlo. “Dejar a Dios ser Dios”. De lo contrario no hay “tú” con quien
relacionarnos. Si no es Dios con el que nos relacionamos, sino un ídolo, hechura
de nuestra manos, se explicaría que tantas vidas “espirituales” hayan
degenerado en estatuas de sal (M 1,1,6), “santos en su parecer” (Conc 2,24),
que “en su seso presumen de espirituales” (V 13,5). Por lo tanto, cultivar una
apasionada búsqueda de la verdad de Dios, del Dios verdadero, que nos pondrá
inevitablemente ante nuestra propia verdad. Rercordé de pasada que la oración
es “entender estas verdades” (C 22,8): quién es Dios, quién soy yo, y “cómo
haré que mi condición conforme con la suya” (ib 7).
Oír, acoger la verdad
de Dios “en trato personal” –¿hay otra forma?– es desescombrar nuestra verdad
más íntima, “la semejanza” divina que llevamos de origen, “la vocación única”
que es la unión con Dios, vivir su misma vida. “Para ser verdadero el amor y
que dure la amistad hanse de encontrar las condiciones” (V 8,5). Si algo nos
revela Teresa al final del proceso místico, proceso de desvelamiento de la
verdad de Dios, de nosotros mismos, de la comunión de vida, ya de hecho
existente, es que somos relación a los demás, capacitados para servirles,
capaces de ser presencia activa de amor, como somos capaces de Dios, por
naturaleza y gracia.
La última, definitiva
palabra sobre Dios, “amigo de dar”, la palabra que le hace creíble, realmente
presente en el surco de la historia, es que la persona, sobre todo la que a él
dice vivir referida, se convierta en –¡sea!– don de sí. Y en la más pura
gratuidad. Son las dos últimas palabras sobre las que voy a discurrir con
brevedad.
El lector atento de
Teresa puede descubrir el cambio de orientación que se opera en ella. Ni le
pasó por alto a ella, ni lo silenció en sus escritos. Comienza encareciendo uno
de los efectos que produce la comunicación de Dios y que llega a su plenitud en
las M 7. Podríamos decir que es el efecto, la obra que nace de la oración, del
“tratar con Dios”. A saber, el total acatamiento de la voluntad de Dios. Así
escribe: “es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga
la voluntad de Dios en ellas…” (M 7,3,4). Este deseo lo cifra en una sola
cosa. Y confiesa que le “espanta”, que le sorprende fuertemente. Dice: “Lo que
más me espanta de todo, es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que
han tenido por morirse…; ahora es tan grande el deseo de servirle… y de
aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy
muchos años…; no les hace al caso, ni pensar en la gloria que tienen los
santos; no desean por entonces verse en ella; su gloria tienen puesta en si
pudiesen ayudar en algo al Crucificado” (ib 6). “Su gusto es en imitar en algo
la vida trabajosísima que Cristo vivió” (Conc 7,8).
La última Relación, de
mayo de 1581, la remata así: “Tiene tanta fuerza este rendimiento a ella [a la
voluntad de Dios], que la muerte ni la vida se quiere…; le queda el deseo de
vivir, si él quiere, para servirle más y si pudiese ser parte que siquiera un
alma le amase más y alabase…, que… le parece importa más que estar en la
gloria” (R 6,9).
Esta experiencia la
transmite como doctrina, particularmente en la terminación del libro de las
Moradas. El encuentro de Dios y con Dios, las gracias múltiples que de él
recibe la persona, particularmente en estas profundidades de la comunión con
él, de la conformación, la fortalecen para el amor y para el servicio.
Dios-Amor no se reserva nadie para sí. Las personas que se unen a él “no se
esconden” “para gozar de aquellos regalos y no entender [=no ocuparse) en otra
cosa” (M 7,4,5). Donde Dios “entra” arrastra en la corriente de su amor a la
donación de sí. Saben estos “agraciados” de Dios “que su manjar [de Jesucristo,
de Dios] es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos [= alleguemos]
almas para que se salven y siempre le alaben” (ib 12).
Afina el diálogo con
sus hermanas, con el lector, en la línea de un realismo vigoroso, hasta
terminar diciendo “que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el
amor con que se hacen” (ib 15). “Sólo amor es el que da valor a todas las
cosas” (E 5, 2). El amor es la única obra que construye el Reino y lo revela.
Un amor que es esencialmente dinámico: “El amor jamás está ocioso” (M 5,4,10; M
7,4,10).
Amor gratuito. La
gratuidad, que define a Dios, define también a quien es vivido por él. Pues así
traduce Teresa la conversión que experimentó ante la imagen del Cristo muy
llagado (V 9, 1-3), y que fue creciendo y afirmándose hasta su plenitud,
relativa siempre. Escribe en V 23, 2 que desde aquel momento “es otra vida
nueva; la de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar
estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí”. Cambio de sujeto, como
expresa, en petición ardiente en la Exclamación 17,3, aspiración honda de todo
enamorado: “Muera ya este yo, y viva en mí otro yo que es más que yo, y para mí
mejor que yo”.
A esta actitud de
gratuidad llama y educa a sus lectores desde el principio de la jornada
espiritual, cuando uno se decide “a ser siervo del amor” (V 11,1). Por lo
tanto, “su intento, no ha de ser contentarse a sí, sino a él” (ib 10), pues “ya
no somos nuestros, sino suyos” (ib 12). Los que inician bien el camino son
aquellos que “como buenos caballeros [de Cristo] sin sueldo quieren servir a su
Rey” (V 15, 11), los que “van por el camino del amor como han de ir, por sólo
servir a su Cristo crucificado” (M 4,2,9). Estas consignas se convierten en
abundante cosecha. En el capítulo 7 de Conceptos de amor de Dios nos presenta
unas páginas antológicas sobre la gratuización de la existencia, muy
concretamente en el servicio a los prójimos. Páginas que avanzan la densa
síntesis que nos ofrecerá más tarde en las M 7. De quien ha llegado aquí dice:
“Si está mucho con él [con Cristo, si es verdadera la comunión con él] poco se
debe acordar de sí; toda la memoria se le va en cómo más contentarle”(4,6).
Presencia a Jesús, comunión con él, y “olvido de sí, que parece que ya no es”
(3,2), “no se acuerdan más de sí que si no fuesen” (Conc 7,5). “Sólo miran al
servir y contentar al Señor” (Conc 7,5). Por eso “aprovechan mucho” (ib).
La palabra de Teresa
sobre Dios, nacida de la experiencia, se convierte en una palabra sobre el
hombre, creado por Dios “a su semejanza”, “llamado”, es decir, capacitado, para
ser Dios por participación y gracia. Tiene razón Teresa cuando presentando, en
las primeras páginas de Moradas a los dos protagonistas de la historia que se
dispone a contar, dice que “a mi parecer jamás nos acabamos de conocer, si no
procuramos conocer a Dios” (M 1,2,9).
BIBL. – M. A. García
Ordás, La Persona divina en la espiritualidad de santa Teresa, Roma, 1967; M.
Herráiz, Donación de Dios y compromiso del hombre. En la raíz de la experiencia
y de la palabra de Teresa de Jesús, en «A zaga de tu huella», Burgos, 2001, pp.
111-142.
Maximiliano Herráiz
Todos los derechos: Diccionario Teresiano,
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