Amén

Es una de las invocaciones preferidas de la Santa, inspirada por los textos bíblicos y por la liturgia. Amén es un hebraísmo conservado en los libros del Nuevo Testamento (Evangelios, Cartas, Apocalipsis) con significado de ratificación o adhesión religiosa a una verdad, o a la revelación de Dios, o al contenido de la oración que precede. Jesús mismo lo emplea a veces en duplicado (Jn 3,3.5) para refrendar la autoridad divina de su palabra. Pablo recuerda su empleo en la comunidad primitiva como aclamación final del grupo a la oración de un carismático (1Cor. 14,16). En el Apocalipsis, Jesús mismo es “el Amén, el testigo fiel” de Dios (3,14).

Teresa incorpora a sus escritos y a sus oraciones el “amén” con ese denso y múltiple significado religioso y cristiano. El amén es frecuentísimo en sus libros, y más en sus cartas. Generalmente aparece como el condensado de una oración, con la fuerza de una sumisión absoluta de todo lo dicho y de ella misma a la voluntad de Dios: “Plega al Señor acierte (yo) a contentarle siempre, amén” (V 13,22). Con ese amén intensivo concluye los prólogos y los epílogos de sus libros. A veces, también ella duplica el amén: “Sea Dios nuestro Señor por siempre alabado y bendito, amén, amén” (Epílogo de M., n. 4). O bien lo triplica (M 6,6,13). Con él suele coronar su doxología preferida, que inicia casi siempre con el “bendito sea” y concluye con el amén: “Bendito sea y alabado el Señor, de donde nos viene todo el bien que hablamos y pensamos y hacemos. Amén” (epílogo de C.). Y en el epílogo de las Moradas: “Sea por siempre bendito, amén, y glorificado” (n. 3). “Sea por siempre bendito, amén, que no parece aguarda a más de ser querido para querer” (F 3,18). Con él concluye frecuentemente cada unidad narrativa, o el tema doctrinal: “alabo la misericordia de Dios, que era siempre el que me daba la mano: sea bendito por siempre jamás amén” (V 7,22). Como en la liturgia, también las oraciones que ella intercala en el relato o en la exposición doctrinal, culminan en el “amén” (cf V 4,11; 31,25; 39,6; F 21,11; 27,16; 29,24; C 42,7…) – En su glosa al Padrenuestro, el amén es interpretado como el resumen y refrendo de todas las peticiones contenidas en la oración dominical, sobre todo de la última: que el Señor nos libre de todo mal y nos colme de los bienes definitivos (C 42,2).

Teresa es, sin duda, una excepcional continuadora de la tradición orante cristiana, que en la invocación “amén” ha condensado la piedad filial y la oración de Jesús, de Pablo y de la comunidad cristiana primitiva.

T. Álvarez


Ambición


T la define como “deseo de ser más” (C 7,10). Está convencida de que “es el principal mal de los monasterios”, es decir, de la vida religiosa de su tiempo (ib). Le contrapone el antídoto de una especie de bienaventuranza evangélica: la bienaventuranza de “ser menos”, o bien, ser el último como en la parábola de Jesús (Mt 19,16: “los últimos serán los primeros en el reino”). Ella escribe: “la que le pareciere es tenida entre todas en menos, se tenga por más bienaventurada, y así lo es…” (C 13,3).

Generalmente, T relaciona la ambición con el “punto de honra”, o con el afán de mayoría. (En su léxico, “mayoría” no tiene significado numérico, sino de sobrevaloración de uno mismo frente a los otros: “creerse más”). “Parece se me hiela la sangre cuando esto escribo, de pensar que puede algún tiempo venir a ser” (que se filtre en la vida comunitaria del Carmelo de San José el vicio de la ambición). “Cuando esto hubiese, dense por perdidas” (7,10). “En los movimientos interiores se traiga mucha cuenta, en especial si tocan en mayorías… Dios nos libre, por su Pasión, de decir ni pensar ‘si soy más antigua, si he trabajado más, si tratan a la otra mejor’. Estos pensamientos… es menester atajarlos con presteza… Es pestilencia, y de donde nacen grandes males” (C 12,4). Por eso, en las Constituciones teresianas a la ambición se la califica de “gravísima culpa”: “gravísima culpa es si alguna, por sí o por otras, procurare alguna cosa de ambición u oficios” (17,7).

Igualmente, T critica la lacra de ambición en la vida social dentro y fuera de la Iglesia. Ironiza acerca de los letrados: “el que ha llegado a leer (enseñar) teología, no ha de bajar a leer filosofía, que es un punto de honra, que está en que ha de subir y no bajar” (C 36,4). Peor aun en el escalafón social y dentro de la familia: “anda el mundo tal, que si el padre es más bajo del estado en que está el hijo, no se tiene por honrado en conocerle por padre” (C 27,5). Igual ironía frente a las “autoridades postizas” con que tienen que disfrazarse los señores y los reyes, para simular que son o que tienen “más que los otros”. Porque si no fuese por esas “autoridades postizas…, no les tendrían en nada” (V 37,6). Es interesante su actitud frente a los titubeos de don Teutonio de Braganza, al ser nombrado éste obispo. Mientras lo anima sinceramente a aceptar el obispado, le confiesa que “está la malicia tan subida y la ambición y honra, en muchos que la habían de traer debajo de los pies, tan canonizada…” (cta del 16.1.1578, n. 3). Compárese con el episodio del inquisidor Soto que se interroga si será servicio de Dios “tomar un obispado”, y T le trasmite la respuesta: “cuando entendiere con toda verdad y caridad que el verdadero señorío es no poseer nada, entonces lo podrá tomar” (V 40,16).

T. Álvarez

Pobres

En el escalafón de las clases sociales coetáneas de la Santa (nobleza, clero, tercer estado), los pobres ocupaban un escalón todavía más bajo: eran los marginados, los mendigos, los esclavos, los hospitalizados marginales. Eran los últimos de la sociedad, pero quizás los más numerosos.

Teresa de Jesús es oriunda de familia hidalga (grado menor de la nobleza), pero descendiente de mercaderes. En sus innúmeras relaciones sociales, prevalecen los miembros del clero (debido a su condición de “religiosa claustral”), y abundan sus amistades con nobles y mercaderes. Pero se relaciona también con los pobres.

a) En su familia recuerda ella que no había cabida para los esclavos: “jamás se pudo acabar con él [con su padre, don Alonso] tuviese esclavos, porque los había gran piedad” (V 1,1). Hasta el punto de que “estando una vez en casa una [esclava] de un su hermano, la regalaba como a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir, de piedad” (ib). En casa de don Alonso había “criados” (V 1,1) y “criadas” (V 2,6). Los había también en la casa veraniega de Gotarrendura, donde es fácil que T tuviese numerosos contactos con el campesinado. Al trazar ella la semblanza de su padre destaca un rasgo de sensibilidad social: “Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres” (V 1,1). Y de sí misma recuerda que, de niña, “hacía limosna como podía, y podía poco” (V 1,6). Es quizá la única alusión a los mendigos. En los restantes escritos teresianos, apenas si vuelven a comparecer, pese a su alto número en la Castilla de entonces (cf E 4,1; cta 246,8). En cambio, el fenómeno de los esclavos tenía una segunda dimensión en el hecho epocal de los “cautivos” en el sur del Mediterráneo. Teresa conoce ese triste fenómeno de beligerancia religiosa (cf Conc 3,4 y 3,8). Sabe que “no hay esclavo que no lo arrisque todo por rescatarse y tornar a su tierra” (V 16,8), texto que nos hace evocar espontáneamente la figura de Cervantes. En los últimos años de su vida, ante la hipótesis de aceptar en el Carmelo de Sevilla a una joven esclava de probable origen africano, la Santa escribe a la Priora, María de san José: “cuanto a entrar esa esclavilla, en ninguna manera resista” (cta 198,5).

b) En la evolución espiritual de Teresa hay un hecho determinante respecto a su sensibilidad por los pobres. En el monasterio de la Encarnación, ella perteneció durante largos años a la clase de las “doñas”, en razón de su dote y de su origen familiar. Cuando ya su vida interior ha cambiado, cuenta ella en uno de sus primeros escritos autobiográficos: “Paréceme tengo mucha más piedad de los pobres, que solía. Entiendo yo una lástima grande y deseo de remediarlos, que, si mirase mi voluntad, les daría lo que traigo vestido. Ningún asco tengo de ellos, aunque los trate y llegue a las manos. Y esto veo es ahora don dado de Dios, que aunque por amor de El hacía limosna, piedad natural no la tenía. Bien conocida mejoría siento en esto” (R 2,4: de 1562).

Esa nueva sensibilidad le permite una visión crítica de aquella sociedad. No sólo constata que, en la distribución de honores en el mundo “los pobres nunca son muy honrados” (Conc 2,11), porque “honras y dineros casi siempre andan juntos” y “por maravilla hay honrado en el mundo si es pobre” (C 2,6), sino que en Vida nos dará una patética estampa de aquellas estructuras sociales, en las que los pobres llevaban siempre la peor parte: Dios, dice, “no es como los que acá tenemos por señores, que todo el señorío ponen en autoridades postizas. Ha de haber horas de hablar y señaladas personas que los hablen. Si es un pobrecito que tiene algún negocio, ¡más rodeos y favores y trabajos le ha de costar tratarlo! ¡Oh que si es con el rey!, aquí no hay tocar gente pobre y no caballerosa…” (V 37,5). En esa nueva visión de la sociedad, ella se eleva a una evaluación casi de tipo sociológico. Habla de los ricos de su tiempo: “Gózanse de lo que tienen. Dan una limosna de cuando en cuando. No miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos, para que partan a los pobres, y que le han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo” (Conc 2,8).

c) En la gesta de las fundaciones por tierras de Castilla y Andalucía, desfilarán en el cortejo de T arrieros, mercaderes y pobres de solemnidad, pero dignos de todo elogio, como Andrada, Antonio Ruiz y toda una serie de innominados. En la última fundación teresiana, Carmelo de Burgos, ella y sus monjas tendrán por fin la experiencia de los pobres hospitalizados o de los desahuciados, en el Hospital de la Concepción. Teresa desenfundará toda su ternura femenina para aliviarlos (cf el relato de su enfermera Ana de san Bartolomé en su “Declaración en el proceso de beatificación de la Madre Teresa de Jesús”, en “Obras completas de Ana de S. Bartolomé”, edición de Julián Urkiza. Burgos 1999, pp. 90-104.

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Pensamiento

“Pensamiento” es vocablo polisémico y a veces equívoco en los escritos teresianos. Con frecuencia equivale al “acto de pensar” o a “lo pensado”. Otras veces a la “imaginación” o a “lo imaginado”. En sus textos son frecuentes los términos “pensamiento” e “imaginación”. Casi totalmente ausente el vocablo “fantasía/fantasear” (cf V 25,3: “cosa… fantaseada”, probablemente un apax).

1. Es interesante notar que en el proceso de conocimientos psicológicos de T hubo un momento (tardío) en que tuvo conciencia de que el pensamiento no es el entendimiento. Lo anota ella al titular el capítulo primero de las Moradas cuartas: “dice el contento que le dio entender que es cosa diferente el pensamiento y el entendimiento”. Y explica enseguida: “Yo he andado con esta barahúnda del pensamiento bien apretada algunas veces, y habrá poco más de cuatro años [escribe en 1577] que vine a entender por experiencia que el pensamiento (o imaginación, porque mejor se entienda) no es el entendimiento… Porque, como el entendimiento es una de las potencias del alma, hacíaseme recia cosa andar tan tortolito algunas veces…” (M 4,1,8). Lo interesante es que ese hallazgo no le ha llegado por vía informativa sino por experiencia. Y que ello supone haberse parado más de una vez a escrutar el propio psiquismo.

2. En la primera acepción, “pensamiento = acto de pensar” son netas sus consignas de pedagogía espiritual: Utilizarlo en positivo, no cebarlo en el tema de las propias miserias (C 39,3). “Va mucho [importa] a los principios… no amilanar los pensamientos” (V 13,7). “Ponerlos en Dios” (V 15,10). “Ayuda mucho tener altos pensamientos” (C 4,1). “Siempre vuestros pensamientos vayan animosos” (Con 2,17). Es educativo apartar cuidadosamente el pensamiento de lo banal: “Démosle [a Dios] libre el pensamiento y desocupado de otras cosas” (C 23,2).

3. En la segunda acepción, “pensamiento = imaginación”, T ve el desvarío del pensamiento como puro desorden de nuestra psicología. Su consigna es ‘no hacer mucho caso de él. “Sólo Dios puede atarle” (M 4,1,8). Es un “tortolito” (=atolondrado) (M 4,1,8), es “una tarabilla de molino”, que no impide seguir moliendo nuestra harina con “voluntad y entendimiento” (M 4,1,13), a veces parece un “loco furioso” (V 30,16), “nadie le puede atar, ni soy señora de hacerle estar quedo un credo” (ib. De ahí la famosa definición de “la imaginación: la loca de la casa”, atribuida a la Santa, pero que en realidad no es frase suya). Conviene no darle demasiada importancia: “el alma no es el pensamiento” (F 5,2). En el simbolismo del “castillo del alma”, el pensamiento-imaginación pertenece al orden de las “sabandijas” que merodean por los fosos y adefueras del castillo: por ahí andan como “lagartijillas, que como son agudas, por doquiera se meten; y aunque no hacen daño, en especial si no hacen caso de ellas…, porque son pensamientillos que proceden de la imaginación…; importunan muchas veces” (M 5,1,5)…

Es célebre el brevísimo poema de la Santa: “Dichoso el corazón enamorado, / que en solo Dios ha puesto el pensamiento… / y así alegre pasa y muy gozoso / las ondas de este mar tempestuoso”. En definitiva, serán el amor y el enamoramiento los que embriden esos desvaríos del pensamiento-imaginación. Un análisis detallado de los textos teresianos permitiría acercarnos al ideario psicológico de la Santa.

T. Álvarez

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Igualdad de amor

La competencia recíproca en el amor de los enamorados es un tópico en la literatura amorosa. Es también una normal “pretensión de igualdad o de superación” en los amantes mismos. Cuando esa “pretensión de igualdad de amor” se eleva a la relación amorosa entre el hombre y Dios parece rayar en insolencia. Y, sin embargo, esa pretensión de amor igualado, incluso infinito, florece normalmente en el místico. Nadie, quizá, la glosó con tanta intensidad y apasionamiento como san Juan de la Cruz en sus dos obras místicas, el Cántico espiritual (28,1; 38,3) y la Llama de amor viva (3,78-85). Santa Teresa no parece haber tratado el tema a escala doctrinal. Pero en ella poseemos una doble documentación lírica de ese motivo amatorio: una vez en su poemario; la otra en su autobiografía.

a) A la igualdad de amor dedicó ella el poema n. 4, que suele llevar por título “Coloquio amoroso” y que poetiza una especie de reto humano al amor divino. El poema irrumpe: “Si el amor que me tenéis, / Dios mío, es como el que os tengo, / decidme ¿en qué me detengo / o Vos en qué os detenéis?” Sigue un movido coloquio entre el amante divino y el enamorado humano: “–Alma, ¿qué quieres de mí? / –Dios mío, no más que verte. / ¿Y qué temes más de ti? / –Lo que más temo es perderte”. Las dos siguientes estrofas se remansan en el “deseo de amar y más amar” (estrofa 3ª), que culmina en súplica de más amor (estrofa 4ª). El poema sigue una especie de ritmo descendente: desde la explosión amorosa, a la indigencia suplicante de más amor. Pero la clave lírica reside en el interrogante inicial: ¿me amas tanto cuanto te amo yo? Es, sin duda, uno de los poemas teresianos más logrados.

b) El texto autobiográfico no es narrativo ni expositivo, a la manera de los comentarios de san Juan de la Cruz, sino exclamativo e imprecatorio, pero tan patético como el precedente poema e igualmente provocativo en el reclamo de amor. Teresa lo escribe en un contexto que ha comenzado celebrando la belleza del Amado Cristo: “De ver a Cristo, me quedó imprimida su grandísima hermosura…” (V 37,3), y que luego se sumerge en la admiración de su majestad y trascendencia (ib n. 5). Es en ese preciso punto donde ella se permite una explosión amorosa, provocativa del amor de su Señor, pero que ella misma, al final, tildará de desatino como en otras ocasiones. Es preciso reproducir íntegro su texto, sin ulterior comentario:

“Es cierto que yo me he regalado hoy con el Señor y atrevido a quejarme de Su Majestad, y le he dicho: “¿cómo, Dios mío, que no basta que me tenéis en esta miserable vida, y que por amor de Vos paso por ello, y quiero vivir adonde todo es embarazos para no gozaros, sino que he de comer y dormir y negociar y tratar con todos, y todo lo paso por amor de Vos…, y que tan poquitos ratos como me quedan para gozar de Vos os me escondáis? ¿Cómo se compadece esto en vuestra misericordia? ¿Cómo lo puede sufrir el amor que me tenéis? Creo yo, Señor, que si fuera posible esconderme yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis que no lo sufrierais; mas estáisos Vos conmigo, y veisme siempre. ¡No se sufre esto, Señor mío! Suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama” (V 37,8).

T. Álvarez

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Hipocresía

Defecto grave, según T, porque hace vivir de espaldas a la propia verdad. Consiste en aparentar en lo exterior una virtud o un valor que no se posee en lo interior. La Santa lo llamará “fingimiento” (C 26,4; M 5,3,9). Impide “andar en verdad”. De sí misma asegura ella que jamás incurrió en esa debilidad: “en esto de hipocresía y vanagloria, gloria a Dios, jamás me acuerdo haberle ofendido que yo entienda; que en viniéndome primer movimiento, me daba tanta pena , que el demonio iba con pérdida y yo quedaba con ganancia, y así en esto muy poco me ha tentado jamás” (V 7,1). En ese mismo pasaje expone su tentación de abandonar la oración para que no la tuviesen por lo que en realidad no era. Tentación opuesta. Por eso, en el Camino (20,5), aconsejando a las lectoras ser fieles al propio estilo de vida, cuando traten con los de fuera, les dirá: “Si os tuvieren por groseras, poco va en ello; si por hipócritas, menos”.

En el plano místico, dados los flagrantes casos de “fingidoras” que hubo en su tiempo, ella se limita a tildar de “almas desalmadas” a quienes fingen hablas o visiones místicas (V 25, 8), y de sí misma asegurará que “por ninguna cosa del mundo dijera una cosa por otra” (V 28,4). – En el plano social, es hipocresía permanente la derivada del culto de la honra. (Teresa escribe a la manera popular: iproquesía, ipróquita: V 7,1; C 20,5).

T. Álvarez

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Hermosura

“Hermosura” y “hermoso/a” son vocablos preferidos en el léxico teresiano para designar la belleza, sea física, sea moral y espiritual. La Santa utiliza también otros: “gracia/gracioso”, “primor”, “lindo”, etc., pero con mucha menos frecuencia. “Bonito” en su léxico no tiene la actual acepción de “bello/agradable”, sino que se mantiene como diminutivo de “bueno”, en contraposición al superlativo “bonísimo”. Ella no conoce el término “belleza”. Sólo en poesía usa el adjetivo “bello” (Po 8 y 23).

Teresa posee fina sensibilidad estética, extensiva a toda la escala de la belleza. La encanta la belleza artística. De modo especial la pictórica y escultórica. Le gustan los cuadros bellos y devotos, y no soporta las imágenes religiosas feas o deformes. Es capaz de gastar los últimos maravedís que le quedan, en adquirir un par de cuadros religiosos expuestos en un bazar de Toledo. Se abandona a la admiración ante el famoso retablo de “las Cinco Villas”: “yo no he visto cosa mejor” (F 14, 9). Hace pintar numerosas imágenes para su pobre convento de San José de Ávila, a veces en diálogo con el pintor para orientar el dibujo.

Le gusta la música, hasta extasiarse oyendo a la hermana Isabel de Jesús cantar el “Véante mis ojos” (R 15). Canto que le hace repetir en diversas ocasiones. Prueba de su fino gusto por la poesía es que, cuando conoce las liras del Cántico Espiritual de fray Juan de la Cruz, las hace copiar, las lleva consigo al convento de Medina y “pidió a las religiosas que se holgara se entretuviesen en ellas y las cantasen, y ansí se hizo, y desde entonces se han cantado y cantan” (Memorias Histo­riales, I, D. 202, p. 170).

 

No es menos sensible a la belleza de la naturaleza, cosas y paisajes. Aspecto que podría condensarse en su dicho acerca de cosas que la impactan, como “ver campo, agua, flores…” (V 9,5). Repetido en otro pasaje íntimo: “cuando veo alguna cosa hermosa, rica, como agua, campos, flores, olores, músicas…” (R 1,11). En esa especie de armónico de cosas bellas, la que más sintoniza con su gusto estético es, sin duda, el agua. “Soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia” (M 4,2,2). Así, ha mirado “el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara” (V 20,28). O bien, “ver un agua muy clara que corre sobre cristal y reverbera en ella el sol” (V 28,5). “De una fuente muy clara lo son todos los arroyicos que salen de ella” (M 1,2,2). “…unas fontecicas que yo he visto manar, que nunca cesa de hacer movimiento la arena hacia arriba” (V 30,19).

T parece menos sensible hacia la belleza animal, hecha excepción de las aves, que abundan en su mundo simbólico (águilas, palomas, gavilán, ave fénix…), y que hacen su delicia en la contemplación del paisaje. Cuenta una de sus compañeras en el viaje a Andalucía: “Aquel primer día llegamos a la siesta en una hermosa floresta, de donde apenas podíamos sacar a nuestra Madre, porque con la diversidad de flores y canto de mil pajarillos, toda se deshacía en alabanzas de Dios” (María de san José, Libro de recreaciones, Recr. 9).

Con todo, Teresa ha sido, de por vida, mucho más sensible a la belleza humana: belleza física o espiritual de las personas. Desde la primera página de Vida (1,2), repara en la belleza moral y física de su madre: doña Beatriz “era de grandísima honestidad” y “de harta hermosura”. Todavía en el atardecer de su vida, a Teresa la encanta la belleza de las niñas que excepcionalmente han entrado en sus Carmelos, Teresita e Isabelita. De la belleza infantil de esta última trazará una deliciosa semblanza en carta a María de san José, para disfrute de ésta, que no tiene la suerte de conocer a Isabel (“la mi Bela”) y sí a Teresita (cta 175,6: del 9.1.1577).

En el relato de Vida, ella misma confesará, como uno de los excesos en que incurrió largos años, incluso tras las primeras jornadas de experiencia mística, el dejarse prendar por el porte de las personas bien parecidas o bien-hablantes (V 37, 4; cf 7,12).

Con todo y tras ese recorrido por los derroteros de su sensibilidad estética, el dato absolutamente novedoso y excepcional es que, al entrar ella en la experiencia mística, su sentido de la belleza se eleva a cotas difícilmente mensurables. Es éste uno de los aspectos coincidentes de su experiencia mística con la de fray Juan de la Cruz: aun con variedad de matices, uno y otro captan místicamente esa alta vibración estética. De suerte que en ellos la experiencia mística en cuanto tal no sólo fluye como amor y conocimiento, sino como sentido y disfrute de la belleza. De la belleza trascendente y de toda otra belleza creatural, terrestre o celeste.

De ahí brotará más de una vez la vena poética de ambos. Teresa compone su primer poema: “Oh Hermosura que excedéis / a todas las hermosuras…” Y el Santo, al final del Cántico: “Gocémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte y al collado…” O bien todo el poema “Por toda la hermosura / nunca yo me perderé…”

En la experiencia mística de Teresa, el hecho más persistente, más determinante y documentado, es la fascinación que en ella produce la Humanidad gloriosa de Jesús, “Hermosura que tiene en sí todas las hermosuras” (C 22,6). “Este Señor… es la cosa más hermosa que se puede imaginar” (C 26,3; cf M 6,7,5). Hermosura que es pura delicia: “la más hermosa y de mayor deleite que podría una persona imaginar, aunque viviese mil años” (M 6, 9, 5).

El sumo asombro estético de ella se inicia con las primeras visiones de la Humanidad de Jesús: por primera vez “quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura, que no lo podría yo encarecer… Sola la hermosura y blancura de una mano es sobre toda nuestra imaginación” (V 28, 1.11). “Parecerá que no era menester mucho esfuerzo para ver unas manos y rostro tan hermoso. Sonlo tanto los cuerpos glorificados, que la gloria que trae consigo ver cosa tan sobrenatural hermosa desatina” (28, 2). El efluvio de esa belleza del Señor es tal, que sin la mediación de “un arrobamiento o éxtasis… sería imposible sufrirla ningún sujeto” (28,9). “Tan imprimida queda aquella majestad y hermosura, que no hay poderla olvidar” (ib.). Y sigue, en ese mismo pasaje, una catarata de calificativos hiperbólicos que pugnan por traducir el impacto que en ella produjo ese primer encuentro con la belleza trascendente.

Años más tarde, ella misma hará una especie de diagramación de la curvatura producida en su sentido estético al pasar de la degustación de “las bellezas” a la fascinación de “la Belleza” trascendente. Lo escribe así:

“De ver a Cristo, me quedó imprimida su grandísima hermosura, y la tengo hoy día, porque para esto bastaba sola una vez, ¡cuánto más tantas como el Señor me hace esta merced!… – Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase (la memoria); que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma…, todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía… Y tengo por imposible… podérmela nadie ocupar de suerte que, con un poquito de tornarme a ocupar de este Señor, no quede libre” (V 37, 4).

Es decir, que a la experiencia de la belleza trascendente –hermosura de Cristo– no se le asigna un supremo peldaño en la escala de la belleza, sino que se la sitúa fuera de toda posible comparación. (A los pasajes citados sobre la belleza de Cristo, habría que añadir el precioso texto sobre la belleza de la Virgen, percibida también místicamente en una de las mariofanías más espléndidamente referidas por la Santa: V 33,14-15).

Queda pendiente la pregunta: ¿en qué consiste o cuáles son los ingredientes de esa belleza trascendente, en la apreciación y descripciones de Teresa? No es fácil la respuesta. Como a otros sectores de su experiencia mística, también a éste lo sitúa ella en la zona de lo inefable. Se limita a desglosar alguna que otra faceta. Comparando sus “visiones estéticas” con los cuadros del Greco, se ha apuntado al factor “luz/luminosidad/resplandor” de las descripciones de la Santa, para aproximarles la “luz pictórica” de aquél. (Cf H. Hatzfeld, Estudios literarios sobre la mística española. Madrid 1968: capítulo 6º, “Textos teresianos aplicados a la interpretación del Greco”, p. 243-276).

 

Es cierto que, según Teresa, las experiencias místicas “visivas” la introducen en una luz absolutamente nueva. Es “una luz, que sin ver luz, alumbra el entendimiento” (V 27,3). “Excede a todo lo que acá se puede imaginar, aun sola la blancura y resplandor. No es resplandor que deslumbre, sino una blancura suave, y el resplandor infuso, que da deleite grandísimo a la vista y no la cansa… Es una luz tan diferente de las de acá, que parece una cosa deslustrada la claridad del sol…” (28, 4-5). “Sola la hermosura y blancura de una mano es sobre toda nuestra imaginación…” (28, 11). “Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de esta en que vivimos, adonde se le muestra otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella la estuviera fabricando…, fuera imposible alcanzarla” (M 6, 5, 7; cf V 38, 2 y 33, 14-15).

Luz, blancura, fulgor son, pues, índices lejanos de la belleza trascendente. Con todo, esa fúlgida irradiación es sólo una faceta de la belleza misma percibida y no descrita por Teresa.

T. Álvarez

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Grados de oración

En la enseñanza práctica de la oración, T habla frecuentemente de grados. Los “grados de oración” indican a la vez una posible escala de crecimiento en la relación del hombre con Dios, y diversas maneras de articularse la oración misma por parte del orante. Para entender correctamente el pensamiento de la Santa hay que tener en cuenta varias cosas: a) que la oración se mide por la vida del orante, y a la inversa, porque hay correlación entre una y otra, entre oración y acción (“obras”, dice la Santa), o entre oración y conducta, pues no hay relación con Dios sin una sensibilización hacia los hermanos, o hacia la Iglesia y la humanidad. La mejor oración –aconsejará ella– “es la que deja mejores dejos…, llamo ‘dejos’ confirmados con obras” (cta 136,4). b) Y lo segundo, habrá que tener en cuenta la idea básica que T tiene de oración, no como simple práctica de entrenamiento (acto solipsista) del orante, sino como “trato de amistad” entre dos (V 5,8), es decir, como ‘relación recíproca’ entre los dos amigos que son Dios y el hombre. Él precede siempre, aunque misteriosamente (“amistad con quien sabemos nos ama”, insiste ella: (ib); en la relación recíproca, sigue la parte del hombre; y ésta prepara de nuevo la acción misteriosa de Él; pero de suerte que también en el segundo tiempo la “parte” que corresponde al orante esté impregnada de la presencia y la acción de Él. La oración, así concebida como “trato de amistad” no queda confinada en una práctica (aunque la requiera), sino que es una forma de vida. Y lo normal es que la amistad y la vida crezcan. Lo anormal será que el amor y la vida se estanquen o involucionen. “El amor tengo por imposible contentarse estar en un ser [estacionado o estancado], donde le hay” (M 7,4,9); “el amor jamás está ocioso” (ib 5,4,10). c) Es ahí donde comparecen los “grados de oración”, como niveles de amistad y de vida. Y dada esa peculiar concepción de la oración como relación bipolar, es normal que T distinga siempre entre “grados de oración que dependen del orante humano” (oración ascética), y “grados superiores que derivan de la misteriosa iniciativa del Amigo divino (grados místicos). Y en una escritora mística como T, lo normal es prestar atención especial a éstos últimos. De hecho, así lo hará en todos los pasajes de sus escritos que planteen el problema de los grados. d) Efectivamente lo hace en numerosos contextos. Expone libremente esa graduatoria. Lo veremos al menos en cuatro pasajes importantes de sus escritos. Helos aquí esquemáticamente. Luego los analizaré uno a uno:

1) en Vida 11-21: expone los grados desde la propia experiencia autobiográfica. Año 1565.

2) en Camino: 22 y siguientes. Los propone con intención pedagógica, para una comunidad de jóvenes contemplativas. Año 1566/1567.

3) en la Relación 5: los enumera a petición de un teólogo consultor de la Inquisición de Sevilla. Año 1576.

4) en las Moradas: en el intento de codificación de la vida espiritual en su pleno desarrollo. Año 1577.

Seguiré ese orden cronológico.

1) En Vida. Teresa escribe su autobiografía para someterla y someterse al discernimiento de los teólogos asesores. A éstos les interesa, sobre todo, discernir sus experiencias místicas. Y T, para hacérselas más inteligibles, antes de narrarlas (c 23…) interrumpe el relato e intercala un tratadillo de “cuatro grados de oración”. Son “cuatro grados de oración, en que el Señor, por su bondad, ha puesto algunas veces mi alma” (V 11,8). En coherencia con ese planteamiento, es normal que en el “tratadillo” se preste atención especial a los grados místicos, los únicos que en realidad interesan a los lectores teólogos en su intento de discernir y evaluar la subsiguiente narración autobiográfica. Teresa procederá así: introduce el símbolo del jardín y el riego. Jardín es el alma. Dueño del Jardín es el Señor. Riego es la oración. Hay diversas maneras de riego (grados de oración): unas se deben al hortelano (el orante humano): primer grado de oración. Otras se deben a la misteriosa intervención del Dueño supremo del huerto: segundo, tercero y cuarto grado. Obviamente, los más importantes son estos tres últimos. Fuera ya de la alegoría, Teresa los describe así:

Grado 1º: oración ascética (cc. 11-13), que puede ser simple meditación de la Palabra o de los misterios del Señor, o puede (y debe) desarrollarse en forma de atención amorosa y callada (c 13,22: es importante este número final).

Grado 2º: ingreso esporádico en la oración mística (cc 14-15). La “llaman oración de quietud” (c 14 tít), nombre que retiene T para su exposición. Consiste en un reposo pasivo y amoroso de la voluntad, fascinada por el misterio divino. Fascinación que se le otorga intermitentemente, pero que constituye una nueva manera de relacionarse con el Amigo divino.

Grado 3º: formas varias de oración fuerte, preextática, o “sueño de potencias, resultado de una intensa infusión de amor en la voluntad. La Santa recurre a las imágenes del “glorioso desatino”, la “locura celestial”, la “embriaguez” de la voluntad, “verdadera sabiduría y deleitosísima manera de gozar el alma” (cc 16-17).

Grado 4º: mística unión (18,3) que unifica toda la actividad de la mente (todas las potencias) y las une al interlocutor divino. Y se expresa en fenómenos místicos como el éxtasis, el “vuelo de espíritu” (cc 17-21), los incontenibles ímpetus amorosos, las heridas de amor (c 29).

La escala graduatoria de esas diversas formas de oración se mide por sus “efectos” en la vida cotidiana del orante. Se mide también por la experiencia que el orante adquiere del Amigo divino y de su misterio.

2) En Camino: Teresa sitúa su exposición en plan pedagógico. El libro entero sirve para formar a las jóvenes de su primer Carmelo, novicias o recién profesas, pero entusiastas de la vida contemplativa. Por eso, les esquematiza la vida de oración en tres momentos: oración vocal, oración mental, contemplación. Pero, aunque así diversificadas, no son necesariamente sucesivas: en plena oración vocal pueden sobrevenir momentos de auténtica contemplación. Y, por otro lado, nunca habrá verdadera oración vocal sin la componente de atención mental. En este planteamiento, es obvio que los altos grados de oración (lo místico) queda en segundo lugar, apenas esbozado. Camino hace así el contrapunto de la exposición de Vida. Repetidas veces dirá a las lectoras de Camino que a su tiempo leerán el otro libro, si el teólogo P. Báñez se lo diere. Al principiante le interesa:

a) ante todo, la oración vocal: aprendizaje de los contenidos de la oración dominical enseñada por el Maestro: el Padrenuestro (cc. 22…).

b) le interesa iniciarse en la oración mental, que lo acerque más y más a la Humanidad de Jesús: aprender a mirarle, a escuchar sus palabras, asimilar sus sentimientos, callar ante él… (c 22…)

c) le interesa iniciarse en el “recogimiento” (el “modo para recoger el pensamiento”: tit. de los caps. 26 y 28): interiorizar la oración, aprender a silenciar los sentidos exteriores, celebrar a fondo la Eucaristía… y así “disponer el alma” para posibles formas de oración contemplativa infusa… (c 29,8).

d) sigue un simple esbozo de las primeras formas de oración mística…, que el Señor dará a quien Él quiera, pues “no porque en esta casa todas traten de oración, han de ser todas contemplativas” (c 17,1). “Santa era santa Marta, aunque no dicen era contemplativa” (ib 5). Eso sí, a todas les dará Él esa agua viva, si no en esta vida, sí en la otra.

3) En la Relación 5. – En Sevilla, Teresa ha sido citada a comparecer ante los inquisidores. Sin consecuencias, ni para su persona ni para la comunidad. Sólo para su Libro de la Vida, que será secuestrado por la Inquisición de Castilla. En ese contexto, uno de los consultores de la Inquisición hispalense pide a T que ponga por escrito la respuesta a varias preguntas. Algunas de ellas, impertinentes (R 5, 21-24). Pero es importante la pregunta por las formas de oración que ella ha vivido. Al teólogo no parecen interesarle las meditativas (n. 2). Teresa, pues, las deja de lado. Y enumera simplemente los grados místicos, o más bien los “fenómenos místicos” que parecen interesar al consultor. Propone los siguientes:

a) Entrada en la experiencia de la misteriosa presencia de Dios (de que había hablado ya en V 10,1): R 5,25.

b) Recogimiento infuso de la mente (n. 3).

c) Quietud y paz de la voluntad (n. 4).

d) “un sueño que llaman de potencias”, que las embelese sin impedirles atender simultáneamente a las cosas de la vida (n. 5).

e) Siguen los éxtasis y arrobamientos con suspensión de todas las potencias. El espíritu mismo por momentos se une a Dios (n. 7-10).

f) “Vuelo del espíritu” (n. 11-12).

g) Impetus de amor (n. 13).

h) las heridas de amor (n. 17-18: “esta oración se tuvo antes de los arrobamientos y los ímpetus grandes que he dicho”, n. 19).

4) Por fin, en las Moradas T desarrolla, a su modo, el proceso de la vida espiritual, desde el hecho de ser hombre y tener alma con capacidad de lo divino (morada 1ª), hasta la plenitud de gracia y de servicio a los demás (morada 7ª). Dividido todo el proceso en siete jornadas, en cada una de ellas sitúa sus grados de oración: tres grados iniciales de oración ascética (M 1ª, 2ª y 3ª), y otros tres de oración netamente mística (M 5ª, 6ª, 7ª), con un grado o momento de transición entre unas y otras (M 4ª). De suerte que niveles de vida espiritual y grados de oración comparecen emparejados. Esquematizando esa graduatoria, se presenta así:

Primer grado: oración sumamente rudimentaria. Si el orante se halla todavía inmerso en lo exterior y en el desorden interior, su relación con Dios apenas si será real: es como la relación del sordomudo con los otros (moradas primeras).

Grado 2º: comienzos de auténtica oración meditativa, fundada en la naciente sensibilización para las palabras y las cosas de Dios, y para la relación con El: el orante es –dice T– como un sordomudo que comienza a oír (moradas segundas).

Grado 3º: normalización de la meditación, y cierta estabilidad de la vida espiritual (moradas terceras).

Grado cuarto: simplificación y estabilidad en la meditación, con intervalos de “quietud infusa de la voluntad” (moradas cuartas).

Grado quinto: comienza la oración de unión: estados más o menos prolongados de profunda unión a Cristo, a su presencia, a sus misterios. Con el consiguiente cambio en el sujeto: cambio en su psicología, en su relación con Dios, y en su actitud (de amor) con los otros (moradas quintas).

Grado sexto: período de oración extática; rica en gracias místicas de todo género… (moradas sextas).

Grado séptimo: oración de unión plena; plena conformidad con la voluntad de Dios; misteriosa unión a Él, caracterizada por la experiencia de la inhabitación trinitaria (M 7,1); por la experiencia esponsal de Cristo Señor (M 7,2); por la especial adultez del orante y su cambio de actitudes psicológicas y teologales (M 7,7), y por la total disponibilidad al servicio de los otros, en la plena configuración a Jesús (M 7,4).

En general las graduatorias de oración establecidas por T, reflejan el lema paulino: en la oración “nosotros no sabemos a ciencia cierta lo que debemos orar, pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos callados; y aquel que escruta el corazón conoce la intención del Espíritu, porque éste intercede por el pueblo santo como Dios quiere” (Rom 8,26-27).

T. Álvarez

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Muerte (valor soteriológico de la)

El fin de la historia (el éschaton, en sentido real) acontece para cada ser humano en su muerte. Con la muerte, que es el cierre definitivo de la vida terrena, el final del status viae, de la condición itinerante del ser humano, «empieza la vida del más allá, cuya situación de salud o infelicidad está condicionada ante Dios por la vida terrena que el hombre ha configurado de un modo libre» (J. Finkenzeller, Muerte, en Diccionario de teología dogmática, Barcelona 1990, p. 481).

  1. Liberación del miedo a la muerte

La experiencia de muerte se halla muy presente en la vida de Teresa de Jesús (168 veces). Destaca, en primer lugar, su percepción llena de realismo, como experiencia humana, cuando a los 23 años enferma gravemente, cayendo en coma profundo, que dura cuatro días. Este hecho la marcará psíquicamente con un profundo miedo a la muerte, como testifica ella misma repetidas veces: «la muerte, a quien yo siempre temía mucho» (V 38,5). Es una experiencia, como observa el P. Tomás Álvarez, que no ha entrado todavía en el engranaje del proceso de salvación, que la llevará a descubrir el sentido de la muerte redimida por Cristo y su valor redentor, como participación en la muerte de Jesús y tránsito a la vida eterna.

Cuando este paso se da, la muerte es plenamente asumida por ella, hasta quedar transfigurada en sentido salvífico. La muerte ha sido vencida. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). El antiguo «miedo a la muerte» es superado definitivamente: «Quedóme también poco miedo a la muerte, a quien yo siempre temía mucho; ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso» (V 38,5).

Unos años más tarde confirmará que esta liberación del «miedo a la muerte» no fue pasajera sino permanente: «Temor, ninguno tiene de la muerte, más que tendría de un suave arrobamiento» (M 7,3,7). «¡Oh muerte, muerte! ¡no sé quién te teme, pues está en ti la vida!» (E 6,2).

  1. La muerte asumida en el misterio pascual

El hecho central, que ilumina esta nueva experiencia de muerte, es el mismo hecho cristológico, que transforma su vida (V 22; M 6,7). Si su vida –como la de Pablo– es Cristo que vive en ella (V 6,9; R 3,10), su desenlace final no puede ser otro que el que asegura el encuentro definitivo con Él. Por eso estima la muerte no como «pérdida», sino como «ganancia» (M 7,2,5).

Como comenta atinadamente Ruiz de la Peña, a propósito del correspondiente pasaje paulino, la muerte como ganancia «es inteligible únicamente a condición de que la muerte revalide y confirme la comunión vital con Cristo, que constituye la vida del Apóstol. Una muerte que fuese separación de Cristo o que interrumpiese una unión que es la fuente de su vida, no sería ‘lucro’ para Pablo» (J. L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación. Escatología. Madrid 1996, p. 252).

A la luz de este hecho, Santa Teresa propone la realidad de la muerte como participación en el misterio de la muerte de Cristo. «Morir por Él» es una de sus consignas fundamentales:

«Mis deseos… entiendo son morir por El» (R 3,9). «Es menester a los principios estar bien determinada a morir por El» (R 5,9). «Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo y no a regalaros por Cristo» (C 10,5). «Dios mío, muramos con Vos, como dijo Santo Tomás, que no es otra cosa sino morir muchas veces vivir sin Vos» (M 3,1,2). «Vese [el alma] con un deseo de alabar al Señor, que se querría deshacer, y de morir por El mil muertes» (M 5,2,7). «Y pues El viene a morir, muramos con El» (Po 12,5). «Ofrezcámonos de veras a morir por Cristo todas» (Po 29,5). «Su Majestad nos haga fuertes para morir por Él» (cta 266,3).

Teresa de Jesús, en sintonía con Pablo, no reflexiona acerca de la muerte como fenómeno biológico, sino como fenómeno teológico, esto es, a partir de la muerte de Cristo, quien «por librarnos de la muerte, la murió tan penosa como muerte de cruz» (M 5,3,12). San Pablo afirma que Cristo «murió por nosotros» y nos dio nueva vida (Rom 5,12-21). Esta nueva vida se nos comunica por el bautismo: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,4). Así pues, «la muerte cristiana es una realidad operante desde el hoy del sacrificio de Cristo; quiere decir que el éschaton portador de salvación ha entrado ya en la historia» (Ruiz de la Peña).

  1. «Morir al mundo»: Actuar la propia muerte

«Morir con Cristo» (expresión paulina) o «morir por Cristo» (expresión teresiana), significa morir a la vida en el pecado (Rom 6,6) o a la «vida para sí mismo» (2Cor 5,14s), o morir al mundo, como fundamento de la posibilidad de la vida (Gál 6,14), o a los poderes del mundo que esclavizan (Col 2,20). En este sentido hay que entender las consignas de la Santa sobre el «morir al mundo»:

«[Esta forma de oración] no me parece es otra cosa, sino un morir casi del todo a todas las cosas del mundo» (V 16,1). «Si ella [el alma] no se quiere morir a él [al mundo], el mismo mundo los matará» (V 31,17). «A los que de veras amaren a Dios y hubiesen dado de mano a las cosas de esta vida, más suavemente deben de morir» (V 38,5). «Como acabare de determinarse de morir al mundo, verse ha libre de estas penas» (Conc 3,12).

«Morir al mundo» significa morir al propio «yo», por el desprendimiento radical, que la Santa coloca como piedra sillar de la vida de oración (C cc. 8-16). Significa, en definitiva, actuar la propia muerte a lo largo de la existencia: «Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada» (C 11,4). Por eso ella sólo desea «morir o padecer» (V 40,20), actuando así su propia muerte.

Así interpreta la escatología actual la muerte cristiana: «Esta es, en verdad, la muerte-acción, la muerte aceptada y querida libremente a lo largo de la existencia. Cuando llegue el instante mortal, no hará más que verificar sensiblemente un hecho de vida actuado desde el bautismo en la esfera sacramental» (J. L. Ruiz de la Peña, o.c., p. 267).

Las formas de actuar la muerte cristiana son aquellas que nos van configurando con el misterio pascual de Cristo. Dentro de la espiritualidad teresiana, adquieren especial relevancia: la mortificación, que es la conformación con la pasión del Señor (C 13,2); la eucaristía, que es memorial de la muerte de Cristo, manifestación sacramental de su entrega completa (C 33,4; R 26,1), y la meditación de sus misterios, particularmente los de su pasión y muerte, «de donde nos ha venido y viene todo bien» (V 13,13).

El mejor comentario que cabe hacer a esta actuación de la muerte, propuesta por la Santa en sintonía con san Pablo, es el que hace la misma escatología: «Pablo describe al cristiano como aquel que reproduce en su carne los misterios de la vida de Cristo. En éste, la muerte ha sido el acto supremo de su historia temporal. Así pues, la asimilación de tal acto en la propia existencia es la tarea sustantiva del cristiano desde el comienzo de la misma en el bautismo, que obra la inserción del hombre en Cristo y lo hace solidario de su muerte (Rom 6,3ss). El bautizado ya no ve en la muerte la angustiosa cesación de su ser, sino la configuración con su modelo y, por tanto, el acto que debe ser vivido con voluntad de entrega libre y amorosa, en la esperanza (adelantada por la fe) de la resurrección. La muerte para él no es pena, sino un conmorir con Cristo para conresucitar con él» (J. L. Ruiz de la Peña, o.c., p. 266).

BIBL. – Ciro García, «Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies»: la última confesión de Teresa de Jesús, MteCarm. 88 (1980), 565-575; Alfonso Ruiz, La muerte, ese obligado paso, ib, pp. 583-593.

Ciro García

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Vocación

T emplea el término ‘vocación’ generalmente en la acepción de ‘advocación’ (V 20,5: “era la fiesta de la vocación”; F pról 6; 24,12…). Muy rara vez en nuestra acepción de ‘vocación personal’ (cf sin embargo la carta 429,1). Para designar ésta prefiere el vocablo ‘llamamiento’ (V 7,4.5; 32,9; 13,5: llamamiento para el “estado de casados”), derivado probablemente del léxico del Nuevo Testamento (cf V 3,1). – Aquí expondremos: a) la vocación personal de T.; b) su pensamiento sobre la selección o discernimiento de las vocaciones religiosas.

Su vocación personal. – Hasta muy avanzados sus años jóvenes, T era ‘enemiguísima’ de ser monja (V 2,8), si bien de niña jugase a serlo: “gustaba mucho, cuando jugaba con otras niñas, hacer monasterios como que éramos monjas, y yo me parece deseaba serlo…” (V 1,6). Su primer barrunto vocacional se le presenta a los 16 años, siendo pensionista en el colegio de Santa María de Gracia. La amistad con las religiosas de la casa (V 2,8) y el trato más íntimo con una monja ejemplar, D.ª María de Briceño, (V 3,1) le atenuó “algo la gran enemistad que tenía con ser monja, que se me había puesto grandísima” (ib). Lo percibe incluso en positivo: “ya tenía más amistad de ser monja” (V 3,2). Sobreviene el traslado a la casa de su tío de Hortigosa, don Pedro, hombre espiritual, que pronto va a hacerse monje, y que introduce a T en la lectura clarificadora de libros espirituales (V 3,4). T se bate en “tres meses de batalla” (V 3,6), probada “con hartas tentaciones estos días” (ib). Hasta que por fin caen en sus manos “las Epístolas de San Jerónimo”, que “me animaban de suerte que me determiné a decirlo a mi padre, que era casi como a tomar el hábito” (V 3,7). Coincidieron, por esas fechas, las fiestas tributadas por la Ciudad a la llegada del Emperador Carlos V (junio de 1534), cuya fastuosidad produjo en la joven T un efecto de revulsivo personal. Fue a principios de noviembre de 1535 cuando ella se fugó de casa para ingresar en la Encarnación, arrastrando en la decisión a uno de su hermanos (V 4,1). La decisión le exigió un gesto heroico: “cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera” (ib).

Las motivaciones vocacionales que se sumaron en ese proceso fueron múltiples y no todas positivas: ingresa en el Carmelo atraída por una grande amiga que reside en él, y que “era parte para no ser monja…, sino allí” (V 3,2). La convivencia con el tío don Pedro le había procurado una especial lucidez: “vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña, de que no era todo nada…” (V 3,4). Media una brizna de temor, casi miedo: “temer [que] si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno” (ib); con todo, ese miedo no tiene poder decisorio, pues a pesar de él “no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja” (ib). Mayor influjo ejerce sobre ella el naciente amor a Cristo, si bien advierte ella misma que aún prevalecía el temor servil sobre el amor (V 3,6). Y en medio de ese claroscuro de motivaciones aflora un tenue presentimiento de la acción de Dios en su vida: “Paréceme andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a sí” (V 2,8). Y de nuevo: “¡Oh válgame Dios, por qué términos me andaba Su Majestad disponiendo para el estado en que se quiso servir de mí, que, sin quererlo yo, me forzó a que me hiciese fuerza” (V 3,4). “Forzarse a sí misma para tomar hábito”, será el título del capítulo siguiente. La identificación de T con su nuevo estado fue total: “A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy” (V 4,2). “Darme estado de monja fue grandísima” merced de Dios (C 8,2).

Si damos crédito a ese autoanálisis de T en los primeros capítulos de Vida, el acontecimiento decisivo en el proceso fue su lectura de las Cartas de san Jerónimo (3,7). Se trataba, efectivamente, de la reciente traducción del bachiller Juan de Molina, impresa por primera vez en 1520 en Valencia y con abundantes ediciones en años sucesivos. La traducción de Molina tenía la peculiaridad de organizar las cartas del Santo por grupos de destinatarios, clérigos, monjes, seglares, etc. Una de las secciones contenía las cartas a religiosos/as, y proponía el ideal de vida consagrada, no sólo con los famosos ejemplares de matronas y damas romanas, sino con la carta a Heliodoro, a quien se pide un gesto ‘heroico’ parecido al que realizará T para abandonar la casa paterna. Es normal que la lectura de esas páginas impactase a la joven lectora y la hiciese más y más consciente de la opción que estaba en juego.

 

Selección y discernimiento vocacional. – A lo largo de su vida de fundadora, T hubo de enfrentarse con numerosos casos de discernimiento vocacional, unas veces de jóvenes vocacionadas, otras ante el requerimiento de personas mayores, religiosas de la Encarnación y de otras órdenes, de religiosos carmelitas y no carmelitas. Con aciertos y con fallos. Los refiere ella misma en el Libro de las Fundaciones y en sus cartas. Por razones de espacio, omitimos aquí su estudio, para exponer únicamente la actitud adoptada por ella en ese sector de su magisterio. Lo seguimos por orden cronológico: en Camino, Constituciones, Fundaciones y Modo de visitar.

En la pedagogía del Camino, ella ha adoptado ya criterios claros y una postura, diríamos, radicalizada. En aquel contexto de pobreza, de marginación de la mujer, y de difícil opción por el matrimonio (a causa de la excepcional fuga de muchachos jóvenes a tierras americanas), sabe ella que en la vida religiosa femenina con frecuencia ingresan personas “sólo por remediarse” (C 14,1). Sin vocación alguna. El capítulo 14 del libro acusa, en parte, esa situación. T lo titula: “Lo mucho que importa no dar profesión a ninguna que vaya contrario su espíritu de las cosas que quedan dichas”. Ya en el capítulo precedente había anticipado cuánto interesa hacer comprender a la candidata si tiene vocación o no: “¡Oh, qué grandísima caridad haría y qué gran servicio a Dios la monja que en sí viese que no puede llevar las costumbres que hay en esta casa, conocerlo e irse! Y mire que le cumple, si no quiere tener un infierno acá y plega a Dios no sea otro allá!” (C 13,5). Es responsabilidad de la comunidad no permitir que se filtren en la vida religiosa sujetos sin vocación: “En otra parte se salvará mejor…” (13,7). La tarea de discernimiento exige larga prueba: “para esto ordenaron nuestros padres la probación de un año, y en nuestra Orden que no se dé [la profesión] en cuatro, que para esto hay libertad. Aquí [en San José] querría yo no se diese en diez” (CE 20, 1: texto mitigado en la segunda redacción: C 13,7). Y añade una crítica de las prácticas transigentes de su época: “desventurados estos tiempos…” (14,3).

En las Constituciones reservará una sección (6, 1-5) para el tema, que titula: “del tomar las novicias”, y comienza: “Mírese mucho…”, y sigue una larga enumeración de las cualidades que han de caracterizar a la candidata. La primera, para el ingreso en un Carmelo, que “sean personas de oración”. Con especial atención a las cualidades psicosomáticas y morales. Ya en Camino cap. 14 había notado que la cortedad de inteligencia –bien entendida– podía ser un obstáculo para llegar a asumir en su dimensión real los postulados del ideal religioso o contemplativo.

Pero será en las Fundaciones donde reserve todo un capítulo para exigir un especial discernimiento del equilibrio psíquico de la persona. Es el cap. 7º, dedicado al tema de las “melancólicas”, vocablo que en su léxico cubre diversas anomalías de la psique. Ese tipo de anomalías se desarrolla, según ella, con el andar de los años y perturba la vida normal de la comunidad religiosa hasta hacerla prácticamente imposible: “es tan sutil [ese morbo], que se hace mortecino… hasta que no se puede remediar” (F 7,1). Todo el capítulo es un anticipo del reciente recurso al discernimiento psicológico de las vocaciones.

Volverá sobre el tema del discernimiento vocacional hacia el final de su vida, cuando escriba en 1576 el Modo de visitar. También aquí, la aceptación de una candidata a la vida religiosa es “cosa importantísima” y no debe hacerse sin “gran relación” previa (n. 25). Todo el año de noviciado es percibido como periodo de discernimiento. “Para profesarlas [para dar la profesión a cada aspirante] es menester grandísima diligencia”, implicando en la tarea incluso al superior mayor, porque “importa tanto no quedar en casa cosa [persona] que las dé trabajo e inquietud toda la vida, que cualquiera diligencia será bien empleada” (n. 26). Claro índice todo ello de la importancia que tiene, en su opinión, el discernimiento de cada vocación.

T. Álvarez

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