Iluminación

Aunque este término técnico de la  teología mística no reviste en J. de la Cruz la importancia que en otros autores ni entre los tratadistas escolásticos (cf. DS s.v.) no carece de interés. En el plano espiritual, el vocablo alude, más que a la acción de iluminar o esclarecer, al efecto o recepción de la luz interior, generalmente en la inteligencia. J. de la Cruz asume como punto de referencia un texto bíblico frecuentado por él, a saber: “La noche será mi iluminación en mis deleites” (Sal 138,11). Le sirve siempre para establecer conexión entre  noche, fe y contemplación. La primera interpretación del salmo suena así: “En los deleites de mi pura contemplación y unión con Dios, la noche de la fe será mi guía; en lo cual claramente da a entender que el alma ha de estar en tiniebla para tener luz para este camino” (S 2,3,6; cf. CB 39,13).

La iluminación se sitúa así en la conocida antítesis sanjuanista oscuridad-noche-fe, contemplación-luz. Dos son los aspectos más importantes del pensamiento sanjuanista sobre la iluminación: su presencia y función en las distintas etapas del proceso espiritual y su explicación doctrinal.

a) Acepciones y funciones. La más genérica y habitual identifica la iluminación con la luz del conocimiento proveniente de una gracia divina. En sentido activo coincide sustancialmente con comunicación divina recibida pasivamente por el  alma, lo mismo que el que tiene “los ojos abiertos, que pasivamente sin hacer él más que tenerlos abiertos, se le comunica la luz”. Es un conocimiento especial, de tipo intuitivo: “Este recibir la luz que sobrenaturalmente se le infunde, es entender pasivamente, pero dícese que no obra, no porque no entienda, sino porque entiende lo que no le cuesta su industria, sino sólo recibir lo que le dan, como acaece en las iluminaciones e ilustraciones o inspiraciones de Dios” (S 2,15,2).

Así entendida la iluminación coincide radicalmente con la  “teología mística” o “ciencia secreta” por la cual se adquiere un conocimiento de las verdades divinas “sobre la capacidad natural” (N 2,17,6-7). La iluminación puede considerarse también efecto de las visiones y revelaciones: “El efecto que hacen en el alma es quietud, iluminación, alegría a manera de gloria … humildad e inclinación o elevación del espíritu en Dios” (S 2,24,6).

Naturalmente, las iluminaciones divinas se ordenan y orientan a un mayor y mejor conocimiento de los misterios de Dios y, consiguientemente, al aumento de su amor. En esta línea no hay límites definitivos en esta vida, aunque en el estado de  unión transformante o  matrimonio espiritual parezca que no cabe ulterior desarrollo en este aspecto. Siempre existe capacidad para nuevas iluminaciones e ilustraciones: Aunque “en sabiduría no se le añade nada –al alma– no quita por eso que no pueda en este estado tener nuevas ilustraciones y transformaciones de nuevas noticias y luces divinas; antes son muy frecuentes las iluminaciones de nuevos misterios que al alma comunica Dios en la comunicación que siempre está hecha entre él y el alma” (CA 36,4, ausente en CB).

b) Iluminación, vía iluminativa. Coincide en este sentido con la etapa o período intermedio de la vida espiritual, colocado entre la  vía purgativa y la vía unitiva. Como si la “iluminación” fuese algo característico de la vía iluminativa. En más de una ocasión intercambia ambas expresiones: “A los que comienzan a entrar en estado de iluminación y perfección” (CB,14-15,21). No faltan textos en que el uso es ambiguo, como en el siguiente: “Según la proporción de la pureza será la ilustración, iluminación y unión del alma con Dios, en más o en menos” (S 2,5,8).

Resulta clara la identificación cuando se empareja con el estado de  “aprovechados”, coincidente siempre con la vía iluminativa. Una vez sosegada y mortificada la sensualidad por medio de la “noche de la  purgación sensitiva”, sale el alma “a comenzar el camino y vía del espíritu, que es de los aprovechantes y aprovechados, que, por otro nombre, llaman vía iluminativa o de contemplación infusa” (N 1,14,1; cf. N pról.).

La coincidencia fundamental no es impedimento para que en algún caso considere la iluminación como algo peculiar dentro de la vía iluminativa. Ciertos temores del alma, ante la irrupción inesperada de lo divino en ella, son propios de “los que comienzan a entrar en estado de iluminación o perfección” (CB 14-15,21). De índole diferente son las penas dolorosas que afligen en determinados momentos a “las profundas cavernas del sentido”: intolerable sed, hambre y ansia del sentido espiritual. “Este tan grande sentimiento comúnmente acaece hacia los fines de la iluminación y purificación del alma, antes que llegue a unión, donde ya se satisfacen” (LlB 3,18).

c) Iluminación y purificación. Apunta en el texto anterior otro aspecto importante de la iluminación: es su papel o función en el proceso purificativo, no entendido éste como el primer período del itinerario espiritual, sino como proceso global de catarsis urgido por la unión con Dios. Puede llamarse también aspecto místico de la iluminación. Está implicado en el mismo toda la problemática de la  contemplación o teología mística en la doble función de purificar-oscureciendo e iluminar. Bien conocida la teoría sanjuanista, bastará recordar aquí estrictamente lo tocante a la iluminación, supuesta la doctrina relativa a la fe-noche-luz-contemplación.

El pensamiento del Santo está formulado en el texto siguiente: “La luz de Dios que al ángel ilumina, esclareciéndole y suavizándole en amor, por ser puro espíritu, dispuesto para la tal infusión, al hombre por ser impuro y flaco, naturalmente le ilumina … oscureciéndole, dándole pena y aprieto, como hace el sol al ojo legañoso y enfermo, y le enamora apasionada y aflictivamente hasta que este mismo fuego de amor le espiritualice y sutilice, purificándole hasta que con suavidad pueda recibir la unión de esta amada influencia a modo de los ángeles, y ya purgado” (N 2,12,4; cf N 2,8,4).

Es la versión de la idea tantas veces repetida de que la contemplación divina producen en el alma dos efectos principales: “Porque la dispone purgándola e iluminándola para la unión de amor de Dios” (N 2,5,1). Aunque ilumine puede llamarse “oscura”, no porque lo sea en sí misma, sino porque “la Sabiduría divina es noche y tiniebla”, y por la “bajeza e impureza” del alma (ib. n. 2).

Es digno de notar que J. de la Cruz explica la misteriosa iluminación divina asumiendo la teoría del Pseudo Dionisio  Areopagita, según la cual la luz divina llega al hombre a través de los ángeles y bienaventurados: “La misma Sabiduría amorosa purga e ilumina a las almas santas y a los ángeles” (N 2,12,3). Sólo existe una diferencia: “que allá se limpian con fuego, y acá se limpian e iluminan sólo con amor” (N 2,12,1). El proceso descendente de la divina iluminación se describe así: “La misma Sabiduría de Dios que pagó a los ángeles de sus ignorancias, haciéndoles saber, alumbrándolos de lo que no sabían” va “derivándose desde Dios por las jerarquías primeras hasta las postreras, y de ahí a los hombres … porque de ordinario las deriva por ellos, y ellos también de unos en otros sin alguna dilación, así como el rayo del sol comunicado de muchas vidrieras ordenadas entre sí” (N 2,12,3).

A tenor de esta teoría y del símil de la vidriera, “los espíritus superiores y los de abajo, cuanto más cercanos están a Dios, más purgados están y clarificados con más general purificación”; por consiguiente, “los postreros recibirán esta iluminación muy más tenue y remota”. Al hombre, “que está el postrero” se viene “derivando esta contemplación de Dios amorosa”, y la ha de recibir “a su modo, muy limitada y penosamente” (ib. n. 4).

La limitación y la pena son debidas a la situación del alma no suficientemente purificada, ya que la misma iluminación divina es más intensa y deleitosa cuando la catarsis es perfecta. Se produce a veces en el alma una “iluminación de gloria”, “que es cierta conversión espiritual a ella en que Dios la hace ver y gozar de por junto un abismo de deleites y riquezas que ha puesto en ella”. Algo parecido, dice el Santo, como cuando el sol “de lleno embiste en la mar, que esclarece hasta los profundos senos y cavernas y parecen las perlas y venas riquísimas de oros y otros minerales preciosos” (CB 2021,14). Si se tiene en cuenta la asimilación fundamental de la iluminación a la contemplación, resulta sencillo comprender la diferencia de efectos que la atribuye el Santo.

Eulogio Pacho

Huerto ameno

El topos de la lírica se traslada en la poesía sanjuanista al ámbito de la mística por una especie de contrafactum presente en la tradición exegética del Cantar de los Cantares. Se inserta así dentro del simbolismo nupcial, como sucede en J. de la Cruz. Arrancando del texto bíblico, el encuentro definitivo de los amantes, Dios-Cristo y el alma se produce en dos lugares simbólicos: en el “ameno huerto deseado” y en la “interior bodega”. En el del Cántico forman sendos bloques poéticos paralelos para cantar y describir la celebración del matrimonio espiritual. Cambian de lugar o colocación entre el CA y el CB. En la primera redacción está antes el ciclo poético de la  “interior bodega” (1719), luego el del “ameno huerto deseado” (27-28); en el CB se invierte el orden: el “ameno huerto” (22-23), la “interior bodega” (26-28). Conviene no olvidar que el simbolismo del “huerto”, ameno y florido, no es exclusivo de ese bloque poético. Aparece explícitamente en la estrofa que comienza “Detente cierzo muerto” (CA 26/CB 17), e implícitamente en otras. Comparando los diversos textos se comprueba una extraña ambivalencia en el sentido metafórico de este sintagma. No siempre resulta fácil establecer su equivalencia concreta. Dos son las más frecuentes y representativas.

a) Huerto: alma esposa. Es la equivalencia mejor definida y más reiterada. Arranca en J. de la Cruz del texto bíblico: “Mi hermana es huerto cerrado y fuente sellada” (Cant 4,12), citado explícitamente en varios lugares (S 3,3,5; CB 20,18). Para él, la identificación “hermana”-alma esposa resulta natural. Escribe al comentar el verso “aspira por mi huerto”: “El cual huerto es la misma alma … Aquí la llama también huerto, porque en ella están plantadas y nacen y crecen las flores de las perfecciones y virtudes” (CB 17,5). Es la idea desarrollada luego ampliamente (CB 24, 5-6).

El alma es, pues, un huerto florido de virtudes adquiridas e infusas que están en el alma “como flores en cogollo cerradas en el huerto, las cuales algunas veces es cosa admirable de ver abrirse todas, causándolo el  Espíritu Santo, y dar de sí admirable olor y fragancia en mucha variedad” (CB 24,6; cf. 17,5-6). La figura del alma, “huerto de flores-virtudes” se extiende en una amplia alegoría simbólica en la que el viento frío-cierzo (la  sequedad espiritual) “seca y marchita las flores y plantas”, las virtudes del  alma (CB 17,3); por ello ésta pide que corra el “aire apacible” –el austro– “que hace germinar las yerbas y plantas” (ib. 4), y que está simbolizado en el Espíritu Santo (ib. 6). Se cierra el comentario de la estrofa aduciendo en su confirmación el texto de Cant 6,1-2, donde el Amado desciende al huerto y se apacienta entre los lirios (CB 17,10).

Huerto: Cristo Esposo. Apoyándose en otro texto del mismo libro sagrado, J. de la Cruz invierte simbólicamente los términos. En lugar del alma  esposa, es Cristo Esposo el que se convierte en el “ameno huerto deseado”. Es el Esposo Cristo quien invita al alma esposa a entrar en el “lugar ameno” para celebrar las bodas: “Ven y entra en mi huerto, hermana mía, esposa, que ya he segado mi mirra con mis especias olorosas”. Y comenta el Santo: “Llámala hermana y esposa, porque ya lo era en el amor y entrega que había hecho de sí antes que llegase a este estado de matrimonio espiritual”, precisamente porque él le había comunicado los deleites y grandezas del mismo, es decir, “en sí mismo a ella; y por eso él es ameno y deseado huerto para ella” (CB 22,6).

La virtualidad del simbolismo nupcial permite esta transmutación de referencias, pero en el caso presente actúa además el contenido espiritual desvelado por el comentario sanjuanista. La igualdad de amor alcanzada en el matrimonio espiritual hace que todo sea común entre Dios y el alma, por eso pueden intercambiar sus papeles en el diálogo místico. La entrada en el “ameno huerto deseado” equivale a una total  transformación y  divinización del alma. Eso es el entrar en el huerto: “Transformado se ha en su Dios, que es el que aquí llama huerto ameno, por el deleitoso y suave asiento que halla el alma en él” (CB 22,5).

El contenido espiritual guardado en el “ameno huerto” está sintetizado así: “A este huerto de llena transformación, el cual es ya gozo y deleite y gloria de matrimonio espiritual, no se viene sin primero pasar por el desposorio espiritual y por el amor leal y común de desposados; porque después de haber sido el alma algún tiempo Esposa en entero y suave amor con el Hijo de Dios, después la llama Dios y la mete en este huerto florido suyo a consumar este estado felicísimo del matrimonio consigo, en que se hace tal junta de las dos naturalezas y tal comunicación de la divina a la humana, que, no mudando alguna de ellas su ser, cada una parece Dios, aunque en esta vida no puede ser perfectamente; aunque es sobre todo lo que se puede decir y pensar” (CB 22,5).

Basta una somera comparación con la estrofa 26 para comprobar que ésta es la misma realidad descrita bajo el símil de la  “interior bodega”, con cita explícita de Cant 2,4. Aunque la “bodega” se dice ser “el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida”, tal grado de amor es el mismo amor de Dios, “lo cual es beber el alma de su Amado su mismo Amor, infundiéndoselo su Amado” (CB 26,7). Dios, esposo amado, es para el alma indistintamente “ameno huerto” e “interior bodega”.

Eulogio Pacho

Honra

El problema de la honra, tal como agobió a la sociedad y a los escritores coetáneos del Santo, no parece haber penetrado en el espacio existencial de fray Juan de la Cruz: ni en los pliegues de su psicología, ni en su ideario y magisterio espiritual. En cambio, es para él un dato importante la honra y gloria de Dios, que revierten en honra y gloria del hombre

a. En el frágil marco de su cuadro familiar, no parece que fray Juan haya tenido complejos en razón de la pobreza de su hermano  Francisco, ni por las estrecheces económicas de su madre. Ambos presentes y notoriamente queridos por aquél, incluso cuando pudo verse encumbrado a ciertos puestos de prestancia social, por ejemplo como superior de  Segovia. Ni parece que el desgarro familiar causado por el matrimonio, socialmente desigual, de sus padres haya inducido traumas o problemas en la textura anímica de fray Juan adulto. Tampoco resulta de su biografía que él haya intentado replegar y escudarse en los títulos más o menos blasonados de su ascendencia paterna.

Por otro lado, en la no muy numerosa galería de amigos, dirigidos y bienhechores suyos, comparecen indistintamente ricos y pobres, hidalgos y plebeyos. En contraste con el paisaje social de la  Madre Teresa, superpoblado de teólogos universitarios, de obispos, duques y damas de la nobleza hasta lo más encumbrado de las cortes de  Madrid y de  Lisboa, el hábitat de fray Juan es más sobrio y menos selecto, diríase más equilibrado en cuanto a integrantes sociológicos. Pero sin rastro, en todo ello, del asendereado problema de la honra.

b. En sus libros e ideario, es igualmente sobrio y aséptico el vocabulario concerniente a ese problema. No hay en él alusiones a la “limpieza de sangre”: fray Juan hablará de “limpieza del alma”, de “limpieza bautismal”, o de “la espiritual limpieza de alma y cuerpo” (S 3,23,4; cf. N 1,13,6). No hay alusiones al “linaje” o a la “nobleza”, dos vocablos ausentes de su léxico. Alguna, rara, mención de los “nobles” carece de referencia al correspondiente estamento social: se recuerda a “los nobles de Sión” (S 3,22,3), pero alegando el texto de Lm 4, 1-2; y en el prólogo de Llama se dirige a la “noble señora” destinataria del poema. En todos los casos, sin que pueda percibirse un eco o un tenue reflejo de la problemática sociológica ambiente.

Como es sabido, estrechamente vinculado al tema de la “limpieza de sangre” está el “problema judío”. En Cántico y en Llama hay sendas alusiones a ellos, a los judíos. En CB 18,4, glosando el verso “¡Oh ninfas de Judea…!”, escribe: “Judea llama a la parte inferior del alma, que es la sensitiva. Y llámala Judea, porque es flaca y carnal y de suyo ciega, como es la gente judaica”. Igualmente, en LlB 2,31, a propósito del verso “y toda deuda paga” en el contexto simbólico de la Reina Ester: “En lo cual no solamente queda pagada, mas aun quedan muertos los judíos sus enemigos, que son los apetitos imperfectos que la andaban quitando la vida espiritual, en que ya ella vive según sus potencias y  apetitos”. Con todo y aun teniendo en cuenta lo negativo del simbolismo utilizado por el Santo, ninguno de los dos pasajes parece tener nada que ver con el problema histórico vivido por aquella sociedad española.

c. En el ideario y magisterio del Santo, el concepto de “honra” sólo media docena de veces tiene referencia profana o histórica: “tantas honras perdidas…” (S 3,22,3; cf. ib. 28, 5; CB 34,5; Cuatro Avisos, 3). Prevalece, en absoluto, su acepción teológica: “honra de Dios”; y mística: honra de  Dios que revierte sobre el  hombre y se vuelve “honra y gloria del hombre”.

En el caso primero (acepción teológica) se trata de un “topos” bíblico y patrístico o litúrgico, expresado en el díptico “honra y gloria de Dios” sobre la base del texto paulino: “soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum” (1 Tim. 1, 17; cf. Eccl 5, 15; Rom 16, 17 etc.), que el Santo utiliza para dar fin al comentario de la Llama e igualmente a la glosa del Cántico: “Al cual sea honra y gloria in saecula saeculorum. Amen” (LlB 4,17 y CB 40,7). “Honra y gloria”, porque él no utiliza el término “honor”. Para él, la honra y gloria de Dios es la finalidad suprema de toda existencia humana. Ya en el dibujo del “Monte Carmelo” había etiquetado la cima: “Sólo mora en este monte / la gloria y honra de Dios”. Por eso en la vida espiritual rige la consigna, tantas veces reiterada, de ordenarlo, gustarlo o gozarlo todo subordinándolo a ese objetivo final: “Procure en todas las cosas la mayor honra y gloria de Dios” (Grados de Perfección, 4). “De manera que el alma no se goce sino de lo que es puramente gloria y honra de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare” (S 3,16,2; cf. ib 17,2). Lo mismo en el Cántico: “De aquí podrá bien conocer el alma si ama a Dios puramente o no; porque, si le ama, no tendrá corazón para sí propia ni para mirar su gusto y provecho, sino para honra y gloria de Dios, y darle a El gusto” (CB 9,5). Dará en ese sentido la versión de la promesa de Jesús en Mt 18, 20: “donde estuvieren dos o tres juntos para mirar lo que es más honra y gloria de mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos” (S 2,22,11).

d. En el plano místico, no alega fray Juan el clásico texto de san Ireneo: “gloria hominis Deus” (Adversus Haereses, 3, 20). Pero será ésa una de las ideas de fondo de su doble glosa al Cántico y a la Llama. No sólo en la vida celeste, sino también aquí en la tierra, la gloria de Dios vierte gloria y honra sobre la vida del hombre. Será ése uno de los efectos inmediatos de la unión del alma a El. Ya en el  desposorio, “comunica Dios al alma grandes cosas de sí, hermoseándola… y vistiéndola de conocimiento y honra de Dios, bien así como a desposada en el día de su desposorio (CB 14,2). Y más adelante: “Mucho se agrada Dios en el alma a quien ha dado su gracia … y ella está con El engrandecida y honrada… Porque el alma que está subida en amor y honrada acerca de Dios, siempre va alcanzando más amor y honra de Dios…” (CA 24,5). Así también, desde las primeras líneas de Llama: “Sintiéndose ya el alma toda inflamada en la divina unión, y ya su paladar todo bañado en gloria y amor, y que hasta lo íntimo de su substancia está revertiendo no menos que ríos de gloria… Y aquella llama, cada vez que llamea, baña el alma en gloria y la refresca en temple de vida divina” (1,1.3). Pero aquí en la Llama el binomio “honra y gloria” se ha trocado ya en “amor y gloria” (ib. 1,28; 3,68).

Todos esos duplicados –“honra y gloria”, “amor y honra” (CA 24,5), o “gloria y amor” (Llama)– están indicando hasta qué punto lo divino se vuelve determinante de lo humano en el proceso de  transformación mística diseñado por el Santo.

Tomás Álvarez

Hombre

El hombre es una de las realidades más amplia y hondamente tratadas por J. de la Cruz. Igual que el hombre paulino (Rom 7,14ss), aparece como un ser concreto, histórico, con grandes aspiraciones y múltiples limitaciones. Responde a la descripción del Concilio Vaticano II: “A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior” (GS 10). Es precisamente esa tensión interior y la llamada a la unión con Dios la que centra su mirada antropológica.

Contempla al hombre en su realidad más profunda y en su totalidad; no se detiene en aspectos periféricos, sino que va a lo hondo de su ser. Tampoco le interesa el hombre fraccionado o bajo aspectos parciales, sino en su integridad. Busca siempre el sentido último y global de su existencia. Esta se despliega en un arco maravilloso, que, desde su condición humana y finita, le abre al horizonte de la trascendencia y al encuentro definitivo con Dios. Este es el hombre concreto y existencial, sobrio y desprendido pero lleno de dignidad, en tensión antropológica, que fue J. de la Cruz y que él mismo describe en su itinerario espiritual como ser encarnado y trascendente, vocacionado teologalmente a la comunión con Dios, y también con vocación de servicio.

Esta condición humana, descrita en sus obras, antes que objeto de estudio es un proyecto existencial, que J. de la Cruz encarnó en su propia vida. No se puede comprender lo que dice sobre el hombre, sino a partir de lo que él fue como hombre, esto es, del proyecto de vida encarnado por él en su historia personal. Esto explica la articulación de nuestro estudio en dos partes. En la primera, recorriendo muy someramente las grandes etapas de su vida, tratamos de fijar sus coordenadas antropológicas fundamentales. En la segunda, siguiendo el proceso de maduración del hombre en camino hacia la meta, tratamos de descubrir los rasgos antropológicos esenciales del ser humano, retratado por J. de la Cruz en sus escritos.

I. El hombre que fue Juan de la Cruz

Las biografías nos presentan a J. de la Cruz con su personalidad humana, rica y polivalente, dominada por el sentido de lo humano y de lo divino, armónicamente integrados. Son numerosos los testimonios que nos lo describen como hombre afable, sereno, delicado, solícito, agradecido… y enamorado de Dios. “Hombre celestial y divino”, como lo retrató  S. Teresa de Jesús. Esta sólo le trató durante quince años, de 1567 a 1582. No llegó a verle en la plenitud de su madurez humana y espiritual, que fueron los últimos diez años de su vida. Sin embargo, nos ha dejado un testimonio precioso, que le retrata en su personalidad más honda.

El P. Tomás Álvarez ha hecho un estudio del testimonio teresiano, que resulta imprescindible para el conocimiento de la figura del Santo. Recogemos aquí uno de sus párrafos: “En una especie de cinta corrida, la Madre Teresa lo va presentando como joven decidido y emprendedor, como director espiritual lleno del ‘espíritu de nuestro Señor’, como escritor primerizo, hombre fiel en la prueba, sin quiebras en la amistad, apto para el gobierno, de aguante en el sufrimiento y ‘con caudal para el martirio’; pero sobre todo como hombre de experiencia espiritual, ‘muy espiritual y de grandes experiencias y letras’, ‘hombre celestial y divino’, ‘harto santo’, ‘el santico de fray Juan’, ‘es una gran pieza’, ‘pocos como él’, etc.” (Tomás Álvarez, “La Madre Teresa habla de fray Juan de la Cruz”, en AA. VV., Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid 1990, 401-402).

Es un testimonio que refleja la madurez humana y espiritual de fray Juan. ¿Pero cómo se fue fraguando su personalidad? Destacamos, desde un punto de vista antropológico, tres aspectos: su condición pobre y humilde, que hace de él un “hombre sin atributos”; su descubrimiento de Dios como lo verdaderamente real, el único “atributo” del que puede alardear; su entrega incondicional al plan de Dios y al servicio del hombre, que hacen de su vida uno de los mayores “tributos” o canto al Espíritu y al mismo ser humano, en su más profunda identidad.

1. “EL HOMBRE SIN ATRIBUTOS”. La expresión es del escritor vallisoletano, José Jiménez Lozano, en su intervención en el Congreso Internacional Sanjuanista de 1991 (El hombre sin atributos, en Actas del Congreso II, 19-32).

Quiere destacar un dato real de la vida de fray Juan, aunque esté poco documentado y se encuentre en cierto sentido sublimado en sus biografías; es su condición real de pobre, de una familia que lucha por la supervivencia, en éxodo de  Fontiveros a  Arévalo, pasando por tierras toledanas, hasta recalar en  Medina del Campo. Es el camino de éxodo que trazará más tarde en la Subida del Monte Carmelo y en el poema de la Noche: “En una noche oscura…, salí sin ser notada estando ya mi casa sosegada”.

El “status” social de la familia de fray Juan es el de “pobre”, “pobre por Dios”, “pobres sin historia”, sin nombre y apellidos, que sólo figuraban en la inscripción del libro de bautizos o de matrimonios o de difuntos, pero cuya fe les revestía de una dignidad especial, esperando en último término sentarse junto a Agustín de Tagaste, Jerónimo o la misma Reina de los cielos.

Los padres de fray Juan, Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, se instalaron “en los arrabales” de Fontiveros. Posteriormente, muerto el padre (1543), Catalina con sus hijos, se traslada a Fontiveros (1548). Aquí viven también en el barrio extramuros, donde habitan “gentes de oficios modestos y hortelanos cuyos hijos apadrinan los Yepes que también tienen un oficio semejante: burateros o tejedores, y la misma vida invisible”. Son las capas sociales más pobres, “los invisibles”, los que no tienen historia, los sin atributos.

José Jiménez Lozano quiere “enfatizar ese dato de la niñez y adolescencia de Juan de la Cruz en la pobreza, no sólo porque es de un grosor decisivo en la vida y el pensamiento del Santo, como muy bien vio Baruzi, sino para mostrar un atributo de esta pobreza que nos sitúa en su concreta realidad histórica: su mudejarismo” (ib. 23). Es sólo un dato antropológico y cultural que –según Jiménez Lozano– no se puede extrapolar, como pretenden Asín Palacios o Luce LópezBaralt, hasta el extremo de ver en él las influencias de su doctrina mística o de sus símbolos: “Mi propósito es a la vez más modesto y ambicioso: el de preguntarme por el perfil antropológico de Juan de la Cruz, un mudéjar o morisquillo no porque guste del agua, de la umbría y de la huerta, sea tan fácil de pisotear y muy moreno o haga oración sentado en el suelo sobre sus rodillas…, sino porque es un pobre: un hombre sin atributos e invisible. Tal es lo profundo y primigenio de su biografía, y eso es lo que seguirá estando en ella, en su doctrina mística, en su visión del mundo y en su actitud ética y estética” (ib. 25).

Coherente con esta actitud, cuando estudiaba y trabajaba en el Hospital de las Bubas de Medina, no aceptará la propuesta del administrador del hospital, que le ofrecía atributos y visibilidad para su vida, esto es, “hacer la carrera y conseguir la estabilidad económica y la respetabilidad social: un confortable ‘status’ y un nombre, y quizás, al final, los honores… Pero dio un ‘no’ por respuesta, y escogió el camino del escondimiento en una orden religiosa que, por otra parte, distaba de tener prestigio mundanal o religioso, en el otro mundo de la Iglesia” (ib. 26).

2. DIOS, LO “REAL ULTIMO”, SU ÚNICO “ATRIBUTO”. Dentro del Carmelo (de la Antigua Observancia), se le ofrece una segunda oportunidad de alcanzar los atributos del saber, cursando estudios en Salamanca. Aquí se fraguó su personalidad intelectual. Y de allí volvió convertido en el “Senequita” de S. Teresa, que no gustaba precisamente de semiletrados. La Santa quedó fascinada en su primer encuentro con él. Pero la época salmantina fue también la de mayor “mundanidad” en su vida, sobre todo en el ámbito cultural, que le tocaba más de cerca: “Todo ese universo salmantino con su ruido de luchas y sus encandilamientos para el corazón y el intelecto, y su dramatismo final, nos permiten medir de algún modo lo que para Juan de la Cruz fue aquella su travesía en el acopio de saber, que inevitablemente estuvo rodeada de mundo y de la relucencia de los atributos del mundo y del poder culturales” (ib. 27).

Baruzi habla de la experiencia de  Salamanca como una especie de conversión o descubrimiento del camino que le conducía más directamente a “no querer ser algo en nada” (S 1,13,6.11). Es en este capítulo del libro primero de Subida donde J. de la Cruz ha formulado de manera más vigorosa su doctrina de la desnudez y el desasimiento, imitando así a Jesucristo, “el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni le quiso, que ‘hacer la voluntad de su Padre’” (ib. 4). Y comenta: “En esta desnudez halla el espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada oprime hacia abajo, porque está en el centro de la humildad” (ib. 13).

Fue precisamente a la vuelta de Salamanca cuando le confiesa a la Madre Teresa su propósito de irse a la Cartuja; quería enterrar en ella todo ese mundo de la “frailería y estudio”; le parecía a él demasiada mundanidad, “demasiados atributos o promesa de ellos”. Le parecía también insuficiente el retiro y el desprendimiento que había encontrado en el Carmelo. Es entonces cuando Teresa de Jesús le presenta el proyecto de la Reforma entre los frailes.

En este desprendimiento del mundo y de sus atributos lo que guía a J. de la Cruz no es el rechazo del mundo en cuanto tal, sino la búsqueda de lo Único Absoluto, de lo Real Ultimo, del Solo Atributo de su vida: Dios. Esta es la meta que orienta sus pasos y el objetivo que se propone en todos sus escritos: la unión con Dios. Comenta a este propósito Jiménez Lozano: “La doctrina de la desposesión y el olvido, de la circuncisión y negación, no es en Juan de la Cruz una ascesis determinada por un ‘odium mundi’ u ‘odium carnis’, ni una doctrina nihilista. Es un colosal esfuerzo epistemológico o de conocimiento de lo real, en primer lugar, y luego, el establecimiento del hombre en esa realidad. Juan no niega ningún valor, ni odia al mundo, ni al hombre: dice simplemente que sin desposesión y olvido el hombre está lleno de atributos que son mancha, cadena, obstáculo e impedimento de abrirse a lo Real Ultimo y de conocer realmente en su realidad el mundo y toda aquella criatura que sólo el encuentro con ese Real Ultimo ilumina y muestra y entrega en su verdad” (ib. 29).

Embarcado en la Reforma teresiana ( Duruelo 1568), fray Juan continúa su camino de desposesión del mundo y de búsqueda de Dios; es el camino de la “nada” para llegar al “todo”, característico de su espiritualidad. Es el mismo camino que comienza a enseñar a los frailes en  Mancera, Pastrana, Alcalá y a las monjas en la Encarnación de  Ávila. Durante cinco años (15721567), a ruegos de la Madre Teresa, ejerce aquí su ministerio de confesor, hasta que el 2 de diciembre es apresado por los Calzados y conducido a  Toledo, donde permanecerá ocho meses en la cárcel conventual.

Aquí el desprendimiento de todos los atributos humanos es total. Su único atributo es Dios. Y Dios en la comunicación más íntima de su misterio, que ilumina la oscura noche de la cárcel toledana y llena de luz y colorido su vida. Así llegó fray Juan a descubrir la realidad más honda de su ser y a instalarse en ella; así surgió el poema más bello de la lírica española, que es un canto a la hermosura de Dios y de las criaturas: el poema del Cántico espiritual.

Es significativo el título con que Federico Ruiz describe este hecho central en la vida de J. de la Cruz: “Noche y aurora. Transfiguración en Toledo” (Dios habla en la noche, 157-188). Fue realmente una transformación maravillosa, una profunda vivencia mística y poética: “Por una extraña reacción, las privaciones del calabozo le provocan exuberancia mística y poética. Será por ley de compensación, o porque la desnudez de espíritu deja al descubierto los manantiales más hondos de energía interior” (ib. 171). A propósito del poema, comenta: “En condiciones de estrechez, oscuridad, parálisis, malos olores, ‘en una tumba’, ha compuesto el poema con mayor sensación de espacio ancho, paisaje, movimiento, perfume, de la poesía española” (ib. 172). Recoge también la interpretación que de la cárcel dio posteriormente el mismo fray Juan en tres planos: Generosidad divina: ‘Una sola merced de las que Dios allí me hizo no se puede pagar con muchos años de carcelilla’. Actitud personal: ‘No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios; y adonde no hay amor, ponga amor y sacará amor’. Responsables de los hechos: ‘Obraban así, porque pensaban que acertaban’” (ib. 174).

3. SU “CANTO” AL ESPÍRITU Y AL SER DEL HOMBRE. Su vivencia mística y poética en la cárcel toledana se traduce en un “canto” al Espíritu y al ser del hombre, que se prolongará en su intensa actividad y fecundo magisterio, ejercido durante los diez años que reside en Andalucía (1578-1588). La purificación interior de la noche tensó su espíritu y puso al descubierto los manantiales más hondos de su energía interior. Así interpretan los sanjuanistas la experiencia vivida por el Santo durante los nueve meses de prisión. El despojo allí sufrido es lo más parecido a esa “tempestuosa y horrenda noche” (N 2,7,3), descrita por él mismo en el segundo libro de la Noche y que va unida a la experiencia de unión con Dios. Según estos estudios, allí habría tenido lugar el matrimonio espiritual. De lo contrario, no se explicaría ni la resistencia de fray Juan ante las “horribles” pruebas físicas y morales, ni el sentido del poema del Cántico espiritual, ni el motivo de su huida de la cárcel en una noche de mediados de agosto de 1588.

El Santo había descubierto el rostro de Dios, que buscaba desde su tierna infancia; se había encontrado con la Realidad del misterio y no podía guardárselo para sí: tenía que comunicarlo a los demás. “Habiendo llegado al descubrimiento del rostro del Absoluto –dice Morel–, el místico descubre también con renovado vigor la tarea que le aguarda en el mundo, que es la de guiar a los otros seres para que despierten del sueño que les tiene cautivos y se abran a la Realidad” (Le sens de l’existence I, 110). Por eso dice él que no resulta temerario afirmar que la resolución de abandonar la cárcel obedecía en gran parte a “su deseo de ayudar a los otros” y también a la obra de la Reforma, que se siente amenazada.

El camino será el mismo que había seguido hasta aquí, iluminado ahora por la experiencia de noche y de unión. Será el camino hacia la cima del Monte Carmelo, el camino de las “nadas” para llegar al “Todo”, el descubrimiento de la Realidad Absoluta fundamento del ser, el camino hacia el encuentro con Dios en el matrimonio espiritual, donde Dios se comunica en el más puro espíritu: “Más propio y ordinario le es a Dios comunicarse al espíritu que al sentido” (S 2,11,2).

Enseñará también a sus discípulos a despojarse de todos los atributos humanos para revestirse de los atributos divinos: “porque, siendo él omnipotente, hácete bien y ámate con omnipotencia; y siendo sabio, sientes que te hace bien y ama con sabiduría; y siendo infinitamente bueno, sientes que te ama con bondad; y siendo santo, sientes que te ama y hace mercedes con santidad; y siendo él justo, sientes que te ama y hace mercedes justamente; siendo él misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia; y siendo fuerte y subido y delicado ser, sientes que te ama fuerte, subida y delicadamente; y como sea limpio y puro, sientes que con pureza y limpieza te ama; y, como sea verdadero, sientes que te ama de veras; y como él sea liberal, conoces que te ama y hace mercedes con liberalidad sin algún interese, sólo por hacerte bien; y como él sea la virtud de la suma humildad, con suma bondad y con suma estimación te ama, e igualándote consigo, mostrándosete en estas vías de sus noticias alegremente, con este su rostro lleno de gracias y diciéndote en esta unión suya, no sin gran júbilo tuyo: Yo soy tuyo y para ti, y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti” (LlB 3,6).

La tarea de J. de la Cruz va a ser también de esclarecimiento en temas fundamentales de espiritualidad. La suya será una espiritualidad robusta, que haga frente a la espiritualidad practicada por muchos grupos de “espirituales”, de “beatas” y de “alumbramiento”. Eulogio Pacho, que ha estudiado el tema, dice que “la Subida quiso ser –y lo consiguió en parte– frente a la espiritualidad blandengue y facilona, lo que el Quijote frente a la novelería de caballerías” (E. Pacho, Escenario histórico de Juan de la Cruz: Su entorno religioso-cultural, 9-57). Frente a abusos y desviaciones que conducen fácilmente a la pereza espiritual, son elocuentes las páginas de sus obras (S 2,29; LlB 3,30.44-45); igualmente, en temas de religiosidad popular (S 3,43). Sus orientaciones pedagógicas tienden a eliminar abusos en las manifestaciones exteriores de piedad, haciendo una valoración justa y equilibrada de lo fundamental y de lo accesorio.

Finalmente, en la polémica sobre meditación y contemplación, entre vida activa y vida contemplativa, J. de la Cruz adoptará una postura clara a favor de la  contemplación, como camino para llegar al ser de Dios y al ser del hombre. Esta es la Realidad que él había descubierto y que quiere ayudar a descubrir a los demás. Pero su postura está lejos de caer en fáciles extremismos, como observa E. Pacho: “Si la contemplación no puede ser pretexto para la holgazanería espiritual, tampoco la actividad debe vaciar las reservas del espíritu. El secreto del equilibrio reside en la motivación decisiva que no es otra que el amor, según se afirmará tajante en el Cántico espiritual (29,1-3)” (ib. 55).

Este es, en definitiva, el mejor servicio y el mayor “tributo” que J. de la Cruz ha prestado al hombre. Le ha enseñado el camino para descubrir su propio ser, su verdadera identidad, descubriendo el ser de Dios actuando en él. Este camino pasa por la  noche oscura, esto es, por la desposesión interior. Así, en  desnudez espiritual, sin más arrimo, atributo o añadido, sin nada que le fatigue hacia arriba y nada que le oprima hacia abajo, se encuentra en “su más profundo  centro”.

II. El hombre descrito por Juan de la Cruz

Partiendo del hombre que fue J. de la Cruz, podemos ahora comprender mejor el hombre descrito por él en sus escritos. Los rasgos esenciales que le caracterizan son los mismos que él ha plasmado en su vida. Destaca el valor y la dignidad del ser humano, al que sacrifica todo lo que se opone a él y le impide alcanzar su verdadera identidad. Otro aspecto esencial es su proceso de maduración, que le introduce en la noche oscura del espíritu y le rehace interiormente. El fundamento, tanto de su dignidad como de su dinamismo interior, es su dimensión trascendente y teologal, que lo marca en lo más hondo de su ser. Destaca, finalmente, su vocación de servicio.

1. DIGNIDAD DEL SER HUMANO. La dignidad del hombre no consiste en tener sino en ser, como modernamente han subrayado todas las antropologías y repite también el mensaje cristiano. Hay que ayudar al hombre a ser él mismo, y a ser lo que está llamado a ser por vocación (Pablo VI, Juan Pablo II). Es el mensaje antropológico esencial de J. de la Cruz. El camino no son los “atributos humanos”, ni cualquier otro añadido externo, sino la penetración en el ser más íntimo del hombre, que viene dado por su misma razón.

Este es el sentido de algunos de los dichos o apotegmas de J. de la Cruz, que ponen de manifiesto su profunda sabiduría humana: “Un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él” (Av 1,35). “Todo el mundo no es digno de un pensamiento del hombre, porque a sólo Dios se debe; y así, cualquier pensamiento que no se tenga en Dios, se le hurtamos” (Av 2,36). Esta alta valoración del pensamiento del hombre tiene su hontanar más hondo en Dios, que lo ha creado. La relación a Dios no disminuye el ser humano, sino que lo dignifica. Este planteamiento, que está en la base del pensamiento sanjuanista, significa la superación de la visión filosófica de los ateísmos modernos, que no han sabido resolver el eterno contencioso entre Dios y la razón humana, como pone de manifiesto la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II. En este sentido hay que recordar aquí la obra filosófica de  Edith Stein, discípula de J. de la Cruz, que representa una de las síntesis mejor logradas entre  fe y razón, en diálogo con la filosofía contemporánea.

La relación a Dios no priva al hombre del recto uso de su razón, sino que le orienta en su ejercicio. El Santo, por muy alta que sea la comunicación divina, sale siempre por los fueros de la razón. Para obrar la virtud no hay que esperar al gusto: “Bástate la razón y entendimiento” (Av 1,37). “Entra en cuenta con tu razón para hacer lo que ella te dice en el camino de Dios” (Ib. 44). “El que obra razón es como el que come sustancia” (ib. 46). En nuestra cultura actual light se dice que es necesario recuperar el valor de la razón, así como su capacidad para buscar la verdad y encontrar el sentido último de las cosas (Fides et Ratio, 81).

No hay que esperar de  Dios lo que la razón humana puede alcanzar por sí misma, porque lo que cabe “en razón y juicio humano” Dios no lo da por otro conducto (S 2,22,13). El  Espíritu Santo “se aparta de los pensamientos que son fuera de razón” (S 3,6,3) y también “de los pensamientos que no son de entendimiento, esto es, de la razón superior en orden a Dios” (S 3,23,4). Por eso para que la razón humana se ejerza correctamente, ha de “quitar el gozo de los bienes temporales”. Entonces “adquiere libertad de ánimo [y] claridad en la razón” (S 3,20,2). Lo mismo ocurre con el gozo en los bienes naturales: “Se embota mucho la razón y el sentido del espíritu… Y así, la razón y el juicio no quedan libres, sino anublados con aquella afección de gozo muy conjunto” (S 3,22,2). Y “cuando el alma entrare en la noche oscura, todos estos amores [el de la sensualidad y el del espíritu] pone en razón” (N 1,4,8). De ahí que la noche del espíritu ocupe en la antropología sanjuanista un lugar privilegiado.

2. REDESCUBRIMIENTO DEL ESPÍRITU. A tenor de lo expuesto en la primera parte, J. de la Cruz representó para la época moderna a partir del Renacimiento –caracterizado por una fuerte corriente humanista– una de las encarnaciones más paradigmáticas del espíritu humano, tanto por su vida como por sus escritos y la expresión estética de su poesía. La fuente de este redescubrimiento del espíritu fue su vivencia mística y poética en la prisión de  Toledo. Coincide –como ya hemos subrayado– con la experiencia descrita en la noche del espíritu. Dentro de esta perspectiva hay que interpretar la tensión entre el sentido y el espíritu, descrito en todas sus obras. Es un movimiento de desprendimiento y de unificación interior, al término del cual el sentido se halla enteramente compenetrado con el espíritu.

La realidad antropológica de esta contraposición es ante todo de índole filosófica (E. Pacho, Temas fundamentales, p. 150). Desde el punto de vista filosófico, la tensión entre sentido y espíritu es intrínseca a la constitución esencial del ser humano, en el que confluyen el mundo inferior y el mundo superior y divino. El hombre es un ser que participa de ambos mundos: del ser corporal de todos los seres creados y del ser espiritual del mundo de los espíritus, que tiene su fuente en Dios, como explica Edith Stein en su obra Ser finito y ser eterno. Aquí radica su función mediadora entre un mundo y otro, de manera que “puede hacer descender el espíritu hasta la naturaleza y elevar la naturaleza hasta el espíritu” (Urs von Balthasar). Pero esta mediación no se lleva a cabo sino en medio de un fuerte antagonismo o enfrentamiento entre el sentido y el espíritu. Aunque en realidad, como observa Urs von Balthasar, este antagonismo no es propiamente entre el cuerpo y el espíritu, que necesita una infraestructura psicosomática para su actividad, sino que “atraviesa por el centro del espíritu” (Teodramática 2, 334).

Es importante este dato, para comprender la antropología sanjuanista del espíritu. Así lo destaca Federico Ruiz en la introducción a su pensamiento: “La diferencia entre espíritu y sentido forma parte de la naturaleza. Con anterioridad al pecado. La dualidad es fuente de riqueza, pues engendra oposición; de ahí nace la resistencia, el esfuerzo, la tensión, el proceso. Este constituye la nota esencial de la naturaleza humana, que fue creada abierta, con posibilidad y obligación de hacerse. Se caracteriza por la ley del crecimiento” (F. Ruiz, Introducción, 305).

En un primer momento, dice Balthasar, “puede describirse tranquilamente el dualismo existente en el hombre como una característica de su dignidad: al ser el que va ascendiendo desde abajo para terminar superando todo lo inferior, es la corona y el soberano del cosmos, y esta supremacía –desde la perspectiva ‘precristiana’ e incluso cristiana– es idéntica a una afinidad con lo divino, con un origen e institución por parte de Dios” (Teodramática 2, 333-334).

Desde el punto de vista teológico, este antagonismo se radicaliza a causa de la realidad del pecado. Los sentidos, que de por sí viven aferrados al mundo material, tienden a hacerlo desordenadamente, generando una fuente de “afección” que frena el proceso de maduración e impide la unión con Dios. Lo explica admirablemente J. de la Cruz, a propósito de la lucha contra los  enemigos del alma (mundo, demonio y carne), que el alma ha de librar en su camino de búsqueda de Dios: “Dice también el alma que pasará las fronteras, por las cuales entiende… las repugnancias y rebeliones que naturalmente

la carne tiene contra el espíritu; la cual, como dice san Pablo (Gal 5,17): ‘Caro enim concupiscit adversus spiritum’, esto es: La carne codicia contra el espíritu, y se pone como en frontera resistiendo al camino espiritual. Y estas fronteras ha de pasar el alma, rompiendo las dificultades y echando por tierra con la fuerza y determinación del espíritu todos los apetitos sensuales y afecciones naturales; porque, en tanto que los hubiere en el alma, de tal manera está el espíritu impedido debajo de ellas, que no puede pasar a verdadera vida y deleite espiritual. Lo cual nos dio bien a entender san Pablo (Rom 8,13), diciendo: ‘Si spiritu facta carnis mortificaveritis, vivetis’, esto es: Si mortificáredes las inclinaciones de la carne y apetitos con el espíritu, viviréis” (CB 3,10). Este es el punto de partida del proceso de  purificación del espíritu, descrito en el segundo libro de Subida y Noche.

3. SER TRASCENDENTE Y TEOLOGAL. La idea de hombre, subyacente a la  antropología sanjuanista, está marcada conjuntamente por su dimensión trascendente y teologal. Ambas se realizan en una perspectiva sobrenatural. Por eso su concepción de la persona humana es inseparable de su idea de Dios. Esta, además, va indisolublemente unida a la comunicación sobrenatural divina. De ahí la siguiente descripción de la persona humana, que está en el fondo de su obra: “Es una realidad esencialmente trascendente al mundo y al modo ordinario de conocimiento. Esta realidad es el espíritu, es decir, las profundidades de la persona humana y su relación esencial con Dios, y es también la realidad sobrenatural” (F. Urbina, La persona humana, 17).

El ser trascendente del hombre aparece en relación con la trascendencia divina, afirmada por el Santo como principio estructurador de la Subida. Entre el ser de Dios y el ser de las criaturas hay una distancia infinita, que afecta a todos los órdenes: al del ser, al del conocimiento y al del afecto. Por tanto, el que pone su afición en lo creado, delante de Dios “es nada y menos que nada” (S 1,4,4; S 2,8,3). Ninguna cosa criada puede ser medio para la unión con Dios (S 1,4-5; 2,8). Por eso, para unirse con El hay que vaciarse de todo apego a las criaturas, esto es, hay que entrar en la noche. La noche es, pues, el paso necesario para llegar a la  unión con Dios (S 1,2,1). Es como el oscurecimiento sufrido por el hombre que acoge a Dios.

Ahondando en el principio de la trascendencia, que es una de las claves antropológicas de la noche, afirma la incompatibilidad entre la afección a las criaturas y la unión con Dios: “En el alma no se puede asentar la luz de la divina unión si primero no se ahuyentan las afecciones de ella” (S 1,4,2). Por tanto, el que quiere unirse enteramente con Dios tiene que renunciar a la afección a las criaturas. La razón última estriba en que dos contrarios no caben en un mismo sujeto; se repelen mutuamente como el todo y la nada, lo relativo y lo absoluto, lo perfecto y lo imperfecto.

El Santo hace suyo el principio filosófico de las formas que se comunican a la materia, confiriéndole su modo propio de ser. Si la forma es la de un ser creado, tendremos un ser humano. Pero si la forma es la del ser divino, tendremos un ser divino. El paso de una a otra es necesario para la transformación del ser. Esto se lleva a cabo ontológicamente por la infusión de la gracia divina, y existencialmente por la purificación de la noche. Esta es una de las claves de interpretación, avanzada ya por Baruzi y más tarde por Edith Stein.

Se inicia así el proceso de purificación, que afecta primero a “la parte sensitiva” del alma y después a la “parte espiritual” (S 1,1,2). De esta manera introduce el Doctor místico su concepción antropológica del ser humano, compuesto de cuerpo y alma, de sentido y espíritu, de porción inferior y superior, de parte sensual-sensitiva y parte racional-espiritual. Expresiones todas ellas equivalentes (E. Pacho, Antropología sanjuanista, 61).

Es una concepción que se inspira en la filosofía aristotélico-tomista y que, como todos los comentaristas han subrayado, acentúa la unidad del ser humano contra toda especie de dualismo o de monismo. El hombre es un espíritu corporeizado o un cuerpo espiritualizado. En virtud de esta unidad, existe una interdependencia entre la parte sensitiva y espiritual (E. Pacho, Temas, p.146).

El Santo habla de esta unidad del ser humano y de la interdependencia de sus componentes esenciales particularmente en Cántico y Llama, cuando el proceso espiritual ha alcanzado ya un nivel de maduración. En el libro de Subida y Noche prevalece, por el contrario, la tensión entre el sentido y el espíritu. De ahí el proceso descrito en estas obras como un movimiento de desprendimiento y de unificación interior, al término del cual el sentido se halla enteramente compenetrado con el espíritu.

Pero la meta no es la compenetración del sentido con el espíritu, sino del espíritu con Dios, que se da en la unión divina. Por eso la vocación teologal del hombre es complementaria de su vocación trascendental. Esta se realiza, en definitiva, en el encuentro personal con Dios, para el que ha sido creado. Según el Concilio Vaticano II, es “la razón más alta de la dignidad humana” (GS 19). Para J. de la Cruz el hombre es esencialmente relación con Dios, que adquiere su sentido pleno en la  divinización. Como dice Henri Sanson, su concepción del hombre está más emparentada con la de los Padres griegos que con la tomista: “Si es tomista en su concepción de las relaciones del alma y del cuerpo, no lo es en la de las relaciones del alma con Dios” (El espíritu humano, 136).

La patrística concibe al hombre siempre en orden a su comunión con Dios por la divinización. Este es su verdadero destino, el único existente en la actual economía salvífica, en el que el ser humano encuentra la raíz más profunda de su verdadera identidad. Esta es también la visión antropológica predominante en Cántico y Llama: la del ser deificado por la incorporación al misterio de Cristo y por la participación del misterio trinitario. Es la visión propia de la patrística, que se prolonga en la mística renana, en la que se inspira J. de la Cruz. El místico doctor pone especial énfasis en esta finalización trascendente y teologal del hombre, con expresiones e imágenes cargadas de profundo realismo, que son como una resonancia de la teología patrística sobre la divinización y el fin último del ser humano.

Sintetiza admirablemente su pensamiento en el comentario a las últimas estrofas de Cántico: “Al fin, para este fin de amor fuimos creados” (CB 29,3). Esto es lo que el alma “siempre natural y sobrenaturalmente apetece” (CB 38,3); “aquello para lo que Dios la predestinó” (CB 38,6). Dios mismo crea en el hombre la disposición para alcanzar la comunión plena con él, al crearlo a su imagen: “Y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” (CB 39,4).

La tensión dinámica hacia Dios, por medio de Cristo, la desarrolla en Llama a través del símil de la piedra, que tiende siempre al centro de la tierra. Así explica la tendencia del hombre a Dios como su “más último y profundo centro” (LlB 1,11-12). Es un texto de gran riqueza y precisión teológica, que pone de manifiesto no sólo la ordenación intrínseca del hombre a Dios, como fin último, que lo determina desde lo más profundo de su ser, sino también el dinamismo progresivo de esta llamada a la comunión, hasta alcanzar su plenitud en la gloria.

4. SER HISTÓRICO, CON VOCACIÓN DE SERVICIO. La visión sanjuanista del hombre como ser trascendente y teologal, en tensión hacia la unión y el encuentro definitivo con Dios, parece no tener en cuenta su enraizamiento en la historia, esencial al ser humano y para la que existe hoy una especial sensibilidad. La definición que de él dio  Teresa de Jesús, como “hombre celestial y divino”, parece confirmar esta sospecha. Sin embargo, nadie ha sido reclamado con tanto ahínco por la Santa como J. de la Cruz para llevar a término su obra reformadora.

El mismo J. de la Cruz es consciente de esta responsabilidad histórica, cuando de forma inesperada planea su fuga de la cárcel de Toledo. Hay, además, otro dato importante, que se desprende del poema del Cántico espiritual, compuesto en sus primeras 31 estrofas durante los meses de prisión. Las últimas estrofas cantan el gozo de la unión con Dios, que el Santo prevé de forma inmediata. Cuando ya fuera de la prisión retoca el poema, añadiendo nuevas estrofas y cambiando el orden de algunas de ellas, el desenlace del poema ya no será la unión inmediata con Dios, sino la espera escatológica. Pero una espera que no aminora en él la responsabilidad histórica, sino que la intensifica. Son los años de mayor actividad apostólica y de más fecunda producción literaria.

Así vivió J. de la Cruz sus diez años de estancia en Andalucía, con una vocación de servicio, del que se benefician principalmente las religiosas y los religiosos carmelitas de Baeza, Beas, El Calvario, Granada y Úbeda. En sus escritos, además, revela una especial sensibilidad para captar los movimientos históricos de su tiempo. Aparece así su profundo enraizamiento en la historia, para la que su misma experiencia mística agudiza su sensibilidad.

Desde esta misma perspectiva se desprende la dimensión histórica del hombre, que describe en sus escritos. Se caracteriza por una visión unitaria de la historia, que viene dada por su ordenación intrínseca a Dios, como fuente y culminación de toda historia humana. Su visión histórica y cosmológica está mediada por su experiencia religiosa. La apertura extática a Dios se traduce en una apertura extática a la realidad creada, que le lleva a proclamar la “posesión” del mundo: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí” (Av 1,27). Esta misma experiencia le lleva a ver a Dios en todas las cosas: “Mi Amado, las montañas…” (CB 14); y a su vez, a ver todas las cosas en Dios (LlB 4,5), en quien están presentes “virtual y presencial y substancialmente” (LlB 4, 7).

Esta concepción mística no es una perspectiva de la existencia al lado de la perspectiva física o temporal, sino que la engloba radicalmente y le da sentido, de manera que en ella se fundamenta la relación del hombre con el mundo. Esta alcanza precisamente su pleno sentido en la medida en que dice relación a Dios y le transparenta. Es la perspectiva bíblica y patrística del cosmos, que el Concilio Vaticano II ha recogido en su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo (GS 36).

Otro tanto cabe decir respecto a la historia humana y la historia de salvación. J. de la Cruz contempla la historia humana toda ella como envuelta y penetrada por la historia de salvación, como un movimiento radical por el que la humanidad entra en comunión con Dios. Es la visión paulina de la recapitulación de todas las cosas en Cristo.

Este concepto de historia se toma en su significado pleno y universal. Abarca tanto lo sagrado como lo profano. En el pensamiento sanjuanista no cabe hablar de una historia humana al lado de una historia religiosa. Esta no solamente comprende toda otra perspectiva humana, sino que la fundamenta y motiva radicalmente.

Por eso, tampoco se puede interpretar la visión mística de la historia –referida a Dios y a su designio salvífico– como una evasión del compromiso histórico. Al contrario, la referencia a Dios, como ser supremo y fuente de salvación, transforma y mejora cualitativamente el compromiso histórico, cuya finalidad inmediata es la humanización del hombre, pero sin perder de vista su finalización a Dios, que unifica y da sentido a la tarea humana.

En este sentido, cabe destacar la postura de P. Tillich en contraposición a la de K. Barth sobre el valor del misticismo. La resume Colin P. Thompson en estos términos: “No lo considera la cumbre del apostolado cristiano, pero le atribuye una función teológica característica como aquello que impide al hombre elevar a su preocupación esencial otra cosa que no sea Dios… El misticismo conserva el misterio esencial y, al apuntar siempre hacia el infinito, impide al hombre que identifique lo finito con lo trascendental. Ciertamente corre el riesgo de considerar que la revelación no tiene que ver con la situación humana real, y de despojarla de su carácter concreto, pero a pesar de estas limitaciones reconocidas posee una clara función histórica y teológica” (El poeta y el místico. Un estudio sobre “El Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz, 221).

Insistiendo en esta función histórica y teológica de la experiencia mística, recogemos aquí una de las conclusiones a que llegábamos en un estudio más detallado sobre el tema: “Hacer historia, compartir la realidad histórica con los demás, no es sólo comprometerse en la lucha por un mundo más humano, más libre, más fraternal. Es también dar sentido a los esfuerzos y al trabajo de los hombres. Si el mundo tiene una dimensión trascendente y religiosa, hay que hablar del sentido religioso de la historia como algo intrínseco al compromiso histórico” (C. García, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, 113).

Al concluir este tema del hombre, que ante todo fue J. de la Cruz y que después ha retratado en sus escritos, sólo queremos destacar la relación que existe entre su experiencia y su doctrina. Esto quiere decir que los escritos del Doctor místico son más autobiográficos de lo que aparecen. Significa también que el marco de su interpretación doctrinal es siempre su vida y su experiencia.

BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956; HENRI SANSON, El espíritu humano según san Juan de la Cruz, Madrid 1962; GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix, I, Paris 1960, pp. 98135; FEDERICO RUIZ, Introducción a San Juan de la Cruz, Madrid 1968, pp. 295-327; EULOGIO PACHO, San Juan de la Cruz: Temas fundamentales, vol. 1, Burgos 1984, pp. 123-155; Id., “Escenario histórico de Juan de la Cruz: Su entorno religioso-cultural”, en AA. VV. Poesía y teología en S. Juan de la Cruz, Burgos 1990, p. 9-57; Id., “Hagiografías y biografías de San Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, II, Valladolid 1993, pp. 19-32; TEÓFANES EGIDO, “Contexto histórico de San Juan de la Cruz”, en AA. VV., Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid 1990, p. 335-377; CIRO GARCÍA, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, Burgos 1990, p. 111135; AA. VV., Dios habla en la noche: Vida, palabra, ambiente de San Juan de la Cruz, Madrid 1990; ANTXON AMUNARRIZ, Dios en la Noche: Lectura de la Noche oscura de San Juan de la Cruz, Roma 1991; CARLO BERARDI, “Questo è l’uomo. Note di antropologia teologica secondo S. Giovanni della Croce”, en Quaderni Carmelitani 8 (1991) 119-130; ANA Mª LÓPEZ DÍAZ-OTAZU, “La dignidad de la persona humana en la doctrina de S. Juan de la Cruz”, en Studium Legionense 32 (1991) 203-220; JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, “El hombre sin atributos”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, II, Valladolid 1993, p. 19-32.

Ciro García

Hermosura

La belleza es una constante en toda la obra de J. de la Cruz,  poesía y prosa. El lector que se acerca por primera vez a sus poemas –sea creyente o no–, se encontrará, sin duda, envuelto en una atmósfera estética que eleva su sensibilidad y su percepción del mundo a una transparencia inhabitual. Pero quizá se desanime si, para comprender y saborear esta atmósfera, se atreve a entrar en la  prosa mística, ya que ésta presenta un nivel de complejidad conceptual y analítica que no parece acordarse, para algunos, con la fuerza intuitiva de los poemas.

No vamos a ocuparnos, por tanto, en este artículo de los poemas, cuyo lirismo por sí sólo nos envuelve, sino justamente de esa prosa, para muchos inaccesible. Es en los comentarios a los poemas donde el propio poeta desarrolla, más allá del canto, su sensibilidad estética y la conciencia de esta misma sensibilidad –sus fundamentos, limitaciones y alcance– en el desarrollo de la vida espiritual. Es en la prosa donde el poeta místico, ayudado por lo demás de su profunda formación filosófica y teológica, pone en marcha todos los recursos literarios y dialécticos que posee para vertebrar estéticamente una obra en la que Amor y Belleza confluyen en una única experiencia mística de incomparable altura.

Si los valores de lo bueno (virtudes morales) y de lo verdadero (ideas claras y distintas acerca de la realidad), son superados y subsumidos en la tiniebla de la  fe, los valores de lo bello (sentimientos de gloria), son realzados en la iluminación de gloria que acontece en Llama.

Mucho antes de la glorificación, sin embargo, el aliento poético y la visión enamorada ante la belleza recorren todas las páginas de nuestro autor, hasta las de más sustanciosa y árida doctrina en las purificaciones nocturnas. Una evocación ardiente y nostálgica, un clamor anhelante, por esa hermosura “que se halla por ventura”, y “sólo se ve por fe” atraviesa en ansias la opacidad de la noche, y la vence al fin. La belleza no es tema de reflexión, sino aguijón que espolea la búsqueda y provoca el éxtasis. Marcada por la intuición de la belleza no es la mística de J. de la Cruz una mística intelectual, sino más bien una mística cordial, de un corazón enamorado de la Belleza inefable de  Dios, y apasionadamente arrastrado en pos de su huella.

El tono en el que se expresa la aspiración sanjuanista por la belleza, que impregna toda su consideración de la naturaleza –hasta llegar a conocer esencialmente a las  criaturas por Dios y no a la inversa (LlB 4,5)–, es profundamente cristiano; a pesar de que el lirismo desbordado de algunas estrofas y comentarios de Cántico, haya dado lugar a interpretaciones panteístas. El sentimiento de la belleza en J. de la Cruz se enraíza en  Cristo como Verbo encarnado y florece en El, en sus misterios, porque toda la hermosura humana y divina se ha manifestado en su rostro. Y así como Dios no tiene otra palabra ya después de Cristo (Av 99), la belleza no tiene otra faz que la que en El ha sido revelada. En esta faz desfigurada y en este cuerpo maltratado y muerto en la cruz, resplandecido luego en la mañana gloriosa de la resurrección, se encuentra el sacramento de la Belleza inefable, y es el espejo donde el alma sanjuanista se mira. Y es que después de la manifestación de gracia que es la creación misma, es el misterio de la Encarnación el que mejor revela la Belleza invisible de Dios. Este sentido cristiano queda patente en el comentario a la estrofa 5 del Cántico, que recoge además con citas bíblicas (desde el Génesis, hasta san Pablo, pasando por el evangelio de Juan) toda la secuencia de creación encarnación redención: “Y así en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su Resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, más podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (CA 5,4).

Así pues, la  búsqueda de la belleza ha de atravesar por el misterio insondable de la cruz, y asumir la espesura del sufrimiento y de la muerte. Por eso la noche, símbolo sanjuanista por excelencia, resume este misterio de agonía, de privación, de oscuridad y amarga purificación, por una parte, y de sabrosa e íntima comunicación con Dios al mismo tiempo. La aridez y  sequedad del desierto esconden una fuente, la oscuridad de la noche arropa una luz íntima. En ausencia de materia, volumen o color, donde se vierten y complacen los sentidos, la mirada se recoge y por la noche oscura se remonta más allá de todo gusto sensible y reflejo aparente, hasta el gozo esencial de la Belleza y Amor divinos.

Allá “el alma echa de ver claro que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura, de suerte que le parece que la colocan en una profundísima y anchísima soledad donde no puede llegar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, tanto más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y solo, donde el alma se ve tan secreta cuando se ve sobre toda temporal criatura levantada” (N 2,17,6)

En plena  noche oscura nos comunica el alma su admiración ante la soledad sabrosa en la que se encuentra graciosamente levantada: la altura, la anchura, la lejanía cualifican esta atmósfera extática, que se nos antoja de una transparencia sutil, de una pureza indescriptible, de una paz sin límites.

El término belleza es de un uso escaso; la consideración de la belleza se encuentra principalmente expresada en los sinónimos de  gracia, gloria, y hermosura, y este último junto al verbo hermosear y el adjetivo hermoso, son términos que se concentran principalmente en el Cántico. Pero la belleza potencial del alma, así como la Belleza invisible están presentes con otros términos o descripciones de estados de gracia a lo largo de toda la obra. Pues bien, para distinguir la consideración que J. de la Cruz hace del tema, dividimos este apartado en cuatro puntos, según la realidad caracterizada por la belleza en cuestión.

I. “De ti me van mil gracias refiriendo”: la hermosura de las criaturas

El cosmos es rastro de la belleza divina y reflejo de su hacedor, según nos enseña el libro de la Sabiduría (13, 3-5). Así lo ha percibido J. de la Cruz, profundamente sensible a las bellezas naturales, según lo testimonian sus biógrafos, y lo cantan con gran acierto sus propios poemas. Las criaturas son rastro y huella, reflejo y evocación, pero por lo mismo la contemplación de su belleza despierta en el corazón enamorado una profunda nostalgia, como aquel que recibiendo mensajes y dones del amado siente reavivarse el deseo del encuentro y plena comunicación con él. De aquí surge un clamor que es al tiempo alabanza y gemido de ausencia: “Como las criaturas dieron al alma señas de su Amado mostrándole en sí rastro de su hermosura y excelencia, aumentósele el amor, y por consiguiente le creció el dolor de ausencia” (C 6,2).

En el poema del Cántico descubrimos esta nostalgia, pero la naturaleza no tiene un valor secundario, tan solo como telón de fondo, como se podría pensar por la tradición bucólica-pastoril en la que este poema de algún modo puede situarse. Tampoco es mero reflejo de las emociones y sentimientos al modo romántico, donde el alma del artista se trasfunde con las energías de la naturaleza. Ni esteticismo renacentista, ni panteísmo romántico: La naturaleza es creación, en los escritos del Santo, y por ello puede tornarse sacramento, es decir, símbolo de encuentro entre el hombre y su creador.

Esta sacramentalidad, sin embargo, no es transparente, sino que es confusa y sólo se manifiesta en toda su plenitud en la revelación de la gloria del Verbo, por quien todo fue hecho. Así, entre tanto, la creación entera gime en J. de la Cruz como en  san Pablo, con los dolores del alumbramiento. El  gemido resuena en el Cántico, a la vez que en la noche nos alerta el místico enamorado, sobre la ambigüedad y el engaño de las bellezas visibles. Por la concupiscencia de los ojos y el afán de posesión del deseo no purificado, las criaturas pueden tornarse ídolos, y así en lugar de reflejo serán obstáculo, opacidad que vela la Belleza del que Es. Como la distancia es tan grande entre  Dios y las criaturas, y en medio se interponen las tendencias desordenadas del alma, es necesario un cierto apartamiento, la purificación de la mirada se impone para poder descubrir a través del don, al Dador: “Toda la hermosura de la criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad…, y así el alma que está aficionada a la hermosura de cualquier criatura, delante de Dios sumamente fea es, y por tanto no podrá esta alma fea transformarse en la hermosura que es Dios, porque la fealdad no alcanza a la hermosura” (S 1,4,4).

II. La belleza del alma: “Su gracia en mí tus ojos imprimían”

El alma, sujeto sanjuanista por excelencia, “en sí es una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1, 9,1). El  alma ha sido creada por Dios y para El , por eso está constantemente ilustrada por la luz divina, como  vidriera o espejo –que son algunas de las metáforas preferidas del místico–; pero por el desorden del pecado, sus inclinaciones se tornan hacia las criaturas, y el apego a ellas empaña su belleza prístina, “de la misma manera que pondrían los rasgos de tizne a un rostro muy hermoso y acabado” (S 1,9,1). De aquí se sigue la necesidad de  soledad y apartamiento; recogiéndose en sí, el alma vendrá a descubrir en su centro a Dios. “¡Oh, pues, alma hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y unirte con El! ya se te dice que tú misma eres el aposento donde Él mora y el retrete y escondrijo donde está escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti que esté en Ti, o por mejor decir tu no puedas estar sin él” (CA 1,7). En la medida de su amor creciente el alma va siendo hermoseada y enaltecida por la mirada divina, hasta tornarse ella, Dios por participación. “Su gracia en mí tus ojos imprimían. Por los ojos del Esposo entiende aquí su divinidad misericordiosa, la cual, inclinándose al alma con misericordia, imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma divinidad” (C 32,4).

III. La belleza de Dios: “Por ser tal su hermosura que sólo se ve por fe”

La intuición nuclear de la obra de J. de la Cruz es la Belleza invisible, la Belleza increada. Las criaturas son reflejo o participación de esa fuente eterna de gracia: “Que bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche” “sé que no puede ser cosa tan bella / y que cielos y tierra beben della”. Dios es el agente de toda gracia y belleza, de aquí la abundancia del verbo hermosear, principalmente en Cántico.

Dios es incomparable, y más le conocemos por lo que no es, que por lo que es; los caminos ignotos que conducen al alma hasta la luz suprema pasan por la  noche oscura: negación de todas las vías naturales que ella pudiera imaginar o comprender. En este sentido podemos entender todo el proceso de  purificación nocturna como una puesta en evidencia de la insignificancia de las comparaciones, y por tanto de la transcendencia del ser de Dios, con respecto a cualquier representación humana. Frente a esta insignificancia en que el  mundo se diluye en la atmósfera nocturna, la imagen más adecuada para decir algo de lo que Dios es, de su belleza única, simple y poderosa, es la de la luz. “Dios está como el sol sobre las almas para comunicarse a ellas” (LlB 3,47) Esta luz –al principio cegadora y violenta para el alma no purificada–, pasa de ser objeto contemplación, a fuego activísimo (LlB 1,8) de combustión inagotable que absorbe al alma en sí. Pero a pesar de su poderoso resplandor, la gloria de Dios no destruye al alma, sino que la transforma íntimamente en su fuego de amor: “La sombra que hace al alma la lámpara de la hermosura de Dios será otra hermosura al talle y propiedad de aquella hermosura de Dios” (LlB 3,14).

IV. La belleza de la unión: “Vámonos a ver en tu hermosura”

Si la hermosura de las criaturas es para el alma –la más hermosa entre todas ellas, por ser imagen del Creador– el primer indicio, señal y equívoco a la vez, de la Belleza divina, toda la significación de los apartados anteriores sustenta su peso en este último. Cuando J. de la Cruz se refiere a belleza, o hermosura, de cualquier modo que sea, ya manifiesta en la creación, o en el alma misma, en realidad está ahondando en este núcleo de comunicación de amor que existe desde siempre entre el alma y Dios. De alguna manera cualquier otra referencia no es más que una forma de matizar estos flujos y corrientes de gracia que entre ambos discurren, obstaculizados, agitados, empañados, o finalmente liberados en toda su fuerza, en el estadio de la unión, cantado en Llama.

El alma anteriormente agitada por las turbaciones de los apetitos, reposa ahora en el seno del amor, “Y así el alma no sólo se acuesta en el lecho florido, sino en la misma flor, que es el Hijo de Dios, la cual en sí tiene divino olor y fragancia y gracia y hermosura” (CB 24,1). En este reposo, recibe abundante gracia y deleites. Pero a su vez, como alma amante, por el ejercicio mismo del amor siente ensanchada su capacidad de don y generosidad, y su pretensión es la igualdad de amor “porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado” (CB 38,3). En consecuencia, para asemejarse más a su Amado, desea entrar más adentro en la espesura y canta “Vámonos a ver en tu hermosura”. Pero resulta que esa espesura es la espesura de la cruz, como explica en los comentarios a la estrofa 36 del Cántico. El deseo acrecido e impaciente que se apresuraba en otro tiempo hacia la  muerte de amor, sintiendo que la vida natural le era estrecha para recibir la anchura y copiosidad de Dios, viene a remansarse en la identificación con los padecimientos del EsposoCristo. Es en la cruz de Cristo donde el “dibujo de fe y el  dibujo de amor” (CB 12, 7) coinciden y se funden en un único espejo donde mirarse y buscar el alma purificada su ser verdadero y su belleza prístina: “¡Y como el alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer para entrar en ella en la espesura de la cruz!” (CB 36, 13).  Belleza, donaire, gracia, gloria.

BIBL. — SAN JUAN DE LA CRUZ, Vámonos a ver en tu hermosura, (antología en torno a la belleza, selección de textos e introducción de M. S. Rollán), Madrid 1989; H. URS VON BALTHASAR, La gloire et la Croix II, de Jean de la Croix à Péguy, Paris 1972; MICHEL FLORISOONE, Esthétique et Mystique d´ après Sainte Thérèse et saint Jean de la Croix, Paris 1956; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, “El ‘Expolio’ del Greco y el ‘Grito’ de Díaz Castilla”, en Pasión de hombre-Pasión de Dios, Salamanca 1984, 133188; EMILIO OROZCO, Poesía y Mística, Madrid 1959; Id. Mística, plástica y barroco, Madrid 1977; EULOGIO PACHO, Vértice de la poesía y de la mística, Burgos 1983; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, “Cuerpo y lenguaje como epifanía en San Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, III Pensamiento (1993) 395-406; JOSÉ ANGEL VALENTE, La piedra y el centro, Madrid 1983.

María del Sagrario Rollán

Herida/s de amor

En el pletórico simbolismo místico de J. de la Cruz ocupa lugar destacado el que se relaciona con la psicología del amor. Confluyen en el sanjuanismo dos tradiciones complementarias: la lírica trovadoresca y la exégesis cristiana de la Biblia, como revelan frases tan repetidas como ésta: “En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos” (CB 13,9). La traslación de los fenómenos naturales de la  enfermedad, llaga y herida del ámbito corporal al psicológico y espiritual es recurso pedagógico y literario muy socorrido, pero J. de la Cruz lo emplea con especial maestría. Se mueve siempre, como es de suponer, en el ámbito de la mística, por lo mismo del amor divino.

a) Rasgos generales. El  alma enamorada de Dios, cuando se siente verdaderamente inflamada por ese amor sufre y padece “en muchas maneras, en todos los tiempos y lugares, no sosegando en nada”, hasta que llega al beso de la  unión transformante (N 2,11,6). El amor no satisfecho la hiere de tal manera que puede decirse enferma o llagada. Es lo que canta el verso dirigido al Amado: “Decilde que adolezco, peno y muero” (CB 2, v. 5º). La pena y el ansia, convertidas en llaga afistolada, puede llegar a sentimiento de muerte (CB 11, v. 2º). La  dolencia, las  heridas, las  llagas y las penas expresan fenómenos o sentimientos fundamentalmente idénticos y vienen a sintetizarse todos en la “enfermedad de amor”. No obstante, esa convergencia general, las exigencias del lenguaje figurado de la poesía obliga al Santo a diversificar la fenomenología mística propia de cada expresión. Heridas resulta el vocablo más genérico o comprensivo, junto con enfermedad; se presenta incluso a ciertas variaciones en el Cántico (cf. canción 7).

Como de costumbre, señala la raíz o clave en que se apoya la traslación figurativa. Entre las varias “visitas” con que Dios favorece a las almas, con que las “llaga y levanta en amor”, suele hacer “unos encendidos toques de amor, que a manera de saeta de fuego hieren y traspasan el alma y la deja toda cauterizada con fuego de amor. Y éstas propiamente se llaman heridas de amor” (CB 1,17).

La semejanza con las heridas corporales y espirituales termina ahí, porque las producidas por las “visitas” del  Esposo Cristo son de otro tenor: “Porque estas visitas tales no son como otras en que Dios recrea y satisface al alma, porque éstas solo las hace más para herir que para sanar, y más para lastimar que para satisfacer, pues sirven para avivar la noticia y aumentar el apetito y, por consiguiente, el dolor y ansia de ver a Dios” (CB 1,19).

Esto es lo más característico de las “heridas de amor divino”: cuanto más penetrantes más “deseables”. Se ratifica el Santo diciendo: “Éstas se llaman heridas espirituales de amor, las cuales son al alma sabrosísimas y deseables; por lo cual querría ella estar siempre muriendo mil muertes a estas lanzadas, porque la hacen salir de sí y entrar en Dios” (ib.).

Otro rasgo sintomático que distingue a estas heridas de cualesquier otras es que no admiten medicina ni tienen otra cura que la presencia del Amado: “En las heridas de amor no puede haber medicina sino de parte del que hirió” (CB 1,20). Dado que el origen es la ausencia, solamente la presencia es capaz de curar la herida (cf. CB 11, entera). Según los grados de amor y el sentimiento de la ausencia puede ser más o menos profunda la herida; se dan momentos y situaciones que parece ponen al borde de la muerte: “Esta pena y sentimiento de la ausencia de Dios suele ser tan grande a los que van llegando al estado de perfección, al tiempo de estas divinas heridas, que, si no proveyese el Señor, morirían” (CB 1,22). Quiere esto decir que el sentimiento de la ausencia causante de las heridas de amor, en su vertiente penosa, es decir, cuando se vuelve sensación de abandono, es una de las pruebas propias de la catarsis o  noche purificativa (N 2,11,6). Es lo que indica el carácter ambivalente de las heridas de amor, su sabor agridulce. Idea insistentemente repetida por el Santo: “Son las heridas de amor tan dulces y sabrosas que, si no llegan a morir, no la pueden satisfacer; pero sonle tan sabrosas –al alma– que querría la llagasen hasta acabarla de matar” (CB 9,3; cf. LlB 1,8).

b) Manifestaciones particulares. Prolongando el simbolismo general de la enfermedad y de las heridas de amor, J. de la Cruz llega a aplicaciones espirituales muy concretas. “En este negocio de amor –escribe– hay tres maneras de penar por el Amado acerca de tres maneras de noticias que de él se pueden tener”. Son las siguientes: La herida, “la cual es más remisa y más brevemente pasa” (CB 7,2); la llaga, que “hace más siento en el alma que la herida, y por eso dura más, porque es como herida ya vuelta en llaga, con la cual se siente el alma verdaderamente andar llagada de amor” (ib. 3); la tercera es “como morir, lo cual es ya como tener la llaga afistolada, hecha el alma ya toda afistolada” (ib. 4).

La sintomatología de éstas y otras heridas semejantes es estrictamente espiritual, sin que se apunte efecto alguno somático. Todo se reduce a la asimilación figurativa o traslación comparativa entre lo corporal y lo espiritual. De otra índole son, en este sentido, dos clases de heridas descritas por J. de la Cruz con abundancia de detalles.

Una de ellas es la “herida fina” identificada con el  “cauterio suave y la regalada llaga” de que trata en la Llama (2, 9-13). Existen “muchas maneras de cauterizar  Dios al alma”, entre ellas algunas que no la llagan porque son toques de la Divinidad al alma “sin forma ni figura alguna intelectual ni imaginaria” (LlB 2,8).

Se dan otras maneras de cauterizar al alma “con forma intelectual muy subida”, como la  transverberación, magníficamente descrita por el Santo en consonancia con S. Teresa (LlB 2,910.13). Es una herida o llaga estrictamente espiritual, sin real efecto somático, pero que su experiencia o sentimiento está vinculado a formas intelectuales, como dice el Santo. Se siente en el espíritu a manera de su representación intelectual, como si realmente se realizase en el cuerpo.

Según el propio Santo, “este llagar y herir interiormente en el espíritu” puede suceder que “alguna vez da Dios licencia para que salga algún efecto afuera en el sentido corporal”. Entonces “a modo que hirió dentro sale la herida y llaga afuera”, como sucedió cuando el serafín llagó a san Francisco. Es el caso de la estigmatización, que no es normal, ya que representa una excepción para el Santo. Para él, “ordinariamente, ninguna merced hace Dios al cuerpo que primero y principalmente no la haga en el alma” (LlB 2,13).

Es lo que sucede en otra clase de heridas y llagas de amor que tienen como característica inconfundible una incidencia o repercusión corporal, generalmente dolorosa. No se trata únicamente de que vayan o no acompañadas de formas intelectuales o imaginarias; en ellas se produce efectos somáticos perceptibles incluso por personas distintas de quienes son favorecidas por tales gracias-visitas. A esta categoría reduce J. de la Cruz el  arrobamiento, éxtasis, rapto, traspaso, vuelo de espíritu, etc. (CB 13,6-7; N 2,1,2).

Es bien sabido que para el Santo existe permanente interferencia o “comunicación” entre sentido y espíritu, parte inferior y parte superior, por razón de la unidad del supuesto o la persona; por lo mismo, se da siempre cierta “redundancia” de las comunicaciones y sentimientos espirituales en el cuerpo, tanto si son dolorosos como sabrosos y deleitables. Hasta que no se llega a una perfecta subordinación del sentido al espíritu, a través de la catarsis plena, ciertas gracias espirituales repercuten dolorosamente en el cuerpo. Su presencia es síntoma claro de que aún no es total la purificación del sentido. Acaso por esta vinculación al mismo, J. de la Cruz apenas aplica en tales casos el diagnóstico de heridas o llagas. Lo reserva para los efectos propios del amor divino en el ámbito estrictamente espiritual. Otra cosa distinta es si existe relación real entre ellos y alguna enfermedad física.

BIBL. — L. RAY, “Blessure d’amour”, en DS I, 1724-1730; GABRIELE DE SAINTE MARIE-MADELEINE, “L’Ecole thérésienne et les blessures d’amour mystique”, en ÉtCarm 21 (1936) I, 208-242; cf. RevEsp. 5 (1946) 546-560.

Eulogio Pacho

Guirnalda/s

El uso de este vocablo está limitado al Cántico espiritual y vinculado al verso: “Haremos las guirnaldas” (CB 30, v. 3º). Forma con los anteriores y siguientes una bella alegoría, prolongada en dos estrofas (CB 30-31) y en el juego poético entre “cabello” y “cuello”. El cabello es el hilo que enlaza las flores de la guirnalda colocada en el cuello. La aplicación figurativa se completa con las “flores y esmeraldas”, que representan las virtudes. La traslación de estos elementos a la vida espiritual, cantada en el poema, ofrece dos acepciones diferentes.

a) Guirnaldas: virtudes. La equivalencia metafórica la explica así el Santo: “Como las flores materiales se van cogiendo, las van en la guirnalda que de ellas hacen componiendo, de la misma manera, así como las flores espirituales de virtudes y dones se van adquiriendo, se van en el alma asentando” (CB 30,6). En consecuencia, la asimilación figurativa “guirnaldas-virtudes” resulta natural: “Todas las virtudes y dones que el alma y Dios adquieren en ella son como una guirnalda de varias flores, con que está –el alma– admirablemente hermoseada, así como de una vestidura de preciosa variedad” (CB 30,6).

La clave de la figuración “guirnaldas-virtudes” se completa con el “hilo” que enlaza entre sí las flores de la guirnalda; en el plano espiritual es el amor: “El cual amor tiene y hace el oficio que el hilo en la guirnalda. Porque así como el hilo enlaza y ase las flores en la guirnalda, así el amor del alma enlaza y ase las virtudes en el alma y las sustenta en ella” (ib. 9). Esta función específica del amor halla su confirmación en la afirmación paulina (col. 3,14): “El amor es atadura de la perfección” (CB 31,1). Remata el Santo la asimilación alegórica del “cabello-amor” con la del “cuello-fortaleza”, afirmando que la fortaleza con que se entretejen las virtudes “no basta que sea solo para conservarlas”, sino que “también sea fuerte para que ningún vicio contrario la pueda por ningún lado de la guirnalda de la perfección quebrar” (CB 31,4).

La alegoría de la guirnalda sirve también para señalar cierto progreso en la conquista de las virtudes. Una vez adquiridas, “está ya la guirnalda de perfección en el alma acabada de hacer, en que el alma y el Esposo se deleitan hermoseados con esta guirnalda y adornados, bien así como en estado de perfección” (CB 30,6). La afirmación precedente: “que el alma y Dios adquieren”, podría prestarse a confusión; aclara, por ello, el Santo, al comentar el verso “haremos las guirnaldas”, que no es obra aislada de uno de los protagonistas, sino “de entrambos juntos”, “porque las virtudes no las puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas en el alma sin ella” (ib.).

b) Guirnaldas: almas santas. Consecuente con la afirmación prologal del Cántico (n. 2), J. de la Cruz aplica aquí la “anchura” de la inteligencia mística de sus versos. No se atan a un solo sentido. La guirnalda de flores y esmeraldas tiene espiritualmente otras interpretaciones: “Se entiende harto propiamente de la Iglesia y de Cristo, en la cual la Iglesia, Esposa suya, habla con él, diciendo: ‘Haremos las guirnaldas’, entendiendo por guirnaldas todas las almas santas engendradas por Cristo en la Iglesia, que cada una de ellas es como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones, y todas ellas juntas son una guirnalda para la cabeza del esposo Cristo” (CB 30,7).

Identificando en el plano natural “guirnalda” y “lauréola” (corona de laurel), el autor propone a seguido algunos ejemplos o aplicaciones del significado señalado: “También se puede entender por las hermosas guirnaldas, que por otro nombre llaman lauréolas, hechas también en Cristo y la Iglesia, las cuales son de tres maneras” (ib.): “de hermosas y blancas flores de las vírgenes, de resplandecientes flores de los doctores y de encarnados claveles de los mártires” (ib.). “Con las cuales tres guirnaldas estará Cristo Esposo tan hermoseado y tan gracioso de ver, que se dirá en el cielo aquello que dice la Esposa en los Cantares” (3,11: CB 30,7).

El punto clave de referencia es fundamentalmente idéntico en ambas acepciones: las lauréolas se igualan a las guirnaldas, y las almas santas son, a su vez, “como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones”. Quiere ello decir, que las guirnaldas representan las virtudes unidas y sostenidas por la caridad; los santos encarnan la perfección de esas virtudes.

Eulogio Pacho

Granadas

El “mosto de granadas” del Cántico espiritual (lira 36 en el CA; 37 en el CB) es uno de los vinos sagrados de la “interior bodega” (CA 17) u hondón del alma en  unión transformante de san Juan de la Cruz. En la obra sanjuanista, el vino equivale siempre a la ebrietas simbólica del éxtasis místico, cuya dicha extrema hace proferir “dislates” al jubiloso contemplativo. La tradición que avala la simbología vinaria del Santo es milenaria: ya en el Gilgames y en la Misná encontramos la asociación del vino con la  embriaguez espiritual, asociación que luego elaborarán numerosos espirituales europeos a lo largo de la Edad Media. Casi todos estos espirituales ofrecen una interpretación mística al vino y a la cellaria del Cantar de los Cantares (1,3), que significan literalmente “retretes” o “cuartos interiores”. Tanto para san Bernardo de Claraval, uno de los más grandes renovadores del Císter, como para el reformador franciscano san Buenaventura, la embriaguez espiritual marca el cuarto grado en el camino hacia la unión con  Dios. Celebran igualmente el licor “a lo divino” numerosos codificadores del lenguaje espiritual europeo como Ruysbroeck y David von Augsburg, a quienes secundan los portugueses Frei Paio de Coimbra, Dom Duarte y el anónimo autor del Orto do Esposo. Los españoles no se quedan atrás: repiten el símbolo vinario, con distintas variantes, Juan de los Angeles, Diego de Estella y Bernardino de Laredo. Ni siquiera el docto fray Luis de León rehúye la imagen espiritual embriagante, que usaron crípticamente incluso los alumbrados para aludir a sus procesos extáticos secretos.

Varios siglos antes que los espirituales europeos celebraran la ebrietas mística, los sufíes habían codificado pormenorizadamene el altísimo grado espiritual del sukr o embriaguez espiritual. Este mosto simbólico es una de las equivalencias más lexicalizadas de la literatura espiritual musulmana. Ya desde el siglo IX Bistami y Yahya ibn Mu’ad se intercambian apasionada correspondencia mística en clave utilizando la terminología vinaria, y los secundan Sa’adi, Simnani, Ibn al-Farid, Al-Huywiri, Yunayd, Hallay, el célebre Algazel e incluso los sadilíes hispanoafricanos. Ibn ‘Arabi de Murcia coloca la embriaguez extática en el cuarto grado de la unión con Dios, en perfecta coincidencia con Bernardo de Claraval y san Buenaventura. Varios poetas, como los persas Yalaloddin Rumi, Sabistari y Hafiz dedicaron poemas enteros a esta bebida, vedada por el Corán, pero celebrada por ellos a un nuevo nivel secreto durante los siglos XII y XIII, la época del esplendor de la literatura mística persa.

El símbolo vinario de san Juan tiene, pues, una larga y distinguida estirpe literaria. Las bodegas del Santo son, sin embargo, más exquisitas que la cella vinaria de Salomón: entre sus bebidas embriagantes simbólicas encontramos el “adobado vino” (CA 16) y el citado “mosto de granadas” (CA 36). Este último es el vino sagrado que la  Esposa liba junto a su ultraterrenal Esposo en el momento sagrado de sus nupcias místicas. El locus del matrimonio espiritual es en lo alto de las “cavernas de la piedra”, es decir, en los foraminibus petrae (Cant 2, 12) u orificios de los acantilados donde anidan las palomas. El poeta ahonda estos orificios rocosos que toma prestados del epitalamio bíblico y los transmuta en cavernas, y será precisamente en estas profundidades simbólicas del alma donde los esposos –convertidos metafóricamente en palomas dotadas de vuelo– acudan para celebrar su unión transformante con el subido licor del  éxtasis: “Y luego a las subidas / cavernas de la piedra nos iremos, / que están bien escondidas, / y allí nos entraremos, / y el mosto de granadas gustaremos”.

En sus glosas explicatorias, el Santo advierte cómo bajo la aparente multiplicidad de los granos de la granada subyace la absoluta unidad de Dios, representada por la bebida embriagante: “Porque, así como de muchos granos de las granadas un solo mosto sale cuando se comen, así de todas estas maravillas […] de Dios en el alma infundidas redundan en ella una fruición y deleite de amor, que es bebida del Espíritu santo […] bebida divina” (CB 37,8).

Esta curiosa variante del símbolo vinario, sin duda pormenorizado e ingenioso, fue preludiado siglos antes por los místicos del Islam. Es precisamente la granada la que marca la llegada del sufí a la cuarta etapa del camino místico, que simboliza, según Laleh Bakhtiar, “la integración de la multiplicidad en la unidad, en la morada de la unión” (Laleh Bakhtiar. Sufi. Expressions of the Mystic Quest, Thames & Hudson, Londres, 1976, p. 30). El anónimo Libro de la certeza, atribuido a Ibn ‘Arabi o a Qasani, insiste asimismo en la granada como fruta emblemática de la esencia y unidad última de Dios: “La granada […] es la fruta del Paraíso de la Esencia […] en la morada de la Unión […] es la conciencia directa de la Esencia (ash-shudud adh-dhâtî) …” (The Book of Certainty, Rider & Co., Londres, s.a., 27-28).

El vino fermentado de granadas con el que san Juan hace que los esposos del Cántico celebren sus bodas ultramundanas significa, pues, el conocimiento místico más alto, gracias al cual se armonizan los contrarios en la suprema unidad del Amor.

BIBL. — SAN BERNARDO, Obras completas, 2 vols., BAC, Madrid, 1953 y 1955; SAN BUENAVENTURA, Obras completas, Edición bilingüe, 6 tomos, BAC, Madrid, 1955; MUHYI’DDIN IBN AL‘ARABI, Tarjuman al-Ashwaq. A Collection of Mystical Odes, edición bilingüe árabe-inglesa de R. A. Nicholson, Royal Asiatic Society, Londres, 1911; LUCE LÓPEZ-BARALT, San Juan de la Cruz y el Islam, Hiperión, Madrid, 1990; Id. “Simbología mística islámica en san Juan de la Cruz y en santa Teresa de Jesús”, en Nueva Revista de Filología Hispánica 30 (1981) 21-91.

Luce López-Baralt

Gamo/s

En el bestiario simbólico sanjuanista ocupan espacio muy limitado. Todo se reduce a una referencia cumulativa con  leones y  ciervos (CB 20). El gamo representa la concupiscencia desenfrenada. Le sirven a J. de la Cruz estos animales para figurar las acometidas de las dos potencias naturales contra la razón y contra la armonía entre el sentido y el espíritu. Los leones representan el ímpetu de la tendencia o potencia irascible, mientras los ciervos y gamos saltadores corresponden a la concupiscible o “potencia de apetecer”, en la que se distinguen dos efectos: uno, de cobardía, propio de los ciervos; otro, de osadía, simbolizado en los gamos.

No está bien aclarado dónde se inspiró el Santo para llegar a la asimilación propuesta, según la cual la potencia concupiscible ejercita los efectos de osadía “cuando halla las cosas convenientes para sí, porque entonces no se encoge y acobarda, sino atrévese a apetecerlas y admitirlas con los deseos y afectos. Y en estos efectos de osadía es comparada esta potencia a los gamos, los cuales tienen tanta concupiscencia en lo que apetecen, que no sólo a ello van corriendo, mas aun saltando”, por lo cual los llama el poema saltadores (CB 20-21,6). Conjurar a los gamos equivale espiritualmente a apaciguar los deseos y apetitos inquietos que, “saltando como gamos de uno en otro”, buscan satisfacer a la concupiscencia” (ib.7). Es algo necesario para llegar a la perfecta armonía interior.

Eulogio Pacho

Fuente, la

San Juan de la Cruz elabora en dos ocasiones el símbolo de la fuente, con el que remite al lector a algunos de los momentos culminantes de su experiencia mística unitiva. Tanto en el “Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe” (que tiene por estribillo el célebre verso “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche”) como en la lira 11 del Cántico espiritual (CA 11, CB 12) (“¡Oh cristalina fuente / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!”) el poeta celebra sus enigmáticas fuentes haciendo gala de una notable originalidad literaria.

El Santo reelabora un símbolo de larga y prestigiosa estirpe. La universalidad del  agua como metáfora espiritual es evidente, desde la Biblia (Jn 4,14) hasta la tradición alquímica. Incluso la fuente, “símbolo inmemorial de vida eterna”, como lo llama María Rosa Lida, tiene sobretonos simbólicos desde antiguo. Xavier Picaza nos recuerda la importancia que tuvo esta fons divinitatis para los neoplatónicos, mientras que J. E. Cirlot la asocia con el centro místico del alma: con las honduras del Ser que se deben explorar en secreto y en oscuridad. “Fuente sellada” llama a la Sulamita el Esposo de los Cantares (4,12), y todavía en las canciones sefardíes medievales la fuente era símbolo de fecundidad y de boda. Pero el origen específico del símil sanjuanista ha sido muy difícil de trazar para los estudiosos. No le parecen bíblicos a David Rubio, quien asegura que ninguna de las 56 metáforas de la “fuente” de la Vulgata ni las numerosas metáforas del mismo objeto de la mística occidental pueden en modo alguno relacionarse con el intrincado símbolo de la fuente sanjuanística.

I. Poema de la “Fonte”

La fuente del “Cantar del alma” evoca en un primer plano la inaprehensible esencia divina que, sin embargo, se intuye en la noche de la vida terrenal. El recuerdo martilleante de estas tinieblas nocturnas sirve de estribillo al poema: el emisor de los versos celebra su misteriosa fuente “aunque es de noche”.

Asegura, sin embargo, que conoce bien esta secreta “fonte que mana y corre”, y la obsesiva repetición de su gozoso y afirmativo conocimiento experiencial en las primeras ocho estrofas del poema persuaden al lector de que el poeta registró su “saber” no sólo por fe sino gracias a la merced más alta de la experiencia mística transformante. Como la teopoiesis y la certeza cognoscitiva que con ella se adquiere es intransferible, porque supera la limitada razón humana, el protagonista poético aborda su fuente infinita con la afasia característica de los místicos aunténticos. Así, nos sugiere que su escondida fuente no tiene origen conocido, aunque todo origen viene de ella; que su belleza es inexplicable y su infinitud no toca fondo; que su luz es inmarcesible y su corriente de una omnipotencia abismal. El poema está pues dedicado a la celebración del misterio puro –e inaccesible por vía racional– de la Esencia Divina. En las últimas tres estrofas el poeta intenta, sin embargo, explicitar el significado secreto de la fuente. Los versos aleccionadores cristianizan de súbito el poema e ilustran doctrinalmente al lector devoto, pero desde el punto de vista puramente poético constituyen un final anticlimático para el arcano sobrecogedor que había logrado mantener el Santo en su “Cantar”. (El maestro de almas que hay en J. de la Cruz parecería aquí poner oídos sordos a la célebre lección poética del marinero del antiguo romance: “yo no digo mi canción sino a quien conmigo va”.) Y Juan termina por ofrecer generosamente al lector las claves de su fuente simbólica: se trata de un símil de la Eucaristía, pan de vida que oculta a Cristo redentor, fuente de alimento incesante para las criaturas sumidas en la nocturnidad de la vida material. El Santo termina por sugerirnos, sin embargo, que justamente este pan sagrado lo devuelve a la “viva fuente” que desea con nostalgia de iniciado y de conocedor auténtico de los misterios trascendentes e infinitos de Dios.

II. En el Cántico espiritual

La fuente del Cántico, ante la que la  Esposa detiene de súbito su ansioso peregrinar en busca del Amado, es mucho más compleja. Debe ser de noche, como en el poema anterior, porque la alfaguara sólo puede adquirir sus “semblantes plateados” cuando la iridescencia lunar o estelar ilumina su agua oscurecida. Al mirarse en el azogue de la fuente –mirarse en un espejo es preguntarse por la propia identidad– la enamorada se enfrenta con la sorpresa de que ha perdido su yo. La amada descubre que no tiene rostro, ni identidad, ni bulto corpóreo, porque lo que le devuelve la alfaguara son unos ojos ajenos. Estos ojos son simultáneamente del Amado y de ella, ya que donde están grabados es en las propias entrañas de la protagonista, que los proyecta sobre las aguas.

La “cristalina fuente” es el espacio de la propia identidad de la Esposa, que sirve de espejo pulido –de superficie espiritualmente purificada– al Amado. El ansioso “¿adónde te escondiste, Amado?” con el que la enamorada inicia el Cántico se comienza a contestar aquí: el Amado estaba todo el tiempo escondido en ella misma. Ella es, literalmente, la fons signatus que mereciera como requiebro la Sulamita (Cant 4,12). San Juan, al celebrar la transformación de la amada en el Amado, subvierte el mito de Narciso, que se mira en la fuente y se enamora de sí mismo. Aquí la protagonista se enamora de sí misma y su amor no es ya culpable ni infértil porque está en proceso de transformación en lo que más ama.

II. Antecedentes literarios

La filiación literaria de este jubiloso “narcisismo” poético de san Juan es particularmente elusiva. Ludwig Pfandl asocia la fuente del Cántico con la fuente della prova dei leali amanti del libro de caballerías Platir, mientras que Dámaso Alonso favorece la influencia de la Égloga I de Garcilaso por conducto de la divinización de Sebastián de Córdoba. María Rosa Lida argumenta no sólo en antecedente del Platir, sino el del Primaleón. En estos relatos, como en la Arcadia de Sannazaro y aún en un epigrama de Paulo el Silenciario, la fuente refleja un rostro ajeno: el de la persona amada. Cristóbal Cuevas, por su parte, añade el ejemplo adicional de la Historia del Abencerraje. Todos estos antecedentes greco-latinos y europeos del símil, al reflejar el rostro adorado que sustituye al propio, proclaman calladamente la fusión de identidades de los enamorados, el gran milagro unitivo del amor que cantaron los dolce stil novistas en Italia y con el que el mismo Petrarca se adelantó a San Juan: “l’amante nell’ amato si trasform[a]” (Triunfus cupidinis, III, 151,162).

Pero el misterio esencial del símbolo sanjuanista queda incólume: su fuente refleja unos ojos, no un rostro. Este último enigma se devela mejor desde contextos literarios semíticos. La Sulamita del epitalamio bíblico no sólo era “fuente sellada” sino que tenía los ojos como “los estanques de Esebon (Cant 7,4). La fuente que refleja únicamente unos “ojos” podría estar relacionada con el vocablo hebreo ‘ayin, que significa tanto “ojo” como “fuente” y “aspecto”. Acaso por eso mismo ninguno de los protagonistas ve reflejado su rostro o “aspecto” en la fuente: posiblemente ambos comparten no sólo los mismos ojos sino el mismo rostro, ya sin facciones separadoras, que se funde en uno –y por eso se torna invisible– en los “semblantes plateados” de la alfaguara.

El misticismo islámico provee claves aún más fecundas y más precisas para la lira en cuestión. Numerosos poetas y tratadistas sufíes como Ibn ‘Arabi de Murcia (s. XIII) y Suhrawardi (s. XII) detienen súbitamente su itinerario místico ante una simbólica fuente autónoma. Ese trata de la fuente de la certeza mística, que el anónimo autor del Libro de la certeza denomina como “ojo de la certeza” (‘aynu’ l-yaqin). La fuente es tenebrosa porque se descubre precisamente de noche (se trata de la noche purgativa de los sentidos), pero es paradojalmente rutilante, porque en ella se comienza a contemplar la iluminación divina en lo hondo del ser. El peregrino místico, como sucede en el caso específico de Naym ad-din al-Kubra (siglo XIII), se asoma en este momento supremo a la fuente iniciáti ca y ve reflejados precisamente el doble círculo de luz de unos ojos, que simbolizan la morada final del camino del alma hacia Dios. Sabastari (s. XIV) explica que ve los ojos simbólicos de Su Amado –que a la vez corresponden a los suyos propios– reflejados en el agua de la fuente, porque le sería imposible ver su luz deslumbrante de manera directa. Todo ello evoca poderosamente la escena de la fuente sanjuanística, que resulta misteriosa en el Cántico pero no así en el contexto de la literatura mística musulmana, por la sencilla razón de que en árabe la palabra ‘ayn, como su contrapartida hebrea ‘ayin , significa simultáneamente “ojo” y “fuente”.

Pero la raíz trilítera árabe también incluye la noción de “identidad” y de “lo mismo”. Los sufíes llevaron el contenido semántico de su vocablo a una esperable traducción poética, que fue tan profunda como constante en su literatura contemplativa. La raíz árabe ‘ayn establece pues una equivalencia automática entre la fuente, los ojos y la identidad, que resulta inescapable al conocedor de esta lengua y de esta tradición semítica, pero excéntrica a un occidental que desconozca los términos lingüísticos que la raíz emparenta. Muy en consonancia con este campo semántico, en armoniosa equivalencia, san Juan pide al lector que entienda que la fuente que le devuelve a la amante los ojos del Amado simboliza la transformación total del uno en el Otro.

La fuente del Cántico implica pues una mirada “autocontemplativa” en la que Dios se revela a Sí mismo en el alma purificada –espejo cristalino y pulido– del místico. La amada del Cántico contempla unos ojos en la fuente: están simultáneamente allí y en sus entrañas; ella los mira y ellos la miran desde las aguas y no es posible establecer diferencia entre ambas miradas que se auto-contemplan. El Santo ha logrado explicitar la perfecta unión mística del unus-ambo en su alfaguara plateada, que resulta por cierto mucho más compleja en su red de posibles apoyos literarios que la “fuente que mana y corre” de su “Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe”.

BIBL. — DÁMASO ALONSO, La poesía de san Juan de la Cruz. Desde esta ladera, Aguilar, Madrid, 1966; J. E. CIRLOT, Saint John of the Cross. Poems. Grant & Cutler Ltd./Tamesis Books Ltd., London, 1975; CRISTÓBAL CUEVAS, “Estudio literario”, en el vol. Introducción a la lectura de san Juan de la Cruz, Junta de Castilla y León, Salamanca, 1991, 125-201; MARÍA ROSA LIDA, “Transmisión y recreación de temas grecolatinos en la poesía lírica española”, en RFH I (1939) 20-63; LUCE LÓPEZ-BARALT, Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998; LUDWIG PFANDL, Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro, Barcelona, 1933; DAVID RUBIO, “La fonte”, La Habana, 1946, 12-21.

Luce López-Baralt