Escatología

Lo que en teología se denomina escatología o tratado de las «realidades últimas», tiene en Teresa de Jesús un relieve especial. Representa la culminación definitiva del itinerario espiritual y la consumación de la nueva vida en Cristo, inaugurada en el estadio terrestre por la gracia. La gracia es, efectivamente, incoatio vitae eternae, anticipación dinámica de la gloria, a la que tiende como a su propia consumación.

Como punto de referencia, transcribimos esta definición: «La vida eterna es la salvación eterna que Dios confiere al hombre después de la muerte o de la resurrección de los muertos, y que se identifica con la felicidad del cielo» (J. Finkenzeller, Vida eterna, en Diccionario de teología dogmática, Herder, Barcelona 1990, p. 746).

La fe de la Iglesia, en la que Teresa vive tan hondamente arraigada, proclama que el hombre por la gracia «no renace a la gloria, sino a la esperanza de la gloria» (DzS 1541), a la que tiende activamente, por las buenas obras, como a la plena manifestación de su nueva condición (Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 16). La gloria o la vida eterna no es algo exterior o heterogéneo a la vida de gracia, sino la misma vida de gracia acrecida constantemente, por el influjo permanente de Cristo en nosotros, semejante al que ejerce «la cabeza en los miembros» (Ef 4,15) y «la vid en los sarmientos» (Jn 15,5), hasta alcanzar la plena comunión con Dios, la total incorporación a Cristo, la definitiva manifestación de nuestra condición filial (perspectiva individual), junto con la integración de todas las cosas, por obra del Espíritu Santo, en la nueva creación, esto es, los cielos nuevos y la tierra nueva (perspectiva cósmica).

Esta última perspectiva de la consumación escatológica es propia del Concilio Vaticano II, que completa la perspectiva individual del Concilio de Trento con la perspectiva histórica y comunitaria (Lu­men Gentium, nn. 48-49; Gaudium et Spes, n. 39). La experiencia de Teresa de Jesús está marcada por la primera perspectiva escatológica. Pero la vive tan intensamente, que engloba los demás aspectos. Tal vez, radique aquí una de las aportaciones más valiosas de su espiritualidad a los nuevos planteamientos teológicos de la escatología. Y es que, cuando las experiencias de fe son auténticas, no pueden no coincidir con las verdades de fe, que forman parte del credo cristiano: «Creo en la vida eterna».

Una de las primeras características que cabe destacar de la fe de Teresa en las realidades últimas, es su fuerte presencia en todos los tramos de su caminar terreno. Vive el tiempo actual como anticipo de la vida futura, esto es, como tiempo de salvación; es el ya, pero todavía no. Este es el enfoque que la teología actual tiende a dar a las realidades últimas. Esta, más que por el carácter informativo sobre el final de los tiempos, está preocupada por destacar el valor que adquiere la revelación del final en el presente de la vida cristiana. No se trata tanto de la pregunta por las «cosas últimas», como información cierta de los últimos acontecimientos, cuanto del sentido y significado último de todas las cosas, a la luz del término final.

Otra de las características fundamentales de la experiencia escatológica teresiana es la tensión dinámica en que vive su proceso espiritual en todas sus etapas, abierto siempre al horizonte de la vida eterna y al encuentro definitivo con el Señor. Es la tensión paulina entre el «ya, pero todavía no», con la que Teresa se siente identificada y que desencadena en ella la lucha permanente por conquistar la «corona incorruptible» (1Cor 9,25). Esta tensión está arraigada en su misma concepción del ser humano como imagen de Dios, que tiende a su acabamiento final. Pero recibe su impulso definitivo de su encuentro con Cristo.

Por eso, el fundamento último de su tensión escatológica es el descubrimiento del misterio de Cristo, y más concretamente su misterio pascual de muerte y resurrección, raíz de la esperanza en la resurrección y glorificación futuras. Santa Teresa contempla a Cristo en su humanidad resucitada y gloriosa, como centro de su espiritualidad. Esta experiencia alcanza su cima en la gracia del matrimonio espiritual, que ella interpreta en las séptimas moradas como el encuentro con Cristo resucitado, que confía a sus discípulos la misión de hacerlo presente en el mundo.

A partir de esta experiencia, Teresa de Jesús vive su esperanza escatológica, urgida no tanto por el encuentro definitivo con el Señor, cuanto por el anuncio y revelación de su misterio en la vida presente. Las realidades últimas adquieren entonces su pleno sentido en la salvación cristiana. Su valor no radica en la perfecta información del final de los tiempos, como reportaje anticipado de lo que ocurrirá entonces, sino en la revelación y progresivo desvelamiento del Señorío de Cristo sobre la historia, hasta que éste se manifieste plenamente en la parusía y en el juicio final.

El marco teológico, que hemos descrito, recoge fundamentalmente la tensión escatológica con que Teresa vive su encuentro con el Señor y el dinamismo teologal del hombre nuevo. Dentro de este marco, tratamos de interpretar las realidades últimas de que habla la Santa: tensión escatológica de su esperanza, muerte, cielo, purgatorio, infierno, reino de los cielos, juicio universal, vida eterna. Para su desarrollo, dentro del marco teológico que hemos señalado, remitimos a las palabras correspondientes de este mismo diccionario.

Aquí sólo presentamos la que podría ser la articulación más idónea de la escatología teresiana: 1) Tensión escatológica de su vida; 2) Entre el «ya, pero todavía no» de su esperanza cristiana; 3) La espera definitiva y su actitud de servicio; 4) Sentido pascual de la muerte: A) Actuación de la propia muerte por la purificación; B) La purificación después de la muerte, el purgatorio; 5) El encuentro definitivo con Dios en Cristo: Vida eterna; 6) Revelación de la gloria del cielo y preocupación por las almas que se pierden: A) Visión del cielo, experiencia de salvación; B) Visión del infierno, experiencia de perdición; 7) El Reino futuro, que ya ha comenzado; 8) La manifestación gloriosa de Jesucristo: El juicio final. Remitimos a las voces correspondientes de este mismo diccionario.

BIBL. – J. Castellano, «Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos». El Maranatha de Santa Teresa, en MteCarm. 88 (1980), 576-582.

Ciro García

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Dones de Dios

Los dones del Espíritu Santo eran en tiempo de T una categoría teológica relevante. Ocupaban puesto especial en la síntesis magistral ofrecida por santo Tomás de Aquino en la Suma (I-II, 68). Sin embargo y a pesar del prolongado aprendizaje de T en la escuela espiritual de los teólogos dominicos, sus preferidos, la teología donal no comparece ni en su léxico ni en su doctrina espiritual.

Los “dones de Dios” de que ella habla frecuentemente son las gracias que ella misma recibe de Él, o las que Él otorga a las almas. “El Señor va dando dones”. Según T, es importante tomar conciencia de ello, porque “si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar” (V 10, 4.6). Las purificaciones místicas sirven para que Él pueda más fácilmente poner en el alma “el esmalte de sus dones” (V 20,16; Conc 6,10). Sus dones son gratuidad absoluta, los da “cuando quiere y como quiere” (V 34,11). Pero los da sin tasa y tampoco nosotros debemos ponerla a la divina voluntad de dar (V 39,9). Teresa se atreve, con todo, a formular una especie de unidad de medida. La recaba de la relación del Padre con Jesús: “Pues veis aquí, hijas, a quien más amaba, lo que le dio: por donde se entiende cuál es su voluntad. Así que estos son sus dones en este mundo. Da conforme al amor que nos tiene: a los que ama más, da de estos dones más; a los que menos, menos; y conforme al ánimo que ve en cada uno y el amor que tiene a Su Majestad. A quien le amare mucho, verá que puede padecer mucho por él; al que amare poco, poco. Tengo yo para mí que el poder llevar gran cruz o pequeña, es el amor…” (C 32,7)

T. Álvarez

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Distracciones

En el vocabulario teresiano, distracción, distraimiento, divertirse, distraerse son sinónimos. Escribe: “ingenio tan distraído y divertido” (R 44,1). O bien, “me he divertido mucho” (= mucho he salido del tema, M 3,1,5). Distracción es, generalmente, el desvío involuntario de la mente, fuera del normal centro de atención, bien sea en el plano psicológico, o bien y sobre todo en el acto religioso de la oración, o incluso en la organización de la propia vida. Así, por ejemplo, ella teme que la extrema pobreza de los monasterios causen las distracciones de la comunidad religiosa (V 35,3). Con todo, a T la preocupan de forma especial las distracciones en la oración. Las ha tenido que soportar ella misma. Y sabe que asedian al principiante. Y en cierto modo persisten en todo el camino de oración.

Según ella, la distracción se debe a la estructura misma de la psique. Sutil injerencia de la imaginación (o del “pensamiento”, dice T) en el ejercicio del discurso meditativo o en el proceso amoroso de la voluntad. Desorden psicológico que proviene, piensa ella “de la miseria que nos dejó el pecado de Adán, con otras muchas” (M 4,1,11). Esa discordia y mala armonía de nuestras facultades tienen difícil remedio, a no ser cuando el Señor, con una gracia mística, fija la voluntad y la mente en El como centro de atención y de amor: “sólo Dios puede atarle [al pensamiento], cuando nos ata a Sí de manera que parece estamos en alguna manera desatados de este cuerpo” (ib 8). Ese contrapunto psicológico de la imaginación, turbadora de la paz interior, le ha hecho sufrir intensamente y ha sido especial objeto de su estudio introspectivo. Es interesante una especie de instantánea que nos ofrece de sí misma en Vida 30,16, hablando complexivamante de imaginación y entendimiento: “No parece sino un loco furioso, que nadie le puede atar, ni soy señora de hacerle estar quedo un credo. Algunas veces me río, y conozco mi miseria, y estoyle mirando y déjole a ver qué hace; y –gloria a Dios– nunca por maravilla va a cosa mala sino indiferentes: si algo hay que hacer aquí y allí y acullá. Conozco más entonces la grandísima merced que me hace el Señor cuando tiene atado este loco en perfecta contemplación. Miro qué sería si me viesen este desvarío las personas que me tienen por buena. He lástima grande al alma de verla en tan mala compañía. Deseo verla con libertad, y así digo al Señor: ‘¿Cuándo, Dios mío, acabaré ya de ver mi alma junta…?’”. Todavía en los últimos años de su vida tendrá que confesar humildemente que la asaltan distracciones en el rezo litúrgico (cta 409,2).

“Tarabilla de molino”, “mariposita de las noches, importuna y desasosegada”, “loco de atar”… son las imágenes con que ella plasma ese papel de la imaginación en el ejercicio de la oración (cf M 4,1,13; V 17,6; 30,16). Al principiante de oración le aconsejará, en términos generales, no dar demasiada importancia a la turbulencia de las distracciones: “ni se apriete ni se aflija” por ellas (V 11,17). “Ni siempre dejar la oración cuando hay gran distraimiento y turbación en el entendimiento, ni siempre atormentar el alma a lo que no puede” (V 11,16). “El postrer remedio que he hallado, a cabo de haberme fatigado hartos años es…, que no se haga caso de ella [de la imaginación] más que de un loco, sino dejarla con su tema, que sólo Dios se lo puede quitar…” (V 17,7). Se lo recomienda incluso a quien ha estrenado ya la oración contemplativa: “si el entendimiento –o pensamiento, por mejor me declarar– a los mayores desatinos del mundo se fuere, ríase de él y déjele para necio…” (C 31,10).

Con todo, en su pedagogía de la meditación inicial, dará numerosos consejos al principiante: que no ceje en la oración ni se aflija; que el mejor antídoto es centrar la atención en un paso evangélico o bien en la persona de Jesús; que es bueno servirse de un libro, como hizo ella misma: “jamás osaba comenzar oración sin un libro; que tanto temía mi alma estar sin él en oración, como si con mucha gente fuera a pelear” (V 4,9); también ayudan a recorgerse “agua, campo, flores: en estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro” (V 4,9). Recomienda el recurso a una imagen en que centrar la atención (C 34,11).

Pero en realidad los consejos de fondo, dados al principiante se cifran en dos: desasimiento y recogimiento: para liberar de distracciones la oración del principiante, le es indispensable ir desasiendo el corazón del apego a las cosas, a las personas, a sí mismo y a los propios valores, honra, salud, vida… Luego le propondrá una elemental técnica de recogimiento para educarlo a subordinar los sentidos corporales y la imaginación y para encauzar suavemente su oración hacia la interioridad. En la convicción de que “no estamos huecos por dentro”, sino habitados por Dios, y de que nuestra interioridad es espaciosa como un palacio o como un castillo de muchas moradas. A esa sencilla técnica de recogimiento dedicará los capítulos 26-29 del Camino. La total superación de las distracciones ocurrirá en última instancia bajo el influjo de las gracias místicas.

T. Álvarez

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Dios

Teresa de Jesús nace con unas grandes dotes para la relación interpersonal, para el encuentro con las personas. En ella el tú a tú es fácil, pronto, dinámicamente abierto a la intimidad más íntima. Es amada y ama. Crea grupo y es fiel. Se refiere de pasada, y como poniéndolo en la boca de otros, a las “gracias de naturaleza que el Señor me había dado, que, según decían, eran muchas” (V 1,8). De su primer encuentro estable fuera del ámbito familiar, en el monasterio de Santa María de Gracia, nos dice: “Todas lo estaban [contentas] conmigo; porque en esto me daba el Señor gracia, en dar contento adondequiera que estuviese, y así era muy querida” (V 2,8). “En esto de dar contento a otros he tenido extremo” (V 3,4). Fiel, con ella todos se sentían seguros: “vínose a entender que adonde yo estaba tenían seguras las espaldas” (V 6,3). Agradecida de condición: “debe ser natural, que con una sardina que me den me sobornarán” (cta a María de S. José, prin.9.78). Desde jovencita, confiesa, “me parecía virtud ser agradecida y tener ley a quien me quería” (V 5,4).

Nativamente, por gracia de naturaleza, Teresa buscaba la persona con el mínimo de “mediaciones”, directamente, para crear la máxima comunión, el “nosotros” que era la casa en que quería, necesitaba habitar. El “nosotros” aparece en la primera página del Libro de la Vida con una fuerza y un vigor que golpean al lector: “concertábamos”, “acaecíanos”, “buscábamos”, “procurábamos”.

Una persona así tenía que gravitar pronto en torno a la Persona divina, al Dios tripersonal. Gravitación majestuosa que marcará profundamente la experiencia espiritual de Teresa y, después, pasará con el mínimo de pérdida a su palabra, a la espiritualidad que propone. Curtida en el campo de las relaciones humanas, con muchas experiencias gratificantes, y no pocas frustraciones y desencantos, escribirá que son “todos [los hombres] unos palillos de romero seco y que asiéndose a ellos no hay seguridad…”. Sólo Jesús “es el amigo verdadero y hállome con esto con un señorío…” (R 3,1). La búsqueda de TU divino cubre toda la vida de Teresa; y es coextensiva a ella. Si esto es así, y lo es, es porque antes y más ella experimentó a Dios en divina gravitación de amor inefable, comunicador incansable de sí mismo, apasionado buscador de Teresa. Su personal experiencia es la fuente de su palabra y la fuerza de la misma.

1. Experiencia de Dios

La experiencia es la gran riqueza de Teresa. Dice reiteramente que hablará sólo “de lo que el Señor me ha enseñado por experiencia” (V 10,9). Y confiesa con sencillez: “creo hay pocos que hayan llegado a la experiencia de tantas cosas” (40,8). Y porque, como acabo de decir, la experiencia es la fuente de su palabra, por la experiencia, larga y profunda, hay que empezar para captar en toda su fuerza el alcace de su palabra. Es ya un principio metodológico en los estudiosos de la Santa abulense; como lo es que su experiencia es paso para enunciar una enseñanza de alcance universal.

1.1. Un Dios en acción

La escritora Teresa sabe mejor que nadie lo que tiene que decir. Ya en el Libro de la Vida nos recuerda con viveza que “como no estaba su Majestad esperando sino algún aparejo en mí, fueron creciendo las mercedes” (V 9,9; 19,7; 23,2). Esta experiencia crece vertiginosamente, sobre todo a partir de la conversión de la que nos habla en V 9 y que señala el arranque definitivo de su viaje místico. De este viaje volverá a nosotros con su mejor cosecha de inteligencia del misterio de Dios. Su palabra será siempre confesional, de lo que sabe por experiencia, narrativa en la línea de la historia bíblica. También en Moradas volverá a poner el acento donde debe ponerlo: en Dios, a quien ha experimentado agente de su historia. Advierte a sus hermanas, ya al comienzo mismo del libro: “Es menester que vayáis advertidas a esta comparación; quizá será Dios servido pueda por ella daros algo a entender de las mercedes que es Dios servido de hacer a las almas” (M 1,1,3; epíl. 3; cta a Gaspar de Salazar, 7.12.77; n. 10). De Dios va a escribir. Va a contar las acciones salvíficas de las que ella ha sido objeto, las magnalia Dei. Sus escritos serán prioritariamente una “biografía de Dios”, la historia de cuanto ha hecho por Teresa. A partir de esta palabra hay que leer las demás. Sin aquella, éstas carecerán de sentido. Más, conducirán al error.

Dios entró en acción bien pronto, y fuerte, en la vida de Teresa. Al menos es el convencimiento de la escritora: “Veía claramente lo mucho que el Señor había puesto de su parte, desde que era muy niña, para hallegarme a sí con medios harto eficaces” (R 16,2). Ya en el primer capítulo de Vida dejó constancia de esta certeza gravada a fuego en su ser. Y quiere que la tenga en cuenta el lector: “No me parece os quedó a Vos nada por hacer” (8).

Esta afirmación vigorosa, englobante la desgrana con sentido agradecimiento ante el lector para que focalice su atención en Dios, en quien ella la tiene puesta. En la crisis de la adolescencia Teresa nos presentará a Dios librándola de los peligros en los que se iba metiendo “de manera que se parece bien procuraba contra mi voluntad que del todo no me perdiese” (V 2,6); “parece andaba su Majestad mirando y remirando por dónde me podría tornar a sí” (ib 8).

Lo mismo confesará con relación a su vocación : “Me forzó para que me forzara” (V 4; 4,3). Ya a la altura del capítulo cuarto, bajo la presión de cuanto se le agolpa recordando esos años de su vida, nos habla de su “espanto” en la contemplación de “la gran bondad de Dios”; está convencida de “que fuera menester otro entendimiendo que el mío para saber encarecer lo que en este caso le debo… Tanto me ha sufrido” (4,10).

Es sabedora de que “la magnificencia de Dios” aparecerá con más fuerza ante el lector cuanto ésta se presente más lejos esté de cualquier “merecimiento”. Por eso, en lucha con quien “me mandó moderase el contar mis pecados”, le pide que “de mis culpas no quite nada, pues se ve más aquí la magnificencia de Dios y lo que sufre a un alma” (V 5,12). Teniendo viva conciencia de “lo mucho que le debe”, de que Dios “me ha perdonado más”, no puede menos de exclamar, en una oración ardiente a Dios, que “mientras mayor mal, más resplandece el gran bien de vuestras misericordias” (14,11). La misericordia, el amor inmerecido, gratuito siempre de Dios será su “seguridad” (V 38,7). Ella sólo puede “presumir de su misericordia” (M 3,1,3).

Un punto álgido en esta lucha entre el Dios misericordioso y Teresa a la deriva en manos de su miseria se sitúa en la evocación de su consagración religiosa, aún reconociendo de entrada “la gran determinación y contento con que la hice”: “No parece, Dios mío, sino que prometí no guardar cosa de lo que os había prometido…, para que más se vea quién sois Vos, Esposo mío, y quién soy yo” (V 4,3). Evidentemente: “aunque os dejaba yo a Vos, no me dejasteis…, con darme siempre la mano” (6,9; 7,22).

Siempre ha experimentado así a Dios: al acoso de su infidelidad, “dorando sus culpas” (4,10), atrayéndola con fuerza, sin descanso a su amistad, cerrándole todas las salidas de huida, haciéndolo todo. Es decir, con un protagonismo de gracia y amor, sólo de gracia y amor. Porque en Dios sólo hay amor. Todo es gracia.

Protagonismo amoroso, fuerte, paciente y a prueba de todas las resistencias de Teresa: “Harto me parece hacía su piedad…, y con verdad hacía mucha misericordia conmigo en consentirme delante de sí y traerme a su presencia, que veía yo, si tanto él no lo procurara, no viniera” (V 9,9). Protagonismo de artista, de mimo, cuidadosísimo. Escritora, Teresa pretende que sus lectores adviertan “el artificio y misericordia con que el Señor procura tornarla a sí” (8,10); que este “buen amigo” la va “regalando y sufriendo, y espera a que se haga a su condición” (ib 6). “Aunque os dejaba yo a Vos, no me dejasteis Vos a mí tan del todo…, con darme Vos siempre la mano; y muchas veces…, muchas veces me llamabais de nuevo” (V 6,9).

Protagonismo invadente de Dios hasta derribar todas las resistencias de Teresa. Cuando ya estaban a punto de saltar las últimas trabas de un amor cautivo por el acoso a que Dios la somete, recibe Teresa el consejo de “resistir gustos y regalos de Dios”. Pronto cae en la cuenta de que “cuanto más procuraba divertirme, más me cubría el Señor de aquella suavidad y gloria, que me parecía toda me rodeaba y que por ninguna parte podía huir, y así era” (V 24,2). “Grandísima largueza” ha tenido Dios con Teresa (V 21,14). Confesión final: “primero me cansé de ofenderle que su Majestad dejó de personarme” (V 19,15). Dios la seguía y perseguía amorosamente por todos los caminos de infidelidad. Teresa tuvo que rendirse a la evidencia: Dios era más fuerte en su amor que ella en su pecado.

Protagonismo siempre y únicamente de gracia: “A la verdad, tomabais…, el más delicado y penoso castigo por medio que para mí podía ser, como quien bien entendía lo que me había de ser más penoso: con regalos grandes castigabais mis delitos” (V 7,19. Ya casi al final de Vida se referirá a esto mismo poniendo en boca de Dios estas palabras: “que me acordase lo que le debía, que cuando yo le daba mayor golpe, estaba él haciéndome mercedes”, 38,16). Indudablemente, para una mujer de condición tan “sobornable”, tan agradecida a las muestras de amor que recibía como Teresa, no podía haber mayor “castigo” que responder con amor a su desamor, con misericordia a su infidelidad. Ya en el mismo prólogo de Vida dejó escrito que “parece traía estudio a resistir las mercedes que su Majestad me hacía, como quien se veía obligada a servir más” (1).

Protagonismo desbordante, a la medida de Dios: “quiso hacerme con más riquezas que yo supiera desear” (V 10,5); “siempre he visto en mi Dios harto mayores y más crecidas muestras de amor de lo que yo he sabido pedir y desear” (E 5,2). Con una formulación relativamente frecuente en sus escritos, Teresa dice que Dios lo hizo todo. Consciente de su miseria absoluta, de su incapacidad para todo bien, de que “no había fuerzas en mi alma para salvarse, si su Majestad con tantas mercedes no se las pusiera” (V 18,5), de que “no podemos nada, sino lo que él nos hace poder” (C 16,10), comprende que haya personas que vuelvan atrás: “Y así creo hiciera [yo], si el Señor tan misericordiosamente no lo hiciera todo de su parte; y hasta que por su bondad lo puso todo, ya verá… que no ha habido en mí sino caer y levantar” (31,17; 19,8). Lo mismo expresa con otras formulaciones: “no me parece os quedó a Vos nada por hacer” (1,8). Todo cuanto se cuente de lo que Dios hace por nosotros “es una gota del mar grandísimo de bienes”; es para mostrar que Dios “no deja nada por hacer con los que ama” (22,17). “Sin tasa” se ha dado a Teresa y “sin tasa” se da a todos. Es el mensaje del Libro de la Vida: “Que­remos poner tasa a quien sin ninguna da sus dones cuando quiere” (39,9; 21,12). Así también en la carta al P. García de Toledo: “Dése prisa a servir a su Majestad.., pues verá… por lo que aquí va, cuán bien se emplea en darse todo… a quien tan sin tasa se nos da” (prin.6.1562; n. 3).

1.2. El rostro humano de Dios

En el camino de Teresa a Dios, como en el camino de cualquier persona, Jesucristo, el rostro humano de Dios, es absolutamente decisivo. Es él, sólo él, quien expresa a Dios en nuestra condición. El ser, la realidad de Dios sólo nos es accesible en y por Jesús de Nazaret. Todas las palabras, las palabras que Dios mismo había pronunciado por sus profetas, alcanzan su sentido en y por la Palabra, la única Palabra –ya no habrá otra–. Jesús expresa toda la insondable realidad de Dios, siempre “nueva” para nosotros. Y esto, como muy bien dice C. Duquoc, es lo original en Jesús: que él sea Hijo de Dios con una identidad misteriosa con la realidad misma de Dios, y sin que esta destruya su vida histórica o la vuelva anodina”.

Teresa es posiblemente uno de los testigos más clarividentes y lúcidos, más ardientes y vigorosos de que en la aceptación de Jesús de Nazaret, Hombre-Dios, Dios-Hombre, Dios en nuestra carne, en nuestra naturaleza, estaba en juego toda la verdad originaria del cristianismo. Y muy concretamente la verdad de Dios y la propia verdad humana. Jesús “es el libro verdadero adonde he visto las verdades” (V 26,5). La verdad de Dios y de la persona en mutua gravitación de comunión de amor, de unidad de amor.

Confiesa Teresa que teniendo “poca habilidad para con el entendimiento (= imaginación) representar cosas” (V 9,6; 12,4), “sólo podía pensar en Cristo como hombre” (9,4). E igualmente manifiesta que su oración primera consistía en procurar “lo más que podía traer a Jesucristo dentro de mí presente” (4,7; 9,4; 10,1). Esta carencia natural para “imaginar” lo que no tiene cuerpo, materialidad, y ésta “instintiva”, fuerte inmersión de Teresa en el hombre Jesús, es determinante y decisivo para ella. Aunque en un principio no tenga un conocimiento reflexivo de ello, Teresa inicia su particular batalla por salvar a la vez la verdad de Dios y la verdad de la persona humana, unidas definitivamente en Jesús de Nazaret. Ni divino sin humano, ni éste sin aquél. Ni el más mínimo desequilibrio en favor de uno u otro. Como en Jesús, en nosotros también “divino y humano junto” (M 6,7,9). Las flaquezas y limitaciones propias de nuestra condición humana, que Dios mismo asume y padece, hace suyas en su Hijo nacido de María Virgen, no limitan ni deforman la manifestación de Dios. La “imagen” de Dios, el ser íntimo de Dios se le revela en este hombre judío, llamado Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero. Dios es este hombre, uno de los miembros de la comunidad humana. Y este Hombre-Dios, que entra a formar parte de nuestra historia, nos “entra” en el misterio trinitario, nos le abisma en él, nos hace vivir en él.

Si conocemos a Dios por sus obras en nuestra historia, por lo que ha hecho y hace por nosotros, porque se nos comunica, esto alcanza todo su significado en Jesús, la obra del Padre, en Quien nos ha dado todo de una vez y por siempre. “Basta lo que nos ha dado en darnos a su Hijo que nos muestre el camino” (M 5,3,7). El es “la prenda” del amor del Padre (V 22,14). El es el revelador del Padre en su humanidad, en su carne. Por eso acostumbrará Teresa a subrayar la humanidad de Jesús, porque en ella ve la máxima aproximación y cercanía de Dios a nosotros, la verdad de su amor que le hace semejante a nosotros, hasta en las “flaquezas y debilidades” intrínsecas a nuestra condición humana. “Veía que, aunque era Dios, que era Hombre (V 37, 6). Por eso “es amigo”, “es compañía”: conoce nuestra condición humana. “Es muy buen amigo Cristo, porque le miramos Hombre y vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía” (V 22,10).

Dios es verdaderamente hombre. Ha entrado en nuestra condición humana y en ella nos muestra quién es, hasta dónde llega la verdad de su amor por nosotros, cómo se muestra la totalidad de su amor en la vida de un hombre, dentro de los límites concretos de nuestra historia, en el interior de la misma, sin huidas ni evasiones, sin espiritualismos evanescentes, huecos. Encontrar a Dios en Jesús es ser remitidos a nuestra historia, a nuestra naturaleza, a nuestra carne, a la materia, porque todo eso ha sido asumido por Dios, es Dios en Jesús de Nazaret. A partir de él ya no hay otro Dios. Ni otra manera de participar en su vida íntima, en el mundo de sus relaciones intratrinitarias.

Reviste particular significación el significado explícito que Teresa de Jesús capta en sus experiencias místicas cristológicas. Antes, en un largo, amoroso y accidentado antes, Teresa procuraba “representar a Cristo dentro de mí” (V 9,4), “traerlo… dentro de mí presente” (4,7), ahora, es decir, a partir de cierto momento de su proceso místico, es Cristo quien se hace presente a Teresa. Después de su encendido alegato en favor de la necesaria presencia de la Humanidad de Cristo, de Dios-Hombre, en el proceso místico –M 6,7–, comienza el capítulo 8 con estas palabras: “Para que más claro veáis.., que es así lo que os he dicho, y que mientras más adelante va un alma, más acompañada va de este buen Jesús, será bien que tratemos de cómo, cuando su Majestad quiere, no podemos sino andar siempre con él” (1). ¿Qué significa para un cristiano la “Divinidad”, Dios, sin la humanidad en la que él se nos muestra y se nos da? ¿Qué Dios es el que no “pasa” por la humanidad de Jesús, el que no se confiesa en esa humanidad? ¿Qué “aporta”, qué vale para el hombre un Dios que no “salva”, no redime su naturaleza y en y desde ella le habla? ¿Cómo se muestra Dios “valioso” para el hombre si le “obliga” a “ser ángel”, a renunciar a su condición humana?

Teresa, que experimentaba su yo indivisible, hondo, presente en todo su ser, asomado y activo en sus sentidos como en “el hondón del alma”, y que intuía al mismo tiempo, gozaba íntimamente después, que Dios la había liberado, asumiendo su naturaleza, se resistía a vivir de espaldas a esa naturaleza misma que Dios había hecho suya, y que la había convertido en “lugar” y fuente de gracia. Quiere esto decir que en Jesús todos los actos humanos son vehículos de gracia, redentores, en el fuerte sentido del término. ¡Y esto tenía algo que ver con ella, con su vida de mujer redimida! Confesar a Dios Hombre en Jesús conlleva confesar que la totalidad de nuestra persona ha sido salvada, frente a todas las “boberías de perfección” que se ciernen amenazadoramente sobre nosotros, y que atentan contra la verdad de Dios manifestado en Jesús de Nazaret.

Tres apuntes, humanísimos, como tantos en la biografía teresiana, y que son manifestaciones “normales” en una persona que ha creído seriamente en el Hombre en quien se manifiesta la plenitud de la Divinidad. El primero se refiere a su relación con el P. Gracián quien, sin duda, le ha manifestado alguna inquietud al respecto. Teresa le tranquiliza, al menos manifiesta claramente su pensamiento. Escribe: “Dice [Teresa] que le quisiera besar muchas veces las manos y que le diga a vuestra paternidad que bien puede estar sin pena, que el casamentero [Jesucristo] fue tal y dio el nudo tan apretado que sólo la vida le quitará, y aun después de muerta estará más firme, que no llega a tanto la bobería de la perfección, porque antes ayuda su memoria a alabar al Señor” (cta 9.1.1577, n. 7).

El otro apunte tiene como destinataria a la gran amiga María de S. José, cuando la Madre Teresa está iniciando su último año de vida, nombrada priora de Ávila “por pura hambre”. La amiga le ha expresado claramente su amor. Y Teresa arranca su respuesta así: “Mucho me consolé con su carta, y no es nuevo, que lo que me canso con otras descanso con las suyas. Yo le digo que si me quiere bien, que se lo pago, y gusto que me lo diga. ¡Cuán cierto es de nuestro natural querer ser pagadas! Esto no debe ser malo, pues también quiere serlo nuestro Señor…; mas parezcámonos a él, sea en lo que fuere” (cta 8.11.1581, n. 1).

Y, por último, su opinión, expresa con natural desenvoltura, sobre su traslado a Malagón: “Por esa su carta verá vuestra paternidad lo que se ordena de la pobre vejezuela. Según los indicios hay (puede ser sospecha), que es más el deseo que estos mis hermanos calzados deben tener de verme lejos de sí, que la necesidad de Malagón. Esto me ha dado un poco de sentimiento” (cta a Gracián, 10.6.79, n. 4). Al principio de enero del año siguiente vuelve a escribir a Gracián remantando la información de la anterior: “Yo digo a vuestra merced que aquí hay una gran comodidad para mí que yo he deseado hartos años ha; que aunque el natural se halla solo sin lo que le suele dar alivio, el alma está descansada; y es que no hay memoria de Teresa de Jesús más que si no fuese en el mundo. Y esto me ha de hacer no procurar irme de aquí, si no me lo mandan, porque me veía desconsolada algunas veces al oír tantos desatinos; que allá, en diciendo que es una santa, lo ha de ser sin pies ni cabeza. Ríense porque yo digo que hagan allá otra, que no les cuesta más que decirlo” (cta fin.1.1580). ¡Qué torrentes de humanidad, redimida, por supuesto, como la persona toda! ¡Y redimible, de hecho, en cada uno! Pero nunca arrojada fuera, a las tinieblas, del festín del hombre nuevo.

1.3. El misterio trinitario

En su proceso místico, por el que se va adentrando en la verdad del misterio de Dios, Teresa desemboca en el conocimiento experiencial del Dios uno y trino. Es la culminación del desvelamiento del misterio de Dios. Del misterio de Dios en sí mismo, en la intimidad de la comunidad divina; y en el misterio participado, que la vive dentro y en el que ella vive, en una experiencia estable, continua los últimos años de su vida. El dato de la fe sobre el misterio insondable, “objetivo”, de Dios es vivenciado por Teresa, “personalizado” en el centro de su ser. Y es Jesús, “la sacratísima Humanidad” la que le introduce en la Trinidad.

En la traducción lingüística Teresa se sirve de las estereotipadas fórmulas que le ofrece la teología, el catecismo. Aquí no podemos buscar novedad alguna. Teresa no es teólogo que trata de profundizar intelectualmente el dato de la revelación, o que busca una explicación más ajustada de la verdad revelada. Ella traduce cómo ha vivido el misterio, qué comunión se ha dado entre Dios trino y ella. Manifiesta de este modo que la Trinidad no es una “verdad” que escapa y provoca al entendimiento humano, sino un don “vivible”, que transforma la vida de la persona y la abre a la realización máxima de su vocación: ser “capaz” de Dios, de entrar verdadera y realmente en la vida misma de Dios, de ser Dios por participación, es decir, por donación radicalmene gratuita de Dios. La novedad de la experiencia trinitaria del místico está en decirnos cómo afecta al ser de la persona, a qué horizontes le abre, en qué tierra hunde sus raíces y qué cosecha de frutos produce.

Encontramos en el Libro de la Vida dos referencias explícitas a su comprensión del misterio trinitario. En el capítulo 27, hablando de una “manera que enseña Dios al alma y la habla sin hablar” (6), escribe: “se ve el alma en un punto sabia, y tan declarado el misterio de la Santísima Trinidad…, que no hay teólogo con quien no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas” (9). Y, más adelante, nos dice cómo se le dio a entender “la manera cómo era un solo Dios y tres Personas tan claro, que yo me espanté y consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas, y para cuando pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser y esme mucho contento” (39,25). En estos dos textos está enunciado en síntesis la inteligencia experiencial del misterio trinitario. Pero será a partir del año 1571 cuando Teresa nos entregue las más abundantes relaciones de sus experiencias trinitarias. En las M 7 dejará también precisa constancia, hasta donde se puede, de su vivencia trinitaria. Último tramo de su jornada mística. De hecho, en la última Relación que nos ha entregado dice: “Me parece que siempre se anda esta visión intelectual de estas tres Personas y de la Humanidad”. Y todavía señala un apunte que no hay que pasar por alto: “Y ahora entiendo –a mi parecer– que eran de Dios las [mercedes] que he tenido, porque disponían el alma para el estado en que ahora está” (R 6,3).

Recojamos la primera formulación, cronológicamente hablando, de la experiencia de misterio trinitario, en una relación firmada el 29 de mayo de 1571: “Comenzó a inflamarse mi alma, pareciéndome que claramente entendía tener presente a toda la Santísima Trinidad en visión intelectual, adonde entendió mi alma por cierta manera de representación, como figura de la verdad… cómo es Dios trino y uno; y así me parecía hablarme todas las tres Personas y que se representaban dentro de mí distintamente” (R 16, 1). En parecidos términos se expresará, seis años más tarde, en M 7,1,6. En ambos textos, sobre todo en Moradas, anota también de pasada la enorme diferencia que hay de “oír estas palabras [del Evangelio] y cree­rlas, a entender por esta manera [por experiencia mística] cuán verdaderas son” (M 7,1,7). Conocimiento “podemos decir por vista” de lo que “tenemos por fe”, había dicho en el número anterior, produciendo algunos escrúpulos teológicos a los examinadores del libro. Un conocimiento “imprimido” en las entrañas, que marca profundamente, configura e identifica a la persona.

2. La doctrina

Teresa no se exhibe contándonos su interioridad, no nos ofrece unas “memorias” de su vida espiritual. Siente una profunda repugnancia a hacerlo. Si confiesa, con cierta frecuencia, que le cuesta mucho recibir mercedes (V 39,21;7,19), más le cuesta decirlas. Por eso se resiste cuanto puede. A Teresa le interesa la doctrina que se da en su experiencia, la palabra de alcance universal, con validez para todos que en esa experiencia se encierra. Basta recordar el título del último capítulo del Libro de la Vida: “Prosigue en la misma materia de decir las grandes mercedes que el Señor le ha hecho, de algunas de las cuales se puede sacar harto buena doctrina, que éste ha sido…, su principial intento…, poner las que son para provecho de las almas” (cf V 27,9;37,1). Es su modo de hacer teología: narrar su experiencia como premisa de un enunciado doctrinal. Es lo que persigue. La narración de su experiencia no es un fin en sí misma.

A nosotros tampoco nos interesa su experiencia en cuanto tal, puerta abierta para asomarnos a su interior. Su experiencia es suya, y con ella se fue. “¿Qué me aprovecha a mí que los santos pasados hayan sido tales, si yo soy tan ruin después, que dejo estragado con la mala costumbre el edificio?” (F 4,6). Aunque tengamos que arrancar –como lo hemos hecho– de su experiencia, lo que nos interesa es el camino personal que nos abre, la iluminación doctrinal que derrama sobre los caminos del espíritu. Eso es lo que pretendemos ahora.

Cuando se acerca Teresa por primera vez en busca de un discernimiento de las experiencias místicas que recibe, el sacerdote G. Daza y F. Salcedo, el Caballero santo, le dicen que “a todo su parecer de entrambos era demonio” (V 23,24), “que no venía lo uno con lo otro”, a saber, gracias divinas y conducta de Teresa. Y le razonan: “aquellos regalos eran ya de personas que estaban muy aprovechadas y mortificadas” (V 23,11). A Teresa no le costaba admitir que ella no estaba “muy mortificada”. Pero sí se le hacía difícil –si no imposible– aceptar que Dios tuviera que esperar “la puesta a punto” de la persona para otorgarle su gracia. Y este convencimiento, que ya por entonces era muy grande, se le hará certeza absoluta, evidencia. Pondrá siempre a salvo el protagonismo “gracioso” de Dios. ¡Dios no espera a que la persona esté muy mortificada para hacérsele presente con su gracia! ¡El se adelanta siempre! Él, “ganoso de hacer mucho por nosotros” (M 6,11,1).

Las palabras del Padre nuestro “hágase tu voluntad…” le ofrecen una buena ocasión para un pronunciamiento rotundo, inequívoco. Reza, como suele, con intensidad: “Bien hicisteis, nuestro buen Maestro, de pedir la petición pasada, para que podamos cumplir lo que dais por nosotros; porque, cierto, Señor, si así no fuera, imposible me parece. Mas haciendo vuestro Padre lo que Vos le pedís de darnos acá su reino, yo sé que os sacaremos verdadero en dar lo que dais por nosotros; porque hecha la tierra cielo, será posible hacerse en mí vuestra voluntad. Mas sin esto…, yo no sé, Señor, cómo sería posible” (C 32,2). Antes ya había escrito: “Como vio su Majestad que no podíamos santificar ni alabar ni engrandecer ni glorificar este nombre santo del Padre eterno…, de manera que se hiciese como es razón, si no nos proveía su Majestad con darnos acá su reino…” (30,4). “No tenemos qué dar si no lo recibimos” (32,13; M 6,5,6).

En Vida dirá que nos es necesario saber que recibimos para poder nosotros responder, vivir en fidelidad. “Si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar” (10,4). Y razona su pensamiento para concluir con una pregunta precisa y una respuesta contundente: “Pues ¿cómo aprovechará y gastará con largueza el que no entiende que es rico? Es imposible –conforme a nuestra naturaleza, a mi parecer– tener ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios” (ib 6). En esto, según la Doctora Mística, está en juego la verdadera humildad, es decir, caminar en la verdad.

Dios, pues, se adelanta siempre, es siempre gracia en su relación con nosotros. Bastaría simplemente pensar que, en una relación interpersonal, amistosa, precede siempre, se empeña más quien más ama. Lo que anteriormente vimos al evocar la experiencia teresiana (cf V 9,9), lo presenta como principio doctrinal. Escribe: “Por cierto, cuando no hubiera otra cosa de ganancia en este camino de oración, sino entender el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros y andarnos rogando… que nos estemos con él…” (M 7,3,9). Es una constante. “No es aceptador de personas, a todos ama” (V 27,12).“Dios es amigo de dar” (M 5,1,5). “Y nunca querría hacer otra cosa si tuviera a quién” (Conc 6,1); “no está de­seando otra cosa sino tener a quien dar” (M 6,4,12). Señala la conexión entre su experiencia, su caso y el mensaje que lanza al lector: “Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar, ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir” (V 19,15).

Toda lectura de las maravillas que Dios hizo en el pasado, empezando por la Biblia –historia de las maravillas obradas por Dios en favor de su pueblo–, referente obligado de todo creyente, no es válida si no nos abre y remite al presente en el que Dios obra, en nuestro personal presente y en el colectivo. Después de recordar a los santos Francisco y Domingo, “y al P. Ignacio, el que fundó la Compañía”, Teresa se vuelve a sus lectores y les dice “que tan apararejado (=dispuesto) está este Señor a hacer merced ahora como entonces”. Y añade que “aun en parte más necesitado de que las queramos recibir” (M 5,4,6).

Sobre lo mismo vuelve recordando los primeros tiempos de la reforma iniciada por ella, tiempos de espléndida floración espiritual. Y manda un mensaje a “las que están por venir” diciéndoles que, si no se dan en ellas las gracias a las que se está refiriendo, “no lo echen (=no culpen) a los tiempos, que para hacer Dios grandes mercedes a quien de veras le sirve, siempre es tiempo” (F 4,5). Y en el número siguiente alarga su consideranción a los “principios” de toda Familia relgiosa: “Oigo algunas veces de los principios de las órdenes decir que, como eran los cimientos, hacía el Señor mayores mercedes a aquellos santos nuestros pasados. Y es así, mas siempre habían de mirar que son cimientos de los que están por venir”. Por lo tanto, gracia de “cimientos” recibimos para ser cofundadores, agentes de la gracia carismática que transmitimos. No es un recurso oratorio para encarecer una exhortación cuando Teresa dice a sus hermanas “que cada una haga cuenta de las que vinieren, que en ella torna a comenzar esta primera Regla de la Orden de la Virgen…” (F 27,11). Ni tampoco cuando vuelve a decir a sus “hermanos y hermanas” que “no se diga por ellos lo que de algunas Órdenes que loan sus principios. Ahora comenzamos, y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor” (29,32). En estas palabras hay una confesión del Dios que no está encarcelado en el pasado, sino que preside y hace la historia, que siempre obra y se revela en cada momento de la historia.

Y como sucedió en ella –lo que no comprendieron sus primeros discernidores– Dios no se comunica porque son buenos los receptores sino porque él es bueno, “para dar a conocer sus grandezas”. No tarda de decirlo con claridad en Moradas. Se dispone a dar a entender “las mercedes que es Dios servido hacer a las almas” (M 1,1,3). Sabe que hay personas a quienes “les hace daño entender que es posible en este destierro comunicarse un tan gran Dios” con nosotros (ib), o algunos que dicen “que parecen cosas imposibles y que es bien no escandalizar los flacos” (ib 4). Por eso, desde el principio, establece un principio indiscutible para ella: “Acaece no las hacer [las mercedes] por ser más santos a quien las hace que a los que no, sino porque se conozca su grandeza”, la grandeza de su ser comunicativo, grandeza “cuantitativa” y de gratuidad. Termina adornándose con dos referencias bíblicas: “como vemos en san Pablo y la Magdalena” (M 1,1,3).

Y Dios se comunica “no menos que como Dios”, según la expresión sanjuanista. Teresa no lo dice así, pero dice lo mismo. “¡Qué bajos quedaríamos si conforme a nuestro pedir fuese vuestro dar!” (Conc 5,6); “no se contenta el Señor con darnos tan poco como son nuestros deseos” (ib 6,1). Un poco más adelante dice: “Métela [Dios al alma] en la bodega, para que allí más sin tasa pueda salir rica. No parece que el Rey quiere dejarle nada por dar” (ib 3). “Queremos poner tasa a quien sin ninguna da sus dones cuando quiere” (V 39,9; 37,2). Cuando inicia la exposición de las M 7 pone en boca de sus lectores la cuestión siguiente: “Pareceros ha, hermanas, que está dicho tanto en este camino espiritual, que no es posible quedar nada por decir”. Y responde seguidamente: “Harto desatino sería pensar esto”. Argumenta brevemente, con rotundidad: “Pues la grandeza de Dios no tiene término, tampoco le tendrán sus obras. ¿Quién acabará de contar sus misericordias y grandezas? Es imposible”.

San Juan de la Cruz, siguiendo la filosofía escolástica, escribe: “Cuando uno ama y hace bien a otro, hácele bien y ámale según su condición y propiedades; y así tu Esposo, estando en ti, como quien él es hace las mercedes” (Ll 3,6). El obrar sigue al ser y con él se corresponde. Dios es lo que obra. El ser y el hacer se identifican en Dios. Por eso dice Teresa que, pues “la grandeza (=el ser) no tiene término, tampoco le tendrán sus obras”.

Pero la forma de la comunicación desmedida de Dios –Teresa, abrumada por la “gran magnanimidad” de Dios, le “advertía”: “mirad lo que hacéis… para poner tasa en las mercedes… os suplico que se os acuerde [los grandes males míos]” (V 18,4)– varía según la voluntad de Dios con cada uno de nosotros. La Santa lo dice abiertamente, sin ambajes, porque responde a la verdad, y porque los lectores de sus libros no identifiquen la donación de Dios con la forma en la que se le ha comunicado a ella.

En dos textos vigorosos, y ambos en un contexto que los realza más todavía, traza bien la línea divisoria entre la donación de Dios y los caminos a través de los cuales lleva a las personas y se comunica con ellas. Ya en plenas moradas místicas, en las M 5, después de haber empezado a hablar de la “oración de unión” (c. 2), e iniciar el siguiente, se detiene sobre la marcha, sorpresivamente para el lector, para hacer una aclaración que ella juzga obligada. Y escribe: “Paréceme que queda algo oscura, con cuanto he dicho, esta morada. Pues hay tanta ganancia de entrar en ella, bien será que no parezca quedan sin esperanza a los que el Señor no da cosas tan sobrenaturales”. Sigue la importantísima afirmación de que “la verdadera unión se puede muy bien alcanzar” aunque no sea la “unión regalada” (¡advierta el lector el uso de adjetivos!) de la que habla en estas moradas (M 5,3,3). Termina el número siguiente con estas palabras: “poderoso es el Señor de enriquecer las almas por muchos caminos y llegarlas a estas moradas, y no por el atajo que queda dicho”. ¿Es posible, sin esas gracias místicas, “extraordinarias”, “matar el gusano”, rendirse totalmente a la voluntad de Dios? “De ser posible no hay duda” (ib 6). “No ha menester el Señor hacernos grandes regalos para esto, basta lo que nos ha dado en darnos a su Hijo que nos enseñase el camino” (ib 7).

El otro texto lo encontramos en las M 3, las de las “almas concertadas” que presentan “sus obrillas” como moneda de cambio al Señor para que “por justicia” (C 18,6) les conceda gracias místicas. La Santa les advierte “que no han obligado a nuestro Señor para que les haga semejantes mercedes” (M 3,1,8). En su diálogo, paciente y no exento de compasiva ironía, comprensiva siempre, llega a pronunciarse así: “No penséis que importa poco que no quede por nosotros, que cuando no es nuestra la falta, justo es el Señor y su Majestad os dará por otros caminos lo que os niega por éste…; al menos será lo que más nos conviene, sin duda ninguna” (2,11). Aquí, en este mismo capítulo (n. 13), y muy frecuentemente, la Maestra de oración afirma que “para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho (M 4,1,7). Pero “quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho”, anota Teresa; y continúa: “porque no está [el amor] en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios” (ib). Discurso que no seguimos nosotros ahora, pero que es un auténtico filón de oro en la espiritualidad teresiana. Nos basta terminar con sus palabras: “Su Majestad sabe mejor lo que nos conviene; no hay para qué le aconsejar lo que nos ha de dar” (M 2,1,8). “Guíe su Majestad por donde quisiere” (V 11,12).

3. Líneas de comportamiento

Dios no se revela para aumentar los espacios de nuestro conocimiento, para ser sabido sino para ser vivido. Cono­cemos a Dios no por la información que de él tenemos sino por la conformación con él. O, en términos cristológicos, “el mayor regalo” que Dios puede hacernos “es darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado; y así tengo yo por cierto que son todas estas gracias [de las que ha hablado en las Moradas] para fortalecer nuestra flaqueza… para poderle imitar en el mucho padecer” (M 7, 4,4). Las gracias de Dios tienen por finalidad cristificar nuestra existencia, conformarnos con la Gracia, Jesús.

Cada uno vive según la “idea” que tiene de Dios. El conocimiento experiencial de Dios que Teresa nos ha transmitido, generará en quienes lo acepten un nuevo modo de relación con Dios, una nueva forma de vivir. La vida revelará si y en qué grado hemos incorporado la palabra teresiana sobre Dios. Sin duda, aunque a los lectores superficiales y saltuarios, también a los oyentes, pueda parecer esto una palabra “abstracta”, es, sin embargo, la más “concreta”, y, desde luego, la única generadora de cristianos verdaderos que confiesan al “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Diría que es la que autentica a un místico y valoriza su palabra. Palabra fuente de la que las demás se alimentan. Señalo algunas de las líneas de acción en las que se expresa esta imagen de Dios que vivió y nos transmite Teresa de Jesús.

Al terminar el capítulo 26 de Camino nos aconseja ponernos “cabe este buen Maestro muy dispuestos a aprender lo que nos enseña”. Ser oyentes de Dios, acogedores de su don. “Los ojos en él” (V 35,14), “los ojos en vuestro Esposo” (C 2,1). Esto es ser orantes, contemplativos. Orar “es abrir la puerta” a Dios: “Para estas mercedes tan grandes que me ha hecho a mí, es la puerta la oración; cerrada ésta, no sé cómo las hará” (V 9,9). Oír y acoger a Dios en su realidad, sin idolizarlo. “Dejar a Dios ser Dios”. De lo contrario no hay “tú” con quien relacionarnos. Si no es Dios con el que nos relacionamos, sino un ídolo, hechura de nuestra manos, se explicaría que tantas vidas “espirituales” hayan degenerado en estatuas de sal (M 1,1,6), “santos en su parecer” (Conc 2,24), que “en su seso presumen de espirituales” (V 13,5). Por lo tanto, cultivar una apasionada búsqueda de la verdad de Dios, del Dios verdadero, que nos pondrá inevitablemente ante nuestra propia verdad. Rercordé de pasada que la oración es “entender estas verdades” (C 22,8): quién es Dios, quién soy yo, y “cómo haré que mi condición conforme con la suya” (ib 7).

Oír, acoger la verdad de Dios “en trato personal” –¿hay otra forma?– es desescombrar nuestra verdad más íntima, “la semejanza” divina que llevamos de origen, “la vocación única” que es la unión con Dios, vivir su misma vida. “Para ser verdadero el amor y que dure la amistad hanse de encontrar las condiciones” (V 8,5). Si algo nos revela Teresa al final del proceso místico, proceso de desvelamiento de la verdad de Dios, de nosotros mismos, de la comunión de vida, ya de hecho existente, es que somos relación a los demás, capacitados para servirles, capaces de ser presencia activa de amor, como somos capaces de Dios, por naturaleza y gracia.

La última, definitiva palabra sobre Dios, “amigo de dar”, la palabra que le hace creíble, realmente presente en el surco de la historia, es que la persona, sobre todo la que a él dice vivir referida, se convierta en –¡sea!– don de sí. Y en la más pura gratuidad. Son las dos últimas palabras sobre las que voy a discurrir con brevedad.

El lector atento de Teresa puede descubrir el cambio de orientación que se opera en ella. Ni le pasó por alto a ella, ni lo silenció en sus escritos. Comienza encareciendo uno de los efectos que produce la comunicación de Dios y que llega a su plenitud en las M 7. Podríamos decir que es el efecto, la obra que nace de la oración, del “tratar con Dios”. A saber, el total acatamiento de la voluntad de Dios. Así escribe: “es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas…” (M 7,3,4). Este deseo lo cifra en una sola cosa. Y confiesa que le “espanta”, que le sorprende fuertemente. Dice: “Lo que más me espanta de todo, es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido por morirse…; ahora es tan grande el deseo de servirle… y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años…; no les hace al caso, ni pensar en la gloria que tienen los santos; no desean por entonces verse en ella; su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado” (ib 6). “Su gusto es en imitar en algo la vida trabajosísima que Cristo vivió” (Conc 7,8).

La última Relación, de mayo de 1581, la remata así: “Tiene tanta fuerza este rendimiento a ella [a la voluntad de Dios], que la muerte ni la vida se quiere…; le queda el deseo de vivir, si él quiere, para servirle más y si pudiese ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase…, que… le parece importa más que estar en la gloria” (R 6,9).

Esta experiencia la transmite como doctrina, particularmente en la terminación del libro de las Moradas. El encuentro de Dios y con Dios, las gracias múltiples que de él recibe la persona, particularmente en estas profundidades de la comunión con él, de la conformación, la fortalecen para el amor y para el servicio. Dios-Amor no se reserva nadie para sí. Las personas que se unen a él “no se esconden” “para gozar de aquellos regalos y no entender [=no ocuparse) en otra cosa” (M 7,4,5). Donde Dios “entra” arrastra en la corriente de su amor a la donación de sí. Saben estos “agraciados” de Dios “que su manjar [de Jesucristo, de Dios] es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos [= alleguemos] almas para que se salven y siempre le alaben” (ib 12).

Afina el diálogo con sus hermanas, con el lector, en la línea de un realismo vigoroso, hasta terminar diciendo “que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen” (ib 15). “Sólo amor es el que da valor a todas las cosas” (E 5, 2). El amor es la única obra que construye el Reino y lo revela. Un amor que es esencialmente dinámico: “El amor jamás está ocioso” (M 5,4,10; M 7,4,10).

Amor gratuito. La gratuidad, que define a Dios, define también a quien es vivido por él. Pues así traduce Teresa la conversión que experimentó ante la imagen del Cristo muy llagado (V 9, 1-3), y que fue creciendo y afirmándose hasta su plenitud, relativa siempre. Escribe en V 23, 2 que desde aquel momento “es otra vida nueva; la de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí”. Cambio de sujeto, como expresa, en petición ardiente en la Exclamación 17,3, aspiración honda de todo enamorado: “Muera ya este yo, y viva en mí otro yo que es más que yo, y para mí mejor que yo”.

A esta actitud de gratuidad llama y educa a sus lectores desde el principio de la jornada espiritual, cuando uno se decide “a ser siervo del amor” (V 11,1). Por lo tanto, “su intento, no ha de ser contentarse a sí, sino a él” (ib 10), pues “ya no somos nuestros, sino suyos” (ib 12). Los que inician bien el camino son aquellos que “como buenos caballeros [de Cristo] sin sueldo quieren servir a su Rey” (V 15, 11), los que “van por el camino del amor como han de ir, por sólo servir a su Cristo crucificado” (M 4,2,9). Estas consignas se convierten en abundante cosecha. En el capítulo 7 de Conceptos de amor de Dios nos presenta unas páginas antológicas sobre la gratuización de la existencia, muy concretamente en el servicio a los prójimos. Páginas que avanzan la densa síntesis que nos ofrecerá más tarde en las M 7. De quien ha llegado aquí dice: “Si está mucho con él [con Cristo, si es verdadera la comunión con él] poco se debe acordar de sí; toda la memoria se le va en cómo más contentarle”(4,6). Presencia a Jesús, comunión con él, y “olvido de sí, que parece que ya no es” (3,2), “no se acuerdan más de sí que si no fuesen” (Conc 7,5). “Sólo miran al servir y contentar al Señor” (Conc 7,5). Por eso “aprovechan mucho” (ib).

La palabra de Teresa sobre Dios, nacida de la experiencia, se convierte en una palabra sobre el hombre, creado por Dios “a su semejanza”, “llamado”, es decir, capacitado, para ser Dios por participación y gracia. Tiene razón Teresa cuando presentando, en las primeras páginas de Moradas a los dos protagonistas de la historia que se dispone a contar, dice que “a mi parecer jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios” (M 1,2,9).

BIBL. – M. A. García Ordás, La Persona divina en la espiritualidad de santa Teresa, Roma, 1967; M. Herráiz, Donación de Dios y compromiso del hombre. En la raíz de la experiencia y de la palabra de Teresa de Jesús, en «A zaga de tu huella», Burgos, 2001, pp. 111-142.

Maximiliano Herráiz

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Diálogo fraterno

Entre los muchos calificativos que pueden aplicarse a Teresa de Jesús hay uno que la define con mucha realismo: «mujer dialogante». Parece haber nacido para el diálogo y para enseñar a dialogar. Sin embargo, nunca en sus escritos aparece la palabra «diálogo», ni «dialogar», ni sus derivados; tampoco «dialogizar», verbo que en aquel entonces ya se había comenzado a usar. En su tiempo, estas palabras no habían entrado aún en el lenguaje común. Se hablaba del diálogo como una forma de escribir. En el sentido que hoy se toma, sólo después de la primera guerra mundial y en especial a partir de las últimas décadas, han entrado de lleno en el común hablar de la gente, a todos los niveles.

Por diálogo se entiende, según el diccionario, la conversación entre dos personas que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos. También se define el diálogo como el comunicarse para buscar la verdad en común. Es el vehículo imprescindible para el encuentro entre personas. Hoy todo funciona partiendo del diálogo. Las relaciones y reuniones a escala internacional o nacional, provincial, regional o local, se hacen posibles gracias al diálogo; la familia se fortalece dialogando entre padres e hijos y la misma Iglesia católica adopta, sobre todo con Pablo VI, una postura dialogante con las demás confesiones religiosas. Cualquier forma de convivencia y muy en concreto la vida en común entre los consagrados, no puede vertebrarse sino en la comunicación para constituir una comunidad sólida, de la que todos se sienten miembros activos.

1.º Formada en el diálogo en el trato con Dios

No importa que Teresa no haya usado la palabra «diálogo» o «dialogar». Para manifestar a otro lo que sentía, para relacionarse con él, emplea palabras sinónimas o equivalentes, como «conversación» y «conversar», «comunicación» y «comunicar», «hablar, «parlar», «tratar», «coloquio», «plática»…, aunque no siempre en el sentido de manifestar ideas o afectos. El manifestarse era vital, como de vida o muerte. No sabía escribir sin tener a otro delante: Dios, sus hijas, un lector. Y cuando esto no se da, dialoga con la propia vida (E 1,3), con la muerte (E 6,2; Po 1), con el amor (E 2,1), con la propia libertad (17,4). Todos sus escritos son coloquiales. Nos lo confirma con estas palabras: «Iré hablando con ellas en lo que escribiré» (M pról. 4). En ocasiones piensa que la están escuchando; otras que le hacen preguntas, a las que responde de inmediato. Habla con confianza, como pensando que a quien tiene delante es un amigo. No divaga o se detiene en razonamientos abstractos; aclara situaciones personales o comunica experiencias o enseña verdades aprendidas en el diálogo mantenido con Dios en la oración o forma a sus hijas sobre la vida que tienen que hacer como vocacionadas a la contemplación y a vivir en comunidad. Se hace palabra que llega al otro, con el que conecta, y es toda oídos para recibir lo que le llega de fuera. Escucha todo lo que sea valioso y ofrece cuanto piensa que al otro le puede hacer bien. En la palabra escrita pone amor para mejor comunicarse con el otro, porque ha descubierto primero que Dios lo ha puesto también en la suya.

«Ella escribe en diálogo con el lector. Alterna el diálogo con éste y con Dios. Diálogo tan sencillo y sincero, tan exento de complejos, hecho tan en presencia del lector, que no deja a éste en la actitud de mero testigo, cuando ella se vuelve a Dios. No le consiente desentenderse y quedar neutral» (T. Álvarez, Teresa de Jesús. Enséñanos a orar. Burgos, 1981, p. 70).

Teresa es maestra en el difícil arte del diálogo. Comenzó a ejercitarse desde pequeña: con su hermano Rodrigo (V 1,4), con sus primos (V 2,2), con una parienta (V 2,3), con María de Briceño (V 3,1), con su hermano Antonio (V 4,1), con el cura de Becedas (V 5,4). Prosigue el ejercicio con sus monjas de comunidad, con algunas personas de Ávila que la visitan habitualmente en el locutorio del monasterio de la Encarnación y con «los cinco que al presente nos amamos en Cristo» (V 16,7). Pero quien la enseña propiamente el arte de dialogar es el mismo Dios, en la medida en que fue adentrándose en la oración. Dios es el maestro de Teresa (C 29,7). Esta, discípula aventajada. El Señor sale a su encuentro para iniciar con ella un trato de amistad. Le dirige una palabra que espera una respuesta. Escucha y responde, hasta llegar a un diálogo íntimo, personal, de tú a tú y cara a cara. Dios le habla y ella escucha; Teresa habla a Dios y Dios la escucha. Ha comprendido que la oración es diálogo en la amistad. Dios ha sido el primer locutor, ha tomado la iniciativa. Ella es consciente que Dios la llama, en un determinado momento, a hacer con él una historia de gracia dialogada.

Descubre que la necesidad que siente de dialogar, que la fuerza interior que la impele a comunicarse, no le explica todo el alcance del diálogo. Es en el trato con el Señor donde aprende que el origen del diálogo hay que buscarlo en Dios. El diálogo tiene un origen trascendente. Nace del mismo Dios, que ha querido relacionarse con el hombre desde su Palabra. Teresa viene a decirnos que tanto más capacitado está uno para dialogar con un semejante cuanto más ha dialogado con el Señor. Es cuestión de relación. Y la forma de expresar esa relación está en el diálogo que surge en la oración, como dice Pablo VI. «La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo, que parte de Dios y entabla con el hombre múltiple y admirable conversación. Es en esta conversación de Cristo entre los hombres donde Dios deja entender algo de sí mismo, el misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las personas; y dice, finalmente, cómo quiere ser conocido; amor es El; y cómo quiere ser honrado y servido por nosotros: amor es nuestro mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno y confiado. El niño es invitado a él; el místico en él se sacia» (ES 64).

De todo esto Teresa sabía mucho. De hecho la oración la presentó como un diálogo entre dos que se buscan (V 8,5). Dos veces usa el verbo «tratar» al definir la oración. Y en sus escritos, sólo en el infinitivo, lo emplea unas doscientas veces. Habla de «tratar sobre», «tratar de», «tratar para», «tratarse en», «tratar con» Dios, que es tener conocimiento de él y conversación. Es tratar «con él como con padre y como con hermano, y como con señor y como con esposo; a veces de una manera, a veces de otra…» (V 7,12). Es tratarse en la amistad que impone la presencia total de ella misma, la total apertura de su persona a la otra persona que tiene delante, con todo lo que lleva a cuestas (cf T. Álvarez, ib p. 42-45).

2.º El «diálogo fraterno» en la comunidad teresiana

No es de extrañar que desde el comienzo de la primera comunidad teresiana en San José en Ávila, la fundadora del nuevo estilo de vida tuviera bien presente la importancia del diálogo para que aquello funcionase. Habla del nuevo «estilo que se pretende llevar» (C 13,6), «de estilo de hermandad y recreación que tenemos juntas» (F 13,5). Ese estilo «nuevo» de vida requiere también nuevo estilo de «conversar», de «tratarse» entre sí. Las que siguen a Teresa en su renovada manera de entender la vida religiosa, van a comunicarse, a expresarse, a hablar entre sí en conformidad con la vida que hacen y con los objetivos que pretenden. Es consciente de que el nuevo enfoque de vida que ha ido plasmando en el pequeñísimo grupo del Carmelo de San José exige el diálogo permanente con Dios y con las hermanas entre sí. Estas deben estar a la escucha de las grandes necesidades de la Iglesia, abiertas a los valores de la vida contemplativa, atentas para ayudarse a crecer en lo humano y en lo espiritual, solícitas en el servicio las unas de las otras. Lo que es de cada una es también de todas. Pues todas pretenden hacer el mismo camino y todas persiguen los mismos objetivos. Todo desde la vivencia de la oración como trato de amistad. Cuantas entran a formar parte de este estilo de vida, están llamadas a participar activamente en la vida de la comunidad. Ninguna debe sentirse elemento pasivo. La comunión en la misma vocación exige que todas participen en la vida comunitaria, mediante el diálogo, el ejemplo y el compromiso personal (cf Cons de las Carmelitas Descalzas, 1991, n. 90). Del diálogo con Dios en la oración hay que pasar al diálogo con las demás. Y del diálogo entre hermanas, haciéndose espaldas, pasar a conversar con Dios.

Las Constituciones de las Carmelitas Descalzas, aprobadas en 1581, sintetizan en los siguientes puntos la vida comunitaria del nuevo estilo, para que todas se sientan miembros comprometidos que se tratan a escala de valores espirituales y humanos: «Sentido de igualdad evangélica y de franca sinceridad en el trato (cf C 27,6; 20,4); mutua participación en gozos y dolores» (cf C 7,5-9); «aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar» (C 4,7); clima de alegría y afabilidad, según «el estilo de hermandad y recreación que tenemos juntas» (cf F 13,5; cf C 7,7; 41,7; V 36,29; Cons IX, 3-7).

3.º El diálogo es comunión

En la comunidad teresiana no basta que las hermanas se toleren, que eviten choques, que se lleven bien o que se salve la paz externa y reine una aparente alegría. Teresa de Jesús sabe que las hermanas necesitan las unas de las otras, para crear el ambiente apropiado donde probar la amistad con Dios; para agradecer la presencia de la otra que ayuda a ejercitarse en las virtudes; para compartir la obra del amor. Comunicarse, sobre todo en lo espiritual. Entusiasmarse mutuamente con los grandes valores. Colaborar para fundar un ámbito de intimidad, de fraternidad, donde cada una se sienta realizada en lo humano y en lo espiritual (cf M 5,3,11; C 7; F 5).

Esta forma de concebir la comunidad, en aquel tiempo, era ciertamente original. Era el fruto nacido de un alma que había dialogado muchas horas con el Señor. Hoy nos parece normal y no se concibe una comunidad donde no exista el diálogo entre sus miembros. Se afirma que para ser verdaderamente hermanos y hermanas es necesario conocerse. Y que para conocerse es muy importante comunicarse cada vez de forma más amplia y profunda. Con frecuencia se dialoga -aunque falte aún bastante por hacer- sobre la Palabra, sobre los documentos de la Iglesia, sobre cartas de tipo congregacional. Existe una comunicación de los bienes del Espíritu y se trata de los valores humanos y espirituales. Pero no se ha terminado aún con los secretos comunitarios, que no se comunican a todos los miembros de la comunidad y que no se comparten. Sin embargo, «sin diálogo y sin escucha se corre el riesgo de crear existencias yuxtapuestas o paralelas, lo que está muy lejos del ideal de la fraternidad» (VFC 29-32).

Teresa sabía muy bien esto. Sus monjas no podían convertirse en islotes, aunque tuviera cada una que vivir la soledad y el silencio. Pero no se trata de una soledad que centra a la persona únicamente en Dios o de un silencio que aísla y distancia de las demás, sino de una soledad que, recogiendo a la persona en el interior, la enriquece con valores que luego comunica, y de un silencio creativo, fecundo porque ha escuchado primero, para convertirse después en obras que enriquecen a la misma comunidad. Por eso no hay que extrañarse de que la comunidad ideada por Teresa, caracterizada por la soledad y el silencio (V 36,26; C 4,9), exija capacidad de diálogo. Pues no es para menos. Un alma, vocacionada a hacer el camino de la oración, no puede vivir su vocación en solitario. Necesita compartir, comunicar, conversar sobre lo que está viviendo, tratar con quien se siente llamado a hacer el mismo camino y desde las mismas coordenadas. «No sé yo por qué… no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos, que de todo tienen los que tienen oración». «Gran mal es una alma sola entre tantos peligros». «Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten lo mismo». «Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con sus oraciones, ¡cuánto más que hay muchas más ganancias!» «Es tan importantísimo esto…, que no sé cómo lo encarecer». «Es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven para ir adelante». «Es menester buscar compañía para defenderse, hasta que ya estén fuertes…, y si no veránse en mucho aprieto». «Crece la caridad con ser comunicada, y hay mil bienes que no los osaría decir, si no tuviese gran experiencia de lo mucho que va en esto» (V 7,20-22).

Sabe que la comunión entre las hermanas no puede reducirse sólo a conversar entre ellas, a respetarse, a facilitar la comunicación mutua, salvando las reglas de la buena educación. Esto no basta. Quiere formarlas en el diálogo fraterno. Por eso llega a crear un lenguaje propio de expresión, marca unos temas a tratar con frecuencia y sobre los que conversar, estableciendo además una serie de principios a tener en cuenta para que la comunidad funcione en armonía.

4.º Características del diálogo teresiano

a) Vivir la misma vocación en comunidad. A Teresa le preocupa desde un primer momento contar con un equipo de vocacionadas para vivir en comunidad la experiencia de la oración como camino que se dirige al interior, al centro, donde se da el auténtico diálogo entre Dios y el alma. Cuidó con escrupulosidad la selección de vocaciones. Punto clave para el diálogo fraterno en comunidad es estar determinados todos los del grupo a vivir la misma forma de Evangelio. Cuando una comunidad cuenta con algún miembro de vocación indefinida, inadaptada, sin madurar o que no acaba de aceptar las exigencias que favorecen la vivencia de la vocación, la convivencia fraterna encontrará dificultades en el diálogo. Los inadaptados no están capacitados para conversar, para comunicarse, para tratarse, porque aun empleando las mismas palabras, tendrán distinto significado. El diálogo en este caso no puede discurrir en armonía. Y si esto falla, los miembros no se conocen; viven, puede ser que en paz, pero distanciados; las relaciones, más que sinceras, son de apariencia, o al menos sin profundidad; la confianza mutua dejará entonces bastante que desear.

En repetidas ocasiones, sobre todo en Camino, aconseja a las que sintiéndose vocacionadas, pero remisas en aceptar las exigencias del nuevo estilo de vida, vayan a otro monasterio. Aconseja también a la priora que a la que alborote la vida de fraternidad, la invite a irse (C 7,11). «La que viere no es para llevar lo que aquí se acostumbra, lo diga; otros monasterios hay adonde se sirve también al Señor… No es para esta casa (C 8,3). «La que no quisiere llevar cruz sino la que le dieren muy puesta en razón, yo no sé para qué está en el monasterio; tórnese al mundo» (C 13,1). «Si se inclina a cosas del mundo, que se vaya si no se ve ir aprovechando, e irse, si todavía quiere ser monja, a otro monasterio» (C 13,6). Pero quizás donde Teresa se muestra más exigente para que una candidata entre a formar parte del grupo vocacionado para hacer el camino de la oración es en el capítulo 14 de Camino. Antes ha invitado a «irse»; ahora habla de «echarlas». Todo porque no están capacitadas para conversar, para tratarse como conviene. Ha asentado desde los primeros pasos en la comunidad de San José que «no viene nadie a esta casa, sino quien trata de esto» (V 36,26).

b) El lenguaje como forma de comunicarse. Cuando Teresa cuenta con el grupo, piensa equiparle con los medios que necesita para que se consolide y cumpla con el fin para el cual el Señor las juntó allí. Entre otras cosas, no se le escapa una que no siempre es tenida en cuenta cuando de dialogar se trata: el lenguaje, es decir, conjunto de palabras y formas de expresión por medio de las cuales se relaciona una comunidad de hombres determinada. Quería para sus comunidades el mismo lenguaje. El diálogo se facilita cuando todos los que intervienen hablan la misma lengua, dan a las palabras idéntico o parecido significado, buscan los mismos objetivos y se expresan desde la misma vocación. Lo contrario, sin dejar de ser posible, es difícil de mantener.

Primero es hacia dentro, en la comunidad, donde todas están llamadas a usar el mismo lenguaje para comunicarse. Todas se van a entender y podrán comunicar sus ideas, expresar lo que sienten, seguras de ser comprendidas. Pero el diálogo fraterno en comunidad no queda reducido para Teresa a comunicarse entre sí desde la palabra. También se dialoga desde las obras, desde la disponibilidad en el servicio a los demás, desde gestos y posturas que expresan valores humanos y espirituales, desde el espíritu de sacrificio callado que manifiesta el seguimiento del Cristo paciente, desde la oración que va cambiando progresivamente la vida de cada una de las que forman el grupo comunitario, etc. Todo esto contribuye a crear el ambiente apropiado para entenderse, para hacer que el grupo se cohesione más cada día. Este lenguaje, dice Teresa de Jesús, hay que aprenderlo luego en lo exterior, en un año. En lo interior se necesita más tiempo (C 13,7).

El lenguaje enseñado por Teresa para relacionarse las que forman la comunidad puede extrañar a los de fuera. Pero eso no le preocupa. Precisa con claridad cuál tiene que ser la postura de sus monjas, si el mundo quiere comunicarse con ellas: «Vuestro trato es oración… Este es vuestro trato y lenguaje; quien os quisiere tratar, depréndale; y si no, guardaos de deprender vosotras el suyo: será infierno. Si os tuvieren por groseras, poco va en ello; si por hipócritas, menos. Ganaréis de aquí que no os vea sino quien se entendiere por esta lengua. Porque no lleva camino una que no sabe algarabía, gustar de hablar mucho con quien no sabe otro lenguaje. Y así, ni os cansarán ni os dañarán, que no sería poco daño comenzar a hablar nueva lengua, y todo el tiempo se os iría en eso. Y no podéis saber como yo, que lo he experimentado, el gran mal que es para el alma, porque por saber la una se le olvida la otra, y es un perpetuo desasosiego, del que de todas maneras habéis de huir. Porque lo que mucho conviene para este camino que comenzamos es paz y sosiego en el alma. Si las que os trataren quisieren deprender vuestra lengua, ya que no es vuestro de enseñar, podéis decir las riquezas que se ganan en deprenderla. Y de esto no os canséis, sino con piedad y amor y oración porque le aproveche…, vaya a buscar maestro que le enseñe» (C 20,4-6).

T. Álvarez precisa así la importancia del lenguaje para el diálogo fraterno en una comunidad teresiana: «Toda la razón de una convivencia comunitaria, ordenada al ‘camino de oración’, consiste en crear en el interior del grupo un espíritu y unos cauces de comunicación que hagan normal el movimiento vertical, «trato con Dios», homogéneo al trato con los otros miembros del grupo: único lenguaje para hablar con Dios y con los hermanos» (ib p.85-86).

c) Temas sobre los que dialogar con preferencia. No es trata de hablar por hablar. Se parte de un tema, no necesariamente espiritual ni tampoco fijado de antemano. Puede surgir espontáneo. Eso sí, siempre de provecho para los que se proponen comunicar sus ideas o afectos, en orden a acercarse más a la verdad, a aprender algo nuevo que ayuda a descubrir horizontes distintos de los conocidos hasta ahora. El grupo vocacionado, que se encuentra en postura permanente de comunicarse con Dios y entre sí, alimenta la fraternidad en el diálogo sobre ideas básicas, que Teresa de Jesús señala: Cristo, como centro del grupo, aglutinará a todas. Andará entre ellas (V 32,11). Estando juntas, alabar al Señor. «¿En qué mejor se puede emplear vuestra lengua cuando estéis juntas que en alabanzas de Dios?» (M 6,6,12). – La oración será el fundamento de todo (V 32,18). – «Su trato es entender cómo irán adelante en el servicio de Dios» (V 36,26). – Hablar de Dios (ib). – Tratar de ayudar al Señor. Tener presente el porqué las juntó aquí (C 1, 5). – Cómo ayudarse a «ser tales» (cf C 3). – Buscar comunitariamente la voluntad divina, mediante el diálogo sincero y caritativo entre la priora y la comunidad (PC 14; Cons 1991, n. 43). cf María de san José, Avisos 31-32, en Humor y espiritualidad en la escuela teresiana primitiva, Burgos 1966, 9.548.

e) Características del diálogo fraterno teresiano. Para el diálogo fraterno no vale cualquiera. Ha de estar entrenado en las reglas del juego, que exigen: saber escuchar, no hablar por hablar, tener claridad de ideas, respetar al otro, acomodarse al modo de ser de aquel con quien se trata, participar en todo lo concerniente a la comunidad. Además ha de ser espontáneo, alegre y recreativo (Cons IX, 3-9; María de san José, Avisos 28).

Particular hincapié hace cuando se trata del diálogo que debe mantener la priora con las religiosas. Escucharlas no es sólo regla del juego; se hace necesario e imprescindible. Incluso cuando se van a excusar. No hacerlo es una barbarie, dice María de san José (Avisos 31-32, p.548). La misma priora ha de favorecer el diálogo entre las hermanas cuando éstas desearen tratarse en alguna necesidad (cf CA 10,1).

Como resumen de todo, así presenta Teresa a la carmelita descalza que sabe dialogar fraternalmente: «Todo lo que pudiereis sin ofensa de Dios procurad ser afables y entender la manera con todas las personas que os trataren, que amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar y no se atemoricen y amedrenten de la virtud. A religiosas importa mucho esto: mientras más santas, más conversables con sus hermanas, y que aunque sintáis mucha pena si no van sus pláticas todas como vos las querríais hablar, nunca os extrañéis de ellas, si queréis aprovechar y ser amada. Que es lo mucho que hemos de procurar: ser afables y agradar y contentar a las personas que tratamos, en especial a nuestras hermanas» (C 41,7)

Evaristo Renedo

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Determinación

La determinación «teresiana» es una decisión dinámica, «lanzada», generosa, sin vacilaciones. Como un quemar las naves o un salto en paracaídas sin poder volver atrás. «Una gran determinación de que antes perderá la vida y el descanso y todo lo que le ofrece que tornar a la pieza primera»; «un ser varón y no de los que se echaban a beber de buzos [bruces] cuando iban a la batalla» (M 2,1,6).

1. Las determinaciones de Teresa

Antes de llegar a este lenguaje decidido y firme, Teresa experimentará en la propia carne la debilidad de las determinaciones humanas. Recordará también algunos momentos «determinantes». Uno muy fuerte fue la de hacerse monja y fugarse de su casa, «para servir más a Dios»; «que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante» (V 4,1). Una vez dentro del monasterio, pronto se determina a ganar los bienes eternos «por cualquier medio» (V 5,2).

Pero su gran batalla de «determinaciones» va a ser el problema afectivo posterior. Se sucederán determinaciones y vacilaciones: «ni bastaban determinaciones ni fatiga en que me veía para no tornar a caer en poniéndome en la ocasión. Parecíanme lágrimas engañosas» (V 6,4). «Aunque mis determinaciones y deseos entonces –por aquel rato digo– estaban firmes» (V 7,19); «cuán atada me veía para no me determinar a darme del todo a Dios» (V 9,7). Al final, será Dios quien la libere del todo y la encamine hacia una afectividad madura, que luego, desde Dios, será más profunda y verdadera para los humanos (V 24,7). Más tarde Teresa se afianza en sus determinaciones, pues su amor a Dios va creciendo. Un amor quita otro amor. «Me parece que no se me ofrecerá cosa por vuestro amor que con gran determinación me deje de poner a ella» (V 6,9).

En su historia oracional tuvo una crisis fuerte de un año: «todas mis determinaciones me aprovecharon poco», (V 4,9). Pero añadirá también: nunca «dejaba de estar determinada a la oración» (V 19,11). Y pasada la crisis, escribirá: «nunca más la dejé…; dejar la oración no era ya en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería» (V 7.17). En su discernimiento sobre los fenómenos místicos, asegura que quedó «determinada de no salir de lo que me mandase [el confesor] en ninguna cosa, y así lo hice hasta hoy» (V 23,18).

2. Por los caminos de la oración

La experiencia de las «determinaciones» que Teresa ha tenido le servirá para ofrecer una catequesis convencida de la importancias de las decisiones determinantes, sobre todo en el camino de la oración mental, tanto en sus comienzos como en su continuación. Evoquemos, ante todo, una frase clave: «Para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced. Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar en cuanto pudiéremos no le ofender» (M 4,1,7).

Por otra parte dedicará un capítulo íntegro al tema de la determinación orante, con este título, que nos obliga a leerlo enteramente: «Trata de lo que importa no tornar atrás quien ha comenzado camino de oración, y torna a hablar de lo mucho que va en que sea con determinación» (C 23, tít).

a) A los comienzos. Para Teresa la aventura de la oración como amistad con Dios es el descubrimiento y el gozo de una clave de felicidad. Llevará distintos nombres: bien, tesoro, perla, camino, fuente. En su descubrimiento y vivencia tiene un papel central la determinación tesonera de su búsqueda y posterior cuidado. Y es de rigor aducir una cita central, dinámica y clásica: «Ahora, tornando a los que quieren ir por él [camino de oración mental] y no parar hasta el fin, que es llegar a beber de esta agua de vida, cómo han de comenzar, digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (C 21,2).

Luego Teresa ofrecerá garantías de éxito a «ánimas determinadas» (C 23,4), pues es obra de Dios (cf V 11,4); y «si persevera, no se niega Dios a nadie; poco a poco va habilitando El el ánimo para que salga con esta victoria. Digo ánimo; porque ¡son tantas las cosas que el demonio pone delante a los principios para que no comiencen este camino de hecho!; …que no es menester poco ánimo para no tornar atrás, sino muy mucho y mucho favor de Dios» (V 11, 4). «Pues hablando ahora de los que comienzan a ser siervos del amor, (que no me parece otra cosa determinarnos a seguir por este camino de oración al que tanto nos amó), es una dignidad tan grande, que me regalo extrañamente en pensar en ella» (V 11,1). «Hase de notar mucho, y dígolo porque lo sé por experiencia, que el alma que en este camino de oración mental comienza a caminar con determinación, y puede acabar consigo de no hacer mucho caso, ni consolarse ni desconsolarse mucho porque falten estos gustos y ternura, o la dé el Señor, que tiene andado gran parte del camino. Y no haya miedo de tornar atrás, aunque más tropiece» (V 11,13).

b) En el camino. El caminar orante normalmente tiene unos inicios de entusiasmo, pero, como se ha visto, en su continuación necesita una fuerte dosis de entusiasmo decidido y optimismo ante las normales o especiales dificultades de su andadura. Hay unas dificultades generales, inherentes a toda empresa humana o a todo comienzo entusiasta, sobre todo, si no se ven frutos inmediatos. También aquí Teresa será compañera alentadora de camino: «tomad mi consejo y no os quedéis en el camino, sino pelead como fuertes hasta morir en la demanda…, con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino» (C 20,2).

c) Entre sequedades y distracciones. Estas constituyen un escollo especial, normal y hasta necesario, para que la vida orante sea auténtica y humilde. Teresa acaba de alabar a la persona que «puede acabar consigo de no hacer mucho caso, ni consolarse ni desconsolarse mucho porque falten estos gustos y ternura, o la dé el Señor» (V 11,13). Para Teresa las sequedades y demás dificultades del orante son una cruz, que ofrece Cristo en el común camino del calvario de la vida. Es de recibo ayudar a Cristo: «es gran negocio comenzar las almas oración, comenzándose a desasir de todo género de tormentos, y entrar determinadas a sólo ayudar a llevar su cruz a Cristo, como buenos caballeros, que sin sueldo quieren servir a su Rey» (V 15,11). «Quien viere en sí esta determinación, no, no hay que temer; gente espiritual, no hay por qué se afligir» (V 11,12). «Esto no lo digo tanto por los que comienzan, aunque pongo tanto en ello, porque les importa mucho comenzar con esta libertad y determinación, sino por otros; que habrá muchos que lo ha que comenzaron y nunca acaban de acabar; y creo es en gran parte este no abrazar la cruz desde el principio, que andarán afligidos, pareciéndoles no hacen nada» (V 11,15). «Sabe [Dios] que ya estas almas desean siempre pensar en El y amarle. Esta determinación es la que quiere; estotro afligimiento que nos damos no sirve de más de inquietar el alma» (V 11,15).

d) En la oración de recogimiento. Consiste en la toma de conciencia de que estamos realmente delante de Cristo y entablar con él un trato de amigo a Amigo, y así «acostumbrarse a enamorarse mucho de su Sagrada Humanidad y traerle siempre consigo y hablar con El». «Puede en este estado hacer muchos actos para determinarse a hacer mucho por Dios y despertar el amor» (V 12,2). Este modo de orar puede desembocar en estadios superiores de oración mística. «Allí son las promesas y determinaciones heroicas, la viveza de los deseos» (V 19, 2).

e) Contra viento y marea. Teresa conoce también otras dificultades internas y externas del camino orante. Entre estas algunas son propias de su tiempo, nacidas de algunos casos de falsos orantes acechados por la Inquisición. Teresa tiene una clave de discernimiento: humildad y confianza en Dios. Con ellas se puede determinar a grandes cosas en este camino: «Quiere Su Majestad y es amigo de almas animosas, como vayan con humildad y ninguna confianza de sí. Y no he visto a ninguna de éstas que quede baja en este camino; ni ninguna alma cobarde –con amparo de humildad– que en muchos años ande lo que estotros en muy pocos. Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas; aunque luego no tenga fuerza el alma, da un vuelo y llega a mucho, aunque –como avecita que tiene pelo malo– cansa y queda» (V 13,2). De aquí que le guste mucho a Teresa la decisión de Pedro al lanzarse al agua, «aunque después temió». «Estas primeras determinaciones son gran cosa, aunque en este primer estado es menester irse más deteniendo y atados a la discreción y parecer de maestro; mas han de mirar que sea tal que no los enseñe a ser sapos, ni que se contente con que se muestre el alma a sólo cazar lagartijas. Siempre la humildad delante para entender que no han de venir estas fuerzas de las nuestras» (V 13,3).

3. Determinación y santidad

Teresa usará varias expresiones para indicar la perfección del amor o la santidad. Y no cesará de decir que lo que importa es la determinación, incluso cuando no se llegue a lo que uno quiere ni por los caminos que uno quiere; porque Dios, más de una vez, rompe nuestros esquemas y nos presente los suyos (F 5,6).

En todo el itinerario espiritual es imprescindible el elemento «determinación», deseo firme, decisión de querer realizar la voluntad de Dios. «No penséis que [Dios] ha menester nuestras obras, sino la determinación de nuestra voluntad» (M 3,1,7). Y al decidido Dios ayuda: «Creedme que es lo más seguro no querer sino lo que quiere Dios, que nos conoce más que nosotros mismos y nos ama. Pongámonos en sus manos para que sea hecha su voluntad en nosotras, y no podremos errar, si con determinada voluntad nos estamos siempre en esto» (M 6,9,16; M 5,2,8).

Hacer la voluntad de Dios se llama amarle, amor. Y Teresa pregunta y responde: «¿Cómo se adquirirá este amor? Determinándose a obrar y padecer, y hacerlo cuando se ofreciere» (F 5,3). Y Dios se desposa con la persona que está «determinada a hacer en todo la voluntad de su Esposo de todas cuantas maneras ella viere que le ha de dar contento» (M 5,4,4), aunque no existan fenómenos extraordinarios en ese matrimonio.

De ahí que lo que cuenta no son los años de esfuerzo propio, sino la actitud de la voluntad. Dios tiene siempre una medida diferente de la nuestra: «Que éste [Dios] juzga por los efectos y determinaciones y amor… Y en esto mira el adelantamiento de las almas, que no en los años» (V 39,10).

Como contrapartida nacerá en la persona entregada a Dios la firme determinación de no hacer la cosa más mínima que choque con esa voluntad de Dios (M 7,4,3; C 41,3-4.8). En consecuencia, viene la necesidad de pedirle nos libre de todo mal. Y «pedir esto con deseo grande y toda determinación» (C 42,3), juntamente con la determinación de «perdonar cualquier injuria, por grave que sea». Una actitud contraria falsea toda oración y obra buena (C 36,8).

4. Aspectos diversos

A pesar de la casi triunfalista insistencia de Teresa en la eficacia de la «determinada determinación», ella es realista y sabe que nuestras decisiones, a veces, no pasan de unas «determinacioncillas» (C 16,6), y que podemos pecar de espejismo, cuando «nos determinamos y hacemos muy continuos actos de pasar mucho por Dios…, porque acaecerá a una palabra que os digan a vuestro disgusto, vaya la paciencia por el suelo» (C 38,8). Aducirá su propia experiencia: «Ya tengo experiencia en muchas [ocasiones] que, si me ayudo al principio a determinarme a hacerlo, que siendo sólo por Dios, hasta comenzarlo quiere, para que más merezcamos, que el alma sienta aquel espanto, y mientras mayor –si sale con ello– mayor premio y más sabroso se hace después» (V 4,2).

Tanto para tomar determinaciones decididas, como para llevarlas a cabo, sobre todo en el campo del desasimiento, es necesaria la ayuda de Dios. También aquí todo es gracia (C 16,6). Lo sabe Teresa por experiencia: «el Señor poco a poco… hace determinar y da fuerzas de varón, para que dé del todo con todo en el suelo» (V 22,15; C 18,2; M 5,2,8). Pero también son una gracia de Dios la ayuda y el ejemplo de otros hermanos «decididos», pues «excelentes espaldas se hacen ya gente determinada a arriscar mil vidas por Dios» (V 34,16).

Determinarse es abrazar al buen Jesús en el seguimiento de su estilo de vida ante el Padre y los hermanos (C 9,5). Y «favorece el Señor mucho a quien bien se determina» (C 14,1). Teresa recuerda que Dios mismo se nos da con determinación (C 16, 5; 33,2), para que nosotros nos demos a él también con determinación total. «El punto está en que [nuestro querer] se le demos por suyo con toda determinación» (C 28,12). Y esta determinada entrega a Dios, como Amor preferido (M 6,1,1), producirá la fusión de corazones entre Dios y nosotros, en el matrimonio espiritual. Teresa concluirá: «No puede menos, si va con la determinación que ha de ir, de traer al Todopoderoso a ser uno con nuestra bajeza y transformarnos en sí y hacer una unión del Criador con la criatura» (C 32,11).

BIBL. – T. Álvarez, «Determiné», en «Estudios Teresianos» III (Burgos 1996), p. 505-514.

F. Malax

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Desesperación

En los escritos de la Santa, desesperación, desesperamiento, desesperar tienen sentido doble: débil o fuerte. Débil, en la acepción de desaliento. Fuerte, para significar la pérdida de esperanza; en grado sumo, pérdida de toda esperanza: característico del infierno. Teresa conoce ese estado de ánimo como deterioro psíquico en los enfermos depresivos de “grave melancolía” (F 7,3). Pero más frecuentemente se refiere a la pérdida de esperanza teologal. Ella misma ha sido acosada por la tentación de desesperación, bajo la presión de “falsa humildad”, creyéndose indigna de cultivar la relación con Dios a causa de los propios pecados o de la propia ruindad, frente a la majestad y alteza del Señor. Llega a sospechar que ha sido esa la peor tentación de su vida: “la mayor tentación que tuve” (V 7,11), “principio de la tentación que (el demonio) hacía a Judas” (V 19,11), quien por dar más importancia a su pecado de traición que a la cordial acogida de Jesús, murió desesperado (V 30, 9). Ella revive el temor de esa tentación a raíz de la fundación de su primer Carmelo de San José (V 36,8). La desesperación hasta el paroxismo, según ella, forma parte del infierno (V 32,2; cf F 11,2). Teresa nunca sucumbió a la tentación: “de su misericordia jamás desconfié: de mí muchas veces” (V 8,7). Por eso, a espíritus débiles (“almas flacas”) o a quienes sucumben a insólitos pecados tras años de vida recta, T les recomienda que jamás desesperen: “escríbolo para consuelo de almas flacas como la mía, que nunca desesperen ni dejen de confiar en la misericordia de Dios. Aunque después de tan encumbradas…, caigan, no desmayen si no se quieren perder del todo; que lágrimas todo lo ganan: un agua trae otra” (el agua de nuestras lágrimas atrae el agua de la misericordia y los dones del cielo: V 19,3).

En grado menor, T se preocupa de los espirituales desesperanzados, especialmente en las etapas tardías del camino. A ellos impartirá una fina lección frente a los trances de desaliento: “…guardaos de unas humildades que pone el demonio con gran inquietud de la gravedad de nuestros pecados, que suele apretar aquí de muchas maneras… Llega la cosa a término de hacer parecer a un alma que, por ser tal la tiene Dios tan dejada, que casi pone duda en su misericordia… Dale una desconfianza, que se le caen los brazos para hacer ningún bien, porque le parece que lo que lo es en los otros, en ella es mal… Cuando así os hallareis, atajad el pensamiento de vuestra miseria lo más que pudiereis, y ponedle en la misericordia de Dios y en lo que nos ama y padeció por nosotros…” (C 39,1.3).

Lo resumirá en el Castillo: “La misericordia de Dios nunca falta a los que en El esperan. Sea por siempre bendito, amén” (M 6,1,13).

T. Álvarez

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Desasimiento

Desasimiento, desapego, desprendimiento, aborrecimiento, desnudez, vacío, son palabras sinónimas usadas por los autores espirituales. Todas ellas indican la centralidad de Dios en nuestra vida, de modo que en él encuentren descanso todas nuestras aspiraciones y el resto pase a segundo término o se anule, según las exigencias de esa centralidad de Dios. Santa Teresa de Jesús sintetizará esta noción de desprendimiento en una frase lapidaria y dinámica: «Quien a Dios tiene, nada le falta; solo Dios basta».

1. Qué es desasimiento teresiano

En Camino, santa Teresa nos dirá que toda oración auténtica ha de estar engalanada con tres virtudes: amor mutuo, desasimiento y humildad, que son tres hermanas inseparables (C 4,4; 10,3). Y en el capítulo octavo, comenzará a tratar expresamente del desasimiento, teniendo de mira exclusivamente a su primera comunidad del monasterio de San José de Ávila.

Para ella desprendimiento es vivir «abrazándonos con solo el Criador y no se nos dando nada por todo lo criado». Es «procurar este bien de darnos todas al Todo sin hacernos partes» (C 8,1). Y aplicará este principio a las distintas situaciones donde pueden estar involucradas sus religiosas, sobre todo en lo referente a los «deudos».

Su importancia es esencial, no solamente en los caminos del espíritu, sino también para la felicidad terrena, «porque en esto está el todo, si va con perfección…, pues en El están todos los bienes». Teresa asienta aquí un principio de una liberación total, pues la entrega del corazón «al verdadero amigo y Esposo vuestro» es causa «esta libertad» de toda dependencia (C 9,4), y es Dios quien ayuda en esta tarea: «toma la mano contra los demonios y contra todo el mundo en nuestra defensa» (C 8,1).

Esta plenitud de Dios que llena nuestras apetencias, cuya posesión hace que el resto pase a segundo término o quede totalmente anulado, se centra en saber que Dios nos ama: «Porque somos tan miserables y tan inclinados a cosas de tierra, que mal podrá aborrecer todo lo de acá de hecho con gran desasimiento, quien no entiende tiene alguna prenda… del amor que Dios le tiene» (V 10,6). Por eso, Teresa terminará diciendo que el desasimiento es un don de Dios, pues va «contra nuestro natural» (V 31,18). De ahí que el desasido se encuentre ya como en un cielo, pues «se contenta sólo de contentar a Dios y no hace caso de contento suyo» (C 13,7).

2. Clases de desasimiento

En el citado capítulo octavo de Camino distinguirá Teresa dos modos de desasimiento: «Trata del gran bien que es desasirse de todo lo criado interior y exteriormente». El desasimiento exterior del que habla Teresa es abandono, ruptura. Y entre sus monjas «ha de ser luego», «aunque en lo interior se guarde tiempo para del todo desasirse» (C 13,7). Sin embargo, será muy flexible al hablar de otras situaciones, donde se tendrán en cuenta los «estados» de cada persona (V 21,7; 23,79; C 13,7). La pobreza, el «encerramiento» y otros aspectos exteriores del estilo de vida implantado por Teresa, serían parte del desasimiento exterior; pero serán tratados en otro lugar.

El desasimiento interior ocupará un puesto preferencial en la mente teresiana. Así lo dirá al comienzo del capítulo décimo de Camino: «Trata cómo no basta desasirse de lo dicho si no nos desasimos de nosotras mismas». Y su razonamiento, apoyado en la experiencia, es convincente: «Desasiéndonos del mundo y deudos y encerradas aquí, con las condiciones que están dichas, ya parece lo tenemos todo hecho. ¡Oh, hermanas mías!, no os aseguréis ni os echéis a dormir, que será como el que se acuesta muy sosegado habiendo muy bien cerrado sus puertas por miedo de ladrones, y se los deja en casa» (C 10,1).

Luego Teresa se ceñirá a indicar algunos ejemplos de desasimiento interior y exterior: «un no se nos dar nada que digan mal de nosotros, antes tener mayor contento que cuando dicen bien; una poca estima de honra; un desasimiento de sus deudos, que si no tienen oración, no los querría tratar, antes le cansan; otras cosas de esta manera muchas» (V 31,18; C 12,5).

Ambos aspectos, interior y exterior, han de nacer de una convicción interna de «tenerlo todo debajo de los pies y estar desasidos de las cosas que se acaban y asidos a las eternas» (C 3,4). Estar también desasidos del excesivo cuidado del propio cuerpo y su salud (C 10,5; 11,5).

Teresa nos hablará también del desasimiento falso. Es el desasimiento «de palabras», no confirmadas con «obras» (V 21,7); o la actitud de las personas que se creen desasidas y no lo están, sobre todo en «cosas de honra» (V 31,20). En el libro Fundaciones recordará a las prioras la necesidad de que el desasimiento llegue también al terreno espiritual, como sería la comunión sacramental incontrolada (F 6,6.22).

3. Desasimiento en acción

Ahora podemos ver algunos casos concretos de desasimiento vistos desde la óptica teresiana. En más de una ocasión Teresa resalta el desasimiento de algunos personajes y grupos. Pero también nos hablará de su desasimiento propio.

a) En Teresa misma. Su amiga Luisa de la Cerda para complacer a la Santa hizo «sacar joyas de oro y piedras… Ella pensó que me alegraran; yo estaba riéndome entre mí y habiendo lástima de ver lo que estiman los hombres… Esto es un gran señorío para el alma, tan grande que no sé si lo entenderá sino quien lo posee; porque es el propio y natural desasimiento, porque es sin trabajo nuestro. Todo lo hace Dios» (V 38,4). Teresa nos confesará también sus alternancias en esta materia: «Unas veces me parece que estoy muy desasida, y en hecho de verdad, venido a la prueba, lo estoy; otra vez me hallo tan asida, y de cosas que por ventura el día de antes burlara yo de ello, que casi no me conozco» (C 38,6).

Teresa de Jesús es una mujer de gran corazón. Y, una vez que su afectividad pasa por el tamiz de Cristo, ese corazón se agiganta y se libera. De ahí que en su vida aparezcan escenas de una afectividad libre desde Dios. Tenemos una confidencia respecto al afecto de sus monjas en las despedidas como fundadora de monasterios en cadena: «Y en dejar las hijas y hermanas mías, cuando me iba de una parte a otra, yo os digo que, como yo las amo tanto, que no ha sido la más pequeña cruz, en especial cuando pensaba que no las había de tornar a ver y veía su gran sentimiento y lágrimas. Que, aunque están de otras cosas desasidas, ésta no se lo ha dado Dios, por ventura para que me fuese a mí más tormento; que tampoco lo estoy de ellas, aunque me esforzaba todo lo que podía para no se lo mostrar y las reñía; mas poco me aprovechaba, que es grande el amor que me tienen, y bien se ve en muchas cosas ser verdadero» (F 27, 18).

b) En sus monasterios. Los monasterios fundados por santa Teresa de Jesús tienen un estilo peculiar que conjuga soledad, trabajo y encuentro fraterno en un clima orante de presencia de Dios (F 5,8.16). Este género de vida exige y es fruto de un desasimiento especial. Escu­chemos algunos relatos y algunas consignas de la madre fundadora. Resalta, en primer lugar, la libertad respecto a los familiares: grandísimo desasimiento; «su consuelo era su soledad, y así me certificaban que jamás de estar solas se hartaban, y así tenían por tormento que las viniesen a ver, aunque fuesen hermanos» (F 1,6). Otro tanto dirá de los demás monasterios fundados: «fuertes en los deseos y en el desasirse de todo lo criado, que debe ser lo que más junta el alma con su Criador» (F 4,5).

Sus consignas tendrán también un acento propio: «Mas la monja que deseare ver deudos para su consuelo, si no son espirituales, téngase por imperfecta; crea no está desasida, no está sana, no tendrá libertad de espíritu, no tendrá entera paz» (C 8,3). Teresa quiere que sus monjas vivan desasidas de sus parientes, de modo que no disturben su vida contemplativa: «En esta casa, hijas, mucho cuidado de encomendarlos a Dios, que es razón; en lo demás, apartarlos de la memoria lo más que podamos». Y recordará que ella ha sido «querida mucho de ellos» y que eso no impide para cumplir con los padres y los hermanos (C 9,3).

Teresa recordará con gusto el desasimiento de la joven postulante Casilda de Padilla, cuya entrada aventuresca narrará con gozo. «Su Majestad la comenzó bien en breve a pagar con mercedes espirituales, y ella a servirle con grandísimo contento y grandísima humildad y desasimiento de todo» (F 11, 10). De la fundadora de Beas, Catalina de Godínez, dirá: «Es un desasimiento grande el que tiene de sus deudos y tierra, y siempre gran deseo de irse lejos de allí» (F 22,24). También querrá destacar el desasimiento del capellán fundador, el bueno de don Julián de Ávila (F 2,2).

4. Desasimiento y oración

Desasimiento y oración teresiana se condicionan mutuamente. Por una parte el desasido recibe experiencia orante; por otra, la oración produce desasimiento.

a) Del desasimiento a la experiencia: «Bien creo que quien de verdad se humillare y desasiere… que no dejará el Señor de hacernos esta merced y otras muchas que no sabremos de­sear» (M 4,2,10; V 21,9). Es muy probable que Dios dé la contemplación a los desasidos; si no, no importa; lo mejor es siempre aceptar su voluntad (C 17,7).

b) De la oración al desasimiento: A veces el orante llega pronto al desasimiento; otras veces necesita muchos años (C 39,12). El desasimiento es signo de buen espíritu y garantía de éxito en el camino orante, a pesar de los engaños y caídas (V 19,13). Después del matrimonio espiritual, el desasimiento de la persona enamorada llega hasta la renuncia temporal del gozo de poseer a Dios: «Ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle, y que por ella sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos…; su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado» (M 7,3,6)

F. Malax

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Demonio

Teresa vive sus creencias en lo de­moníaco desde el normal contexto de su religiosidad cristiana, acentuada por la religiosidad popular de su tiempo. El demonio estaba presente en los relatos hagiográficos, en las leyendas populares, en los retablos e incluso en las prácticas de religiosidad cotidiana, más de una vez mezcladas de superstición y de miedo (V 6,6; 11,10; 27,1; R 36).

Pero aparte esas coordenadas epocales, en la historia personal de T hubo un acontecimiento incisivo, que influyó poderosamente en sus ideas sobre el demonio. Le ocurrió en los comienzos de su vida mística, en torno a los 40 de edad. La nueva e insólita experiencia de oración, de éxtasis y hablas interiores la forzó a someterse personalmente a un discernimiento espiritual de parte de ciertos teólogos abulenses. Y éstos –sus primeros asesores en el caso– sentenciaron que “a todo su parecer de entrambos era demonio” lo que a ella le acaecía (V 23,14).

El impacto producido en ella por semejante diagnóstico fue deletéreo y múltiple. Teresa comprendió que se la equiparaba a ciertas mujeres embaucadoras de su siglo: “como en estos tiempos habían acaecido grandes ilusiones en mujeres y engaños que les había hecho el demonio, comencé a temer” (23,2); comenzó a temer que ella misma podía terminar en manos de los inquisidores (R 4): y sobre todo, que de hecho ella misma podía ser víctima de los misteriosos embelecos del demonio: “no me podía persuadir a que fuese demonio, mas temía [que] por mis grandes pecados me cegase Dios para no lo entender” (V 23,12).

De momento, sale del terrible apuro sometiéndose al criterio de los dos improvisados asesores y llevando su caso a otros asesores más competentes, los jesuitas, dispuesta incluso a “dejar la oración del todo: que para qué me había yo de meter en estos peligros, pues al cabo de veinte años casi que había que la tenía, no había salido con ganancias sino con engaños del demonio” (V 23,12).

Con todo, el nefasto diagnóstico, que reducía sus experiencias místicas a embustes del demonio, se repitió en forma aún más penosa pocos años después: “Como las visiones fueron creciendo, uno de ellos [teólogo asesor] que antes me ayudaba (que era con quien me confesaba algunas veces…) comenzó a decir que era claro demonio. Mándanme que, ya que no había remedio de resistir, que siempre me santiguase cuando alguna visión viese, y diese higas…” (29,5). “Era cosa terrible para mí!”. “Dábame este dar higas grandísima pena…” (29,5.6). “Sentía mucho”. “Cosas bastantes había para quitarme el juicio” (28,18). Cuando años después ese pasaje de Vida fue leído por el santo apóstol de Andalucía, Juan de Ávila, se horrorizó y se lo escribió así: “Cierto, a mí me hizo horror las [higas] que en este caso se dieron y me dio mucha lástima!” (carta a la Santa).

En su idea del demonio, T sigue de cerca al Evangelio. De él deriva los nombres de Lucifer y Satanás, o “el Adversario”, “enemigo nuestro” (C 19,13). Nunca utiliza el denominativo “diablo”, ni el adjetivo “maligno”. Lo identifica con el “mal espíritu” (V 23,11). En las cartas, cuando recurre al lenguaje criptográfico, le reserva el apodo popular “Patillas” (“me parece invención de Patillas”: cta 136, 7.8). Alguna vez, “Negrillo abominable” (V. 31,3). Según ella, el demonio es el mentiroso y engañador por antonomasia: “el demonio es todo mentira” (V 15,10), “amigo de mentiras y la misma mentira” (V 25,21). Aunque de hecho se transfigura frecuentemente en “ángel de luz” (V 14,8; C 38,2; M 1,2,1; 5,1,1…), en realidad es todo lo contrario: “es las mismas tinieblas” (M 1,2,1). Sin poder real, porque es “esclavo del Señor” (V 25,19). Con frecuencia se atribuye a la Santa la definición de Satanás, como “el que no puede amar”: textualmente no parece que la definición sea de ella, pero constantemente lo presenta como odiador de todo lo bueno.

Personalmente, ella tiene experiencias demoníacas, siempre en relación con su experiencia del mal humano. Les dedica un capítulo en Vida: “Cap. 31, trata de algunas tentaciones exteriores y representaciones que le hacía el demonio, y tormentos que la daba” (título del capítulo). Vuelve sobre el tema autobiográfico en los capítulos 38 y 39 del libro. Tiene experiencia de ahuyentarlo con el “agua bendita” o con “la cruz”: “No hay cosa con que huyan más para no tornar [que el agua bendita]. De la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita. Para mí es particular y muy conocida consolación… Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia, y regálame mucho ver que tengan tanta fuerza aquellas palabras, que así la pongan en el agua…” (V 31,4).

Teresa está convencida de que dondequiera exista el mal humano, allí está o se filtra él. El demonio intuye las posibilidades de bien, presente o futuro, en determinadas personas y se apresura a impedirlas. “Son grandes sus ardides” (M 5,3,9). “Las sutilezas del demonio son muchas” (C pról. 3). Interfiere en el proceso de vida espiritual del hombre: combate en todas las moradas del “castillo” (1,2,15), si bien no le es dado penetrar en lo hondo del ser humano. Le es posible hacer trampantojos en ciertas situaciones de auténtica vida mística; especialmente, según T, en las visiones exteriores e imaginarias (V 28,4; M 6,9,15), pero es poquísimo lo que puede frente a personas “determinadas”, o frente a la verdadera humildad; de ahí su empeño en inculcar humildad falsa; fue ésta el más terrible engaño que indujo en Teresa: abandonar la oración bajo pretexto de indignidad (V 7,1; 8,5…).

El Señor mismo se ve precisado a corregir la excesiva credulidad de Teresa, respecto a las interferencias diabólicas en la vida de los hombres. Lo cuenta ella hacia el final del relato de su vida, en un misterioso episodio en que el Señor le asegura: “que no pensase [yo] que consentía Dios tuviese tanta parte el demonio en las almas de sus siervos…” (V 39,24).

De hecho, pasada la prueba de los primeros sustos, T perdió totalmente el miedo al demonio. Lo testifica ella misma: “tomaba una cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios ánimo…, que no temiera tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con aquella cruz los venciera a todos, y asi dije: ‘ahora venid todos, que siendo sierva del Señor yo, quiero ver qué me podéis hacer’. Es sin duda que me parecía me habían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos, que se me quitaron todos los miedos que solía tener, hasta hoy… No les he habido más casi miedo, antes me parecía ellos me le habían a mí… No se me da más de ellos que de moscas. Parécenme tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza” (V 25,20).

Con todo, para ella, el gran problema frente a lo demoníaco en la vida espiritual sigue situándose en el plano de la experiencia mística, y consiste en discernir las posibles “ilusiones” y tergiversaciones diabólicas en el tejido de las auténticas experiencias místicas, visiones, locuciones, éxtasis… Para ella, las verdaderas claves de discernimiento son de orden psicológico y moral. Jamás una intrusión diabólica puede dejar en pos de sí paz, ni humildad, ni sosiego anímico. La secuela de cualquier intromisión diabólica es siempre negativa. “El demonio lo turba todo” (F 29,9). La absoluta garantía del hombre es la fidelidad de Dios: “Tengo por muy cierto que el demonio no engañará –ni lo permitirá Dios– a alma que… no se fíe de sí sino de Dios” (V 25,12).

BIBL. – E. Llamas, Santa Teresa de Jesús y la religiosidad popular, en «RevEsp.» 40 (1981), 215-252; A. Moreno, Demons according to St. Teresa and St. John of the Cross, en «Spirituality today» (Chicago) 43 (1991), 258-270; M. Lepée, Sainte Thérèse et le démon, en «EtCarm» 1948, 98-103.

T. Álvarez

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Rapto

Teresa lo usa en su acepción mística, derivada del clásico texto paulino en 2Cor 12,2.4. En el léxico teresiano, son equivalentes los términos “arrobamiento, éxtasis o rapto, que todo es uno a mi parecer” (M 6,4 tít., cf V 20,23 y 21,8, en que identifica rapto con arrobamiento y arrebatamiento). Del texto de san Pablo ya citado (2Cor 12,2: rapto “no sé si en el cuerpo o fuera del cuerpo, Dios lo sabe”), se percibe un eco en algunas descripciones teresianas del rapto o éxtasis: “si esto pasa en el cuerpo o no, yo no lo sabré decir; al menos ni juraría que está en el cuerpo ni tampoco que está el cuerpo sin alma” (M 6,5,8).

Ya en Vida (38,17) había afirmado de uno de sus éxtasis: “fue tan arrebatado mi espíritu, que casi me pareció estaba del todo fuera del cuerpo; al menos no se entiende que vive en él” (cf R 5,8). Y de nuevo: “Este apresurado arrebatar del espíritu es de manera, que verdaderamente parece sale del cuerpo, y por otra parte claro está que no queda esta persona muerta; al menos ella no puede decir si está en el cuerpo o si no, por algunos instantes” (ib 7).

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