María Virgen, Santa

Son tres las facetas características de Juan de la Cruz: santo, doctor y poeta. En relación con Nuestra Señora cabe establecer una trilogía temática: la Virgen María en la vida del Santo, en la doctrina del doctor y en los romances del poeta.

I. La Virgen María en la vida del Santo

Es constante y sentida la presencia de María a lo largo de la existencia de J. de la Cruz. Es sintomático que, entre los 59 episodios que grabó Matías de Arteaga para ilustrar la vida del Santo, en nueve de ellos aparezca como protagonista la Madre de Dios. Vemos en efecto a María en el niño de los juegos y peligros del agua; en el joven sacerdote a quien reconquista  Teresa de Jesús para la Orden de la Virgen; en el hombre maduro que de diversas maneras es protegido por Nuestra Señora; y en el moribundo que un sábado de la octava de la Inmaculada se va a cantar con la Virgen maitines al cielo.

 Juan de Yepes es educado en el hogar por su madre  Catalina Álvarez en espíritu profundamente religioso y en las prácticas tradicionales de la piedad cristiana de aquellos tiempos. El culto y la devoción a la Virgen María era como el santo y seña de aquella incipiente espiritualidad, y lo fue de nuestro Juan. Todos los testigos que declaran en los procesos canónicos, informativo y apostólico del Santo, a la pregunta tercera, que versa sobre su devoción a María, se manifiestan del modo más rotundo acerca de su intensa, sincera, permanente y tierna piedad mariana. Muy señaladamente lo hizo  Martín de la Asunción, que acompañó al Santo en muchos viajes y convivió con él largas temporadas: “Era tan devoto de Nuestra Señora, que todos los días rezaba el Oficio de Nuestra Señora de rodillas… y cuando iba de camino, todas sus pláticas y conversaciones era tratar del Santísimo Sacramento y de la Virgen Santísima, y cantar himnos de Nuestra Señora” (BMC 14, 84-88).

Esto era lo ordinario. En esas pláticas de caminantes el propio J. de la Cruz contaba a fray Martín casos y cosas que le habían sucedido a él mismo y confidencialmente se los revelaba (a pesar de ser él tan comedido en descubrir intimidades personales) para acrecentar en el hermano el amor a la Virgen. Este es el origen de esos favores dispensados por María a su siervo Juan y que nos han llegado por testimonio recibido del mismo Santo (BMC, Ib).

II. La Orden de la Virgen

Juan de Yepes quiso consagrarse a Dios por medio de María y así escogió su Orden para profesar en ella como carmelita y ser hijo y hermano suyo. Es terminante la declaración de José de Velasco: “Juan de la Cruz había sido siempre muy devoto de la Virgen nuestra Señora, y movido su pecho y su corazón de esta devoción, tomó el hábito de la Orden de Nuestra Señora la Virgen María del Monte Carmelo” (Proceso ordinario de Medina, 1614 (BMC 22, 46). Esta razón mariana fue también la que le movió definitivamente a renunciar a la Cartuja (a la que había pensado pasarse) y permanecer fiel a la Orden de la Virgen cuando la Madre Teresa de Jesús invitó a fray Juan para emprender la renovación del Carmelo en 1568 en  Duruelo.

Según declaración concorde de 20 testigos, J. de la Cruz se liberó de la cárcel conventual de  Toledo, en la que estaba encerrado injustamente, gracias a la milagrosa protección de Nuestra Señora en agosto de 1578. Otro rasgo de su piedad mariana era el fervor con que celebraba al vivo las fiestas de la Virgen, en especial las de Navidad y de la Purificación.

Su muerte en Úbeda el 14 de diciembre de 1591 estuvo rodeada de la presencia de María que se hizo notar allí mismo: era el alba del día de sábado, en la octava de la Inmaculada; Juan pidió al prior en limosna “el hábito de la Virgen” para ser enterrado; y oyendo que estaban tocando las campanas del convento de Madre Dios para maitines, dijo el Santo: “Yo también, por la bondad del Señor, los tengo de decir con la Virgen Nuestra Señora en el cielo”. Y expiró.

III. En la doctrina del Doctor Místico

Poco escribió J. de la Cruz sobre la Virgen, pero dijo mucho en lo que escribió. No pasan de 22 las referencias marianas nominales expresas acerca de la Madre de Dios. Estos son los lugares de sus principales textos marianos explícitos: a. Romance de la Encarnación y Nacimiento (versos 267-310); b. María y el Espíritu Santo (S 3, 2,10; LlB 3,12); c. En Caná (CB 2,8); d. La obumbración (LlB 3,12); e. El sufrimiento en María (CB 20, 10); 6) Imágenes de Nuestra Señora (S 3,36, 1-2; 42,5); f. Madre de Dios (Av 26).

1. “MARIOLOGÍA”. De tan exiguo caudal mal se podría extraer una verdadera mariología. Sin embargo, así se tituló uno de los primeros estudios que se publicaron sobre esta cuestión: “Mariología de San Juan de la Cruz”, por Otilio del Niño Jesús (Estudios Marianos 2, 1943, 359-399). Este esbozo de “mariología sanjuanista” comprende: una introducción histórico-bibliográfica, el “consentimiento” de María a la obra de la Encarnación, su maternidad divina, la Virgen como modelo del alma perfecta y el culto que se daba a sus imágenes. Nuevamente se apela a este título, pero esta vez para presentar como “principio místico” de la mariología de san Juan de la Cruz el texto fundamental del Santo sobre Nuestra Señora (Ildefonso de la Inmaculada, en Miriam 15,1963, 115118).

Como a este texto tan denso se refieren todos los demás estudios marianos sanjuanistas, lo transcribimos aquí: “Tales fueron (las obras, ruego y oraciones) de la gloriosísima Virgen nuestra Señora, la cual, estando desde el principio levantada a este alto estado, nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo” (S 3,2, 10).

En este contexto mariológico se han de entender algunos otros trabajos referidos a la teología mariana de J. de la Cruz, en que se atribuyen a María las perfecciones del alma divinizada por la unión con Dios (Sebastián de la Santa Faz, en Mount Carmel, 9, 1961, 44-50). Así también las aplicaciones que se hacen a los misterios de María, a las virtudes teologales, a la “noche de la fe”, a la humildad, al “silencio”, etc.

Por último, y dando un viraje de actualidad a la materia, se ha cotejado la doctrina mariana del Santo con la “mariología actual”, y se ha marcado el acento en las características que la hacen más de nuestros días por su principio trinitario, razón cristológica, presencia pneumatológica, trasfondo bíblico, sentido eclesial, signo liturgico, dimensión antropológica y hasta se contempla en ella una cierta “mariología estética” por poética. (“La doctrina mariana de San Juan de la Cruz y la mariología actual”, en Estudios Marianos 57, 1992, 359-379).

2. CUESTIONES ESPECIALES. Más que un desarrollo normal y completo de la doctrina mariana, que J. de la Cruz no se propuso verificar en sus libros, el doctor místico ofrece materia y pistas para profundizar en algunos aspectos peculiares relacionados con Nuestra Señora. Es lo que se ha hecho por los autores analizando y examinando principalmente el citado clásico texto de la Subida del Monte Carmelo. Señalamos ahora esos estudios especiales.

Gracia y mística. – Dada la plenitud de gracia en María, se ha estudiado su desarrollo en el alma de la Virgen con las consecuencias de la gracia de la unión habitual, las ascensiones en Dios, abandono en Dios, los dones de los “resplandores”, la “obumbración”, etc. En esta línea van las colaboraciones de Gabriel de Santa Magdalena y Enrique Llamas.

El Espíritu Santo. – Si existe una mariología sanjuanista, ésta es predominantemente pneumatológica. Es lo que se desprende del examen exhaustivo del texto esencial de fray Juan, según el cual María “siempre se movió por el Espíritu Santo(S 3,2,10). De aquí la consideración de su acción en el alma de la Virgen: los dones, la transformación e inhabitación, la merced de la obumbración, la visión beatífica “por vía de paso”, la muerte de amor. (“El Espíritu Santo y la Virgen María, según San Juan de la Cruz”, en Ephemerides Mariologicae 31, 1981, 51-70).

Muerte de amor. – Juan de la Cruz no menciona a la Virgen al tratar sobre la muerte de amor, pero los autores han aplicado a María las condiciones de ese fenómeno místico y las dan como más reales en ella que en cualquier otro santo o santa. Según este criterio, murió de amor la que sólo vivió en el amor y por el amor. Y así el amor intensísimo de la Madre a su amado Hijo “rompió la tela de su dulce encuentro” (Gregorio de Jesús Crucificado, “La muerte de amor de María a la luz de San Juan de la Cruz”, en Estudios Marianos 9, 1950, 260-267).

IV. María en los versos del poeta

Poeta por naturaleza, J. de la Cruz hizo poesía de su vida y de su obra, de su estudio y sobre todo de su canción. Lo mismo que por los caminos fue cantando en sus correrías fundacionales, también por las vías del espíritu transitó entre cánticos “buscando sus amores”. Entre esos amores estaba la Virgen María. Pero no la cantó en sus grandes poemas del Cántico, la Llama y la Fonte, sino en sus lindos y populares romances de la Encarnación y de la Navidad.

Para degustar su sabor como colofón de este ensayo basta evocar en estas páginas el preludio de ese romance mariano sanjuanista de la Encarnación: “Entonces llamó a un arcángel que San Gabriel se decía y enviólo a una doncella que se llamaba María, de cuyo consentimiento el misterio se hacía; en la cual la Trinidad de carne al Verbo vestía; y aunque tres hacen la obra, en el uno se hacía: y quedó el Verbo encarnado en el vientre de María”.

BIBL. — AA.VV., San Juan de la Cruz y la Virgen, Sevilla, Miriam, 1990 y los estudios antes citados en el texto; se recogen también en esta obra: ISMAEL BENGOECHEA, “El Espíritu Santo en las palabras y silencios de María, a la luz de san Juan de la Cruz”, en SJC 14 (1998) 187-201.

Ismael Bengoechea

Locuciones

I. Noción y divisiones

Para Juan de la Cruz locución es “lo que recibe [el alma] a manera de oír” (S 2,23,3). Aparece el término 27 veces, siempre en la Subida del Monte Carmelo (libros 2 y 3). Generalmente usa “locuciones”, como equivalente de “palabras interiores”. Pueden ser de distintas formas, dentro siempre de lo que para él son aprehensiones del entendimiento, de la memoria o simplemente aprehensiones naturales, sea por vía imaginaria o espiritual. En la mayoría de las ocasiones trata de las “locuciones” juntamente con las visiones, revelaciones y sentimientos por vía sobrenatural, por tratarse de fenómenos que le merecen idéntica valoración. Pese a ello, confiesa que pedagógicamente merece la pena consideración particular cada uno de ellos: “Convenía hacer esta división en sí que son de cosas sobrenaturales, así como de visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos por vía sobrenatural” (S 3,7,1). Su postura acerca de todas ellas es la misma.

Las locuciones forman parte de las noticias espirituales, distintas y particulares, juntamente con las  visiones, revelaciones y sentimientos espirituales: “Entre las distintas y particulares entran cuatro maneras de aprehensiones particulares, que se comunican al espíritu, no mediante algún sentido corporal, y son: visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales” (S 2,10,4). San Juan de la Cruz habla de un cuadro de noticias, propias del entendimiento, de un cuadro de aprehensiones propias de la voluntad y de la  memoria, siguiendo siempre la doctrina escolástica del tiempo, y haciendo las divisiones y subdivisiones que se llevaban por aquel entonces. Esto es muy típico de toda la exposición en su doctrina sobre el camino espiritual, tanto en Noche Oscura, como en Subida del Monte Carmelo. Interesa aquí saber y exponer su doctrina en general respecto al  fenómeno místico extraordinario de las “locuciones” místicas en sí mismas.

En el capítulo 28 de S 2 comienza a hablar “de las locuciones [interiores] que sobrenaturalmente pueden acaecer al espíritu. Dice en cuántas maneras sean”. Después de haber hablado anteriormente de las otras aprehensiones del entendimiento, dedica este capítulo a las “locuciones sobrenaturales, que sin medio de algún sentido corporal se suelen hacer en los espíritus de los espirituales; las cuales, aunque son en tantas maneras, hallo que se pueden reducir todas a estas tres, conviene a saber: palabras sucesivas, formales y sustanciales. Sucesivas llamo ciertas palabras distintas y formales que el espíritu recibe, no de sí, sino de tercera persona, a veces estando recogido, a veces no lo estando. Palabras sustanciales son otras palabras que también formalmente se hacen al espíritu, a veces estando recogido, a veces no; las cuales en la sustancia del alma hacen y causan aquella sustancia y virtud que ellas significan” (S 2,28,2). Tenemos, pues, claramente propuestas las clases de locuciones sobrenaturales de las cuales habla J. de la Cruz. En los capítulos 29, 30 y 31 trata de cada una de estas palabras sucesivas, formales y sustanciales y pone en guardia contra los muchos engaños que puede haber, incluso con presencia de herejía: “Yo conocí una persona que, teniendo estas locuciones sucesivas, entre algunas harto verdaderas y sustanciales que formaba del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, había alguna que eran harto herejía” (S 2,29,4).

Otro error posible es, sin graves y fuertes razones, atribuir cualquier habla sin más a  Dios: “Y espántome yo mucho de lo que pasa en estos tiempos, y es que cualquiera alma de por ahí con cuatro maravedís de consideración [es decir por bajo precio], si siente algunas locuciones de estas en algún recogimiento, luego lo bautizan todo por de Dios, y suponen que es así, diciendo: ‘Díjome Dios´, ´respondióme Dios´; y no será así, sino que, como habemos dicho, ellos las más veces se lo dicen” (S 2,29,4).

J. de la Cruz expone, en síntesis y con claridad, cómo “estas locuciones sucesivas pueden proceder en el entendimiento de tres maneras, conviene a saber: del Espíritu Divino, que mueve y alumbra el entendimiento, y de la lumbre natural del mismo entendimiento, y del demonio, que la puede hablar por sugestión” (S 2,29,11). Usa indistintamente locuciones o palabras interiores, sean sucesivas, formales o sustanciales: “Y decir ahora las señales e indicios para conocer cuándo proceden de una causa y cuándo de otra, sería algo dificultoso dar en ello enteras muestras e indicios; porque bien se pueden dar algunos generales, y son éstos” (S 2,29,11).

II. “Propósito” y estilo de Dios

Está claro para el Santo que la finalidad de todos los fenómenos místicos que puede experimentar el ser humano es siempre el amor de Dios. En tanto en cuanto sean medios de crecimiento en el amor son aceptables y buenos. Del resto de las posibilidades, incluso positivas, de los mismos, no se preocupa demasiado: “Por tanto, de todo lo que el alma ha de procurar en todas las aprehensiones que de arriba la vinieren (así imaginarias como de otro cualquier género, no me da más visiones que locuciones, o sentimientos o revelaciones) es, no haciendo caso de la letra y corteza, esto es, de lo que significa o representa o da a entender, sólo advertir en tener el amor de Dios que interiormente le causan al alma. Y de esta manera han de hacer caso de los sentimientos no de sabor, o suavidad, o figuras, sino de los sentimientos de amor que le causan” (S 3, 13,6).

Criterio sanjuanista aplicado a todo el camino de la vida espiritual, y de cara a todos los fenómenos místicos extraordinarios, que se pueden tener o sentir. Entendió muy bien el Santo que, el amor de Dios y a Dios es lo que realmente vale y queda como poso y peso en la persona, y para su bien definitivo y felicidad eterna.

En lo que se refiere a la pedagogía divina en la concesión de gracias y favores para impulsar el amor de las almas, J. de la Cruz retoma el principio de los escolásticos: “Y así va Dios perfeccionando al hombre, por lo más bajo y exterior, hasta lo más alto e interior” (S 2,17,4). Por eso, comenzará perfeccionando el sentido corporal, luego los sentidos interiores, y ya éstos dispuestos, las potencias espirituales, y así Dios va llevando al alma, de grado en grado hasta lo más interior, la va instruyéndo y haciéndo más espiritual, comenzándole a comunicar desde las cosas exteriores, palpables y acomodadas al sentido, para que mediante ellas vaya el espíritu haciendo actos particulares y recibiendo las realidades espirituales, y vayan haciendo hábito en lo espiritual y llegue así a la sustancia del espíritu, que es ajena de todo sentido. Y así se va vaciando de las vías del sentido. Y el espíritu, ya perfecto, no hace caso del sentido, ni se sirve de él para llegar a Dios, como hacía al principio de la vida espiritual. En cada una de estas etapas, Dios va favoreciendo con diversas maneras de comunicación y de medios para alimentar la vida espiritual, entre los que pueden estar las “locuciones” y las demás aprehensiones del tipo que sean, ya mencionadas anteriormente. Para toda esta explicación doctrinal es muy aclarador y provechoso el capítulo 17 del libro 2º de Subida del Monte Carmelo.

III. Criterios de discernimiento

Entiende J. de la Cruz que las locuciones de Dios no siempre salen como los hombres las entienden o como ellas suenan en sí: “Y aquí está un gran engaño, porque las revelaciones o locuciones de Dios no siempre salen como los hombres las entienden o como ellas suenan en sí. Y así, no se han de asegurar en ellas ni creerlas a carga cerrada, aunque sepan que son revelaciones o respuestas a dichos de Dios. Porque, ellas sean ciertas y verdaderas en sí, no lo son siempre en sus causas y en nuestra manera de entender” (S 2,18,9). Consecuente con estas afirmaciones, pone especial empeño en apuntar criterios para distinguir el origen o procedencia de las locuciones y, por lo mismo, su bondad. Dedica todo un capítulo a este asunto: “En que declara y prueba cómo, aunque las visiones y locuciones que son de parte de Dios son verdaderas, nos podemos engañar acerca de ellas. Pruébase con autoridades de la Escritura divina” (S 2,19).

Además del título, por seis veces aparece el nombre de locuciones, unido siempre al de revelaciones o visiones o profecías. Las afirmaciones más redondas sobre la verdad de las locuciones, pero con dificultad para interpretarlas por parte del hombre, son: la posibilidad de engaño, el propósito de Dios en todas estas manifestaciones, que no siempre es bien interpretado por parte de los hombres, incluso aparece en las Sdas. Escrituras cómo a algunos de los antiguos no les salían las cosas como ellos esperaban. Cita Jueces 20,11 para confirmarlo. Por consiguiente, no se puede nunca uno atar a la letra, o locución, o forma, o figura, pues no dejará de equivocarse y hallarse luego confuso: “Y así, el que se atare a la letra o locución, o forma, o figura aprehensible de la visión, no podrá dejar de errar mucho y hallarse después muy corto y confuso, por haber guiádose según el sentido de ellas y no dado lugar al espíritu en desnudez del sentido” (S 2,19,5).

J. de la Cruz es muy prudente al proponer normas de discernimiento referentes a todos los fenómenos místicos extraordinarios. No duda él que hay locuciones de Dios, auténticas y verdaderas. Pero avisa de no dejarse engañar por las astucias del demonio para hacer caer a los hombres en las falsas locuciones, venidas de él. El demonio pone al hombre cosas tan verosímiles a las que Dios le comunica y, a veces, se llegan a realizar de hecho, que puede fácilmente engañarse pensando que es todo tan verdad, que no puede ser sino de Dios (S 2,21,7). El demonio tiene muchísimas formas de engañar al hombre. Formas intrincadísimas y con un estilo sutilísimo y astuto. Para evitar esto, lo mejor es huir de todo tipo de locuciones, revelaciones, visiones sobrenaturales: “Del cual [del estilo sutilísimo del demonio] no se pueden librar si no es huyendo de todas las revelaciones y visiones y locuciones sobrenaturales” (S 2,21,11).

A continuación, enumera el Santo algunos indicios generales, que sintetizamos así, y que pueden encontrar en Subida 2,29,11: Son del Espíritu Divino, cuando en las palabras y en los conceptos el alma ama y siente humildad y reverencia de Dios, pues el Espíritu, cuando hace alguna merced, alguna gracia, siempre van envueltas en amor y humildad.

Son frutos del entendimiento humano [“de la viveza y lumbre solamente del entendimiento”], cuando es el entendimiento el que lo hace todo, sin las virtudes antes apuntadas, aunque la voluntad puede naturalmente amar en el conocimiento y luz de aquellas verdades, aunque después de pasado todo, la voluntad queda seca, aunque sin vanidad ni inclinada al mal, si el demonio luego no la tienta. Lo cual no es así cuando son del Espíritu de Dios.

Son del demonio cuando dejan la voluntad seca del amor de Dios y el ánimo inclinado a vanidad, y no a humildad, con autocomplacencia. Además, aparece una falsa humildad y una falsa inclinación fervorosa en la voluntad, fundada en amor propio. Todo ello resulta tan dificultoso de entender que el  alma ha de ser harto espiritual para que lo entienda. Por otra parte, el demonio “siempre les procura mover la voluntad a que estimen aquellas comunicaciones interiores, y que hagan mucho caso de ellas, porque se den a ellas y ocupen el alma en lo que no es virtud, sino ocasión de perder la que hubiese” (S 2,29,11).

De todas formas, son muchas las dificultades, según S. Juan de la Cruz, que hay para el verdadero discernimiento. Por eso termina el capítulo 29,12 de S 2 diciendo: “Quedemos, pues, en esta necesaria cautela, así en las unas como en las otras, para no ser engañados ni embarazados con ellas: que no hagamos caudal de nada de ellas, sino sólo de saber enderezar la voluntad con fortaleza a Dios, obrando con perfección su ley y sus santos consejos, que es la sabiduría de los Santos, contentándonos de saber los misterios y verdades con la sencillez y verdad que nos los propone la Iglesia. Que esto basta para inflamar mucho la voluntad, sin meternos en otras profundidades y curiosidades en que por maravilla falta peligro”. A continuación, cita el texto de  S. Pablo, en Rom 12,3, que dice: “No conviene saber más de lo que conviene saber”.

IV. Valoración y postura sanjuanista

Al final del capítulo 17 de S 2, formula el Santo cuál es su postura y su criterio teológico-espiritual en lo referente a todo fenómeno místico extraordinario en cualquiera de las etapas de la vida espiritual: “Resta, pues, ahora saber que el alma no ha de poner los ojos en aquella corteza de figuras y objeto que se le pone delante sobrenaturalmente, ahora sea acerca del sentido exterior, como son locuciones y palabras al oído, y visiones de santos a los ojos, y resplandores hermosos, y olores a las narices, y gustos y suavidades en el paladar, y otros deleites en el tacto, que suelen proceder del espíritu, lo cual es más ordinario a los espirituales; ni tampoco los ha de poner en cualquier visiones del sentido interior, como son las imaginarias; estas renunciarlas todas. Sólo ha de poner los ojos en aquel buen espíritu que causan, procurando conservarle en obrar y poner por ejercicio lo que es en servicio de Dios ordenadamente, sin advertencia de aquellas representaciones ni de querer algún gusto sensible” (S 2,17,9).

No se contenta con afirmar que “no es voluntad de Dios que las almas quieran recibir por vía sobrenatural cosas distintas de visiones o locuciones, etc.” (S 2,22,2); lo intenta probar a lo largo del capítulo 21 de S 2 con la autoridad de la Sagrada Escritura. En el siguiente (S 2,22) expone con brillantez que no es lícito en la ley de gracia preguntar a Dios por vía sobrenatural, como en la  Ley Vieja, sirviéndole de base el texto de Heb 1,1-2. Dios ha hablado ya todas las cosas en su Hijo, que es su Palabra, y no tiene ya otra. “Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en él los ojos, lo hallarás en todo; porque él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación” (S 2,22,5). Son palabras que Dios puede responder a quienes le preguntaran o quisieran alguna revelación o visión o locución. Lo cual sería una necedad (S 2,22,5).

El Santo es tajante: “Acerca de las visiones y revelaciones y locuciones de Dios, no las suele revelar Dios, porque siempre quiere que se aprovechen de éste [razón y juicio humano, del que ha hablado poco antes] en cuanto se pudiere, y todas ellas han de ser reguladas por éste, salvo las que son de fe, que exceden todo juicio y razón, aunque no son contra ella” (S 2,22,13). Insiste en la importancia del consejo, del juicio, del discernimiento y del saber humanos. Siempre han de preferirse a cualquier tipo de fenómeno místico no necesario, ni querido por Dios.

Naturalmente, esta actitud prudencial le compete, ante todo al maestro o  director espiritual, que ha de apartar a sus discípulos de cualquier tipo de gracias místicas extraordinarias e imponerles vivir en libertad y en fe: “Por eso, el maestro espiritual ha de procurar que el espíritu de su discípulo no se abrevie en querer hacer caso de todas las aprehensiones espirituales, que no son más que unas notas de espíritu, con las cuales solamente se vendrá a quedar y sin espíritu ninguno; sino, apartándole de todas las visiones y locuciones, impóngale en que sepa estar en libertad y tinieblas de fe, en que se recibe la libertad de espíritu y abundancia, y, por consiguiente, la sabiduría e inteligencia propia de los dichos de Dios” (S 2,19,11).

Conclusiones

Resumiendo el pensamiento sanjuanista, puede concluirse que locución es “lo que recibe el alma a modo de oír”; que el Santo no trata ampliamente de las locuciones y lo hace únicamente en la Subida, distinguiendo tres clases de hablas interiores o locuciones místicas: palabras sucesivas, formales y sustanciales; pueden ser verdaderas y falsas, según vengan del Espíritu Divino, del entendimiento humano (autosugestión) o del demonio; cuando son de Dios, mueven a la virtud y santifican; cuando son sugestión o del demonio secan el amor de Dios y queda la voluntad inclinada a vanidad, soberbia y amor propio.

En cuanto a su función espiritual, el Santo enseña que la finalidad de las locuciones, como de todos los otros fenómenos místicos extraordinarios, es siempre el amor de Dios; que las locuciones forman parte de las noticias espirituales, distintas y particulares, juntamente con las revelaciones, visiones y sentimientos espirituales; que en cada una de las diversas etapas de la vida espiritual, Dios va concediendo al ser humano diversas maneras de comunicación y de alimentación de la misma, y entre ellas, pueden estar las “locuciones místicas”. En lo que respecta al comportamiento del alma, el Santo sostiene que debe renunciarse a todas estas gracias místicas extraordinarias, pues no son necesarias para la santificación. Sólo hay que tener en cuenta los buenos frutos que pueden causar en el espíritu, poniendo siempre los ojos en lo que es el servicio de Dios, sin querer nada que sea sensible o que cause gustos del tipo que sean. En cuanto al discernimiento advierte que las locuciones no siempre salen como los hombres las entienden o como ellas suenan en sí, y eso, aunque sean verdaderas; que son difíciles de interpretar por parte del hombre. Las dificultades provienen de diferentes causas, a saber: la posibilidad de engaño; el propósito de Dios en todas estas manifestaciones no siempre es bien interpretado por parte de los hombres; posibilidad de que uno se ate a la letra, se equivoque y se causen confusiones. El demonio tiene muchísimas formas de engañar al hombre. Formas muy enrevesadas y con un estilo sutilísimo, y siempre con gran astucia. Lo mejor es huir de todo lo que suene a místico extraordinario.

Son muchas las dificultades que existen para el verdadero discernimiento. Es, pues, necesaria mucha cautela, tanto para las unas como para las otras, para no ser engañados, y enderezar en todo la voluntad con fortaleza a Dios, siguiendo su ley, sus santos consejos y contentarse con saber los misterios y verdades con la sencillez y verdad que nos los propone la Iglesia. No hacen falta otras profundidades y curiosidades en las que no faltarán peligros. “No conviene saber más de lo que conviene saber” (Rom 12,3). En todo esto juega un papel importante el confesor y director espiritual, que ha de apartar a sus discípulos de cualquier tipo de gracias místicas extraordinarias, y enseñarles a vivir en libertad y en fe. Es el que ayuda a discernir y a tomar actitudes ante las locuciones místicas, como ante los demás fenómenos místicos extraordinarios.

Según el Santo, existe un criterio decisivo para justificar la postura de renuncia: Dios lo ha hablado ya todo en el Hijo, en Cristo. Él es la verdadera locución y la respuesta total a todo lo que el hombre pueda preguntar. Por otra parte, el hombre ha de aprovecharse siempre de la razón natural, del juicio humano y de la fe evangélica.

Mauricio Martín del Blanco

Léxico sanjuanista

No es el campo más explorado de la producción del Santo, pero no faltan estudios parciales de notable interés, si bien el aspecto menos indagado es el de la evolución semántica del vocabulario. Sería desproporcionado repetir los análisis ya publicados. El motivo radica en una presunción infundada. Circula la creencia gratuita de que JC rompió a escribir con perfecto dominio de la expresión y de la lengua, lo que cerró de entrada la puerta –valga la antítesis– a cualquier progreso en el menester de escritor y en el arte del estilista. Bastará ilustrarlo aquí con algunas expresiones muy representativas.

En alguna glosa anterior he demostrado que tal persuasión no responde a la realidad de los hechos. Dentro del breve arco de tiempo en que se encierra la carrera literaria de fray Juan, es posible documentar cambios o modificaciones, intencionados unas veces, probablemente inconscientes en otras ocasiones. El proceso evolutivo que va desde las páginas primerizas de Ávila y Toledo hasta las últimas de Granada es verificable a partir de análisis convergentes. Si se concentran en las obras extensas, los puntos extremos de confrontación, según la cronología mejor asentada, son las dos escrituras o redacciones del Cántico espiritual.

Suelen repetirse cansinamente algunas características diferenciales de ambas composiciones en lo que se refiere al estilo y la técnica de exposición. Todas ellas terminan reduciéndose a la mayor espontaneidad del primer escrito y a un cierto enfriamiento del lirismo en el segundo. Afirmaciones, en el fondo, muy genéricas y de alcance reducido. Las verificaciones más concretas se han localizado en aspectos relativos a la metodología estructural, enunciada al fin del prólogo, como es el caso de las alegaciones bíblicas en latín, o únicamente en español. Tampoco han merecido la debida atención otros aspectos de notable importancia en la composición sanjuanista, como la paremiología, el código verbal y el léxico tecnicista.

Al margen del interés que puedan tener las indagaciones en ese sentido, y tratando de fijar momentos evolutivos en el lenguaje sanjuanista, es posible recoger material útil para afrontar el viejo problema de la autenticidad de las dobles redacciones de algunas obras, como el Cántico y la Llama. Cualquier dato capaz de iluminar esta enmarañada cuestión ha de acogerse con interés. En tal sentido, no cabe desdeñar la aportación del léxico. Es lo que intenta ejemplificar la muestra de términos aquí propuesta. Aunque reducida, es suficiente para comprobar cierto proceso evolutivo en el lenguaje sanjuanista y la incidencia especial del mismo en la elaboración del Cántico espiritual.

En este sondeo se ha dado preferencia al vocabulario culto o de índole técnica por su peculiar incidencia en el momento en que JC compone sus obras. Como cualquier otro autor contemporáneo, se ve obligado a tomar postura frecuentemente frente a latinismos en trance de desaparecer, o quedar anticuados, y a la sustitución “moderna” de los mismos. A la presunción de cierta frecuencia cultista en el léxico corriente, se suma, en su caso, el condicionante de la formación escolástica vinculada a determinada jerga lingüística, casi profesional.

Por todo ello, resulta fácil la selección de vocablos especialmente significativos en su prosa. La presencia de los mismos está en dependencia de la composición poética que sirve de referencia a los comentarios. Este cruce entre poesía y prosa es otro de los factores que condicionan y determinan en la pluma de fray Juan el paso de lo “anticuado” a lo “moderno”.

Acrimonia. – Presente en CA 15, 3; 29-30, 3, se repite en CB1 20, 6. Tiene en las dos ocasiones idéntico significado. Corresponde a una de las cuatro acepciones registradas en el uso del vocablo (DRAE), siendo, a lo que parece, fray Juan, el primero en difundir la equivalencia a energía, fuerza, fortaleza, ímpetu, vehemencia, ardor. Mientras otros autores posteriores atribuyen la “acrimonia” a personas, gestos, palabras, etc., JC emplea el término culto únicamente para referirse a la “fortaleza y osadía del león”. Es la única aplicación en su pluma.

La presencia, prácticamente exclusiva en CA, impide hablar de evolución en el uso del vocablo. Tampoco es seguro que la supresión del mismo en CB2 24, 4 (CA 15,3) deba atribuirse a una intención expresa de eliminar el cultismo latino, aunque tampoco puede excluirse, ya que la revisión textual es ahí relativamente ligera y la interpretación del verso correspondiente idéntica. En ambas redacciones se mantiene la referencia básica de la “fortaleza y osadía del león”. Estamos, pues, ante un hápax típico del CA.

Amarísima. – Presente en CA 2, 7, con atribución del superlativo anticuado a una hierba: “El ajenjo que es hierba amarísima, se refiere a la voluntad”. Se trata de otro hápax peculiar de CA, ya que en CB2 se mantiene la forma arcaizante, a pesar de que el texto en que aparece la palabra se modifica ligeramente. Ni las ediciones circulantes ni las Concordancias respetan el texto más seguro.

Ánima. – Con nutrida presencia fuera del Cántico espiritual, es referencia importante para determinar la cronología y, consiguientemente, la evolución en los escritos sanjuanistas. Mientras mantiene cierta alternancia con la forma moderna alma en las obras de su primer período (S, CA y N), va desapareciendo progresivamente el cultismo “ánima” en las más tardías, como CB y Llama; en ésta prácticamente no tiene representación, aunque la recogen con frecuencia ciertos manuscritos del texto. El hecho es aún más sintomático si se tiene en cuenta que buena parte de los casos están inducidos por el latín de la Vulgata: como simple traducción (S 1, 8, 2; 2,19,7; 3,16,1; N 2, 10,4; 2, 20, 3; 2, 24, 3), o como paráfrasis relativamente próxima, en la mayoría de los lugares. La alternancia entre forma anticuada y forma moderna resulta especialmente sintomática cuando se produce en el mismo texto y a distancia de pocas líneas, dando la sensación de obedecer a eliminación de repeticiones, Así sucede, por ejemplo, en Noche 1, 13,4. En algún caso, la presencia de “ánima” parece obedecer al mismo fenómeno con respecto a “espíritu” (S 3, 25, 6). De hecho, el significado se mantiene uniforme para designar la parte espiritual del hombre, que se contrapone al cuerpo, La única excepción está representada por el texto en que “ánima” se hace sinónimo de “raíz” o “base” del gozo: “El gozo de su obra es el ánima y fuerza de ella: apagado el gozo, muere y acaba la obra” (S 3, 29, 2).

Si se recuerda la colocación cronológica del CA en el conjunto de la producción sanjuanista, no sorprende la inusitada frecuencia en el uso del latinismo ánima. Registra no menos de catorce presencias: (1, 12; 4, 5; 17, 14; 26, 8; 27,4; 29, 1; 29, 3; 29, 6; 29, 7; 31, 1; 31, 2; 32, 1; 321, 4; 39, 4). También aquí debe destacarse la vinculación al texto latino de la Vulgata y, en alguna ocasión (1, 12), al de la liturgia, como en 4, 5; pero, en general, el uso del cultismo está menos inducido por esa fuente que en las otras obras. Su concentración en determinadas estrofas lleva a otro cauce lexical: al proveniente de la filosofía escolástica. De hecho, casi siempre aparece “ánima” en un contexto antropológico definido; cuando el autor intenta ofrecer la estructura psicológica del ser humano y su comportamiento espiritual. Acaso lo más llamativo es el alternarse en un mismo texto las dos formas “ánima/alma”, como en 27, 4 y otros lugares. Es fenómeno típico del CA. Pese a la frecuencia del cultismo latino, éste se elimina y sustituye cuando menos podría esperarse, como en ciertas versiones de la Biblia, por ejemplo, en 17,4.

El comportamiento del CB es coherente con su tendencia a la modernización y, a la vez, con la actitud sanjuanista frente al latín de la Vulgata. En realidad, la presencia del cultismo “ánima” se reduce a traducciones de textos latinos, como en 23, 6 y en 31, 2, o inducidos por ellos, como en 4, 5 (idéntico además a CA). Independiente de esa vinculación, existe un sólo caso, pero resulta bastante dudosa la lectura correcta. Probablemente el texto exacto reproduce el del Cántico en la primera redacción, por lo que debe leerse “ánimo”, en lugar de “ánima/alma” en 2021, 16.

Donde se manifiesta el proceso hacia la modernización en el CB es en los cambios introducidos en los respectivos textos del CA. De los once casos que entran en causa, en nueve se abandona la forma anticuada latinizante y se adopta la ya generalizada “alma”; en otros dos casos desaparece por causa de la revisión a que se somete el texto primitivo. Se trata de CA 27, 4 (CB 22, 6) y 32 1 (CB 19, 2). El conjunto garantiza una indudable evolución en las preferencias sanjuanistas; se confirma por la postura adoptada en la Llama, la obra más próxima cronológicamente al segundo Cántico.

Cánticos. – El término corriente para expresar la acción de “cantar” es el de “canto”, pero se da la curiosidad de que también resulta un hapax propio del Cántico espiritual; en el fondo, del CA, ya que el CB no hace más que repetir el vocablo en los lugares paralelos, suprimiéndolo en otros varios por la adaptación operada en el texto primitivo.

Es bien sabido que “canción/ones” no resulta habitualmente sinónimo de “canto/s” en la pluma sanjuanista, ya que se emplea para designar las composiciones poéticas, destinadas, o no, a cantarse. El fenómeno lingüístico más curioso en este campo semántico se refiere a la identificación del libro bíblico vulgarmente conocido como Cantar de los Cantares. San JC prefiere simplificar el título, al uso de su tiempo, citándolo como “Cantares”. Así lo repite casi un centenar de veces. Conoce también el sustantivo “cantar”, pero no lo usa más que un par de veces en singular y como nombre común.

La sorpresa salta leyendo la primera redacción del Cántico, al llegar a la estrofa 17, una de las más próximas literaria y conceptualmente al libro Sagrado. En el comentario del verso segundo se suceden tres citas del mismo, introduciéndose la primera con este protocolo: “Dícelo ella -la Esposa en los Cánticos” (17,4). Idéntico es el caso en las otras tres citas: 26, 7; 27, 6 y 36, 7. La situación se altera visiblemente en el CB. En los cuatro lugares reproduce la misma cita bíblica, pero cambiando “Cánticos” por “Cantares”, fuera del texto correspondiente a CA 26, 7 (que pasa a ser 17, 8 en CB). Estamos ante una modernización manifiesta y ante una adaptación al uso típico de la pluma sanjuanista. También ante un hápax peculiar del primer Cántico.

Compañas. – La presencia en el verso cuarto de la estrofa 32 (19 en CB) condiciona decisivamente la repetición de esta forma anticuada (por compañía/compañera) en el comentario en prosa, ya que se propone como referente obligado en la explicación. Mientras en CA se repite dos veces (32, 5), en CB se suprime la segunda presencia, al reformarse el texto primitivo (19, 6). No se debe, sin embargo, al abandono de la forma poética o anticuada, sino a exigencias redaccionales. La prueba está en que esa redacción introduce por propia cuenta el cultismo en otro lugar: 1, 15. El caso es bastante llamativo, si se tiene en cuenta que se usa para ilustrar la soledad del alma con la condición del “ciervo”, al que gusta estar solitario y “huir de las campañas”, símil reiterado en otros lugares del Cántico también para la tórtola, pero con el uso habitual de “compañía” (CB 34, 5, donde se toma de la anotación autógrafa de Sanlúcar de Barrameda). La exclusión del anticuado “campañas” en los demás escritos sanjuanistas, le convierte en un hápax propio del Cántico en su doble redacción.

Descasar. – Nada tiene que ver en la pluma sanjuanista este verbo con bodas ni casamientos. Es rigurosamente un hápax del CA, donde figura en una estrofa cargada de neologismos y tecnicismos, al intentar el autor describir los efectos somáticos de la irrupción divina a través del éxtasis y el rapto. Comentando un texto de Job (4, 12-16), se ve forzado a dar una traducción castellana que vierta con exactitud la Vulgata: “Omnia ossa mea perterrita sunt”. La frase bíblica se convierte en “todos mis huesos se alborotaron”. Al momento de explicar el lance, “alborotaron” se hace sinónimo de “asombraron”, pero en el sentido de conmover o descasar. Escribe en el CA: “Diciendo que todos sus huesos se asombraron o alborotaron, que quiere tanto decir, como si dijera: se conmovieron o descasaron de sus lugares” (13-14, 19). Es clara la equivalencia de “descasaron” con el más común y moderno “desencajaron”, lectura adoptada erróneamente por manuscritos defectuosos y dados a sustituir la “lectio dificilior”. En este caso, la postura del CB no depende ni de la asonancia (descasaron/desencajaron) ni de la simple fluctuación ortográfica desencasaron/des-encajaron). Todo hace pensar en una sustitución intencionada de “descasaron” por “desencasaron /desencajaron”, en consonancia con lo escrito, en exclusiva, por CB2 en 13, 1. Otro caso en que se produce el proceso de modernización del léxico.

Discurrir. – El lector moderno se ve sorprendido inesperadamente con la lectura del segundo verso de la estrofa 16, al tropezarse con el verbo “discurrir” usado en sentido transitivo, cosa no aceptada actualmente. No es posible dudar del significado atribuido al verbo, ya que lo declara el propio autor en el comentario de dicho verso. La sorpresa inicial va en aumento cuando se comprueba que el verbo “discurrir” no vuelve a aparecer en todo el Cántico espiritual, mientras se prodiga en otros escritos sanjuanistas: 16 veces en la Subida, 5 en la Noche y 3 en la Llama. Si se repasan esas frecuencias o presencias se constata otro particular más importante: discurrir equivale siempre a “considerar”, “meditar”, “pensar”, etc., como verbo correspondiente a “discurso” o “razonamiento”.

El uso exclusivo registrado en el Cántico se convierte en otro hápax típico de esta obra; en realidad del CA, ya que el CB repite sin alteración alguna las tres veces del CA en 16, 34 (CB 25, 4-5). Dos factores convergentes explican la aparición de este cultismo con sabor a barbarismo: por un lado, el verso condiciona la presencia en el comentario en prosa; por otro lado, la raíz bíblica (Cant. 1,3) y litúrgica, confesada en la declaración (n. 3), explica la presencia del “discurren” en el verso. Estamos ante otro caso de inducción a partir del “curremus/currimus” de la Vulgata, similar al “cucurri” (del Salmo 118, 32) en Noche 2,20, 1, aquí inmediatamente después de la precedente alegación bíblica. No era posible alterar el uso de “discurren” en el CB sin modificar el verso correspondiente.

Permanece, por lo mismo, en idéntico significado. Se explica así: “correr por muchas partes y muchas maneras, que eso quiere decir discurrir” (CA 16, 3/CB 25,4).

Estuando. – El consumirse o abrasarse el alma en amor es argumento reiteradamente tratado por la pluma sanjuanista. Sólo en una ocasión toleró un cultismo latinizante tan chocante como éste. Dice a la letra en el CA: “De esta manera, el alma que anda estuando, encendida en amor de Dios, desea el cumplimiento y perfección del amor” (9, 6). Al releer su texto no pudo menos de sorprenderle a fray Juan la propia escritura. Por eso dio un leve giro a la frase y eliminó el hápax de la primera redacción, quedando en la segunda así: “Así, pues, el alma encendida en amor de Dios desea el cumplimiento y perfección de amor” (CB 9, 7). Todo igual, menos la palabra disonante y anticuada. Apenas es posible dudar de que se ha evitado intencionadamente en la segunda redacción. Otro caso más de modernización palpable.

Matutinal. – Dos campos semánticos han motivado el empleo del término en la prosa sanjuanista: el fenómeno natural de la alborada o “levantes de la aurora” (según su magnífica poetización de la estrofa 14/15 del Cántico) y el conocimiento de las cosas divinas. Del primero procede el segundo, como sucede en el texto siguiente, explicando el significado espiritual de los “levantes de la aurora”: “Así como los levantes de la mañana despiden la oscuridad de la noche y descubren la luz del día, así este espíritu sosegado y quieto en Dios es levantado de la tiniebla del conocimiento natural a la luz matutinal del conocimiento sobrenatural” (CA 13-14, 23). El texto se repite sin modificación alguna en CB (14-15, 23).

Diferente es el comportamiento en otro lugar, en el que se recurre a la tradición teológica agustiniana para determinar la diferencia entre esas dos formas de conocimiento: “A la noticia matutinal” la llaman “los teólogos conocimiento en el Verbo divino”, contraponiéndola a la “noticia vespertina que es sabiduría de Dios en sus criaturas y obras” (CA 35, 4). La revisión de este párrafo en el CB tomó la postura decidida contra la forma arcaizante “matutinal” y la convirtió en la más corriente y moderna de “matutina” (CB 36, 6). La intencionalidad del cambio queda de manifiesto por la repetición constante de la misma forma. Tres veces se reitera en el mismo párrafo, siempre en contraposición a “vespertina”. El fenómeno resulta llamativo, al comprobar que dos estrofas más adelante el propio CB introduce de sana planta la forma original del CA, traduciendo e! texto del Apocalipsis “stella matutina” (2, 28) por estrella matutinal (CB 38, 7). Queda truncado el proceso de modernización iniciado al revisar el texto más antiguo.

Razonal. – En la antropología sanjuanista es constante la distinción entre las dos partes o porciones del compuesto humano: la superior y la inferior. La primera tiene dos calificaciones equivalentes: es espiritual o racional. El primer calificativo no admite variación, mientras el segundo presenta una dualidad curiosa. La más frecuente en la mayoría de los escritos es la forma moderna “racional”; en la primera redacción del Cántico se alterna, casi en número de frecuencias, con “razonal”, la forma anticuada de “rationalis” (CA 19, 3 dos veces; 25, 6; 31, 2 dos veces; 31, 4 dos veces). La tendencia modernizante del CB queda patente al comprobar que destierra del todo el arcaísmo “razonal”. En dos ocasiones, porque los retoques redaccionales omiten la palabra; en los demás casos, por la indefectible sustitución por “racional”. Probablemente la proximidad cronológica al CA explica la presencia de la forma anticuada en los Dichos de luz y amor, cuando se habla de la “voluntad razonal” (n. 18).

Serenas. – Esta forma anticuada de “sirenas” se mantuvo vigente, no sólo entre poetas, hasta bien entrado el siglo XVII. Es conocido el verso segundo de la estrofa 30 del Cántico espiritual (correspondiente a la 21 del CB). No existen razones plausibles para justificar la modernización operada en las ediciones de circulación corriente en el citado verso, mientras se mantienen otras numerosas formas anticuadas, por el simple hecho de su inconfundible origen sanjuanista. La arbitraria postura de los editores ha jugado una mala partida a los compiladores de las Concordancias. No registran “serenas” ni siquiera como “variante”. Hasta “sirenas” se reduce a remitir a “canto”.

Unificadas así las modificaciones lexicales, desaparece automáticamente toda referencia al CA, como si no contase para nada la frecuencia en el uso de “serenas”. El discutible método de citación de los grupos estróficos 13/14 (14/15 en CB) y 29/30 (20/21) hace que se remita a la estrofa 20 (para el CB y 29 (para el CA), incluso para citar el verso, lo que induce fácilmente a error.

Al margen de ediciones y Concordancias, la situación real se presenta diferente y mucho más variada lingüísticamente. En el primer Cántico (CA) es indudable el uso del anticuado “serenas”, tanto en verso como en prosa; hasta cinco casos se registran en el comentario de la estrofa 30. Existen pruebas de la proveniencia sanjuanista y de que no es modificación de copistas. Al concluir la explicación de los dos primeros versos de dicha estrofa añadió JC al margen en el manuscrito de Sanlúcar de Barrameda: “las propiedades del canto de serenas”. Aunque algún editor moderno transcribe “sirenas”, no es dudosa la lectura “serenas”.

La apostilla autógrafa es simple insinuación para desarrollar el tema en ella enunciado. Es lo que hace puntualmente el CB, en el lugar paralelo (20-21, 16) donde se escribe: “También se ha dicho que el canto de serenas significa el deleite ordinario que el alma posee. Y llama a este deleite canto de serenas, porque, así como, según dicen, el canto de serenas es tan sabroso y deleitoso que al que le oye de tal manera le arroba y enamora que le hace olvidar”. Así reproduce el texto el manuscrito más autorizado, el de Jaén, mientras editores y Concordancias modernizan siempre por sirenas, pero sin notar (al contrario de tantos otros casos inútiles) la variante “serenas”. No es únicamente en ese lugar tan específico; tanto en CA como en CB se emplea la forma anticuada “serenas” (nn. 1 dos veces, 4, 7 y 10 de CA; 7, 10 y 16 de CB). Es probable que la presencia en el verso haya condicionado el uso de “serenas” en la prosa, pero lo que no cabe dudar es que JC se mantiene fiel a la forma anticuada y no emplea la moderna “sirenas”.

El muestrario ofrecido, aunque limitado, ilustra algunos rasgos del léxico sanjuanista, ante todo, la carga cultista de sus escritos más antiguos.

La mayoría de los vocablos comentados representan hápax del primer Cántico. Las formas lexicales exclusivas de otras obras posteriores no proceden, en tanta proporción, de la misma fuente latinizante. Son más bien neologismos o vulgarismos, como sucede en la Llama de amor viva.

Esta constatación demuestra una progresiva modernización en el lenguaje sanjuanista. En ese proceso de eliminación de arcaísmos se coloca también la segunda escritura del Cántico. Mientras mantiene las formas anticuadas en los párrafos asumidos sin alteración del CA (=CB1), sustituye casi todos los arcaísmos cultos en los textos modificados o añadidos de sana planta (=CB). El que, a su vez, aporte otros hápax de distinto signo (como el “jornalero”, por “mercenario”, en 9, 7) no le distancia de los hábitos sanjuanistas; más bien le coloca en la misma línea de composición. Una prueba complementaria de coincidencia, por lo mismo, de autenticidad.

BIBL. – EULOGIO PACHO, “Allende de” “demás de”. Evolución en la lingüística sanjuanista”, en MteCarm 97 (1989) 379-384; Id. ”Lenguaje y mensaje”, en el vol. misceláneo Experiencia y pensamiento en san Juan de la Cruz, Madrid, 1990; Id. Lenguaje técnico y lenguaje popular en JC”, en la miscelánea Hermenéutica y mística: san Juan de la Cruz, Madrid, Tecnos, 1995, p. 197-219; Mª JESÚS MANCHO DUQUE, El símbolo de la Noche en San Juan de la Cruz. Estudio léxico-semántico, Salamanca 1982; Id. Recursos léxico-semánticos en los escritos de San Juan de la Cruz, Ávila 1988; Id. “Expresiones antitéticas en la obra de San Juan de la Cruz”, en el vol. misceláneo, La espiritualidad española del siglo XVI, Salamanca 1990, pp. 25-35; Id. “Creación poética y componente simbólico en la obra de San Juan de la Cruz”, en vol. misceláneo Poesía y teología en San Juan de la Cruz, Burgos 1990, pp. 103-125; Id. “Aproximación a una imagen sanjuanista”, en Teresianum 41 (1990) 381400; Id. “Estudio de las formaciones adjetivas derivadas en la obra de San Juan de la Cruz”, en Hispanica Posnamiensia 1 (1990) 85-103; Id. “Antítesis dinámicas de la “Noche oscura”, en el vol. misceláneo Juan de la Cruz. Espíritu de llama, Roma 1991, p. 369-382; Id. “La veta culta en la selección léxica de san Juan de la Cruz”, en la miscelánea Fuentes neerlandesas de la mística española, Madrid, Trotta, 2005, p. 113-131; En este mismo vol. publicó un estudio importante J. GARCÍA PALACIOS, Léxico de “luz” y “calor” en Llama de amor viva. p. 383-411; M, NORBERT UBARRI, Las categorías de espacio y tiempo en san Juan de la Cruz! (La articulación de lo inefable), Madrid, 2001.

E. Pacho

Lecho florido

Lo mismo que el  “huerto ameno” y la  “bodega interior” o “cella vinaria”, el “lecho” o tálamo es otro de los “topos” siempre presentes en el simbolismo nupcial de la mística cristiana. Es lo que sucede en J. de la Cruz que se apoya en los textos de Cant 1,4-5; 1,16 y 3,1-2. El “lectus noster floridos” sirve de base a la estrofa del Cántico (CA 15/ CB 24) en la que construye una atrevida alegoría simbólica para cantar los deleites y gozos del  “matrimonio espiritual”.

En la primera redacción (CA) se halla colocada entre las canciones que describen el  desposorio, pero su interpretación en prosa ofrece un contenido idéntico a las del matrimonio, como puede comprobarse comparándola con las propias de este estado (17 y 27). Las exigencias del esquema lógico motivaron su desplazamiento en la segunda redacción de la obra, en la que se integra naturalmente dentro del ciclo específico del matrimonio (CB 24).

Efectivamente, el símbolo (o alegoría si se prefiere) del “lecho florido” resulta en todo paralelo al del “ameno huerto” (CB 22) y de la “interior bodega” (CB 26). Idéntica la construcción poética e idéntica la interpretación espiritual o doctrinal. En los tres casos se canta la celebración feliz del  matrimonio espiritual entre el alma-esposa y Cristo-Esposo. Tanto literaria como argumentalmente son variaciones del mismo tema. No hace al caso, por tanto, repetir la propuesta doctrinal; bastará apuntar lo específico respecto a la correlación entre ésta y el referente simbólico.

Lo declara el mismo Santo en las primeras líneas del comentario. Tratando de enlazar con las estrofas precedentes, en las que ha descrito la celebración y estado del matrimonio espiritual, con la “sabrosa entrega” de la Esposa al Amado, añade que se sigue el compartir el lecho “de entrambos, en el cual más de asiento gusta ella los deleites del Esposo”. La clara afirmación de ser “lecho de entrambos”, no le impide al autor establecer inmediatamente esta correlación entre el símbolo y la realidad: “El lecho no es otra cosa que su mismo Esposo el Verbo, Hijo de Dios … en el cual ella, por medio de la dicha unión de amor se recuesta” (CB 24,1). Es exactamente la misma técnica y la misma equivalencia que en el “huerto” y la “bodega”. En los tres casos el “topos” literario y místico apunta simbólicamente a un lugar-espacio compartido por los dos protagonistas, no es el uno o el otro, sino algo común de o para los dos. Esa referencia normal se convierte inesperadamente en algo personal: el lecho (como el huerto) es el mismo Esposo, Cristo. La razón es también idéntica en todos los casos: el amor por el que la esposa se iguala al Esposo es de éste, que se lo ha generosamente concedido; así esa relación amorosa de los esposos se vuelve “el amor” originante: Dios-Cristo.

Es necesario tener siempre presente esta ambivalencia del referente “lecho” para seguir el comentario en prosa sin hacer caer al autor en contradicciones. Pasa de una acepción a otra con la mayor naturalidad, aunque prevalece con mucho la aplicación del “lecho” a la propia alma-esposa. Bastará recordar las líneas maestras de la declaración para comprobarlo. El mismo autor sintetiza al principio los contenidos de los versos; cada uno de ellos encierra un punto concreto.

En el primero se cantan las gracias y grandezas del Amado, el Hijo de Dios; en el segundo, el feliz y alto estado en que se ve puesta el alma y la seguridad del mismo; en el tercero, las riquezas de dones y virtudes con que está arreada en el tálamo de su Esposo; la cuarta, que ya tiene el amor en perfección y la quinta, que goza de paz cumplida y que está hermoseada con dones y virtudes (CB 24,2). Es fácil comprobar que la exigencia de aclarar cada uno de los versos obliga a proponer algo peculiar en todos, aunque en realidad se repitan las mismas ideas, como sucede aquí, sobre todo entre el tercero y el quinto. No interesa analizarlas de nuevo, bastará recordar lo que atañe a la relación entre el elemento figurativo y la aplicación espiritual.

El punto clave está en el primer verso, y dentro de él en el sustantivo “lecho”. Al explicarlo retoma la identificación inicial “lecho-Esposo, Hijo de Dios”, porque “estando ella ya unida y recostada en él, hecha Esposa, se le comunica el pecho y amor del Amado … por lo que le parece estar en un lecho de variedad de suaves flores divinas, que con su toque la deleitan y con su olor la recrean”. Sigue inesperadamente esta nueva equivalencia: “Por lo cual llama ella muy propiamente a esta junta de amor con Dios lecho florido”, porque así se le llamaría la Esposa en los Cantares (1,15): “Nuestro lecho florido” (CB 24,3). Apenas restablecida la equiparación lecho-Esposo, vuelve a romperse, ya de forma casi definitiva.

Así lo demuestra la interpretación de “nuestro” y del calificativo “florido”. Es de los dos –“nuestro”– “porque unas mismas virtudes y un mismo amor … son ya de entrambos, y un mismo deleite de entrambos” (ib.). Por su condición de “florido” vuelve a identificarse con el alma-esposa: “porque en este estado están ya las virtudes en el alma perfectas y heroicas, lo cual aún no había podido ser hasta que el lecho estuviese florido en perfecta unión con Dios” (ib.).

En esta misma línea se interpreta el que el lecho esté “enlazado de cuevas de leones”, ya que tales cuevas son las virtudes poseídas por el alma en el estado de unión. La clave simbólica se establece en este caso de una manera muy extraña, que siempre ha desconcertado a los sanjuanistas. Las virtudes perfectas amparan y defienden al alma como harían las cuevas entrelazadas a los leones. Cada virtud “es como una cueva de leones para ella”. Ningún animal se atreve a inquietar al león bien protegido por las cuevas (según esta curiosa versión sanjuanista), como tampoco al alma que reposa en “el lecho de estas cuevas de virtudes”. En este caso “está el alma tan amparada y fuerte en cada una de las virtudes y en todas ellas juntas … que no se atreven los demonios a acometer a la tal alma, mas ni aún osan parar delante de ella” (CB 24,4.5).

Por la púrpura en que está tendido o tejido (teñido, dicen algunos manuscritos) se figura el amor en que se “sustentan y florecen” las riquezas y virtudes del alma, “sin el cual amor no podría el alma gozar de este lecho y de sus flores” (ib.7). Casi lo mismo quiere representarse cuando se dice que el lecho “está edificado de paz”. Lo propio del amor perfecto es “echar fuera todo temor”, de manera que del amor “sale la paz perfecta”; por eso cada una de las virtudes del alma en este estado es “pacífica, mansa y fuerte”. En consecuencia, las virtudes tienen al alma “tan pacífica y segura, que le parece estar toda ella edificada de paz” (ib. 8). Los “mil escudos de oro con que está coronado” el lecho coincide sustancialmente con las “cuevas” que lo protegen, es decir, las virtudes y dones del alma. A la vez que defensa, son además corona y premio del trabajo “en haberlas ganado”. Por eso “este lecho florido de la Esposa está coronado de ellas en premio de la Esposa y amparado con ellos como con escudo” (ib. 9). Es lo que significarían dos textos de Cant (3,7-8 y 4,4).

La lectura atenta de la estrofa 24 (15 de CA) demuestra la libertad absoluta con que procede J. de la Cruz a la hora de trasladar al lenguaje corriente, “por términos vulgares y usados” el contenido simbólico de sus versos. El “lecho florido” puede significar indistintamente el lugar indefinido de la entrega de los esposos, la unión de los mismos, el alma con sus virtudes, el estado perfecto de las mismas o el Esposo, Hijo de Dios. Es el estilo típico de los “lenguajes infinitos” de J. de la Cruz.  Bodega interior, huerto ameno, matrimonio espiritual.

BIBL. — DOMINGO YNDURAIN, “En púrpura tendido”, en Ciervo 40 (1991) 29-31; E. GARCÍA GASCÓN, “La fuente principal de la estrofa 24ª del Cántico espiritual”, en MteCarm 91 (1983) 3-10.

E. Pacho

Lazarillo «mozo de ciego»: guía espiritual

El símil del lazarillo tiene notable alcance pedagógico en los escritos sanjuanistas. Sus connotaciones inmediatas son variadas y hasta contrastantes, por lo menos en apariencia. Lo que no puede compaginar el lenguaje técnico y directo, lo resuelve sin dificultad el figurado. Esa es su gran virtualidad; esa su enorme capacidad pedagógica. Sin necesidad de explicar la oposición entre buenos y malos lazarillos, es factible presentar una tipología muy variada para describir apoyos y guías en el camino espiritual.

Niño aún, presenció Juan de Yepes muchas veces la misma escena. Por las callejuelas de Fontiveros, Gálvez, Arévalo, Medina del Campo vio caminar cansinamente a un menesteroso acompañado de un muchacho. Quizás se detuvieron alguna vez al umbral del propio domicilio pidiendo «una limosna por amor de Dios». En algún otro caso escuchó conmovido el romance cantado por el «mozo», acompañado a la guitarra o vihuela por el pobre ciego. Uno de tantos espectáculos ofrecidos por la miseria social en aquel momento. También prueba clara de solidaridad humana y de caridad cristiana frente a la desgracia y la pobreza.

La escena de la infancia se repitió reiteradamente ante la mirada atenta de fray Juan a lo largo y ancho de su vida. La tenía bien grabada en su fantasía. Le recordaba bastante la penuria y las estrecheces de sus años juveniles. Revivió con fuerza en su mente cuando se puso a enseñar los caminos del espíritu.

El ciego guiado y acompañado del «mozo» se convirtió así en uno de los símiles favoritos de su pluma al tratar de «guiar a las almas». La realidad social del pobre ciego, acompañado del joven que le guía y ayuda, se había popularizado enormemente por los años en que Juan aprendía las primeras letras. Una pluma anónima había pintado magistralmente a la pareja «ciego-mozo». Desde entonces el acompañante se llamará Lazarillo y se convertirá en el prototipo de la picaresca. A partir de esas fechas –por el 1554– el «mozo de ciego» quedará bautizado para siempre en la lengua española con el nombre de «lazarillo».

Antes y después de la célebre novela, al conductor del ciego solía llamársele «mozo de ciego», en el sentido de un oficio o menester bien conocido y definido, a la manera que había «mozo de espuela», «mozo de cordel», «mozo de paja y cebada» y tantos otros. En el bautismo y transformación en «lazarillo», a pluma del ingenioso autor anónimo, suele verse reminiscencia de la narración evangélica del pobre Lázaro contrapuesto al rico Epulón (Lc 16, 2325). Estar hecho «un lázaro» se hizo equivalente de pobre, andrajoso y abandonado. La desinencia diminutiva del célebre protagonista de la novela picaresca alude a la condición joven, casi niño, del «mozo de ciego». Imita otras parecidas, como «Carilla», «Gomecillo», etcétera.

Mientras el «lazarillo» clásico de la picaresca encarnaba la figura del guía astuto y malicioso, lleno de ingenio y capaz de engañar, el oficio de ayudar y conducir al ciego solía acompañarse con el gesto de caridad y fidelidad. El pícaro era y ha sido secularmente más bien la excepción; la postura obligada por imperiosa necesidad o por irreflexión juvenil.

En la versión corriente y en el contexto social no siempre el acompañante se identificaba con el jovenzuelo; a lo sumo, éste era acompañante de oficio, como «mozo de ciego». De forma aislada y esporádica, sin calidad de servicio permanente para la mendicidad, cualquiera podía guiar al ciego; entonces como hoy.

Prescindiendo de connotaciones sociales, está claro que de siempre se tenía en mente otra referencia bíblica mucho más próxima al ciego y a su guía que la del «pobre Lázaro». El texto del Evangelio no podía pasar desapercibido para nadie que contemplase un traspiés del ciego. «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en la fosa?». La versión de Lucas, en el contexto del sermón del monte, tiene alcance de máxima. Sin llegar a tanto, el sentido en Mateo es fundamentalmente idéntico (Lc 6, 39; Mt 15, 14; cf. S 1, 8, 3; 2, 18, 2; Ll 3, 39).

JC no hace otra cosa que trasladar al ámbito espiritual una experiencia social verificada en la vida ordinaria. Naturalmente, de ahí arranca cuando asume el símil del «lazarillo». Para él, como para cualquier maestro espiritual, la traslación de sentido se apoya en el texto evangélico. Las aplicaciones concretas derivan, no obstante, de la observación personal. Del encuentro tantas veces acontecido con el «mozo de ciego», con el «lazarillo».

1. Resonancia evangélica

El sentido inmediato atribuido al texto evangélico alude a la existencia de maestros incompetentes e incapacitados que pretenden orientar a los demás careciendo de doctrina, rectitud o autoridad moral. Letrados, fariseos y arrogantes de cualquier especie. Frente a ellos, Jesús se autoproclama indirectamente «maestro» auténtico. Lo son también quienes autorizan con la conducta lo que enseñan de palabra y quienes penetran el sentido genuino de la «ley y los profetas». Estos son guías seguros para los demás.

Resulta sorprendente la identidad de postura entre fray Juan y Jesús. El humilde frailecillo se arroga una autoridad moral que contrasta con su temperamento recatado y comedido. Cuando se enfrenta a los directores espirituales incompetentes adopta un tono imperativo y autoritario y en primera persona, con el uso explícito del “yo”. Les increpa sin miedo a la réplica o desmentido. Está seguro de que nadie se le va a encarar y preguntar por sus credenciales de maestro consumado. Parece calcar la actitud de Jesús cuando preguntaba a los letrados: «¿Puede un ciego guiar a otro?». Basta repasar los textos más significativos de la Subida y de la Llama para comprobar la autoridad con que fray Juan denuncia a los «ciegos que quieren guiar a otros ciegos»; son los malos lazarillos.

Concluye su varapalo a los maestros espirituales incompetentes con estas palabras dirigidas a quienes se oponen al seguimiento auténtico de Cristo: «Como ellos no entran por la puerta estrecha de la vida, tampoco dejan entrar a los otros. A los cuales amenaza nuestro Salvador por san Lucas diciendo: “¡Ay de vosotros que tomasteis la llave de la ciencia, y no entráis vosotros ni dejáis entrar a los demás!”. Porque éstos, a la verdad, están puestos en la tranca y tropiezo de la puerta del cielo, impidiendo que no entren los que les piden consejo; sabiendo que les tiene Dios mandado, no sólo que los dejen y ayuden a entrar, sino que aún los compelan a entrar, diciendo por san Lucas: “Porfía, hazlos entrar para que se llene mi casa de convidados”» (14,24); ellos, por el contrario, están compeliendo que no entren.

De esta manera, el maestro puede como un ciego “estorbar la vida del alma, que es el Espíritu Santo, lo cual acaece en los maestros espirituales de muchas maneras, que aquí queda dicho, unos sabiendo, otros no sabiendo. Mas los unos y los otros no quedarán sin castigo, porque, teniéndolo por oficio, están obligados a saber y mirar lo que hacen” (Ll 3, 62-63, S, pról, 3-4).

2. Guías peligrosos: malos «lazarillos»

Apoyado en el texto bíblico, propone dos tipologías de guías incompetentes y peligrosos. No se trata de ayudantes ocasionales, que pueden llevar inesperadamente a la hoya. Es cuestión de oficio, de maestros con obligación de realizar correcta y competentemente su cometido. No es forzoso que lleguen a la picaresca del «lazarillo» para extraviar a las almas. No hace falta para que se les califique y condene como «ciegos que guían a otros ciegos». Las dos aplicaciones sanjuanistas del guía desaconsejable tienen muy poco en común fuera del peligro a que exponen.

Directores ineptos

Por lo general, JC se encara con guías inadecuados o incompetentes cuando roza temas muy suyos, como la contemplación, el recogimiento, la noche oscura, la noticia amorosa y otros. Aprovecha entonces la ocasión para alargar sus recriminaciones a los incautos directores espirituales, cualquiera que sea el momento en que actúan.

Arranca de principios tan palmarios como estos: «Cual fuere el maestro, tal será el discípulo, y cual el padre, tal el hijo». De ahí que a quien pretende «ir adelante en el recogimiento y perfección», le conviene grandemente «mirar en cuyas manos se pone».

No es tan sencillo como se piensa, porque «para este camino, a lo menos para lo más subido de él, y aún para lo mediano, apenas se hallará un guía cabal según todas las partes que ha menester» (Ll 3, 30).

El que abunden los directores no quiere decir que sean «cabales» y desempeñen con acierto su oficio. Un poco pesimista, JC asegura que «muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas; porque, no entendiendo ellos las vías y propiedades del espíritu, de ordinario hacen perder a las almas» las unciones del Espíritu Santo, que es el auténtico guía (Ll 3,42).

Llega hasta cierto rigorismo en las exigencias postuladas. Entre los males producidos por el atrevimiento de guías ineptos recuerda el atasco en la meditación, por no entender ellos las finezas y quilates de la contemplación y los sutiles matices de la misma.

«Con ser este daño más grave y grande que se puede encarecer, es tan común y frecuente –asegura– que apenas se hallará un maestro espiritual que no le haga en las almas que comienza Dios a recoger en contemplación». Sucede que está ya el alma «serena, pacífica» en la noticia amorosa con Dios, y «vendrá un maestro espiritual que no sabe sino martillar y macear con las potencias como el herrero, y, porque él no enseña más que aquello y no sabe más que meditar, dirá: «andá, dejaos de esos reposos, que es ociosidad y perder tiempo, sino tomá y meditá y haced actos interiores, porque es menester que hagáis de vuestra parte lo que en vos es, que esotro son alumbramientos y cosas de bausanes». En lugar de caminar y llegar al término, lo que hacen es retroceder, «volver atrás» al pobre ciego espiritual (Ll 3, 43; cf. S 2, 13-14; N 1, 9-10).

Desentendiéndose momentáneamente del necesitado, arremete contra esos «mozos de ciego» desaprensivos.

«Si no saben guiar a las almas – increpa – déjenlas y no las perturben». No olviden que el «principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos sino el Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada una» (Ll 3, 46).

Es punto fundamental que define, sin confusión posible, buenos y malos guías. Por eso insiste el Santo: «Conténtense los que las guían en disponerlas para esto (la comunicación divina) según la perfección evangélica, que es la desnudez y vacío del sentido y espíritu, y no quieran pasar adelante en edificar, que ese es oficio del Padre de las lumbres, de donde desciende toda dádiva buena y don perfecto» (Ll 3, 4749).

Ignorancia y falta de experiencia son las razones fundamentales del mal comportamiento. Se atreven muchos maestros a imponer a todas las almas métodos y caminos inadecuados, por el simple hecho de que ellos no conocen otros. No quedan justificados. Al contrario, cometen desacato a las almas e injuria a Dios, por ello no quedarán impunes, se atreve a pronosticar fray Juan. «No saben éstos qué cosa es espíritu; hacen a Dios grande injuria y desacato metiendo su tosca mano donde Dios obra» (Ll 3, 54).

Ni siquiera les justifican la buena intención ni el celo sincero. No son motivos suficientes para obrar con temeridad. Prosigue fray Juan cerrando escapatorias de exculpación: «Pero éstos por ventura yerran por buen celo, porque no llega a más su saber. Pero no por eso quedan excusados en los consejos que temerariamente dan sin entender primero el camino y espíritu que lleva el alma, y, no entendiéndola, en entremeter su tosca mano en cosa que no entienden, no dejándola a quien la entienda. Que no es cosa de pequeño peso y culpa hacer a un alma perder inestimables bienes, y a veces dejarla muy bien estragada por su temerario consejo» (Ll 3, 56).

La conclusión tajante que saca fray Juan de sus observaciones y consideraciones no puede ser más nítida: «Deben, pues, los maestros espirituales dar libertad a las almas, y están obligados. a mostrarles buen rostro cuando ellas quisieren buscar mejoría, porque no saben ellos por dónde querrá Dios aprovechar a cualquier alma, mayormente cuando ya gusta de su doctrina, que es señal que no la aprovecha, porque o la lleva Dios adelante por otro camino que el maestro la lleva, o el maestro espiritual ha mudado estilo, o los dichos maestros se lo han de aconsejar; y lo demás nace de necia soberbia y presunción o de alguna otra pretensión» (Ll 3, 61).

Todo esto es materia de consideración suscitada en la pluma sanjuanista por la figura del «mozo de ciego», que no sabe cumplir con responsabilidad su cometido. Los maestros espirituales ignorantes o atrevidos son ciegos que guían a ciegos con riesgo de llevarles a la fosa. Cada uno en particular ejerce de «lazarillo» y tiene su modo y su estilo.

Maestros con mal estilo

Nada mejor para juzgar del buen o mal proceder en la dirección de las almas que tener criterios seguros sobre las normas queridas por Dios para el crecimiento espiritual. JC las ha sintetizado con su proverbial competencia. Arranca de este fundamento: «Para mover Dios al alma y levantarla del fin y extremo de su bajeza al otro fin y extremo de su alteza en su divina unión, halo de hacer ordenada y suavemente y al modo de la misma alma». Eso se llama «el estilo que Dios tiene en comunicar al alma los bienes espirituales».

Ese estilo divino se acomoda a estos criterios básicos: sigue el orden establecido en la creación, según san Pablo (Rom 13,1); dispone todas las cosas con suavidad, según Sabiduría (8.1), y «mueve todas las cosas al modo de ellas», en consonancia con adagio teológico. Dado que Dios es el «principal agente y guía», los secundarios o por él designados deben acomodarse a su «estilo» (S 2, 17, 2; Ll 3, 29; 3, 44. 46, etc.).

Por desgracia no siempre es así. Abundan maestros y directores espirituales que siguen otro estilo, de manera especial cuando han de habérselas con almas favorecidas de visiones o gracias especiales. En lugar de llevarlas por el camino de la fe, por donde irían seguras, las empujan por sendas peligrosas. Son también «ciegos que guían con riesgo a otros ciegos».

Pecan habitualmente de credulidad y necesitan alguien que les oriente a ellos. JC se alarga en esa materia es «por la poca discreción que ha echado de ver en algunos maestros espirituales». En su vida se han cruzado muchos «credulones» de esta catadura. Cayeron con frecuencia en las tretas o «picaresca» de beatas y alumbrados.

El afán o gusto por cosas maravillosas y singulares confunde fácilmente. Sucede, a veces ahora, lo que era frecuente en la época sanjuanista: «Asegurándose –los maestros espirituales– acerca de las dichas aprehensiones sobrenaturales, por entender que son buenas y de parte de Dios, vinieron los unos y los otros a errar mucho y hallarse muy cortos, cumpliéndose en ellos la sentencia de Nuestro Salvador, que dice: “Si caecus caeco ducatum praestet, ambo in foveam cadunt”; que quiere decir: Si un ciego guiare a otro ciego, entrambos caen en la fosa. Y no dice que ”caerán” sino que “caen”, porque no es menester esperar que haya caída de error para que caigan; porque sólo el atreverse a gobernarse el uno por el otro ya es yerro, y así ya sólo en eso caen cuanto a lo menos y primero, porque hay algunos que llevan tal modo y estilo con las almas que tienen las tales cosas, que las hacen errar, o las embarazan con ellas, o no las llevan por camino de humildad, y las dan mano a que pongan los ojos en alguna manera en ellas: que es causa de quedar sin verdadero espíritu de fe, y no las edifican en la fe, poniéndose a hacer mucho lenguaje de aquellas cosas» (S 2, 18, 2).

Es un modo perjudicial de «engolosinar» a las almas, que produce muchos daños espirituales, según demuestra a continuación el Santo. Pero lo que le interesa destacar en el caso es «ese estilo que llevan algunos confesores con las almas, en que no las instruyen bien». Confiesa ser «cosa dificultosa dar a entender cómo se engendra el espíritu conforme al de su padre espiritual oculta y secretamente» (S 2, 18, 3).

Analiza en detalle dos tipologías del mal estilo: en primer lugar, se coloca «al padre espiritual inclinado a espíritu de revelaciones»; luego, «sin hilar tan delgado», el confesor –inclinado o no a eso– pero que «no tiene recato» y en lugar de «desembarazar al alma y desnudar el apetito de su discípulo en estas cosas, antes se pone a platicar de ello con él». Para ambos casos es idéntico el diagnóstico sanjuanista; en ambas formas de actuar se «podrá hacer harto daño». Todos, guías y ciegos –maestros y discípulos–, corren grave riesgo de caer en la fosa (Ib. nn.6-8).

La referencia bíblica que apunta a la eventualidad de esa caída se presta favorablemente a la extensión plural del «mozo de ciego», tal como en la aplicación sanjuanista a los confesores, maestros y directores espirituales. En tales casos se diluye bastante la figura alegórico-simbólica del «lazarillo». Resulta mucho más plástica y evocadora cuando se proyecta como persona o individuo concreto.

El demonio y la propia presunción

En algunos lugares de las páginas sanjuanísticas la figura del guía de ciego resulta marginal o de simple aplicación; en otros es ejemplificación directa y muy gráfica. Relacionada además con puntos esenciales de la propia síntesis. A la primera categoría pertenecen dos adaptaciones del símil. Prolongan doctrinalmente las consideraciones sobre los «directores» espirituales presentados como «guías ciegos». «Los ciegos que podrían sacar al alma del camino son tres, conviene a saber: el maestro espiritual, el demonio y ella misma». El primero es el que queda estudiado en la forma plural de «maestros espirituales» con mal estilo.

El demonio irrumpe siempre en los escritos sanjuanistas como engañador. Es enemigo más difícil de identificar precisamente por su astucia. «Sus ardides -repite fray Juan- son muy dificultosos de descubrir». Está claro que no guía nunca hacia la dirección correcta; lleva siempre por mal camino buscando intencionadamente la caída en la fosa. Es por fuerza representación del «lazarillo» peligroso, del guía a evitar.

Recuerda a propósito de esta condición diabólica: «El segundo ciego, que dijimos, podría empachar al alma en este género de recogimiento es el demonio que quiere que, como él es ciego, también el alma lo sea». Actúa por envidia y pesar, procurando «poner cataratas y nieblas» a fin de extraviar. Produce «gravísimos daños, haciendo al alma perder grandes riquezas». Con «un poquito de cebo, como al pez», la saca del «golfo de las aguas sencillas del espíritu». Naturalmente, la consideración de «ciego» es atribuida al demonio desde el enfoque concreto aquí perseguido por el Santo. Describe con insólita agudeza la sagacidad con que sabe insinuarse incluso en almas muy aventajadas. No insiste, por eso, en la aplicación del «mozo de ciego» (Ll 3, 63-65).

Resulta igualmente marginal y acomodaticia la consideración del alma como «lazarillo». Ella es más bien el «ciego» a quien debe guiarse y ayudarse. Únicamente en cuanto es capaz de engañarse y desorientarse puede aplicársele el símil del «lazarillo». Es lo que hace en el mismo marco del demonio JC.

«El tercer ciego –además del maestro espiritual y del demonio– es la misma alma, la cual, no entendiéndose, ella misma se perturba y se hace daño». Eso suele suceder cuando Dios interviene secretamente y la quiere llevar por caminos a ella desconocidos y extraños, como el vacío, la soledad, la contemplación. Dios «porfía por tenerla callada y quieta», mientras ella se empeña en trabajar con la imaginación y el discurso. Quiere sustituir a Dios y obrar por sí misma; con lo que avanza poco. Resulta la otra escena tan típicamente sanjuanista: la del niño o muchacho que, queriéndole llevar su madre en brazos, él va gritando y pateando por irse por su pie.

La conclusión es siempre la misma: «Déjese el alma en las manos de Dios y no se ponga en sus propias manos ni en las de estos otros dos ciegos –maestro y demonio– que, como esto sea y ella no ponga las potencias en algo, segura irá» (Ll 3, 67). Como decir: el único guía seguro, el «lazarillo fiel», es únicamente Dios.

El «ciego apetito»

Es natural al hombre guiarse por el gusto que encuentra en las cosas o por la razón que dirige los actos. Obrar de otro modo resulta irracional o insensato. Es uno de los criterios de actuación divina el respetar las leyes de la naturaleza, según recuerda fray Juan (S 2, 17, 2).

Situándose en otro plano, el de la vida espiritual orientada a la santidad, resulta que ni el gusto ni la razón son «guías» convenientes. De no contar con otros, se corre el riesgo grave del despiste. Existe conexión natural entre apetito o apego sensible, y orientación racional. También es claro, en la visión sanjuanista, que con frecuencia el gusto o apetito sensible se sobrepone a la razón y la doblega. Ahí está el peligro más serio.

Sólo la fe revela a Dios, vivo y verdadero, como es. Por lo mismo, sólo la luz de la fe puede guiar con seguridad hasta su posesión plena. Pero la fe coloca al hombre en el plano sobrenatural y le proporciona la capacidad que no tiene a nivel puramente natural. Para llegar a la unión con Dios es necesario contar con medios adecuados y proporcionados. No existen en el orden estrictamente natural.

Arrancando de estas consideraciones, JC denuncia la incapacidad radical del gusto o apetito para hacer de «guía» en el camino que lleva a Dios. Razona su postura de la manera siguiente. Cuando las potencias del hombre se dejan dominar por la tendencia del sentido y del apetito no pueden recibir la iluminación divina. Están como el aire oscurecido por «vapores que no dejan lucir el sol»; como «el espejo tomado del paño”; como «el agua envuelta en cieno”. En semejante situación, asegura fray Juan: «Ni el entendimiento tiene capacidad para recibir la ilustración de la sabiduría de Dios, como tampoco tiene el aire tenebroso para recibir la del sol, ni la voluntad tiene habilidad para abrazar en sí a Dios en puro amor, como tampoco la tiene el espejo que está tomado del vaho para representar claro en sí el rostro presente, y menos la tiene la memoria que está ofuscada con las tinieblas del apetito para informarse con serenidad de la imagen de Dios, como tampoco el agua turbia puede mostrar claro el rostro del que se mira” (S 1, 8, 2).

La ejemplificación le sirve al Santo para demostrar que los apetitos «oscurecen y ciegan al alma». No debe olvidarse, para seguir su argumentación, la óptica desde la que habla de «apegos y apetitos». Fiel a la misma, puede certificar que el «apetito» es mal guía, un «mozo de ciego» que aparta del camino en lugar de conducir por él con seguridad.

«Ciega y oscurece el apetito al alma, porque el apetito en cuanto apetito, ciego es; porque, de suyo, ningún entendimiento tiene en sí, porque la razón es siempre su mozo de ciego. De aquí es que todas las veces que el alma se guía por su apetito, se ciega, pues es guiarse el que ve por el que no ve, lo cual es como ser entrambos ciegos. Y lo que de ahí se sigue es lo que dice Nuestro Señor por san Mateo: “Si caecus caeco ducatum praestet, ambo in foveam cadunt” (Mt 15,14); si el ciego guía al ciego, entrambos caerán en la hoya”.

Símil, contenido y aplicación se completan con otras figuras simpáticas muy frecuentadas por la pluma sanjuanista y teresiana. De poco le sirve a la mariposilla el tener ojos; «el apetito de la hermosura de la luz la lleva encandilada a la hoguera». Quien se deja guiar por el «mozo del apetito» es «como el pez encandilado, para que no vea los daños que los pescadores le aparejan», y concluye fray Juan: «Eso hace el apetito en el alma, que enciende la concupiscencia y encandila al entendimiento de manera que no pueda ver la luz».

Se detiene con cierta morosidad barroca a justificar su razonamiento para que no quede duda alguna: «La causa del encandilamiento es que, como –el apetito– pone otra luz diferente delante de la vista, ciégase la potencia visiva en aquella que está entrepuesta y no ve la otra; y como el apetito se le pone al alma tan cerca, que está en la misma alma, tropieza en esta luz primera y cébase en ella, y así no la deja ver su luz de claro entendimiento, ni la verá hasta que se quite de enmedio el encandilamiento del apetito» (Ib. n. 3).

Conocido el papel fundamental de esta doctrina en la síntesis sanjuanista, el recuerdo del «lazarillo», figurando el apetito desordenado, adquiere resonancia pedagógica muy evocadora. Ayuda a recordar la enseñanza capital del Santo a este propósito: si los espirituales tuviesen cuidado de poner la mitad de su trabajo de ascesis en negar los apetitos «aprovecharían más en un mes que por todos los demás ejercicios en muchos años» (Ib. n. 24).

3. «Mozos de ciego» de plena confianza

La vertiente positiva del «mozo de ciego» en la referencia bíblica (insinuada por oposición a quien puede conducir a la fosa) está más destacada en la semántica del «lazarillo». El pícaro de Tormes es excepción; hasta cierto punto, deformación profesional. Lo corriente es considerar al «mozo de ciego» como apoyo seguro, guía competente y ayuda en la necesidad. La situación precaria y compadecida del ciego lleva a la visión risueña del «lazarillo».

Así prefiere verlo también JC sus escritos, como lo contempló con sus ojos en muchas ocasiones. Nada extraño, por lo mismo, que para él quien mejor queda figurado en el símil del lazarillo es Dios.

Tan natural es considerar a Dios como guía infalible y absolutamente seguro, que no se necesita buscarle figuraciones. Basta pensar en su bondad y en su omnipotencia para reconocerle como «principal guía, agente y movedor de las almas». Él es el principal, lo que supone reconocer otros secundarios. Son los maestros espirituales. Son pocos los guías «cabales según todas las partes», según ha hecho ver fray Juan. También se dan algunos excelentes. A sí mismo se considera de ese número.

Dios, «primero y principal guía»

La aplicación a Dios del símil «lazarillo» está íntimamente vinculada en la referencia pedagógica, en el contenido doctrinal y en la misma figuración literaria a otras comparaciones de inconfundible sabor sanjuanista, como es el caso de Dios-madre tierna que lleva en brazos al  niño tierno o le aveza a caminar por su pie. No hace al caso aquí un recuento de símiles afines. Basta ceñirse al que se recuerda en estas páginas.

Está claro también que la insistente atribución a Dios del papel de «guía y agente» no formula de manera explícita la analogía con el «lazarillo». Las más de las veces está apenas insinuada de manera velada (Ll 3, 47). No debe olvidarse tampoco que la atribución se refiere unas veces a Dios en general y otras de manera particular y concreta a las personas de la Trinidad. No se recuerda, con todo, texto alguno en que se proponga para el Hijo o el Espíritu Santo la figura del «lazarillo»-«mozo de ciego» (Ll 2, 1).

Está reservada para Dios en general, o Dios-Padre. Aparece el símil en dos textos paralelos, notablemente distanciados redaccionalmente, como Noche y Llama. El paralelismo afecta al argumento doctrinal allí desarrollado. Se trata de confrontar la situación del alma cuando camina a Dios por la meditación y cuando Dios la lleva por la contemplación o «noticia amorosa». La postura del Santo es idéntica en esos textos y en otros muy próximos, pero establece comparación explícita con el «mozo de ciego» únicamente en los dos lugares, que se señalan a continuación.

En la Llama introduce el símil precisamente para contraponer el modo divino de llevar a las almas y el de los «tres ciegos» que pueden extraviarlas –maestros espirituales, demonio y la misma alma. Introduce el tema con la siguiente aclaración: «Advirtiendo, pues, el alma que en este negocio es Dios el principal agente y mozo de ciego que la ha de guiar por la mano a donde ella no sabría ir, que es a las cosas sobrenaturales (que no puede su entendimiento ni voluntad ni memoria saber cómo son) todo su principal cuidado ha de ser mirar que no ponga obstáculo al que la guía según el camino que Dios le tiene ordenado en perfección de la ley de Dios y la fe… Y este impedimento le puede venir si se deja guiar y llevar de otro ciego…, conviene a saber, el maestro espiritual, el demonio y la misma alma» (Ll 3, 29).

Suele suceder que no siempre se percibe con claridad la acción divina o se la supone tan cómoda y sencilla que elimina todo esfuerzo. Dios conduce por camino seguro, pero a «oscuras» de lo que es la luz de la razón natural. Exige disposiciones que son exigencias penosas.

La intervención de Dios se produce cuando ha caído sobre el alma «una espesa y pesada nube, que la tiene angustiada y ajenada». No se debe a culpas o infidelidades; al contrario, el alma ya ha conseguido dominar los apetitos y dominado las afecciones y movimientos que la ataban al sentido. Cuanto «va más a oscuras y vacía de sus operaciones naturales, va más segura», aunque no vea cómo.

En esa situación, contradictoria en apariencia, es cuando llega el «mozo de ciego» para guiarla «a oscuras y segura». «En el tiempo de las tinieblas si el alma mira en ello, muy bien echará de ver cuán poco se le divierte el apetito, y las potencias a cosas inútiles y dañosas, y cuán segura está de vanagloria, soberbia y presunción vana y falso gozo, y de otras muchas cosas. Luego bien se sigue que, por ir a oscuras, no sólo no va perdida, sino muy ganada, pues aquí va ganando virtudes» (N 2, 16, 3).

Oscurecido el apetito, secas y apretadas las aficiones, inhabilitadas las potencias para cualquier ejercicio interior, el desconcierto parece inevitable. JC avisa a quien se halla en tal coyuntura espiritual: «No te penes por eso, antes tenlo por buena dicha». Es que «Dios tomando la mano tuya, te guía a oscuras como a ciego, a donde y por donde tú no sabes, ni jamás con tus ojos y pies, por bien que anduvieran, atinaras a caminar». Al ciego se le ha confiado a un «lazarillo» experto que no puede fallar (Ib. n. 7).

Desde esta perspectiva, se impone la conclusión de fray Juan: «Cuando el alma va aprovechando más, va a oscuras y no sabiendo». Es ciego dócil el que avanza rápidamente porque se deja llevar sin resistencia. Para caminar a prisa y seguro es necesario que el «lazarillo» sea diligente y atento, pero también el «ciego» cumpla su papel con docilidad y confianza. Repetirá JC que el «ciego para que sea buen ciego ha de ir a oscuras». En el fondo, todo se resuelve con la certeza de quien se pone totalmente confiado en las manos de Dios, porque «siendo Dios el maestro y guía de este ciego del alma, bien puede ella, ya que le ha venido a entender, como aquí decimos, con verdad alegrarse y decir: “a oscuras y en segura”». Efectivamente, el símil del lazarillo cuadra a la perfección para entender el sentido profundo encerrado en el magnífico verso de la Noche oscura. (Ib. n. 8).

La fe, «lazarillo» seguro

La referencia figurativa del símil «lazarillo» al demonio, al director espiritual y al alma, en cuanto personificaciones directas, resulta relativamente simple, con aproximación a la alegoría. En el caso de Dios, aunque también de índole personal, se hace en una trama figurativa que se inserta de manera bastante inmediata en el símbolo básico de la «noche oscura».

Dios se presenta como «mozo de ciego», produciendo ceguera y oscuridad en la capacidad natural, precisamente a través de una luz cegadora: la contemplación que se resuelve en «noche oscura». En la misma línea se coloca la aplicación figurativa a «razón-apetito», pero en sentido inverso al caso de Dios, por cuanto el «apetito de por sí es ciego». Las referencias personificadas resultan «mozos de ciego», mientras el «apetito» es el ciego. Se vincula al símbolo de la «noche oscura», en cuanto necesita oscurecerse y cegarse para poder ser guiado convenientemente.

En idéntica óptica se sitúa la figuración de la fe como «lazarillo». Al igual que el «apetito-razón» se considera capacidad, fuerza propia de la persona, no la persona en sí misma. Por otra parte, se coloca en íntima conexión con la «oscuridad» o la «noche. Sin duda alguna, es la figuración más original y de contenido más denso dentro de la tipología del «mozo de ciego». Supera literariamente el alegorismo para insertarse en el simbolismo.

La centralidad de la fe en la síntesis sanjuanista es bien conocida. Asociarla al símil del lazarillo equivale a extender considerablemente el alcance de esta figura, en apariencia tan banal. No hace al caso alargar aquí las consideraciones relativas al problema de la fe. Bastará insinuar la representación ofrecida por medio del símil estudiado.

Se enmarca fácilmente en la visión sanjuanista de la unión como meta de la vida cristiana. Para llegar a ese término no existe otro camino seguro que el de la fe. Conduce con seguridad al término del viaje, aunque parezca que se avanza a oscuras. Comparada la fe con la luz de la razón natural, parece «media noche». En presencia de la fe, asegura fray Juan, la luz de la inteligencia natural «está ciega». La fe deja al hombre a oscuras «porque priva de la luz racional, o, por mejor decir, la ciega» (S 2, 2,2).

Hablar de la fe en tales condiciones, como de «mozo de ciego», parece un contrasentido. Es indiferente que literaria y lingüísticamente se considere una antítesis, una paradoja o incluso un oxímoron. A nivel conceptual quedan superadas esas figuras de lenguaje. JC no se cansa de repetir que para llegar a la unión divina «el entendimiento ha de ser ciego y a oscuras en fe, solo». En consecuencia, puede «caminar por la oscuridad de la fe, tomándola por guía de ciego» (S 2, 1, 2).

Son conocidos los razonamientos sanjuanistas para demostrar que la fe es «noche oscura» para el alma, pese a ser luz. Manifiesta verdades que no tienen proporción con el entendimiento humano y superan su capacidad y luz natural. Resulta entonces que, por su exceso, la luz de la fe produce tiniebla y ciega, a manera del sol, respecto a cualquier otra luz.

Desde esta perspectiva, la luz cegadora de la fe «cuanto más la oscurece al almamás luz la da de sí, porque cegando la da luz». Dándose perfecta cuenta de la aparente incongruencia, concluye su razonamiento: «Admirable cosa es que, siendo tenebrosa … con su tiniebla alumbra y da luz a la tiniebla del alma» (S 2, 3, 5).

Por esta inversión de términos resulta que quien parece «ciego (la fe) se convierte en guía de mozo y, a la inversa, el alma-luz de la razón, de guía se vuelve ciego». De esta manera cobra sentido el símil del lazarillo aplicado a la fe. Para «ser bien guiada el alma a Dios por fe» insiste JC debe de «estar a oscuras». A buen lazarillo, buen ciego.

Bien asentado que la fe es luz para el camino y, por lo mismo guía seguro, lazarillo fiel, al Santo le urge dejar bien claro la necesidad de dejarse guiar, no oponiendo resistencia con agarrarse a otra luz-guía. Eso es ser buen ciego.

Si quiere avanzar el alma, debe desechar otras luces y quedarse a «oscuras, así como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a otra cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que la hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no viene a lo que es más, que es a lo que enseña la fe» (S 2, 4, 3).

Remata sus consideraciones con el recurso directo al lazarillo, cuya función se corresponde figurativamente con la de la fe. Merece la pena leer íntegro el texto: «El ciego, si no es buen ciego, no se deja guiar del mozo de ciego, sino que, por un poco que ve, piensa que por cualquier parte que ve, por allí es mejor ir, porque no ve otras mejores; y así puede hacer errar al que le guía y ve más que él, porque, en fin, puede mandar más que el mozo de ciego. Y así, el alma, si estriba en algún saber suyo o gustar o saber de Dios, como quiera que ello, aunque más sea, sea muy poco y disímil de lo que es Dios para ir por este camino, fácilmente yerra o se detiene, por no se querer quedar bien ciega en fe, que es su verdadero guía» (S 2, 4, 3).

En ningún otro lugar llega la pluma sanjuanista a pintar con tal realismo la figura del ciego recalcitrante frente a su lazarillo. El primero abusa de su autoridad moral para imponer caminos peligrosos, sin dejarse convencer del «mozo» con ojos claros. Seguramente que presenció en más de una ocasión el animado discutir y porfiar de la clásica pareja. Acaso a ningún contemporáneo se le ocurrió trasladar la escena al ámbito de la vida espiritual. Menos aún servirse de ella para simbolizar la relación entre razonamiento humano y luz de la fe. Se necesitaba la penetración sanjuanista en los recónditos senos del espíritu para llegar a esa genial transmutación.

Nadie ignora la importancia concedida a la vida teologal en el magisterio sanjuanista. También es de sobra conocido que la aportación más original en esa parcela se refiere a la fe. Es el gran maestro de la fe. De ahí la porfía por estudiar ese capítulo de su espiritualidad.

No podía ser menos. Hablar de la fe implicaba necesariamente conectar con las otras virtudes teologales. La estructura fundamental de la Subida del Monte Carmelo gira en torno a la correlación virtudes y potencias del alma. La extensión y originalidad concedida a la fe no supone desviación alguna en el enfoque teologal sanjuanista. Es simple acentuación en consonancia con exigencias prácticas de su pedagogía.

Para él, como para cualquier cristiano, la caridad es el centro radical de convergencia y el motor de todo el organismo espiritual. Aunque de manera incidental también la caridad se coloca en la óptica figurativa del «lazarillo». Y lo hace en compañía de la fe, pero no con la relación «ciego»-«mozo». Ambas virtudes ejercen la función de guía, por ello, de «lazarillos».

Nada mejor para rematar las diversas facetas sugeridas por el clásico símil que la página referida a la fe y. a la caridad. Reitera desde otra perspectiva la exigencia de caminar a Dios «a oscuras», no confundiéndole a él con realidades criadas.

«Dicho queda, ¡oh alma!, el modo que te conviene tener para hallar el Esposo en tu escondrijo. Pero, si lo quieres volver a oír, oye una palabra llena de sustancia y verdad inaccesible: es buscarle en fe y en amor, sin querer satisfacerte de cosa, ni entenderla más de lo que debes saber; que esos dos son los mozos del ciego que te guiarán por donde no sabes, allá a lo escondido de Dios. Porque la fe, que es el secreto que habemos dicho, son los pies con que el alma va a Dios, y el amor es la guía que la encamina; y andando ella tratando y manoseando estos misterios y secretos de fe, merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra la fe… en esta vida por gracia especial, en divina unión con Dios, y en la otra, por gloria esencial» (CB 1, 11; cf. S 2, 4, 2-3).

Ambas virtudes guían segura al alma y pueden simbolizarse en el lazarillo. Están en perfecto paralelismo. Si se trata de establecer graduación o jerarquía para determinar preeminencia, Juan es bien explícito: la fe baja a la categoría de «pies del alma». El guía, el lazarillo indefectible, es la caridad. Esto si se atiende al contenido. Desde el prisma figurativo resulta mejor caracterizada en el lazarillo la fe que la caridad.

Es lo que ha hecho JC con el «mozo de ciego». Bajo ese símil recuerda la trama fundamental del itinerario que conduce a la unión divina. Es una senda de negación y purificación en «noche oscura». Dios es el único que conduce por ella con absoluta seguridad. Se sirve, no obstante, de mediaciones; pone a disposición del hombre «mozos de ciego», lazarillos para que le guíen con fidelidad. Algunos cumplen a la perfección su cometido, como la fe y la caridad; otros no siempre aciertan, aunque de por sí deberían esmerarse, como los confesores, directores y maestros espirituales; de algunos lazarillos jamás conviene fiarse; inevitablemente llevarán a la fosa; tales: el apetito sensual, el demonio y la propia presunción. JC se produce en materia con tal aplomo y desenfado que, sin confesarlo de palabra, se tiene por «lazarillo» seguro y competente.

BIBL. – E. PACHO, “Símiles de la pedagogía sanjuanista: el lazarillo “mozo de ciego”, en MteCarm 98 (1990) 527.

E. Pacho

Jornalero Mercenario

No deja de sorprender un vocablo de tan recio sabor social en la pluma de fray Juan. Lo coloca al lado de otros de idéntico campo semántico, como mercenario, criado, doméstico, siervo, esclavo. Choca con la imagen, tan arraigada, que contempla a fray Juan como un santo celestial y divino, aislado de su entorno social, evadido de la realidad circundante; poco menos que insensible a la situación que le rodeaba en su Castilla natal o en su Andalucía de adopción. Se trata de un tópico difundido y acogido entre quienes no han frecuentado asiduamente y con los ojos abiertos los escritos del maestro espiritual.

Es potente y variada en éstos la resonancia del mundo ambiental, aunque no entra en su proyecto pedagógico describir situaciones sociales concretas; menos aún, proponer soluciones para remediar defectos y carencias de las mismas. Lo que él persigue es enseñar los caminos del espíritu iluminando puntos poco claros y poco conocidos. Cuando juzga necesario o conveniente ilustrar su pensamiento con referencias concretas al contexto ambiental en que se mueve, lo hace sin escrúpulos ni melindres, aunque las ejemplificaciones pongan en evidencia realidades sociales para él desagradables, e incluso de malos recuerdos. No es algo excepcional esta referencia. Bastará recordar la del  “lazarillo”

El mundo del trabajo

La iniciación infantil en algunos menesteres manuales, como el de tejedor, dejó huella profunda y duradera en la mente de JC. En sus años maduros evocará aquellos recuerdos, trayendo complacido a su pluma «los diversos oficios», siempre a servicio del magisterio espiritual. Asegura que, como en las artes y oficios se va progresando poco a poco, otro tanto sucede en la vida del espíritu (N 2, 16, 8). Tan contraproducente es en este campo, como en el del trabajo y del arte, que quien no domina más que un oficio se empeñe en ejercer varios, cosa frecuente en directores y maestros espirituales (Ll 3, 62-634). Títulos, estados y oficios se ordenan, por lo mismo, a un trabajo concreto, por lo que contribuyen al ordenamiento de la sociedad y a su desarrollo. Las categorías sociales se establecen precisamente por trabajos y oficios diversificados. Entre ellos, hay también clases y grados, como son las «mayorías» y los oficios o profesiones humildes (S 1, 4, 6; 3, 18).

A cada uno le incumbe un trabajo específico, según su oficio, o, lo que es lo mismo, cada persona emplea sus capacidades y su quehacer en un trabajo correspondiente a un oficio. Hay uno que es, o debe de ser, común a todos los que buscan a Dios: el amarle sobre todas las cosas. No tener otro oficio ni otro ejercicio, es la prueba o demostración de que ninguna otra actividad aparta de él. En esta perspectiva se coloca JC al hablar del trabajo y de los oficios (CB 2).

El trabajo es ley de vida, pero no siempre está en función de un título u oficio. Se realiza normalmente como medio de ganarse la existencia por cuenta propia o a cargo de otros, como el tejedor, el «oficial de hierro» o el gañán, trabajos recordados explícitamente por JC (S 1, 7, 1; 2, 8,5; CB 32, 2). En cualquier caso, el trabajo exige fatiga y esfuerzo, por lo que resulta penoso. Se aprecia su condición, normalmente desagradable, por la holganza y el descanso, siempre apetecibles Las observaciones de JC sobre estos componentes y estos aspectos del trabajo son agudas y oportunas, aunque se hacen en una óptica espiritual.

Ese enfoque general, siempre presente, no es impedimento para comprobar cómo el autor conoce y aplica con precisión otro factor vinculado al trabajo y a sus diferentes categorías. Aunque JC intercambia con frecuencia el trabajo del esclavo, del siervo y del criado, matiza oportunamente lo que es específico de cada uno de estos títulos y estados. El aspecto que aquí interesa es el que afecta a la recompensa o paga por el trabajo. A este respecto, se comprueba una clara distinción entre dos categorías de trabajadores y su aplicación a la pedagogía espiritual: una hace referencia a situaciones o estados permanentes, como en el caso del esclavo, del siervo y del criado; otra considera más directamente el trabajo en su dimensión de fatiga y recompensa o salario, como en el caso del mercenario y del jornalero.

Un siervo «tirano»: el apetito

Por una de tantas antítesis, típicas del lenguaje sanjuanista, el apego o apetito ejerce unas veces como esclavo o siervo, y otras, como déspota o tirano. En el léxico del autor se usan como afines los términos «esclavo», «siervo» y «criado», lo que no impide un empleo riguroso, que define con precisión el significado de cada uno de ellos. El «esclavo», lo mismo que el «cautivo», se distingue por su situación de total dependencia respecto al dueño o señor, o por la carencia de libertad para decidir de su trabajo y de su vida. JC conoce esa situación o estado permanente por referencias bíblicas y también por constataciones ambientales. Las primeras proceden todas del A. T. y aluden tanto a la esclavitud personal como a la colectiva del Pueblo elegido (cf. citas bíblicas en S 1, 4, 6; CB 18, 1-2). A partir de esas dos fuentes, se establece contraposición entre el hijo, «libre», y el esclavo-cautivo, «sujeto» a su dueño o señor.

Arrancando de esa situación real, que comporta trabajo y fatiga sin salario alguno, el Santo realiza dos aplicaciones espirituales. La primera insiste en la pérdida de libertad y dominio o señorío. Son valores estimados por el mundo y dignos de aprecio. Es más, se cuentan entre los grandes bienes de que puede disfrutar el hombre. Por otra parte, «todo el señorío y libertad del mundo comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia y cautiverio». En esa dialéctica se sitúa la primera aplicación del símil sanjuanista.

Nada mejor que leer sus propias palabras: «El alma que se enamora de mayorías, o de otros tales oficios, y de las libertades de su apetito, delante de Dios es tenido y tratado, no como hijo, sino como bajo esclavo y cautivo, por no haber querido él tomar su santa doctrina, en que nos enseña que el que quisiere ser mayor, sea menor, y el que quisiere ser menor sea el mayor. Y, por tanto, no podrá el alma llegar a la real libertad del espíritu, que se alcanza en la divina unión, porque la servidumbre ninguna parte puede tener con la libertad, la cual no puede morar en el corazón sujeto a quereres, porque éste es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo» (S 2, 4,6).

La pérdida de libertad puede llegar a tanto que se inviertan los papeles: que el sentido y el apetito se levanten contra el espíritu y logren dominarle tiránicamente. Es la segunda aplicación propuesta bajo ese símil por JC. Su razonamiento arranca de otra figura familiar a su pluma, aunque de ascendencia platónica. El alma se halla como si fuera un gran señor en una cárcel: la del cuerpo. A veces su situación es semejante a la del señor «sujeto a mil miserias y que le tienen confiscados sus reinos, e impedido todo su señorío y riquezas, y no se le da de su hacienda sino muy por tasa la comida». Prolongando la alegoría, añade el texto sanjuanista que es fácil comprender lo que sentiría quien se encontrase en tal situación: «Cada uno lo echará bien de ver, mayormente aun los domésticos de su casa no le estando bien sujetos, sino que a cada ocasión sus siervos y esclavos, sin algún respeto, se enderezarán contra él, hasta querer cogerle el bocado del plato».

Esta descripción tan gráfica le sirve al gran Maestro espiritual para recordar que, en ciertos momentos, relativamente avanzados de la vida espiritual, «cuando Dios hace merced al alma de darle a gustar algún bocado de sus bienes y riquezas, que le tiene aparejadas, luego se levanta en la parte sensitiva un mal siervo de apetito, ahora un esclavo de desordenado movimiento, ahora otras rebeliones de esta parte inferior, a impedirle este bien». La sensualidad se vuelve un «rey tirano». En semejante lance, «se siente el alma estar como en tierra de enemigos y tiranizada entre extraños y como muerta entre muertos». Le faltó poco para escribir: «esclava en tierra de moros». Desde esta perspectiva, los afectos y apetitos desordenados, en lugar de «esclavizar» al alma, la tiranizan (CB 18, 1-2; cf. S 1, 4, 6).

Se trata, al fin, de idéntica realidad espiritual, formulada con doble presentación del mismo símil. Éste se prolonga o completa con la figura del criado, socialmente diferente del siervo y del esclavo. JC trató personalmente con algunos criados. Dos de ellos, a servicio de don Francisco, le llevaron cartas hasta Granada para la dirigida Ana de Peñalosa. Otro le trajo un pliego de cartas de ésta hasta la Peñuela (Ct 28 y 31). La figura y la posición del criado le era familiar desde la infancia y le acompañó a lo largo de la existencia. Le sirve de comparación para explicar cómo el apegarse a comunicaciones imaginarias sobrenaturales lleva el peligro de «juzgar de Dios baja e impropiamente».

Lo ilustra con el siguiente texto: «Pongamos una baja comparación: claro está que cuanto más uno pusiese los ojos en los criados del rey y más reparase en ellos, menos caso hacía del rey y en tanto menos le estimaba; porque, aunque el aprecio no esté formal y distintamente en el entendimiento, estálo en la obra, pues cuanto más pone en los criados, tanto más quita de su señor; y entonces no juzgaba éste del rey muy altamente, pues los criados le parecen algo delante del rey, su señor. Así acaece al alma para con su Dios cuando hace caso de las dichas criaturas» (S 3, 12, 2).

Como tantas otras, la figura del siervo-esclavo tiene también en la pluma sanjuanista aplicación de sentido antitético respecto a la precedente. Si el «siervo apetito» puede volverse tirano dominador, también puede suceder que el Omnipotente se convierta en siervo de la criatura, a quien ama con «afición de madre». El amor de Dios llega a tanto cuando da en regalar a un alma. Como pasmado ante esa realidad, escribe fray Juan: «Llega a tanto la ternura y la verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma –¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración! –, que se sujeta a ella verdaderamente para la, engrandecer, como si él fuese su siervo y ella fuese su señor. Y está tan solícito en la regalar, como si él fuese su esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!» (CB 27, 1, sigue cita de Lc 12, 37).

El jornalero y el «reposo cumplido»

Frente a la polisemia semántica y la plurivalencia figurativa de los vocablos precedentes, JC reserva un significado específico y unitario para otras dos tipologías del trabajo, reduciendo a sinonimia los términos «mercenario» y «jornalero». La raíz inspiradora del primero le viene de la Biblia, mientras el segundo arranca de la constatación sociológica de su entorno existencial. No estará demás advertir que se trata de vocablos excepcionales en su pluma y que aparecen en los mismos lugares, como versión o comentario del texto bíblico de Job 7, 2-4. Es más, “jornalero” resulta un hápax riguroso, con la particularidad de introducirse en la segunda redacción del Cántico espiritual, en sustitución del «mercenario», usado en la primera redacción de esa obra. Emparentado etimológicamente con “jornal” y “jornada”, había adquirido carta de ciudadanía en las letras castellanas antes de fray Juan, por lo que sorprende su ausencia en otros escritos suyos fuera de este lugar único (CB 9, 7; CA 9, 6). Identificando jornalero con mercenario, da a entender que atribuye a este vocablo el significado de trabajador estipendiado, preferentemente del campo. Parece excluirse el empleo como soldado que sirve a un país extranjero. No encaja ese sentido en la aplicación espiritual buscada por el Maestro.

Es idéntica en los dos textos en los que fray Juan asume el símil del mercenario-jornalero. Las modificaciones introducidas en el CB no son de tal alcance que obliguen a contar tres presencias. Se reducen a dos: la del Cántico y la de la Noche.

Se introduce en la primera obra al hablar de la situación del alma que ha vivido con intensidad la presencia del Esposo Cristo, pero inesperadamente ha constatado que se le ha ido, ha desaparecido de su vista. Le busca y desea con amor apasionado e impaciente, pero se prolonga la espera de su nueva aparición. Siente que el Amado le ha robado el corazón, pero no acaba de retenerlo, dejándola herida y penando por su nueva presencia. Manifiesta de mil maneras el ansia por el deseado encuentro, de modo que pueda hallar «reposo cumplido» en él. Aunque se trata de «una inflamación de amor» producida por el Amado, el alma no puede menos de exigir la paga o salario de su correspondencia al amor.

Lo razona de esta manera JC: «No puede dejar de desear el alma enamorada la paga y salario de su amor, por el cual salario sirve al Amado, porque, de otra manera, no sería verdadero amor, el cual salario y paga no es otra cosa, ni el alma puede querer otra cosasino más amor hasta llegar a estar en perfección de amor, el cual no se paga sino de sí mismo». Piensa el Santo que ilustra bien esa actitud un paso de Job (7, 2), citado a continuación y traducido así en la segunda escritura del Cántico: «Así como el siervo desea la sombra, y como el jornalero espera el fin de su obra, así yo tuve vacíos los meses, y conté las noches trabajosas para mí. Si durmiere, diré: ¿cuándo llegará el día, en que me levantaré? Y luego volveré otra vez a esperar la tarde y seré lleno de dolores hasta las tinieblas de la noche».

En la aplicación del texto bíblico a su propósito establece claras diferencias entre las diversas clases de trabajadores. El siervo fatigado del calor o del estío desea la sombra, el mercenario espera el fin de su obra. Ambas cosas convienen a la situación del alma apasionada con amor impaciente, pero lo más propio y específico es la segunda, ya que no ansía otro galardón. Comenta literalmente el Santo: «Donde es de notar que no dijo el profeta Job que el mercenario esperaba el fin de su trabajo sino el fin de su obra, para dar a entender lo que vamos diciendo, es a saber: que el alma que ama no espera el fin de su trabajo, sino el fin de su obra; porque su obra es amar, que es la perfección y cumplimiento de amar a Dios, el cual hasta que se cumpla, siempre está de la figura que en la dicha autoridad le pinta Job». Remata sus consideraciones con esta especie de conclusión práctica: «En lo dicho queda dado a entender cómo el que ama a Dios no ha de pretender ni esperar otro galardón de sus servicios sino la perfección de amar a Dios» (CA 9, 6).

Puede extrañar a primera vista la presencia del mismo texto bíblico cuando se habla de los aprietos y sufrimientos del alma metida en la purificación de la «noche oscura». La aparente oposición a la situación descrita en el Cántico llevaría a pensar que la referencia a Job se presta en la pluma del Santo a las más variadas acomodaciones. Lo cierto es que en este caso se ofrece una aplicación sustancialmente idéntica. Basta leer atentamente el comentario al verso «con ansias en amores inflamada», en el segundo libro de la Noche oscura, para comprobar que dibuja una situación espiritual coincidente en las líneas generales con la descrita en las estrofas 6-10 del Cántico. En ambos lugares se trata del alma enamorada, dominada por el amor impaciente o por las ansias de la inflamación amorosa. Idéntica la doctrina en ambos textos e idéntica la doctrina sanjuanista.

Sólo cambia el enfoque o perspectiva. En el Cántico se insiste en el aspecto gozoso, aludiendo marginalmente a la vertiente angustiosa o penosa; en la Noche se invierten los términos: lo que interesa es describir la dimensión catártica o purificadora de las ansias amorosas. Es un aspecto fácil de detectar en la cita de Job; por ello le sirve a fray Juan para ilustrar su pensamiento sobre la «inflamación de amor». En la traducción vuelven los vocablos típicos del «siervo» y del «mercenario», coincidiendo casi a la letra con la versión del Cántico, salvo la ausencia del «jornalero», por la razón expuesta.

Después de explicar cómo las ansias amorosas pueden ser causa de padecer y sufrir, concluye fray Juan sus reflexiones así: «De donde el ansia y pena de esta alma en esta inflamación de amor es mayor, por cuanto es multiplicada de dos partes: lo uno, de parte de las tinieblas espirituales en que se ve, que con sus dudas y recelos la afligen; lo otro, de parte del amor de Dios, que la inflama y estimula, que con su herida amorosa ya maravillosamente la atemoriza» (N 2, 11).

Galardón único

Como siempre, aspectos diversos y expresiones diferentes de la realidad espiritual terminan por encajar perfectamente en la lógica del pensamiento sanjuanista. Sería conveniente una lectura reposada del comentario al penúltimo verso de la segunda estrofa de la Llama de amor viva para constatar la síntesis armoniosa de las dos propuestas sobre el amor impaciente o la inflamación en ansias amorosas. Todo queda perfectamente integrado a partir de lo que se afirma sobre el único «galardón» propio del amar: la perfección del amor. Razona, en consecuencia, fray Juan: confesar el alma que, llegada a la unión transformante con Dios, se siente pagada de toda deuda (“toda deuda paga»), es lo mismo que decir que «siente la retribución de todos los trabajos que ha pasado para venir a este estado; en el cual no solamente se siente pagada y satisfecha, pero con grande exceso premiada» (Ll 2, 23).

En la explicación del cambio, del paso del amor impaciente al sosegado y cumplido (el cumplimiento de amar), entra la dinámica, expresada sanjuanísticamente en la dialéctica del vaciar y poseer o llenar, del más puro padecer para más alto sentir, amar y gozar. Las deudas de que el alma se siente pagada son las «tribulaciones y trabajos» pasados para purificarse y alcanzar la plenitud del amor. «De manera –apunta fray Juan– que no hubo tribulación, ni tentación, ni penitencia, ni otro cualquier trabajo que haya pasado, a que no corresponda ciento por tanto de consuelo y deleite en esta vida, de manera que pueda muy bien decir el alma: ‘y toda deuda paga’» (Ll 2, 24).

Nada queda sin paga, recompensa y galardón. Cuando el alma canta ese verso tiene experiencia de que Dios «muy bien la ha respondido a los trabajos interiores y exteriores con bienes divinos del alma y del cuerpo, sin haber trabajo que no tenga su correspondencia de grande galardón» Ll 2, 32; cf. Sal. 70, 20-21).

Lo que JC ha querido enseñar con el símil del trabajo y del jornalero es que de Dios no se ha de pretender ni esperar «otro galardón de los servicios sino la perfección de amar». Por ese jornal hay que trabajar, ésa es la paga por la que se le ha de servir; porque al fin el examen, la cuenta, será sobre el amor.

«A la tarde te examinarán en el amor». Y te pagarán por el amor.

E. Pacho

Ira

En tres de las obras sanjuanistas se hace alusión a la “ira” (S lib. 1,2 y 3; N 1 y CB 20 y 21). Y en las tres es tratada de forma diversa. En Subida alude a textos bíblicos que hablan de la “ira de Dios”. En Noche expone el alcance que tiene este  vicio capital en el  camino espiritual de los  principiantes. En Cántico cómo las “iras” pueden afectar al alma que ha alcanzado la paz interior, al encontrarse aún en un estado de  purificación. Para una visión más completa habría que tener también presentes las palabras “airar”, “enojar”, “indignar” y “patear”.

La ira de Dios. De las 10 veces que aparece esta palabra en Subida, 7 son citas de la Escritura alusivas a la “ira de Dios”, como si éste actuase al estilo del  hombre, movido por contratiempos o negativas humanas. Recuerda a  Dios recargando su enfado sobre los israelitas, por no aceptar el manjar que les ofrece, muy por encima del que ellos buscan (S 1,5,3; S 2,21,6); absorbiendo en ira los apetitos por el estrago que han hecho en el alma (S 1,8,5); recordando que es mejor la ira que la risa, cuando ésta lleva a olvidar a Dios, porque el hombre funda entonces su alegría en la vida que le va bien, siendo transitoria (S 3,18,5) o provocando la ira de Dios y no su misericordia (S 3,44,5).

La ira, vicio capital. Es al vicio que menos líneas dedica. Sólo el capítulo 5 del libro primero de la Noche, de apenas una página; pero lo suficiente como para pintar con detalle la imagen de quien se deja dominar por la ira en la vida espiritual. El cuadro que resulta es perfecto e inconfundible. La visión interior de la persona irascible queda reflejada con pocas pinceladas, precisas y seguras. Con tres posturas distintas de los principiantes en la vida espiritual.

a) Una primera característica que los distingue es por mostrarse desabridos, airados por cualquier cosilla, hasta el punto de no haber quien los sufra. Y esto tiene lugar, a veces, después de haber tenido “algún muy gustoso recogimiento sensible en la oración”, sólo porque se les acaba el gusto y el sabor (N 1,5,1). Esto produce a veces desgana, que es culpa, otras imperfección; de ésta tendrá el alma que purificarse en la  sequedad y aprieto de la  noche oscura. Obran como niños de pecho.

b) Otra pincelada es para los que se aíran contra los vicios ajenos, debido a celo; se sienten impelidos a reprender enojosamente, sintiéndose dueños de la virtud. Es entusiasmo “desasosegado” que quebranta la mansedumbre (N 1,5,2).

c) Pero como contraste están los que, al verse imperfectos, “con impaciencia no humilde se aíran contra sí mismos”. Quisieran ser un cuadro perfecto en virtudes, de colgar en la pared. “Ser santo en un día”. ¡A tanto llega su impaciencia! Todo porque sufren unas carencias: no son humildes, confían en sí, se enojan ante las caídas y además no tienen paciencia para esperar a que Dios les conceda, cuando lo crea conveniente, lo que andan buscando (N 1,5,3). Impaciencia en unos, pero en otros, “tanta paciencia en esto del querer aprovechar, que no querría Dios ver tanta en ellos” (ib.).

Impetu contra la paz. En las canciones 20 y 21 del Cántico se ofrece una visión distinta de la ira al comentar el verso “que cesen vuestras iras”. La define como “cierto ímpetu que perturba la paz”. El alma ya no se encuentra en el estado de los principiantes. Se da en ella una armonía, paz interior, pero necesitada aún de purificación. El alma no ha llegado todavía a la unión plena.

No está libre de obstáculos y dilaciones que tiene aún que superar. Puede ser atacada, perturbada desde fuera. Llama “iras” a las turbaciones y molestias de las afecciones y operaciones desordenadas” (n.17). Las compara a los leones (ib. n. 6). El Esposo los conjura y pone rienda a sus ímpetus y excesos de ira (ib. n. 7). Dios sale en su defensa, para que los efectos de la ira no toquen “el cerco de la paz y vallado de virtudes y perfecciones con que la misma alma está cercada y guardada” (ib. n. 18).

Evaristo Renedo

Inhabitación trinitaria

En el vocabulario sanjuanista está ausente el concepto de inhabitación; por el contrario, presencia, con su antónimo ausencia, forma uno de los binomios de importancia cardinal en el conjunto del pensamiento sanjuanista. El o la protagonista de sus obras –poemas y prosas– sufre y goza, sale y entra, vive y se desvive por la presencia y por la ausencia del Amado. Su eventual o velada presencia (revelación) y su permanente ausencia (transcendencia) constituyen la causa de todo el movimiento y el motivo declarado u oculto de todos los tránsitos, opciones, y comportamientos sentidos por el místico, explicados por el teólogo y recomendados por el maestro. La razón de la experiencia que se describe y la piedra angular de su expresión, tanto poética como teológica, es la presencia dada, pero incompleta, real, pero insatisfactoria.

Hacer que la presencia real se vuelva consciente, personal, libremente asumida y comprometida es su proyecto. La dialéctica presencia ausencia constituye la tensión fundamental de la obra sanjuanista. Atraviesa como armazón y como impulso vigoroso de su obra este deseo religioso (“con ansias en amores inflamada”) de la presencia de Dios; si este fervor por la presencia es visible ante todo en los poemas, no menos sucede con las técnicas para encauzarlo y darle éxito que propone. Toda búsqueda y toda pérdida, toda salida y entrada, toda aventura y desventura se miden y se motivan, se proponen, se realizan y se frustran en razón de la presencia lograda o de la ausencia sentida: todos los umbrales se trasponen buscando de noche o de día la desvelación de una presencia del Ausente.

I. Presencia de Dios en los ‘poemas’

Simbólicamente el tema se encarna y vitaliza mediante las imágenes, símbolos y alegorías de la morada ‘donde secretamente solo moras’, de ‘la interior bodega’, del ‘más profundo centro’, de ‘las profundas cavernas del sentido’, del ‘ameno huerto deseado’. Todas las tensiones bipolares que organizan la experiencia y el pensamiento sanjuanista: luz-oscuridad, alto-bajo, dentro-fuera, posesión-carencia, etc., recubren esta otra fundamental tensión presenciaausencia del Amado.

Poéticamente el tema de la presencia de Dios se va figurando mediante los diversos escenarios de encuentro y nueva búsqueda en que discurren las acciones del poema del Cántico o de la Noche. La acción de los poemas marca los grados de la presencia que se califica y perfecciona con los sucesivos cambios de escenario de la acción amorosa:

La interrogación inicial ¿A dónde te escondiste, amado? es contestada por diversas presencias que son reales aunque imperfectas hasta el fin. Siempre la dejan insatisfecha. Incluso en el fin del camino, el sosiego de su deseo es sólo relativo. Mas allá de todo umbral de esta vida queda remitida la satisfactoria presencia de Dios ausente. “Señor, Dios mío, no eres tú extraño a quien no se extraña contigo, ¿cómo dicen que te ausentas tú?”. El hombre se escapa de la presencia evidente de Dios. El se nos ha acercado de mil modos, pero el hombre ‘de su amor ha hecho ausencia y no quiere gozar la su presencia’ y vive olvidado, alienado y para tanta luz está ciego y para tan grandes voces sordo y se queda de tantos bienes hecho ignorante e indigno.

Cuando cae en la cuenta de esta presencia y aviva su memoria del origen y de su dignidad, por estar habitado por un misterio, inicia el camino de esta búsqueda de la presencia completa y desvelada.

a) Primer espacio de  búsqueda y presencia son ‘esos montes y riberas’, los bosques y los sotos en que dejó huella. ‘Decid si por vosotros ha pasado’. Pero ‘pasó con presura’ y ya no está. Decidle que adolezco peno y muero. Los signos de la presencia y del paso exacervan y afervoran el deseo. La dolencia de amor que no se cura sino con la presencia y la figura. Un primer encuentro místico tiene lugar en la cristalina fuente: la  fe hace ver, reflejada siquiera, la mirada del amado, los ojos deseados ya dibujados y presentes en el interior del hombre, imagen y semejanza de Dios, dibujo incompleto del Hijo futuro. La naturaleza y la experiencia son transfiguradas por la vida mística. Diversos escenarios quedan marcados por experiencias de presencia que son calificadas y subrayadas por la repetición del ‘allí’: la interior bodega, el ameno huerto deseado y la ya sucedida “debajo del manzano”. La presencia por amor de transformación se enmarca con diversos símbolos de la marcha mística: El ‘arca’, las ‘riberas verdes’ donde ha hallado al socio deseado, la soledad, do mana el agua pura. La presencia de inhabitación se hace matrimonial, perfectamente cercana, íntima. La relación pasa de ‘la visita’ al compromiso nupcial y ‘matrimonial’ como exigía la fe desde el inicio. Y aún se desea más: “entremos más adentro en la espesura’, … ‘y luego a las subidas cavernas de la piedra nos iremos’ ‘do mana el agua pura’: la presencia deseada y esperada en el cielo.

b) “En una noche oscura” es un poema que se despliega con la misma tensión de quien desea, alcanza y consuma una presencia: de la ‘casa sosegada’ donde se da la inicial presencia se marcha a oscuras y segura a un lugar ‘donde me esperaba quien yo bien me sabía en parte donde nadie parecía’. El presente-ausente mueve y atrae en la noche, y es hallado justamente mediante la noche, que no es solo espacio, sino mediador efectivo de la presencia. Por ella se alcanza la presencia más íntima: en mi pecho florido que entero para él solo se guardaba, … el rostro recliné sobre el amado…

c) La Llama de amor viva acontece como pasión en ‘el más profundo centro’, ‘en las profundas cavernas del sentido’ antes vacías y oscuras, ahora llenas de una presencia en mi seno de bien y gloria lleno donde secretamente solo moras. Todos los espacios de la intimidad señalan la indicación sanjuanista para marcar la dirección de la presencia. La fonte es el poema que se goza y canta la presencia de la  Trinidad, aunque de noche y escondida: bien sé yo do tiene su manida.

II. En su teología mística

A J. de la Cruz le importa más buscar y querellarse o disfrutar y encontrar que especular sobre la presencia de  Dios. Pero se ve obligado por su experiencia y por su sistema doctrinal a sintetizar teológicamente el tema de la presencia de Dios en  el hombre y a sistematizarlo sucintamente, definiendo, dividendo y aclarando algunas nociones necesarias para hacerse entender. Al menos por tres veces expresamente enfrenta de modo teórico el asunto tematizándolo primero como unión (S 2,5), abundando en el tema agustiniano del Dios íntimo y escondido (CB 1), y bajo la expresa mención de la presencia (CB 11).

De hecho, y vistas sus definiciones, en principio presencia es noción muy próxima a la de unión. Funciona en su sistema de pensamiento prácticamente como sinónimo, como noción auxiliar o complementaria. Al fin, todo el proyecto sanjuanista parte del dato dogmático de la unión del hombre con Dios. Unión que se interpreta simbólicamente con infinitas variaciones: morada, habitación, casa, (sosegada o no), posada, compañía-soledad, entrar-salir, noche y luz,  matrimonio, desposorio,  enfermedad y salud, etc.

Su preferencia se explica por cierta componente ‘personalista’ que añade la noción de ‘presencia’ a la de unión, categoría más filosófica o conceptual. Ha de completarse su exploración con los diversos adjetivos y figuras que la enriquecen: nupcial, amistosa, nocturna, transformante. No es presencia de mera asistencia o sostén, sino presencia afectiva que afecta y cambia al hombre.

Su proyecto se puede describir como un paso de la previa, pasiva y gratuita presencia de Dios al hombre a la presencia consciente, libre y comprometida del hombre ante Dios. Esto último le importa al místico; pero para que esto sea posible, es necesario antes aclarar el dato primordial:

1. PRESENCIA SUSTANCIAL O ESENCIAL. Muy claramente lo afirma el Santo siguiendo la teología del tiempo. Dios habita en el hombre como el Creador en la criatura, por esencia, presencia y potencia como aprendió a repetir  S. Teresa. “Tres maneras de presencias puede haber de Dios en el alma. La primera es esencial, y de esta manera no sólo está en las más buenas y santas almas, pero también en las malas y pecadoras y en todas las demás criaturas. Porque con esta presencia les da vida y ser, y si esta presencia esencial les faltase, todas se aniquilarían y dejarían de ser. Y ésta nunca falta en el alma” (CB 11,3). Es muy apreciada esta verdad y de gran aprovechamiento espiritual.

Varias veces encarece el Santo el gozo y las posibilidades que este dato de la fe ofrece al creyente: “Grande contento es para el alma entender que nunca Dios falta del alma, aunque esté en pecado mortal, cuánto menos de la que está en gracia” (CB 1,8). Y exhorta apasionadamente a vivir con toda conciencia y toda verdad esta primera y fundamental presencia o unión de Dios con el hombre: “¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. Ahí le desea, ahí le adora, y no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto, ni más presto, ni más cerca que dentro de ti” (ib.).

Bajo otra clave y en otro contexto se ofrece la misma y cierta doctrina: “Dios, en cualquiera alma, aunque sea la del mayor pecador del mundo, mora y asiste sustancialmente. Y esta manera de unión siempre está hecha entre Dios y las criaturas todas, en la cual les está conservando el ser que tienen; de manera que si de esta manera faltase, luego se aniquilarían y dejarían de ser” (S 2,5,5). Pero al hombre, que es criatura racional, no le basta este modo de presencia de Dios pues ha recibido otras presencias que le agudizan su deseo de comunión y diálogo.

2. PRESENCIA POR GRACIA. “La segunda [manera de] presencia es por  gracia, en la cual mora Dios en el alma agradado y satisfecho de ella. Y esta presencia no la tienen todas, porque las que caen en pecado (mortal) la pierden”.

Después de la primera gracia de la  creación Dios se dignó hacerse presente de modo humano y encarnado en la máxima gracia de Cristo. Esta es su presencia plena y definitiva. En la encarnación como se medita en los romances la presencia se hace duradera, completa: “Porque en todo semejante / él a ellos se haría, / y se vendría con ellos / y con ellos moraría. / Y que Dios sería hombre / y que el hombre Dios sería, / y trataría con ellos, / comería y bebería; / y que con ellos contino / él mismo se quedaría” (Romance 4º, vv. 135-144).

Esta gracia de su presencia encarnada se culmina “debajo del manzano, esto es, debajo del favor del árbol de la Cruz, … donde el Hijo de Dios redimió y, por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana, y consiguientemente a cada alma, dándola él gracia y prendas para ello en la Cruz. Este desposorio … que se hizo de una vez, dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se hace en el bautismo con cada alma”. La presencia de Dios al hombre en Cristo es acogida libre y personalmente en el bautismo (CB 23, 3.6). Con escrúpulo teológico típicamente tridentino añade el Santo: “Y ésta (presencia por gracia) no puede el alma saber naturalmente si la tiene”, para huir de toda proximidad a las tesis calvinistas.

3. PRESENCIA DE AMOR. “La tercera es por afección espiritual, porque en muchas almas devotas suele Dios hacer algunas presencias espirituales de muchas maneras, con que las recrea, deleita y alegra” (CB 11,3). Esta presencia consciente, libre, personal es la que le importa sobremanera a J. de la Cruz. Más que la presencia de Dios, subraya la consecuencia y sus posibilidades enormes: la presencia del hombre a Dios. Que esa presencia semejante a la que sostiene el mundo o que su presencia sacramental, eclesial e histórica en  Cristo vivo, se haga, por el desarrollo bautismal, madura, rica, vital; que el hombre disfrute y goce de esta presencia, que se deje trasformar y afectar por ella, que consienta a sus consecuencias, al menos a las tolerables: Pero, así estas presencias espirituales como las demás, todas son encubiertas, porque no se muestra Dios en ellas como es, porque no lo sufre la condición de esta vida (ib.) Siempre se puede decir: Descubre tu presencia. “Y así, cuando hablamos de unión del alma con Dios, no hablamos de esta sustancial, que siempre está hecha, sino de la unión y transformación del alma con Dios, que no está siempre hecha, sino sólo cuando viene a haber semejanza de amor” (S 2,5,5).

Le importa desarrollar esta presencia, partiendo de la presencia esencial, sustancial o natural; le preocupa esta  sobrenatural, personal, teologal, filial o esponsal. Presencia de conocimiento, trato, amor y compromiso. De gozo y de dolor. “La cual es cuando las dos voluntades, conviene a saber, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra. Y así, cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor” (ib.).

Esta presencia en todos sus niveles (esencial, de gracia o teologal y mística) siempre es gratuita, es propiamente inaccesible para el hombre, Dios es siempre un Dios escondido: “Sólo hay una cosa, que, aunque está dentro de ti, está escondido. Pero gran cosa es saber el lugar donde está escondido para buscarle allí a lo cierto” (CB 1,7).

“Porque ni la alta comunicación ni presencia sensible es cierto testimonio de su graciosa presencia, ni la sequedad y carencia de todo eso en el alma lo es de su ausencia en ella” (CB 1, 8).

La presencia de amor, como obra de gracia y cooperación del hombre, es pasiva y activa, progresiva y educable. Comienza en el bautismo y se desarrolla tanto cuanto la medida de la gracia, hasta la estatura del hombre nuevo: “Mas ésta (presencia esponsal) es por vía de perfección, que no se hace sino muy poco a poco por sus términos, …se hace al paso del alma, y así va poco a poco” (CB 23,5). “De manera que el intento principal del alma no es sólo pedir la devoción afectiva y sensible, en que no hay certeza ni claridad de la posesión del Esposo en esta vida, sino principalmente la clara presencia y visión de su esencia en que desea estar certificada y satisfecha en la otra” (CB 1,3).

De esta certeza sale como necesaria la doctrina de la  noche oscura y la urgencia de afinar la luz de la  fe para descubrir la presencia ‘de quien yo bien me sabía, en parte donde nadie parecía’; de ahí la abnegación como búsqueda y recurso para la presencia, para acceder al Dios siempre presente y siempre ausente, de ahí la crítica de cualquier otra presencia sacramental, exterior o interior, afectiva o emocionante. Cualquier presencia o visita supuestamente superior a la que se ofrece en el amor y la fe y en la  esperanza cristiana. La primera estrofa del Cántico supone la obertura en que están dados juntos y resumidos todos estos temas acordados de modo que el conjunto del comentario solo desarrollará. “Lo que de Dios se puede gustar en esta vida es una gota” (CB 1,6). La Trinidad presente en el alma por la gracia bautismal (ib.) está en el hombre como en templo (CB 1,7) y si eso es así la dirección de la búsqueda cambia del exterior al interior, porque escondida es la presencia y a oscuras se ha de buscar, en fe y amor (ib).

III. En el proceso espiritual

Se trata de hacer del hecho básico de la presencia de Dios por creación, por esencia o por dependencia y contingencia del ser no necesario, un hecho de vida, de conciencia y de plenitud personal en la presencia personal y matrimonial, unión y presencia amorosa. Un hecho de creación (nivel metafísico o filosófico: el ser eterno presente en el ser finito, el ser necesario que posibilita (crea) al contingente. Un hecho de gracia y de historia “salutis” o dogmático: Dios presente en el hombre, “simul justus et pecator”, por la gracia que lo trasforma y lo justifica (nivel teológico o dogmático). Y un hecho místico o espiritual.

Esas presencias tienden a realizarse en la tercera: la presencia personal del hombre (alienado, exilado de su verdad y bien, ignorante de su destino y ventura) a Dios por el conocimiento y el amor (por la fe, la esperanza y la caridad), poderes (recibidos también) de presencia del hombre a su Dios. Ésta le importa ante todo desarrollar, enseñar. En su aspecto humano tiene grados y etapas de crecimiento: desde la conciencia religiosa común, pasando por varios modos de presencia cada vez más cercanos e íntimos, hasta la presencia de  unión transformante. “Dios en todas las almas mora secreto y encubierto en la sustancia de ellas, porque, si esto no fuese, no podrían ellas durar. Pero hay diferencia en este morar, y mucha, porque en unas mora solo y en otras no mora solo; en unas mora agradado, y en otras mora desagradado; en unas mora como en su casa, mandándolo y rigiéndolo todo, y en otras mora como extraño en casa ajena, donde no le dejan mandar nada ni hacer nada” (LlB 4,14).

El proceso espiritual sanjuanista enfoca sobre todo la presencia afectiva y mística de Dios ante el  hombre y el reflejo en la experiencia del hombre ‘coram Deo’. Pero las nociones clave son las otras: La presencia esencial del Dios en el hombre por cuanto es su creador y la presencia de la  Trinidad en el justo por la gracia bautismal de Cristo.

Pasar de una presencia inconsciente y natural a esta presencia personal y nupcial exige todo su conocido proceso de transformación. El dato primordial es que Dios se ha hecho presente en la creación, revelación, redención con su continua solicitud y sigue más presente que nunca (Av 1), pero el hombre de su amor ha hecho ausencia y no quiere gozar de su presencia, asistencia y compañía. Vive olvidado y enajenado a pesar del máximo reclamo de amor de la cruz y de la presencia y compañía de Dios en su dolor y con su muerte. Su presencia sigue clamando desde dentro o desde fuera.

IV. Grados y niveles

Hay muchos grados de presencia afectiva. El cenit de la presencia es la celeste, la visión cara a cara. Pero antes de alcanzar estado celeste el hombre ha de sufrir ausencias y disfrutar modos de presencias y grados, medidos, es decir, limitados y también potenciados, por su medida de fe, esperanza y amor; por su grado de crecimiento en la vida teologal, en fin.

En el comentario al verso: “la dolencia de amor no se cura sino con la presencia” dice el Santo: “La salud del alma es el amor de Dios, y así, cuando no tiene cumplido amor, no tiene cumplida salud … De manera que, cuando ningún grado de amor tiene el alma, está muerta; mas, cuando tiene algún grado de amor de Dios, por mínimo que sea, ya está viva, pero está muy debilitada y enferma por el poco amor que tiene; pero, cuanto más amor se le fuere aumentando, más salud tendrá y, cuando tuviere perfecto amor, será su salud cumplida” (CB 11,12).

La presencia cumplida se anticipa en las presencias ocasionales o visitas. El místico no solo desea visear o recibir visitas, quiere abrazar y permanecer, desfallece por la presencia total del Amado. Ya lo tiene y lo desea (LlB 3,22) pues desearlo es tenerlo. Aunque exija muerte por ver su hermosura, mil acervísimas muertes pasaría (CB 11 y 13). El itinerario del Cántico marca perfectamente las etapas de la búsqueda de presencia.

a) La presencia en la creación que explora y alcanza la  meditación es insuficiente: “Y, como ve que no hay cosa que pueda curar su dolencia sino la presencia y vista de su Amado, desconfiada de cualquier otro remedio, pídele en esta canción la entrega y posesión de su presencia, diciendo que no quiera de hoy más entretenerla con otras cualesquier noticias y comunicaciones suyas y rastros de su excelencia, porque éstas (más) le aumentan las ansias y el dolor que satisfacen a su voluntad y deseo; la cual voluntad no se contenta y satisface con menos que su vista y presencia; por tanto, que sea él servido de entregarse a ella ya de veras en acabado y perfecto amor. Y así, dice: ¡Ay, quién podrá sanarme!” (CB 6,6).

b) La contemplación inicial otorga un nuevo tipo de presencia en fe y en visión: es el tiempo del éxtasis y la visita o presencia extraordinaria: “Y así, a esta alma […] le hizo Dios alguna presencia de sí espiritual, en la cual le mostró algunos profundos visos de su divinidad y hermosura, con que la aumentó mucho más el deseo de verle y fervor … Y así, como el alma echó de ver y sintió por aquella presencia oscura aquel sumo bien y hermosura encubierta allí, muriendo en deseo por verla, dice la canción que se sigue: Descubre tu presencia” (CB 11,1). Habla J. en estas canciones de la riqueza de experiencias en que Dios se hace presente, a veces en paz o en turbación: “Y como el espíritu pasase en mi presencia (es a saber, haciendo pasar al mío de sus límites y vías naturales por el arrobamiento) encogiéronse las pieles de mis carnes, … que en este traspaso se queda helado y encogidas las carnes como muerto” (CB 13,19).

La ausencia como forma propia y genuina de la presencia de Dios. La noche oscura en cuanto experiencia y en cuanto doctrina es modo común y alta garantía de la presencia de Dios y sello de su autenticidad: “Si todas esas comunicaciones sensibles y espirituales faltaren, quedando ella en  sequedad, tiniebla y  desamparo, no por eso ha de pensar que la falta Dios” (CB 1,6). “Porque, como ella está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios, cualquiera entretenimiento le es gravísimo y molesto… y violento … el carecer, aun por un momento, de tan preciosa presencia” (C 17,1).

c) Llega a ser plenitud de presencia en esta vida cuando en el hombre se despliega la vida teologal en vida trinitaria (CB 38 y 39 y LlB 3,78-85). Ya no sólo se habla de la inhabitación de Dios en el alma, sino de la presencia y operación del hombre en el seno de la Trinidad; no hay solo inhabitación de la Trinidad en el hombre sino perfecta filiación y aspiración del hombre en la familia de Dios (CB 39,3). Recuerda el Santo que tal dicha está al alcance de todos: “Para lo cual es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto, el alma que le ha de hallar conviénele salir de todas las cosas según la afección y voluntad y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma” (CB 1,3; cf. LlB 1,15 y pról. 2). Tal presencia reclama soledad, discreción, intimidad o lo que es lo mismo una nueva habilidad del hombre nacida del Espíritu derramado en el corazón.

Siempre ha sido así la presencia de Dios, ahora en la cumbre el místico lo descubre y lo disfruta: “Dios siempre se está así, como el alma lo echa de ver, moviendo, rigiendo y dando ser y virtud y gracias y dones a todas las criaturas, teniéndolas en sí virtual y presencial y sustancialmente, viendo el alma lo que Dios es en sí y lo que en sus criaturas en una sola vista” (LlB 4,7). El teólogo lo explica de este modo: “Y así, lo que yo entiendo cómo se haga este recuerdo y vista del alma es que, estando el alma en Dios sustancialmente, como lo está toda criatura, quítale de delante algunos de los muchos velos y cortinas que ella tiene antepuestos para poderle ver como él es, y entonces traslúcese y viséase algo entreoscuramente (porque no se quitan todos los velos) aquel rostro suyo lleno de gracias” ( Ll 4,7).

La presencia de Dios por amor se experimenta y se expresa del modo más alto en el libro de la Llama al comentar el verso “donde secretamente solo moras”. “Dice que en su seno mora secretamente, porque, … en el fondo de la sustancia del alma es hecho este dulce abrazo. El alma donde menos apetitos y gustos propios moran, es donde él más solo y más agradado y más como en casa propia mora, rigiéndola y gobernándola, y tanto más secreto mora, cuanto más solo. Y así, en esta alma, en que ya ningún apetito, ni otras imágenes y formas, ni afecciones de alguna cosa criada moran, secretísimamente mora el Amado con tanto más íntimo e interior y estrecho abrazo, cuanto ella, como decimos, está más pura y sola de otra cosa que Dios” (LlB 4,14).

De esta presencia se pasa a desear la presencia del cielo. No queda más que desear: “Que, por cuanto está cierto que Dios está siempre presente en el alma, a lo menos según la primera manera, no dice el alma que se haga presente a ella, sino que esta presencia encubierta que él hace en ella, ahora sea natural, ahora espiritual, ahora afectiva, que se la descubra y manifieste de manera que pueda verle en su divino ser y hermosura. Porque, así como con su presente ser da ser natural al alma y con su presente gracia la perfecciona, que también la glorifique con su manifiesta gloria … Y con esa codicia y entrañable apetito, no pudiendo más contenerse el alma, dice: Descubre tu presencia” (CB 11,14).  Divinización, don, gracia, filiación, participación, presencia, unión.

Gabriel Castro

Infierno

Juan de la Cruz usa la palabra infierno nueve veces; infernal, dos veces. Los predicadores de aquel entonces eran muy aficionados a hablar del infierno de los condenados y a atemorizar al auditorio. El Doctor místico se refiere a la distribución cósmica usada en la  Biblia y así habla de “las tres máquinas, celeste terrestre e infernal” (LlB 4,4). Ante las caudalosas corrientes de la fuente que es  Dios, dice que “infiernos, cielos riegan y las gentes” (La Fonte: versos 21-22). Citando el Cantar dirá: “Fuerte es la dilección como la muerte, y dura es su porfía como el infierno” (N 2,19,4; CB 12,9).

Para ponderar las  angustias del espíritu en la  noche oscura toma como término de comparación “los dolores del infierno” (N 2,6,2). Son, de hecho, tan tremendas las pruebas interiores que “le parece al alma que ve abierto el infierno y la perdición” (N 2,6,6). Hay que advertir que no siempre que, en estos casos, dice infierno se refiere al que conocemos como infierno de los condenados, sino al  Purgatorio (N 2,6,6).

La vez que más claramente habla del infierno no se sirve de esa palabra. Anda ponderando la capacidad infinita de las cavernas del sentido, es decir de las potencias del alma, y su sed, su hambre, “su deshacimiento y pena es muerte infinita”. Y precisa: “que, aunque no se padece tan intensamente como en la otra vida, pero padécese una viva imagen de aquella privación infinita, por estar el alma en cierta disposición para recibir su lleno” (LlB 2,22). Creo que la expresión “privación infinita” manifiesta claramente lo que entiende por infierno auténtico.

José Vicente Rodríguez

Imperfecciones

En el ámbito de la vida y de la teología espiritual, la “imperfección”, como la falta, indica algo negativo, en cuanto se contrapone al concepto de perfección. Implica la posible omisión de un bien que, en su contenido o en sus formas, podría ser mejor para alcanzar la perfección. Conviene recordar que Juan de la Cruz identifica  unión con perfección (S arg.) y en algún sentido, toda la situación anterior es imperfección, por cuanto denota una carencia. Desde este punto de vista puede afirmar el Santo que la unión se realizará “sin saber cómo … sin que haga falta” (S 3,2,11). En cuento la carencia puede achacarse a la persona, el Santo habla de la falta en sentido moral, es decir, comportamiento incorrecto y no conforme a lo que Dios quiere, por lo tanto, no conforme al amor verdadero. Intervienen entonces la conciencia y la voluntad; sin consentimiento no se da falta; todo depende de que el alma “advertidamente y conocidamente no consienta con la voluntad en imperfección, y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en advirtiendo” (S 1,11,3). Si el hombre “quisiese alguna imperfección que no quiere Dios, no estaría hecha una voluntad de Dios” (ib.). Quien tiene amor genuino no falta a Dios: “Los amigos viejos de Dios, por maravilla faltan a Dios, porque están ya sobre todo lo que les puede hacer faltar” (Av 6,8). En cambio, “al principio, cuando la unión se va haciendo, el alma no puede dejar de traer grande olvido acerca de todas las cosas … y así hace muchas faltas acerca del uso y trato exterior” (S 3,2,8).

El Señor invita constantemente al alma para entrar en comunión con él: “Allegarme he yo con silencio a ti y descubrirte he los pies porque tengas por bien de juntarme contigo en matrimonio a mí, y no holgaré hasta que me goce en tus brazos” (Av 2,45). Aunque el alma se esfuerce por responder positivamente al amor de Dios, no siempre acierta en la respuesta. De hecho, “las obras que aquí hace por Dios son muchas, y todas las conoce por faltas e imperfectas” (N 2,19,3). Con frecuencia, “el corazón del hombre se ase con flaqueza de afición a los bienes temporales y falta a Dios” (S 3,18,1).

Sabiendo que los espirituales, “como son movidos a estas cosas y  ejercicios espirituales por el consuelo y gusto que allí hallan … tienen muchas faltas e imperfecciones” (N 1,1,3). J. de la Cruz les invita a no pararse en ellas y a seguir adelante en el ejercicio del amor: “Aunque haga faltas en casa, pasar por ellas” (Ct a una Descalza, por Pentecostés de 1590). La pedagogía sanjuanista es sutil y realista a la vez. Recrimina a los espirituales que “tienen en poco sus faltas y otras veces se entristecen demasiado en verse caer en ellas” (N 1,2,5); a los escrupulosos les recuerda que lo importante no es “decir sus faltas y pecados, o que los entiendan” (N 1,2,7), cuanto “con blandura de espíritu y temor amoroso de Dios” (N 1,2,8) seguir esperando en el Señor y proclamar su misericordia. Y esto es necesario hacerlo siempre, en cualquier momento y circunstancia de la vida. Ya que éste es el modo para que “en esta sequedad del apetito se purgue el alma y ya no se enoje con alteración sobre las faltas propias contra sí, ni sobre las ajenas contra el prójimo” (N 1,13,7).

Ante las propias faltas, limitaciones e imperfecciones, J. de la Cruz enseña a vivir confiados a las imprevisibles, pero seguras, iniciativas del Espíritu Santo (S 2,1,5). Es verdad que “puede haber muchas virtudes con hartas imperfecciones” (S 3,22,2), razón por la cual “pone Dios en la noche oscura a los que quiere purificar de todas estas imperfecciones para llevarlos adelante” (N 1,2,8; 1,8,3). Entre las normas de comportamiento frente a las imperfecciones habituales el Santo apunta: “No ames a una persona más que a otra … y si esto no guardas, no sabrás … librarte de las imperfecciones que esto trae consigo” (Ca. 6); “no mirar imperfecciones ajenas, guardar silencio y continuo trato con Dios, desarraigarán grandes imperfecciones del alma y la harán señora de grandes virtudes” (Av 2,39). Si se vive así, “mirando sólo a Cristo” y “no imitando modelos de hombres”, “quedan muertos los apetitos imperfectos que le andaban quitando la vida espiritual” (LlB 2,31). Y ello, porque “todo se vuelve en amor y alabanzas, sin toque de presunción ni vanidad, no habiendo ya levadura de imperfección que corrompa la masa” (LlB 1,31). La lucha contra faltas e imperfecciones tiene su recompensa incluso en el plano humano: “El alma … purgada de las imperfecciones … siente nueva primavera en libertad” (CB 39,8), es decir, “la posesión de paz y tranquilidad” (CB 20,11).

Aniano Álvarez-Suárez