Purificación

El  camino espiritual, ascético-místico, de san Juan de la Cruz es fundamentalmente un camino de purificación, purgativa y transformadora a la vez. No es éste un concepto original suyo –pues tiene sus raíces cristianas en la misma Biblia–, aunque sí ha sido uno de los que más ha contribuido a dar consistencia al sentido y proceso de la purificación individual en la vida cristiana (“Pureté Purification” en DS, 12/II, 1986, 2627-2652). En J. de la Cruz “purificación o purgación, dice F. Ruiz, indica un proceso de desprendimiento de sí y abertura a Dios y a la realidad, que se lleva a cabo como disposición y efecto de la unión. La palabra es muy usada, con varios matices. El nombre de “vía purgativa” se aplica al estado de los principiantes (CB arg.) La labor purificadora se lleva a cabo especialmente en la noche pasiva espiritual, que pertenece más bien a la vía iluminativa (N 2,3). Todo el camino, dones de Dios y esfuerzos del hombre, poseen eficacia purificativa” (Obras completas, Madrid, EDE, 5ª ed., 1993, p. 1193).

I. La terminología y los conceptos

Al comienzo mismo de la obra Subida del Monte Carmelo encontramos el siguiente significativo texto programático: “Es de saber que, para que una alma llegue al estado de perfección, ordinariamente ha de pasar por dos maneras principales de noches, que los espirituales llaman purgaciones o purificaciones del alma, y aquí llamamos noches, porque el alma, así en la una como en la otra, camina de noche, a oscuras. La primera noche o purgación es de la parte sensitiva del alma, de la cual … se tratará en la primera parte de este libro. Y la segunda es de la parte espiritual …, y de ésta también trataremos en la segunda y tercera parte en cuanto a lo activo, porque cuanto a lo pasivo, será en la cuarta … y ésta es más oscura y tenebrosa y terrible purgación, según se dirá después” (S 1,1,1-3).

a) En este texto se constata la voluntad de identificación entre purgación, purificación y noche. Algo que se pone de relieve, sobre todo, en el conjunto de los escritos Subida y Noche. En el primero (Subida) abundan más las referencias y presencias del término noche que las de purificación-purgación. En el segundo (Noche oscura), sin embargo, ambas series de términos se equilibran bastante en cuanto a número de presencias. Pero no sólo usadas por separado dentro del discurso, sino también de forma conjunta (N 1,3,3; 5,3; 7,5; 8,1-2; 9, tít.; 12,2; 14,1.4; N 2,1,1; 2,1.4; 4,2; 7,3; 19,2; cf. S 2,32,3; S 3,1, tít.; 2,14). Lo que confirma que, para nuestro místico, la verdadera y más importante etapa de noche y purificación es la que corresponde a la noche o purificación pasiva en general, sobre todo a la del espíritu.

En el Cántico Espiritual, por su parte, abunda más la presencia del término noche, mientras que la de purificación y purgación es más bien escasa; si bien, en CB, Argumento 1-2, se indica que las primeras canciones hasta tratar del desposorio espiritual se refieren a la vía purgativa (cf. los paralelos y diferencias con lo que después dirá en CB 22,3). De hecho, los contenidos de bastantes de las primeras canciones de Cántico son de verdadera purgación-purificación. Pero no sólo ellas. Curiosamente se habla explícitamente de purgar y purificar (en ningún caso se menciona purgación o purificación) en canciones en las que la etapa purificativa, al menos la inicial, ya comenzaría a estar superada (CB 13,1; 20,1.3; 24,5; 25,11; 26,27; 39,8; 40,1.4-5).

La otra gran obra, Llama de amor viva, desde su perspectiva propia, confirmará bastante ampliamente no sólo las grandes intuiciones y afirmaciones de Subida y Noche respecto de la purgación-purificación, sino incluso también hasta su misma terminología. Sin embargo, se puede decir que olvida por completo el término noche, aunque no su simbolismo de lo oscuro y oscuridad (LlB 3,70-76).

b) En cuanto a los conceptos y las palabras purificación y purgación, que en el texto citado más arriba parecen identificarse totalmente –se habla de “purgaciones o purificaciones del alma”–, hay que afirmar, por una parte, la clara preferencia del Santo por purgar y purgación sobre purificar y purificación, y, por otra, que no es S 1,1 el único caso, en el que ambos términos se usan de forma conjunta (N,1,3,3; N 2,10,6.9; 12,4; CB 13,1).

A nosotros nos suena mejor purificación que purgación, purificar que purgar, por eso quizá preferimos los primeros a los segundos, que parecen más arcaizantes. Así hoy resulta raro hablar o escribir de las purgaciones sanjuanistas. Para profundizar el uso y sentido de estos términos y serie de términos en Juan de la Cruz, es de gran interés la descripción que hace de los mismos Mª Jesús Mancho Duque, en su estudio léxico-semántico titulado El símbolo de la noche en San Juan de la Cruz (Salamanca, 1982). Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el campo de análisis se limita a Subida y Noche. La autora llega a esta caracterización:

Purgación. – “Se trata fundamentalmente de una acción encaminada a obtener la limpieza del alma mediante la supresión de las suciedades morales de la misma, designadas metafóricamente con los términos jabón y lejía, los cuales, curiosamente, nunca van referidos a purificación, voz ésta más culta. La ‘purgación’, al mismo tiempo, conlleva penalidad … La importancia de este vocablo es capital en San Juan, no sólo por su elevado índice de frecuencia en los dos tratados (Subida y Noche), sino porque su contenido se identifica con ‘Noche’. La acción designada por purgación es realizada tanto por el alma como por Dios. Es decir, existe una purgación activa y otra en la que el alma actúa pasivamente. El concepto de ‘purgación’ constituye uno de los designata más importantes que integran el proceso místico simbolizado por Noche … La noción privativa correspondiente a purgación no es … estrictamente negativa, sino que constituye la puerta o entrada a una más alta riqueza o abundancia, como puede advertirse en este ejemplo … “Lo cual es indicio al alma de la salud que va en ella obrando la dicha purgación y preanuncio de la abundancia que espera” (N 2,7,4; cf. Mª J. MANCHO DUQUE, o. c. 249-253).

Purificación. – “En San Juan este lexema se realiza de un modo metafórico y técnico, equivalente a la ‘acción de limpiar el alma, quitándole o suprimiendo sus imperfecciones’. Se diferencia de purgación en que, en algún caso, carece de la connotación de ‘satisfacción mediante la misma de los deméritos consiguientes a la pervivencia de las imperfecciones, pecados, etc., en el alma’. Además, purgación, como purga, presupone o ‘entraña’ que lo purgado es algo enfermo (tesis cristiana del hombre herido por el pecado original), que es devuelto a la salud mediante una ‘medicina’ o ‘purga’. En cambio, purificación, de acuerdo con su carácter culto, es un término más abstracto, aunque puede funcionar en numerosos contextos como sinónimo de purgación” (o. c., 253; cf. 253-254).

Purgar. – “En San Juan, purgar se realiza en el sentido de ‘limpiar mediante la privación de imperfecciones’… Si la noción de ‘purgación’ era uno de los designata más importantes del proceso místico, denominado simbólicamente Noche por san Juan, la acción de purgar recorre los dos tratados, especialmente el de la Noche oscura en su segundo libro, en el que trata de los efectos de la contemplación purgativa en el alma, especificando las partes de ésta que se ven afectadas y concretando y delimitando su alcance, en cuanto a sus aspectos privativo, purificador, doloroso y expiatorio” (o. c., 275 y 279).

Purificar. – “En San Juan este término es menos frecuente que purgar y se emplea fundamentalmente para designar la ‘acción de limpiar el alma y sus partes componentes de sus imperfecciones y disponerla para la infusión divina’. Posee también el carácter de ‘penalidad’, que aparecía también en purgar

… Los objetos de esta acción son el alma o sus componentes. En algún caso, más que ‘privación’ de imperfecciones podría caber la interpretación de ‘supresión’ o ‘destrucción’ o, incluso, ‘acción de expeler’ o ‘sacar’, ‘extraer’” (o. c., 279-280). Entre estos vocablos, pues, existen pequeñas diferencias de uso por parte del Santo, y también ciertas preferencias, pero a la vez grandes coincidencias en la práctica.

c) Los términos purgar-purgación y purifica-purificación se usan no sólo como sinónimos de noche, y al revés, sino que también nos los encontramos en conjunción y relación con otra serie de palabras y conceptos fundamentales en el tratamiento y explicación del camino espiritual sanjuanista; lo cual supone un enriquecimiento importante de matices dentro del discurso purificador de nuestro místico. He aquí sólo algunos ejemplos de los más evidentes:

Con purgar aparecen los siguientes verbos o sus derivados: acomodar (N 1,8,1; 9,4; 11,3); alumbrar (N 2,12,2-3); aniquilar (N 2,6,5; 8,2.5; 9,3; 16,4); clarificar (N 2,12,4); cocer (CB 25,11); combatir (N 2,24,2); consumir (N 2,6,5); desnudar (N 1,8,1; CB 39,8); despegar (Cta del 14.4.1589); destetar (N 2,16,4); disponer (N 1,8,1; N 2,10,1.3; LlB 4,12); embestir (LlB 1,25); enderezar (S 3, 40,1); enjugar (N 1,9,2); iluminar (N 2, 5,1-2; 8,4; 12,2); ilustrar (S 2,26,13; N 2,5,1.3; 10,9; 16,1; CB 26,17); inflamar (N 2,12,1; 13,2); limpiar (S 1,6,4; N 2, 7,5; 12,1; LB 1,5; 2,28; 3,18; Cta 13); mortificar (CB 20,4); oscurecer (S 3,21,2; 24,2-3; 27,5; N 1 11,3; N 2,16,4); padecer (N 2,3,2); perturbar (N 2,9,6); probar (LlB 1,25); quitar (N 2,9,6); sanar (N 2,9,3); secar (CB 13,1); sujetar (N 1,11,3); vaciar (S 3,2,5; N 2,6,5; LlB 3,18; Cta 13).

Con purificar, los siguientes verbos o sus derivados: ablandar (N 2,7,3); acabar (N 1,4,8); adelgazar (LlB 2,17.25; 3,35); aniquilar (S 2,7,5); consumir (N 2,10,7); deshacer (N 2,6,5); desnudar (S 1,5,6); disponer (N 2,23,10; CB 20,3; LlB 2,25); fortalecer (N 1,4,8; 2,25.30); hermosear (LlB 2,25); ilustrar (N 2,10,9); levantar (LlB 2,27); limpiar (N 1,1,3; 13,4; CB 20,1); preparar (LlB 2,25); poner en Dios (LlB 2,13); pulir (LB 2,17); quemar (S 1,2,2); quitar (N 1,4,8); reformar (CB 40,1); secar (CB 13,1); vaciar (S 1,5,6; S 2,6,6).

Con purgación, los siguientes términos sustantivos o adjetivos: áspera (N 2,3,1); desnudez (S arg; N 2,4,1; 23,13); dura (N 2,3,1); horrible (N 2,23,10); negación (S 3,20,2; 26,7); oscura (S 1,1,3; N 1,11,2; N 2,11,3); pobreza (N 2,4,1); privación ( S 1,1,4); pureza (LlB 1,19); sequedad (N 1,9,1; 11,2; 13, 4,14); tenebrosa (S 1,1,3; N 2,23,20); terrible (S 1,1,3).

d) El texto de S 1,1,1-3, arriba citado, hacía referencia muy explícita a que la purgación o purificación por la que se ha de pasar para llegar “al alto estado de la perfección” tiene que ser tanto de la parte sensitiva como de la parte espiritual del alma, y esto tanto en su aspecto activo como pasivo. De todo ello iremos hablando.

II. Necesidad de la purificación

El discurso sanjuanista sobre la purgación-purificación en el hombre va íntimamente unido a dos ideas de referencia básicas. Por una parte, la propuesta y llamada a caminar hacia la perfecta unión, comunión de vida y amor con Dios, que llama también “alto estado de perfección” (S arg; pról. 1; S 1,1,1, etc.). Porque, “al fin, para este fin de amor fuimos criados” (CB 29,3; cf. 39,7). Un amor que siempre puede calificarse, transformarse y perfeccionarse más en esta vida (LlB pról. 3).

De otra parte, está todo un razonamiento en torno a la realidad de impureza cuasi natural del hombre en el momento presente a causa del pecado original y propio (S 1,1,1; 9; 15; N 1 y 2; LlB 3,18-22.70-76). Esto se describe, por ejemplo, de una forma bastante cruda y dura al hablar de los daños de los apetitos (S 1,6-12) y de los siete vicios capitales de los principiantes (N 1,2-7). Los apetitos voluntarios y pecados cansan y atormentan, oscurecen y ciegan, ensucian y enflaquecen (cf. S 1,6,1.5), y, en definitiva, rompen el equilibrio del alma racional, la cual Dios había creado como “hermosísima y acabada imagen suya” (S 1,8,1; cf. S 1,8,1-7). Esta situación, sin embargo, se puede cambiar, y Dios quiere cambiarla (CB 23 y 33).

Para J. de la Cruz, como para toda la tradición cristiana, Dios es puro (S 2,5; LlB 3,6), y por eso la pureza o limpieza es condición imprescindible para vivir la unión de amor con él. Entre los muchos textos que subrayan sobre todo esta última idea, vamos a referirnos ahora a uno especialmente significativo por muchos motivos. Comentando el texto de Juan 1,13, dice nuestro místico: “Renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección, y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente” (S 2,5,5). Y, a continuación, pone el ejemplo del rayo de sol y la vidriera. “Está el rayo de sol dando en una vidriera. Si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no la podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla. Antes tanto menos la esclarecerá cuanto ella estuviere menos desnuda de aquellos velos y manchas, y tanto más cuanto más limpia estuviere. Y no quedará por el rayo, sino por ella; tanto que, si ella estuviere limpia y pura del todo, de tal manera la transformará y esclarecerá el rayo, que parecerá el mismo rayo y dará la misma luz que el rayo. Aunque, a la verdad, la vidriera, aunque se parece al mismo rayo, tiene su naturaleza distinta del mismo rayo; mas podemos decir que aquella vidriera es rayo o luz por participación. Y así, el alma es como esta vidriera, en la cual siempre está embistiendo o, por mejor decir, en ella está morando esta divina luz del ser de Dios por naturaleza, que habemos dicho” (S 2,5,6).

Hasta aquí la comparación, a la que sigue una larga explicación. “En dando lugar el alma (que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios), luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto se le tiene del de Dios como antes, aunque está transformada, como también la vidriera le tiene distinto del rayo, estando clarificada. De aquí queda ahora más claro que la disposición para esta unión, como decíamos, no es el entender del alma, ni gustar, ni sentir, ni imaginar de Dios ni de otra cosa, sino la pureza y amor, que es desnudez y resignación perfecta de lo uno y de lo otro sólo por Dios; y cómo no puede haber perfecta transformación si no hay perfecta pureza; y cómo según la proporción de la pureza será la ilustración, iluminación y unión del alma con Dios, en más o en menos; aunque no será perfecta, como digo, si del todo no está perfecta, y clara y limpia” (S 2,5,7-8).

No es éste el único momento en que J. de la Cruz acude a esta comparación del rayo y la vidriera para explicar la importancia de la relación entre pureza, purificación y unión. Sí es muy importante, sin embargo, que esta aclaración se encuentre no tanto en contextos globales más propiamente de unión con Dios, como Cántico o Llama, cuanto más bien como el citado de Subida, que es claramente de proceso y camino de purificación (S 2, 11,6; 16,10; N 2,12,3; CB 26,4.17; LlB 3,77). Imagen complementaria y parecida en elementos, contenido e intención es la del rayo de sol que ilumina una estancia o ambiente, y que, sin embargo, se ve menos en la medida que el aire está más limpio y en él hay menos motas de polvo u otros objetos (S 2,14,9.13; N 2,8,3-4).

Del texto citado de S 2,5,7-8 también hemos de señalar otra realidad importantísima. Para nuestro místico la pureza que se ha de buscar y alcanzar no es la de la pura inmaterialidad –lo que a veces llamamos un espíritu puro o puro espíritu–, cuanto la pureza total del hombre que se adquiere por la limpieza y transformación del corazón y la voluntad. De hecho, como se dijo más arriba, en la unión con Dios la persona no pierde su naturaleza, aunque la tenga transformada y parezca más Dios que criatura. Recordemos: “Queda ahora más claro que la disposición para esta unión, como decíamos, no es el entender del alma, ni gustar, ni sentir, ni imaginar de Dios ni de otra cosa, sino la pureza y amor, que es desnudez y resignación perfecta de lo uno y de lo otro sólo por Dios; y cómo no puede haber perfecta transformación si no hay perfecta pureza” (S 2,5,8).

En el mismo capítulo de S 2 al que estamos refiriéndonos, comenta el Santo unas líneas más arriba qué entiende por unión sobrenatural: “La cual es cuando las dos voluntades, conviene a saber, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugna a la otra. Y así, cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor” (S 2,5,3).

Todo esto se completa con otra comparación: la de la imagen y el ojo más o menos clarificado y purificado. Nuestro místico explica que la grandeza y belleza infinita de Dios sólo se va aprendiendo y comprendiendo en la medida que nos vamos purificando. En el caso de la imagen, “el que tuviere menos clara y purificada la vista, menos primores y delicadez echará de ver en la imagen; y el que la tuviere algo más pura, echará de ver más primores y perfección en ella; y si otro la tuviere aún más pura, verá aún más perfección; y, finalmente, el que más clara y limpia potencia tuviere, irá viendo más primores y perfecciones; porque, en la imagen hay tanto que ver, que, por mucho que se alcance, queda por poderse mucho más alcanzar de ella. De la misma manera podemos decir que se han las almas con Dios en esta ilustración o transformación” (S 2,5,9-10).

A la hora de describir el proceso de purificación, desde un punto de vista antropológico, y no sólo metodológico, J. de la Cruz tendrá siempre delante la división progresiva e integradora sentido-espíritu o parte sensitiva y parte espiritual del  alma. Algo muy presente tanto en Subida, desde el texto programático de S 1,1,1-3, que ya citamos más arriba, como en Noche. Para ser capaz de Dios y de la  unión con él, el equilibrio interno del hombre ha de ser reconstruido totalmente desde claves nuevas. El  hombre sensitivo es el que guía su vida sobre todo por el criterio de sus apetencias sensitivas, lo que le hace incapaz de percibir y abrirse a cualquier vivencia humana o divina que no pase por ahí o que supere esos parámetros. Renunciar, negar, vaciar, aniquilar, oscurecer, enderezar, etc. y toda una serie de términos que componen el campo léxico-semántico y doctrinal de la negación sanjuanista serán las consignas que encontraremos a cada paso.

La dimensión apetitiva y sensitiva del hombre ha de ser reeducada a la luz de la razón y la fe. Una imagen muy clarificadora de lo que decimos es la del ciego y el guía de ciego. La razón ha de ser el guía de ciego de los apetitos y sentidos, y no al revés, porque entonces sucedería que el que no ve, el sentido, guía al que ve, la razón (S 1,8,3). A su vez, la fe tiene que iluminar la razón si se quiere llegar a la plenitud humano/divina a la que Dios llama al hombre, porque en esos caminos es la fe la que oscureciendo hace ver (S 2,1,2; 3,2; 4,3.7; 9,1). Esto sin dejar, por otra parte, de servirse de la razón y otra serie de guía y medios humanos que Dios ofrece al hombre, como la ley natural, la ley evangélica y el servicio del discernimiento fraterno (S 2,21-22).

Pero no sólo la razón o el entendimiento han de ser iluminados por la  fe. Toda la dimensión espiritual o racional del hombre, con sus pontencias (entendimiento, memoria y voluntad), ha de ser reeducada y regenerada. La enseñanza sanjuanista es que para  llegar a esa meta no hay más camino que las  virtudes teologales. A probar estos dedica sus mejores esfuerzos en Subida. Sobre todo, pondrá de relieve la estrecha unidad que existe entre entendimiento, memoria y voluntad, por una parte, y fe, esperanza y caridad, por otra. Hasta el punto de llegar a decir, por ejemplo: “No hubiéramos hecho nada en purgar al entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza, si no purgásemos también la voluntad acerca de la tercera virtud, que es la caridad, por la cual las obras hecha en fe son vivas y tienen gran valor, y sin ella no valen nada, pues, como dice Santiago (2,20), sin obras de caridad, la fe es muerta” (S 3,16,1). Aunque de forma menos sistemática, la triada de las virtudes teologales también están muy presentes en Noche, sobre todo en la  noche pasiva del espíritu. En esa terrible y penosa noche de purgación, en que todo el hombre se purifica, tampoco ellas escapan de la acción purificadora; pero, a su vez, son el mejor guía en medio de la misma y su mejor fruto para el hombre: el que le permite tener una condición tal que nada le impida llegar a la perfecta unión con Dios por amor (N 2,4;15;22).

J. de la Cruz mantendrá la dialéctica antropológica sentido/espíritu no sólo cuando se habla de la purificación activa por parte del hombre, sino también al tratar de la llamada purificación pasiva. En el punto siguiente veremos cómo se conjugan entre sí de forma dinámina el doble binomio ya tradicional en el sanjuanismo y al que aquí nos estamos refiriendo: sentido-espíritu, activa-pasiva.

III. Tarea humana y divina

Una de las características de los escritos de nuestro Doctor místico es que la purificación no es una tarea sólo o fundamentalmente humana, sino más bien plenamente humana y divina, o, con términos más propiamente sanjuanistas, activa y pasiva. “Activa es, dice, lo que el alma puede hacer y hace de su parte para entrar en ella … Pasiva es en que el alma no hace nada, sino Dios la obra en ella, y ella se ha como paciente” (S 1,13,1; cf. S 2,6,6). En ambas definiciones de purificación o noche activa y pasiva no hay referencias temporales, sino más bien funcionales. Ni de una ni de otra se dice que es o se da cuando…, sino “es lo que” o “es en que”.

El  hombre y Dios, Dios y el hombre son en cada caso los actores de la purificación personal. Es verdad que, por ejemplo, Subida subrayará más el aspecto activo, y Noche oscura más claramente el aspecto pasivo. Pero en ninguno de esos casos se pierde nunca de vista el aspecto complementario. Esto se aprecia sobre todo cuando el lector es capaz de leer de forma conjunta el mensaje de ambas obras. Porque, en el fondo, para Juan de la Cruz la verdadera purificación se da cuando se entra por los caminos de la purificación pasiva del espíritu, en cuya comparación todo lo demás, incluso la purificación pasiva del sentido, es preparación, disposición necesaria y reformación más que propiamente purgación (S 2,6,6; 2,7,5; N 2,3,1-3).

La magnífica y necesaria conjunción humano-divina de este camino de purificación, ya desde sus primeros pasos, queda perfectamente explicada en el texto siguiente del comienzo de Subida: “Quiere, pues, en suma, decir el alma … que salió –sacándola Dios– sólo por amor de él, inflamada en su amor, en una noche oscura, que es la privación y la purgación de todos sus apetitos sensuales acerca de todas las cosas exteriores del mundo y de las que eran deleitable a su carne, y también de los gustos de su voluntad … Y dice que le fue dichosa ventura, salir sin ser notada, esto es, sin que ningún apetito de su carne ni de otra cosa se lo pudiese estorbar. Y también porque salió de noche, que es privándola Dios de todos ellos, lo cual era noche para ella. Y esto fue dichosa ventura, meterla Dios en esta noche, de donde se le siguió tanto bien, en la cual ella no atinara a entrar, porque no atina bien uno por sí solo a vaciarse de todos los apetitos para venir a Dios” (S 1,1,4-5).

a) La tarea del hombre es, en primer lugar, no impedir o no estorbar a Dios, y, a la vez, salir con la voluntad y el corazón de todo aquello que puede impedir, estorbar y embarazar en el camino hacia la perfecta unión de amor con Dios: algo que se describe con una amplísima serie de términos más o menos sinónimos y complementarios, entre los que se encuentran: negar, adormir, vaciar, aniquilar, matar, morir, oscurecer, desnudarse, desasir, limpiar, etc. y otros muchos que he indicado más arriba. Todo lo cual se resume también en términos y expresiones como disponerse, acomodarse o dejarse guiar por Dios, etc.

El Santo se muestra preocupado, porque hay muchas personas que no van adelante en el camino hacia la divina unión o bien porque no quieren o bien porque no se entienden o no entienden el camino y no encuentran personas idóneas que les ayuden a animarse a entrar por ese camino, que desde el principio es de desasimiento (S, pról. 3). “Es suma ignorancia del alma, dice, pensar que podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir …, pues es suma la distancia que hay de ellas a lo que en este estado se da, que es puramente transformación en Dios” (S 1,5,2). De los apetitos voluntarios, aunque sean de pecado venial o imperfección, basta uno que no se venza para impedir (S 1,11,3). Por lo demás suele suceder que, dado que el hombre no purificado tiende a guiarse generalmente por sus propias apetencias y gustos, puesto ante el hecho de elegir camino, no echa de ver lo que “impide a Dios” (S 1,12,5).

En Cántico dirá que “para hallar a Dios de veras no basta sólo orar con el corazón y la lengua, ni tampoco ayudarse de beneficios ajenos, sino que también, junto con eso, es menester obrar de su parte lo que en sí es. Porque más suele estimar Dios una obra de la propia persona, que muchas que otras hacen por ella … Como muchos que no querrían que les costase Dios más que hablar, y aun eso mal; y por él no quieren hacer casi cosa que les cueste algo, y algunos aun no levantarse de un lugar de su gusto y contento por él, sino que así se les viniese el sabor de Dios a la boca y al corazón, sin dar paso y mortificación en perder alguno de sus gustos, consuelos y quereres inútiles. Pero hasta que de ellos salgan a buscarle, aunque más voces den a Dios, no le hallarán … (Pero) en saliendo el alma de la casa de la propia voluntad y del lecho de su propio gusto, acabado de salir, luego allí afuera hallará a la dicha Sabiduría divina, que es el Hijo de Dios, su Esposo” (CB 3,2-3; cf. LlB 2,27-30).

La Subida principalmente es una buena guía de discernimiento en este camino, aunque no la única. Las intenciones de nuestro místico quedan bien claras en el subtítulo o título amplio de la misma: “Trata de cómo podrá un alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual, y quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión”. La condición del hombre para apegarse e impedirse en el camino hacia Dios es a veces tal que, llega a decir Juan, incluso algunos “con los mismos regalos y mercedes que Dios les hace para caminar adelante se embarazan y estorban y no van adelante” (S pról. 7).

b) Iniciar y mantenerse constante en este camino sólo es posible si existe el amor. Ya nos lo dijo el texto citado más arriba: “Quiere, pues, en suma, decir el alma … que salió –sacándola Dios– sólo por amor de él, inflamada en su amor, en una noche oscura, que es la privación y la purgación de todos sus apetitos” (S 1,1,4). Idea que repetirá en otros textos y contextos. Por ejemplo, con frase lapidaria dirá: “El amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios” (S 2,5,7). Comparando el camino de la purificación con las tres noches de Tobías, según la versión de la Vulgata, antes de unirse en matrimonio, comenta: “En la primera (noche) le mandó que quemase el corazón del pez en el fuego, que significa el corazón aficionado y apegado a las cosas del mundo; el cual, para comenzar a ir a Dios, se ha de quemar y purificar de todo lo que es criatura con el fuego del amor de Dios. Y esta purgación ahuyenta el demonio, que tiene poder en el alma por asimiento a las cosas corporales y temporales” (S 1,2,2).

De este amor purificador se afirma no sólo su necesidad y capacidad de arranque, sino también que es él mismo en cierta medida fruto o don de Dios: “salió –sacándola Dios– sólo por amor de él”. Algo que se explica más ampliamente un poco más adelante. “Dice, pues, el alma que con ansias, en amores inflamada pasó y salió en esta noche oscura del sentido a la unión del Amado. Porque para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas, con cuyo amor y afición se suele inflamar la voluntad para gozar de ellos, era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo, para que, teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros” (S 1,14,2; cf. S 1,14,2-3; N 1,1; CB 1,20-22).

Pero, además de amor, más o menos inflamado según los casos, hace falta también una dosis muy fuerte de las otras dos virtudes teologales: la fe y la esperanza. “Daremos, escribe, … modo cómo las potencias se vacíen y purifiquen de todo lo que no es Dios y se queden puestas en la oscuridad de estas tres virtudes, que son el medio, como habemos dicho, y disposición para la unión del alma con Dios. En la cual manera se halla toda seguridad contra las astucias del demonio y contra la eficacia del amor propio y sus ramas, que es lo que sutilísimamente suele engañar e impedir el camino a los espirituales, por no saber ellos desnudarse, gobernándose según estas tres virtudes; y así nunca acaban de dar en la sustancia y pureza del bien espiritual, ni van por tan derecho camino y breve como podrían ir” (S 2,6,6-7; cf. S 2,6; S 3,1,1; 16,1; N 2,21).

A todo esto, hay que añadir la decidida voluntad de ir por el camino estrecho que conduce a la vida, que es el de la desnudez total de la cruz, es decir el camino de Jesús: “Porque, si el hombre se determina a sujetarse a llevar esta cruz, que es un determinarse de veras a querer hallar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios, en todas ellas hallará grande alivio y suavidad para andar este camino, así desnudo de todo, sin querer nada. Empero, si pretende algo, ahora de Dios, ahora de otra cosa, con propiedad alguna, no va desnudo ni negado en todo; y así, ni cabrá (por la puerta estrecha) ni podrá subir por esta senda angosta hacia arriba… Porque aprovechar no se halla sino imitando a Cristo, que es el camino y la verdad y la vida, y ninguno viene al Padre sino por él, según él mismo dice por san Juan (14,6) … De donde todo espíritu que quiere ir por dulzuras y facilidad y huye de imitar a Cristo, no le tendría por bueno” (S 2,7,7-8; cf. S 1,5,8; S 2,7; S 3, 35,5; N, pról. 2; 1,7,3-4; 11,4; CB 3,5.9; 36,12-13; LlB 2,28).

c) En los primeros pasos del camino espiritual, las personas reengendradas por el calor del amor que sienten les viene de Dios comienzan a aficionarse al bien y a las cosas de Dios. Les parece que, por él, están dispuestas a posponer y dejar todo lo que sea necesario, y a entrar de forma decisiva por el camino de la unión con Dios. Pero es sólo el comienzo necesario, porque, en realidad, de hecho, no tienen lo que les parece ya tener, es decir, virtudes y actitudes renovadas sólidas ya adquiridas. Más bien lo único que ha sucedido es que, movidos por el impulso sensible hacia Dios, han cambiado el objeto de sus apetencias egoístas y no purificadas (N 1,1-8; 2,2-3). De ahí la necesidad de la mano purificadora de Dios. Una idea constante del Santo es que es Dios quien verdaderamente purifica, y sin él no hay verdadera y definitiva purificación. Decía en el texto que transcribimos más arriba: “Y también porque salió de noche, que es privándola Dios de todos ellos, lo cual era noche para ella. Y esto fue dichosa ventura, meterla Dios en esta noche, de donde se le siguió tanto bien, en la cual ella no atinara a entrar, porque no atina bien uno por sí solo a vaciarse de todos los apetitos para venir a Dios” (S 1,1,4-5).

En este caso, al igual que en las etapas de purificación más activa, la voluntad de seguir en este camino –apoyándose y guiándose sólo por las virtudes teologales y la cruz de Jesús– es la mejor aliada de esta colaboración con Dios. En lo que Juan de la Cruz llama la purificación pasiva, Dios acentúa su intervención purificativa en la vida de las personas, pero no lo hace sin contar con la voluntad de las mismas que, al menos, deben quererse dejar guiar por Dios. Esto, sin embargo, no siempre es lo más común; lo que impide o retrasa todo el proceso. Así se describe esta situación: “Y ya que, en fin, Nuestro Señor las favorezca tanto, que si eso y sin esotro las haga pasar, llegan muy tarde y con más trabajo y con menos merecimiento, por no haber acomodádose ellas a Dios, dejándose poner libremente en el puro y cierto camino de la unión. Porque, aunque es verdad que Dios las lleva –que puede llevarlas sin ellas– no se dejan ella llevar; y así camínase menos, resistiendo ellas al que las lleva, y no merecen tanto, pues no aplican la voluntad, y en eso mismo padecen más. Porque hay almas que, en vez de dejarse a Dios y ayudarse, antes estorban a Dios por su indiscreto obrar o repugnan, hechas semejantes a los niños que, queriendo sus madres llevarlos en brazos, ellos van pateando y llorando, porfiando por se ir ellos por su pie, para que no se pueda andar nada, y, si se anduviere, sea al paso del niño” (S pról. 4).

Esta porfía entre Dios y el hombre se da más a diario de lo que se piensa. Pero ciertamente hay etapas de la vida en las que al hombre le cuesta más comprender y seguir los caminos de Dios. Son aquellas en las que con más nitidez se aprecia la purificación pasiva, que, por otra parte, suele presentarse cuando menos se espera (N 1,8,3-4 y 2,5). Se trata fundamentalmente de una situación anímica difícil de comprender; y más difícil de aceptar que su origen esté en Dios, porque es difícil comprender que Dios sea en nosotros el origen de la dificultad que se experimenta frente a todo lo referente a él. Lo que el Santo explicará es que esas dificultades, más que en Dios, tienen su origen en nosotros, a quienes Dios, a través de ese duro paso de la noche purificadora, quiere hacer crecer, madurar y convertir en criaturas nuevas, capaces de amar a Dios en la verdad (N 1,9-13; N 2; LlB 2,32-36; 3,18-76).

“Querer aquello hasta que Dios quiera” es la consigna que se da tanto a las personas que pasan por la noche de purificación pasiva como a sus confesores, “porque hasta entonces, por más que ellas hagan y ellos digan, no hay remedio” (S pról. 5). En todo caso, Dios tiene en cuenta siempre la condición de cada sujeto y su voluntad/capacidad de seguir adelante. De ahí que la purificación pasiva no suceda en todos de la misma manera ni se lleve en todos hasta las mismas metas de transformación (N 1,14,5-6: 2,1; 7,4; LlB 2,27-30).

d) No todo venir a menos el fervor primero sensible en torno a las cosas de Dios y del propio camino espiritual lo considera sin más J. de la Cruz como algo positivo, es decir, como momento de purificación pasiva. De hecho, tratando de la noche o purificación pasiva del sentido escribe: “Pero, porque estas sequedades podrían proceder muchas veces no de la dicha noche y purgación del apetito sensitivo, sino de pecados e imperfecciones, o de la flojedad y tibieza, o de algún mal humor o indisposición corporal, pondré aquí algunas señales en que se conoce si es la tal sequedad de la dicha purgación, o si nace de alguno de los dichos vicios” (N 1,9,1). Para ello indica tres señales:

“La primera es si, así como no halla gusto ni consuelo en las cosas de Dios, tampoco le halla en alguna de las cosas criadas … La segunda señal para que se crea ser la dicha purgación es que ordinariamente trae memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios, sino que vuelve atrás, como se ve en aquel sinsabor en las cosas de Dios … La tercera señal que hay para que se conozca esta purgación del sentido es el no poder ya meditar ni discurrir en el sentido de la imaginación, como solía, aunque más haga de su parte” (N 1,9,2-8; cf. N 1,9-10).

De todas estas tres señales la más importante, sin duda, es la conciencia del amor creciente hacia Dios, sin saber casi cómo, ya que de todo lo anterior se siente como aniquilada y vacía. “Porque, como habemos dicho, sin saber el alma por dónde va, se ve aniquilada acerca de todas las cosas de arriba y de abajo que solía gustar, y sólo se ve enamorada sin saber cómo y por qué” (N 1,11,1). Este, más que ningún otro, será el verdadero signo a que se atendrá el Santo para certificarnos que alguien está pasando por la purificación pasiva, no ya del sentido, sino por la más profunda y decisiva del espíritu (N 2,11-13 y 19-20).

e) “Esta noche oscura es una influencia de Dios en el alma, que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo. Esta contemplación infusa, por cuanto es sabiduría de Dios amorosa, hace dos principales efectos en el alma, porque la dispone purgándola e iluminándola para la unión de amor de Dios. De donde la misma sabiduría amorosa que purga los espíritus bienaventurados ilustrándolos es la que aquí purga al alma y la ilumina” (N 2,5,1).

Es la misma acción de Dios la que en un principio el alma siente más como origen de una purgación penosa y oscuridad hasta extremos casi insoportables, y después más como acción transformadora e iluminadora Pero, desde el principio, la acción de Dios por lo que a él respecta, es la misma y única. Es precisamente la luz de Dios la causa primera y única tanto de la penosa purgación como de la transformación (N 2,5; en general todo el libro Noche desarrolla esta dialéctica). De ahí que el Santo no tenga empacho que juntar los términos “contemplación” y “purgativa”, y hablar de “contemplación purgativa”. Esto se debe, en parte, a que en sus escritos lo purificativo, lo iluminativo y lo unitivo sin dejar de constituir tres etapas del camino espiritual, son también tres aspectos de un mismo camino. Así la purificación mayor permite mayor iluminación de Dios y, a su vez, mayor unión. Y también, cuanto más  iluminación de Dios haya, el hombre más se purifica y más se une con Dios en  transformación de amor.

f) Expresa muy bien todo este proceso el ejemplo del fuego y el madero. Más que un ejemplo se puede decir que es un gran símbolo continuado a lo largo de Subida, Noche, y Llama: desde la necesidad de la purificación a la plena transformación, pasando por la descripción de las distintas etapas de este proceso (S 1,11,6; S 2,8,2; N 2,10,1.3-4.6-9: 11,1; LlB pról. 3; 1,3-4.19.22-23.25.33).

Los textos más importantes a este respecto desde un punto de vista teológico-espiritual son los de N 2,10 y LlB 1. También se puede reconstruir el recorrido total conectando S 1,11,6 (necesidad de la purificación y que ésta sea verdaderamente total), N 2,11,1 (profundidad y fuerza positiva de este fuego purificador), y LlB pról. 3; 1,3-4 (transformación viva del madero en fuego).

Este simbolismo encierra en sí lo más esencial de lo que venimos diciendo. Que el fuego, que es luz, primero parece oscurecer el leño, y éste, en un proceso penoso y chirriante, empieza a echar de sí todo lo que le impide llegar a ser fuego. Así, poco a poco, comienza a transformarse él mismo en fuego y en luz. No es de la condición del leño o madero ser por sí mismo fuego y luz, pero tiene capacidad para convertirse en ellas hasta el punto de poder llegar a no parecer ya madero sino fuego.

Estamos ante algo más que un puro símbolo. Estamos ante la descripción de un proceso de verdadera muerte al hombre viejo, que se experimenta realmente como tal, pero que se afirma como el único camino posible para la resurrección y nacimiento a una vida nueva en Dios. Una experiencia que también se compara al purgatorio, e incluso al infierno, en vida (N 2,6-14). Por otra parte, no hay que olvidar que el fuego de que se habla es el amor que Dios infunde en el hombre, y, a la vez, el Espíritu Santo que lo infunde. “Esta llama de amor, dice, es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo” (LlB 1,3; cf. CB 39,14; LlB 4,17). En este sentido, la Llama es el gran canto y tratado sobre la acción purificadora y transformadora del Espíritu Santo en el hombre. Una tarea, por otra parte, más difícil, en expresión de J. de la Cruz, que la misma creación del alma, porque la nada no se resiste a Dios y el hombre sí puede resistir al Espíritu de Dios (S 1,6,4).

g) Entre los provechos y efectos de la primera etapa de purificación pasiva, que es la del sentido, hay que señalar el entrar en un camino de mejor y más verdadero conocimiento de Dios y de sí mismo, de una conversión de actitudes frente a los prójimos, y de la primera presencia manifiesta de los frutos del Espíritu (N 1,12-13). Pero esto no es más que la preparación necesaria para aquella otra purificación pasiva, la del espíritu, en la que de verdad, como dije más arriba, se purifica y transforma más radicalmente todo el ser del hombre (N 2,3-4). El fruto de esa purificación, que más que purificación es muerte total, es el nacimiento de un hombre nuevo creado o recreado según Dios con la fuerza y pureza del Espíritu Santo, el único capaz de renovar toda la condición vieja del hombre y hacerla nueva (N 2,4; LlB 2,33-34). De gran valor me parece a este respecto el siguiente texto: “Queda entendido cómo Dios hace merced aquí al alma de limpiarla y curarla con esta fuerte lejía y amarga purga, según la parte sensitiva y espiritual de todas las afecciones y hábitos imperfectos que en sí tenía acerca de lo temporal y de lo natural, sensitivo y especulativo y espiritual, oscureciéndole las potencias interiores y vaciándolas acerca de todo esto, y apretándole y enjugándole las afecciones sensitivas y espirituales, y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma acerca de todo ello (la cual nunca el alma por sí misma pudiera conseguir, como luego diremos), haciéndola Dios desfallecer en esta misma manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnuda y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Y así, se le renueva, como el águila, su juventud (Sal 102,5), quedando vestida del nuevo hombre, que es criado, como dice el Apóstol (Ef 4,24), según Dios. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que ya no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos; y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo, celestial, y más divina que humana” (N 2,13,11; cf. LlB 2,36).

El sentido plenamente cristiano y trinitario de esta vivencia de Dios queda claramente y explícitamente expresado en otros textos, igualmente bellos, sobre todo de Llama (entre otros muchos, LlB 3,77-85).  Aniquilación, desnudez, noche oscura, pureza, purgación, vacío.

BIBL. — EMETERIO DEL S. CORAZÓN, “La noche pasiva del espíritu de San Juan de la Cruz”, en RevEsp 18 (1959) 5-49 y 187-228; F. RUIZ, “Vida teologal durante la purificación interior en los escritos de San Juan de la Cruz”, en RevEsp 18 (1959) 341-379; Id., “Revisión de las purificaciones sanjuanistas”, en RevEsp 31 (1972) 257-298; Id., “Purificazione affettiva e lotta contro il peccato”, AA.VV., Peccato e Santità, Teresianum, Roma, 1979, 137-158; U. BARRIENTOS, Purificación y purgatorio. Doctrina de San Juan de la Cruz sobre el Purgatorio a la luz de su sistema místico, Madrid, EDE, 1960, 172; P. BLANCHARD, “La doctrine et la méthode de libération spirituelle chez Saint Jean de la Croix”, en Carmel (1969) 24-42 y 97-118; J. D. GAITÁN, “San Juan de la Cruz y su ‘Dichosa ventura’. Opción por Dios y purificación de los sentidos”, en RevEsp 45 (1986) 489-520; M.ª J. MANCHO DUQUE, El símbolo de la noche en San Juan de la Cruz. Estudio léxico-semántico, Ediciones Universidad, Salamanca, 1982; E. PACHO, San Juan de la Cruz. Temas fundamentales, Monte Carmelo, Burgos, 2 vols., 1984; G. D’SOUZA, Transforming Flame. (Spiritual Anthropology of St. John of the Cross), Divya Jyothi Publications, Pupashrama (Mysore), 1988; G. PESENTI, “Le purificazioni mistiche in Giovanni della Croce”, en Quaderni Carmelitani n. 6 (1989) 174-192; M. A. DÍEZ, Pablo en Juan de la Cruz. Sabiduría y ciencia de Dios, Monte Carmelo, Burgos, 1990; W. STINISSEN, La nuit comme le jour illuminé. La Nuit Obscure chez Saint Jean de la Croix, Ed. du Moustier, Louvaine-leNeuve, 1990; S. ROLLAN, Éxtasis y purificación del deseo. Análisis psicológico-existencial de la noche en la obra de San Juan de la Cruz, Diputación Provincial, Avila, 1991; K. REEVES BARRON, “The Dark Night of God”, en Studies in Formative Spirituality 1/13 (1992) 49-72.

José Damián Gaitán

Advertencia amorosa

En el léxico sanjuanista tiene especial importancia. Sustantivo y verbo adoptan significados diferentes, además de los corrientes “fijar, llamar la atención o aconsejar y amonestar”. En este sentido prefiere los equivalentes: anotación y declaración. El significado peculiar de advertencia, que se convierte en algo técnico y específico en su pluma, indica concentración del espíritu en algo o en alguien, evitando la dispersión del pensamiento o de la “atención”. Se opone así a la distracción o “vagueación” (S 3,3,5; CB 1,6) o inconstancia e inestabilidad. Al “advertir” se opone el “divertir” o distraerse (N 2,16,3; CB 16,6; LlB 3,33; 3,64); es como “quien abre los ojos con advertencia amorosa” sin hacer “de suyo diligencias” (LlB 3,33). En cuanto la “advertencia” implica o adquiere duración temporal, mayor o menor, se identifica con “asistencia” y también con “atención”, que son para él sinónimos rigurosos.

Habitualmente, y fuera de casos excepcionales, la advertencia en este sentido se aplica a Dios o a las cosas de Dios y se identifica en su contenido con la “contemplación”; por lo mismo, integra en sí un elemento cognoscitivo y otro afectivo, en palabras del Santo, luz y amor (S 2,3; 26,5). Cuando la contemplación alcanza ciertos niveles espirituales se convierte en “advertencia amorosa” o en sus equivalentes “asistencia amorosa” (S 2,15,2; CB 16, 11; 18,7; 28,10; 29,2) o “atención amorosa” (S 2,13,4.6). Dada su equivalencia fundamental, es frecuente el intercambio entre advertencia y asistencia o atención (S 2,12, 8; 2,13,6). El calificativo habitual para hablar de la advertencia asistencia es el de “amorosa”, destacando así la dimensión afectiva de la misma. Para resaltar, en cambio, el aspecto noético coloca a veces al lado de advertencia la “noticia” (en sentido de conocimiento). La contemplación es, en el fondo “la noticia o advertencia general en Dios” (S 2,14,6). La equivalencia radical hace que se junte igualmente la noticia con “asistencia” (S 2,14,6) y con “atención” (S 2,13, 4).

Otros calificativos que definen el carácter contemplativo de la advertencia asistencia son: común o general, ordinaria, pacífica, sencilla, simple. Con frecuencia van juntos dos o más.

Distingue con claridad entre lo que puede considerarse “acto o ejercicio” y lo que es una actitud, hábito o postura de “advertencia amorosa en Dios”; por ello apunta a un desarrollo progresivo, que comienza cuando se agota la virtualidad de la  meditación. Una de las tres señales propuestas para discernir el paso de la meditación a la contemplación es precisamente que, en lugar de meditar discursivamente, el alma gusta de “estarse a solas con advertencia amorosa en Dios” (S 2,13,4-6).

J. de la Cruz insiste siempre en las mismas orientaciones prácticas (especialmente en S 2,12-16 y LlB 3,33-35). Cuando se supera la meditación, el espiritual “se ha de andar sólo con advertencia amorosa a Dios, sin especificar actos” (LlB 3,33). Ya que entonces Dios trata de modo semejante, “también el alma trate con él en modo de recibir con noticia o advertencia sencilla y amorosa” (ib. 3,34). Pueden llegar momentos en que no es necesario esfuerzo alguno para mantener esa actitud: “Cuando el alma se sienta poner en silencio y escucha, aun el ejercicio de la advertencia amorosa … ha de olvidar el alma para que se quede libre para lo que entonces la quiere el Señor. Porque de aquella advertencia amorosa sólo ha de usar cuando no se siente poner en soledad u ociosidad interior u olvido o escucha espiritual, lo cual para que lo entienda, siempre que acaece es con algún sosiego pacífico y absorbimiento interior” (LlB 3, 35).

En ciertos estados o niveles de vida espiritual es casi normal que el alma “ordinariamente ande en  unión de amor de Dios, que es común y ordinaria asistencia de voluntad amorosa en Dios” (CB 28,10 /CA 19,9); dicho de otra manera “es amar en continuidad de amor unitivo” (CB 16,11), o “continuo ejercicio de amor en Dios” (ib. 29,1). Simplificando la idea de “advertencia-asistencia-atención amorosa” puede decirse, según sus palabras, que se trata de una actitud o situación como “el que tiene los ojos abiertos, que pasivamente sin hacer él más que tenerlos abiertos, se le comunica la luz” (S 2,15,2). Trasladado al ámbito espiritual “es mirar muy particularmente con estimación de aquello que se mira”, que es Dios (CB 31,4). La radical identificación de advertencia amorosa con contemplación está afirmada de muchas maneras, en particular al tratar del paso de la meditación a la contemplación. Basta comparar los textos clave a este propósito (S 2, 13-15; N 1, 9; 2, 10,5 y LlB 3,33-34). El nexo “advertencia contemplación” lleva también a la identificación fundamental, en la visión sanjuanista, con “teología mística”, noticia, inteligencia, sabiduría mística y otros términos equivalentes de su vocabulario. En cierto sentido, y como conclusión, puede decirse que para J. de la Cruz la mística más que por fenómenos extraordinarios se define por la “advertencia-asistencia amorosa en Dios”. Aunque pudiera pensarse que la advertencia amorosa equivale a una actitud pasiva, J. de la Cruz advierte explícitamente y con fuerza que nada tiene que ver con el quietismo o con la cómoda ociosidad espiritual (LlB 3,43).

Eulogio Pacho

Acidia espiritual

Equivale a flojedad o pereza. J. de la Cruz asume la tradición espiritual y la incluye entre los siete vicios capitales, que caracterizan, según él, la situación propia de los → principiantes. Para el Santo equivale al tedio en las cosas espirituales cuando éstas no satisfacen el gusto sensible. Al igual que los otros defectos de estos espirituales, la acidia ha de ser extirpada mediante la purificación o noche pasiva del sentido. Como de costumbre, su diagnóstico al respecto es de singular penetración. Los principiantes, “acerca de la acidia espiritual, suelen tener tedio en las cosas que son más espirituales y huyen de ellas, como son aquellas que contradicen al gusto sensible; porque, como ellos están tan saboreados en las cosas espirituales, en no hallando sabor en ellas las fastidian” (N 1,7,2).

No se identifican totalmente “acidia” y “acedía” (forma anticuada de “acedia”, calidad de acedo o amargo); ésta es causa o motivo del tedio, por lo que se establece estrecho parentesco entre gula y acidia espiritual (N 1,6,2; Grados de perfección, 14). Un ejemplo ilustra bien la fenomenología típica de la acidia: “Si una vez no hallaron –los principiantes– en la oración la satisfacción que pedía su gusto … no querrían volver a ella, o a veces la dejan o van de mala gana. Y así, por esta acidia, posponen el camino de perfección, que es el de la negación de su voluntad y gusto por Dios, al gusto y sabor de su voluntad, a la cual en esta manera andan ellos por satisfacer más que a la de Dios” (N 1,7,2).

El efecto más pernicioso de la acidia es precisamente éste: el de suplantar la voluntad de Dios con la propia voluntad, trastrocando así el plan divino. Quienes andan dominados por este vicio capital “querrían que quisiera Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios. De donde les nace que, muchas veces, en lo que ellos no hallan su voluntad y gusto, piensen que no es voluntad de Dios; y, que por el contrario, cuando ellos se satisfacen, crean que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo, y no a sí mismos con Dios” (N 1,7,3).

Compañeras de la acidia son la tristeza y la repugnancia hacia las cosas que exigen esfuerzo; por ello, quienes se dejan dominar de tales hábitos “también tienen tedio cuando les mandan lo que no tiene gusto para ellos. Estos, porque se andan al regalo y sabor del espíritu, son muy flojos para la fortaleza y trabajo de perfección, hechos semejantes a los que se crían en regalo, que huyen con tristeza de toda cosa áspera, y oféndense de la cruz, en que están los deleites del espíritu; y en las cosas espirituales más tedio tienen, porque, como ellos pretenden andar en las cosas espirituales a sus anchuras y gusto de su voluntad, háceles gran tristeza y repugnancia entrar por el camino estrecho, que dice Cristo de la vida” (Mt 7,14: N 1,7,4).

A partir de este diagnóstico tan preciso, le resulta sencillo a J. de la Cruz proponer el remedio adecuado. La mejor cura contra la acidia y la gula espiritual (íntimamente emparentadas) es la sequedad producida por la purificación de la noche pasiva. A través de esa sequedad espiritual “se purga el alma y adquiere las virtudes contrarias; porque ablandada y humillada por estas sequedades y dificultades y otras tentaciones y trabajos en que a vueltas de esta noche Dios la ejercita, se hace mansa para con Dios y para consigo y también para con el prójimo, de manera que ya no se enoja con alteración sobre las faltas propias contra sí, ni sobre las ajenas contra el prójimo, ni acerca de Dios trae disgusto y querellas descomedidas porque no le hace presto bueno” (N 1,13,7).

Conseguida la cumplida purificación por la depuración del gusto mediante la sequedad, “las acidias y tedios … de las cosas espirituales tampoco son viciosas como antes; porque aquéllos procedían de los gustos espirituales que a veces tenía y pretendía tener cuando los hallaba; pero estos tedios no proceden de esta flaqueza del gusto, porque se le tiene Dios quitado acerca de todas las cosas en esta purgación del apetito” (N 1,13,9).

Lo que en Noche se presenta como acción catártica de Dios, se corresponde con lo que en Subida presenta el Santo como esfuerzo personal (noche activa) para dominar inclinaciones y tendencias guiadas por el gusto o apetito, no por el auténtico amor de Dios. Muestra elocuente de ese esfuerzo y de su correspondencia con la doctrina de la Noche acerca de la gula y de la acidia es el tratado sobre el gozo en los bienes morales. Entre los daños que produce, dice J. de la Cruz, es que realizando las obras por el gusto, “comúnmente no las hacen sino cuando ven que de ellas se les ha de seguir algún gusto y alabanza; y así, como dice Cristo todo lo hacen un videantur ab hominibus (Mt 23,5), y no obran sólo por amor de Dios” (S 3,29,4). Concluye el Santo repitiendo la sentencia perentoria de Cristo: “en aquello recibieron su paga”.

Eulogio Pacho

Yoga y Juan de la Cruz

La palabra “Yoga” proviene de la raíz sánscrita “yug”, que lleva consigo la idea de “unir, uncir, reunir, enyugar” dos cosas o realidades antes separadas. Puede comprobarse fácilmente la vecindad semántica de “yoga” con el “jugum” latino, el castellano “yugo”, el alemán “Joch” y el inglés “yoke”. Nada extraño si se tiene en cuenta que todos ellos proceden, como “yoga”, de la misma raíz indo-europea.

a. Noción y concepto del yoga

El significado etimológico nos lleva a su noción real. “Yoga” puede referirse a un final ya alcanzado. Designa entonces la unión (= yoga) del cuerpo con la mente, de la mente con el espíritu, del espíritu individual (jivatman) con el Espíritu Supremo (Atman-Brahman). Esa unión a todos los niveles lleva consigo el estado de Sat-Chit-Ananda: existencia absoluta-conciencia absoluta-felicidad absoluta, y es la realización de lo divino en el hombre.

Pero “yoga” puede indicar también el camino mismo hacia esa meta. Es entonces un método o técnica para caminar hacia la unión, método o técnica inspirados en la cosmovisión propia del hinduismo.

b. Origen del Yoga

El origen del Yoga se pierde en la noche de los tiempos. El hecho de haber sido durante siglos una disciplina puramente oral dificulta la fijación de una fecha aproximada. De todas formas, hay que concederle varios miles de años de existencia como tal disciplina, si bien hay que admitir que se fue perfeccionando sustancialmente a través de las diversas épocas.

Si del origen cronológico pasamos al real, hemos de buscarle en aquellos hombres que, insatisfechos de una religión ritualista, se retiraron a las montañas para penetrar en el conocimiento de sí mismos.

El Yoga como sistema filosófico y disciplina rigurosamente ordenada fue compilado por Patanjali en los célebres Yoga-Sutras o “aforismos del Yoga”. Es llamado el Raja-Yoga o Yoga Real (regio).

c. Las bases doctrinales de la meditación yoga

Para la filosofía Yoga tal como nos la presenta Patanjali, existen dos realidades radicalmente distintas: la Materia o sustancia material (Praktri) y el Espíritu Puro (Atman, Purusha, etc.). Pero no se trata del esquema occidental almacuerpo.

La Materia no se reduce a la materia densa perceptible por los sentidos ordinarios y estudiado por la macrofísica. Materia o Praktri es para el Yoga todo lo que es o tiene movimiento, todo lo que es flujo y por tanto está sujeto a cambio. Así es praktri en el hombre no sólo su cuerpo físico, sino también:

a) El mundo de la mente, es decir, nuestra vida psíquica, nuestros procesos mentales (cittawrittis), nuestra actividad pensante, nuestra mente subconsciente (vasanas), nuestras emociones, sentimientos, instintos, etc.

b) El mundo de la “razón” o intelecto: es el centro del “yo”, el sentimiento de individualidad, el punto de referencia de todo lo que sucede en el mundo de la mente. Si en éste se dan los sentimientos, las emociones, el flujo psico-mental, etc., en el mundo de la “razón” se da el “yo” siento, sufro, gozo, pienso. Por ser el centro del yo es el centro de la conciencia moral.

El Espíritu Puro (Atman, Purusha) escapa a nuestra psicología científica y por ello es muy difícil tratar de dar de él una idea. Las descripciones de los místicos occidentales (la “séptima morada” de  S. Teresa, el “centro del alma” de S. Juan de la Cruz, la “centella divina” del Maestro Eckhart, etc., el «inconsciente colectivo no-estructurado” de C. G. Jung y el “estado de vacío de conciencia” tal como ha sido estudiado por Carl Albrecht), pueden acercarnos a la comprensión de lo que es el espíritu para el Yoga. El espíritu es la más alta manifestación de la Energía Universal y responde al “Sí-Mismo” frente al pequeño “yo” individual. Es la conciencia del puro ser, del pleno ser.

Si el mundo de la mente y la razón tienen una dimensión temporal y espacial, el centro del Espíritu no tiene dimensión alguna, ni siquiera la del tiempo, porque está situado más allá de todo lo que es contingencia, flujo, movimiento. Es eterno, no nacido y por lo mismo inmortal. Sólo su manifestación en la existencia individual tiene un comienzo y un fin.

d. La existencia como separación y dolor

Para el Yoga la existencia en el mundo es ontológicamente una “caída” y una separación de la esencia verdadera; por eso, todo su empeño estará fijado en superar y anular dicha existencia en cuanto equivale a la “individualidad” y al mundo-psicomental. Con otras palabras, el Yoga es un camino para la liberación del Espíritu o Sí-Mismo de su ligadura a la sustancia material o mundo del psiquismo y del ego.

La verdadera realidad sólo se halla en ese Espíritu o “Sí-Mismo” idéntico a Brahman o principio divino del Universo conforme a la fórmula Atman es Brahman. Se encuentra, por tanto, más allá de los pensamientos, de la mente, del yo individual, del conocimiento o conciencia común. Mente, pensamientos, estados de conciencia son reales psicológicamente, pero irreales y falsos metafísicamente, porque son flujo continuo, espejismo, ilusión. Son sólo manifestaciones provisorias de la materia cósmica que no tienen consistencia real y llevan en sí mismos la marca de la desaparición y la tendencia al reposo final.

No hay ninguna relación verdadera entre el Espíritu o Sí-Mismo y la mente y el ego racional, ya que, como se ha indicado, el Espíritu y la sustancia material son dos realidades radicalmente distintas; entre ellas no hay más que una conjunción externa y de hecho, ya que dentro de esa conjunción fáctica el “SíMismo” como tal no es afectado.

La existencia concreta, individual (que es la conjunción de hecho del SíMismo con el complejo mundo de la sustancia material) equivale a dolor por la ignorancia (avidya) que el hombre tiene de la distinción radical entre la Praktri y el Purusha, entre la sustancia material y el Espíritu o Sí-Mismo, es decir: proviene de la identificación en el orden cognoscitivo y vivencial de nuestra mente, de nuestro flujo psico-mental, de nuestros estados de conciencia, en una palabra, de nuestro pequeño “yo” con nuestro Espíritu.

e. El camino hacia la liberación

Mientras en el hombre mande la energía mental, la conciencia normal, la identificación mente-espíritu, aunque el cuerpo físico, la mente y su centro el “ego” desaparezcan con la muerte el SíMismo, seguirá atado a una nueva mente, a un nuevo “yo”, a un nuevo cuerpo físico en otra existencia individual, sujeto al ritmo incesante de nacimiento-muerte-nacimiento (doctrina de la reencarnación o ley del Karma establecida por vez primera con toda claridad en los Upanishads).

La liberación del samsara o rueda de existencias sucesivas se logra sólo por la superación de la ignorancia de la distinción entre mente y Sí-Mismo. Para esa superación no basta ni es efectivo un mero saber teórico, sino que es necesario cambiar la conciencia ordinaria que se mueve en el campo del conocimiento racional por una conciencia/ conocimiento superior intuitivo mediante la suspensión y abolición experimental del funcionamiento normal de la mente. El Yoga es, por eso, un camino para conocer-experimentar-superar-suprimir los estados de conciencia. De ahí la definición del Yoga dada por Patanjali: “El Yoga consiste en suprimir las modificaciones del contenido mental” (Yoga-Sutras 1, 2): no sólo sus torbellinos y vaivenes, sino también la propia actividad de la mente que debe ser reducida al silencio. “Entonces el contemplador está instalado en su propia naturaleza” (ib. 1-3).

Cuando se llega a la abolición de la conciencia normal ilusoria dominada por la ignorancia (avidya) de la verdadera realidad, el Sí-Mismo se desprende de su asociación al “yo” y se reintegra plenamente al seno de la sustancia universal. A la conciencia normal sucede la “Iluminación” o Samadhi, que es la pura intuición de la verdad y la felicidad sin límites: se realiza el Sat-Chit-Ananda. El individuo ya no se siente centro de referencia, sino que se vive esencialmente como gota del océano universal; en esa vivencia ya no es posible concebir o vivir la gota como separada del océano universal de vida, ni poner en ella el centro de gravedad: gota y océano son una unidad absoluta; la gota ya no tiene vida, existencia o sustancia propia y diferente. Desaparece todo sentimiento de división u oposición interna y en relación al mundo: ya no hay oposición entre el yo y el no-yo porque ya no hay “yo”; ya no hay oposición entre el “yo gozo yo sufro”, porque esa oposición sólo la puede sentir el que tiene un “yo” y vive identificado con él; ya no hay oposición entre el sí y el no porque eso es propio de la mente llamada racional que no es capaz de ver y vivir la realidad de forma inmediata y en toda su profundidad y verdad, y por eso siempre puede encontrar un sí junto a un no y viceversa.

f. Jnana-Yoga y Bhakti-Yoga

Lo anteriormente dicho puede aplicarse de alguna manera a todas las vías espirituales del hinduismo, pero representa más directamente la cosmovisión y camino del yoga del conocimiento o Jnana-Yoga que busca la experiencia de la trascendencia mediante la conciencia intuitiva. Yoga del conocimiento es el de los aludidos Yoga-Sutras de Patanjali y también el de la filosofía Vedanta de Shankara (s. VIII-IX d. de J.). El Vedanta de Shankara lleva a su extremo la tendencia monista y trascendentalista de los Upanishads. Para Shankara y su escuela, la Realidad, expresada mitológicamente con el nombre de Brahman, es única, y lo que llamamos “realidades” no son más que diversas manifestaciones provisorias de la única Realidad sin que ésta quede implicada en dicha manifestación. El Universo como suma de “realidades” es una pura ilusión (maya), una proyección del “ego” que sólo es capaz de ver y vivir individualidades en las que queda preso y esclavizado. No sólo el Universo es proyección ilusoria del “ego”, sino también el Dios personal, es decir, Dios como un “yo”. La unión del hombre con Dios, que significaría la unión de dos “yos”, debe ser superada por la experiencia suprema del advaita o no-dualidad de la Realidad.

Muy distinta que la vía del advaita shankariano, y expresamente opuesta a ella, es la de la bhakti, de la cual el Bhagavadgita (s. III-IV a.d. C.) es la más alta y venerada exposición. Su máxima figura intelectual es Ramanuja (hacia 1050-1137 d. de C.). La vía bhakti ve a Dios como realidad personal, más grande que el Universo y distinta de él, aunque la ausencia de la idea de creación no permita identificar al Dios de la bhakti con el del monoteísmo bíblico. El camino hacia Dios no es el conocimiento intuitivo, sino la bhakti, el amor entregado e incodicionado. La experiencia final no es tampoco la de unidad, sino la de unión por el amor de dos realidades distintas, Dios y el hombre. La liberación final no es la de fusión con el Absoluto apersonal mediante la pérdida de individualidad, sino la eterna relación amorosa con Dios.

g. Juan de la Cruz y el Yoga

Las descripciones del camino espiritual y de la experiencia suprema en el hinduismo recuerdan las de los místicos cristianos. Se suele asimilar la mística del Maestro Eckhart a la de Shankara: ambas serían, más que místicas, metafísicas religiosas que buscan la recuperación de la perdida unidad más allá de la ilusoria multiplicidad y del ilusorio Dios personal; unidad primordial que en Shankara se llama “advaita” y en Eckhart “deitas”. La condena del Maestro Eckhart por los teólogos de la corte papal de Avignon ha pesado desde entonces sobre la figura de este insigne dominico, pero hoy puede considerársele totalmente rehabilitado como teólogo místico cristiano; no obstante, es evidente que, si se le quiere poner en parangón con alguna de las líneas místicas del hinduismo, ésta sería la de Shankara. Como éste, Eckhart enseña una mística intelectual, una vía del conocimiento identificador que lleva al teólogo dominico a afirmar que no puede contentarse con la  Trinidad y que necesita penetrar más allá: en el abismo sin nombre de la unidad.

J. de la Cruz, en cambio, cuando es comparado con la mística hinduista, aparece como el bhakti cristiano por excelencia: su Dios no encaja ni en el “dvaita” shankariano ni en la “deitas” eckhartiana, sino que es siempre y sin vacilación alguna el Dios personal trinitario: la unión con la Trinidad cristocéntrica, aunque con un cristocentrismo tocado de neoplatonismo que tiende al Verbocentrismo, es el motivo de la entrada en la noche, de las etapas y del final del camino. En J. de la Cruz la “unidad” no es el más allá de la Trinidad, sino lo contrario: el núcleo y sentido más profundo de la unidad es la Trinidad, o lo que es lo mismo: la realidad última no es unidad absoluta, sino dialogicidad y relación.

Además de compartir con la línea bhakti del hinduismo la doctrina del  Dios personal, J. de la Cruz comparte también el camino del amor entregado como el único medio para unirse con Dios. Todo, naturalmente, mutatis mutandis: con la diferente impronta que deja en cada una de las dos místicas la cosmovisión hinduista o la fe cristiana.

Pero quizá sea más acertado ver en J. de la Cruz una excelente base de diálogo tanto con la línea shankariana como con la línea bhakti. En esta vía hinduista, centrada totalmente en el amor y devoción a Dios, no encontramos los geniales análisis que del conocimiento humano y de la necesidad de trascender el conocimiento racional hace el Gnana-Yoga, y dentro de él la filosofía religiosa de Shankara. A ese análisis, con expresiones muy parecidas a las de las vías hinduistas del conocimiento, se acerca J. de la Cruz en su  purificación tanto activa como pasiva del entendimiento para que pueda ser poseído por la fe.

BIBL. – a) General: DANIEL ACHARUPARAMBIL, Espiritualidad hinduista, Madrid, Editorial Católica, 1982; Id. “Liberation-The Hindu view”, en Teresianum, 36 (1985) 401-419; Id. “Lo Yoga”, en RivVitSpir 32 (1978) 431-469; Id. “La santità secondo l´hinduismo”, ib. 34 (1980) 578-593 (el autor se refiere a la via bhakti); SRI AUROBINDO, La vida divina, 3 vol., Buenos Aires, 1980; B. GRIFFITHS, El matrimonio entre Oriente y Occidente, Madrid, Paulinas, 1985; J. MONCHANIN, Mystère de l’ Inde, mystère chrétien, Paris, Fayard, 1974.

b) Particular sobre J. de la Cruz: BRUNO DE JÉSUS-MARIE, “Mystique hindoue, mystique chrétienne”, en EtCarm 1952, 148-170; SWAMI SIDDHESVARANANDA, Pensiero indiano e Mistica carmelitana, Roma, 1977. El autor relaciona la doctrina de S. Juan de la Cruz con todos los tipos de yoga. Gran admiración por el místico carmelita a quien considera el gran yogui de Occidente; H. LE SAUX, Sagesse hindoue, mystique chrétienne, Paris, Centurion, 1991; J. MENDONSA, The concept of perfection in the Bhagavadgita and in the writings of St. John of the Cross, Roma, Teresianum, 1980; L. GARDET-O.L. LACOMBE, L’expérience du soi. Étude de mystique comparé, Paris, Desclée De Brouwer, 1981; SANTIAGO GUERRA, “San Juan de la Cruz y el diálogo con Oriente”, en RevEsp 49 (1990) 501-541.

Santiago Guerra

Zen y Juan de la Cruz

El budismo se dividió en dos grandes ramas: el Hinayana o del Pequeño Vehículo (más conocido como budismo Teravada) y el Mahayana o del Gran Vehículo. A diferencia del primero, que conservó una tradición unitaria, el Mahayana se subdividió en multitud de sectas o escuelas, la más conocida de las cuales es el budismo zen. “Zen” es el término japonés derivado del sánscrito “dhyana” y del chino “Ch´an” que, como ellos, significa “meditación”. El ejercicio de la meditación es, en efecto, el “todo” del zen como camino hacia la Iluminación o Satori, aunque no simplemente como acto especial y apartado de la vida ordinaria, sino como medio de intensificación de la conciencia vacía desde la que el zen enseña a vivir todas las cosas.

a. El secreto de la flor de oro

Una leyenda quiere retrotraer el origen del zen al propio Buda: estando un día éste rodeado de sus discípulos en lo alto de una montaña, les predicó el “sermón de la flor de oro”; un sermón muy especial, porque consistió en mantener elevada una dorada flor de loto sin decir una sola palabra. Durante un rato nadie entendió lo que quería decir con aquel gesto, hasta que finalmente Mahakasyapa esbozó una leve sonrisa: había entendido el mensaje y por eso Buda le nombró su sucesor. Así habría nacido el zen. El conocimiento que había provocado tal sonrisa fue transmitido en la India por veintiocho sucesivos Patriarcas, y en el año 520 después de Cristo fue llevado por Bodhidharma a China, donde recibió un fuerte influjo del taoísmo. Finalmente, en el siglo doce penetró en el Japón, donde adquirió sus rasgos definitivos. Desde el Japón el zen ha sido exportado a todo el mundo, especialmente a Estados Unidos y Europa. Sus dos principales escuelas son la de Soto y la de Rinzai, unidas respectivamente a los nombres de sus fundadores, Dogen (s. XIII) y Hakuin (s. XVII-XVIII), el más grande de los patriarcas zen.

b. El objetivo central del zen

La leyenda de la flor de oro expresa, en efecto, lo más específico y peculiar del zen: la ruptura radical de la barrera del pensamiento discursivo y del lenguaje para acercarse a la experiencia de la verdadera naturaleza de la realidad, denominada como “naturaleza búdica”, y que equivale a la “intuición del ser”.

Es verdad que todas las místicas hablan de la insuficiencia del conocimiento racional y del lenguaje, que todas urgen el trascendimiento de los mismos, que todas afirman la inefabilidad de la experiencia de la realidad profunda o última, pero todo esto es llevado por el zen a su máxima radicalización. La verdad básica del budismo, el Anatta , que niega cualquier “yo” permanente, sea el “yo” fenoménico, sea el “Sí-Mismo” o Atman/ Brahman del hinduismo (sustrato permanente y eterno más allá de todo flujo y movimiento), y que consiguientemente identifica la realidad con el puro fluir, de forma que el universo sea un conjunto de acciones sin actor, una danza sin danzante, es radicalizada por el budismo zen en su concepto central del Sunyata, el “vacío total” o la nada absoluta, que sería la “última realidad” si es que de realidad última se quiere hablar.

El zen enseña que la realidad que es puro fluir es falsificada por todo pensamiento, toda doctrina, toda conceptualización, todo dogma, que son objetivización, proyección, encasillamiento y fijación: la realidad es “no mental” y esta realidad no mental es el objetivo del zen. La realidad comienza donde terminan los conceptos y las palabras y la falsificación de la realidad comienza donde comienza el concepto y la palabra. La realidad no mental es la “realidad central” y trascendente de nuestra vida y sólo puede hacerse presente en nosotros a través del no-pensamiento, de la “nada” mental. De ahí el camino práctico del zen a través del zazen.

c. El zazen: camino hacia la conciencia vacía

“Zazen” significa literalmente “meditación sentada” y, efectivamente, es un ejercicio meditativo que ha de practicarse en una determinada postura sentada cercana a la tierra, en la que la parte baja del tronco tenga una ancha base y la respiración pueda ser fácilmente abdominal. La postura sentada no es algo accidental o añadido a la meditación; ni siquiera se medita en esa determinada postura, sino que meditación y postura sentada se equivalen.

El zazen, en perfecta lógica con la doctrina zen del Sunyata o vacío total como última realidad, es una meditación sin objeto: no es que no se medite en nada, que sería algo puramente negativo, o que se medite sobre la nada, que ya sería un objeto de meditación, sino que la meditación objetiva es cambiada por el silencio de todas las facultades. La finalidad perseguida es el progresivo acercamiento a la “conciencia vacía”.

El “vacío” resulta cuando menos desconcertante al occidental, y de éste se puede decir lo que se dice de la naturaleza (también desde una idea occidental de vacío) que “horret vacuum”. El “vacío” es sencillamente para el pensamiento occidental una nada ontológica. ¡Cuánto menos puede ser para él la última realidad! Sin embargo, el “vacío” y la “nada” son términos corrientes en nuestros místicos y apuntan también hacia la realidad última.

Por otra parte, cuando el zen habla de “conciencia vacía” es el adjetivo “vacía” y no el sustantivo “conciencia” el que atrae la atención, y en consecuencia se piensa que conciencia vacía equivale a pura nada. Pero la nada es el todo: la “conciencia vacía” es la conciencia total e ilimitada: deja de ser conciencia de algo para ser pura conciencia, no limitada ni identificada con un “algo”. Como conciencia total es la presencia y la atención pura al puro presente que no es “algo” que se pueda asir o convertir en “objeto” de pensamiento o de posesión. El vacío y la consiguiente atención pura liberan del encadenamiento al suceso fluyente pasado o presente y de la atadura a cualquier deseo futuro. La “conciencia vacía” equivale a la ausencia de todo ego/idea/objeto que suscita el deseo, origen de todo sufrimiento.

Esa actitud de vacío-presencia pura es el camino hacia la Iluminación o Satori: la “realidad profunda” o naturaleza búdica se ve/vive tal como es, más allá de toda categoría lógica o de toda interpretación proyectada por el “yo”.

d. Métodos para acercarse a la conciencia vacía

El “vacío iluminador” puede ser provocado por situaciones espontáneas o preparado por métodos que llevan a una dimensión de conciencia más allá de la racional-dualista. Tres son los métodos clásicos:

1º El susokukan o concentración receptiva en el fluir respiratorio como soporte de la atención, pero de forma que ésta no sea propiamente atención a la respiración, sino pura presencia al presente, y por tanto correcta y total atención interior.

2º El koan (método de la escuela Rinzai): un problema o especie de acertijo que el alumno se empeña en solucionar con la mente lógico-discursiva, pero que es lógicamente insoluble: tanto más insoluble cuanto más esfuerzo se hace por solucionarle racionalmente. Eso puede llevar, y es lo que se pretende, a que la mente lógica, desesperada al no encontrar salida tras innumerables falsas soluciones, que el discípulo va presentando al Maestro en las sucesivas y obligadas visitas para recibir su instrucción (sanzen), se quiebre para dejar paso a la irrupción de la conciencia intuitiva o Iluminación. En el ejercicio del koan, que acompaña día y noche al meditante, la energía empleada en el esfuerzo lógico se va encauzando hacia la intuición.

3º El shikantaza o “sólo sentarse” (método de la escuela Soto): la atención está total y únicamente concentrada en observar las prescripciones del zazen como ejercicio de “estar sentado”.

e. Etapas del camino

Desde el primer momento el ejercicio meditativo va dirigido al vacío total de la conciencia; por eso es una meditación sin objeto. Desde el principio hay que ejercitarse en abandonar todo contenido concreto de conciencia, incluso el deseo de la Iluminación. Pero la meditación es un camino largo y paciente (“morir en el cojín”, se dice en el zen) y el vacío real de la conciencia no llega enseguida o quizá no llega nunca. El koan Mu (= nada) se convierte en el inseparable compañero del meditante.

El primer grado notable de conciencia vacía es el sanmai: la concentración se profundiza, las energías dispersas de la conciencia se unifican en un punto (con lo que ésta va adquiriendo una fuerza que le hace posible dirigir la vida del individuo y librarla de los continuos vaivenes, consecuencia de una conciencia fragmentada y por lo mismo débil), se va experimentando la liberación de la identificación esclavizante con el mundo exterior y con el de los pensamientos y deseos (las cosas se perciben como son, sin emociones, sin ataduras, sin deseos).

El meditante tiene que estar preparado para la frecuente etapa del makyo: fase alucinatoria en la que, al vaciarse el nivel consciente, los elementos inconscientes pueden aprovechar para hacerse presentes a la conciencia en forma de fenómenos paranormales: visiones, audiciones, etc.

El punto culminante de la experiencia es el Satori o Iluminación, también llamado Kensho. “Consiste en una experiencia transracional, y por lo mismo inmediata, de la profundidad del alma más allá de los sentidos, a través de la cual se toca lo absoluto y se alcanza el fondo del universo que lo unifica todo, lo que equivale a la comunicación con todo. Esta se puede considerar mística natural-humana” (J. B. Lotz).

Con frecuencia el Satori viene después de una experiencia psicótica superada con éxito y rara vez se produce en la meditación; más bien tiene lugar repentinamente en situaciones ordinarias de la vida, aunque el ejercicio prolongado de la meditación es el que va preparando el estado de conciencia que favorece la Gran Experiencia.

f. Dios en el budismo zen

No se hace referencia ninguna a un Dios personal. Como el budismo en general, se inhibe ante la pregunta por Dios, ya que el camino budista se funda en la pura experiencia a través del vacío y rechaza toda pregunta teórica más allá de la misma. Dios es en todo caso una “idea” que no sólo no influye en el proceso de liberación/iluminación de la conciencia, sino que, como toda idea, le estorba.

En todo caso, el sunyata del budismo zen se acerca de alguna manera a la “deitas” de Eckhart, abismal fondo vacío del que nace y al que regresa “Dios”, que en Eckhart debe ser trascendido para ser encontrado como “deitas”, como “nada” y “super-existente no-ser”, y en el budismo zen es una proyección del “ego” ilusorio. Si quizá se puede decir del budismo, y consiguientemente del budismo zen, que es una religión sin “Dios”, en todo caso hay que hablar de él como religión, con un profundo sentido de lo sagrado y de lo trascendente, y que por tanto se halla en los antípodas del ateísmo occidental.

g. El zen y Juan de la Cruz

Si J. de la Cruz está presente como privilegiado punto de encuentro en el diálogo cristiano-hinduista, más aún lo está en el diálogo entre cristianismo y budismo zen. A pesar de que el Maestro Eckhart es considerado por el budismo tan cercano a él que incluso le ha llegado a considerar, sin razón, un budista anónimo, y precisamente por eso, Juan de la Cruz parece un autor más adecuado para el diálogo, ya que en él, centrado en el misterio trinitario, aparecen más claras que en la “deitas” de Eckhart las diferencias entre mística cristiana y zen, y al mismo tiempo la doctrina sanjuanista de las “nadas” abre una vía de acceso al “sunyata” de dicha escuela budista.

Se puede hablar en J. de la Cruz, como en el zen, de una “meditación sin objeto” en cuanto que el Santo busca al Dios “no objetivado” de la fe a través del ejercicio contemplativo de la “atención amorosa a Dios sin particular consideración … sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad –a lo menos discursivos, que es ir de uno en otro–, sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué” (S 2,13,4).

Análogamente al camino del nopensamiento del zen dentro de su visión budista, la “noche oscura del sentido y del espíritu” del cristiano Juan de la Cruz mete por un camino de ruptura progresiva y superación del mundo de la lógica, del concepto, del lenguaje, de todo lo que aparece a la conciencia pensante; un camino hacia la “nada” de la fe pura, pero una “nada” que equivale a la realidad verdadera y total de Dios (“Dios es la sustancia de la fe”) frente a cualquier representación mental afirmativa del mismo y frente a cualquier razonamiento sobre el mismo que son inexorablemente sancionados con la frase “eso no es Dios”, sino proyección del “yo” que objetiviza a Dios y que tiene su nido y su existir en la actividad natural de las potencias. Por eso la “nada” del “yo” mediante el acallamiento de su actividad es presupuesto necesario para que la “nada” de Dios o el Dios desobjetivizado pueda purgar y transformar al hombre.

En diálogos cristiano-budistas, monjes zen han confesado sentirse a gusto en la Llama de amor viva del centro del alma. Es una prueba del importante papel de J. de la Cruz en el encuentro inter-religioso. Un budista zen que había llegado a la iluminación confesó que leyendo a S. Juan de la Cruz había entendido por primera vez lo que los cristianos quieren decir cuando hablan del amor de Dios. Pero el budismo zen no habla del amor de Dios, sino de hacerse uno con la naturaleza y por lo mismo de un amor cósmico. Quizá el místico carmelita pueda ayudar a traducir esa experiencia en términos más personales: como “unión con Dios”. Sería la apertura del zen al cristianismo. El Maestro Dogen, fundador de la escuela de Soto, en el momento de su iluminación exclamó: “Lo he visto claramente: el espíritu no es otra cosa que las montañas, los ríos y la grande y ancha tierra; no es otra cosa que el sol, la luna y las estrellas”. Es lo que con otras palabras expresa la afirmación central del zen: el vacío (espíritu) es la forma (materia) y la forma (materia) es el vacío (espíritu). Juan de la Cruz expresará su experiencia de forma análoga, pero dando al espíritu el carácter de Espíritu trinitario, es decir, del amor del Padre que inhabitando plenamente en Cristo hace de él el Hijo Amado y el Amado que el alma busca: “Mi Amado, las montañas…”.

La Llama de amor viva de J. de la Cruz es ese Espíritu/Amor de la  Trinidad que purga y transforma al hombre, y no la fuerza de la naturaleza originaria o búdica que, recuperada de nuevo a través del vacío de toda forma objetivadora, se hace ahora presente como el ser real de las cosas intuido o “iluminado”, experiencia en la que desaparece de la conciencia central toda dualidad y por tanto todo “ego” y todo “algo”, que quedan suplantados por la vivencia directa de la realidad como ilimitada y sin fronteras. Dos visiones diferentes y si se quiere hasta situadas en dos extremos, pero no antagónicas. Los antagonismos se repelen, pero los extremos se tocan.

Eso sucede, y en muy alto grado, con el zen y J. de la Cruz.

BIBL. — a) General: D. T. SUZUKI, Ensayos sobre el budismo zen, 3 tomos, Buenos Aires, Kier, 1976; Id. La gran liberación, Bilbao, Mensajero, 1972; H. M. ENOMIYA-LASALLE, El zen, Bilbao, Mensajero, 1974; Id. Zen, un camino hacia la propia identidad, Bilbao, Mensajero, 1975; PH. KAPLEAU, Los tres pilares del Zen, Madrid, Gaia Ediciones, 1994; TH. MERTON, El zen y los pájaros del deseo, Barcelona, Kairós, 1972; F.-A. VIALLET, Zen, la otra vertiente, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1973; A. WATTS, El camino del zen, Barcelona, Edhasa, 1977; K. G. DÚRCKEIM, El Zen y nosotros, Bilbao, Mensajero, 1977.

b) Particular sobre J. de la Cruz: J. S. MAMIC Giovanni della Croce e lo zen budismo. Un confronto nella problematica dello “svuotamento” interiore, Roma, Teresianum, 1982; H. M. ENOMIYA-LASALLE, Zen y mística cristiana, Madrid, Paulinas, 1991, p. 322-342; W. JOHSTON, La música callada, Madrid, Paulinas, 1974. Es un acercamiento a la espiritualidad sobre la base del zen, S. Juan de la Cruz y Teilhard de Chardin; I. OKUMURA, “Bouddhisme zen et mystique chrétienne, en Teresianum, 42 (1991) 475-510; W. JÄGER, La oración contemplativa. Una introducción según S. Juan de la Cruz, Barcelona, Ediciones Obelisco, 1989; SANTIAGO GUERRA, “S. Juan de la Cruz y el diálogo con Oriente”, en RevEsp 49 (1990) 501-541.

Santiago Guerra

Noche oscura del alma

Es una de las creaciones poéticas y teológicas más geniales del Santo Doctor. No le faltan precedentes bíblicos y tradicionales para acogerse a ellos en la descripción, justificación teológica y orientación pedagógica en esta materia, pero su aportación es del todo original en multitud de aspectos. La experiencia vivida y la genialidad poética han puesto luz en su palabra para describir, justificar y acompañar por este transito necesario y desconocido. Su doctrina se resiste a la condensación y ha producido tal cantidad de lecturas y de interpretaciones que no nos caben las referencias a éstas. Nos limitamos a presentar sus afirmaciones cabalmente.

En el conjunto de la vida espiritual presenta el proceso de comunión con Dios bajo dos aspectos complementarios de la noche oscura: en sentido positivo, es progresivo acercamiento y compenetración con El; en sentido negativo, la noche aparece como eliminación,  purificación de todo lo personal que le repugna, si domina la primera perspectiva, se habla de la  “contemplación”; si se coloca en primer plano la segunda, se prefiere la expresión  “noche oscura”. La descripción sanjuanista de la vida espiritual desde la óptica de la “noche pasiva” conjuga y alterna, según los casos, el sentido unitario, vinculado al símbolo de la experiencia, y la pluralidad de elementos y aspectos, insertos en la dinámica del proceso vital. Por eso dentro de la unidad radical del fenómeno espiritual se distinguen formas de noche purificación (activa, pasiva), niveles o dimensiones (del sentido, del espíritu), grados (de parcial o total oscuridad). Los “ejes semánticos” del símbolo de la noche hablan de esta polivalencia y apertura infinita del símbolo de la noche que funda y anticipa la amplitud doctrinal. La imagen de la espesa y pesada nube sobre el alma. (N 2,16,1) refleja muy bien la visión sanjuanista del proceso unitario con sus, avances y sus momentos de estancamiento o “interpolaciones”. Para facilitar la comprensión conviene considerar por separado las dos noches.

I. Panorámica de la primera noche

La noche es un programa de vida trazado ordinariamente por  Dios para disponer a las almas a la  unión mística mediante purificación radical de sus imperfecciones y adherencias viciosas. Afecta a la vida entera del hombre espiritual y se realiza en paralelo con el progreso o desarrollo de la vida interior con momentos de mayor o menor intensidad en la purificación. Aunque se extiende a todas las actividades humanas, se inserta de modo especial en el ámbito de la fe y de lo religioso y  tiene su centro de convergencia y su campo de observación en la oración. La experiencia de fe profunda implicada en la noche como prueba, oscuridad, sufrimiento, etc. puede realizarse en cualquier estado y situación de vida. Sus grados, formas y duración dependen de principios ligados al misterio de la vocación y la correspondencia personal.

1. CARÁCTER UNITARIO Y CONTINUADO. Se describe como experiencia intensa y concreta, pero dispersa, fluida y prolongada, que pone a prueba la fe o fidelidad de la persona a Dios. Tiene marcado carácter de “influencia” o intervención divina, pero ésta se presenta envuelta en circunstancias corrientes o en acontecimientos normales de la vida que impactan de manera especial al hombre. Como prueba radical de fe no siempre es fácil un discernimiento de su presencia y de su consistencia, especialmente a los comienzos. Hay peligro de confusión y de extravío tanto para el protagonista como para los posibles guías (S pról. 3). Por eso J. de la Cruz mezcla descripciones, explicaciones teológicas y recomendaciones de maestro espiritual. En su sentido unitario, la “noche” es sobre todo un “tránsito”, un “trueque” o “un paso”, por más que suponga tiempo prolongado. Es una participación bautismal y existencial del misterio pascual de Cristo; participación por la fe y el amor en su pasión, cruz, muerte y resurrección. En muchas expresiones J. no considera el cambio progresivo, sino el resultado final comparado con el punto de partida. La “noche” realiza una transmutación moral tan eficaz y radical que el antes y el después tienen muy poco en común. De ahí las razones que justifican el término “noche oscura” (S 1,2,1) como se verá luego. Desde este punto de vista el símil del fuego y del madero (N 2,10) refleja adecuadamente el cambio radical y la acción prolongada.

2. DIVERSIDAD DE RASGOS Y SITUACIONES. Dentro de la suprema unidad de la noche y de su experiencia de fe, es posible individuar componentes diversos relacionados con el proceso cronológico, con las facultades implicadas, con las formas o maneras y con los grados de realización.

a) Niveles o dimensiones de la experiencia de fe realizada en la noche:

psicológico, que abarca todas las facultades y potencias de la persona; se concentra en el ámbito del sentido y del espíritu, no como independientes, sino complementarios y entrelazados por razón del “único supuesto” personal (CB 13) y por la interacción o interdependencia mutua (S 1,3,4; N 2,3,1).

–Dinámico y espiritual, en cuanto establece relaciones especiales entre la iniciativa humana y la influencia divina. La experiencia-noche resulta así predominantemente activa o pasiva, natural o sobrenatural (N 1, decl.; 1,10,6; 2,5, etc.) según el punto de observación de proceso.

b) Grados de mayor o menor intensidad, en correlación con formas o maneras se señalan: –sensitiva o primera noche, –espiritual, oscuridad plena o de d) Etapas o momentos cronológicamente sucesivos, pues J. hace distinción habitual de “dos maneras de noches”: “noche o purgación de la parte sensitiva del alma”, “noche o purgación de la parte espiritual” (S 1,1,2). Estas formas van conjugadas con el aspecto psicológico para establecer el análisis del proceso: sitúa antes el sentido que el espíritu: noche pasiva del sentido, primero, noche pasiva del espíritu, luego (N 1,8,1; 2,3,1).

Más que a la sucesión de sectores o partes del esquema expositivo, atiende el Doctor a las realidades que condicionan el proceso, a los protagonistas descubiertos en lo que cada uno es en verdad: quién es Dios y quien el hombre. Se tocan y juegan aquí los valores religiosos supremos, como la fe y la contemplación o la influencia divina. Por eso la noche se presenta como un “caminar en fe pura”, equivalente al camino estrecho de la vida (N1,11,4). En el proceso de la fe pura, equiparada a la noche, se interfieren constantemente dos aspectos: el positivo de comunicación divina y de progresiva inflamación de amor o de sabiduría amorosa; y el negativo de oscuridad, negación, purificación, sequedad y tormento debido a la insuficiencia humana. Aspecto catártico equivalente al  purgatorio según J. de la Cruz. Entre ambos aspectos existe un progreso ininterrumpido, pero su predominio respectivo hace unas etapas más purificativas o más iluminativas, en tanto la  contemplación, raíz de la noche, sea para el alma argüidora y escrutadora o iluminadora (N 2,5, 6;2,6,1; LlB 1,19). El sentido paradójico de la contemplación que, siendo comunicación divina, produce oscuridad y pena, en lugar de luz y dicha, se explica con el símil del rayo de sol y la vidriera; en parte también con el del madero y el fuego (N 2,8. 3-4; 2,10,1-2). El predominio de un efecto sobre el otro corresponde a etapas diferentes de la prueba purificativa de la noche-contemplación.

3. ELEMENTOS FUNDAMENTALES. La explicación de las antinomias luz oscuridad, amor dolor indican ya los elementos fundamentales de esa experiencia nocturna. La mirada del Santo se centra en la unidad básica del símbolo, en esa salida que hace el alma de sí a Dios “a oscuras”, “en celada”, por la “secreta escala disfrazada”. Rasgos y elementos fundamentales que confluyen en las experiencias ya sugeridas por la simbología: oscuridad, pasividad, sobrenaturalidad.

a) Es la nota clave para comprender el simbolismo de la noche y para tratar de traducirlo a la realidad de la vida espiritual. Por la oscuridad la noche se distingue de cualquier otro momento o situación. El Santo justifica la identificación del lance doloroso de la fe con la noche en razón de su oscuridad. Y lo justifica desde dos puntos de vista:

Justificación objetiva, es decir, dependiente de las realidades que condicionan el proceso de la noche oscura. “Por tres cosas podemos decir que se llama noche este tránsito que hace el alma a la unión de Dios: La primera, por parte del término de donde el alma sale; porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que posea en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre. La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término adonde va, que es Dios, el cual, ni más ni menos, es noche oscura para el alma en esta vida (S 1,2,1).

Justificación personal o subjetiva, en cuanto implica una actitud o postura de la persona y produce determinados efectos en ella, sin necesidad de que cambie la realidad de las cosas. Desde esta perspectiva los mismos elementos o aspectos de orden intelectivo (sentir, conocer, ver, imaginar, etc.) adoptan una dimensión de valor afectivo, dada la interferencia de ambas esferas en el hombre. El  gusto y el apetito se convierten en categorías supremas. “Llamamos aquí noche a la privación del gusto en el apetito de todas las cosas, porque así como la noche no es otra cosa que privación de la luz y, por el consiguiente de todos los objetos que se pueden ver mediante la luz, por lo cual queda la potencia visiva a oscuras y sin nada, así también se puede decir la mortificación del apetito noche para el alma, porque privándose el alma del gusto del apetito en todas las cosas, es quedarse como a oscuras y sin nada(S1,3,1).

Los aspectos principales de esta actitud personal que expresan el contenido espiritual de la noche, son: La renuncia, desnudez, mortificación y privación no de las cosas en sí o carecer de ellas, “sino desnudez del gusto y apetito de ellas”. Pues “no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ella, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella” (ib. n. 4). La fe pura que trastrueca la visual del hombre y modifica su escala de valores. Acepta sin comprender las motivaciones divinas el plan que se le traza (N 1,11,1-2). El  vacío y ausencia de apoyos humanos para caminar precisamente en consonancia con esa fe que despoja de formas, motivos y arrimos humanos, cegando la propia capacidad de justificar la opción radical por Dios (N 2,16,7).

b) Reafirmada con insistencia por el Santo en relación a los términos de negación e infusión no tiene nada que ver con la inercia y el puro quietismo. En general lo pasivo indica iniciativa e intervención divina que se adelanta a la búsqueda e iniciativa humana. En sentido especial adopta dos acepciones principales en el Santo: a/ gracias y situaciones especiales comunicadas “sobrenaturalmente al hombre, pero ante las cuales éste actúa positivamente, como en la llamada purificación del entendimiento, voluntad y memoria; b/ comunicaciones y estados íntimos producidos sobrenaturalmente sin una correspondiente intervención activa del hombre, aunque sí de su respuesta y acogida positiva. Fuera de casos excepcionales la pasividad nunca es total. La pasividad referida a toda la noche oscura, en sus momentos más característicos alude fundamentalmente a dos aspectos: al hecho de la exigencia ineludible de la noche purificación, como algo que no depende de la voluntad personal, y al carácter imprevisto de circunstancias y situaciones a través de las que se produce. Implica siempre acogida decidida, esfuerzo personal en la lucha que se libra necesariamente en el interior del hombre.

c) La excepcionalidad de la experiencia mística en el vocabulario del Santo está íntimamente vinculada a lo que él considera “infuso” y pasivo. También tiene aplicación especial o insistente a la contemplación y a la comunicación divina. El sentido más genérico aceptado por el Santo queda reflejado en esta especie de definición: “Sobrenatural es todo aquello que se da al entendimiento sobre su capacidad y habilidad sobrenatural” (S 2,10,2). En el sentido más amplio suele referirse a la “habilidad natural” contrapuesta a lo que la supera, que llama sobrenatural. Tal acepción supone y acepta la constitución del “ser sobrenatural” por la gracia y virtudes (S 2,5,4; 2,3,4; CB 11,2-3). El sentido más propio, implica una actuación o intervención divina dentro del orden de la gracia, pero que supera en sí la capacidad e iniciativa del hombre (S 2,10,1-2; 2,29,7; N 2,17,7; LlB 3, 34). No se confunde con lo milagroso ni adopta formas externas extraordinarias. De hecho, en el mismo arranque de la noche oscura se inicia la confluencia del esfuerzo humano y de la intervención divina. Al impulso interior que hace de resorte, con la inflamación en la fe y el amor (cf. S 1,14,2), corresponde el alma con un gesto de acogida y de disponibilidad (LlB 2,27).

4. DESCRIPCIÓN GENERAL. “Acaecerá que sienta el alma…” Preludian la aparición de la noche purificativa ciertos síntomas no siempre claros ni fácilmente discernibles para el interesado. Ante todo, una impresión de novedad en la vida que parece romper moldes antiguos en el modo habitual de proceder (S 2,13,7; N 2,16,8). Consecuencia natural es una especie de desconcierto ante semejante novedad (S 2,12,7), lo que produce inquietud y turbación. Todo ello es señal de que hay poca profundidad espiritual y existen raíces viciosas que no dejan florecer la virtud. Son exigencias que reclaman la purificación de la noche.

a) Crisis oracional. En el proceso natural, casi insensible, llega un momento en que la meditación se vuelve ineficaz o más bien psicológicamente imposible. Se produce una desorientación, un desconcierto. En este punto clave el protagonista si se apercibe de lo que está sucediendo, no siempre es consciente de que el proceso meditativo ha terminado su virtualidad; tampoco lo adviertan con nitidez los maestros espirituales. Por eso el Santo insiste en dar una lección al respecto, individuando las señales que denuncian el paso de la meditación a la contemplación, es decir, la entrada en la noche oscura, el tránsito de principiantes al estado de aprovechados, de la vía purgativa a la iluminativa. Los textos clave se hallan en S 1,12-14; N 1,9. En síntesis apuntan estas tres señales. Sinsabor en las cosas espirituales. El no hallar gusto ni consuelo en las cosas de Dios implica “el no hallarle tampoco en las cosas criadas”. Es prueba de que la sequedad o el aparente tedio no proviene de pecados ni imperfecciones, ya que entonces “el natural tendría alguna gana o inclinación a cosas fuera de Dios” (N 1,9,2). Solicitud y cuidado penoso de las cosas de Dios. Compensación o complemento en parte de la anterior. Se da un recuerdo ordinario de Dios, pensando que no se le sirve y se está volviendo atrás, al comprobar la falta de gusto espiritual. La sequedad y sinsabor no proceden de tibieza o flojedad, ya que no producen “solicitud interior por las cosas de Dios” (ib. n. 3). Imposibilidad de meditar y discurrir con la imaginación. No consigue nada el esfuerzo personal de meditar; se sustituye por la “sencilla comunicación” (ib. 8) o por la “atención amorosa” (S 2,13-14). Cuando el Santo insiste en que la prueba por la que Dios cura en la noche del sentido viene a los espirituales sin procurarla ellos, no indica necesariamente una intervención directa y especial. La  pasividad consiste con frecuencia en una presencia nueva y distinta de circunstancias naturales. De hecho, la crisis comienza a manifestarse por la novedad que parecen sentir en su propio comportamiento quienes se han esforzado en mantener la fidelidad. La prueba consiste generalmente en una respuesta ineludible a las exigencias de la fe, de la caridad, de la  humildad y de otras   Pero esa novedad inicial no se confunde con las raíces profundas del mal, del egoísmo, de la ignorancia y de la insensibilidad espiritual; la lucha comienza entonces y se prolonga todo el tiempo que dura la purificación pasiva, como se verá luego. La situación inicial suele ser la siguiente: “Comúnmente no se siente el amor, sino la sequedad y el vacío …; lo que trae el alma en medio de aquellas sequedades y vacíos de las potencias es un ordinario cuidado y solicitud de Dios, con pena y recelo de que no le sirve; que no es para Dios poco agradable sacrificio ver andar el espíritu contribulado y solícito por su amor” (N 1,11,2).

b) Crisis general. La crisis de la oración no es más que un aspecto de otra más general que afecta a toda la vida. Si se recalca de manera especial se debe a su importancia en la síntesis del Santo. Él mismo cuida de que no se limite arbitrariamente el alcance de la prueba que sirve de base al “trueque”. Al describir la primera señal sugiere con claridad la dimensión universal de la noche; es algo que afecta a la totalidad de la vida espiritual. Entre las numerosas manifestaciones apuntadas por el Santo destacan: 1ª. Sequedad y sinsabor en las cosas tanto espirituales como temporales, de manera que se pierde como la ilusión de vivir (N 1,9,2). 2ª. Desorientación por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino, pensando que se les ha acabado el bien espiritual y que les ha dejado Dios, pues no hallan arrimo ni gusto en cosa buena. (N 1,10,1). 3ª. Desgana y repugnancia interior, al tener que contentarse con la quietud en ocio y sin decidirse por nada (ib.). 4ª. Confusión y desconcierto, “pues se vuelven semejantes al que deja lo hecho para volverlo a hacer, al que se sale de la ciudad para volver a entrar en ella, o al que deja la caza que tiene para volver a andar a la caza” (ib.). 5ª. Peligro de retroceso, “pues si no hay quien los entienda vuelven atrás, dejando el camino, aflojando o, a lo menos, se estorban de ir adelante” (ib. n. 2). Entre las abundantes pruebas con que Dios “les cura”, mediante esta crisis de la noche, se recuerdan muchas tentaciones, sequedades y trabajos (N 1, 6,8).

En una sumaria enumeración el Santo dice que son de tres maneras: “trabajos y desconsuelos, temores y tentaciones de parte del siglo”. Todas ellas de formas variadas:  “tentaciones y sequedades y aflicciones de parte del sentido; tribulaciones, tinieblas, aprietos, desamparos; tentaciones y otros trabajos de parte del espíritu, para que de esta manera se purifique según la parte espiritual y sensitiva” (LlB 2,25). La postura conveniente queda sugerida por la misma pedagogía divina. Al principio de la vida espiritual, cuando aún no había fuerzas para proceder independientemente, el hombre se comportaba como el niño que patea por caminar solo. Ahora está ya en condición de hacerlo y, en cambio, no se siente con ánimo. A quienes se internan por la noche, “sintiéndolos ya Dios aquí algo crecidillos, para que se fortalezcan y salgan de mantillas, los desarrima del dulce pecho y, abajándolos de sus brazos, los veza a andar por sus pies; en lo cual sienten ellos gran novedad porque se les ha vuelto todo del revés” (N1,8,3; cf. 1,12,1).

c) Duración y sentido de la noche. La dura y terrible noche no tiene otro objetivo que llevar a las almas a la clara y pura luz de amor (N 1,10,3). Dios pone al alma “en esta noche sensitiva a fin de purgar el sentido de la parte inferior y acomodarle y sujetarle y unirle con el espíritu, oscureciéndole y haciéndole cesar acerca de los discursos” (N 1,11,3). La duración de la noche y sus formas cambian según los sujetos, las circunstancias de la vida y la correspondencia del alma. El Santo propone dos criterios fundamentales y complementarios. Todo va medido por la voluntad de Dios, “conforme a lo más o menos que cada uno tiene de imperfección que purgar, y también conforme al grado de amor de unión a que Dios le quiere levantar” (N 1,14,5). Prescindiendo de las diferencias personales (N 1, 8, 2.5; 1,14,1), esos criterios se demuestran muy fundados. “El tiempo que al alma tengan en este ayuno y penitencia del sentido, cuánto sea, no es cosa cierta decirlo” (N 1,14,2). Cabe hacer ciertas aplicaciones: “Los que tienen sujeto y más fuerza para sufrir con más intensión, los purga más presto”. “Los muy flacos, con mucha remisión y flacas tentaciones, mucho tiempo les lleva por esta noche… y tarde llegan a la pureza de perfección en esta vida, y algunos de éstos nunca… A otras almas más flacas anda Dios con ellas como pareciendo y trasponiendo, para ejercitarlas en su amor, porque sin desvíos no aprendieran a llegarse a Dios” (N 1,14,5). En cualquier caso y situación la noche del sentido es prueba larga y de tiempo. Quienes han de llegar a la perfección “por muy apriesa que Dios los lleve, harto tiempo suelen durar en estas sequedades y tentaciones ordinariamente, como está visto por experiencia” (ib. n. 6). No hay que pensar en una situación estacionaria; es un proceso ininterrumpido, aunque resulte arduo señalar momentos con límites precisos.

El Santo lo describe casi siempre en bloque, pero no deja de insinuar fases progresivas a partir de los comienzos (N 1,11,1-2) y los más avanzados (N 1,11,4; 1,12,1). Teniendo a la vista el conjunto de la prueba o crisis espiritual que representa la noche del sentido, el Santo apunta algunos rasgos penosos, al parecer, de los momentos ya muy avanzados. Sintetiza en tres clases o categorías los “graves trabajos y tentaciones sensitivas, que duran mucho tiempo, aunque en uno más que en otros”. A saber: 1º. El espíritu de fornicación, o ángel de Satanás que azota los sentidos con “abominables y fuertes tentaciones” y atribula el espíritu con “feas advertencias y representaciones, más visibles en la imaginación, que a veces es mayor pena que el morir” (N 1,14,1). 2º. Espíritu de blasfemia, “el cual en todos sus conceptos y pensamientos se anda atravesando con intolerables blasfemias, a veces con tanta fuerza en la imaginación, “que casi se las hace pronunciar, que les es grave tormento” (ib. n. 2). 3º. Espíritu de vértigo (o ‘spiritus vertiginis’), el cual “de tal manera les oscurece el sentido, que los llena de escrúpulos y perplejidades tan intrincadas al juicio de ellos, que nunca pueden satisfacerse con nada, ni arrimar el juicio a consejo ni concepto; el cual es uno de los más graves estímulos y horrores de esta noche, muy vecino a lo que pasa en la noche espiritual” (ib. n. 3). Son sólo algunas manifestaciones de la “noche y purgación sensitiva”. Las manda el Señor para que “castigados y abofeteados” se vayan “ejercitando, disponiendo y curtiendo los sentidos y potencias para la unión” (ib. n. 4). “La más propia manera de castigo son los trabajos interiores, ya que son los que más eficazmente purgan el sentido de todos los gustos y consuelos y a través de los que es humillada el alma de veras para el ensalzamiento que ha de tener” (ib.).

d) Recomendaciones prácticas.

Para que la crisis se oriente en sentido positivo y eficaz es necesario tener en cuenta algunos extremos importantes: 1º. El tiempo o momento oportuno de dejar la meditación discursiva. Es necesario no dejarla antes del tiempo conveniente, para no volver atrás. Debe mantenerse mientras sirve para “disponer y habituar el espíritu a lo espiritual por el sentido” (S 1,13,1). 2º. Evitar los cambios de golpe. Hay que ir acabando poco a poco la obra sensitiva, “si se ha de ir adelante”. La “noche de sequedades no suele ser en ellos continua en el sentido”; algunas veces se produce y otras no; “algunas veces se puede discurrir y otras no” (N 1,10,9). 3º No es idéntico el camino para todos dentro de la vía contemplativa. A muchos no les lleva Dios por ella. “No todos los que se ejercitan de propósito en el camino del espíritu lleva Dios a contemplación, ni aun a la mitad; el porqué El se lo sabe” (ib.). El comportamiento ha de ser coherente con semejantes situaciones. El Santo propone una conducta bien precisa: “A estos tales se les ha de decir que aprendan a estarse con atención y advertencia amorosa en Dios en aquella quietud, y no se den nada por la imaginación ni por la obra de ella, pues aquí, descansan las potencias y no obran activamente, sino pasivamente, recibiendo lo que Dios obra en ellas” (S 2,12,8; cf. N 1,10,4-6). No deben impresionarse ante la duda de si pierden el tiempo y vuelven atrás, mientras se cumplan conjuntamente las tres señales apuntadas.

La crisis desemboca en algo nuevo muy provechoso: la contemplación y consiguiente purificación. El estilo que se ha de tener, según el Santo, se debe ajustar a las normas siguientes: No dar importancia al discurso y a la meditación, sino dejar el alma en sosiego y quietud (N 1,10,4); dejar el alma “libre, desembarazada y descansada de todas las noticias y pensamientos, contentándose sólo con una advertencia amorosa y sosegada en Dios” (ib.); desechar los escrúpulos que vengan por pensar que se pierde el tiempo y “sería bueno hacer otra cosa” (ib. 5); no hacer caso de que se “pierdan las operaciones de las potencias”, con tal de no estorbar la contemplación infusa que da Dios (ib. n. 6).

Para superar airosamente la crisis ha de adaptarse una actitud de confianza, de paciencia y de fortaleza. Tal es la lección del Santo: “Los que de esta manera se vieran, conviéneles que se consuelen perseverando en paciencia, no teniendo pena; confíen en Dios, que no deja a los que con sencillo y recto corazón le buscan, ni los dejará de dar lo necesario para el camino, hasta llevarlos a la clara y pura luz de amor, que les dará por medio de la noche oscura del espíritu, si merecieren que Dios les ponga en ella” (N 1,10,3). La cura progresiva de malas tendencias exige una disposición conveniente. Según el Santo existen diferencias en consonancia con las situaciones personales y los planes divinos: “A la gente recogida comúnmente acaece más en breve, después que comienzan, que a los demás, por estar más libres de ocasiones y de cosas del siglo”.

5. EXPLICACIÓN TEOLÓGICA. La crisis típica de la oración radica en ese “trueque” de la vida del sentido por la del espíritu, de la meditación por la contemplación (N 1,10,1). Constituye una novedad en el trato entre Dios y el alma que desconcierta a la persona. Su esfuerzo meditativo queda sustituido por la “atención o advertencia amorosa”, por la “noticia general” de Dios. Se define también como “contemplación purificativa que hace adormecer y amortiguar la casa de la sensualidad con todas sus pasiones y apetitos” (N 1,1,1). Por más que se presente como intervención divina, implica empeño y colaboración humana. Sólo que cambia profundamente el modo. Se debe aplicar el principio de que aquí “entrar en camino, es dejar su camino” (S 2,4,5). No hay ruptura brusca en el contacto con Dios. A quienes comienzan a “tener esta noticia amorosa en general”, tendrán necesidad del discurso “hasta que vengan a adquirir el hábito perfecto”. Hasta llegar a tal punto “hay de lo uno y de lo otro en diferentes tiempos” (S 2,15,1, todo el cap.). El cambio radical en el trato con Dios consiste en sustituirse lo activo por lo pasivo o infuso, lo natural por lo sobrenatural, lo meditativo por lo contemplativo. De ahí que se designe por la “contemplación” como elemento más determinante o representativo. El alcance que tienen las expresiones que la acompañan queda aclarado cumplidamente por el Santo: Se llama “noticia sobrenatural de contemplación”, porque “pasivamente se comunica Dios al alma así como al que tiene los ojos abiertos, que pasivamente sin hacer él nada más que tenerlos abiertos, se le comunica la luz. “Y este recibir la luz que sobrenaturalmente se le infunde, es entender pasivamente, pero dícese que no obra, no porque no entienda, sino porque no entiende lo que no le cuesta su industria, sino sólo recibir lo que le dan” (S 2,15,2).

Es tan central y representativa la contemplación en el camino o prueba de la noche pasiva, que el Santo las convierte en equivalentes, como quien define el todo por la parte: “Esta noche que aquí decimos ser la contemplación” (N 1,8,1). La nueva situación que se instaura con la presencia contemplación supone una superación positiva de la crisis oracional. La actitud de acogida de la iniciativa divina está determinada por la definición misma de la contemplación. Para el Santo es “una infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios que, si le dan lugar, inflama al alma en espíritu de amor” (N 1,10,6). Se completa con los calificativos más corrientes de oscura y secreta contemplación. Toda la estructura de la noche gira en torno a esta paradoja: “la infusión pacífica y amorosa” de Dios causa oscuridad y tiniebla, pena y dolor. Su comprensión exige recordar algunos rasgos generales de la contemplación en relación a la noche.

6. DIMENSIÓN AFECTIVA DE LA NOCHE OSCURA. El tránsito y trueque de principiante a la vida del espíritu es ante todo fruto y efecto de “la fuerza y calor que al alma en la contemplación oscura para ello le dio Dios”. Para vencer los apetitos y negar los gustos, es necesario “una inflamación mayor de otro amor mejor” que el proveniente de las cosas terrenas. Es lo que concede el Señor a los bien dispuestos y decididos a seguirle pese a las sequedades y dificultades (S 1,14,2).

Es otra vertiente de ese nuevo trato entre Dios y el hombre que se entabla a partir de la crisis oracional y la aparición de la contemplación. Tocan en la dimensión afectiva de la existencia humana. También en ésta se da novedad y cambio progresivo. De hecho, sabiduría y amor, gusto y conocimiento van siempre unidos, ya que “nunca da Dios sabiduría mística sin amor”, y en la contemplación “juntamente infunde en el alma amor y sabiduría” (N 2,12,2). También en esta vertiente es casi imperceptible el comienzo del trueque. Sucede algo parecido al cambio de meditación-contemplación. “A los principios comúnmente no se siente este amor, sino la sequedad y vacío… Y ello por dos motivos: por no haber comenzado a encenderse a causa de la impureza natural, y por no hallar “lugar pacífico en sí el alma”, al no conocerse bien su procedencia y significado (N 1,11,1-2). Superados los primeros titubeos, va prendiendo con fuerza el fuego del amor, manifestándose en “alguna ansia de Dios”. A lo largo de la noche se alternan los momentos como un flujo de sequedad y de inflamación de amor; es reflujo de la comunicación divina y de la progresiva disposición del alma.

El ritmo alternante se describe así:

a) Ordinario cuidado y solicitud en Dios. En lugar del amor “que después se va encendiendo, lo que trae el alma en medio de aquellas sequedades y vacíos de las potencias es un ordinario cuidado y solicitud de Dios, con pena y recelo de que no le sirve” (N 1,11,2).

b) Sed y vehemencia de amor. Cuanto más adelante va el alma “más se va viendo aficionada e inflamada en amor de Dios, sin saber ni entender cómo y de dónde le nace el tal amor e inflamación, que con ansias de amor desea a Dios” (N 1,11,1).

c) “A veces crece mucho la inflamación de amor en el espíritu” y, como consecuencia “son las ansias por Dios tan grandes en el alma, que parece se le secan los huesos en esta sed, y se marchita el natural, y se estraga su calor y fuerza por la viveza de la sed de amor, porque siente el alma que es viva esta sed de amor” (ib.).

No está todavía totalmente sujeto el sentido al espíritu; falta aún la purificación radical. De ahí es que la inflamación de amor causa esas repercusiones o estragos” en el natural (cf. CB 13). El amor del alma es aún imperfecto: es impaciente, ansioso; en lugar de paz y sosiego produce, ansias y penas, sed vehemente. “La vehemencia de esta sed no es continua, sino que algunas veces, aunque de ordinario suele sentir (el alma) alguna sed” (ib.; cf. N 2,5,1;2,11,5-6; 2,12,2; 2,16,4). Si la oscuridad causa cierta desorientación, el amor, lejos de producir serenidad paz, aumenta la tensión. Como en el plano del conocimiento se produce un claroscuro, en el del afecto se da un sabor agridulce, una pena sabrosa. Es la situación típica de la noche-contemplación. El Santo se siente desbordado al querer trazar una descripción de esas situaciones: “Cómo y de cuántas maneras sean estas ansias de amor que las almas tienen… Y cuántas las diligencias e invenciones que hacen para salir de su casa… Y cuán fáciles y aún dulces y sabrosos les hacen parecer estas ansias del Esposo todos los trabajos y peligros de esta noche ni es de decir de este lugar, ni se puede decir; porque es mejor para tenerlo y considerarlo que para escribirlos(S 1,14,3). Pese a tales aseveraciones, el Santo ha escrito muchas páginas sobre las penas y ansias de amor impaciente. De ellas se ocupa en forma directa al proponerlas como: los cinco primeros grados de la escala de amor (N 2,19); heridas, llagas y muerte de amor (CB 1, 17-19; 7, 2-4; 8, 3; 9, 5-6; 10, 1-2).

7. BIENES Y PROVECHOS. El fruto de la noche oscura será abundante y sazonado. Los resultados obtenidos en la prueba justifican abundantemente el esfuerzo y la perseverancia. El Santo traza un nutrido elenco de bienes y provechos, disponiéndolos en dos series: de índole general y de carácter específico.

a) Bienes y provechos generales. Son aquellos que configuran la situación del alma que se mantiene firme en la prueba de la noche y logra el dominio del sentido o su dependencia respecto al espíritu. Siendo las raíces lo que importa arrancar, es natural que se apunten también las virtudes o conquistas correlativas, como: sujeción del sentido al espíritu (N 1,11,4), espíritu de fortaleza (N 1,12,1), arraigo de la fe y frutos de la misma (N 1,11,4), eliminación de los males y deficiencias derivados de los siete vicios capitales (N 1,13, 1-2 y 7-9; 1,11,4), dominio y mortificación de las cuatro pasiones: gozo, dolor, esperanza y temor (ib. 1,13,15).

b) Bienes propios y específicos de la noche del sentido; también en esta lista señala los que son base o raíz de otros. Analiza los siguientes: 1º. Conocimiento de sí y de la propia miseria. Las sequedades y vacío le hacen conocer al hombre “la bajeza y miseria que en el tiempo de su prosperidad no echaba de ver” (N 1,12,2). El conocimiento propio lleva a no tenerse por nada y a no tener satisfacción “ninguna de sí, porque ve que de suyo no hace nada ni puede nada” (ib.). Dos efectos inmediatos se derivan de tal postura: “Tratar con Dios con más comedimiento y más cortesía” (n. 3); “conocimiento más realista y profundo de la grandeza y excelencia de Dios” (n. 4-6). 2º. Humildad espiritual. Al verse tan miserable, “ni aun por primer movimiento le parece que va mejor que los otros, ni que los lleva ventaja, como antes hacía; antes, por el contrario, conoce que los otros van mejor” (n. 7). De ahí le nacen al alma otros excelentes efectos: “amor del prójimo, estimando a los demás y juzgándolos siempre con favor” (n. 8), “obediencia espiritual, perdiendo la presunción y deseando que todos enseñan a caminar” (n. 9): 3º. Ordinaria memoria de Dios, con temor y recelo de volver atrás, lo cual “es grande provecho, porque purifica y limpia de muchas imperfecciones. (N 1,13,4). 4º. Ejercicio armónico de las virtudes “de por junto, sufriendo el perseverar en los ejercicios espirituales sin consuelo y sin gusto” (ib. n. 5). 5º. Libertad de espíritu con que se van granjeando “los doce frutos del Espíritu Santo, y liberación de los enemigos del alma que quedan sin fuerzas contra el espíritu” (n. 11). 6º Pureza en el amor de Dios, no moviéndose a obrar “por el gusto y sabor de la obra, sino sólo por dar gusto a Dios” (n. 12). 7º. Cuidado de las cosas de Dios y ansias por servirle, ya que se pierden los apetitos que arrastraban a otras cosas: “sólo queda en seco y en desnudo el ansia de servir a Dios” (n. 13).

Entre otros varios se consiguen también estos cuatro provechos: delectación de paz, ordinaria memoria y solicitud de Dios, limpieza y pureza del alma y ejercicio de virtudes (n. 6). La ejemplificación no es exhaustiva. Se logran otros innumerables provechos por medio de esta seca contemplación de la noche oscura. Porque “en medio de estas sequedades y aprietos muchas veces, cuando menos se piensa, comunica Dios al alma suavidad espiritual y amor muy puro y noticias espirituales, a veces muy delicadas, cada una de mayor provecho y precio que cuanto antes gustaba” (N 1,13,10). Todo ello demuestra la eficacia que tiene esta noche sensitiva en su sequedad y desabrigo para ocasionar la luz que de Dios decimos recibir aquí el alma. Es el medio seguro para conocer a Dios debidamente, “aunque no con la plenitud y abundancia que, en la otra del espíritu, porque este conocimiento es como principio de la otra” (N 1,12,6). Pero entre ambas noches existe una unidad indisoluble, como entre la parte sensitiva y espiritual; de tal forma “que la una nunca se purga bien sin la otra, porque la purgación válida para el sentido es cuando de propósito comienza la del espíritu. De donde la noche que habemos dicho del sentido, más se puede y debe llamar cierta reformación y entrenamiento del apetito que purgación. (N 2,3,1). Entre ambas y dentro de cada una se dan intervalos de paz y serenidad, como “interpolaciones” de la purgación (N 2,1,1). Aún es necesaria la segunda noche.

II. Panorámica de la noche oscura del espíritu

Por muchas que sean las pruebas superadas y por muy prolongado que sea el tiempo requerido para el dominio del sentido, los “aprovechados” no son capaces de erradicar todas sus imperfecciones y defectos; queda siempre cierta insubordinación del espíritu al sentido (CB 16,1; 17, 1-2; N 2,2-4); no muere del todo el hombre viejo, porque no es completa la purificación interior. Las raíces que aún permanecen más o menos ocultas exigen pruebas ulteriores. No puede atribuirse el hombre el éxito final; se debe en primer término a una intervención muy directa de Dios; de ahí el carácter pasivo –según el vocabulario del Santo– del último tramo de la “noche oscura”; el que afecta directamente al espíritu y de ahí revierte en el sentido. Por ley ordinaria las pruebas decisivas se producen cuando ya el alma ha crecido tanto en el amor y ha intimado tanto con Dios que se ha ratificado entre ambos el “desposorio espiritual”. Por eso aparecen más dolorosas y extrañas las pruebas posteriores. En su comparación las superadas con anterioridad semejan juego de niños. Ahora se aquilata el amor a Dios hasta que no queda escoria alguna de imperfección. Se pone tan a prueba que la fe pura y desnuda se plantea como razón de la misma existencia humana. Para llegar a la “igualdad de amor” se exige una catarsis total; una purificación prácticamente idéntica a la del purgatorio.

1. DESCRIPCIÓN GENERAL Para describir “esa horrenda y espantable” noche y enseñar la manera de afrontarla con éxito, el Santo procede según el esquema siguiente: a) hace ver primero las deficiencias e imperfecciones que todavía vician la situación espiritual y exigen purificarse; b) señala luego las características y elementos destacados de la “noche de la fe”, c) termina apuntando los frutos o resultados que se consiguen gracias a ese “feliz tránsito”, a esa salida dichosa de las tinieblas a la luz, de la angustia a la paz deleitable.

a) Razón de ser de la noche oscura del espíritu. Las imperfecciones de los espirituales que se hallan ya en el estadio avanzado de los “aprovechados” son tantas que el Santo se contenta con ejemplificaciones, en lugar de esbozar largas clasificaciones. Dos rasgos caracterizan tales imperfecciones: Son más incurables, extendidas, radicales y habituales. El Santo distingue dos categorías en las imperfecciones, defectos y peligros consiguientes. Su definición o caracterización es precisa. “Son afecciones y hábitos imperfectos que todavía, como raíces, han quedado en el espíritu, donde la purgación del sentido no pudo llegar. (N 2,2,1). Tienen estas peculiaridades: La diferencia respecto a las otras es la que hay de la “raíz a la rama, o sacar una mancha fresca o una muy asentada y vieja” (ib.). No se desarraigan sin las pruebas definitivas de esta noche oscura. Si no salen por el jabón y fuerte lejía de la purgación de esta noche, no podrá el espíritu venir a pureza de unión divina (ib.). A las imperfecciones o hábitos “radicales” puede reducirse también lo que el Santo llama “embotamiento de la mente” (‘hebetudo mentis’) y la rudeza natural que todo hombre contrae por el pecado, y la distracción y exterioridad del espíritu (N 2,2,2).

Su incidencia en el comportamiento espiritual se explica por la radical unidad de la persona humana (N 2,3,1-2). “Los cuales hábitos pueden ser como propiedad y oficio que tiene –el espiritual– de hablar cosas inútiles, y pensarlas y obrarlas sin la debida ordenación a Dios (CB 28,7). Otros  apetitos con que sirve al apetito ajeno, así como: ostentaciones, cumplimientos, adulaciones, respetos, procurar parecer bien y dar gusto con sus cosas a las gentes, y otras cosas inútiles con que procura agradar la gente empleando en ello el cuidado y apetito obra, y finalmente el caudal del alma. (ib.). Dada la comunicación natural entre el sentido y el espíritu y la interferencia de tendencias y apetitos, no siempre resulta claro si se trata de hábitos radicados o de impulsos no suficientemente controlados.

Estas y otras muchas imperfecciones reinan en el alma sin que los espirituales perciban su daño e inconvenientes. Ahí radica la eficacia de la noche que purifica y vacía. Mientras existen aficiones de criatura los espirituales “no sienten el vacío grande de su profunda capacidad. Basta cualquier cosilla que se les pegue para tenerles tan “embarazados y embelesados que no sienten su daño”. Es como una paradoja, que siendo capaces de infinitos bienes, baste el menor de ellos a embarazarlos de manera que no los puedan recibir hasta que de todo punto estén vacíos” (Ll 3,18).

Como quiera que “todas las imperfecciones y desórdenes de la parte sensitiva tienen su fuerza y raíz en el espíritu, hasta que no se sujetan los buenos y malos es no se “pueden purgar las rebeliones y siniestros hábitos del sentido” (N 2,3,1). Por eso lo realizado antes “se puede y debe llamar cierta reformación y enfrenamiento del apetito que purgación” (ib.). No basta, pues; “se han de purgar cumplidamente estas dos partes del alma, espiritual y sensitiva, porque la una nunca se purga bien sin la otra, porque la purgación válida para el sentido es cuando de propósito comienza la del espíritu” (ib.).

b) Elementos integrantes de la segunda noche. La “noche pasiva se describe unas veces a partir de sus efectos o resultados; otras se la considera más bien la causa o raíz de tales efectos. Para hacerse idea completa y global hay que conjugar ambas consideraciones. También han de fusionarse la visión de lo realizado en el alma y la obra de Dios, presentado como protagonista decisivo de la obra. Se trata de armonizar ambos aspectos bien representados en los textos: 1º. La noche como resultado del proceso purificativo activo. Se describe reiteradamente como un desnudar el sentido y el espíritu “perfectamente de todas las aprehensiones y sabores”, caminando en oscura y pura fe, “que es el propio y adecuado medio por donde el alma se une con Dios” (N 2,2,5). Esto equivale a “desnudar las potencias, aficiones y sentidos, así espirituales como sensibles, así exteriores como interiores” privándoles de todo gusto (N 2,3,3); quedarse en pobreza, desamparo y desarrimo de todas las aprensiones del alma. (N 2,4,1); y 2º. La noche como proceso purificativo realizado gracias a la intervención especial de Dios, ya que El es quien hace merced al alma de “limpiarla y curarla con esta fuerte lejía y amarga purga, según la parte sensitiva y espiritual de todas las aficiones y hábitos imperfectos… oscureciéndole las potencias interiores y vaciándoselas acerca de todo eso, y apretándole y enjugándole las aficiones sensitivas y espirituales y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma… haciéndola Dios desfallecer en esta manera a todo lo que no es Dios, para irla vistiendo de nuevo, desnuda ya y desollada ella de su antiguo pellejo” (N 2,13,11).

c) La “horrenda noche de contemplación” y el abismo de la fe. Lo que se afirma de manera general acerca de la intervención divina, sin la cual no sería posible purificación tan radical (N 2,13,11, etc.), suele sintetizarse en una forma concreta de comunicación de Dios: la contemplación. Es el núcleo de convergencia de los demás elementos y rasgos de la “noche pasiva”. Tan corriente es la fórmula para el Santo, que identifica ambas cosas sin necesidad de ulteriores aclaraciones: La contemplación es la causa de la noche oscura. Es afirmación repetida: “Todo lo cual obra el Señor por medio de una pura y oscura contemplación” (N 2,3,3; etc.). La definición es conocida: “Esta noche oscura es una influencia de Dios en el alma… que llaman los contemplativos contemplación infusa, o mística teología… que dispone al alma, purgándola e iluminándola para la unión de amor con Dios” (N 2,5,1). La afirmación de que esa influencia divina “produce dos efectos principales, purgar e iluminar” (N 2,5,1) tiene valor general. También que se siente en el ámbito del conocimiento y del amor, en cuanto es sabiduría secreta, noticia amorosa (N 2,5,1-3; 2,17,2; S 2,8,6; CB 39,12).

En cuanto la contemplación en fe pura es raíz o causa de la situación espiritual propia de la noche oscura, a ella se le atribuyen los rasgos principales de ésta. Además de describirse como contemplación o influencia de Dios “secreta” (N 2,17,2), “amorosa” (N 2,5,1, etc.), se la define como “oscura, tenebrosa y aflictiva” o “penosa” a la vez. También para estos rasgos paradójicos valen las alegorías del rayo del sol en la ventana y el madero en el fuego (N 2,8,3-4; N 2,10,2). Tiene algunas peculiaridades propias. Ante todo, hay una razón común para los efectos en apariencia negativos: oscuridad y pena. “Por dos cosas es esta divina sabiduría, no sólo noche y tiniebla para el alma, mas también pena y tormento: la primera es por la alteza de la sabiduría divina, que excede al talento del alma, y en esta manera le es tiniebla; la segunda, por la bajeza e impureza de ella, y de esta manera le es penosa y aflictiva, y también oscura” (N 2,5,2). Lo es en mayor o menor grado toda contemplación (S 2,8,6; N 2,17,3; CB 39,12-13), como es oscura la fe en cuyo marco se realiza la contemplación (S 2,3,1; 2,4,2). La razón fundamental es siempre la misma: por exceder la capacidad natural altera el mecanismo normal del obrar (S 2,14,10; N 1,9,4; Ll 3,32; N 2,5,3). Siendo sabiduría amorosa, produce sufrimientos y penas, lo que parece un contrasentido.

Por ello el Santo siente urgencia de aclarar el problema (N 2,5,4; 2,9,10; 2,3,13) con una justificación general. Se propone así: “No hay de parte de la contemplación e infusión divina cosa que de suyo pueda dar pena… La causa es la flaqueza e imperfección que entonces tiene el alma, y disposiciones que en sí tiene contrarias” para recibir las comunicaciones divinas (N 2,9,11; cf. 2,5,2; 2,10,4; 2,13,10). Resulta penosa la luz divina porque descubre al alma sus miserias, que son mayores de lo que creía. Ve con asombro cómo choca con la santidad de Dios; percibe la exigencia radical de su purificación. Son aún contrarios, se oponen y rechazan mutuamente. Dos contrarios no pueden caber en un sujeto; esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas, y el alma que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias también en extremo malas; de aquí es que… de necesidad haya de penar y padecer, siendo ella el sujeto en que contra sí se ejercitan estos dos contrarios, haciendo los unos contra los otros” (N 2,5,4).

Nada más ilustrativo que comparar esos dos contrarios para ver su incompatibilidad: “La luz y sabiduría de esta contemplación es muy clara y pura, el alma en que ella embiste está oscura e impura” (N 2,5,5); la llama divina es extremada luz; las tinieblas del alma también extremadas (LlB 1,22). La influencia divina es “de suyo en extremo amorosa, tierna y amorosamente embiste en la voluntad”, que de suyo es seca y dura (LlB 1,23). La llama divina es “amplísima e inmensa, y la voluntad es estrecha y angosta (ib.). La llama divina es sabrosa y dulce, y la voluntad tiene el paladar del espíritu destemplado con humores de desordenadas aficiones (ib.). La influencia divina “es de inmensas riquezas y bondad y deleites, y el alma de suyo es pobrísima y no tiene bien ninguno ni de que se satisfacer, conoce y siente claramente sus miserias y pobreza y malicia. (ib,). Tal es la raíz de la pena y el tormento. Aunque nunca lo explicita, el Santo parece atribuir a la obra del  Espíritu Santo esta operación de la contemplación. Más aun, parece la contemplación misma recubrir la presencia de la tercera persona de la  Trinidad. Tales y tantos son los efectos que se le atribuyen. En el libro de la Llama, en su doble ‘excursus’ sobre la noche oscura (LlB 1,18-25 y LlB 2,23-30) esta identificación entre el oscuro fuego de la contemplación y la llama del Espíritu Santo será más explícita.

d) Angustias de muerte. La terrible noche del espíritu no es un fenómeno que se recluya en el ámbito de la meditación-contemplación, o se reduzca a momentos privilegiados del contacto con Dios. Se trata de una situación dramática que engloba toda la vida; es crisis que pone en tela de juicio el sentido mismo de la existencia entera (N 2,4,13; 2,7,7). La oscuridad y el sufrimiento definen la situación del hombre espiritual colocado en este momento desconcertante de purificación radical.

Desde la contemplación se prolonga en el tejido común de la vida (N 2,6,1). La incertidumbre, el desconcierto, el desánimo, la duda dominan el panorama. No es sólo falta de luz y orientación; lo más penoso es la pérdida de afecto y atractivo en todo lo que rodea al hombre, perdido Dios del horizonte, todo se desencaja. Su influencia se deja sentir en todas las dimensiones de la personalidad.

Para aproximarse a la realidad basta recordar algunos de los datos apuntados por el Santo. Se escalonan en dos apartados complementarios: principales razones y maneras de penar; notas y rasgos peculiares de la situación espiritual. Recurre el autor a los textos de los profetas y salmistas de la Escritura para describir su experiencia. Sus páginas alcanzan en estas zonas de sus escritos (N 2,5-8 ante todo) el vigor dramático de los trágicos griegos o de algunos pasajes shakespearianos.

En cierto modo todo se reduce a la confrontación violenta de dos contrarios: Dios con su pureza y el hombre con su miseria. Las formas principales de ese rudo contraste, se presentan como: Inmensa pena por la propia impureza, a semejanza de los ojos enfermos a la embestida de la luz. El alma conoce así que “no es digna de Dios ni de criatura alguna”. La mayor pena es pensar que ya nunca lo será. Tal es la “profunda inmersión en sus males y miserias” (N 2,5,5). Pena por su propia flaqueza natural, moral y espiritual. Algunas veces al tomar conciencia de ello “Poco menos que desfallece”. Se siente como si “estuviese debajo de una inmensa y oscura carga; está penando y agonizando tanto, que tomaría por alivio y partido el morir” (ib. n. 2). Penas como sombra y gemidos de muerte por el choque de la propia miseria con Dios, choque entre lo divino y lo humano. Al comprobar tal disonancia radical, se siente “estar deshaciendo y derritiendo en la haz y vista de sus miserias con muerte de espíritu cruel”, como si dentro del vientre de una bestia “se sintiese estar digiriendo». Siente como “sombra de muerte y gemidos de muerte y dolores de infierno a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios y castigada, el alma, y arrojada e indigna de Él”. “En este sepulcro de oscura muerte la conviene estar para la espiritual resurrección que la espera” (ib. 6,1-2). Penas por el profundo vacío y extrema pobreza en que se ve. Se refieren principalmente a las miserias de imperfecciones, a las sequedades y vacíos en las potencias y al desamparo del espíritu. Se trata de un sufrimiento muy grande y congojoso; como si a “uno suspendiesen o detuviesen en el aire, que no respirase”. Quien así se ve “sobrepadece grave deshacimiento y tormento interior”. Llega hasta la sustancia misma del alma que siente estarse acabando; a veces tan “a lo vivo que le parece al alma que ve el infierno abierto y la perdición”. Si no fuera porque duran poco esos sentimientos y sobrevienen interpolaciones de alivio, “presto moriría muy en breves días” (ib. 6, 5-6). Interpolaciones de alivios. Son tan agudos los padecimientos a que se ve sometido el místico a lo largo de la prueba purificativa que, si no fuera por la sabia pedagogía divina que hace alternarse los momentos de tormentos y los de alivio con inflamación de amor, no sería posible salir triunfante de la crisis. Tal es el ritmo que sigue la dura purga espiritual de la “noche oscura”. A una etapa de tempestad sigue otra de serenidad (N 2,1,1). Durante esos intervalos o esas “interpolaciones de alivios” siente el alma y gusta “gran suavidad de paz y amigabilidad amorosa con Dios, con abundancia fácil de comunicación espiritual”. Le parece al alma “indicio de la salud que va en ella obrando la dicha purgación y prenuncio de la abundancia que espera». Hasta piensa que se han acabado sus trabajos (N 2,7,4). La sensación de paz dura poco; si la purgación ha de ser radical, por fuerte que sea, dura “algunos años” (ib.). A la calma sigue de nuevo la tormenta. Vuelve a padecer “más intensa y delgadamente que antes”. Después de “aquella muestra”, vuelve el fuego para consumir y “purificar más adentro”, al modo del fuego en el madero (ib. 10,7). Recuerdo doloroso del pasado e incertidumbre del futuro. Las penas son tantas, que las aflicciones y aprietos “algunas veces traspasan al alma en la súbita memoria de los males en que se ve, con la incertidumbre de su remedio” (N 2,7,1). Se añade también “la memoria de las prosperidades pasadas”.

Todo ello constituye una “tempestuosa y horrenda noche”, con “la inmensa pena que anda penando, el alma, y por la grande incertidumbre que tiene de su remedio” (ib. n. 3). Al no hallar “consuelo ni arrimo en ninguna doctrina ni maestro espiritual” se encuentra como “el que tienen aprisionado en una oscura mazmorra atado de pies y manos, sin poderse mover ni ver, no sentir algún favor de arriba ni de abajo” (N 2,7,3). Una de las cosas que más aqueja y desconsuela el no poder “levantar el afecto y la mente a Dios ni rogarle”, pensando que hay una nube delante y no llega a Él la oración. Si alguna vez le ruega, “es tan sin fuerza y sin jugo, que le parece que ni lo oye Dios ni hace caso de ello” (ib. 8,1). Recelos y suspicacias que tiene el alma dentro de sí, lo que la causa penosa turbación, al comprender las miserias en que se ve, sospechando que “está perdida y acabados sus bienes para siempre (N 2,9,7). Llega a veces a tanto la turbación, que el alma trae “en el espíritu un dolor y gemido tan profundo, que le causa fuertes rugidos y bramidos espirituales, pronunciándolos a veces por la boca, y resolviéndose en lágrimas cuando hay fuerza y virtud para poder hacerlo, aunque las menos veces hay este alivio.

Las apuntadas no son más que muestras de lo que padece quien se encuentra en el trance de la “horrenda noche”. A decir del Santo, “tantas y tan graves son las penas de esta noche… que faltaría tiempo y fuerza para escribirlo, porque sin duda todo lo que se puede decir es menos” (N 2,7,2). Una descripción gráfica del que está bien enamorado de Dios, pero no se acaba de ver con su posesión, por malestar en el lance de la amarga purificación, se pinta así: “Está como el vaso vacío, que espera el lleno, como el hambriento, que desea el manjar, como el enfermo, que gime por la salud, como el que está colgado en el aire que no tiene en que estribar” (CB 9,6).

2. FRUTOS COPIOSOS Y SAZONADOS. La noche oscura del espíritu no tiene razón en sí misma. Es una prueba que no se hace en balde: lleva un fin determinado y está en función de unos bienes superiores. Se hace para dar “luz en todos las cosas: aunque humilla y pone miserable, no es sino para ensalzar y levantar; aunque empobrece y vacía de toda posesión y afección natural, no es sino para gozar y gustar de todas las cosas de arriba y de abajo, “siendo con libertad de espíritu general en todo” (N 2,9,1).

De ahí que sea necesario pasar por esta noche oscura de contemplación, en que el alma se aniquile y deshaga primero las impurezas, para que se consiga la luz altísima que se ha de recibir (ib. n, 3). Disposición total de la persona: Para que el entendimiento pueda unirse con esa luz y hacerse divino en el estado de perfección, debe ser primero purgado y aniquilado en su lumbre natural por medio de la oscura contemplación; la afección de amor que se concede en la divina unión, que excede a todo afecto y sentimiento de la voluntad, ha de ser primero purgada y aniquilada en todos sus sentimientos, quedando en seco y en aprieto. Al espíritu lo es necesario “adelgazarse y curtirse acerca del natural y común sentir … y a la memoria remota de toda amigable y pacífica noticia. (N 2,9,5). Esa salud, esa liberación interior tiene muchas expresiones concretas. Destacan: las siguientes:

Triunfo del amor y de la fidelidad. El amor de Dios tiene una presencia oculta pero permanente. Es a la vez comunicación divina de sabiduría y de amor, según la capacidad y necesidad de cada uno (N 2, 12,2-3; 2,13,11). De hecho, el proceso “de la noche, cuando va superando la fase purgativa para afianzarse en la iluminativa y unitiva, resulta una progresiva “inflamación de amor” (cf. N 2,10,1-3; y cap. 13).

Paz y tranquilidad. Permanente de paz interior tan deleitable que supera todo sentido. Contrasta con los “rugidos y bramidos espirituales” del tiempo de la máxima prueba (n. 7).

Serenidad y sencillez. Todo el comportamiento de la persona está presidido por estas actitudes que derivan de la inflamación amorosa que domina al alma. “Serenidad y sencillez tan delgada y deleitable al sentido del alma, que no se le puede poner nombre, unas veces en una manera de sentir de Dios, otras en otra” (N 2,13,1).

Sosiego y  quietud. Sin turbación por la acometida de las pasiones ni de los enemigos de la perfección. Tiene los límites propios de la condición de esta vida temporal, pero es de manera habitual y perfecta. A la vez que se consigue evitar la turbación del demonio, de los sentidos y pasiones, se va sosegando y fortaleciendo el alma de manera estable para “poder de asiento recibir la unión o celebrar el místico matrimonio con el Hijo de Dios” (N 2,24,3).

Dominio de la sensualidad. Según la figuración preferida del Santo, arrancando de la experiencia biográfica personal de la prisión huida noche, los domésticos o gente doméstica de la casa que tienen prisionera al alma son “todas las potencias, pasiones, afecciones, apetitos que viven en el alma sensitiva y espiritualmente”. Todas ellas quedan adormecidas y mortificadas en la noche oscura dejando en libertad al espíritu ahora ya casa sosegada (N 2,14,3). Es un pasar de la servidumbre a la libertad y riqueza (n. 4; cf. ib. 15,1; 16,1).

Pureza y desnudez. Algo connatural al proceso de mortificación y negación propio de la noche. Puede llegar a ser semejante a la pureza del estado de la inocencia en Adán o a la del bautismo (N 2,24,2; CA 37,5).

Animo y  fortaleza. Recogiendo el alma en sí todas las tendencias y pasiones, inclinadas a la dispersión, adquiere “fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios, que por este medio purgativo le comienza ya a dar, en el que el alma ha de amar con gran fuerza de todas las fuerzas y apetitos espirituales y sensitivos del alma; lo cual no podría ser si ellos se derramasen en gustar de otra cosa” (N 2,11,3). En cierto modo sólo puede cumplirse con verdad el precepto supremo del amor cuando se tienen “recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivas, para que toda esta armonía emplee sus fuerzas y virtud en este amor, y así venga a cumplir de veras con el primer precepto” (ib. n. 4; cf. N 2,13,7-8; 2,16, 14).

Existe clara correspondencia entre la limpieza y la fortaleza en el amor. Para llegar a la meta de la unión o matrimonio místico no le basta al alma “estar limpia y purificada de todas las imperfecciones y rebeliones y hábitos imperfectos… sino que también ha menester grande fortaleza y muy subido amor para tan fuerte y estrecho abrazo de Dios. Porque no solamente en este estado consigue el alma muy alta pureza y hermosura, sino también terrible fortaleza por razón del estrecho y fuerte nudo que por medio de esta unión entre Dios y el alma se da (CB 20,1 y ss.). En cierto sentido es el efecto global o comprensivo de la noche, en cuanto objetivo y tránsito de una situación a otra. Cumplida su exigencia o razón de ser, se consigue la finalidad perseguida, que no es otra que la  unión transformante, la unión personal y la  divinización del hombre, meta de la perfección. Abraza todos los otros efectos. Por ello el alma que ha pasado por esa “horrenda y espantable noche del espíritu” canta radiante de gozo la poesía del amor nupcial, el himno de la “noche oscura”, por su “grande dicha y ventura”. Su paso fundamentalmente se resume en lo siguiente: “En acabando de aniquilarse y sosegarse las potencias, pasiones, apetitos y afecciones de mi alma… salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios, es a saber: mi entendimiento salió de sí, volviéndose de humano y natural en divino; mi voluntad salió de sí, haciéndose divina, porque, unida con el divino amor, ya no ama bajamente con su fuerza natural, sino con fuerza y pureza del Espíritu Santo. Y, ni más ni menos, la memoria se ha trocado en aprensiones eternas de gloria. Y, finalmente, todas las fuerzas y afectos del alma, por medio de esta noche y purgación del viejo hombre, todas se renuevan en temples y deleites divinos” (N 2,4,2; cf. 2,3,3; Ll 2,34-36).

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La noche oscura, experiencia religiosa y humana descrita con extraordinaria lucidez por J. ha subyugado la imaginación y ha informado la mente de los espirituales y de los teólogos de la vida espiritual, de modo que ya no imaginamos el momento en que la teología espiritual carecía de este símbolo. Pero la noche oscura del alma ha pasado a ser también patrimonio de toda la humanidad. De hecho, se ha convertido en un paradigma simbólico válido en los más diversos espacios culturales para la descripción y la comprensión de fenómenos vitales, históricos, eclesiales y hasta sociales de nuestro tiempo. Encuentran aplicación muchos elementos de las descripciones sanjuanistas, los más dramáticos y tremendos son preferidos, para hablar de la noche colectiva de los excluidos y acallados, para describir los efectos devastadores del espíritu en la secularización, para entender la presente crisis colectiva de civilización en cambio profundo y acelerado, para comprender, quizá como una oportunidad para la purificación de algunas expresiones sociológicas de la fe, el fenómeno llamado “silencio o ausencia de Dios”, para hablar con respeto y seriedad en fin de la situación de oprimente exclusión de muchos pueblos, a la vez creyentes y oprimidos, que padecen silenciamiento y dura servidumbre en muchas regiones del mundo, para hablar de nuestro perenne e impotente enfrentamiento a la fatal y ominosa presencia del mal en el mundo.

La noche oscura de J. de la Cruz se revela valiosa no solo por su vigor descriptivo, su profundidad simbólica y su belleza literaria, sino por su fuerza esperanzada y esperanzadora, por su enérgica y lúcida afirmación de la victoria final del amor y la libertad en todo proceso humano que permanezca abierto al misterio de Dios. Apuesta y afirmación que no le resultó barata al autor. Fuerza liberadora y esperanzada que le viene de su dimensión cristiana y pascual.

BIBL. ANTXON AMUNARRIZ, Dios en la Noche. Lectura de la noche oscura de san Juan de la Cruz, Ed. Collegio S. Lorenzo da Brindisi, Roma 1991; URBANO BARRIENTOS, Purificación y Purgatorio. Doctrina de san Juan de la Cruz sobre el Purgatorio a la luz de su sistema místico. Madrid 1960; EMETERIO DEL SDO. CORAZÓN, La noche pasiva del espíritu de S. Juan de la Cruz, Vitoria 1959; J. DAMIÁN GAITÁN, Negación y plenitud en san Juan de la Cruz, Madrid 1995; R. GARRIGOU-LAGANGE, La nuit de I’esprit selon saint Jean de la Croix, en el libro Les grands mystiques. Saint Jean de la Croix (París 1927) p. 59-82; E. INCIARTE, “La noche oscura de la contemplación mística”, en Teología Espiritual 4 (1960) 413-441; J. PETERS, “Dark Nights as a Way to Autentic Life”, en Carmelus 22 (1975), 331-351; BALDOMERO JIMÉMEZ DUQUE, “Noches del alma: la noche oscura de la fe, en RevEsp 4 (1945) 151168; E. ERNEST LARKIN, “The dark Night of John of the Cross”, en The Way 14 (1974) 13-21; LOUIS DE LA TRINITÉ, “La nuit de la foi”, en EtCarm 22 (1937) I, 189-229; Id. “Séche et obscure nuit de contemplation, ib. 22 (1937) II, 206-229; Id. ”L’obscure nuit du feu de l’amour, ib. 23 (1938) II, 7-32; JUAN JOSÉ LÓPEZ IBOR, De la noche oscura a la angustia. Madrid 1973; LUCIEN-MARIE DE ST. JOSEPH, “A la recherche de la structure essentielle de la nuit de l’esprit”, en L’experience de Dieu, 183-204; M. DUPUY, s.v., en DS XI, 519-525; EULOGIO PACHO, San Juan de la Cruz. Temas fundamentales, II. Burgos 1984, p. 37-156; FEDERICO RUIZ, “Revisión de las purificaciones sanjuanistas”, en RevEsp 31 (1972) 218-230; Id. “Horizontes de la noche oscura”, en MteCarm 88 (1980) 389-409; JOSÉ ANTONIO DE SOBRINO, La soledad mística y existencialista de san Juan de la Cruz, Madrid 1952; FERNANDO URBINA, Comentario a Noche oscura del espíritu y Subida al Monte Carmelo de san Juan de la Cruz, Madrid, ed. Marova, 1982; FRIEDRICH WESSELY, “Johannes vom Kreuz: die dunkle Nach”, en Jahrbuch für mystiche Theologie 13-14 (1967-68) 63-85.

Gabriel Castro

Antropología sanjuanista

Bajo el término “antropología” queremos acercarnos a la realidad del ser humano, descrita por J. de la Cruz en sus obras. El Santo no usa esta nomenclatura, de origen más bien reciente, ni dedica un capítulo especial a su exposición, pero los contenidos antropológicos –tanto filosóficos como teológicos– se hallan muy presentes en su pensamiento y son determinantes en su concepción de la vida mística.

Los estudios sanjuanistas, a la hora de fijar estos contenidos, han seguido dos caminos. Unos, fieles a las categorías antropológicas tradicionales usadas por él, tratan de verter en ellas los contenidos esenciales de la antropología filosófico-teológica de carácter aristotélico-tomista. Otros, apoyándose en las categorías antropológicas del pensamiento moderno, buscan la penetración directa en la realidad humana, descrita por J. de la Cruz, dentro de una perspectiva personalista y existencial.

Dentro de esta orientación, se advierte un desplazamiento de las estructuras psicológicas (potencias, hábitos, operaciones particulares) a los condicionamientos existenciales del ser humano, en su concepción integral, como ser abierto a las relaciones con Dios, con los hombres y con la naturaleza, que se halla en camino de realización. J. de la Cruz presta especial atención a este frente de relaciones y a este proceso de realización del ser humano. Lo hace, además, con un sentido de penetración y de novedad, que nos permite hablar de una “antropología sanjuanista”.

Cabe destacar en esta antropología dos series de elementos. Unos dicen relación a la fundamentación del ser humano; otros, al proyecto de su realización, que alcanza su plenitud en la cumbre de la unión mística. Los primeros son elementos fundantes; pertenecen al ámbito de la llamada antropología fundamental. Los segundos son elementos del dinamismo espiritual; se inscriben en el ámbito de la llamada antropología especial.

I. Elementos fundantes. Antropología fundamental

Entre los elementos fundantes cabe destacar los siguientes: la condición del hombre como ser creado y redimido (CB 1,1); su creación a imagen y semejanza de Dios (CB 39,4); la concepción unitaria de su ser ( cuerpo,  alma y espíritu) como un solo “supuesto” (N 2,1,1), dentro de su pluriformidad como hombre “sensual” y hombre “espiritual”; su predestinación a la gloria y a la “igualdad de amor” (CB 38,3.6).

Estos elementos son de orden filosófico y teológico, pero predominan los segundos sobre los primeros. Y es que la concepción sanjuanista del hombre está determinada primordialmente por el plan divino de salvación. Tiene su raíz en la revelación y en la experiencia del ser humano, a la luz del plan salvífico divino. Por eso, en el orden de exposición partimos de los elementos directamente teológicos y soteriológicos. Son también los que determinan la experiencia antropológica del Santo, expresada particularmente en Cántico y en Llama.

1. SER CREADO Y REDIMIDO. El primer dato de la antropología sanjuanista es de carácter estrictamente teológico: la condición creada y redimida del ser humano. Es el punto de arranque de su comentario al Cántico espiritual, donde de forma más completa describe el itinerario espiritual hacia la unión. Cuando el Santo trata de fijar las bases, lo primero que hace es tomar conciencia o “caer en la cuenta” de esta manifestación del amor de Dios: “conociendo … la gran deuda que a Dios debe en haberle creado solamente para sí… y en haberle redimido solamente por sí mismo” (CB 1,1).

La experiencia inicial del amor personal de Dios, actuado en la creación y redención del hombre, es lo que determina la firme decisión personal de salir en su búsqueda, clamando: ‘¿Adónde te escondiste, Amado?’ No sólo se trata de un dato antropológico fundamental, sino también de un hecho soteriológico, que define la salvación cristiana: es el hecho de la iniciativa divina y de la revelación de su amor en la creación y redención del hombre.

Una corroboración de la importancia que tiene para J. de la Cruz el ser creado y redimido y tomar conciencia de ello, es el consejo que da a una doncella en una de sus cartas de dirección espiritual: “Que toda en todo se emplee en su santo amor…, pues sólo para [esto la crió y redimió]” (Ct del 2.15.1589).

Creación y redención no son simplemente datos originarios de la revelación, sino la realidad que envuelve toda la existencia humana, confiriéndole una dignidad especial. El místico poeta descubre en la obra de la creación las huellas de Dios: “¡Oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado!” (CB 4). Las criaturas son como el “rastro del paso de Dios, por el cual se rastrea su grandeza” (CB 5,3). La fuente de esta grandeza es el misterio de la Encarnación del Verbo, el Hijo de Dios, “resplandor de su gloria” (Heb 1,3), que “con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura” (CB 5), comunicándoles “el ser natural” y “el ser sobrenatural” (CB 5,4).

La redención es evocada por J. de la Cruz, junto con la Encarnación, como “una de las más altas obras de Dios” (CB 23,1). La interpreta como el desposorio de Cristo con la humanidad y con cada alma. Lo hace en los mismos términos paulinos, contraponiendo la obra de Cristo a la obra de Adán (Rom 5, 1220): “Así como por medio del árbol vedado en el paraíso fue perdida y estragada [el alma] en la naturaleza humana por Adán, así en el árbol de la cruz fue redimida y reparada, dándole allí la mano de su favor y misericordia por medio de su muerte y pasión” (CB 23,2).

Por parte de Dios, la redención está siempre “hecha”: “hácese de una vez”. Por parte del hombre, es necesario recorrer un largo camino: “no se hace sino muy poco a poco por sus términos…, al paso del alma” (CB 23.6). Es el camino hacia la unión, por el que J. de la Cruz guía al hombre creado y redimido. A la luz de este primer dato antropológico, aparece uno de los rasgos más destacados de la antropología sanjuanista: es su carácter cristológico.

2. CREADO A IMAGEN DE DIOS. El Doctor místico emplea pocas veces la expresión bíblica del Génesis, según la cual el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gén 1,26). Esta parquedad contrasta con el frecuente uso que hace de ella la antropología teológica actual, remitiéndose a este pasaje del Génesis y también a la tradición paulina y patrística, en las que precisamente el Santo se hallaba profundamente enraizado.

La teología bíblica y patrística de la imagen es de gran riqueza antropológica. Como exponente de ello, basta señalar la importancia que adquiere en los escritos de la que fue fiel discípula del Santo,  Edith Stein, para quien la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios” es uno de los postulados fundamentales de su antropología.

Pero, aunque J. de la Cruz no use tanto esta expresión, su contenido pertenece al substrato más hondo de su pensamiento. Así se refleja en su doctrina sobre la presencia íntima de Dios en el hombre (S 2,5,3-4; LlB 4,7; CB 11,3) y en la idea de Dios como “engrandecedor” del hombre (CB 27,1; LlB 2,3).

No obstante, los pasajes en que el Santo afirma explícitamente que el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (S 1,9,1; CB 39,4; Po 9,230;), adquieren en la antropología sanjuanista un peso específico. Están colocados al principio y al final del itinerario espiritual, como determinando todo su desarrollo. El primero está referido a esa etapa inicial de purificación de los apetitos desordenados, que “afean y ensucian” el alma, “la cual en sí es una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1,9,1). Aquí radica –en la recuperación de esta imagen– la exigencia de  mortificación de todos los  apetitos, propuesta por el místico doctor en el libro primero de la Subida.

El segundo pasaje pertenece al ámbito de la  unión mística en su grado más alto, donde el alma “aspira en Dios como Dios aspira en ella por modo participado”. Así llega a ser semejante a Dios: “Y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” (CB 39,4). La teología de la imagen es, pues, la disposición más radical para la unión; al mismo tiempo, ésta es la expresión más acabada de la imagen. Pues “está como la imagen de la primera mano y  dibujo, clamando al que la dibujó para que la acabe de pintar y formar” (CB 12,1).

En la doctrina del Santo hay otro rasgo antropológico, relacionado con la teología de la imagen, que parece estar en contradicción con los planteamientos anteriores. Es la afirmación reiterada de la “desemejanza” o desproporcion entre las criaturas y Dios (S 1,4,2; S 2,8,3; 12,5; 16,7). Sin embargo, la contradicción es sólo aparente. Esta “desemejanza” se refiere al estado en que se encuentra el hombre que pone su afición en las criaturas; se siente esclavo de ellas y alejado de Dios. La perspectiva antropológica que aquí predomina es la determinada por la situación de pecado, que niega y oscurece la imagen de Dios en el hombre.

Es una perspectiva moral, que contrasta con la perspectiva ontológica del ser humano. Por tanto, no es una negación de la teología de la imagen, sino una ratificación de la misma, por vía de contraste. Se trata, en definitiva, de dos planos antroplógicos, en los que frecuentemente se sitúa el pensamiento del Doctor místico: el ontológico, basado en el ser del hombre, y el moral, basado en el obrar. No siempre coinciden, pero están llamados a converger armónicamente, “para que echando todo lo que es disímil y disconforme a Dios, venga a recibir semejanza de Dios” (S 2,5,4). La tarea que emprende en sus escritos es precisamente guiar al hombre, conforme a la naturaleza de su ser creado a imagen de Dios, hasta el perfecto acabamiento de esta imagen, esto es, hasta la plena semejanza de Dios.

3. SER PLURIFORME. Si las categorías antropológicas, de que se sirve J. de la Cruz para definir al hombre en su relación con Dios, son de signo teológico, las que emplea para describir al ser humano en sí mismo son más bien de carácter filosófico; son concretamente las de la filosofía aristotélico-tomista. A la luz de estas categorías, aparece el hombre como un ser unitario en cuerpo y alma, en contra de toda concepción dualista, de cuño neoplatónico o agustiniano. Es al mismo tiempo un ser pluriforme, que para el Doctor místico tiene dos expresiones fundamentales: el hombre “sensual” y el hombre “espiritual”. El tema ha sido ya bastante estudiado. Tratamos sólo de exponer la relación interna entre unidad y pluriformidad, como uno de los aspectos esenciales del proceso de integración del ser humano, descrito por él.

La dimensión unitaria del hombre la describe el Santo en términos de relación y de comunicación entre las distintas partes de su ser: entre la parte inferior-sensitiva y la parte superior-espiritual (S 1,14,2; N 2,3,1), entre los sentidos y la razón (CB 18,7; 19,5), entre conocimiento y amor (CB 2,6; 6,2). Si hay iterdependencia y comunicación entre todas estas partes, es porque constituyen una unidad inescindible, “por razón de ser un solo supuesto” (N 2,1,1). Para expresar esta unidad se sirve de tres alegorías: “el caudal del alma”, “la montiña”, “la ciudad y sus arrabales” (E. Pacho, La antropología sanjuanista, 53-60).

Pero esta unidad constitutiva sufre profundas alteraciones, a causa de las pasiones, “así sensitivas como espirituales”. Y también, a causa de la misma tensión natural entre sentido y espíritu, los dos polos en torno a los cuales gira toda la trama de la obra espiritual del hombre. Fácilmente el armónico equilibrio de la persona humana se quiebra y cae en una especie de desorden moral. Será necesaria, por tanto, una purgación sensitiva y espiritual, que restablezca la armonía perdida: “Se han de purgar cumplidamente estas dos partes del alma, espiritual y sensitiva, porque una nunca se purga bien sin la otra, porque la purgación válida para el sentido es cuando de propósito comienza la del espíritu” (N 2,3,1). Esta doble realidad sensitiva y espiritual la describe como dos formas de comportamiento, que dan lugar a dos tipos de hombre: el hombre “sensual” y el hombre “espiritual”.

El hombre “sensual” se caracteriza por la concentración de su vida en la sensibilidad; es un modo de ser y actuar dominado por los impulsos: “El hombre que busca el gusto de las cosas sensuales y en ellas pone su gozo no merece ni se de debe otro nombre que estos que habemos dicho, a saber: sensual, animal, temporal, etc.” (S 3,26,3).

El hombre “espiritual”, por el contrario, tiende a concentrar su vida en el espíritu, que es la parte que “tiene respecto y comunicación con Dios” (S 3,26,4) y “a lo que es espiritual” (S 2,4,2). Pero no se circunscribe a la parte puramente espiritual, sino que engloba toda la persona. Es la capacidad de orientarse con todo su ser hacia los valores superiores del espíritu, incorporando los valores del sentido en una síntesis vital. El hombre espiritual, “recogiendo su gozo de las cosas sensibles, se restaura… recogiéndose en Dios” (S 3,26,2) y adquiere la “verdadera libertad y riqueza, que trae consigo bienes inestimables” (N 2,14,3).

Por eso la tarea primordial que propone J. de la Cruz es transformar el hombre de “sensual” en “espiritual”. No es sólo una exigencia de la unión del hombre con Dios, sino también de la plena maduración humana. Pues el hombre sensual carece tanto de capacidad para penetrar en la sustancia de las cosas (S 3,20,2) como de sensibilidad para los valores superiores (S 2,11,2).

En la raíz de este planteamiento está la contraposición que hace el Doctor místico entre la armonía natural y el desorden o desequilibrio moral, fijando así el punto de arranque del proceso purificativo. Su meta final será la unión y en ella la plena integración del ser humano, la armonía de “potencias y sentidos” (CB 18,3; 25,11). Aquí radica la aportación más original de su pensamiento sobre su visión unitaria del hombre. Es como el retorno a la armonía de los orígenes, por cuanto así de conjuntado salió el hombre de las manos del creador (CA 33,3).

4. PREDESTINADO A LA “IGUALDAD DE AMOR”. La expresión “igualdad de amor” es la que mejor define, en términos sanjuanistas, el destino del hombre a la comunión con Dios, que según el Concilio Vaticano II constituye la “raíz más honda de la dignidad humana” (GS 19). Este es “el fin para que fuimos creados” y la fuente de la “pretensión” del alma, esto es, de su deseo natural y sobrenatural: “Esta pretensión del alma es la igualdad de amor con Dios, que siempre natural y sobrenaturalmente apetece, porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado” (CB 38,3). En términos teológicos, se trata sustancialmente de la predestinación a la gloria (CB 38,9).

J. de la Cruz describe esta predestinación como un movimiento hacia Dios, que constituye “el más profundo centro” del alma. Y trata de esclarecerlo con el símil de la piedra, que por su ley de la gravedad tiende siempre al centro de la tierra (LlB 1,11-12). No se puede afirmar con más fuerza la ordenación intrínseca del ser humano a la comunión personal con Dios. Por eso no reposará “hasta que llegue el tiempo en que salga de la esfera del aire de esta vida de carne y pueda entrar en el centro del espíritu de la vida perfecta en Cristo” (LlB 3,10).

El fundamento de esta predestinación es el misterio de Cristo. Por eso el movimiento hacia Dios, como el de la piedra hacia el centro de la tierra, es paralelo al movimiento hacia Cristo. El Santo lo propone también bajo la imagen de la piedra, que es Cristo (1 Cor 10,4). Y la completa con la de las “subidas cavernas”, que son los misterios de Cristo (CB 37,3). Para ir a Dios, hay que entrar en las “subidas cavernas de la piedra”, que son “profundas y de muchos senos”, donde se descubren los “profundos misterios de sabiduría de Dios que hay en Cristo” (CB 37,4).

Pero el  alma no se satisface con este descubrimiento y desea poder morir para estar con Cristo: “Una de las cosas más principales por qué desea el alma ‘ser desatada y verse con Cristo’ (Flp 1,23) es por verle allá cara a cara, y entender allí de raíz las profundas vías y misterios eternos de su Encarnación” (CB 37,1). Es la dimensión escatológica de la antropología teológica.

De esta forma, la antropología sanjuanista cubre el arco completo de la antropología cristiana: va de la condición creada y redimida del hombre a su plenitud escatológica. Asimismo, comprende los elementos esenciales que definen la antropología teológica. Estos elementos son tanto de carácter filosófico como teológico; y estos últimos son primordialmente cristológicos y soteriológicos.

II. Elementos del proyecto espiritual. Antropología especial

Los elementos que constituyen el proyecto espiritual sanjuanista, apuntan al dinamismo del ser humano, en búsqueda de su identidad y de su plena realización; destacan los siguientes: el proceso de integración entre el sentido y el espíritu por la  purificación de la noche (S 1,1,2); el paso del hombre “sensual” al hombre “espiritual” (S 3,26,3) y del hombre viejo al hombre nuevo (S 1,5,7; N 2,3,3); el camino hacia la libertad de espíritu (S 1,4,6; N 2,14,3); el marco trascendental y teologal de la plenitud del espíritu, que llega a su cumbre en la  unión (CB 26,4; LlB 3,78).

Con ser importante la fundamentación antropológica que ofrece J. de la Cruz, no es su aportación más específica. Esta estriba más bien en la descripción del proyecto de realización del ser humano, que se identifica con el proyecto espiritual, descrito en todas sus obras. Lo que al Santo le interesa realmente es trazar el camino que lleva a la plenitud humana y espiritual del hombre, esto es, a la unión con Dios. Por eso lo más importante para él no es el sistema o los elementos que lo integran, sino el proceso y camino de maduración espiritual.

Toda su preocupación desde el comienzo del camino es cómo llegar a la meta, a través de la “desnudez y libertad de espíritu, cual se quiere para la divina unión”. Estas palabras, que escribe en el mismo título del prólogo a la Subida del Monte Carmelo, indican la peculiaridad del proyecto espiritual sanjuanista, en el que destaca la prioridad del proceso sobre el sistema. Y aun dentro del proceso, le interesan sólo aquellos aspectos más peculiares, como son la “desnudez y libertad de espíritu”.

El conjunto de estos aspectos constituye la denominada antropología especial. Abarca la totalidad de elementos que integran el proceso espiritual. Aquí nos limitamos a señalar su articulación interna, remitiendo para una exposición más completa a otras voces de este mismo diccionario.

1. DEL SENTIDO AL ESPÍRITU. J. de la Cruz describe el proceso espiritual como el paso del sentido al espíritu o de la vida sensitiva a la vida espiritual. Pero este paso no se da por exclusión de uno de los elementos sino por la integración de ambos en una unidad existencial. Entre los principios que rigen esta integración, destaca el modo infinito y trascendente del ser de Dios frente al modo finito y limitado del ser del hombre (S 1,4). De ahí la necesidad de un proceso ascendente de trascendencia, en el que la misma gracia de Dios y el Espíritu divino salen a su encuentro. El Santo describe este proceso particularmente en el primer libro de Subida y de Noche.

Otro de los principios que rige este proceso es la tendencia del sentido a dictar su ley al espíritu, haciendo al hombre puramente sensitivo, incapaz de penetrar la verdad de las cosas. Respecto a las instancias espirituales, es tan ignorante como un jumento para las cosas racionales, y aún más (S 2,11,2). Respecto a Dios, su incapacidad es total: “El sentido de la parte inferior del hombre… no es ni puede ser capaz de conocer ni comprehender a Dios como Dios es” (S 3,24,2). “Dios no cae en el sentido” (LlB 3,73).

La tendencia del sentido a imponer su ley al espíritu es mayor en los comienzos de la vida espiritual, debido a los apetitos que obstaculizan el proceso de maduración. Pero persiste también en las etapas superiores: “Estas operaciones y movimientos [imaginaciones, fantasías y afecciones] de la sensualidad sabrosa y porfiadamente procuran atraer a sí la voluntad de la parte racional, para sacarla de lo interior a que quiera lo exterior que ellos quieren y apetecen; moviendo también al entendimiento y atrayéndole a que se case y junte con ellas en su bajo modo de sentido, procurando conformar y aunar la parte racional con la sensual” (CB 18,4).

Partiendo de estos principios, J. de la Cruz traza el proceso de  purificación, a través de la  noche sensitiva y espiritual. De la primera trata en S 1 y N 1; de la segunda en S 2-3 y N 2. Estos son los términos en que las describe el Santo: “La una noche o purgación será sensitiva, con que se purga el alma según el sentido, acomodándolo al espíritu; y la otra es noche o purgación espiritual, con que se purga y desnuda el alma según el espíritu, acomodándole y disponiéndole para la unión de amor con Dios” (N 1,8,1).

Hace hincapié en la íntima relación entre las dos formas de purgación, de manera que no puede darse la una sin la otra: “En ella se han de purgar cumplidamente estas dos partes del alma, espiritual y sensitiva, porque la una nunca se purga bien sin la otra, porque la purgación válida para el sentido es cuando de propósito comienza la del espíritu” (N 2,3,1).

La purificación del espíritu afecta a las potencias superiores: entendimiento, memoria y voluntad. El hombre entero en su totalidad es transformado. Esta transformación se lleva a término por medio de las virtudes teologales: fe (S 2), esperanza y caridad (S 3). Constituyen la noche activa del espíritu. Pero la verdadera transformación no se da sino en la noche pasiva del espíritu. Es la noche sanjuanista por antonomasia, descrita en el libro segundo de Noche.

El  “espíritu” y el  “alma espiritual” en la antropología sanjuanista no es una sustancia espiritual que se distingue del  cuerpo, sino la realidad divina o dimensión sobrenatural, por medio de la cual Dios se comunica el hombre y le hace partícipe de su misma vida. Coincide con la antropología bíblica, descrita por J. Ratzinger en estos términos: “Tener un alma espiritual significa ser querido, conocido y amado especialmente por Dios; tener un alma espiritual es ser llamado por Dios a un diálogo eterno, ser capaz de conocer a Dios y responderle. Lo que en un lenguaje sustancialista llamamos ‘tener un alma’, lo podemos expresar con palabras más históricas y actuales diciendo ‘ser interlocutores de Dios’” (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 1971, p. 314).

El “espíritu” o el “alma espiritual” es la disposición y capacitación intrínseca del hombre para acoger a Dios. Por eso el camino para llegar a la comunicación divina: no es el camino del sentido, sino el del espíritu; no el de la posesión, sino el de la pobreza y desnudez de espíritu; no el del gozo o consuelo de los bienes, sino el de la purgación tanto del sentido como del espíritu.

La negación del sentido, como medio para ir a Dios, no obedece al rechazo de la dimensión sensitiva y corporal del hombre, sino a la necesidad de su integración en la dimensión “espiritual”, donde se realiza la comunicación de Dios. El hombre ha de ir a su encuentro –dice el Santo– con “toda su  fortaleza”, esto es, “potencias, pasiones y apetitos” (S 3,16,2), y con “todo su caudal”, esto es, “todo lo que pertenece a la parte sensitiva del alma” y “parte racional y espiritual” (CB 28,4).

2. DEL HOMBRE VIEJO AL HOMBRE NUEVO. El paso del sentido al espíritu culmina en el despojo del hombre viejo y el revestimiento del hombre nuevo. Esta renovación no es la simple regeneración bautismal, descrita por el Apóstol (Col 2,11-12; 3,1-15); comprende, además, una transformación espiritual por la negación de “todas las extrañas aficiones y asimientos”, por la purificación “del dejo que han dejado en el alma los dichos apetitos” y por el cambio de sus vestiduras “de viejas en nuevas”. Para llegar a “este alto monte” de la perfección, el alma ha de tener “las vestiduras mudadas. Las cuales… se las mudará Dios de viejas en nuevas, poniendo en el alma un nuevo ya entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender de hombre, y un nuevo amar a Dios en Dios, desnuda ya la voluntad de todos sus viejos quereres y gustos de hombre, y metiendo al alma en una nueva noticia, echadas ya otras noticias e imágenes viejas aparte, haciendo cesar todo lo que es de hombre viejo (cf. Col 3,9), que es la habilidad del ser natural, y vistiéndose de nueva habilidad sobrenatural según todas sus potencias. De manera que su obrar ya de humano se haya vuelto en divino, que es lo que se alcanza en estado de unión, en la cual el alma no sirve de otra cosa sino de altar, en que Dios es adorado en alabanza y amor, y sólo Dios en ella está” (S 1,5,7).

No se trata en realidad de una nueva etapa del proceso, sino de una nueva perspectiva, que es la participación en la muerte y resurrección de Cristo: “Porque en este sepulcro de oscura muerte la conviene estar para la espiritual resurrección que espera” (N 2,6,1). Se produce así un acercamiento entre la noche sanjuanista y el misterio pascual cristiano. Esta es la interpretación que hace Edith Stein de la doctrina sanjuanista en su obra Ciencia de la Cruz.

En el fondo de esta interpretación, como observa P. Cerezo Galán, está la concepción antropológica del Santo, que es esencialmente escriturística y más específicamente paulina, polarizada por el dinamismo del hombre nuevo. Toda su preocupación es la restauración interior del hombre en una nueva criatura. Siguiendo el esquema paulino, contrapone el hombre psíquico al hombre pneumático, como dos orientaciones o modalidades de existencia: “la una, vuelta y proyectada hacia el mundo como el horizonte propio y exclusivo de su dinamismo natural; la otra, vuelta, por el contrario, hacia Dios y radicada en El, como en su principio inspirador” (La antropología del espíritu, 132).

La primera de estas modalidades responde al viejo Adán, “hombre animal… que todavía vive con apetitos y gustos naturales” (LlB 3,74). La segunda, en cambio, participa del misterio de Cristo como “espíritu vivificante”, al que no llega sin que “el sentido corporal con su operación [sea] negado y dejado aparte” (LlB 2,14). El paso de una a la otra se da por la muerte al hombre viejo, que describe en estos términos: “Muerte es todo el hombre viejo, que es todo uso de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo, y los apetitos y gustos de criaturas. Todo lo cual es ejercicio de vida vieja, la cual es muerte de la nueva, que es la espiritual. En la cual no podrá vivir el alma si no muere perfectamente el hombre viejo, como el Apóstol lo amonesta (Ef 4,2224), diciendo ‘que desnuden el hombre viejo y se vistan del hombre nuevo, que según el omnipotente Dios es criado en justicia y santidad’” (LlB 2,33).

Juntamente con este pasaje de Llama, uno de los más importantes para el esclarecimiento de la antropología sanjuanista sobre el hombre nuevo, hay que citar el segundo libro de Noche, donde son frecuentes las alusiones a la antítesis paulina: “hombre viejo-hombre nuevo” (N 2,3,3; 9,4), “carne-espíritu” (N 2,23,9), “luz-tinieblas” (N 2,8,5), “vida en la carne-vida en el espíritu” (N 2,5,4; 7,5).

Estos textos ponen fundamentalmente de relieve el cambio que obra Dios en el ser humano: “Queriendo Dios desnudarlos de hecho de este viejo hombre y vestirlos del nuevo, que según Dios es criado en la novedad del sentido, que dice el Apóstol (Col 3,10), desnudándoles las potencias y afecciones y sentidos, así espirituales como sensitivos, así exteriores como interiores, dejando a oscuras el entendimiento, y la voluntad a secas, y vacía la memoria, y las afecciones del alma en suma aflicción, amargura y aprieto, privándolo del sentido y gusto que antes sentía de los bienes espirituales, para que esta privación sea uno de los principios que se requiere en el espíritu para que se introduzca y una con él la forma espiritual del espíritu, que es la unión de amor” (N 2,3,3).

El “hombre viejo”, en la antropología sanjuanista, no es simplemente el hombre en pecado (condición que San Juan considera ya superada en los principiantes), sino todo el psiquismo espiritualmente imperfecto que aún arrastran los que han emprendido ya la reforma de sus hábitos, pero que aún conservan “las manchas y raíces” del hombre viejo (“hábitos imperfectos”), que sólo “salen por el jabón y la fuerte lejía de la purgación de esta noche” (N 2,2,1).

El Santo destaca la eficacia de la acción renovadora de Dios a través de la purgación de la noche: “Dios hace aquí merced al alma de limpiarla y curarla con esta fuerte lejía y amarga purga, según la parte sensitiva y la espiritual, de todas las afecciones y hábitos imperfectos que en sí tenía acerca de lo temporal y de lo natural, sensitivo y especulativo y espiritual, oscureciéndole las potencias interiores y vaciándoselas acerca de todo esto, y apretándole y enjugándole las afecciones sensitivas y espirituales, y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma acerca de todo ello…, haciéndola Dios desfallecer en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnuda y desollada ya de su antiguo pellejo” (N 2,13,11).

Queda así “vestida del nuevo hombre, que es criado, como dice el Apóstol (Ef 4, 24), según Dios”. El “hombre nuevo” es el nuevo modo de entender, amar y recordar; es decir, el modo nuevo teologal de relacionarse con Dios en fe, esperanza y amor: “Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que ya no sea voluntad menos que divina…; y la memoria, ni más ni menos; y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo, celestial, y más divina que humana” (N 2,13,11).

Esta es la nueva criatura salida del crisol de la Noche, que aparece en Cántico revestida de virtudes fuertes y sólidas, como ha menester para el matrimonio espiritual: “Limpia y purificada de todas las imperfecciones y rebeliones y hábitos imperfectos de la parte inferior, en que, desnudado el viejo hombre, está ya sujeta y rendida a la superior…, ha menester grande fortaleza y muy subido amor para tan fuerte y estrecho abrazo de Dios” (CB 20,1). El alma está aquí ya “vestida de Dios y bañada en divinidad” (CB 26,1); mudada “según todos sus apetitos y operaciones en Dios en una nueva manera de vida, deshecha ya y aniquilada de todo lo viejo que antes usaba…; porque no sólo se aniquila todo su saber primero, pareciéndole todo nada, mas también toda su vida vieja e imperfecciones se aniquilan, y ‘se renueva en nuevo hombre’” (Col 3,10: CB 26,17).

La nueva criatura salida del crisol de la Noche y ataviada con la nueva vestidura de Cántico, es la misma realidad descrita en la Llama, que contempla al hombre radicalmente sanado, muerto “perfectamente el hombre viejo “, trocada “su muerte en vida, que es vida animal en vida espiritual” (LlB 2,34).

3. DINAMISMO DE LA LIBERTAD. El paso del sentido al espíritu y del hombre viejo al hombre nuevo, a través de la purgación de la noche, es descrito por J. de la Cruz como un camino de libertad. Y es que la vocación cristiana del hombre nuevo es una vocación a la libertad: “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gál 5,1). El proyecto sanjuanista está dirigido enteramente a la conquista de esta libertad, superando toda servidumbre, propia de un corazón de esclavo y no de hijo: “No podrá el alma llegar a la real libertad del espíritu, que se alcanza en su divina unión, porque la servidumbre ninguna parte puede tener con la libertad, la cual no puede morar en el corazón sujeto a quereres, porque éste es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo” (S 1,4,6).

La fuente de libertad para el Santo es la unión con Dios. Por eso es camino de libertad todo lo que conduce a la unión. Así interpreta el proceso de purificación de la noche, descrito en la Subida del Monte Carmelo. Comienza dando “avisos y doctrina… para que sepan… quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión” (S tít.). Pues “no podrá el alma llegar a la real libertad del espíritu, que se alcanza en su divina unión”, si vive apegada a las cosas (S 1,4,6). “El alma que tiene asimiento en alguna cosa…, no llegará a la libertad de la divina unión” (S 1,11,4). Y basta para ello cualquier “asimientillo de afición”, para que se vaya por ahí vaciando el espíritu.

La condición, pues, para llegar a la verdadera libertad de espíritu es vencer la servidumbre a que someten los apetitos al que se deja guiar por ellos: “Hasta que los apetitos se adormezcan por la mortificación en la sensualidad, y la misma sensualidad esté ‘ya sosegada de ellos’, de manera que ninguna guerra haga al espíritu, no sale el alma a la verdadera libertad, a gozar de la unión de su Amado” (S 1,15,2).

La conquista de esta libertad es fuente de señorío sobre todas las cosas. El Santo contrapone este señorío al de cualquier reino o señorío del mundo: “Y todo el señorío y libertad del mundo, comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia, y cautiverio” (S 1,4,6). “Porque la servidumbre ninguna parte puede tener con la libertad” (ib.). El señorío temporal y libertad temporal “delante de Dios ni es reino ni libertad” (S 2,19,8).

La libertad que proclama aquí J. de la Cruz es la libertad interior. Desde el punto de vista negativo, es la liberación del pecado y de los apetitos, que esclavizan al hombre. Positivamente, es la capacidad de dominio y de decisión en orden a la propia realización personal, tal como la describe el Concilio Vaticano II (GS 17). Esta realización se da en la comunión con Dios, para la que ha sido creado y positivamente ordenado. En ella funda el Doctor místico la libertad de espíritu, haciéndola coincidir con la divina unión. En la cumbre del Monte de la perfección, donde se alcanza esta unión, escribe estas significativas palabras: “Ya por aquí no hay camino. Que para el justo no hay ley”.

La interpretación de esta libertad no es, como comúnmente se entiende, una independencia autártica, por la que uno puede hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el bien; o mejor, como dice San Pablo, es liberación del mal para hacer el bien (Rom 6,17-18). Tiene un sentido eminentemente dinámico y positivo: no es sólo “libertas a malo”, sino fundamentalmente “libertas ad bonum”. Es pasar de la servidumbre del pecado al servicio de Dios, del hombre viejo al hombre nuevo. Aunque se define como el paso de una servidumbre a otra (a servitute ad servitium: Rom 6,13 y 22), paradójicamente en ella está la verdadera libertad.

J. de la Cruz habla de ella como término del proceso liberador de la Noche. Aquí, purgada el alma “de las afecciones y apetitos sensitivos, consigue la libertad de espíritu, en que se van granjeando los doce frutos del Espíritu Santo” (N 1,13,11). Así, pues, la libertad está relacionada esencialmente con el don del Espíritu Santo, como enseña san Pablo: “Donde está el Espíritu del Señor, ahí está la libertad” (2 Cor 3,17). Por eso, “la vida de espíritu es verdadera libertad y riqueza y trae consigo bienes inestimables” (N 2,14,3).

La conquista de esta libertad devuelve al hombre el señorío y posesión de todos los bienes, de que se había desposeído: “En tanto que ‘ninguna [cosa] tiene en el corazón, las tiene’, como dice San Pablo (2 Cor 6,10), ‘todas’ en su corazón” (S 3,20,3). Es fruto de la purgación interior de la noche: “Esta es la propiedad del espíritu purgado y aniquilado acerca de todas particulares afecciones e inteligencias, que…, morando en su vacío y tiniebla, lo abraza todo con grande disposición, para que se verifique en él lo de San Pablo (2 Cor 6,10): ‘Nihil habentes, et omnia possidentes’. Porque tal bienaventuranza se debe a tal pobreza de espíritu” (N 2,8,5).

De esta manera, el camino de la libertad es el camino de la “nada” que conduce al  “todo”: “Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada” (S 1,13,11). Después de la renuncia a todas las cosas, las tiene todas consigo y disfruta de ellas con libertad de espíritu: “Desnudo de todas maneras de afecciones naturales”, puede ahora “comunicar con libertad con la anchura del espíritu con divina Sabiduría, en que por su limpieza gusta todos los sabores de todas las cosas con cierta eminencia de excelencia” (N 2,9,1). Y todo esto, sin que la parte sensitiva llegue a impedirlo (N 2,23,12).

La misma realidad es expresada poéticamente en Cántico, cuando ya la Esposa ha alcanzado la unión con el divino Esposo y escucha su dulce voz, sin que nadie les estorbe, en anchura de espíritu: “Libre de todas las turbaciones y variedades temporales, y desnuda y purgada de las imperfecciones, penalidades y nieblas, así del sentido como del espíritu, siente nueva primavera en libertad y anchura y alegría de espíritu” (CB 39,8).

La libertad en Llama aparece, lo mismo que en Noche, como fruto de una “purgación interior”. Es como una “noticia amorosa”, que “para recibirla ha de estar [el] alma muy aniquilada en sus operaciones naturales, desembarazada, ociosa, quieta, pacífica y serena al modo de Dios… y el espíritu tan libre y aniquilado acerca de todo” (LlB 3,34). Su actitud propia es “el silencio y la escucha”, esto es, la actitud contemplativa, pues no se puede recibir sino “en espíritu callado y desarrimado de sabores y noticias discursivas” (LlB 3,37). El Santo relaciona esta actitud con la soledad del desierto, donde florece la libertad, propia de los hijos de Dios, como enseña San Pablo (Rom 8,17; Gál 4,6). “Mira que para esa libertad y ociosidad santa de hijos de Dios llámala Dios al desierto” (LlB 3,38).

4. PLENITUD DEL ESPÍRITU. En el origen de la concepción sanjuanista de la libertad está su antropología del espíritu, concebida como interioridad y como referencia esencial al abosoluto, en la que alcanza el hombre su plenitud. No es pura interioridad, expresada en la autonomía de su acto, como en el subjetivismo moderno (pura presencia de sí), sino apertura a la trascendencia (presencia del Otro).

El espíritu sanjuanista dice esencialmente relación a Dios; es la apertura al misterio divino. Como afirma H. Sanson, “el espíritu es a la vez el movimiento del alma que busca a Dios y el movimiento que Dios infunde en el alma” (El espíritu humano, 146). Coincide esta interpretación con la visión bíblica del hombre como ser “pneumático”, que no sólo tiene cuerpo (soma) y alma (psijé), sino también espíritu (pneuma).

Según P. Cerezo Galán, la antropología sanjuanista, aunque tiene elementos agustiniano/tomistas, es primordialmente “pneumática”. Quiere decir que “su referencia ontológica constitutiva no es hacia el mundo, sino hacia lo absoluto”; que el espíritu es capaz de Dios. En términos sanjuanistas, que “el espíritu es el sentido de lo divino, al igual que el sentido ordinario o común lo es de lo mundano” (La antropología del espíritu, 140). Esta tesis constituye la clave del horizonte trascendente, donde radica lo propio del espíritu. En este sentido J. de la Cruz dice que el espíritu “excede al sentido”. Quiere significar fundamentalmente “su referencia a lo que trasciende toda particularidad y determinación, todo modo y manera” (ib.).

La mejor expresión de esta concepción pneumática es la “capacidad infinita” del espíritu humano, de que habla el Santo, al comentar “las profundas cavernas del sentido”: Son las potencias del alma, “las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito” (LlB 3,18). “Lo que en ellas puede caber, que es Dios, es profundo de infinita bondad; y así será en cierta manera su capacidad infinita” (LlB 3,22).

La vocación existencial del ser humano aparece, según esto, como un proyecto de infinitud, de “salida de sí”, de descentramiento de sí mismo y de impulso hacia el “centro del alma”, que es Dios: “Al cual cuando ella hubiere llegado según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios” (LlB 1,12). Como dice H. Sanson, “la experiencia del centro es la experiencia de una interiorización indefinida, que sólo con la muerte cumplirá sus posibilidades de profundización” (El espíritu humano, 129). Tiene, pues, un sentido escatológico. Pero en nuestra condición de peregrinos, la plena realización del ser pneumático del hombre se da en la vida teologal:

a) En la fe: Esta no sólo es “el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios” (S 2,9,1), sino también principio de purificación de todo lo que pretenda hacerse pasar por Dios.

b) En la esperanza: Esta despoja a la memoria del tener y la pone en trance de ser, pasando de la “memoria de sí” a la “memoria de Dios”, pues “cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para llenar de él el lleno de su memoria” (S 3,15,1). “La esperanza vacía y aparta la memoria de toda la posesión de criatura, porque como dice San Pablo (Rom 8,24), ‘la esperanza es de lo que no se posee’; y así aparta la memoria de lo que se puede poseer, y pónela en lo que espera” (N 2 21,11).

c) En la caridad: Es la forma propia de totalidad del espíritu, que es el encuentro con Dios y el gozo de todas las cosas en él: “En tanto que ‘ninguna [cosa] tiene en el corazón, las tiene’, como dice San Pablo (2 Cor 6,10), ‘todas’ en su corazón” (S 3,20,3). En el amor a Dios no sólo encuentra el gusto por todas las cosas, sino que experimenta la plenitud de su ser. Por eso declara el Santo que “la forma espiritual del espíritu es la unión de amor” (N 2,3,3). El espíritu (el hombre pneumático) alcanza aquí su cumbre más alta. Pero para llegar a esta cima, es preciso pasar por la renuncia y el transcendimiento de sí mismo, “saliendo de sí mismo por olvido de sí, lo cual se hace por el amor de Dios” (CB 1,20).

Al concluir la exposición de la antropología sanjuanista, cabe hacer dos consideraciones: 1ª) La visión que nos da del hombre no está determinada por sistema alguno, sino por la condición existencial y la penetración mística del centro sustancial del alma, al que no tienen acceso las ciencias del espíritu. 2ª) Partiendo de la identidad más profunda del hombre, como ser creado por Dios a su imagen y llamado a la comunión con Él, le interesa particularmente su dinamismo interior, hasta alcanzar la plenitud de su ser.

BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956; HENRI SANSON, El espíritu humano según san Juan de la Cruz, Madrid 1962; EULOGIO PACHO, “La antropología sanjuanista”, en MteCarm 69 (1961) 47-90; PAUL GILBERT, “Une anthropologie à partir de Saint Jean de la Croix. A propos d’ouvrage récent”, en NouvRevThéolog 113 (1981) 55-562; FEDERICO RUIZ, “Metodo e strutture di antropologia sanjuanista”, en AA. VV., Temi di antropologia teologica, Roma 1983, pp. 403-437; AA. VV., Antropología de san Juan de la Cruz, Avila 1988; GIUSEPPE MOIOLI, “Capisaldi della teologia e antropologia di San Giovanni della Croce”, en Rivista di Vita Spirtituale 43 (1989) 291-313; CIRO GARCÍA, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, Burgos 1990; ANTONIO BENEITEZ, “La antropología teológica fundamental de San Juan de la Cruz”, en Comunidades 20 (1991) 39-51; H. BLOMMESTIJN K. WAAIJMAN, “L’homme spirituel a l’image de Dieu selon Jean de la Croix”, en Juan de la Cruz, espíritu de llama, Roma 1991, p. 623-656; PEDRO CEREZO GALÁN, “La antropología del espíritu en Juan de la Cruz”, en AA. VV., Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, vol. 3, Salamanca 1993, p. 127-154.

Ciro García