Soberbia

1. La soberbia y sus efectos. La soberbia, «odiosa al Señor y a los hombres» (Eclo 10,7), es también ridícula en el hombre «que es polvo y ceniza» (Eclo 10,9). Tiene formas más o menos graves. Existe el vanidoso que ambiciona honores (Lc 14, 7; Mt 23,6s), que aspira a las grandezas, a veces de orden espiritual (Rom 12,16.3), que envidia a los otros (Gál 5,26); el insolente de mirada altiva (Prov 6,17; 21,24); el rico arrogante que hace ostentación de su lujo (Am 6,8) y al que su riqueza lo hace presuntuoso (Sant 4, 16; Un 2,16); el orgulloso hipócrita, que hace todo para ser visto y cuyo corazón está corrompido (Mt 23,5.25-28); el fariseo que confía en su pretendida justicia y desprecia a los demás (Lc 18,9-14).

Finalmente, en la cúspide se halla el soberbio, que rechazando toda de- pendencia, pretende ser igual a Dios (Gén 3,5; cf. Flp 2,6; Jn 5,18); no gusta de las reprensiones (Prov 15,12)y le horroriza la humildad (Eclo 13,20); peca descaradamente (Núm 15,30s) y se ríe de los servidores y de las promesas de Dios (Sal 119,51; 2Pe 3,3s).

Dios maldice al soberbio y le tiene horror (Sal 119,21; Lc 16,15); el que está contaminado de soberbia (Me 7, 22) está cerrado a la gracia (1Pe 5, 5) y a la fe (Jn 5,44); ciego por su culpa (Mt 23,24; Jn 9,39ss), no puede hallar la sabiduría (Prov 14,6) que lo llama a la conversión (Prov 1,22-28). Tratándolo se hace uno semejante a él (Eclo 13,1); por eso, el que lo evita es bienaventurado (Sal 1,1).

La soberbia de los paganos, opresores de Israel. Donde reinan los soberbios, que ignoran al verdadero Dios, los débiles son reducidos a servidumbre. Israel lo experimentó en Egipto, donde el faraón intentó oponerse a su liberación por Dios (Éx 5,2). Israel se verá constantemente bajo la amenaza de ser esclavizado por los paganos, cuyo soberbio poder «lanza un reto al Dios vivo» (lSa 17,26). Desde el gigante Goliat hasta el perseguidor Antíoco (1Sa 17,4; 2Mac 9,4-10), pasando por Senaquerib (2Re 18,33ss), es la misma la soberbia expresada por el intolerable dicho de Holofernes: «¿Quién es Dios, sino Nabucodonosor? (Jdt 6,2).

El tipo de esta soberbia dominadora de los Estados que hoy se llaman totalitarios, es Babilonia, a la que se designaba como «la soberana de los reinos» (cf. Is 13,19) y que pretendía serlo «para siempre» diciendo en su corazón: «Yo, y nada más que yo» (Is 47,5-10). Soberbia colectiva, cuyo símbolo es la torre de Babel, que se yergue sin acabar en los umbrales de la historia bíblica: sus constructores pretendían crearse un nombre llegando hasta el cielo (Gén 11,4).

La soberbia de los impíos, opresores de los pobres. En Israel mismo puede producir la soberbia frutos de opresión y de impiedad. La ley prescribía la bondad con los débiles (Éx 22,21-27) e invitaba al rey a no ensoberbecerse, ya acumulando demasiada plata y oro, ya elevándose por encima de sus hermanos (Dt 17, 17.20). El soberbio, para enriquecer-se, no vacila en aplastar al pobre, cuya sangre paga el lujo del rico (Am 8,4-8; Jer 22,13ss). Pero este desprecio del pobre es desprecio de Dios y de su justicia. Los soberbios son impíos, como los paganos. Los perseguidos (Sal 10,2ss) y henchidos por ellos de desprecio (Sal 123,4) hacen llamamiento a Dios en los salmos, subrayando la arrogancia de sus perseguidores (Sal 73,6-9), cuyo corazón es insensible (Sal 119,70). A los fariseos que tienen en el corazón la soberbia y el amor del dinero, les recuerda Jesús que no se puede servir a dos señores: quien se apega a la riqueza no puede menos de despreciar a Dios (Lc 16,13ss).

El castigo de los soberbios. Dios se burla de los soberbios (Prov 3,34), de los potentados que pretenden sacudir su yugo (Sal 2,2ss). Escuchen la terrible sátira del tirano que se pudre sin sepultura en el campo de batalla donde ha hecho matanza de su Pueblo, él que pretendía señorear sobre las estrellas, semejante al Altísimo (Is 14,3-20; Ez 28,17ss; 31). Los imperios, como sus tiranos, serán derribados. A veces son los instrumentos de que se sirve Dios para castigar a su pueblo; pero Dios los castiga luego por la soberbia con que han cumplido su misión; tal es el caso de Asur (Is 10,12) y el de babilonia, abatida repentinamente por un golpe inevitable, imprevisible (Is 47,9.11).

El pueblo de Dios y la ciudad santa de Jerusalén, donde se ha dilatado la soberbia (Jer 13,9; Ez 7,10), serán castigados también el día de Yahveh. «En aquel día será abajado el orgullo del hombre, su arrogancia humillada; Yahveh, él solo, será exaltado» (Is 2,6-22). Dios dará con creces a los soberbios lo que les es debido (Sal 31,24). Ellos, que se burlaban de los justos (Sab 5,4; cf. Lc 16,14), pasarán como humo (Sab 5,8-14). Su elevación no es sino el preludio de su ruina (Prov 16,18; Tob 4,13): «El que se ensalza será humillado» (Mt 23,12).

El vencedor dé la soberbia: el salvador de los humildes. ¿Cómo «dispensa el Señor a los hombres de corazón soberbio» (Lc 1.51)? ¿Cómo triunfa de Satán, antigua serpiente que incitó al hombre a la soberbia (Gén 3,5), el diablo que quiere seducir al mundo entero para ser adorado por él como su dios (Ap 12,9; 13,5; 2Cor 4,4)? Por medio de una Virgen humilde (Lc 1,48) y de su recién nacido, Cristo Señor, que tiene por cuna un pesebre (Lc 2,11s; cf. Sal 8,3).

Éste, al que habría querido matar la soberbia de Herodes (Mt 2,i3), inaugura su misión desechando la gloria del mundo que le ofrece Satán, y todo mesianismo que pudiera estar falseado por la soberbia (Mt 4, 3-10). Se le echa en cara hacerse igual a Dios (Jn 5,18); ahora bien, lejos de prevalerse de esta igualdad, no busca su gloria (Jn 8,50), sino únicamente la exaltación de la cruz (Jn 12,31 ss; Flp 2,6ss). Si pide al Padre que le glorifique, es para que el Padre sea glorificado en él (J., 12,28; 17,1).

Sus discípulos, y especialmente los pastores de su Iglesia, deberán seguirle por este camino (Lc 22,26s; 1Pe 5,3; Tit 1,7). En su nombre triunfarán del demonio en la tierra (Lc I0,18ss); pero los poderes de la soberbia no serán derrocados sino el día del Señor, por la manifestación de su gloria (2Tes 1,7s). Entonces el impío que se hacía igual a Dios será destruido por el soplo del Señor (2Tes 2,4.8); entonces la gran Babilonia, símbolo del Estado deificado, será abatida de un golpe (Ap 18,10. 21). Entonces también los humildes, y sólo ellos, aparecerán, semejantes a Dios, cuyos hijos son (Mt 18,3s; 1Jn 3,2).

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Servir

La palabra servicio adopta dos significados opuestos en la Biblia, según designe la sumisión del hombre a Dios o la sujeción del hombre por el hombre bajo la forma de esclavitud. La historia de la salvación enseña que la liberación del hombre depende de su sumisión a Dios y que «servir a Dios es reinar» (Bendición de los ramos).

SERVICIO Y ESCLAVITUD. En las mismas relaciones humanas significa ya servir dos situaciones concretas profundamente diferentes: la del esclavo, tal como aparece en el mundo pagano, en que el hombre en servidumbre está puesto al nivel de los animales y de las cosas, y la del servidor, tal como la define la ley del pueblo de Dios: el esclavo no deja de ser hombre y tiene su puesto en la familia, de modo que siendo verdadero servidor puede llegar a ser en ella hombre de confianza y heredero (Gén 24,2; 15,3). El vocabulario también es ambiguo: abad (hebr.) y duleuein (gr.) se aplican a las dos situaciones. Sin embargo hay servicios, en los que la dependencia tiene carácter honorífico, sea el servicio del rey por sus oficiales (hebr. serat), sean los servicios oficiales, en el primer rango de los cuales se halla el servicio cultual (gr. leiturgein).

AT: SERVICIO CULTUAL U OBEDIENCIA. Servir a Dios es un honor para el pueblo con el que él ha hecho alianza. Pero nobleza obliga. Yahveh es un Dios celoso que no puede soportar rivales (Dt 6,15), como lo dice una Escritura que citará Cristo: «Adorarás al Señor tu Dios y a él solo servirás» (Mt 4,10; cf. Dt 6,13). Esta fidelidad debe manifestarse en el culto y en la conducta. Tal es el sentido del precepto, en que se acumulan los sinónimos del servicio de Dios: «Seguiréis a Yahveh, le temeréis, guardaréis sus mandamientos, le obedeceréis, le serviréis y os allegaréis a él» (Dt 13,4-5).

Servicio cultual. Servir a Dios es primero ofrecerle dones y sacrificios y asumir el cuidado del templo. A este título los sacerdotes y los levitas son «los que sirven a Yahveh» (Núm 18; 1Sa 2,11.18; 3,1; Jer 33,21s). El sacerdote se define, en efecto, como el guardián del santuario, el servidor del dios que lo habita,. el intérprete de los oráculos que pronuncia (Jue 17,5s).

A su vez el fiel que cumple un acto de culto «viene a servir a Yahveh» (2Sa 15,8). Finalmente, la expresión designa el culto habitual de Dios y viene a ser poco a poco sinónimo de adorar (Jos 24,22).

Obediencia. El servicio que exige Yahveh no se limita a un culto ritual; se extiende a toda la vida mediante la obediencia a los mandamientos. Los profetas y el Deuteronomio no cesan de repetirlo: «La obediencia es preferible al mejor sacrificio» (1Sa 15,22; cf. Dt 5,29ss), revelando la exigente profundidad de esta obediencia: «Lo que yo quiero es amor, no sacrificios» (Os 6,6; cf. Jer 7).

SERVIR A DIOS SIRVIENDO A LOS HOMBRES. Jesús utiliza los términos mismos de la ley y de los profetas (Mt 4,10; 9,13) para recordar que el servicio de Dios excluye cualquier otro culto y que en razón del amor que lo inspira debe ser integral. Puntualiza el nombre del rival que puede poner obstáculo a su servicio: el dinero, cuyo servicio hace al hombre injusto (Lc 16,9) y cuyo amor dirá el Apóstol, haciéndose eco del Maestro, que es un culto idolátrico (Ef 5,5). Es preciso escoger: «No se puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24 p). Si se ama al uno, se odiará y se despreciará al otro. Por eso la renuncia a las riquezas es necesaria a quien quiera seguir a Jesús, que es el siervo de Dios (Mt 19,21).

El servicio de Jesús. El Hijo muy amado, enviado por Dios para coronar la obra de los servidores del AT (Mt 21,33… p), viene a servir. Desde su infancia afirma que le reclaman los asuntos de su Padre (Lc 2,49). El desarrollo de su vida entera está bajo el signo de un «hay que», que expresa su ineluctable dependencia de la voluntad del Padre (Mt 16,21 p; Lc 24,26); pero tras esta necesidad del servicio que lo lleva a la cruz revela Jesús el amor, único que le da su dignidad y su valor: «Es preciso que el mundo sepa que amo a mi Padre y que obro como me lo ha ordenado el Padre» (Jn 14,30).

Sirviendo a Dios salva Jesús a los hombres reparando así su negativa de servir, y les revela cómo quiere ser servido el Padre: quiere que se consuman en el servicio de sus hermanos como Jesús mismo lo hizo, Jesús que es su señor y su maestro: «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida» (Me 10,45 p); «Yo os he dado ejemplo… El servidor no es mayor que el amo» (Jn 13,15s); «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27).

La grandeza del servicio cristiano. Los servidores de Cristo son en primer lugar los servidores de la palabra (Act 6,4; Lc 1,2), los que anuncian el Evangelio cumpliendo así un servicio sagrado (Rom 15,16; Col 1,23; Flp 2,22), «con toda humildad», y si es preciso «en lágrimas y en medio de las pruebas» (Act 20, 19). En cuanto a los que sirven a la comunidad, como lo hacen en particular los diáconos (Act 6,1-4), Pablo les enseña en qué condiciones este servicio será digno del Señor (Rom 12,7.9-13). Por lo demás, todos los cristianos por el bautismo han pasa-do, del servicio del pecado y de la ley, que era una esclavitud, al servicio de la justicia y de Cristo, que es la libertad (Jn 8,31- 36; Rom 6-7; cf. 1Cor 7,22; Ef 6,6). Sirven a Dios como hijos y no como esclavos (Gál 4), pues sirven en la novedad del Espíritu (Rom 7,6). La gracia, que los hizo pasar de la condición de servidores a la de amigos de Cristo (Jn 15,15) les da poder servir tan fiel-mente a su Señor que están ciertos de participar en su gozo (Mt 25,14-23; Jn 15,10s).

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Sencillo

La sencillez que caracteriza al niño (hebr. peti; gr. nepios; vulg. parvulus, innocens) tiene aspectos diversos: falta de experiencia y de prudencia, docilidad, ausencia de cálculo, rectitud de corazón que lleva consigo la sinceridad del lenguaje y excluye la malevolencia de la mirada y de la acción. Se opone así al discernimiento o a la doblez.

1. Sencillez y sabiduría. La sencillez puede por tanto ser un defecto; si consiste en una ignorancia (Prov 14, 18) que hace obrar imprudentemente (Prov 22,3), creer al primero que se presenta (Prov 14,15), ceder a las seducciones del placer de mala ley (Prov 7,7; 9,16; Rom 16,18), es una ligereza mortal (Prov 1,32), indigna de un cristiano (1Cor 14,20). La sabiduría libra de ella a los que, a su llamamiento (Prov 1,22; 8,5; 9,4ss), escuchan sus palabras (Prov 1,4). Los hace sabios (Sal 19,8) si se abren a la luz de la palabra de Dios (Sal 119, 130s) con la sencillez que faltó a Eva (2Cor 1,3) y que falta a los que se fían de su propia sabiduría (Mt 11,25). Esta fe humilde, condición de la salvación (Mc 10,15; 1 Pe 2,2), es el primer aspecto de la sencillez de los hijos de Dios, que no es infantilismo; implica por el contrario una rectitud e integridad (Flp 2,15). cuyo modelo es Job (Job 1,8; 2,3).

2. Sencillez y rectitud. El que busca a Dios debe evitar toda doblez (Sab 1,1): nada debe dividir su corazón (Sal 119,113; Sant 4,8), falsear su intención (1Re 9,4; Eclo 1,28ss), frenar una generosidad que llega hasta a arriesgar la vida (1Par 29,17; 1 Mac 2,37.60), hacer vacilar la confianza (Sant 1,8). No hay subterfugios en su conducta (Prov 10,9; 28, 6; Eclo 2,12) ni en sus palabras (Echo 5,9). Acoge sencillamente los dones de Dios (Act 2,46) y da sin calcular, con amor sincero (Rom 12,8s; 1Pe 1,22). Es que su mirada es sencilla; incapaz de hacer mal, sólo pone la mira en la voluntad de Dios y de Cristo cuando debe obedecer a los hombres (Col 3,22s; Ef 6,5ss).

Esta intención única ilumina su vida (Mt 6, 22; Lc 11,34); le hace más prudente que la serpiente; esta pureza de intención está simboliza-da por la sencillez de la paloma (Mt 10,16).

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Seguir

Seguir a Dios es andar por los caminos de Dios, por los que condujo a su pueblo en tiempos del éxodo, los que trazará su Hijo para conducir a todos los hombres al término del nuevo y verdadero Éxodo.

1. La vocación de Israel. Saliendo de Egipto respondía el pueblo a Yahveh que lo llamaba a seguirle (cf. Os 11,1). En el desierto camina Israel detrás de Yahveh, que le guía en la columna de nube y en la columna de fuego (Éx 13,21), que envía a su ángel para abrir un camino a su pueblo (Éx 23,20.23). Israel oye sin cesar este llamamiento a seguir a Yahveh, como la prometida sigue a su prometido (Jer 2,2), como el rebaño sigue a su pastor (Sal 80,2), como el pueblo sigue a su rey (2Sa 15,13; 17,9), como el fiel sigue a su Dios (1Re 18,21).

En efecto, seguir significa adhesión total y sumisión absoluta, es decir, fe y obediencia. Por eso el hombre que no dudó jamás, Caleb, es recompensado por haber «seguido plenamente a Yahveh» (Dt 1,36); David, que observó los mandamientos, es el modelo de los que siguen a Dios con todo su corazón (1Re 14,8). Cuando el rey Josías y todo el pueblo se comprometen a vivir según la alianza, deciden «seguir a Yahveh».

En adelante el ideal del fiel será siempre seguir «los caminos del Señor» (Sal 18,22; 25,…). Seguir a Yahveh es por tanto exigencia de fidelidad. Yahveh es, en efecto, un Dios celoso: prohíbe seguir a otros dioses, es decir, darles culto e imitar las prácticas de sus fieles (Dt 6,14). Ahora bien, Israel presta oído a los llamamientos de los dioses locales; apenas llegado a Canaán, los Baales disputan su corazón al Dios del Sinaí (Dt 4,3). Así «cojea de las dos piernas» hasta que resuena violentamente la voz profética: «Si Yahveh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle» (1Re 18,21). A ejemplo de Elías los profetas reprochan sin cesar a Israel «el prostituirse y desviar-se de seguir a Yahveh» (Os 1,2) y «seguir a dioses extranjeros» (Jer 7, 6.9; 9,13; 11,10). Predicando la conversión invitan a volver al camino que había seguido Israel en los tiempos del Éxodo (Os 2,17), a volver en pos de Yahveh.

2. En seguimiento de Cristo.

a) Los primeros pasos. «¡Seguidme!», dijo Jesús a Simón y a Andrés, a Santiago y a Juan, a Mateo, y su palabra, llena de autoridad, arrancó su adhesión (Mc 1,17- 20; 2,14). Una vez discípulos de Jesús, serán iniciados progresivamente en el secreto de su misión y en el misterio de su persona. En efecto, seguir a Jesús no es sólo adherirse a una enseñanza moral y espiritual, sino compartir su destino. Ahora bien, los discípulos están sin duda prontos a compartir su gloria: «Hemos dejado todo para seguirte; ¿qué nos corresponderá, pues?» (Mt 19,27) -pero deben aprender que antes han de compartir sus pruebas, su pasión. Jesús exige el desasimiento total: renuncia a las riquezas y a la seguridad, abandono de los suyos (Mt 8, 19-22; 10,37; 19,16-22), sin reservas ni miradas atrás (Lc 9,61s). Exigencia a la que todos pueden ser llamados, pero a la que no todos responden, como en el caso del joven rico (Mt 19,22ss).

b) Hasta el sacrificio. El discípulo, habiendo así renunciado a los bienes y a los lazos del mundo, aprende que debe seguir a Jesús hasta la cruz. «Si alguien quisiere venir en pos de mí, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24 p). Jesús, exigiendo a sus discípulos tal sacrificio, no sólo de los bienes, sino también de su persona, se revela como Dios y acaba de revelar hasta dónde van las exigencias de Dios. Pero a estas exigencias no podrán responder los discípulos sino cuando Jesús haya hecho el primero el gesto del sacrificio. Esto es lo que Pedro, pronto en espíritu a querer seguir a Jesús a dondequiera que vaya, y no menos pronto a abandonarlo como los otros discípulos (Mt 26,35.56), sólo podrá comprender «más tarde» (Jn 13,36ss), cuando haya abierto Jesús el camino con su muerte y su resurrección: entonces irá Pedro adonde no había pensado antes (Jn 21,18s).

c) Imitar y creer. Los teólogos del NT transpusieron la metáfora. Para Pablo, seguir a Cristo es conformarse con él en su misterio de muerte y de resurrección. Esta conformidad, a la que estamos predestinados por Dios desde toda la eternidad (Rom 8,29), se inaugura en el bautismo (Rom 6,2ss) y debe profundizarse por la imitación (1Cor 11,1), la comunión voluntaria en el sufrimiento, en medio del cual se despliega el poder de la resurrección (2Cor 4,10s; 13, 4; Flp 3,10s; cf. 1Pe 2,21).

Según Juan, seguir a Cristo es entregarle la fe, una fe entera, fundada en su sola palabra y no en signos exteriores (Jn 4,42), fe que sabe superar las vacilaciones de la sabiduría humana (Jn 6,2.66-69); es seguir la luz del mundo tomándola por guía (Jn 8,12; es situarse entre las ovejas que reúne en un solo rebaño el único pastor (Jn 10,1-16).

Finalmente, el creyente que sigue a los apóstoles (Act 13,43) comienza así a seguir a Cristo «dondequiera que va» (Ap 14,4; cf. Jn 8,21s) hasta penetrar en pos de él, «en el otro lado del velo, donde entró él como precursor» (Heb 6,20). Entonces se realizará la promesa de Jesús: «Si alguien me sirve, sígame, y don-de yo estoy, allí estará también mi servidor» (Jn 12,26).

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Sabiduría

La búsqueda de la sabiduría es común a todas las culturas del antiguo Oriente. Colecciones de literatura sapiencial nos fueron legadas tanto por Egipto como por Mesopotamia, y los siete sabios eran legendarios en la antigua Grecia. Esta sabiduría tiene un objetivo práctico: se trata de que el hombre se conduzca con prudencia y habilidad para prosperar en la vida. Esto implica cierta reflexión sobre el mundo; esto conduce también a la elaboración de una moral, de lo cual no está ausente la referencia religiosa (particularmente en Egipto). En la Grecia del siglo vii tomará la reflexión un sesgo más especulativo y la sabiduría se transformará en filosofía. Al lado de una ciencia embrional y de técnicas que se desarrollan, constituye la sabiduría un elemento importante de civilización. Es el humanismo de la antigüedad.

En la revelación bíblica también la palabra de Dios reviste una forma de sabiduría. Hecho importante, pero que conviene interpretar correctamente. No quiere decir que la revelación, en cierto estadio de su desarrollo, se convierta en humanismo. La sabiduría inspirada, aun en los casos en que integra lo mejor de la sabiduría humana, es de distinta naturaleza que ésta. Este hecho, sensible ya en el AT, es palmario en el NT.

SABIDURÍA HUMANA Y SABIDURÍA SEGÚN DIOS. 1. Implantación de la sabiduría en Israel. Si se exceptúan los casos de José (Gén 41,39s) y de Moisés (Éx 2,10; cf. Act 7,21s), Israel no tuvo contacto con la sabiduría de Oriente sino después de su establecimiento en Canaán, y hay que aguardar a la época de la monarquía para verlo abrirse ampliamente al humanismo del tiempo: «La sabiduría de Salomón fue mayor que la de todos los orientales y que toda la de Egipto» (1Re 5,9-14; cf. 10, 6s.23s). El dicho se refiere a la vez a su cultura personal y a su arte del buen gobierno. Ahora bien, para los hombres de fe esta sabiduría regia no crea ningún problema: es un don de Dios, que Salomón obtuvo por su oración (1Re 3,6-14). Apreciación optimista, cuyos ecos se renuevan en otras partes; mientras que los escribas de la corte cultivan los géneros sapienciales (cf. Los elementos antiguos de Prov 10-22 y 25-29), los historiadores sagrados hacen el elogio de José, el administrador avisado que tenía su sabiduría de Dios (Gén 41; 47).

La sabiduría en cuestión. Pero hay sabiduría y sabiduría. La verdadera sabiduría viene de Dios; él es quien da al hombre «un corazón capaz de discernir el bien y el mal» (1Re 3,9). Pero todos los hombres se ven tentados, como su primer padre, a usurpar este privilegio divino, a adquirir por sus propias fuerzas «el conocimiento. del bien y del mal» (Gén 3,5s). Sabiduría engañosa, a la que los atrae la astucia de la serpiente (Gén 3,1). Es la de los escribas que juzgan de todo según modos de ver humanos y «cambian en mentira la ley de Yahveh» (Jer 8,8), la de los consejeros regios que hacen una política totalmente humana (cf. Is 29,15ss). Los profetas se alzan contra tal sabiduría: «¡Ay de los que son sabios a sus propios ojos, avisados según su propio sentido!» (Is 5,21). Dios hará que su sabiduría quede confundida (Is 29,14). Caerán en el lazo por haber despreciado la palabra de Yahveh (Jer 8,9). Es que esta palabra es la única fuente de la auténtica sabiduría. Aquélla la aprenderán después del castigo los espíritus extraviados (Is 29,24). El rey hijo de David que reinará «en los últimos tiempos» la poseerá con plenitud, pero la tendrá del Espíritu de Yahveh (Is 11,2). Así la enseñanza profética rechaza la tentación de un humanismo que pretendiera bastarse a sí mismo: la salvación del hombre viene de solo Dios.

Hacia la verdadera sabiduría. La ruina de Jerusalén confirma las amenazas de los profetas: la falsa sabiduría de los consejeros regios es la que ha conducido el país a la catástrofe. Una vez disipado así el equívoco, la verdadera sabiduría podrá dilatarse libremente en Israel. Su fundamento será la ley divina, que hace de Israel el único pueblo sabio e inteligente (Dt 4,6). El temor de Dios será su principio y su coronamiento (Prov 9,10; Eclo 1,14-18; 19,20). Los escribas inspirados, sin abandonar nunca las perspectivas de esta sabiduría religiosa, van a integrar ahora en ella todo lo que puede ofrecerles de bueno la reflexión humana. La literatura sapiencial editada o compuesta después del exilio es el fruto de este esfuerzo. El humanismo, curado de estas pretensiones soberbias, se dilata aquí a la luz de la fe.

ASPECTOS DE LA SABIDURÍA. 1. Un arte de bien vivir. El sabio de la Biblia tiene curiosidad por las cosas de la naturaleza (1Re 5,13). Las admira, y su fe le enseña a ver en ellas la mano poderosa de Dios (Job 36,22-37,18; 38-41; Eclo 42,15-43, 33). Pero se preocupa ante todo por saber cómo conducir su vida para obtener la verdadera felicidad. Todo hombre experto en su oficio merece ya el nombre de sabio (Is 40,20; Jer 9,16; 1Par 22,15); el sabio por excelencia es el experto en el arte de bien vivir. Lanza al mundo que le rodea una mirada lúcida y sin ilusión; conoce sus taras, lo cual no quiere decir que las apruebe (p.e. Prov 13,7; Eclo 13,21ss). Como psicólogo que es, sabe lo que se oculta en el corazón humano, lo que es para él causa de gozo o de pena (p.e. Prov 13,12; 14,13; Ecl 7,2-6). Pero no se confina en este papel de observador. Educador nato, traza reglas para sus discípulos: prudencia, moderación en los deseos, trabajo, humildad, ponderación, mesura, lealtad de lenguaje, etc. Toda la moral del Decálogo está contenida en estos consejos prácticos. El sentido social del Deuteronomio y de los profetas le inspira recomendaciones sobre la limosna (Eclo 7,32ss; Tob 4,7-11), el respeto de la justicia (Prov 11,1; 17,15), el amor de los pobres (Prov 14,31; 17,5; Eclo 4,1-10). Para apoyar sus pareceres recurre siempre que puede a la experiencia; pero su inspiración profunda le viene de algo más alto que la experiencia. Habiendo adquirido la sabiduría a costa de rudos esfuerzos, nada desea tanto como transmitirla a los otros (Eclo 51,13-20), e invita a sus discípulos a emprender con ánimo su difícil aprendizaje (Eclo 6,18-37).

Reflexión sobre la existencia. Del maestro israelita de sabiduría no hay que esperar una reflexión de carácter metafísico sobre el hombre, su naturaleza, sus facultades, etc. Por el contrario, tiene un sentido agudo de su situación en la existencia y escudriña con atención su destino. Los profetas se interesaban sobre todo por la suerte del pueblo de Dios en cuanto tal; los textos de Ezequiel sobre la responsabilidad individual pueden considerarse como excepciones (Ez 14,12-20; 18; 33, 10-20). Los sabios, sin dejar de estar atentos al destino global del pueblo de la alianza (Eclo 44-50; 36,1-17; Sab 10-12; 15-19), se interesan sobre todo por la vida de los individuos. Son sensibles a la grandeza del hombre (Eclo 16,24-17,14) como a su miseria (Eclo 40,1-11), a su soledad (Job 6,11-30; 19,13-22), a su angustia ante el dolor (Job 7; 16) y la muerte (Ecl 3; Eclo 41,1- 4), a la impresión de vaciedad que le deja su vida (Job 14,1-12; 17; Ecl 1,4-8; Eclo 18,8-14), a su inquietud delante de Dios que le parece incomprensible (Job 10) o ausente (23; 30,20-23). En esta perspectiva no podía menos de abordarse el problema de la retribución, pues las concepciones tradicionales acaban por contradecir a la justicia (Job 9,22-24; 21,7-26; Ecl 7,15; 8-14; 9,2s). Pero serán necesarios largos esfuerzos para que más allá de la retribución terrenal, tan engañosa, se resuelva el problema en la fe en la resurrección (Dan 12,2s) y en la vida eterna (Sab 5,15).

Sabiduría y revelación. La enseñanza de los sabios, que concede tanto lugar a la experiencia y a la reflexión humana, es evidentemente de otro tipo que la palabra profética, procedente de una inspiración divina, de la que el profeta mismo es consciente. Esto no es obstáculo para que haga también progresar la doctrina proyectando sobre los problemas la luz de las Escrituras largamente meditadas (cf. Eclo 39,1ss). Ahora bien, en baja época profecía y sabiduría convergen en el género apocalíptico para revelar los secretos del futuro. Si Daniel «revela los misterios divinos» (Dan 2,28ss. 47), no es por sabiduría humana (2,30), sino porque el Espíritu divino, que reside en él, le da una sabiduría superior (5,11.14). La sabiduría religiosa del AT reviste aquí una forma característica, de la que la antigua tradición israelita presentaba ya un ejemplo significativo (cf. Gén 41, 38s). El sabio aparece aquí como inspirado por Dios al igual que el profeta.

LA SABIDURÍA DE DIOS. 1. La sabiduría personificada. Los escribas de después del exilio tienen tal culto por la sabiduría que se complacen en personificarla para darle más relieve (ya Prov 14,1). Es una amada a la que se busca con avidez (Eclo 14,22ss), una madre protectora (14,26s) y una esposa nutricia (15, 2s), un ama de casa hospitalaria que invita a su festín (Prov 9,1-6), contrariamente a dama locura, cuya casa es el vestíbulo de la muerte (9, 13-18).

La sabiduría divina. Ahora bien, esta representación femenina no debe comprenderse como mera figura de lenguaje. La sabiduría del hombre tiene una fuente divina. Dios puede comunicarla a quien le place porque él mismo es el sabio por excelencia. Así pues, los autores sagrados contemplan en Dios esta sabiduría, de la que dimana la suya. Es una realidad divina que existe desde siempre y para siempre (Prov 8,22-26; Eclo 24,9). Habiendo brotado de la boca del Altísimo como su hálito o su palabra (Eclo 24,3), es «un soplo del poder divino, una efusión de la gloria del todopoderoso, un reflejo de la luz eterna, un espejo de la actividad de Dios, una imagen de su excelencia» (Sab 7,25s). Habita en el cielo (Eclo 24,4), comparte el trono de Dios (Sab 9,4), vive en su intimidad (8,3).

La actividad de la sabiduría. Esta sabiduría no es un principio inerte. Está asociada a todo lo que hace Dios en el mundo. Presente en el momento de la creación, retozaba a sus lados (Prov 8, 27-31; cf. 3, 19s; Eclo 24,5) y todavía sigue rigiendo el universo (Sab 8,1). A todo lo largo de la historia de la salvación la ha enviado Dios en misión acá a la tierra. Se instaló en Israel, en Jerusalén, como un árbol de vida (Eclo 24,7-19), manifestándose bajo la forma concreta de la ley (Eclo 24,23-34). Desde entonces reside familiarmente entre los hombres (Prov 8,31; Bar 3,37s). Es la providencia que dirige la historia (Sab 10,1-I1, 4) y ella es la que proporciona a los hombres la salvación (9,18). Desempeña un papel análogo al de los profetas, dirigiendo reproches a los despreocupados cuyo juicio anuncia (Prov 1,20-33), invitando a los que son dóciles a sacar provecho de todos sus bienes (Prov 8,1-21.32-36), a sentarse a su mesa (Prov 9,4ss; Eclo 24,19-22). Dios obra por ella como obra por su Espíritu (cf. Sab 9,17); así pues, lo mismo es acogerla que ser dóciles al Espíritu. Si estos textos no hacen todavía de la Sabiduría una persona divina en el sentido del NT, por lo menos escudriñan en profundidad el misterio del Dios único y preparan una revelación más precisa del mismo.

Los dones de la sabiduría. No es sorprendente que esta sabiduría sea para los hombres un tesoro superior a todo (Sab 7,7-14). Siendo ella misma un don de Dios (8,21), es la distribuidora de todos los bienes (Prov 8,21; Sab 7,11): vida y felicidad (Prov 3,13-18; 8,32-36; Eclo 14,25-27), seguridad (Prov 3,21-26), gracia y gloria (4,8s), riqueza y justicia (8,18ss), y todas las virtudes (Sab 8,7s)… ¿Cómo no se esforzará el hombre por tenerla por esposa (8, 2)? Ella es, en efecto, la que hace a los amigos de Dios (7,27s). La intimidad con ella no se distingue de la intimidad con Dios mismo. Cuando el NT identifique la sabiduría con Cristo, Hijo y palabra de Dios, hallará en esta doctrina la exacta preparación para una revelación plenaria: el hombre, unido a Cristo; participa en la Sabiduría divina y se ve introducido en la intimidad de Dios.

NT. 1. JESÚS Y LA SABIDURÍA. 1. Jesús, maestro de sabiduría. Jesús se presentó a sus contemporáneos bajo complejos aspectos exteriores: profeta de penitencia, pero más que profeta (Mt 12,41); mesías, pero que debe pasar por el sufrimiento del siervo de Yahveh antes de conocer la gloria del Hijo del hombre (Mc 8,29ss); doctor, pero no a la manera de los escribas (Mc 1,21s). Lo que mejor recuerda su manera de enseñar es la de los maestros de sabiduría del AT: adopta fácilmente sus géneros (proverbios, parábolas), da como ellos reglas de vida (cf. Mt 5-7). Los espectadores no se engañan al maravillarse de esta sabiduría sin segunda, acreditada por obras milagrosas (Mc 6,2); Lucas la hace notar incluso en la infancia de Cristo (Lc 2,40.52). Jesús mismo da a entender que tal sabiduría plantea un problema: la reina del Mediodía acudió a oír la sabiduría de Salomón: pues bien, aquí hay más que Salomón (Mt 12,42 p).

2. Jesús, Sabiduría de Dios. Efectivamente, en su propio nombre promete Jesús a los suyos el don de la sabiduría (Lc 21,15). Desconocido por su generación incrédula, pero acogido por los corazones dóciles a Dios, concluye misteriosamente: «La sabiduría ha sido justificada por sus hijos» (Le 7,35; o «por sus obras» Mt 11,19). Su secreto se trasluce más cuando modela su lenguaje conforme a lo que el AT atribuye a la sabiduría divina: «Venid a mí…» (Mt 11,28ss; cf. Eclo 24,19); «Quien venga a mí no tendrá ya hambre, quien crea en mí no tendrá ya sed» (Jn 6,35; cf. 4,14; 7,37; Is 55,1ss; Prov 9,1- 6; Eclo 24,19-22). Estos llamamientos rebasan lo que se espera de un sabio como otro cual-quiera; hacen entrever la misteriosa personalidad del Hijo (cf. Mt 11, 25ss p). La lección fue recogida por los escritos apostólicos. Si en ellos se llama a Jesús «sabiduría de Dios» (1Cor 1.24.30), no es sólo porque comunica la sabiduría a los hombres; es porque él mismo es la Sabiduría. Igualmente, para hablar de su preexistencia junto al Padre se usan los mismos términos que en otro tiempo definían la sabiduría divina: él es el primogénito anterior a toda criatura y el artífice de la creación (Col 1,15ss; cf. Prov 8,22-31), cl resplandor de la gloria de Dios y la efigie de su substancia (Heb 1,3; cf. Sab 7,25s). El Hijo es la sabiduría del Padre, como es también su palabra (Jn 1,lss). Esta sabiduría personal estaba en otro tiempo oculta en Dios, aun cuando gobernaba el universo, dirigía la historia, se manifestaba indirectamente en la ley y en la enseñanza de los sabios. Ahora se ha revelado en Jesucristo. Así todos los textos sapienciales del AT adquieren en él su alcance definitivo.

SABIDURÍA DEL MUNDO Y SABIDURÍA CRISTIANA. 1. La sabiduría del mundo, condenada. A la hora de esta revelación suprema de la Sabiduría se había entablado el drama que habían puesto ya en evidencia los profetas. La sabiduría de este mundo, que desvariaba desde que había desconocido al Dios vivo (Rom 1,21s; 1Cor 1,21), dio remate a su locura cuando los hombres «crucificaron al Señor de la gloria» (1Cor 2,8). Por eso condenó Dios esta sabiduría de los sabios (1,19s; 3,19s), que es «terrenal, animal, demoníaca» (Sant 3,15); para darle jaque decidió salvar al mundo por la locura de la cruz (1Cor 1,17-25). Así cuando se anuncia a los hombres el Evangelio de la salvación puede dejar a un la-do todo lo que depende de la sabiduría humana, la cultura y las bellas palabras (1Cor 1,17; 2,1-5): no hay que trampear con la locura de la cruz.

2. La verdadera sabiduría. La revelación de la verdadera sabiduría se hace, pues, en forma paradójica. No se otorga a los sabios y a los prudentes, sino a los pequeños (Mt 11,25): para confundir a los sabios orgullosos escogió Dios a lo que había de loco en este mundo (1Cor 1,27).

Por consiguiente hay que volverse loco a los ojos del mundo para hacerse sabio según Dios (3,18). Porque la sabiduría cristiana no se adquiere en modo alguno por el esfuerzo humano, sino por revelación del Padre (Mt 11,25ss). Es en sí misma cosa divina, misteriosa y oculta, imposible de sondear por la inteligencia humana (1Cor 2,7ss; Rom 11,33ss; Col 2,3). Manifestada por la realización histórica de la salvación (Ef 3,10), sólo puede ser comunicada por el Espíritu de Dios a los hombres que le son dóciles (1Cor 2,10-16; 12,8; Ef 1,17).

ASPECTOS DE LA SABIDURÍA CRISTIANA. 1. Sabiduría y revelación. La sabiduría cristiana, tal como se acaba de describir, presenta claras afinidades con los apocalipsis judíos: no es ante todo regla de vida, sino revelación del misterio de Dios (1Cor 2,6ss), cumbre del conocimiento religioso que pide Pablo a Dios para los fieles (Col 1,9) y en la que estos mismos pueden instruirse mutuamente (3,16), «en un lenguaje enseñado por el Espíritu» (1Cor 2,13).

2. Sabiduría y vida moral. Con esto no se evacua el aspecto moral de la sabiduría. A la luz de la revelación de Cristo, sabiduría de Dios, todas las reglas de conducta que el AT atribuía a la sabiduría según Dios, adquieren por el contrario su plenitud de sentido. No solamente lo que concierne a las funciones apostólicas (1Cor 3,10; 2Pe 3,15), sino también lo relativo a la vida cristiana de cada día (Ef 5,15; Col 4,5), donde hay que imitar la conducta de las vírgenes prudentes, no ya la de las vírgenes locas (Mt 25,1-12). Los consejos de moral práctica que enuncia san Pablo en los finales de sus cartas suceden aquí ala enseñanza de los sabios antiguos. El hecho es más evidente todavía en cuanto a la epístola de Santiago, que opone en este punto concreto la falsa sabiduría y la «sabiduría de arriba» (Sant 3,13-17). Esta última implica una perfecta rectitud moral. Hay que esforzarse por conformar con ella los propios actos al mismo tiempo que se la pide a Dios como un don (Sant 1,5).

Tal es la única perspectiva en la que las adquisiciones del humanismo pueden integrarse en la vida y en el pensamiento cristianos. El hombre pecador debe dejarse crucificar con su sabiduría orgullosa si quiere renacer en Cristo. Si lo hace, todo su esfuerzo humano adquirirá nuevo sentido, pues se efectuará bajo la dirección del Espíritu.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

ESPERANZA

Define la existencia del hombre como ser que está abierto a su propio futuro*, en el que puede realizarse plenamente, alcanzando su identidad. El tema de la esperanza atraviesa todos los estratos de la Biblia y se encuentra especialmente vinculada con la «promesa» de Dios, que ofrece a los hombres una culminación gloriosa (la plena creación). Para Jesús, la esperanza se funda en la llegada del Reino* de Dios y para los cristianos ella resulta inseparable de la historia del mismo Jesús, llamado el Cristo, cuya resurrección* ofrece, impulsa y anticipa un camino de salvación*. Heb 11,1 define la fe como «sustancia» (certeza) de las cosas que se esperan. El tema de la esperanza ha recibido gran importancia en la teología bíblica a partir de la obra programática de J. Moltmann, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1972.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

ESCLAVITUD

(jubileo, [año] sabático). La Biblia es el testimonio de una historia de liberación, que comienza con la salida de los esclavos hebreos de Egipto (Éxodo) y culmina con la superación de toda esclavitud (Apocalipsis). No es un libro espiritualista, que trata sólo de la salvación de un alma separada del cuerpo, sino un libro de liberación integral, donde resulta básico el tema de las diversas esclavitudes. Comenzaremos hablando de los diversos códigos legales de Israel, para tratar después del pecado del robo de personas y para distinguir finalmente entre esclavos y cautivos.

1. El Código de la Alianza (Ex 20,22–23,19) recoge normas tradicionales de las tribus, redactadas quizá en su forma actual en torno al siglo IX a.C. Está marcado por un fuerte sentido social y contiene leyes económicas, cultuales y criminales, propias de una sociedad austera, aunque bien organizada, entre ellas la ley sobre la esclavitud: «Cuando compres un esclavo hebreo, servirá seis años, y el séptimo quedará libre sin pagar rescate. Si entró solo, solo saldrá; si tenía mujer, su mujer saldrá con él… Si el esclavo declara: Yo quiero a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, renuncio a la libertad, su amo le llevará ante Elohim y, arrimándolo a la puerta o a su jamba, le horadará la oreja con una lezna y quedará a su servicio para siempre. Si un hombre vende a su hija por esclava, ésta no saldrá de la esclavitud como salen los esclavos. Si no agrada al señor que la había destinado para sí, éste permitirá su rescate; y no podrá venderla a gente extraña, tratándola con engaño…» (Ex 21,2-7). El texto no habla de las causas que han llevado a la esclavitud de algunos israelitas, pero todo nos permite suponer que son las deudas. Los equilibrios agrícolas en una economía de subsistencia resultan frágiles: la poca habilidad o suerte adversa, la injusticia o rapiña ajena, la mala cosecha, hacen que un hombre (un propietario) deba pedir préstamos a los vecinos fuertes o más ricos. Si no puede restituirlos a su tiempo, se convierte en esclavo de su acreedor. (a) Siete años. Conforme a la ley de la alianza, esa esclavitud del hebreo (que puede ser israelita o no) sólo puede durar siete años, que forman un todo sagrado o una semana de años, tiempo suficiente para depender de otro y pagarle con el trabajo las deudas contraídas. (b) Los que desean seguir siendo esclavos. El segundo apartado de esta ley trata de aquellos que desean seguir siendo esclavos. Es evidente que en el fondo de ese deseo no debe suponerse, en general, un amor romántico hacia el buen amo, sino, más bien, la conveniencia del esclavo, que no tiene recursos para vivir en libertad, ni medios para recuperar su antigua tierra, ni más familia que la mujer e hijos que el amo le ha dado (y que él no puede llevar consigo, pues no son suyos). Lógicamente, ha de elegir entre hacerse libre sin propiedad y familia (condenado a la vida errante) o seguir esclavo con posibilidades de vida. La formulación del texto es arcaica, pues llevar al esclavo ante Elohim significa ponerle ante el Dios o dioses tutelares de la casa familiar (no ante Yahvé, Dios de la libertad israelita). Dejándose horadar sus orejas ante las jambas o puerta (lugar de los dioses lares), el esclavo queda inserto en el espacio sagrado de la casa, cuyos dioses le dominan (esclavizan) y protegen al mismo tiempo. La ley sobre la hija (o mujer) esclava se sitúa en el mismo contexto: el hombre cae esclavo cuando no puede pagar sus deudas; la mujer cuando es vendida por su padre o propietario, que tiene deudas o quiere sacar ganancia de la misma hija. Evidentemente, la norma sabática no se aplica a la mujer-esclava, pues en aquel contexto era impensable que ella alcance su libertad después de haber sido siete años esclava-concubina. Por otra parte, la diferencia entre mujer libre y esclava de la casa (entre vender o dar la hija en matrimonio) resulta a veces pequeña. Por eso es loable el esfuerzo de la ley por proteger a las mujeres así vendidas.

2. El Deuteronomio, que es un texto legal posterior, ratifica la ley sabática de la liberación de los esclavos, vinculada al perdón de las deudas, que suelen ser la causa normal de la esclavitud: «Si tu hermano hebreo, hombre o mujer, se te vende, te servirá seis años y al séptimo lo dejarás ir libre de ti. Cuando lo dejes ir libre, no lo mandarás con las manos vacías. Le proveerás generosamente de tus ovejas, de tu era y de tu lagar, de aquello con que Yahvé tu Dios te haya bendecido. Recuerda que fuiste esclavo en la tierra de Egipto, y que Yahvé tu Dios te rescató. Por eso, te mando esto hoy. Pero si él te dice no quiero marcharme de tu lado, porque te ama, a ti y a tu casa, porque le va bien contigo, tomarás un punzón, le horadarás la oreja contra la puerta, y será tu siervo para siempre. Lo mismo harás con tu sierva. No se te haga demasiado duro el dejarle en libertad, porque el haberte servido seis años vale como salario de jornalero. Y Yahvé tu Dios te bendecirá en todo lo que hagas» (Dt 15,12-18). Esta ley reasume, con variantes, la de Ex 21,20-22. Por el lugar que ocupa en el Año de Remisión, puede pensarse que esta ley de la liberación (como el perdón de las deudas) se cumple al mismo tiempo para todos los esclavos. Sin embargo, tomada en sí, como unidad independiente, puede aplicarse de forma individualizada, como en Ex 21, de manera que los seis años de esclavitud empiezan a contarse para cada uno en el momento en que ha sido esclavizado. Seis años es un tiempo definitivo, expresión de máxima servidumbre. Por seis años se puede mantener a un hombre esclavo, utilizando sus servicios. Hacerlo por más tiempo significa destruirlo: una servidumbre de por vida es lo mismo que la muerte: destrucción total de la persona. Veamos ya el texto en concreto. Sorprende el carácter moderno de esta ley, que contrasta con muchas leyes actuales, que siguen imponiendo penas de cárcel perpetua, por razones que en el fondo siguen siendo económicas. De todas formas, debemos recordar que la antigua ley israelita admitía y exigía la pena de muerte, como castigo por otro tipo de delitos (sexuales, sacrales, criminales), que hoy nos parecen menos graves. El texto iguala al varón y a la mujer y exige que el dueño les ofrezca provisiones al liberarles, dándoles las cosas necesarias, pues una libertad sin bienes básicos (sin posibilidades de realización personal y familiar) carece de sentido. Lógicamente, la ley pide al amo que sea generoso, reconociendo el valor de aquello que el/la esclavo/a le ha dado en los años de servicio. A pesar de eso, sigue siendo necesaria una excepción para aquellos que prefieran seguir siendo esclavos, pues son incapaces de vivir en libertad, por falta de patrimonio o de familia. La libertad formal no es un bien en sí; ella sola resulta insuficiente.

3. La ley de Levítico 25 (Código de la Santidad), centrada en el año del Jubileo*, constituye uno de los documentos jurídicos más notables de la historia humana. Pero debe ser releída y recreada desde una perspectiva de universalidad mesiánica, en la línea de la tradición de Isaías y, sobre todo, del mensaje y vida de Jesús. Sólo así podrá superarse la división que establece entre judíos y no judíos: «Si tu hermano empobrece y se te vende, no le harás servir como esclavo. Como jornalero o extranjero estará contigo, y te servirá hasta el año del Jubileo. Entonces saldrá libre de tu casa, él y sus hijos con él, y volverá a su familia, a la propiedad de sus padres; porque son mis siervos, a quienes saqué de la tierra de Egipto. No serán vendidos como esclavos. No les tratarás con dureza, sino que temerás a tu Dios. Tus esclavos o esclavas provendrán de las naciones de alrededor. De ellas podréis comprar esclavos y esclavas. También podréis comprar esclavos de los hijos de los extranjeros que viven entre vosotros, y de sus familias que están entre vosotros, a los cuales engendraron en vuestra tierra. Éstos podrán ser propiedad vuestra, y los podréis dejar en herencia a vuestros hijos después de vosotros, como posesión hereditaria. Podréis serviros de ellos para siempre; pero en cuanto a vuestros hermanos, los hijos de Israel, no os enseñorearéis unos de otros con dureza» (Lv 25,39-46). Esta doble moralidad la encontramos también en Dt 15,1-6, que prohíbe el cobro de intereses a los israelitas y lo permite a los extranjeros. Ella se aplica ahora a la esclavitud (cf. también Ex 21,20-22; Dt 15,12-18). Dos son las novedades básicas del Levítico. (a) El Levítico permite una esclavitud más larga, de hasta 49-50 años. Los códigos anteriores (Ex y Dt) suponían que la esclavitud sólo puede durar 7 años, aunque introducían excepciones. El nuevo texto indica que, no siendo posible el rescate (cf. Lv 25,47-55), la esclavitud puede durar 49-50 años, pues no tiene sentido liberar a un hombre si no tiene una tierra, un modo de vida estable, para él y su familia. Sólo el Jubileo, con la restitución universal y el nuevo comienzo económico, permite superar de hecho la esclavitud y así lo establece (supone) la ley. (b) El Levítico divide a los hombres en dos grupos: los israelitas sólo pueden ser esclavizados por un tiempo, y con suavidad, en gesto de servicio temporal; los no israelitas (y entre ellos se incluyen los habitantes no judíos de la tierra de Israel) pueden ser esclavizados para siempre. De esta forma se ratifica una doble moralidad, que ha sido y sigue siendo uno de los problemas más graves de la historia, que Jesús ha condenado en el Sermón de la Montaña.

4. Esclavitud y robo de personas (pena* de muerte, mandamientos*). El octavo mandamiento del Decálogo dice no robarás (Ex 20,15; Dt 5,19). La tradición normal de judíos y cristianos aplica ese mandamiento al robo de cosas, pero la intención primera del texto va en contra del robo de personas, para esclavizarlas o venderlas como mercancía en las ferias de esclavos, sobre todo de Fenicia. En ese contexto se proclama la ley: «Quien robe a un hombre para venderlo o esclavizarlo es reo de muerte» (Ex 21,16). «Quien robe a un hermano israelita para explotarlo o venderlo morirá» (Dt 24,7). El pecado es tan grave que debe castigarse con la muerte del culpable. Estas leyes reflejan la vida de una sociedad donde empieza a extenderse el robo de personas, es decir, el tráfico de esclavos, canalizado por las ricas ciudades de Fenicia, en torno al siglo VIII y VII a.C. Por eso resulta necesaria esta ley que proteja la libertad de las personas: quien robe a un hombre para esclavizarle, quien oprima a los demás, de cualquier forma, destruye la misma raíz de la vida humana. Esta ley contra el robo de personas está en el fondo de la voz más imperiosa de la profecía israelita, la de Amós, que elevó su condena contra aquellos que comercian con esclavos: «Así dice Yahvé a Gaza: por tres delitos y por cuatro no les perdonaré, porque hicieron prisioneros en masa y los vendieron a Edom… Así dice el Señor a Tiro: por tres delitos y por cuatro no les perdonaré, porque vendió innumerables prisioneros a Edom» (Am 1,6.9). Gaza y Tiro son ciudades ricas, que controlan el comercio, entre mar y tierra firme. Pues bien, el profeta considera que su riqueza, amasada en gran parte con el tráfico de esclavos, es pecado: el comercio que convierte al ser humano en mercancía resulta imperdonable. Pero éste no es sólo un pecado de pueblos extraños, sino que se ha introducido en el mismo tejido de la sociedad israelita: «Así dice el Señor a Israel: por tres delitos y por cuatro no les perdonaré, porque venden al inocente por dinero y al pobre por un par de sandalias, aplastan contra el polvo al desvalido y no respetan el derecho del indigente» (Am 1,6-7). Esto es para Amós el mayor de todos los pecados: oprimir al pobre (cf. Am 4,1), corromper la justicia al servicio de los poderosos (Am 5,12), convirtiendo así la vida en campo de batalla donde no existe más paz que la impuesta por los violentos vencedores, que justifican sus acciones apelando a su derecho, en nombre de una sacralidad (divinidad) del orden opresor establecido, que es pura injusticia. En contra de ese desorden y destrucción humana apela Amós y con él todos los grandes profetas (Miqueas, Isaías, Habacuc). Una sociedad que vende a los hombres, convirtiéndoles en mercancía al servicio del dinero o del poder, se destruye a sí misma, está muerta. El problema aquí no es la cárcel del sistema o de un Estado, sino un tipo de esclavitud económica, vinculada al comercio de hombres, que unos ricos pueden comprar y vender.

5. En el principio surgió la esclavitud. La Escritura es básicamente un libro de Redención: cuenta la experiencia de unos hombres y mujeres que, rompiendo la atadura de esclavitud y/o cautiverio, se atrevieron a vivir en libertad, descubriendo en su camino la presencia de Dios que les redime y ofrece un futuro de reconciliación. En este contexto se sitúa la diferencia entre esclavos y cautivos. Los griegos han cultivado una conciencia mayor de libertad individual, propia de una minoría de ciudadanos autónomos que se sienten orgullosos de ser dueños de sí mismos y desprecian a los otros (bárbaros y/o esclavos). Lógicamente, como Platón ha señalado en el Mito de la Caverna, la libertad es para ellos una experiencia básicamente interior, ligada a la iluminación mental, a la superación de la cárcel del sentido (del conocimiento imperfecto). En contra de eso, los israelitas han acentuado el carácter de la esclavitud y libertad en un plano social y nacional: se han descubierto vinculados como pueblo, tanto en la opresión como en la búsqueda de realización humana. Más que la cárcel del sentido (mito de la caverna) les ha preocupado la opresión social o exilio. Así podemos presentarles como pueblo empeñado en el despliegue de su propia identidad. No se han especializado en el conocimiento teórico, como los griegos, ni en la conquista imperial, como persas o romanos. Pero han desarrollado una historia ejemplar de despliegue de su propia libertad, como cuentan sus textos fundantes: «Mi padre era un arameo errante; bajó a Egipto y residió allí en grupo pequeño; allí se hizo un pueblo grande, fuerte y numeroso. Los egipcios nos maltrataron, nos humillaron y nos impusieron dura esclavitud» (Dt 26,5-6). Dios habló a Moisés diciendo «he visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado para liberarlos de los egipcios» (Ex 3,7-8). En el comienzo de su historia está el recuerdo de la esclavitud: eran simplemente apiru, hebreos, dominados y oprimidos por la oligarquía de Egipto o de la misma tierra de Palestina. Su historia en cuanto pueblo ha comenzado con la experiencia de liberación, entendida como éxodo, salida de la servidumbre y alianza (despliegue nacional, en forma de pacto). Todo israelita se concibe como hebreo (esclavo) liberado (cf. Dt 15,12-15): un hombre condenado humanamente a la opresión, pero rescatado por el Dios de la libertad. Desde ahí ha de entenderse la historia como proceso de redención: camino en el que Dios y sus representantes (Moisés, Josué, los jueces), que son básicamente redentores, hacen que el pueblo pueda alcanzar la libertad, viviendo en paz y concordia sobre una tierra concebida como don de Dios para todas las tribus y familias de la nación israelita.

6. Esclavitud y cautiverio. Los esclavos (en hebreo ‘ebed, en griego doulos, en latín servus) formaban el nivel inferior de la estratificación social de un pueblo: no podían disponer de su vida, porque estaban al servicio de otros amos. Se supone que han nacido para eso y se encuentran oprimidos dentro de un conjunto social que parece sacralizado por los dioses. Por el contrario, los cautivos (sabah y galah en hebreo, aikhmalotos en griego, captus en latín) padecen bajo un tipo de opresión más sutil, más extendida, que no se expresa sólo como dominio (en plano jurídico), sino en las varias formas de sometimiento económico, nacional, religioso o cultural de un pueblo. Cautivos son los prisioneros de guerra (sabah) y/o aquellos que han quedado bajo el poder de vencedores y enemigos, en la historia larga de luchas y revueltas del pueblo israelita. Han sido tomados por la fuerza y se mantienen, quizá en su propia tierra, bajo los imperios opresores más o menos benignos. No están sometidos por origen, sino por una historia adversa, en razón de los conflictos de una humanidad hecha de guerra y violencias. Algunos se aprovechan de la situación, consiguiendo una fuerte autonomía, bajo el dominio de persas y helenistas (entre el 539 y el 168 a.C.). Otros se sienten dominados y quieren alzarse en lucha militar contra la opresión de turno (en este caso romana), como los celotas en tiempo del Nuevo Testamento. Cautivos son también los exiliados (galah), arrancados de su tierra y sometidos, controlados, en país extraño, entre gentes de otra lengua, religión, costumbres. El exilio ha marcado la vida israelita, a partir del cautiverio de las tribus del Norte (el 721 a.C.) y sobre todo después de la caída del reino de Judá (el 586 a.C.). Ciertamente, para algunos judíos el mismo cautiverio, ampliado y expandido en forma de diáspora, ha sido ocasión de un más hondo desarrollo cultural y religioso. Muchos han salido voluntariamente de Palestina, como emigrantes, en busca de mejores condiciones económicas, de tal modo que gran parte de los israelitas en tiempos de Jesús vivían en diáspora. A pesar de que algunos gozaban de una situación económica aceptable, la mayoría se sentían exiliados, cautivos, y esperaban el día del retorno redentor, la liberación del exilio.

7. Esclavitud, cautiverio, libertad. El ideal de redención ha sostenido la experiencia de los israelitas y se encuentra en la base de su identidad y de su vida como pueblo. Israel surgió al vencer la experiencia de la esclavitud. Aún no existía como pueblo y ya sufría: nació del dolor, en camino abierto hacia la dicha. Por eso, los israelitas interpretaron a Dios como redentor, portador de libertad, en una historia en la que actúa a través de los grandes liberadores (Moisés, Josué, Jueces). Israel llegará a su plenitud superando el cautiverio, como han indicado los profetas. Desde este contexto han de entenderse las diversas teologías del judaísmo en tiempo de Jesús y de un modo especial el mensaje y vida de Jesús, condensado por Lucas en Lc 4,18-19.

Cf. C. ALONSO, La esclavitud a través de la Biblia, CSIC, Madrid 1986; G. C. CHIRICHIGNO, Debt-Slavery in Israel and the Ancient Near East, JSOT SuppSer 141, Sheffield 1993; X. PIKAZA, Dios preso, Sec. Trinitario, Salamanca 2005; Fiesta del pan, fiesta del vino, Verbo Divino, Estella 2000; cf. R. NORTH, Sociology of the Biblical Jubilee, AnBib 4, Roma 1954; R. DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1985; M. ZAPELLA (ed.), Le origini degli anni giubilari, Piemme, Casale Monferrato 1998.

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ENVÍO

La Biblia supone que los hombres han sido «enviados» con una misión que ellos deben realizar. Para los israelitas, esa misión consiste en dar testimonio del Nombre* (identidad) de Dios entre los pueblos, a través del cumplimiento de la Ley*. Los discípulos de Jesús se descubren enviados para anunciar el Reino* de Dios (cf. Mt 10,5; 28,16-20), dando testimonio de la resurrección* de Jesús. Esa misión o tarea no es algo que pueda separarse de la vida, sino la misma vida de los hombres, que aparecen así como enviados de Dios para el Reino. En ese sentido ha destacado el evangelio de Juan la importancia del envío, interpretando a Jesús como «legado del Padre»: toda su vida es cumplimiento de un envío, toda su vida es misión: «Como tú me has enviado así los he enviado yo…» (Jn 17,18). El envío no es algo que se añade al «ser» del Hijo o misionero, sino que es el mismo ser y realidad del Hijo de Dios (y de todo ser humano), que aparece así como legado de Dios, testigo de su vida y su acción en el mundo (cf. Jn 3,17; 20,21). En ese contexto se entiende la misión o envío de la Iglesia.

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ENVIDIA

La Biblia supone que la envidia está en la raíz de todos los pecados*. Ella aparece en el fondo del relato del «pecado» de Adán-Eva (Gn 2–3) y en el gesto homicida de Caín (Gn 4), al principio de la Biblia. También el pecado de los ángeles violadores de 1 Hen ha sido la envidia: han querido tener algo propio de los hombres (posibilidad de sexo y violencia), algo que ellos como espíritus* no tienen. Pero los lugares donde la envidia aparece con más fuerza en la Biblia son dos: el libro de la Sabiduría y el relato de la muerte de Jesús en Marcos.

1. Libro de la Sabiduría: «Dios hizo al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo y los de su partido pasarán por ella» (Sab 2,23-24). Este hombre (anthrôpos) del que trata nuestro texto es el Adán-Eva de Gn 2–3 y se identifica con todos los hombres, creados por Dios para la inmortalidad, pero amenazados por el diablo, que aquí se interpreta en un sentido básicamente antropológico, como envidia radical del mismo ser humano. La envidia no es una propiedad del diablo, sino su misma «esencia», si se permite utilizar esa palabra, pues estamos ante un genitivo epexegético: «la envidia, es decir, el Diablo». Por eso, el partido del diablo está formado por aquellos que se dejan dominar por la envidia, rechazando así el don de la vida de Dios, que es gracia, es decir, la generosidad. Ciertamente, el hombre puede volverse Diablo, si se deja dominar por la envidia, pero también puede liberarse de ella y volverse «pariente de Dios». Según eso, el hombre-Adam puede rebelarse contra Dios y caer, pero puede también levantarse, pues la Sabiduría de Dios les protege. En esa línea, nuestro libro quiere contar la «historia» de la Sabiduría y no la de los ángeles o diablos: «Os explicaré lo que es la Sabiduría y cuál es su origen; me voy a remontar al comienzo de la creación, dándola a conocer claramente… No haré el camino de la envidia que se consume, pues ésta no tiene nada en común con la Sabiduría» (Sab 6,22-23). Éstos son los protagonistas de la vida humana, éstas las claves de la antropología: la Sophia o Sabiduría de Dios (= Dios mismo), que guía a los hombres por el camino de una vida que es gracia; y el phthonos o envidia del Diablo (= el mismo Diablo), que conduce a los hombres a la muerte. Así reelabora nuestro libro los temas básicos del Génesis. Desde esa oposición entre Sabiduría (que es Dios como gracia y principio de vida compartida) y envidia (que es rechazo diabólico de Dios y principio de lucha interhumana) se entienden los elementos básicos de la antropología de Sab: los hombres somos inmortales por gracia, por don de Dios y vida compartida; pero podemos morir por envidia.

2. La envidia de los sacerdotes que condenan a Jesús. La envidia aparece, junto con el miedo* (cf. Mc 11,18), como motivo desencadenante del asesinato de Jesús. Así lo ha destacado Marcos cuando dice que Pilato no se fiaba de Caifás y de los sacerdotes, aunque actuaran de hecho como aliados suyos, porque sabía «que los sumos sacerdotes le habían entregado (a Jesús) por envidia» (dia phthonon: Mc 15,10; Mt 27,18). La misma envidia que Sab 6,22-23 había presentado como principio general de muerte viene a presentarse ahora como causa del asesinato de Jesús. (a) Los sacerdotes envidian a Jesús porque le consideran valioso, porque han visto en su conducta algo que en el fondo les gustaría tener y no tienen, una forma de relacionarse con Dios y con los hombres. (b) Esta envidia refleja una carencia de los sacerdotes, un vacío que les impide gozar de sí mismos al relacionarse con los otros. No están contentos de su suerte, no pueden vivir en verdad con lo que tienen; por eso, la simple presencia de Jesús les disgusta, porque les recuerda su falta de auténtico poder. (c) La envidia suscita violencia: los sacerdotes no pueden robar a Jesús su prestigio, ni apoderarse de sus bienes, ni ocupar su puesto, pues no quieren ser como él (vivir en gratuidad). Pero tampoco pueden soportarle. Por eso le hacen morir, no para hacer lo que él hacía (ellos no quieren eso), sino para impedir que Jesús pueda acusarles con su vida y su palabra. Hay una envidia que podríamos llamar «activa»: es la de aquellos que quieren apoderarse de los tesoros o bienes de los otros (dinero, puesto de trabajo), sin necesidad de matarles a ellos. Pero hay otra envidia que podemos llamar «reactiva» y que consiste en no soportar la existencia de los otros como tales, de manera que no podemos vivir tranquilos mientras ellos existan. Ésta es la envidia de los sacerdotes que no tienen más autoridad que la que brota de su imposición sacral. Ellos representan el deseo impositivo (no la gracia de Dios) y por eso combaten al representante del Dios de la gracia. Su envidia es contagiosa: pone en marcha el proceso de Jesús y no se apaga hasta matarle, pues piensan que sólo matándole podrán superar y vencer su envidia, pudiendo así vivir en paz sobre ella. Pero la envidia no se vence con la ley, sino con la gracia*.

Cf. J. M. REESE, Hellenistic Influences on the Book of Wisdom and its Consequences, Istituto Biblico, Roma 1970; H. SCHOECK, Envy. A Theory of Social Behavior, Nueva York 1969.

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ENFERMEDAD

El hombre bíblico es un ser marcado por la debilidad desde el mismo principio de la historia (cf. Gn 2–3). En la Biblia hay dos discursos importantes sobre la enfermedad: uno en el libro de Job, otro en el evangelio de Jesús actualizado por la Iglesia.

1. Job sufriente, enfermedad irracional. Representa a la humanidad entera, dominada por una enfermedad que, en sentido simbólico, aparece causada por Satán, el Diablo*, con el permiso de Yahvé: «Satanás hirió a Job con unas llagas malignas, desde la planta de sus pies hasta su coronilla» (Job 2,8). A lo largo del libro, esa enfermedad se va desplegando en todas sus formas. Es sufrimiento material, pobreza. Aplastado por la rueda de un destino adverso, Job pierde sus bienes y padece, despojado de toda protección externa, sobre el suelo duro de la tierra, sin más ayuda o posesión que el sufrimiento. Ha perdido casa y campos, propiedades familiares y sociales. Desnudo de bienes y vestidos yace Job, hombre expulsado, fuera de la ciudad de los humanos. Es sufrimiento afectivo, violencia y muerte de sus hijos (su familia). Pierde el presente de cariño y confianza, el futuro de vida y descendencia. De esa forma queda a solas, a espaldas de la gente, como un condenado que espera la muerte en el estercolero de la ciudad, donde se pudren en vida las basuras. Significativamente, sobrevive su mujer, pero sólo para atormentarle como acusadora, echándole en cara su pasado de justicia (cf. 2,9). Es sufrimiento físico: la enfermedad le corroe, el dolor va quebrando y destruyendo su existencia. De esa forma se derrumba (le derrumban) sobre el muladar, sin fuerzas para mantenerse, como escoria viviente (mejor dicho, muriente), allá en el basurero donde vienen a parar hombres y cosas que estorban en el mundo. Queda allí, como un desecho: pura ruina humana entre las ruinas de la tierra. Es sufrimiento social, destrucción ideológica. Los responsables de la buena sociedad no sólo le han echado a la basura, sino que le destruyen moralmente con su juego de razones. Los ideólogos del sistema se empeñan en quebrar sus defensas, para que confiese su culpa ante el Dios que ellos presentan como signo de armonía y verdad sobre la tierra. No les basta con matar al Job externo. Quieren destruirle internamente, matando su simiente de honradez sobre la historia. Es sufrimiento personal: le van minando sus propias dudas, las dificultades interiores, los interminables razonamientos diurnos, las pesadillas nocturnas… Encerrado en su dura mente, Job tiene que luchar su lucha interna, convertido en pura contradicción, un campo de batalla donde vienen a expresarse y combatirse mutuamente los problemas de la historia (cf. Job 1–2). Los amigos de Job quieren mostrarle la «racionalidad de la enfermedad»: él sufre porque lo merece. La grandeza de Job consiste en desmontar todas las razones que intentan probar el carácter racional de su dolencia: humana y religiosamente, la enfermedad no tiene sentido.

2. Milagros de Jesús, protesta contra la enfermedad. Son muchos los que actualmente se sienten molestos ante la actitud que, según los evangelios, Jesús ha tomado ante el hecho de la enfermedad: él aparece y actúa, como un ingenuo taumaturgo, que pretende curar a los enfermos. Más aún, muchos siguen diciendo que Jesús no curaba a los enfermos, que sus milagros eran ilusiones, de manera que sería mejor olvidarse de los milagros de Jesús y centrar el Evangelio en su doctrina espiritual. Pues bien, en contra de eso, debemos afirmar que si se niegan los milagros de Jesús, es decir, su gesto poderoso de ayuda hacia los enfermos, se destruye el Evangelio. Ciertamente, Jesús no va en contra de la medicina. Tampoco teoriza sobre el sentido de las enfermedades (¿brotan de Dios, nacen del diablo?), pero se sitúa como amigo y como portador del reino de Dios ante los enfermos. No se limita a razonar y protestar contra los razonamientos de los que justifican la enfermedad, como los «amigos» de Job, sino que protesta de un modo apasionado en contra de las mismas enfermedades. «Los milagros de Jesús elevan una protesta incondicional contra la miseria y necesidad humana, tanto contra la miseria física como contra el aislamiento social. Alguien podrá encontrar estos milagros primitivos, pero mientras haya personas que los escuchen y cuenten, identificándose por dentro con ellos, esos milagros elevarán su protesta contra la dureza de la presión selectiva y ofrecerán su mensaje a los enfermos e impedidos, a los hambrientos y amenazados, a los rechazados y expulsados. Mientras se escuchen y cuenten los milagros, habrá seres humanos que no aceptarán una situación en la que hay poco alimento para muchos y mucho para pocos; ellos afirmarán con fuerza que la realidad podría ser tan rica que doce panes basten para alimentar a cinco mil personas» (Theissen 187). Su gesto puede y debe compararse y distinguirse del de Buda. El príncipe Gautama salió al mundo para descubrir el sentido de la realidad, encontrando las necesidades del hombre: un enfermo, un anciano, un muerto… Quedó de tal forma impresionado por los dolores de los hombres que no pudo continuar viviendo como antes sobre el mundo, sino que se retiró, buscando un refugio interior, más allá de las enfermedades y la muerte. En contra de eso, toda la vida de Jesús fue una protesta activa en contra de las enfermedades. No quiso habitar en un mundo resguardado, más allá del deseo y sufrimiento, como Buda, sino que deseó vencer el sufrimiento con todas sus fuerzas y así se dedicó a ayudar a los enfermos.

3. Dos actitudes eclesiales. La actitud de la Iglesia ante los enfermos se ha expresado en dos gestos básicos, uno de liberación, otro de asistencia o visita. El modelo liberador está representado por Lc 4,18-19 (y Mt 11,4-6), donde se afirma que Jesús ha venido a curar a los enfermos, ofreciendo a los hombres, desde ahora, un camino de salud mesiánica. El modelo asistencial aparece en Mt 25,31-46: «Estuve enfermo y me visitasteis». Mt 25,31-46 supone que Jesús ya ha redimido el mundo, pero la vieja ley que divide y se impone (y en un plano ha de hacerlo) sigue aún vigente todavía, pues habitamos una tierra de violencia económica (hambre), social (exilio), legal (cárcel) y, sobre todo, humana (enfermedad). Por eso, la respuesta básica frente a la enfermedad es la visita, es decir, la asistencia humana.

Cf. X. PIKAZA, La nueva figura de Jesús, Verbo Divino, Estella 2003; G. THEISSEN, La fe bíblica en una perspectiva evolucionista, Verbo Divino, Estella 2003.

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