I. Los términos
Experiencia. Juan de la Cruz usa el término experiencia, básicamente, en la acepción
actual. La contrapone a lo que se sabe por ciencia (LB 1,15; 3,30), y puede ser
propia y ajena. La propia es la “experiencia que por mí haya pasado”, y la
ajena es “lo que en otras personas espirituales haya conocido o de ellas oído”
(CB pról 4). Al conocimiento directo de lo sucedido en otras personas llama
expresamente experiencia (S 3, 14, 6).
Utiliza también en
la misma acepción la forma verbal “experimentar”. Por ejemplo: “Esto creo no lo
acabará bien de entender el que no lo hubiere experimentado; pero el alma que
lo experimenta, como ve que se le queda por entender aquello de que altamente
siente, llámalo un no sé qué” (CB 7,10). A la misma realidad se pueden referir,
según los contextos, otros verbos, en especial el “ver” y aún más el “sentir”,
además de algunos nombres, como sentimiento, comunicación, toque, noticia, etc.
Es conocida en la
historia de la filosofía la reflexión crítica sobre la experiencia, sobre su
naturaleza originaria o derivada, sobre el proceso de su constitución, y por
tanto, sobre su valor como fuente del saber. Aquí nos atenemos al uso del
autor, uso en el que JC se refiere a realidades que puede englobar en el
término experiencia (u otros del mismo campo semántico), es decir, realidades
que se presentan con un carácter de inmediatez semejante a la que designa el
uso corriente del término.
Místico/mística. JC emplea la forma adjetival: teología mística, sabiduría
mística, inteligencia mística, tres expresiones sinónimas. Se trata de la
“contemplación por la que el entendimiento tiene más alta noticia de Dios” (2 S
8,6). Es “noche” y “contemplación infusa”, porque es “una influencia de Dios en
el alma” (N 2,5,1), una “inteligencia mística y confusa o oscura” (S 2, 24,4),
o “ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación” (CB
27,5). La siguiente frase resume la unidad de los aspectos: “Llámala noche
porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre mística
teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida” (CB 39,12).
No es cuestión, en
estas expresiones, y en el uso concreto del adjetivo “místico”, de una ciencia
como tratado teológico, sino de un conocimiento experiencial y de una vivencia
de amor. Porque la sabiduría mística “es por amor” (CB pról 2), y “nunca da
Dios sabiduría mística sin amor, pues el mismo amor la infunde” (N 2,12,2). Por
ello, JC trata de expresar esta realidad con dobles términos: “mística y
amorosa teología” (N 2,12,5), “esta teología mística y amor secreto” (N 2,
20,6).
Experiencia mística. Esta expresión no se encuentra en JC, pero ya las meras
referencias de los apartados anteriores manifiestan que él se refiere a lo que
generalmente se entiende por ella. Por método, hemos recordado los términos
(separados) “experiencia” y “mística” de sus escritos, pero, obviamente, la
realidad de la experiencia mística no depende de estos. Se podría intentar
definir lo que hoy en general, y con cierta amplitud, se entiende por esta
expresión, o exponer las diferentes nociones, antes de abordar a san Juan de la
Cruz. Pero para nosotros la noción general está dada anteriormente, y dejamos
abierta la noción más precisa de JC al resultado de las enseñanzas de sus
escritos.
II. Enseñanza de
JC sobre la realidad de la experiencia mística
JC no busca la experiencia
como tal, e incluso la renuncia a la experiencia, debidamente entendida, puede
ser una de las características de su itinerario. Busca a Dios por la unión de
amor. Su mirada y su esfuerzo no se dirigen a la subjetividad, sino al objeto
de conocimiento y amor. Pero de hecho su enseñanza comporta, en el proceso y en
el término del itinerario, una experiencia cualificada, intensa, por lo que con
razón se ha convertido esa experiencia en objeto de estudio y se ha recurrido a
su magisterio y testimonio en la historia de la teología espiritual y del
pensamiento.
1. TRASCENDENCIA. En la
concepción de JC (para no prejuzgar aquí la experiencia, objeto de estudio) la
trascendencia divina tiene un relieve decisivo, como han visto sus estudiosos:
“Nunca se dirá bastante hasta qué punto la trascendencia de Dios era, para san
Juan de la Cruz, no sólo el objeto de su contemplación por excelencia, sino
también el alma de toda su enseñanza y la explicación última de sus exigencias
en el orden de la ascesis” (LUCIEN-MARIE DE SAINT-JOSEPH, Transcendance et immanence d´après Saint Jean de la Croix, 269). “Creo que al doctor místico se le puede
llamar con verdad el hombre de la trascendencia”, porque toda su planificación
del campo doctrinal está elaborada a base de la trascendencia (JOSÉ VICENTE
RODRÍGUEZ, San Juan de la Cruz, Profeta enamorado de Dios y Maestro, 258).
Para JC, las
criaturas, así terrenas como celestiales, y todas las noticias distintas,
naturales y sobrenaturales, por altas que sean en esta vida “ninguna
comparación ni proporción tiene con el ser de Dios” (S 3,12,1). En esta vida
“lo más alto que se puede sentir y gustar, etc., de Dios, dista en infinita
manera de Dios y del poseerle puramente” (S 2,4,4). El comentario a la primera
canción del CB es criterio permanente de comprensión, porque precede precisamente
a Cántico, donde se hablará de altas comunicaciones y noticias:
“Nunca te quieras satisfacer en lo que entendieres de Dios, sino en lo que no
entendieres de él, y nunca pares en amar y deleitarte en eso que entendieres o
sintieres de Dios, sino ama y deléitate en lo que no puedes entender y sentir
de él” (CB 1,12; cf S 2,24,9).
Se ha señalado que
la interpretación de la trascendencia en JC ha tendido con parcialidad al aspecto
negativo y doloroso de aquella, a la lejanía y ausencia de Dios, sin integrarla
con la cercanía y la infinitud del amor de Dios (FEDERICO RUIZ, Místico y Maestro, 118 y 120). Es evidente que el objetivo de JC no es el
disertar sobre la trascendencia divina (de la que habla con otros términos),
sino la unión por la fe y el amor (CB 1,11), como muestra toda la obra. Pero
esa trascendencia de lo divino no sólo no se puede atenuar, sino que ella es la
condición esencial de cuanto JC enseña y testimonia sobre la unión y la
transformación. Ella hace, para JC, que Dios sea Dios, pues evidentemente JC no
la entiende de modo abstracto, sino como la trascendencia amante. Pero,
viceversa, que el amor de que se habla sea divino depende de la percepción de
la trascendencia. No es una preocupación metafísica (aunque hay una intuición y
una mente metafísica), sino práctica, espiritual: buscar a Dios, encontrarse
con él por el amor. Dios “es incomprehensible y sobre todo; y, por eso, nos
conviene ir a él por negación de todo” (S 2, 24,9).
Esto plantea el
problema de la inefabilidad. Si Dios está siempre más allá de toda imagen y de
toda proposición clara, parece imposible decir algo de él. JC, justamente en
relación a la trascendencia de Dios, afirma una y otra vez este carácter de
indecibilidad de la realidad mística: “Y ¿quién podrá manifestar con palabras
lo que las hace sentir? Y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto,
nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas por quien pasa lo pueden” (CB pról.) La
razón radica en la inefabilidad de Dios mismo: “Dios, a quien va el
entendimiento, excede al entendimiento, y así es incomprehensible e inaccesible
al entendimiento” (LB 3,48). Por ello, cuanto más se acerca a Dios la
conciencia, más inefable es lo que tiene lugar: “Lo que Dios comunica al alma
en esta estrecha junta, totalmente es indecible y no se puede decir nada, así
como del mismo Dios no se puede decir algo que sea como él” (CB 26,4). Pero ni
la incomprensibilidad ni la inefabilidad son absolutas, pues en ese caso la
mudez total sería lo que correspondería. San Juan de la Cruz no se refiere a
esta negación absoluta, por más agudo que sea su sentido de la trascendencia
divina. Porque ha tenido alguna comprensión de lo divino, habla de su
incomprensibilidad. Y tampoco se limita a señalar la incomprensibilidad, sino
que, supuesta ésta, y dentro de ella siempre, habla de Dios y del encuentro con
él; por medio de un lenguaje analógico y metafórico, donde, abandonando la
mudez, dirige el espíritu hacia lo que es infinitamente “disímil”. Esto, sin
embargo, no en un sentido puramente negativo, sino finalmente más bien
positivo: el “algo” de la comprensión y del lenguaje humanos se niega en cuanto
en la trascendencia divina se realiza incomparable e infinitamente: “Esta es la
causa por que con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo
que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios, que con
razones lo declaran” (CB pról. 2).
La dificultad de
la comunicación no afecta sólo al encuentro con Dios, sino también al proceso,
al menos a momentos del proceso que, para JC, pertenecen al encuentro muy
especial que consideran sus obras: “Son tantas y tan profundas las tinieblas y
trabajos, así espirituales como temporales, por que ordinariamente suelen pasar
las dichosas almas para poder llegar a este alto estado de perfección, que ni
basta ciencia humana para lo saber entender, ni experiencia para lo saber
decir; porque sólo el que por ello pasa sabrá sentir, mas no decir” (S pról).
2. EXPERIENCIAS DE LA PRESENCIA DIVINA. Las palabras del
párrafo precedente anuncian las noches del sentido y del espíritu, en las que
JC trata de comunicar, de alguna forma, la experiencia de una ausencia de Dios.
Ahí se presenta una realidad decisiva para JC (y para toda teología). Sin
embargo, el carácter divino de esta ausencia no puede consistir en la mera
negatividad, sino que tiene que darse un positivo. De hecho, JC presenta esas
noches como proceso de un encuentro desde donde se ilumina la naturaleza y el
sentido de aquéllas. Por ello, nosotros hemos de buscar su testimonio sobre la
experiencia mística ante todo en estos momentos positivos.
Noticias. No obstante, la trascendencia inefable, hay una
“presencia” (término de JC) de Dios, del todo especial, en forma de “noticia” o
de “inteligencia”. Para nuestro objeto distinguimos en JC tres clases de
noticias: a) Noticias de cualquier proveniencia referidas a criaturas, y las
referidas a Dios, claras y distintas, ninguna de las cuales pueden ser medio próximo
de unión, según se expresa (S 2,3,4; 8,5); no comunican aquel encuentro con
Dios al cual se refiere el autor. b) Noticias sobrenaturales claras acerca de
Dios, que, en cuanto visión esencial de Dios, no son propias de esta vida,
porque por sí mismas implican la muerte (S 2,8,4).
c) Las noticias
comprendidas dentro de aquella “noticia o advertencia amorosa en general de
Dios” (S 2,14,6). Esta es la noción primordial de su concepción del encuentro
con Dios y, por ello, a esta noción reduce la fe (S 2,24,4) y lo que llama la
contemplación (S 2,10,4; 14,6; N 1,10,6). A estas “noticias” nos referimos.
Para JC, fuera de
la visión esencial de Dios (propia de la gloria), estas noticias, que son una
realización de la contemplación, y de la fe, constituyen una forma suprema de
encuentro con Dios en la tierra. Aunque, en el proceso, ese encuentro con Dios
tiene un aspecto purificativo esencial, que produce la “terrible” noche del
sentido y la “horrenda” del espíritu, una vez alcanzada aquella purificación,
el “deleite” que causan en el alma estas noticias “no hay cosa a qué comparar,
ni vocablos ni términos con qué le poder decir, porque son noticias del mismo
Dios y deleite del mismo Dios” (S 2,26,3). Comunican directamente
(“derechamente”) a Dios, “sintiendo altísimamente de algún atributo de Dios,
ahora de su omnipotencia, ahora de su fortaleza, ahora de su bondad y dulzura,
etc.” (ib.). Por ello, continúa el autor, son del todo inefables y apenas se
pueden decir de ellas algunos términos generales. Sólo las puede experimentar
el que llega a la unión, “porque ellas mismas son la misma unión” (S 2,26,5), y
así son inconfundibles, porque “saben a esencia divina y vida eterna” (ib.).
Sentimientos. Otro término que emplea para acercarse a la expresión
de la experiencia mística es “sentimiento” (y el verbo sentir). Como es el caso
de otras palabras, ésta tiene también diferentes significados para el autor.
Por una parte, la unión espiritual no consiste “en recreaciones y gustos y
sentimientos” (S 2,32,2), y para que la voluntad pueda llegar a “sentir y
gustar por unión de amor esta divina afección y deleite” es necesario que antes
sea “purgada y aniquilada en todas sus afecciones y sentimientos” (N 2,9,3).
Pedagógicamente, para dirigir desde el principio la mente hacia lo esencial y
hacer ver el sentido de todo, afirma de modo resuelto que el amor y el gozo uno
los tiene que fundar “en lo que no ve ni siente ni puede ver y sentir en esta
vida, que es Dios, el cual es incomprehensible y sobre todo” (S 2,24,9).
Sin embargo, recurre
precisamente a los “sentimientos espirituales” y al “sentir” para sugerir
aquella suma realidad que tiene lugar. No puede haber en esta vida una visión
clara de las realidades espirituales, pero éstas se pueden “sentir en la
sustancia del alma con suavísimos toques y juntas, lo cual pertenece a los
sentimientos espirituales” (S 2,24,4). A éstos, continúa escribiendo, se dirige
su intención, “que es a la divina junta y unión del alma con la Sustancia
divina” (ib; cf S 3,14,2). Se trata de un “subidísimo sentir de Dios y
sabrosísimo en el entendimiento” (S 2,32,3). El sentimiento y el sentir son
términos que se escogen, en este contexto, para contraponerlos a la percepción
clara y distinta en esta vida y a la visión beatífica. Es la percepción propia de
la “noticia amorosa y oscura”, en la que tiene lugar el encuentro en esta vida
(S 2,24,4), “en cierto sentimiento y barrunto de Dios” (N 2,11,1). Por lo que
el autor no sabe exactamente a qué facultad adjudicar estos sentimientos, pues,
aunque “en cuanto son sentimientos solamente, no pertenecen al entendimiento,
sino a la voluntad” (S 2,32,3), los trata también como “aprehensiones del
entendimiento” (S 2,23,1-3). Es decir, hay un aspecto afectivo que, en cuanto
consciente, pertenece a la facultad cognoscitiva, pero, además, se da una
vivencia para la que no es apropiado el término “ver” (que denota una
percepción clara), sino el de “sentir”.
Toque. Relacionado con éste, ha aparecido el término “toque”.
Tratando de las “noticias divinas”, afirma que “consiste el tenerlas en cierto
toque que se hace del alma en la Divinidad, y así el mismo Dios es el que allí
es sentido y gustado” (S 2,26,5). Alguna vez emplea la expresión “contacto de
ella en la divinidad”, sin intervención de sentidos y accidentes, “por cuanto
es toque de sustancias desnudas, es a saber, del alma y divinidad” (CB 19,4).
No hay una visión esencial de Dios, pero se da un toque o contacto en la divinidad,
de sustancia a sustancia (como de una forma o de otra afirma). Por una parte,
se mantiene el carácter directo del encuentro, tanto por la imagen del toque o
del contacto, como por el empleo del término “sustancia”. Pero, por otra, se
sugiere la oscuridad y también la total novedad, frente a todas las
percepciones de esta vida.
Sustancia
(sustancial, sustancialmente) es una de las palabras preferidas del autor.
Tiene a veces sentido ontológico (sustancias corpóreas e incorpóreas), pero
casi siempre entraña realmente un sentido dinámico y existencial, aun en los
textos en que distingue entre sustancia del alma y facultades (por ejemplo, S
2,32,3; CB 26,11). En los textos paralelos a los citados aquí arriba significa
la inmediatez, radicalidad y totalidad insondables de la realidad dada. A este
mismo centro dinámico del alma (su más profunda capacidad de persona, es decir,
de conciencia amante) apuntan otras expresiones como el toque “de la Divinidad
en el alma” (LB 2,8), “toque de noticia suma de la Divinidad” (CB 7,4), y
“toque de amor” (CB 25,6).
Esta última imagen
es la más cercana a la “unión” con Dios por amor, que es la fórmula general que
utiliza el autor para expresar el fin y la realidad última que se pretende:
“divina junta y unión del alma con la Sustancia divina” (S 2,24,4). Es decir,
no menos que con Dios mismo, no sólo de alguna forma en las mediaciones, como
hasta ahora.
Pero el contenido
propio de esa expresión, oscuramente dado a la conciencia y simbólicamente
sugerido, se encuentra diseminado en todo el Cántico y en Llama, y también en Noche y en Subida. Por ejemplo: el alma “queda esclarecida y transformada
en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el
mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios” (S 2,5,7). “Y el alma más parece
Dios que alma, y aun es Dios por participación” (ib).
Expresión
semejante es la de la “transformación de amor” o “transformación en Dios” (y
otras variantes), donde se expresa la idea de la presencia, hasta la
deificación por participación, con términos de la tradición, ante los que el
autor no retrocede. En esta estrecha junta “el mismo Dios es el que se le
comunica con admirable gloria de transformación de ella en él, estando ambos en
uno” (CB 26,4).
Apenas es posible recoger
las imágenes y las expresiones metafóricas empleadas en su obra para transmitir
la realidad de que se trata. Por ello, nos hemos fijado en los términos
analizados como los que más expresivamente parecen acercarse al contenido que
intenta manifestar. Permanece la particular oscuridad de la que habla en todas
partes: la “abisal y oscura inteligencia divina” (CB 14-15,22). Pero, como
sugieren los términos y expresiones que hemos subrayado, se experimenta una
presencia, en forma de “sentimiento y barrunto de Dios” (N 2 11,1), de
“asomadas de gloria y amor” (LB 1,28), de “un vivo viso e imagen de aquella
perfección” (del amor glorioso) (CB 38,4). Puede llegar un momento en que la
noche no es tan oscura, sino entre dos luces, en que “esta soledad y sosiego
divino, ni con tanta claridad es informada de la luz divina ni deja de
participar algo de ella” (CB 14-15,23).
El autor precisa,
y es necesario recordarlo sobre todo al leer Cántico y Llama, que no se trata de ver a Dios “esencial y claramente”,
“que no es sino una fuerte y copiosa comunicación y vislumbre de lo que él es
en sí” (CB 14,5), y las más altas comunicaciones “son como unas muy desviadas
asomadas” (CB 13,10). Emplea frecuentemente binomios: noticias y sentimientos,
toques y recuerdos, toques y sentimientos, noticias y toques. Cada binomio y
todos juntos intentan sugerir una conciencia unitaria profunda, que el autor discierne
ser la unión de amor o la transformación por amor.
Es conveniente
resaltar la experiencia de la libertad en esta nueva conciencia, con
expresiones que atestiguan la novedad y la excepcionalidad: “libertad de la
divina unión” (S 1,11,4), “claridad, libertad de espíritu y sencillez” (S
2,16,11), “en libertad y tiniebla de la fe” (S 2,19,11), “conocerá cómo la vida
del espíritu es verdadera libertad” (N 2,14,3), “siente nueva primavera en
libertad y anchura y alegría de espíritu” (CB 36,1). Donde la libertad es clara
y sencilla (unificada), y se asocia con la tiniebla de la fe, y sobre todo, con
la unión con Dios.
La libertad de que
se trata tiene que ver con la anchura y la alegría de espíritu. Otros textos
(en realidad es el tono de casi todo el Cántico y la Llama) destacan la alegría en la fase positiva de la
experiencia mística. El alma anda como de fiesta, con “un júbilo de Dios
grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría y amor, en
conocimiento de su feliz estado” (LB 2,26). Y “en todas las cosas halla noticia
de Dios gozosa y gustosa, casta, pura, espiritual, alegre y amorosa” (S
3,26,6).
JC, que lleva su
lógica de la negación y superación a todas las realidades naturales y
sobrenaturales (por cuanto no son Dios ni medio próximo de unión con él),
parece cambiar de criterio cuando llegan estas realidades específicas que hemos
analizado: “Y en éstas no digo que se haya negativamente, como en las demás
aprehensiones, porque ellas son parte de la unión” (S 2,26,10), “háyase humilde
y resignadamente” (ib, 9). No se puede decir que se haya llegado al término, y,
por tanto, desde este punto de vista, continúan teniendo vigencia las consignas
de JC sobre la superación, en cuanto nada de lo que se experimenta ahí es Dios
visto clara y esencialmente. Esas vivencias, en todo caso, deben lanzar al
infinito que se anuncia (comunicándose) en ellas. Son término en un sentido
relativo, en cuanto es posible en esta vida, pero esta realidad, para Juan de
la Cruz, remite esencialmente a su plenitud, a la visión beatífica. Esto
explica que, por una parte, la actitud ante esas comunicaciones no sea
negativa, y que, por otra, tampoco se impulse una actitud positiva, sino
resignada. No cede el movimiento del trascender.
III. Tipología
experiencial
Los escritos de JC
no son meras construcciones místicas, tal vez sobre lejanas confidencias, sino
que, en general, pretenden entregar una experiencia. Quieren, ciertamente,
exponer una doctrina, y es manifiesta la construcción doctrinal con conceptos y
categorías heredadas de la tradición cultural. Se puede también discutir sobre
la incidencia de una lógica teológica en aspectos de su exposición. Pero, en
conjunto, JC apela con seguridad a la experiencia, que trata de fundar y
explicar, ayudándose de la “ciencia”, con la palabra de la Escritura.
¿De qué
experiencia se trata? Hablamos de diversas experiencias: experiencia de las realidades
físicas, experiencia psíquica, experiencia ética, estética, religiosa. En
comparación, por ejemplo, con la experiencia del mundo físico, ¿en qué sentido
se da aquí una experiencia? De este mundo físico derivan, en efecto, imágenes
como la luz, el ver, el contacto. Se da una vivencia, nueva, y para expresarla
se emplean imágenes visuales, auditivas y táctiles. En esta vivencia se produce
amor, libertad, alegría, humildad, sencillez, fortaleza. Se abre una conciencia
y un estado de amor desde el que se vive la realidad entera: “Mi Amado las
montañas, / los valles solitarios nemorosos…” (CB 14, y comentario n.5 ), “Míos
son los cielos y mía es la tierra…” (Av 26).
Sin embargo, JC no
habla sólo del mundo nuevo de la transformación de la persona, sino de la
transformación por la unión amorosa con Dios. De esto se trata, y sin esto, por
hermosos y reales que sean los frutos personales de la transformación, para JC,
aquel trascender sin tregua sería vano, en definitiva. Toda su obra gira en
torno a un encuentro con la realidad objetiva, que se experimenta como luz y
amor personal, es decir como la suprema subjetividad comunicada que transforma
en sí la subjetividad humana. De esto habla JC como fe. Pero preguntamos si
también habla de ello como experiencia, y en qué sentido y hasta qué punto.
Puesto que es el objeto el que determina la experiencia, a él tenemos que
aplicar nuestra atención.
IV. Lo “divino” en
esa experiencia
El lenguaje puede
remitir a una experiencia que se supone compartida. Sin embargo, la experiencia
mística no es compartida, de la misma forma, como advierte el propio testigo.
El compartir hace posible que se convenga en unos signos que remiten a la
experiencia compartida. Dependemos, por tanto, de lo que él nos indica, y, en
ello, tratamos de atisbar lo que en su barrunto se le daba.
Por una parte,
según JC se dan “unas muy desviadas asomadas” de Dios, que, por otra, son unas
vivencias muy intensas, como muestran las referencias señaladas (pero la obra
entera en su conjunto). Esas experiencias intensas, en cuanto tales, no se
puede decir sean unos lejanos visos. Son tenues vislumbres respecto a la visión
clara de la divinidad, pero no en sí mismos. Parece, por tanto, que
metodológicamente hay que comenzar distinguiendo entre la experiencia de la
transformación o de la unión de amor y la experiencia de Dios. Ciertamente, la
persona experimenta que es amada y acogida y transformada y que ella misma se
ha convertido en un amor transparente y radical (ser amada y amar como único
acto de experiencia).
Surgen
inevitablemente algunos interrogantes. Además de la experiencia de la
transformación, ¿el místico experimenta realmente a Dios, o la supuesta
experiencia divina es la misma vivencia de la transformación de amor? ¿Qué hace
que la transformación de amor sea divina? Es legítima la pregunta, puesto que
el místico advierte que no se trata de ver a Dios “esencial y claramente”,
mientras que la transformación de la conciencia es tal que parece “el alma
Dios, y Dios el alma” (CB 31,1).
Se podría
responder que la transformación es divina en cuanto efecto divino. O incluso se
podría decir que JC toma al alma “divinizada” por el Dios experimentado. Sin
embargo, JC habla (parece pretendiendo expresarse distintamente) de una
comunicación directa (“el mismo Dios”), si bien no clara. La transformación es
un efecto, pero, según el autor, de una comunicación sustancial de Dios. No sólo
se experimenta la transformación de amor, sino el toque en la divinidad, o esa
transformación (que es de luz y amor) se experimenta como toque en la
divinidad, o como sentir al mismo Dios.
Siempre se puede
inquirir si tenemos aquí una afirmación directamente ontológica, o si lo que JC
en verdad pretendía era una pedagogía espiritual: es decir, de acuerdo con
esto, en los actos mencionados de un “sentir” puro acerca de Dios (como
conocimiento) y del “puro amor” (CB 29,2) ya no hay nada imperfecto que negar o
purificar, si bien esos actos tampoco son el término, y se dirigen más allá de
sí mismos al Dios esencialmente escondido. Lo que habría en ellos de divino
experiencial (en la intención de JC, o, en todo caso, objetivamente) sería su
propia pureza en relación al Dios de la fe, pero no el mismo Dios
experimentado.
Apenas podemos
avanzar más, porque el místico no puede mostrarnos su experiencia. Pero no se
ha de perder de vista el realismo y la seguridad de las expresiones de JC,
quien en este caso habría podido, dentro de su teología, hacer la distinción
entre la pureza de la fe y del amor, y la experiencia Dios (lo mismo que
también entre efecto y causa). En segundo lugar, hay que observar que las
afirmaciones positivas sobre las experiencias de Dios cobran especial valor en
el contexto de las negaciones, es decir, en la afirmación de la trascendencia.
En esta vida, “lo más alto que se puede sentir y gustar, etc., dista en
infinita manera de Dios y del poseerle puramente” (S2 4,4), por lo que su amor
se ha de fundar en lo que ni se siente ni se puede sentir (S2 24,9). Si uno
“sintiere gran comunicación o sentimiento o noticia espiritual, no por eso se
ha de persuadir a que aquello que siente es poseer o ver clara y esencialmente
a Dios, o que aquello sea tener más a Dios o estar más en Dios, aunque más ello
sea” (CB 1,4).
Esta trascendencia
(inmediatamente, práctico-espiritual) constituye una garantía de la naturaleza
propia de las experiencias que se afirman, “comunicación esencial de la
Divinidad sin otro algún medio en el alma, por cierto contacto de ella en la
Divinidad” (CB 19,4). El hecho de que en el momento mismo en que se hacen
aquellas afirmaciones se advierta que nada de eso es esencialmente Dios, a
quien siempre hay que buscarle más allá, y, en este sentido al menos, siempre
“nos conviene ir a él por negación de todo” (S 2,24,9), indica que aquellas se
hacen con lucidez, que se quiere atestiguar lo que es dado, y que esto dado se
expresa diciendo “el mismo Dios es el que allí es sentido”.
Queda siempre en
suspenso qué son propiamente esos “visos entreoscuros” de Dios mismo (CB 11,4),
y cómo se sostienen juntos “el mismo Dios” (S 2,26,5) y “no es aquello
esencialmente Dios, ni tiene que ver con él” (CB 1,3). Juan de la Cruz los
mantiene juntos, y parece que los tiene que mantener, porque la verdad del
primero se constituye en esa tensión con el segundo.
V. Experiencia
mística personal de Juan de la Cruz
JC apela,
explícitamente, a la experiencia ajena, a la que ha tenido acceso en calidad de
confesor y director espiritual. Así, puede decir que “lo probamos cada día por
experiencia, viendo en las almas humildes por quien pasan estas cosas” (S 2,22,16).
Aún más directamente le afecta este texto: “Porque, para guiar al espíritu,
aunque el fundamento es el saber y la discreción, si no hay experiencia de lo
que es puro y verdadero espíritu, no atinará a encaminar al alma a él” (LB
3,30).
JC de la Cruz tuvo
en concreto la profunda y continuada experiencia de las vivencias místicas de
santa Teresa de Jesús, de la que fue confesor y director espiritual en Ávila. Y
rinde homenaje a su obra escrita diciendo que “la bienaventurada Teresa de
Jesús, nuestra madre, dejó escritas de estas cosas de espíritu admirablemente,
las cuales espero en Dios saldrán presto impresas a luz” (CB 13,7).
En el prólogo del Cántico habla en general
que no piensa “afirmar cosa de lo mío, fiándome de experiencia que por mí haya
pasado” (CB pról. 4). Se refiere a la experiencia en sí mismo, pues la
distingue de la que “en otras personas espirituales “haya conocido o de ellas
oído”. Añade a continuación que piensa aprovecharse de lo uno y de lo otro. La
negativa inicial, por tanto, parece referirse a la fundamentación de la
doctrina mística en la sola experiencia.
No es posible
responder con seguridad a la pregunta sobre si JC ha experimentado en sí mismo
todo el itinerario perfilado de alguna forma en sus obras. No se puede rechazar
de antemano, por ejemplo, la idea de que su intuición y pureza teológicas y su
potencia literaria (y contando con la experiencia de santa Teresa) hayan podido
crear el mundo de la Llama. Esta
pregunta se refiere sobre todo a sus grandes obras en prosa, no tanto a los
poemas, que en su vaguedad presentan menos problema. Las obras en prosa son,
teológicamente, las más atrevidas (y, en momentos, no menos poéticas y
deslumbrantes), y llegan a intentos de descripción de la relación divina
aparentemente fuera de mesura, en un hombre tan incondicional de la verdad.
Seguramente, hay
que reconocerle la experiencia de las fases negativas de la ausencia de Dios
(noche pasiva del espíritu). El verismo con que la describe, la naturalidad con
que presenta su necesidad, la convicción con que anima al lector a entrar en
ella, nos indican que no habla de oídas, sino de dentro, y de un dentro
recordado y superado, al menos en sus fases más agudas. Esto, ya por la forma
descriptiva misma donde la mirada agradecida canta los frutos de la noche, y
por la serenidad que envuelve el presente y el recuerdo del pasado.
También hay que
reconocerle aquella realidad que llama oscura y amorosa contemplación,
omnipresente en sus escritos, con la que explica la fe, y en la que, según su
enseñanza, tienen lugar las vivencias que nosotros hemos señalado como las
expresiones más auténticas de su mística. Hay maestros espirituales, lamenta
JC, que no entienden a las personas que se encuentran caminando en la realidad
de la contemplación, “por no haber ellos llegado a ella, ni sabido qué cosa es
salir de discursos de meditación” (LB 3,27). La pureza, la simplicidad y el
silencio (espiritual) que caracterizan esa atención amorosa a Dios brotan
espontáneamente de su pluma, como algo vivido y familiar, no sólo como una
exigencia y una tarea, sino como realidad presente de su propio interior. Y
sobre todo la experiencia abisal: “abisal y oscura inteligencia divina” (CB
14,24), “deseo abisal por la unión con Dios” (CB 17,1); el poner “los ojos en
el abismo de la fe” (S 2,18,2), abismo “donde todo lo demás se absorbe” (S
3,7,2). Esta ilimitada apertura del “sentir” altamente a Dios y del amor es en
verdad algo propio de san Juan de la Cruz.
Con respecto a si
en esa contemplación se han dado en JC aquellas cimas (del punto de vista de la
experiencia al menos) del sentir al mismo Dios, del toque en la divinidad etc.,
creo que no puede haber respuesta segura, pues el mismo autor no lo atestigua.
El realismo con que intenta sugerirlas, como si fueran una vivencia total que
le embargara sin que la pudiera entender él mismo, de modo que la inefabilidad
fuera suya, y no sólo de las personas que se la hubieran confiado, inclina a
pensar que efectivamente JC ha participado de alguna forma de esas
experiencias. Su confidencia de que “el alma muy pobre anda” (carta 28, agosto
de 1591), en todo caso, no se opondría a esta apreciación, pues aquellas
experiencias místicas no tienen por qué ser permanentes o transformar la
psicología hasta el punto de hacer imposible la experiencia de la pobreza y del
decaimiento psicoespiritual.
VI. Experiencia
mística y fe
JC, lo mismo que
ha sido llamado el doctor de las nadas, o doctor del amor, puede llamarse
“maestro en la fe” (JUAN PABLO II, Maestro en la fe, AAS 83 (1991) 561-575). En efecto, las nadas, que,
inmediatamente, presentan un aspecto ascético de purificación, son consecuencia
del abismo de la fe total, la cual es la forma en que se recibe la
trascendencia en la historia. Son parte de la noche, que es la noche de la fe.
Constituyen la
percepción negativa de un proceso donde la fe, realizada, entrega la persona a
la trascendencia. Y la contemplación, palabra global y preñante de
significados, es también la fe total desarrollada en cierta manera, hasta el
punto de que JC puede describir de la misma forma la contemplación y la fe,
“esta noticia oscura y amorosa, que es la fe” (S 2,24,4).
Ahora bien, JC
somete todo conocimiento claro y distinto a la oscuridad de la fe, a aquella
continua superación de todo, a aquel nunca detenido vuelo a la trascendencia,
escondida en el “íntimo ser” de la persona. Pero, por otra parte, llega un
momento en que el Amado “a la misma alma en esta perfección no le está secreto,
la cual siente en sí este íntimo abrazo” (LB 4,14), de modo que la noche no es
“como oscura noche, sino como la noche junto ya a los levantes de la aurora”
(CB 14-15,23). Parecería, según esto, que la experiencia mística, en esta forma
atestiguada por Juan de la Cruz, mitiga la noche de la fe, es decir, la fe
misma en cuanto oscura, en cuanto es “el secreto y el misterio” (CB 1,10). En
oposición a su concepción general, por la que “no son cosas que al
entendimiento se le descubren, porque, si se le descubriesen, no sería fe” (S
2,6,2).
Esta aparente
contradicción muestra que Juan de la Cruz quiere mantener las dos realidades,
no sólo por su concepción de la fe, sino porque se las da la experiencia. La fe
en cuanto apertura a la trascendencia en la historia, y, por ello, en la
oscuridad, no disminuye; crece. Pero la noche de la fe no es un espacio externo
uniforme, como, para JC, muestra la experiencia. Sobre todo, por el amor, la persona
puede tener esos vislumbres: “merecerá que el amor la descubra lo que en sí
encierra la fe” (CB 1,11).
De la misma forma,
JC insiste en el carácter general de la fe y de la contemplación, y también de
la experiencia mística, que en cuanto tal excluye lo “claro y distinto”. Por el
contrario, la fe cristiana ofrece unos contenidos determinados, a los que JC se
refiere explícitamente. ¿Cómo concuerda aquella experiencia con estos
contenidos objetivos que el Santo no sólo admite, sino que convierte
expresamente en materia de contemplación (mirada general, oscura, amorosa)? La
misma pregunta se puede hacer sobre la vida sacramental y eclesial, o sobre las
relaciones de justicia y fraternidad en la sociedad, en el sentido de que aquí
no aparecen expresamente asumidos en la experiencia mística, ni en el conjunto
de su itinerario doctrinal.
Estas dificultades
surgen de una comprensión abstracta de sus escritos. Hay que reconocer que el
autor da pie a ellas, por la extrema concentración con que aborda las
cuestiones. Pero si se entienden en concreto, es decir, desde la existencia
cristiana del Santo (desde su pensamiento existencial), obviamente sus obras
suponen y se enraízan en toda la vida cristiana. Y abrazando en su fe todo ese
universo cristiano y humano, busca su transparencia y verdad (pureza, desnudez,
pobreza), para convertirlo en “fe y amor” (CB 1,11). Esta es la “sustancia” de
toda religión, sin la que esta degenera en simple creencia y rito.
Caso especial
presenta la figura de Cristo. Está claro que la teología de JC es cristológica:
la encarnación del Verbo, la redención, la vida de Cristo, su enseñanza y
ejemplo, su pasión y muerte, su presencia viva y amante en el fiel, en la
Iglesia, el envío de su Espíritu. Habla desde la asimilación de los textos del
NT. Desde ellos ha configurado la centralidad de Cristo para su relación con
Dios. Acabando Dios Padre “de hablar toda la fe en Cristo, no hay más fe que
revelar ni la habrá jamás”. De modo que “en todo nos habemos de guiar por la
ley de Cristo-hombre y de su Iglesia” (S 2,22,7). En Jesucristo le ha dado Dios
todo lo que quiere (Dichos 26). La visión cristológica abraza al mundo entero:
“Y así, en este levantamiento de la encarnación de su Hijo y de la gloria de su
resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en
parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y
dignidad” (CB 5,4).
Pero supuesto
esto, siempre se puede preguntar por la presencia de Cristo en la experiencia
mística como tal, en aquel sentir y toque de la divinidad, que está más allá de
todo saber y sentir. En esta pregunta se distingue la enseñanza de JC y también
su piedad cristiana normal, y la experiencia mística misma, donde podría
parecer que desaparece la humanidad del Señor. En efecto, a veces se refiere al
Verbo Hijo de Dios (LB 2,17-20). Sin embargo, en el Cántico se va a tratar de las “canciones de amor entre la esposa
y el Esposo Cristo”. Para la conciencia de san Juan de la Cruz es imposible
separar su vivencia de la divinidad de la del “dulcísimo Jesús” (CB 40,7), en
el que tiene todo lo que quiere, cuya “viva imagen busca dentro de sí, que es
Cristo crucificado” (S 3,35,5). Si se ha de hacer la mencionada separación,
habrá de ser más allá de su conciencia, pues en ésta Dios es siempre y
eternamente el Dios de Cristo.
Cosa distinta es
que la divinidad, cualificada por el misterio de Cristo en la experiencia mística
que testifica JC, no presente ninguna exclusividad, sino que sugiera una
infinitud de amor y comprensión, que invita, abarca y penetra lo más auténtico
de todas las religiones y de todas las conciencias. Pero esto no se opone a la
presencia del misterio de Cristo, cuando se ha captado su sustancia de “fe y
amor”. Porque de esto se trata en su trascender. De modo que el Dios infinitamente
trascendente e incomprensible es el infinitamente concreto en Cristo
crucificado. Cristo es la forma concreta de la incomprensibilidad del amor de
Dios. Si hay una superación de imágenes respecto a Cristo, no es hacia una
divinidad sin Cristo, sino hacia el Cristo vivido “en fe y amor”, es decir, en
lo que es él lo más propiamente. Si se ha experimentado a Cristo como la
revelación del amor de Dios, se han pasado todas las fronteras de separación y
de exclusividad, porque se ha entrado en la “sustancia” de amor.
VII. La
experiencia mística y el “camino llano”
JC observa que “no
a todos los que se ejercitan de propósito en el camino del espíritu lleva Dios
a contemplación, ni aun a la mitad; el porqué él lo sabe” (N 1,9,9), y, por
tanto, tampoco a la experiencia mística de unión y transformación presentada
por él. Conviene advertir que la concepción de la unión íntima con Dios es
independiente de la experiencia mística, tal como la hemos entendido aquí.
Razonando la necesidad de la negación de uno mismo, propone el paradigma de
Cristo en su pasión y muerte, “aniquilado y resuelto, así como en nada”, en lo
que “hizo la mayor obra que en toda su vida”, y concluye para el fiel: “cuando
viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la
unión espiritual entre el alma y Dios” (S 2,7,11). Remacha que la unión no
consiste en gustos y sentimientos espirituales, sino “en una viva muerte de
cruz sensitiva y espiritual” (ib).
Lo que importa
aquí es notar que esta unión no supone la experiencia mística que hemos visto
más arriba. La suma humildad no parece una mera condición, que espere la unión
futura que manifiestan las experiencias místicas, sino que en ella misma tiene
lugar la unión. En esta línea, es firme la convicción de JC, porque “todas las
visiones y revelaciones y sentimientos del cielo y cuanto más ellos quisieren
pensar, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los
efectos de la caridad, que no estima sus cosas ni las procura, sino de los
demás” (S 3,9,4). Esta humildad positiva está lejos de los meros sentimientos
de la baja autoestima, de la depresión y de la destrucción de la persona, pues
tiene “los efectos de la caridad”: establece a la persona en la paz y la
fortaleza y la abre a los demás. Una humildad misteriosa, como otras realidades
que se esconden bajo términos que se usan como sobreentendidos.
En una carta
extraordinaria afronta JC esta cuestión espiritual de vida cristiana de modo
directo y sencillo, sin recursos a razonamientos teológicos. Es la carta 19 de
las ediciones actuales.
La destinataria
anda en “tinieblas y vacíos de pobreza espiritual”. El autor le responde en
este tono: “¿Qué piensa que es servir a Dios, sino no hacer males, guardando
sus mandamientos, y andar en sus cosas como pudiéremos? Como esto haya, ¿qué
necesidad hay de otras aprehensiones ni otras luces ni jugos de acá o de allá,
en que ordinariamente nunca faltan tropiezos y peligros al alma, que con sus
entenderes y apetitos se engaña y se embelesa y sus mismas potencias la hacen
errar? […] Y como no se yerre, ¿qué hay que acertar sino ir por el camino llano
de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera, y
esperanza cierta y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá
como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada,
esperándolo allá todo? Alégrese y fíese de Dios” […].
Con anterioridad a
esta carta (octubre de 1589) el autor había escrito ya sus obras. Pero aquí, en
concreto, no entra en perspectiva la experiencia mística cualificada. Se
acentúan las tres actitudes cristianas (virtudes teologales), actuadas en el
modo del camino llano. La negación de las “aprehensiones” y la valoración de la
humildad en su lugar está de acuerdo con su doctrina de siempre (S3,9,3 y 4).
En la carta que comentamos es notable el hecho de que no se proponga en el
horizonte la posibilidad de una unión gloriosa, sino que termine en el camino
llano, incluso “sin camino y sin nada” (palabras finales de unos párrafos
propios de san Juan de la Cruz cual ninguno). Se podría observar que el autor
condesciende y se acomoda al nivel de la destinataria, por pedagogía espiritual
(para que aquella no ambicionara erróneamente una unión excepcional
imaginaria). Sin embargo, tenemos que esta carta, donde no se cuenta con lo
extraordinario en ningún sentido, concuerda con los textos sobre la humildad,
con los textos negativos acerca de los fenómenos extraordinarios, y con los que
exigen la sola y pura búsqueda de Dios.
Por otra parte, ni
aun por pedagogía podría JC recortar y falsear su pensamiento. Es decir, esta
carta representa en pocas palabras la quintaesencia de la enseñanza de san Juan
de la Cruz, el camino llano, universal y decisivo, de la fe, la esperanza y la
caridad, de los peregrinos y pobres. Una mística de la no-mística en san Juan
de la Cruz. No se niega nunca la inexorabilidad del trascender (las noches), ni
la intensidad que se despliega en las descripciones místicas. Pero están
condensadas en esas tres actitudes cristianas, y, aparentemente, disueltas y
desaparecidas en el camino de todos.
Nos encontramos
con este contraste entre las descripciones simbólicas más gloriosas de la unión
y de la transformación (hasta parecer increíbles, como teme algunas veces él),
y el camino sobrio y ordinario de la vida cristiana. Las vivencias místicas más
auténticas, en cuanto experiencias, no son en definitiva necesarias. Están ahí
en su obra, porque son posibles, como le muestra una experiencia particular, y
hacen vislumbrar el destino final y el esplendor oculto del amor de Dios. Lo
que importa decisivamente para san Juan de la Cruz se apunta en el camino
esbozado por la carta 19 (12.10.1589).
Conclusiones
JC es un testigo
de una vivencia divina especial, tanto más atendible en cuanto la supera
siempre, percibiendo que no es esencialmente Dios, y enseñando que, si no se la
experimenta, no se está por ello más lejos del amor divino. Esta conciencia
mística cualificada es una gracia, pero no necesaria y universal, ni el término
ideal del camino cristiano sin más. Nuestra concepción de la relación con Dios
se resiste a lo que pueda parecer externo y arbitrario, aun en nombre de la
libertad divina, pues lo percibimos como antropomórfico y no congruente con la
trascendencia amorosa precisamente.
Puede aceptarse
que la aventura mística de JC en el fondo es tan humana como divina. Está en el
hombre, es su realización y no acontece sin que el hombre camine. El camino, en
una formulación negativa, es un dejarse a sí mismo, llamado también humildad,
en cuanto que, aun dirigiéndose a su propio futuro, se dirige a una realidad
absolutamente nueva.
La negación (“no
es esto”) es el camino de la trascendencia, lo mismo que en la metafísica. En
la mística, sin embargo, es un trascender de amor, una superación existencial y
práctica de todo (de todo lo que no es transparencia de amor). La unión, y su
conciencia mística, no es resultado de un camino y de un esfuerzo (donde se
encontraría con uno mismo mejorado, como fruto de su habilidad y rectitud),
sino que aquel dejarse y caminar negativo se identifica o funde con un “dado”,
un don, una comunión. La negatividad de JC afirma a la par la trascendencia
objetiva y el carácter gracioso del encuentro.
La insistencia en
la negación, como camino del hombre (negación que hay que entender de modo
integrador para que se comprenda en su propia verdad), indica que la mística,
y, más radicalmente, la realidad oculta como misterio, no es algo ajeno y
exterior al hombre, sino aquello a que más íntimamente está destinado, y que
consiste en un encuentro con el que siempre está en el centro del hombre. La
destinación lo es como libertad, y el encuentro es gratuito o gracioso por
serlo con la absoluta trascendencia amorosa.
El místico es una
de las formas de la manifestación de esta realidad. La revela en la medida en
que él mismo se ha convertido en amor. Pues la trascendencia de que se trata en
la mística es trascendencia de amor y, por ello, comprende toda la realidad. En
un único amor abraza a Dios y a la humanidad. La separación entre ambos
significaría que no es auténtica la supuesta vivencia mística.
Cuando, a través
del místico, queremos posesionarnos de la certeza de lo divino, apretamos una
imagen, una idea, no su realidad mística, donde él ha dejado atrás todo. Y en
ese (misterioso) dejar todo, que es un trascender de amor (y, por ello,
realmente positivo), sucede en todo caso lo que queremos apresar.
Finalmente, Juan
de la Cruz, después de haber intentado describir el viaje dramático hasta la
gloria entrevista del encuentro (las vivencias místicas cualificadas), se
muestra como el que ha sido siempre en esa travesía, y reduce todo a la mayor
sobriedad. No hacen falta ni aquel final en la tierra ni sus anticipaciones
durante el recorrido. Basta el camino llano, andando como pudiéremos, pobres y
desterrados, con las tres actitudes (o la única) de fe oscura y verdadera,
esperanza cierta y amor entero. Este es su fuerte. Y era lo que más le
interesaba, la “grave palabra” (N 1,13,3) que tenía que decir, para reconducir
la vida espiritual a la pureza, sencillez y humilde fortaleza de esta actitud,
y, así, para animar a la aceptación del camino llano o de la noche de la vida,
donde tiene lugar aquel viaje. Por ello, en lo hondo de esa sobriedad y hasta
desamparo, su mensaje irradia el “alégrese y fíese”.
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