Fuego

Incluido entre los cuatro elementos naturales (CB 4,2), J. de la Cruz, siguiendo la tradición filosófica en que se formó, considera al fuego como el fundamental, porque “concurre con todos para la animación y conservación de ellos”. Lo mismo que el  agua y el  aire, le sirve de base para numerosas aplicaciones espirituales a través del simbolismo. Las propiedades naturales del fuego –calentar, purificar, quemar e iluminar– son referentes importantes para adoctrinar en las vías del espíritu. Las aplicaciones más importantes en la pluma sanjuanista son las siguientes.

1. EL FUEGO Y EL APETITO. Asentado que los apetitos, dejados a su brío natural, “privan del espíritu de Dios” (S 1,6,1) y cansan, fatigan y ensucian al alma, lo ilustra J. de la Cruz con una serie de comparaciones muy plásticas: “Son como unos hijuelos inquietos y mal contentos” (ib. n. 6), concluyendo con esta especie de aforismo: “Comúnmente dicen que el apetito es como el fuego, que, echándole leña, crece y luego la consume” (ib.).

Si se tiene en cuenta la importancia decisiva de los  apetitos en la síntesis sanjuanista, es fácil comprender el alcance de la asimilación de los mismos al fuego. Siguiendo esa línea comparativa llega a sostener que el apetito es peor que el fuego en los efectos negativos o destructivos: “Y aun el apetito es peor en esta parte, porque el fuego, acabándose la leña, descrece; mas el apetito no descrece en aquello que se aumentó cuando se puso por obra, aunque se acabe la materia, sino que en lugar de descrecer, como el fuego cuando se le acaba la suya, él desfallece en fatiga, porque queda crecida el hambre y disminuido el manjar” (S 1,6,7).

En complacer a los apetitos “crece el fuego de la angustia y del tormento”, porque son como las espinas, que “hieren y lastiman y asen y dejan dolor” (S 1,7,1). La asimilación de los apetitos al fuego recibe un sentido casi contrario cuando J. de la Cruz trata de la purificación. La relación entre fuego y apetitos es entonces a la inversa, ya que es precisamente el fuego de la contemplación la que purifica los apetitos y consume sus efectos perniciosos.

Esa correlación de alcance mucho mayor es la plasmada en el simbolismo tradicional del “fuego y del madero”.

2. EL FUEGO Y EL LEÑO. El símbolo de viejo abolengo en la tradición espiritual adquiere puesto de primer orden en la síntesis sanjuanista. El Santo prefiere la fórmula “fuego y madero”, frente a la del “hierro y el fuego”. Propuesto el itinerario de la perfección como proceso de conversión del “hombre viejo en nuevo”, o transformación de sensual en espiritual a través de una catarsis total, está permanentemente representado en la figura del leño o madero transformado por el fuego en ascua y llama.

Es el símbolo básico que enlaza entre sí literaria y doctrinalmente todas las obras de J. de la Cruz, especialmente la Noche oscura y la Llama de amor viva. El leño encendido y purgado de humedad y maleza corresponde al proceso purificativo (S-N), el madero vuelto llama representa la unión transformante (CE-Ll). Así se explica que el símil ígneo aparezca tan pronto como el Santo adelanta su proyecto espiritual centrado en la depuración espiritual: “Para llegar a la divina unión el alma ha de carecer de todos los apetitos, por mínimos que sean” (S 1,11, tít.). La afirmación del Santo a este propósito es perentoria: “Si no se acaban todos de quitar, no se acaba de llegar. Porque así como el madero no se transforma en el fuego por un solo grado de calor que falte en su disposición, así no se transformará el alma en Dios por una imperfección que tenga, aunque sea menos que apetito voluntario” (S 1,11,6).

Esta primera comparecencia del símbolo permanece como referencia permanente a lo largo y ancho de los escritos sanjuanistas. Como de costumbre, el Santo apela a la filosofía para fundamentar la clave de la aplicación al ámbito espiritual: lo que sucede en la naturaleza puede trasladarse figurativamente al espíritu. El razonamiento del autor se desarrolla así: “Según regla de filosofía, todos los medios han de ser proporcionados al fin”. Así lo ilustran algunos ejemplos; el más claro es el del fuego: “Hase de juntar y unir el fuego en el madero. Es necesario que el calor, que es el medio, disponga al madero primero con tantos grados de calor que tenga gran semejanza y proporción con el fuego. De donde, si quisiesen disponer al madero con otro medio que el propio, que es el calor (así como con aire, o agua, o tierra) sería imposible que el madero se pudiera unir con el fuego” (S 2,8,2).

a) Crisol purificador. Antes que el fuego encienda y transforme el madero en ascua y llama lo limpia de humedades y escorias. Esta función le compete al amor, “que es comparado al fuego”, en el plano del espíritu: “El fuego del amor … a manera del fuego material, se va prendiendo en el alma en esta noche de contemplación penosa” (N 2,11,1). Tal es la idea insistentemente reiterada por J. de la Cruz y expresada en términos parecidos a éstos: “Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purga en aquel fuego oscuro para ella” (N 1,3,3).

La obra depuradora del amor divino que consume el moho y orín del alma, como el fuego en los metales (N 2,6,5), permanece como referencia invariable a lo largo del proceso catártico. En realidad, éste no es otra cosa que la “purgación del fuego de la contemplación” (ib.). Insiste el Santo en que la “noticia amorosa” de Dios se comporta en el alma como “se ha el fuego en el madero para transformarle en sí” (N 2,10,1). Es tan cabal la semejanza que el autor se complace en los detalles figurativos. Lo primero que hace el fuego material, “en aplicándose al madero es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo, y aun de mal olor, y yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a trasformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego” (N 2,10,1). Prosigue el texto con la aplicación espiritual correspondiente, después de enlazar con estas palabras: “A este mismo modo, pues, hebemos de filosofar acerca de este divino fuego de amor de contemplación” (ib. n. 2, es obligada la lectura de todo este cap. 10 y de LlB 1,19.25).

En estos textos queda bien establecida la correlación de los efectos del fuego natural con las etapas del proceso espiritual. Sin que exista solución de continuidad la acción purificadora va volviéndose, poco a poco y de modo casi insensible, iluminante e inflamante (N 2,12,1): “A los principios que comienza esta purgación espiritual, todo se le va a este divino fuego más en enjugar y disponer la madera del alma que en calentarla; pero ya andando el tiempo, cuando ya este fuego va calentando el alma, muy de ordinario siente esta inflamación y calor de amor” (N 2,12,5).

A medida que crece el fuego de la “mística y amorosa teología … la voluntad se afervora maravillosamente, ardiendo en ella, sin ella hacerse nada, este divino fuego de amor en vivas llamas, de manera que ya al alma le parece él vivo fuego por causa de la viva inteligencia que se le da” (ib.). El leño se ha transformado en llama.

b) Llama que consume y no da pena. Así se define en Cántico y Llama la vertiente transformante del amor-fuego. Para comprender este proceso hay que recordar con el Santo que “en el amamante el amor es llama que arde con apetito de arder más, según hace la llama del fuego natural” (CB 13,12). Se trata de aprovechar todo aquello que contribuye a que la llama se avive y mantenga. De ahí que, “como suelen echar agua en la fragua para que se encienda y afervore más el fuego, así el Señor suele hacer con algunas de estas almas que andan con calmas de amor” (CB 11,1).

El estado del leño cuando ya el fuego lo ha convertido en llama le sirve al Santo para establecer magníficas comparaciones entre la situación del alma durante el proceso catártico y cuando ya ha llegado a la  unión transformante. El mismo fuego y llama que en el primer estadio eran “detractivos y argüidores” se vuelven pacíficos y deleitables. Cuando el alma está ya “tan transformada y conforme con Dios, como el carbón lo está con el fuego, sin aquel humear y respendar que hacía antes que lo estuviese, y sin la oscuridad y accidentes propios que tenía antes que del todo entrase el fuego en él. Las cuales propiedades de oscuridad, humear y respendar, ordinariamente tiene el alma con alguna pena y fatiga acerca del amor de Dios, hasta que llegue a tal grado de perfección de amor, que posea el fuego de amor llena y cumplida y suavemente, sin pena de humo y de pasiones y accidentes naturales, pero transformada en llama suave, que la consumió acerca de todo eso y la mudó en Dios, en que sus movimientos y acciones son ya divinas” (CA 38,11).

Aquí enlaza poética y doctrinalmente la Llama de amor viva. No hace al caso insistir en su temática, todo ella centrada en el simbolismo del fuego convertido en  llama. Hay que situarse en la declaración prologal para captar el sentido de las numerosas variaciones del símbolo central: “Bien así como, aunque habiendo entrado el fuego en el madero, le tenga transformado en sí y está ya unido con él, todavía, afervorándose más el fuego y dando más tiempo en él, se pone mucho más candente e inflamado, hasta centellear fuego de sí y llamear” (pról. 3). Es lo que sucede con el alma transformada, que siempre puede “calificarse y substanciarse mucho más en el amor” (ib.). Ese llamear y centellear del amor divino en el alma es lo que describe maravillosamente la Llama.

El aspecto más importante y destacado en relación al tema simbólico del fuego es la identificación de la “llama” con el  Espíritu Santo (LlB 1,3.9.19; 2,3, etc.), que “como fuego arde en el alma y echa llama … y aquella llama, cada vez que llamea, baña al alma en gloria y la refresca en temple de vida divina” (LlB 1,3). Esa llama interior del Espíritu Santo es la que apareció exteriormente sobre los Apóstoles, representando y significando la luz interior que les inundaba (N 2,20,4; CB 1415,10; LlB 2,3). A esa llama-Espíritu Santo se atribuyen todos los efectos del llamear: las heridas de amor, el  cauterio (2,2), las llagas regaladas, la  transverberación (2,9), las lámparas de fuego con sus resplandores (3,1-8), etc.

Puede sintetizarse todo el estado del alma vuelta llama en esta operación del Espíritu Santo, que se manifiesta en el llamear mediante actos interiores, que son “inflamaciones de amor en que unida la voluntad del alma, ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama … La diferencia que hay entre el hábito y el acto, hay entre la transformación de amor y la llama de amor, que es la que hay entre el madero inflamado y la llama de él: que la llama es efecto del fuego que allí está” (LlB 1,3).

Es claro que el símbolo del fuego conecta directamente con el de la noche oscura en cuanto proceso de catarsis, y que indirectamente lo prolonga en sus efectos. Forman en conjunto una cadena que enlaza y armoniza perfectamente todo el pensamiento sanjuanista. Considerado aisladamente, el del fuego es acaso el símbolo más comprensivo de todos los desarrollados por J. de la Cruz en sus escritos.

Eulogio Pacho

Fortaleza

Se trata de un término muy peculiar del lenguaje sanjuanista. A los significados corrientes en español les añade acepciones personales, que conviene recordar por la importancia que revisten en su sistema doctrinal y pedagógico.

1. USOS CORRIENTES. Se hallan prácticamente todos en los escritos sanjuanistas. Fortaleza equivale a baluarte o fortificación, como cuando escribe que el demonio combate y turba siempre al alma “con la innumerable munición de su artillería, porque ella no se entrase en esta fortaleza y escondrijo del interior recogimiento de su Esposo” (CB 40,3). En esta acepción coincide con “los fuertes” cantados y descritos al principio del CE, que son los demonios, de “cuya fortaleza” dice Job “no hay poder sobre la tierra que se les compare” (41,24 = CB 3,9).

Lo más corriente es que fortaleza se use en sentido de fuerza, vigor o energía. Así, los enemigos quitaron a Sansón “la fortaleza y le sacaron los ojos” (S 1,7,2); el alma “siente la fortaleza y brío para obrar en la sustancia que le da el manjar interior” (N 1,9,6), o “la libertad y fortaleza que ha de tener para buscar a Dios” (CB 3,5; cf. S 1,5,4; 1,12,5-6; 2,29,4; 2,22,2; N 1,7,4; LlB 4,13).

Aparece igualmente la fortaleza como una de las virtudes cardinales. Entre los provechos que saca el alma en la noche del sentido está el ejercicio de las virtudes “de por junto”, como la paciencia, la longanimidad, la caridad y otras. “Ejercita también aquí la virtud de la fortaleza, porque en estas dificultades y sinsabores que halla en el obrar saca fuerzas de flaquezas, y así se hace fuerte” (N 1,13,5; cf. S 2,24,9; 2,26,3; 2,29, 9.12; 2,31,1; N 2,32; 2,5,6; CB 3,9-10; 20,1; LlB 2,21.27; 3,3.14; Av 94, etc.).

2. NOVEDAD SANJUANISTA. Las aplicaciones más ricas y originales de la fortaleza al desarrollo espiritual se sustentan en otra acepción muy peculiar. Hay que tener en cuenta, ente todo, que se contrapone insistentemente a la “flaqueza” y, según muletilla repetida por el Santo, los contrarios se iluminan mutuamente. La comprensión global de la fortaleza reclama, por ende, la consideración de la flaqueza.

Para J. de la Cruz la fortaleza del hombre es igual al conjunto de sus potencias y capacidades. Lo da habitualmente por asentado y lo define también explícitamente: “La fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, todo lo cual es gobernado por la voluntad”. La aplicación es inmediata: “Cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2).

Dos textos bíblicos, citados líneas antes, sirven de referencia básica a J. de la Cruz para esta interpretación del latín “fortitudo”, que aparece en ellos. Son Deuteronomio 6,5 y Salmo 58,10. La primera aplicación en este sentido aparece al comienzo de la Subida, cuando dice que “el alma no recogida en un solo apetito de Dios, pierde el valor y vigor en la virtud”, como las especias aromáticas “desenvueltas van perdiendo la fragancia y la fuerza”. En ese sentido ha de entenderse lo del Salmo: “Yo guardaré mi fortaleza para ti (58,10), esto es, recogiendo la fuerza de mis apetitos sólo a ti” (S 1,10,1). Aunque se da cierta equivalencia entre fuerza y fortaleza, apunta ya al conjunto de apetitos que deben “recogerse en uno”. En este sentido “fortaleza” equivale a otras figuraciones típicamente sanjuanistas, como  “la montiña” (CB 16,10),  la ciudad y sus arrabales (CB 18,7-8),  “el caudal de alma” (CB 28,3-4).

La fortaleza equivale, por tanto, a la capacidad global del hombre. Toda ella, según el Santo, ha de estar orientada definitivamente a Dios: en sentido negativo, en cuanto purificada y apartada de todo lo que no conduce a él; positivamente, en cuanto se emplea íntegramente en las obras de su amor. Son dos vertientes de la misma realidad. En la medida en que todas las capacidades se purifican y armonizan en la misma dirección, se concentran en su objetivo final. En eso consiste el amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la fortaleza. El Santo presenta la fortaleza en su función de desnudar, purificar y enderezar todas las potencias a Dios (Subida-Noche), o la describe como realidad ya conseguida (Cántico-Llama).

Formula y desarrolla estos principios básicos al iniciar precisamente la “noche oscura de la voluntad”, porque “todo es gobernado por la voluntad” (S 3,16,2) y solamente por la caridad, que se asienta en ella, las obras de las otras virtudes “son vivas” (ib. n. 1). Confiesa el Santo que para tratar de la “noche y desnudez activa de esta potencia, para enterarla y formarla en esta virtud de la caridad de Dios”, no halló autoridad más conveniente que la del Deuteronomio (6,5), “en la cual se contiene todo lo que el hombre espiritual debe hacer y lo que yo aquí le tengo de enseñar para que de veras llegue a Dios por unión de voluntad por medio de la caridad. Porque en ella se manda al hombre que todas sus potencias y apetitos y operaciones y aficiones de su alma emplee en Dios, de manera que toda la  habilidad y fuerza del alma no sirva más que para esto” (ib.).

a) Conquista de la fortaleza. Como es sabido, el esquema desarrollado en Subida para purificar la voluntad consiste en examinar “todas sus afecciones desordenadas, de donde nacen los apetitos, afectos y operaciones desordenadas, de donde nace también no guardar toda su fuerza a Dios”. Asentado que todas esas afecciones pueden reducirse a las cuatro pasiones, gozo, esperanza, dolor y temor” (S 3,16,2), comienza su recorrido analítico, interrumpiéndolo antes de concluir la temática del gozo.

Retoma el mismo argumento de la fortaleza en la vertiente catártica al estudiar el aspecto pasivo, volviendo a la “autoridad” bíblica del Deuteronomio (6,5: N 2,11,4). Mediante la “oscura purgación” de la noche oscura, “tiene Dios tan destetados los gustos y tan recogidos, que no pueden gustar cosa que ellos quieran. Todo lo cual hace Dios a fin de que, apartándolos y recogiéndolos todos para sí, tenga el alma más fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios” Para recibir David “la fortaleza del amor de esta unión de Dios”, dijo lo de “mi fortaleza guardaré para ti”, esto es: “Toda la habilidad y apetitos y fuerzas de mis potencias” (N 2,11,3, conviene leer todo este capítulo).

El arduo y fatigoso proceso catártico tiene como objetivo el conseguir la fortaleza “competente” para llegar al estado de  unión con Dios. “Para venir él, ha menester ella –el alma– estar en el punto de pureza, fortaleza y amor competente” (CB 20-21,2). Es condición imprescindible que las dos porciones del hombre estén limpias y purificadas, porque el alma “ha menester grande fortaleza y muy subido amor para tan fuerte y estrecho abrazo de Dios” (ib. n.1).

Conseguir perfecta fortaleza es precisamente superar la flaqueza propia del hombre dejado a sus fuerzas naturales, porque “la flaqueza y corrupción de la sensualidad” son obstáculos para alcanzar la unión con Dios (N 2,1,2). J. de la Cruz recuerda con frecuencia que la naturaleza humana fue “estragada en Adán debajo del árbol del paraíso” y, aunque “reparada por Cristo en el árbol de la Cruz” (CB 23 entera), quedó flaca y herida por el pecado. El Santo localiza fundamentalmente esa flaqueza en la sensualidad, “porque la parte sensitiva del alma es flaca e incapaz para las cosas fuertes del espíritu” (N 2,1,2).

Esa flaqueza es causa de sufrimiento y objetivo propio de la noche purificadora, que no puede ser cabal y plena mientras la obra de Dios no consigue desarraigar la raíz del apetito desordenado. Frente a la acción catártica de la divina contemplación, el hombre sufre penas muy agudas a “causa de su flaqueza natural, moral y espiritual”. Lo explica así J. de la Cruz: “Como esta divina contemplación embiste en el alma con alguna fuerza, al fin de ir fortaleciendo y domando, de tal manera pena en su flaqueza que poco menos desfallece, particularmente algunas veces cuando con alguna más fuerza embiste” (N 2,5,6).

Aunque “la mano de Dios de suyo es tan blanda y suave”, se vuelve penosa y dura al momento de enderezar las tendencias del hombre (N 2,5,7) a fin de convertirle totalmente hacia él con todas sus potencias y capacidades. Así, la flaqueza del hombre se va transformando en fortaleza de Dios, cumpliéndose el dicho paulino recordado por el Santo de que la virtud en la flaqueza se hace perfecta (CB 30,5).

b) Toda la fortaleza en Dios. De la fortaleza “competente” o correspondiente al proceso catártico se llega en el estado de  matrimonio espiritual a una “fortaleza terrible”, contra la cual nada pueden los enemigos del alma: “En este estado consigue el alma muy alta pureza y hermosura, y también terrible fortaleza por razón del estrecho y fuerte nudo que por medio de esta unión entre Dios y el alma se da” (CB 20-21,1). Las virtudes heroicas se asientan entonces en el alma de tal modo, que semeja un muro, “en cuya fortaleza ha de reposar el pacífico esposo sin que perturbe alguna flaqueza” (ib. n.2). Esas mismas virtudes heroicas del estado de unión se comparan a las cuevas de los leones, “muy seguras y amparadas de los demás animales”, porque, “temiendo ellos la fortaleza y osadía del león que está dentro, no sólo no se atreven a entrar, mas ni aun junto a ella posan parar” (CB 24,4). Eso es tener el alma “las virtudes en fortaleza” (ib. n. 2 y 8).

Cuando el alma llega a esta fortaleza, “todo lo que obra es ganancia, porque toda la fuerza de sus potencias está convertida en trato espiritual con el Amado” (CB 30,1). J. de la Cruz asegura que no hallaría “palabras y términos” si quisiese dar a entender la hermosura de las flores de virtudes entretejidas en el estado de perfección, como tampoco si intentase “decir algo de la fortaleza y majestad que el orden y compostura de ellas ponen en el alma” (CB 30,10). En su intento de sugerir algo, apunta una arriesgada comparación con el demonio, que, según Job (41,6-7), tiene el cuerpo guarnecido de escamas tan apretadas y de metal colado que ni siquiera el aire puede entrar por ellas. Se pregunta el Santo: si el demonio “tiene tanta fortaleza en sí” por este motivo, “cuánta será la fortaleza de esta alma vestida toda de fuertes virtudes, tan asidas y entretejidas entre sí, que no puede caber entre ellas fealdad ninguna ni imperfección, añadiendo cada una con su fortaleza, fortaleza al alma?” (CB 30,10). En su admiración concluye: “Espanta la fortaleza y poder que con la compostura y orden ellas”, –las virtudes unidas en el alma– le dan fuerza con su sustancia (ib. n. 11).

Prolongando el simbolismo de las flores-virtudes perfectas halla otra figuración peculiar para la fortaleza; es el cuello en el que se cuelga la guirnalda de flores-virtudes: “El cuello significa la fortaleza, en la cual dice que volaba el cabello del amor, en que están entretejidas las virtudes, que es amor en fortaleza. Porque no basta que sea solo para conservar las virtudes, sino que también sea fuerte, para que ningún vicio contrario la pueda por ningún lado de la guirnalda de la perfección quebrar” (CB 31,4). Remata la aplicación metafórica con estas palabras: “Y dice que volaba en el cuello, porque en la fortaleza del alma vuela este amor de Dios con gran fortaleza y ligereza” (ib.).

La conclusión y aplicación sanjuanistas no pueden ser más consoladoras. Dios es la única y verdadera fortaleza para el hombre. Reposar en los brazos de Dios confiere la confianza absoluta en que se basa la fortaleza cristiana. Lo expresa bellamente J. de la Cruz: “Reclinar el cuello en los brazos de Dios es tener ya unida su fortaleza –el hombre–, o por mejor decir, su flaqueza, en la fortaleza de Dios; porque los brazos de Dios significan la fortaleza de Dios, en que, reclinada y transformada nuestra flaqueza, tiene ya fortaleza del mismo Dios” (CB 22,7).

Eulogio Pacho

Filomena

Recoge J. de la Cruz la tradición mística relativa a esta avecilla; tradición que quedó especialmente afianzada gracias a la composición de san Buenaventura, que tuvo entre los contemporáneos del Doctor místico acogida tan distinguida como la versión de fray Luis de Granada. Pese a todos los antecedentes, la aportación de la estrofa 38/39 del CE es de notable originalidad.

Comienza por la identificación de la filomena con el ruiseñor y esta constatación ambiental: “El canto de la filomena, que es el ruiseñor, se oye en la primavera, pasados ya los fríos, lluvias y variedades del invierno, y hace melodía al oído y al espíritu recreación” (CB 39,8). Sigue luego la aplicación espiritual de la alegoría, estableciendo la siguiente correlación: el Esposo-Cristo es la dulce filomena; el canto de la filomena corresponde a la dulce voz del Esposo; la primavera, cuando se siente el canto de la filomena, tiene su referencia en la transformación del alma, “libre ya de todas las tribulaciones, penalidades y nieblas, así del sentido como del espíritu” (CB 39,8).

La transposición al ámbito espiritual ofrece estas maravillosas perspectivas. El aspirar del  Espíritu Santo en el alma es la “dulce voz de su Amado en ella” y la jubilación de ella a él. A lo uno y a lo otro puede llamarse “canto de la dulce filomena”, por la semejanza ya señalada entre la voz del ruiseñor, la primavera y el estado del alma en la “actual comunicación y transformación de amor en los más altos niveles de esta vida”.

En la voz del  Esposo, “que se habla en lo interior del alma, siente la Esposa fin de males y principio de bienes, en cuyo refrigerio y amparo y sentimiento sabroso, ella también, como dulce filomena, da su voz con nuevo canto de jubilación a Dios, juntamente con Dios, que la mueve a ello” (CB 39,9). El inacabable recurso del lenguaje figurado le permite, como se ve, identificar la filomena lo mismo con Cristo Esposo, que con el alma esposa. Siguiendo ese juego comparativo puede escribir el Santo, interpretando a su modo el texto bíblico “Tu voz es dulce” (Cant. 2,14), puesto en boca del Esposo: “No sólo para ti, sino también para mí, porque estando conmigo en uno, das tu voz en uno de dulce filomena para mí conmigo” (ib.).

Concluye el ciclo alegórico de la filomena y su canto con estas palabras: “En esta manera es el canto que pasa en el alma en la transformación que tiene en esta vida, el sabor de la cual es sobre todo encarecimiento. Pero, por cuanto no es tan perfecto como el cantar nuevo de la vida gloriosa, saboreada el alma por esto que aquí siente, rastreando por la alteza de este canto la excelencia del que tendrá en la gloria, cuya ventaja es mayor sin comparación, hace memoria de él” (CB 29,10). Apunta con claridad a la perspectiva escatológica desarrollada en las últimas estrofas del CB, en contraposición a lo descrito en el CA.

Eulogio Pacho

Fervor

Cuando Juan de la Cruz habla de “fervor” en sus escritos, se refiere al estado del ánimo, fruto del amor de Dios, con el que se desea intensamente la propia santificación. Por eso podrá decir que el  alma aprovechada “anda en fervores y aficiones de amor de Dios” (CB 11,4) y que las estrofas del Cántico “parecen ser escritas con algún fervor de amor de Dios” (CB pról. 1). En la actitud fervorosa se manifiesta, de hecho, el compromiso del alma de tender a la perfección: “Cuanto más fervor llevan los perfectos … tanto más conocen lo mucho que Dios merece” (N 1,2,6).

El “fervor” puede ser pasajero, como en los espirituales que “acomodan a Dios el sentido y el apetito” (LlB 3,32). Puede incluso encerrar deficiencias e imperfecciones, ya que, también, algunos espirituales “sólo tienen aquel fervor y gozo sensible acerca de las cosas espirituales” (S 3,41,2); por ello, “por su imperfección les nace muchas veces cierto ramo de soberbia oculta” (N 1,2,1). Con estos espirituales, J. de la Cruz, es implacable: “A éstos, muchas veces, les acrecienta el demonio el fervor … porque les vaya creciendo la soberbia” (N 1,2,2). No tiene duda en afirmar: “Apenas hay algunos de estos principiantes que al tiempo de estos fervores no caigan en imperfecciones” (N 1,2,6).

Pese a todo, el fervor en la vida espiritual manifiesta siempre un deseo permanente y serio de vivir en actitud de amor y donación de la cual “nace el amor del prójimo” (N 1,12,8) y aumenta “mucho más el deseo de Dios” (CB 11,1), haciendo superar al alma “los actos fervorosos que a los principios del obrar solía tener” (CB 38,5), es decir, “los actos discursivos y meditación de la propia alma y los jugos y fervores primeros sensitivos” (LlB 3,32).

Después que “el Amado visita a su esposa casta y delicada y amorosamente y con grande fuerza de amor” (CB 13,2), el fervor adquiere otros niveles y cualidades. Es a partir de este punto cuando el fervor tiene una dimensión de mediación para la unión con Dios por amor, porque el fervor se convierte en “identikit” del “nuevo amador” de Dios, capaz de “servir a Dios” como nunca hasta el momento lo había hecho. Estos “nuevos amadores de Dios”, para J. de la Cruz, “son como el vino añejo que … no tiene aquellos hervores sensitivos ni aquellas furias y fuegos fervorosos de fuera” (CB 25,11). Por ello, el alma “anda en fervores y aficiones de amor de Dios” (CB 11,4), confirmando cómo el fervor es una consecuencia del amor de Dios que estalla en la Llama de amor viva. “Habiendo entrado el fuego en el madero … afervorándose más el fuego y dando más tiempo en él, se pone mucho más candente e inflamado, hasta centellear fuego de sí y llamear” (CB pról. 3). El alma “no sólo está unida en este fuego, sino que hace ya viva llama en ella” (ib. 4). El fervor ha alcanzado su cima más alta.

En conclusión, para J. de la Cruz, el fervor conlleva el deseo de vivir con ardor la propia vida de amor a Dios y al prójimo, viviendo con alegría y paz la voluntad divina en cualquiera de sus manifestaciones. En sus fases iniciales o más inferiores sirve de estímulo e impulso; en las etapas superiores se identifica con la fidelidad amorosa

Aniano Álvarez-Suárez.

Felicidad

Sólo tres veces emplea Juan de la Cruz en sus escritos la palabra “felicidad”. Queda en parte compensada esta penuria verbal con otras voces equivalentes, como “dicha” y “dichoso”, “deleite”, “solaz”, etc. que comparecen con un centenar de frecuencias. Lo importante es que la realidad y el significado de la auténtica felicidad estén sumamente presentes en su vida y en su obra. También aquí surge el contraste entre lo que parece y lo que es Juan: infeliz y feliz. A la postre, prevalece la felicidad real sobre la aparente infelicidad. Se le podría definir ambivalente como pobre-rico, desgraciado-afortunado, perseguido-amado, atormentado-dichoso.

I. Hombre feliz

J. de la Cruz cifró la más alta y pura esencia de la felicidad en el amor. Desde esta suprema perspectiva fue un hombre feliz, porque amó mucho y fue amado sincera y tiernamente. Aunque pobres, se amaron en su pequeña y reducida familia, su madre y su hermano, permaneciendo fieles, comunicativos y afectuosos, unidos a pesar de las distancias; incluso los llevará a sus conventos para que ayuden a los frailes con su trabajo. Su madre recibirá sepultura en el Carmelo teresiano de  Medina del Campo, y a su hermano  Francisco, pobre y analfabeto, lo presentará fray Juan a los señores de  Granada como “la joya que más apreciaba él en el mundo”.

Amó y fue amado fray Juan por los religiosos, que le elegían y reelegían para superior de las casas, y leían y copiaban sus escritos, que gracias a ellos han llegado en varios códices hasta nosotros. Fue amado sobre todo por las religiosas, que no se cansaban de escucharle, oyendo con embeleso sus enseñanzas y poniéndose bajo su dirección espiritual. Con tan experto guía hacían grandes progresos en el camino de la perfección. Esto hacía crecer en todos sus dirigidos y dirigidas la estima y el afecto hacia un hombre “tan celestial y divino” en expresión de  S. Teresa. Nos han llegado muy pocas cartas de fray Juan de la Cruz, solamente 34. Pero en ese corto epistolario se echa bien de ver la delicadeza, el cariño y el amor que encerraba este hombre en su corazón.

Le resta aún a fray Juan otra dimensión de la felicidad: la que se deriva del amor divino. Desde este plano espiritual, su ventura no conoció término ni límite. Estudió y columbró la verdadera sustancia de la felicidad posible, la expuso con profunda reflexión en sus libros, iluminó las mentes con su irradiación y la cantó con arcangélica melodía. Él no habló de felicidades terrenas, sino de la felicidad eterna (CB 38,1) y de la felicidad infinita (Po I, 1). Percibió para sí y brindó para los demás la felicidad como un indecible aquello que no se puede decir con nombre sobre la tierra. Y murió fray Juan de felicidad un día en  Úbeda, porque murió de amor.

II. A la felicidad por la santidad

J. de la Cruz no concibió ni para sí ni para los otros la verdadera felicidad si no era como fruto espontáneo de la santidad. Él así la buscó y la halló y la poseyó y la gozó. Tampoco fue a la santidad exclusivamente como tal santidad, sino como una vivencia y exigencia del amor. Su programa era amar a Dios como Dios debe y quiere ser amado, sin trabas y hasta las últimas consecuencias, hasta alcanzar la unión plena con él. Eso es la santidad para fray Juan, y eso es lo que confiere en este mundo la dichosa ventura de la única felicidad. Él la logró para sí; la procuró para sus hijos espirituales; y la consignó por escrito para las futuras generaciones. Porque todos estamos llamados a la santidad como estamos predestinados a la felicidad, una felicidad de enamorados a lo divino.

III. Doctor y poeta de la felicidad

J. de la Cruz es doctor de la Iglesia por sus escritos. En ellos trata de llevar a las almas a la perfecta  unión con Dios, esa unión en la que esas almas encontrarán cuanto desean, cuanto quieren, cuanto aman. Es decir, hallarán todo cuanto buscan y necesitan para ser felices del todo y para siempre. En este sentido desarrolla el Santo su teoría por elevación. Para esto el experto guía procura, primero, quitar los impedimentos, las imperfecciones, las aficiones, lo que es  negación de Dios; segundo, llenar al alma de perfecciones y virtudes, asemejándola en entendimiento y voluntad a Dios para alcanzar la unión con El, queriendo lo que Dios quiere y amando lo que Dios ama.

Para estimular al alma a este alto y feliz estado de la eterna e infinita ventura fray Juan le va mostrando por piezas todas las muchas bellezas y gozos que trae para el hombre la posesión de Dios, y aquí es un derroche de dones, consuelos, gozos, recreaciones, gustos, deleites y maravillas que no puede haberlas juntas en ninguna otra parte ni es capaz de imaginar el más encandilado soñador.

Ofrecemos a continuación un muestrario del vocabulario sanjuanista con referencia directa a la felicidad. Para no empedrar este texto de incontables citas y números de la Llama de amor viva las englobamos todas por el orden de las respectivas estrofas:

Estrofa 1ª: “Ríos de gloria, copiosidad del deleite, torrente de tu deleite, que a vida eterna sabe, jocunda y festivalmente, abrazo abisal de su dulzura, muerte muy suave y muy dulce”.

Estrofa 2ª: “El deleite sobremanera, lo fino del deleite, hasta los últimos artejos de pies y manos, anda el alma como de fiesta, divinos modos de deleite, no es increíble que así sea”. “La delicadez del deleite que se siente es imposible decirse; no hay vocablos para declarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan”.

Estrofa 3ª: “Un paraíso de regadío divino, abismo de deleites, delectación grande, su sed es infinita, deleite y hartura de Dios”.

Estrofa 4ª: “Fuerte deleite, totalmente indecible, cuán dichosa es esta alma”.

El mismo procedimiento seguimos para las citas del Cántico espiritual, que agrupamos por el orden de cada una de las canciones: “Deleite escondido en  Dios escondido, Cristo, infinito deleite (Can 1), prado de deleites (4), el más subido deleite, muy mayor deleite (14), gozo en flor (16), deleitoso jardín (17), un mar de deleite, suave sueño de amor, novedades de deleites, en todo deleite se deleita, dichosa vida, música subidísima que embebe y suspende (20-21), felicísimo estado, el alma hecha Dios, son dioses (22), lecho de deleites, flores de felicidad (24), divina  embriaguez (25), divina bebida (26), no hay afición de madre comparable, deleites de amor, derretirse de amor (27), solaz y deleite, vino sabroso de amor (30), apacentado sabrosa y divinamente (34), sabroso asiento de amor (35), sabor inefable (37), “aquello” que me diste (38), profundo deleite indecible, sabor de canto eterno en esta vida, “no hay que tener por imposible” (39).

IV. Dichosa vida

El depositario y beneficiario de todos estos bienes y consuelos e indecibles delicias para J. de la Cruz es un ser enteramente feliz y así lo define como al hombre más dichoso de la tierra en un anticipado paraíso de gloria. Exclama el extático Juan: “¡Dichosa vida y dichoso estado y dichosa alma que a él llega! donde todo le es sustancia de amor y regalo y deleite de  desposorio” (CB 20-21,5).

Todo esto se explica si se tiene en cuenta lo que afirma este doctor de la Iglesia acerca de la condición divina de estas almas llegadas a la perfección, a saber: “Las almas, los mismos bienes poseen por participación que Dios por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales compañeros suyos de Dios” (CB 39, 6). En otro lugar pondera el Santo: “Viviendo el alma aquí vida tan feliz y gloriosa, como es vida de Dios, considere cada uno, si pudiere, qué vida tan sabrosa será ésta que vive” (CB 22, 6). J. de la Cruz, este santo, esencialmente feliz, brinda felicidad a los mortales; este doctor señala el camino que conduce al paraíso y este poeta dice su canción de la alegría a cuantos quieran avanzar a su vera.

BIBL. — ISMAEL BENGOECHEA, La felicidad en San Juan de la Cruz, Sevilla, Miriam, 1988.

Ismael Bengoechea

Fe teologal

I. Noción y aspectos de la fe

La fe teologal es un don gratuito, que ayuda al hombre en el conocimiento de la realidad divina, la  Trinidad y toda la economía salvífica. Juan de la Cruz, como creyente que ha experimentado las gracias místicas, es consciente de la importancia de la fe y de la necesidad de tenerla viva y operante para poder llegar a la experiencia de la unión. “Dios es la sustancia de la fe y el concepto de ella” (CB 1,10). Por tanto, “la fe es el secreto y el misterio” (ib.). Al hablar del “abismo de la fe” (S 2,4,1) en el pensamiento sanjuanista lo primero que sale al paso es la presencia de dos sentidos básicos de la fe: uno amplio y otro más restringido.

En una acepción amplia y genérica, y en perspectiva personal o subjetiva, la fe se equipara, en ocasiones, a la  “noche espiritual” (S 2,1,3) y a la “negación de todas las potencias y  gustos y apetitos espirituales” (S 2,1,2). En este sentido, la fe es comprensiva de las tres virtudes teologales. Habitualmente, sin embargo, la fe tiene en los escritos sanjuanistas un significado más estricto: “Hábito del alma cierto y oscuro … porque hace creer verdades reveladas por el mismo Dios” (S 2,3,1). En esta definición, tomada en sus elementos esenciales de la teología escolástica, se contienen los dos aspectos fundamentales de la fe: en cuanto acto (“fides qua creditur”) y en cuanto contenido (“fides quae creditur”).

El contenido hace referencia a las “verdades reveladas por el mismo Dios” a la  Iglesia (S 2,27,4; cf. S 2,27,1; 2,27,2; 2,27,6; 2,22,3) y sintetizadas en la “enseñanza de  Cristo hombre” (S 2,22,7). Tales verdades “exceden todo juicio y razón, aunque no son contra ella” (S 2,22,13). La causa hay que buscarla en el hecho de no ser “del mismo hombre sino de boca de Dios” (S 2,22,3) de donde proceden esas verdades, permaneciendo incapaz el hombre en su condición natural de aprehenderlas exhaustivamente con el entendimiento.

Sin duda, la afirmación más interesante de la doctrina sanjuanista, en este punto, se refiere a la centralidad de Cristo como  Palabra única y definitiva de Dios, en la cual se agota toda la revelación. “En darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar” (S 2,22,3; 2,22,4-5). Dios ha quedado mudo después de la Encarnación del Hijo, pues “acabando de hablar toda la fe en Cristo, no hay más fe que revelar ni la habrá jamás” (S 2,22,7). Las consecuencias son manifiestas: toda verdad revelada adquiere su pleno significado en Cristo, Palabra de  Dios, revelado en la plenitud de los tiempos; la Palabra definitiva de Dios no es una verdad sobre “algo” sino sobre “alguien” pudiendo decirse que la Palabra definitiva no es la verdad sobre Cristo sino el mismo Cristo. El mismo Dios en Cristo se entrega sobrenaturalmente al hombre cuando se revela (S 2,3,5).

En el segundo aspecto, la fe como acto-hábito, hace referencia a su dimensión subjetiva: el creer. Supone e implica un “consentimiento del alma de lo que entra por el oído” (S 2,3,3). En el campo religioso significa una acción voluntariamente humana, del entendimiento y de la voluntad, por la que se acoge y acepta lo revelado por Dios. Y aunque expresamente no se diga, puede considerarse como el auténtico fundamento de tal asentimiento a la autoridad de Dios. En consecuencia el asentimiento al contenido de la fe, a la palabra y a las verdades que exceden todo entendimiento, debe otorgarse sin haber aprehendido con claridad lo revelado (S 2,27,5). J. de la Cruz no ofrece un análisis pormenorizado de la fe como acto. Lo presupone, limitándose a presentar aquellos datos que le interesan para la comprensión del dinamismo de la fe en la vida teologal.

II. Dinamismo de la fe

La función de la fe en el proceso hacia la unión con Dios puede sintetizarse en las siguientes palabras de la Subida 2,23,4: “Desembarazar el entendimiento encaminándole y enderezándole … en la noche espiritual de la fe a la unión con Dios” (S 2.23,4). En esta afirmación encontramos los elementos necesarios para comprender el dinamismo de la fe en el sistema teologal sanjuanístico: la  “divina unión” como único fin hacia el que se encamina el alma; la “noche espiritual de la fe” como medio y ámbito esencial para alcanzar la unión; el “entendimiento” como potencia sobre la fe que ejerce una doble misión: “desembarazar” y “encaminar”.

1. PURIFICACIÓN POR LA FE. De lo dicho anteriormente se desprende la incapacidad del entendimiento humano para llegar por sus propias fuerzas naturales a la unión. Así lo afirma explícitamente J. de la Cruz: “Es imposible que el entendimiento pueda dar en Dios por medio de las criaturas … por cuanto no hay proporción de semejanza” (S 2,8,3), y “todo lo que pueda entender el entendimiento es muy disímil … a Dios” (S 2,8,5). El fundamento hay que buscarlo en la imposibilidad natural del entendimiento para entender aquellas cosas que no se reciben por los sentidos corporales y en la incapacidad de recibir en esta vida una noticia clara de Dios (S 2,8,4). La consecuencia clara es que “el entendimiento se ha de cegar a todas las sendas que él pueda alcanzar para unirse con Dios” (S 2,8,6), y “quedar limpio y vacío de todo lo que puede caer en el sentido, y desnudo y desocupado de todo lo que pueda caer en claridad en él” (S 2,9,1). Es la fe la encargada de realizar este vacío intelectual y llenar del entendimiento con Dios mediante el asentimiento a las verdades reveladas.

El entendimiento, “que es el candelero donde se asienta esta candela de la fe” (S 2,16,15), es purificado por ella. El proceder natural del entendimiento necesita ser purificado a través de un proceso de negación, realizado por la mutua colaboración entre el hombre (“despojarse de lo que no es Dios”) y Dios (que “asiste al hombre en este despojamiento”) a través de la fe. De esta forma se lleva a cabo el “pasar al no saber” de que habla en S 2,4,4

La labor de la fe en esa purificación radical del entendimiento, tiene gran riqueza terminológica en la pluma del Santo: “desnudar” (S 2,4,2), “angostar” (S 2,7,2), “vaciar” (S 2,6,1), “desapropiar” (S 2,7,3), “desembarazar” (S 2,7,3), “aniquilar” (S 2,7,4), “enajenar” (S 2,7,7), “desasir” (S 2,5,4), “morir a la naturaleza” (S 2,7,7). Negación por la que se priva al entendimiento de su luz y de todos los objetos visibles gracias a esa luz, quedando dicha potencia a oscuras y sin nada (S 1,3,1). Expresiones gráficas para expresar la negación radical operada por la fe en las aprehensiones del entendimiento: de lo mundano, pero también de lo procedente de Dios.

En relación a las  noticias naturales o sobrenaturales provenientes de Dios, la recomendación es tajante: “En éstas el alma hallará su propiedad y asimiento y embarazo, como en las cosas del mundo, si no las sabe renunciar como a ellas” (S 2,16,4). Por tanto, “sólo ha de poner los ojos en aquel buen espíritu que causan, procurando conservarle en obrar y poner en ejercicio lo que es de servicio de Dios ordenadamente, sin advertencia de aquellas representaciones ni de querer gusto sensible” (S 2,17,9). Negación donde no basta el número de privaciones sino la desnudez del gusto y apetito en ellas, pues es la estimación de la voluntad (S 2,7,6; S 1,3,4) y la motivación teologal (“despojarse por Dios” S 2,5,7.8) la que determina la calidad de la  negación. En este sentido, lo nuclear no es tanto lo que se niega como la actitud y motivación del sujeto que niega. Mientras no exista voluntad y apetito de las cosas, éstas no dañan al alma (S 1,3,4; 1,13,4).

2. LA OSCURIDAD DE LA FE. Para hacer fácil y perseverante esta actitud de negación radical es necesario un amor grande a Dios y a Cristo. De lo contrario, no “tendrá ánimo para quedar a oscuras de todas las cosas, privándose del apetito de todas ellas” (S 1,14,2). La negación produce una profunda “noche oscura” en el alma. El entendimiento se ve sumido en oscuras tinieblas al verse privado de su goce natural y del descanso en lo conocido de acuerdo con su capacidad natural. Se queda “a oscuras y sin nada” (S 1,3,1). Una oscuridad más densa de la existente en la noche del sentido, debido a la mayor interioridad de la noche al verse privada de la “luz racional” (S 2,2,2), invade el alma. Nos encontramos en la “media noche” sanjuanista (S 1,2,5) donde es preferible hablar de “oscuridad” –en la cual no se ve nada– en lugar de “noche oscura” –en la que todavía queda alguna luz– (S 2,1,3).

Pero la oscuridad de la fe llena al mismo tiempo que vacía; a medida que aleja de lo caduco acerca a Dios: “El entendimiento ciego y a oscuras en fe sólo … debajo de esta tiniebla se junta con Dios el entendimiento, y debajo de ella está Dios escondido” (S 2,9,1). El vaciamiento del entendimiento no es un fin en sí mismo, sino que viene determinado por el deseo de unirse a Dios. Así lo exige la relación intrínseca entre el vacío de aprehensiones cognoscitivas desordenadas y la presencia de una “luz serena y limpia” (S 2,15,3), “pura y sencilla” (S 2,15,4) a través de la cual se comunica pasiva y sobrenaturalmente Dios (S 2,15,2). A facilitar la acogida de esta luz divina van dirigidos los esfuerzos purificadores de la fe, constituida en “el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios (S 2,9,1).

Ello es posible por la semejanza esencial existente entre la fe y Dios, hasta poder afirmarse “que no hay otra diferencia sino ser visto Dios y creído” (ib.). Así como “Dios es infinito, así ella nos lo propone infinito, y así como es Trino y Uno, nos lo propone Trino y Uno; y así como es tiniebla para el entendimiento, así ella también ciega y deslumbra nuestro entendimiento” (Ib.). En el acto de fe, Dios interviene sobrenaturalmente no sólo ayudando a asentir sino también “ilustrando el alma sobrenaturalmente con su divina luz” (S 2,2,1). Como estas ilustraciones divinas “son sobre toda luz natural y exceden todo humano conocimiento sin ninguna proporción” (S 2,3,1; 2,4,2), el entendimiento no puede poner activamente su habilidad natural pues modificaría tales ilustraciones haciéndolas muy naturales y erróneas (S 2,29,7). La única actitud correcta para J. de la Cruz “es arrimarse a la fe oscura, tomándola por guía y luz y no hacerlo a ninguna cosa de las que se entiende y siente” (S 2,4,2).

La fe en cuanto dispone para la unión con Dios también produce oscuridad en el alma, cuando llega a ser “ilustrada” por la contemplación divina. En este caso es por exceso de luz. Al ser tan excesiva para el entendimiento le oprime y le vence sumiéndole en “oscura tiniebla” (S 2,3,1). De modo semejante a como el sol vence nuestra vista porque su luz es muy desproporcionada a ella (ib.), la luz de la fe ciega el entendimiento incapaz de “comprehender las verdades ocultas de Dios que hay en sus dichos” (S 2,20,5). En virtud de la relación entre la fe como luz y la ceguera del entendimiento se puede afirmar que “cuanto las cosas de Dios son en sí más altas y más claras, son para nosotros más ignotas y oscuras” (S 2,8,6) e inversamente, cuanto más oscurece la fe al alma “más luz le da de sí, porque cegando la da luz” (S 2,3,4).

3. LA FE ILUSTRADÍSIMA. Para que estas “tinieblas en que estaba Dios encubierto” (S 2,9,3; 2,9,2) dejen paso a la luz plenamente visible es necesario la consumación de la vida mortal. Entonces “parecerá la  gloria y la luz de la Divinidad que en sí contenía” la fe (S 2,9,3). En la medida en que el alma acoge la luz contenida en la fe se realiza la unión con Dios debido a que “esa divina luz … es principio de la perfecta unión” (S 2,2,1), “luz de la divina unión” (S 1,4,2) y “luz, que es la unión de amor, aunque a oscuras en fe” (S 2,9,4). Desde el punto de vista cognoscitivo, la unión con Dios se caracteriza por la enseñanza sobrenatural y secreta de Dios al alma (S 2,29,7). Enseñanza, que excede todo conocimiento y, por tanto, imposible de “entender razonablemente” por un hombre que no sea espiritual (S 2,19,11); es decir, iluminado por el  Espíritu Santo en fe (S 2,29,6).

Respecto a la gradualidad de esta “iluminación” del hombre, cabe indicar que la perfección en la unión se logra en esta vida (cada hombre según su capacidad) cuando cesan todos los apetitos y el alma se encuentre sosegada y acallada (S 1,5,6). Entonces “el alma, ya sencilla y pura se transforma en la sencilla y pura sabiduría, que es el Hijo de Dios” (S 2,15,4). En el camino de las almas al sumo conocimiento propio de la unión, la pedagogía divina tiene para cada alma un designio peculiar. Sin embargo, suele comenzar comunicando lo espiritual desde las cosas exteriores “según la pequeñez y poca capacidad del alma, para que mediante la corteza de aquellas cosas sensibles, que de suyo son buenas, vaya el espíritu haciendo actos particulares y recibiendo tantos bocados de comunicación espiritual y llegue a la actual sustancia de espíritu, que es ajena de todo sentido, al cual … no puede llegar el alma sino muy poco a poco, a su modo … Cuando llegare perfectamente al trato con Dios de espíritu necesariamente ha de haber evacuado todo lo que acerca de Dios podía caer en el sentido” (S 2,17,5) y toda inteligencia clara y particular aunque fuese muy espiritual (S 2,15,3; 2,16,15). Debe tenerse presente el hecho de que “cuanto más se aniquilare por Dios … tanto más se une a Dios” (S 2,7,11) y mayor es la luz participada por el hombre en la fe. “El no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo” (S 1,11,5).

Cuando el alma llega a este estado de “caminar en oscura y pura fe” (N 2,2,5), se encuentra con la promesa del Esposo: “Yo te desposaré … conmigo por fe” (ib.), consumando el hecho de “salir de sí misma” (N 2,4,1), “por una escala muy secreta, que ninguno de casa la sabía” (N 2,15,1) y llevando “una túnica interior de una blancura tan levantada, que disgrega la vista de todo entendimiento” (N 2,21,3) para “conseguir la gracia de la unión del Amado” (N 2,21,4). El alma, pues, no podía ponerse mejor vestido, ya que así vestida “no ve ni atina el demonio a empecerla” (N 2,21,3) y, a la vez, “es imposible dejar de agradar” a Dios (N 2,21,4). Y este disfraz blanco es el que dispone al alma “para unirla con la Sabiduría divina” (N 2,21,11) y para “entender admirables cosas de gracia y misericordia … en las obras de tu Encarnación” (CB 5,7). Llegada el alma al “matrimonio espiritual”, donde es “confirmada en gracia” (CB 22,3), y donde posee “la pureza y entereza de su fe” (CB 31,3), se siente ya tan iluminada que le parece entrever la presencia del mismo Dios. Son visos de gloria; apenas falta romper la tenue tela de la vida mortal para que la plena claridad de la visión sustituya a la fe. La situación queda descrita por el Santo así: “Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da; lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima” (LlB, 3,80).

4. FE-CARIDAD. La amplitud e insistencia sobre la virtud de la fe no impide a J. de la Cruz reiterar la íntima relación con la  caridad. No sólo no se excluyen, sino que se recalca la mutua influencia como esencial en el dinamismo teologal. Por una parte, “cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene de caridad infusa de Dios”; por otra parte, “cuanta más caridad tiene tanto más la alumbra y comunica los dones el Espíritu Santo” (S 2,29,6). La función de la caridad en la unión del alma con Dios por la fe es verdaderamente trascendental. Viene a ser el “alma” del proceso de vaciamiento y oscuridad. El amor impulsa a creer “en lo que no se ve, ni siente ni puede ver ni sentir en esta vida que es Dios” (S 2,24,9) de tal modo que “el entendimiento … oscuro ha de ir por amor en fe” (S 2,29,6). Cuanta mayor sea la oscuridad a que se ve sometida el alma mayor importancia tiene que “ande el alma inflamada con ansias de amor de Dios muy puro” (S 2,24,8).

El carácter informador y director de la caridad (S 1,2,3) sobre la vida de fe, lleva a J. de la Cruz a destacar la primacía del amor en la recepción de comunicaciones espirituales. En esos momentos es necesario ponerse “la voluntad con amor a Dios” (S 2,29,7), sin aplicar el entendimiento a lo que se comunica, y “fundar la voluntad en fortaleza de amor humilde” (S 2,29,9). La primacía del amor sobre las otras dos virtudes teologales no significa separación o autonomía entre ellas. A lo largo del itinerario espiritual la fe y el amor son “los dos mozos de ciego” que han de guiar al alma “por donde no sabe, allá a lo escondido de Dios” (CB 1,11). En último término hay que reconocer con el Santo que todo se reduce a la caridad, hasta la misma fe, ya que Dios se comunica como amor incluso a través de las verdades de la fe. No se comunica “sino por el amor del conocimiento” (CB 13,11).

BIBL. — AMATUS VAN DE H. FAMILIE, “La fe ‘Ilustradísima’”, en EphCarm 9 (1958) 412-422; Id. “Foi et contemplation”, ib. 13 (1962) 224-256; BALDOMERO J. DUQUE, “Sobre el tema de la fe: diálogo con san Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 2 (1958) 469-477; ALAIN DELAYE, La foi selon Jean de la Croix, La Plese, Angers 1975; M. LABOURDETTE, “La foi théologale et la connaissance mystique d’après la Subida-Noche”, en Revue Thomiste 42 (1936-1937) 16-57, 191-229; KAROL WOJTYLA, La fe según san Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1979; ANTONIO BARUFFO, “La fede in S. Giovanni della Croce”, en Rassegna di Teologia 32 (1991) 389-409; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, “Conocimiento de Dios y sabiduría de la fe en san Juan de la Cruz”, en el vol. Experiencia y pensamiento en san Juan de la Cruz (Madrid 1990) 251-269; JUAN PABLO II, San Juan de la Cruz, maestro en la fe, Roma-Madrid, 1991.

Aniano Álvarez-Suárez

Fantasía

I. Naturaleza y funciones

En los escritos de san Juan de la Cruz, los dos vocablos “fantasía e imaginación” tienen acepción técnica. Forman parte del sistema psicológico del Santo, quien a su vez los recibe de la filosofía (y psicología) tomista entonces en boga. Son términos afines, pero no sinónimos. Corresponden a dos sentidos interiores, intermedios entre los sentidos exteriores (vista, oído etc.) y las potencias superiores, especialmente entendimiento y memoria. “Sentido corporal interior, que es la imaginación y fantasía”, escribe él (S 2,12,2). Aunque marginales en la doctrina de fray Juan, al lector le será indispensable tener en cuenta el puesto que ocupan en el esquema psicológico manejado por él, para captar el sentido de su pensamiento, especialmente en el plano místico.

Si bien definidos como dos sentidos diferentes, el Santo hablará siempre de ellos como de una unidad. Entre ambos existe una diferencia sutil: imaginación y fantasía “ordenadamente se sirven el uno al otro: porque el uno (la imaginación) discurre imaginando, y el otro (la fantasía) forma la imaginación o lo imaginado fantaseando” (S 2,12,3). Lo cual no impedirá que él mismo escriba que “se puede imaginar con la fantasía” (ib. 4,4.). Y que “el sentido de la fantasía, junto con la memoria, es como un archivo y receptáculo del entendimiento, en que se reciben todas las formas e imágenes inteligibles” (Ib. 16,2: esa idea de la fantasía “archivo y receptáculo” se repite en LlB 3,69).

En el engranaje del mecanismo noético, la fantasía suministra “al entendimiento que llaman los filósofos activo” (CB 39,12) las especies que deberán ser depuradas y espiritualizadas para ser trasmitidas al “entendimiento que llaman los filósofos pasivo o posible” (CB 14,14), el cual, recibiéndolas, llevará a término el proceso cognoscitivo. (Esa reiterada alusión a los filósofos indica el origen de tal nomenclatura.) A esas especies que pasan de la fantasía al entendimiento, fray Juan las llama “fantasmas”, vocablo que él utiliza en esta sola acepción técnica, nunca en nuestra habitual acepción de hoy (Ib. y S 2,1,2; 2,3,2; LlB 2,34, etc.).

En el característico lenguaje simbólico del Santo, fantasía e imaginación quedan figuradas por las “ninfas” y los “arrabales” (CB 18,4.7), o por las “aves ligeras” con su molesto revoloteo (CB 20,5), o por “el platero” y las “lañas de plata” que él fabrica (S 2,8,5), o bien “como si fuese un espejo (que) tiene en sí [las formas de las cosas], habiéndolas recibido por vía de los cinco sentidos” (S 2,16,2). Todo ello en contraposición al “agua pura” que simboliza al entendimiento (CB 36,9), y que fluye en la porción superior del espíritu humano.

II. Actuación en el desarrollo espiritual

a. En los comienzos de la vida espiritual, es normal y aún necesario el recurso a la imaginación. A ella están vinculados la meditación y el discurso, porque “el estado y ejercicio de principiantes es de meditación y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación” (LlB 3,32). El Santo se atiene al axioma teológico según el cual  Dios, en su relación con el  hombre, se abaja y adopta la condición de éste. Todo lo va disponiendo “suaviter” (S 2,17,2): “los teólogos dicen que Dios mueve todas las cosas al modo de ellas” (ib.). Y por eso, al principiante lo irá atrayendo a lo puro espiritual desde su normal arrimo a lo sensorial y desde el obligado recurso a la mediación de los sentidos, exteriores e interiores. Pero ha de llegar un momento en que el “aprovechado” (“aprovechante”, dice el Santo: S 2,15) suelte amarras: supere el recurso a la meditación con todo lo que ésta supone, e ingrese en el reposo del  recogimiento o de la  “advertencia amorosa” (S 2,12,8; 2 5,5), dejando de lado el normal recurso a la  meditación e imaginación. Lo cual no quiere decir que en más de una ocasión no haya de regresar a ellas (Ib. c. 15).

En la base de toda esa doctrina está el postulado teológico del Santo, según el cual nada de lo contenido en formas o especies o imágenes limitadas es medio proporcionado para la unión del alma con Dios. De suerte que, en las etapas superiores del proceso espiritual, “cuanto más se arrimare (el alma) a la imaginación, más se aleja de Dios y en más peligro va, pues que Dios, siendo como es incogitable, no cabe en la imaginación” (LlB 3,52). La indicación de “zona de peligro”, se debe a que de esa franja del espíritu se sirve más y mejor el demonio para hacer trampantojos al alma (N 2,2,3).

Por todo ello, en un determinado punto del proceso, suavemente se va imponiendo el despegue interior de las mediaciones imaginarias y discursivas, para ceder el paso a la acción de Dios en la  contemplación unitiva.

b. En la cumbre de la perfección. Según eso, ¿fenecen la imaginación y la fantasía en esas altas zonas de la  unión mística? Desde luego no será ni el místico ni el poeta fray Juan, quien condene a la atrofia definitiva a esos dos “sentidos interiores”. La aportación de ambos ¿no está sumamente presente en su poema cimero y postrero, la “Llama de amor viva”? De momento, baste recorrer los hitos más destacados de esa etapa final.

Dentro de la  experiencia mística inicial, es normal que Dios gratifique al místico con infusiones que afecten precisamente a los sentidos interiores, imaginación y fantasía. De hecho será en la esfera de éstas donde tendrán lugar las llamadas “visiones imaginarias”, auténticas gracias místicas, si bien sólo germinales: “debajo de este nombre de visiones imaginarias queremos entender todas las cosas que debajo de imagen… sobrenaturalmente se pueden representar a la imaginación…” (S 2,16,2). Aunque “sobrenaturales”, esas experiencias serán materiales de valor efímero: el Santo tendrá que escribir todo un capítulo de la Subida (2,17) para justificar su presencia en el plan pedagógico del Señor.

Más adelante, esa porción interior del hombre tendrá que ser sometida al crisol de la noche”. En la noche, no sólo quedarán embridadas esas “caballerías” casi indómitas, o esas “aves ligeras” de revoloteo turbulento, que son la fantasía e imaginación (N 1,8,3), sino que se las someterá al nuevo escalafón del dinamismo interior, en que prevalecerán las fuerzas superiores del espíritu, y aun éstas entrarán en la pasividad de la experiencia mística. Es el momento en que fantasía e imaginación, nota el Santo, quedan “a oscuras”; “tan a oscuras, que no saben donde ir con el sentido de la imaginación y el discurso, porque no pueden dar un paso en meditar como antes solían… y déjalas tan a secas…” (N 1,8,3). De suerte que, ahora sí, “cuanto más (el alma) se arrimare a la imaginación, más se aleja de Dios” (LlB 3,52). Y a la inversa, el alma se allegará a Dios “tanto más cuanto más se enajenare de todas formas e imágenes y figuras imaginarias” (S 3,13,1).

Por fin, en el estado de unión se creará, para la fantasía, una situación nueva y definitiva: en la relación del hombre con Dios, la fantasía “cesa” su mediación. “Todas las imaginaciones se han de venir a vaciar del alma, quedándose a oscuras según este sentido, para llegar a la divina unión” (S 2,12,3). De suerte que en el trance de la “unión mística”, la imaginación queda “perdida”, “suspensa”, “en grande olvido”, “sin acuerdo de nada” (S 3,4,6). Poéticamente, en el Cántico es el Esposo quien conjura a “las digresiones de la fantasía e imaginativa que cesen”, y en adelante no osen tocar el muro tras el cual la esposa duerme segura (CA 29,1: cf. CB 20,4).

En definitiva, no es que imaginación y fantasía hayan fenecido en sus funciones psicológicas habituales, sino que han quedado remodeladas y equilibradamente insertas en el concierto de las actividades anímicas. Pero sí han quedado excluidas del banquete de la contemplación mística unitiva, reservado a estratos superiores del espíritu.

Es cierto que el esquema y las categorías psicológicas que sirven de soporte a la enseñanza espiritual del Santo no coinciden ni son fácilmente reducibles a las categorías de la psicología moderna. Lo cual, sin embargo, no impide que sean comprensibles al lector de hoy, incluso al no especialista.

BIBL. — JUAN JOSÉ DE LA INMACULADA, La psicología de san Juan de la Cruz. Santiago de Chile 1944; VICTORINO CAPÁNAGA, San Juan de la Cruz. Valor psicológico de su doctrina, Madrid 1950; EULOGIO PACHO, “Antropología sanjuanista”, en ES II, 43-86; ANDRÉ BORD, Mémoire et espérance chez Jean de la Croix, París 1971; id. “Fantasia, memoria y esperanza”, en SJC 13, 1997, pp. 301-308.

Tomás Álvarez

Experiencia mística

I. Los términos

Experiencia. Juan de la Cruz usa el término experiencia, básicamente, en la acepción actual. La contrapone a lo que se sabe por ciencia (LB 1,15; 3,30), y puede ser propia y ajena. La propia es la “experiencia que por mí haya pasado”, y la ajena es “lo que en otras personas espirituales haya conocido o de ellas oído” (CB pról 4). Al conocimiento directo de lo sucedido en otras personas llama expresamente experiencia (S 3, 14, 6).

Utiliza también en la misma acepción la forma verbal “experimentar”. Por ejemplo: “Esto creo no lo acabará bien de entender el que no lo hubiere experimentado; pero el alma que lo experimenta, como ve que se le queda por entender aquello de que altamente siente, llámalo un no sé qué” (CB 7,10). A la misma realidad se pueden referir, según los contextos, otros verbos, en especial el “ver” y aún más el “sentir”, además de algunos nombres, como sentimiento, comunicación, toque, noticia, etc.

Es conocida en la historia de la filosofía la reflexión crítica sobre la experiencia, sobre su naturaleza originaria o derivada, sobre el proceso de su constitución, y por tanto, sobre su valor como fuente del saber. Aquí nos atenemos al uso del autor, uso en el que JC se refiere a realidades que puede englobar en el término experiencia (u otros del mismo campo semántico), es decir, realidades que se presentan con un carácter de inmediatez semejante a la que designa el uso corriente del término.

Místico/mística. JC emplea la forma adjetival: teología mística, sabiduría mística, inteligencia mística, tres expresiones sinónimas. Se trata de la “contemplación por la que el entendimiento tiene más alta noticia de Dios” (2 S 8,6). Es “noche” y “contemplación infusa”, porque es “una influencia de Dios en el alma” (N 2,5,1), una “inteligencia mística y confusa o oscura” (S 2, 24,4), o “ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación” (CB 27,5). La siguiente frase resume la unidad de los aspectos: “Llámala noche porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida” (CB 39,12).

No es cuestión, en estas expresiones, y en el uso concreto del adjetivo “místico”, de una ciencia como tratado teológico, sino de un conocimiento experiencial y de una vivencia de amor. Porque la sabiduría mística “es por amor” (CB pról 2), y “nunca da Dios sabiduría mística sin amor, pues el mismo amor la infunde” (N 2,12,2). Por ello, JC trata de expresar esta realidad con dobles términos: “mística y amorosa teología” (N 2,12,5), “esta teología mística y amor secreto” (N 2, 20,6).

Experiencia mística. Esta expresión no se encuentra en JC, pero ya las meras referencias de los apartados anteriores manifiestan que él se refiere a lo que generalmente se entiende por ella. Por método, hemos recordado los términos (separados) “experiencia” y “mística” de sus escritos, pero, obviamente, la realidad de la experiencia mística no depende de estos. Se podría intentar definir lo que hoy en general, y con cierta amplitud, se entiende por esta expresión, o exponer las diferentes nociones, antes de abordar a san Juan de la Cruz. Pero para nosotros la noción general está dada anteriormente, y dejamos abierta la noción más precisa de JC al resultado de las enseñanzas de sus escritos.

II. Enseñanza de JC sobre la realidad de la experiencia mística

JC no busca la experiencia como tal, e incluso la renuncia a la experiencia, debidamente entendida, puede ser una de las características de su itinerario. Busca a Dios por la unión de amor. Su mirada y su esfuerzo no se dirigen a la subjetividad, sino al objeto de conocimiento y amor. Pero de hecho su enseñanza comporta, en el proceso y en el término del itinerario, una experiencia cualificada, intensa, por lo que con razón se ha convertido esa experiencia en objeto de estudio y se ha recurrido a su magisterio y testimonio en la historia de la teología espiritual y del pensamiento.

1. TRASCENDENCIA. En la concepción de JC (para no prejuzgar aquí la experiencia, objeto de estudio) la trascendencia divina tiene un relieve decisivo, como han visto sus estudiosos: “Nunca se dirá bastante hasta qué punto la trascendencia de Dios era, para san Juan de la Cruz, no sólo el objeto de su contemplación por excelencia, sino también el alma de toda su enseñanza y la explicación última de sus exigencias en el orden de la ascesis” (LUCIEN-MARIE DE SAINT-JOSEPH, Transcendance et immanence d´après Saint Jean de la Croix, 269). “Creo que al doctor místico se le puede llamar con verdad el hombre de la trascendencia”, porque toda su planificación del campo doctrinal está elaborada a base de la trascendencia (JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, San Juan de la Cruz, Profeta enamorado de Dios y Maestro, 258).

Para JC, las criaturas, así terrenas como celestiales, y todas las noticias distintas, naturales y sobrenaturales, por altas que sean en esta vida “ninguna comparación ni proporción tiene con el ser de Dios” (S 3,12,1). En esta vida “lo más alto que se puede sentir y gustar, etc., de Dios, dista en infinita manera de Dios y del poseerle puramente” (S 2,4,4). El comentario a la primera canción del CB es criterio permanente de comprensión, porque precede precisamente a Cántico, donde se hablará de altas comunicaciones y noticias: “Nunca te quieras satisfacer en lo que entendieres de Dios, sino en lo que no entendieres de él, y nunca pares en amar y deleitarte en eso que entendieres o sintieres de Dios, sino ama y deléitate en lo que no puedes entender y sentir de él” (CB 1,12; cf S 2,24,9).

Se ha señalado que la interpretación de la trascendencia en JC ha tendido con parcialidad al aspecto negativo y doloroso de aquella, a la lejanía y ausencia de Dios, sin integrarla con la cercanía y la infinitud del amor de Dios (FEDERICO RUIZ, Místico y Maestro, 118 y 120). Es evidente que el objetivo de JC no es el disertar sobre la trascendencia divina (de la que habla con otros términos), sino la unión por la fe y el amor (CB 1,11), como muestra toda la obra. Pero esa trascendencia de lo divino no sólo no se puede atenuar, sino que ella es la condición esencial de cuanto JC enseña y testimonia sobre la unión y la transformación. Ella hace, para JC, que Dios sea Dios, pues evidentemente JC no la entiende de modo abstracto, sino como la trascendencia amante. Pero, viceversa, que el amor de que se habla sea divino depende de la percepción de la trascendencia. No es una preocupación metafísica (aunque hay una intuición y una mente metafísica), sino práctica, espiritual: buscar a Dios, encontrarse con él por el amor. Dios “es incomprehensible y sobre todo; y, por eso, nos conviene ir a él por negación de todo” (S 2, 24,9).

Esto plantea el problema de la inefabilidad. Si Dios está siempre más allá de toda imagen y de toda proposición clara, parece imposible decir algo de él. JC, justamente en relación a la trascendencia de Dios, afirma una y otra vez este carácter de indecibilidad de la realidad mística: “Y ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas por quien pasa lo pueden” (CB pról.) La razón radica en la inefabilidad de Dios mismo: “Dios, a quien va el entendimiento, excede al entendimiento, y así es incomprehensible e inaccesible al entendimiento” (LB 3,48). Por ello, cuanto más se acerca a Dios la conciencia, más inefable es lo que tiene lugar: “Lo que Dios comunica al alma en esta estrecha junta, totalmente es indecible y no se puede decir nada, así como del mismo Dios no se puede decir algo que sea como él” (CB 26,4). Pero ni la incomprensibilidad ni la inefabilidad son absolutas, pues en ese caso la mudez total sería lo que correspondería. San Juan de la Cruz no se refiere a esta negación absoluta, por más agudo que sea su sentido de la trascendencia divina. Porque ha tenido alguna comprensión de lo divino, habla de su incomprensibilidad. Y tampoco se limita a señalar la incomprensibilidad, sino que, supuesta ésta, y dentro de ella siempre, habla de Dios y del encuentro con él; por medio de un lenguaje analógico y metafórico, donde, abandonando la mudez, dirige el espíritu hacia lo que es infinitamente “disímil”. Esto, sin embargo, no en un sentido puramente negativo, sino finalmente más bien positivo: el “algo” de la comprensión y del lenguaje humanos se niega en cuanto en la trascendencia divina se realiza incomparable e infinitamente: “Esta es la causa por que con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios, que con razones lo declaran” (CB pról. 2).

La dificultad de la comunicación no afecta sólo al encuentro con Dios, sino también al proceso, al menos a momentos del proceso que, para JC, pertenecen al encuentro muy especial que consideran sus obras: “Son tantas y tan profundas las tinieblas y trabajos, así espirituales como temporales, por que ordinariamente suelen pasar las dichosas almas para poder llegar a este alto estado de perfección, que ni basta ciencia humana para lo saber entender, ni experiencia para lo saber decir; porque sólo el que por ello pasa sabrá sentir, mas no decir” (S pról).

2. EXPERIENCIAS DE LA PRESENCIA DIVINA. Las palabras del párrafo precedente anuncian las noches del sentido y del espíritu, en las que JC trata de comunicar, de alguna forma, la experiencia de una ausencia de Dios. Ahí se presenta una realidad decisiva para JC (y para toda teología). Sin embargo, el carácter divino de esta ausencia no puede consistir en la mera negatividad, sino que tiene que darse un positivo. De hecho, JC presenta esas noches como proceso de un encuentro desde donde se ilumina la naturaleza y el sentido de aquéllas. Por ello, nosotros hemos de buscar su testimonio sobre la experiencia mística ante todo en estos momentos positivos.

Noticias. No obstante, la trascendencia inefable, hay una “presencia” (término de JC) de Dios, del todo especial, en forma de “noticia” o de “inteligencia”. Para nuestro objeto distinguimos en JC tres clases de noticias: a) Noticias de cualquier proveniencia referidas a criaturas, y las referidas a Dios, claras y distintas, ninguna de las cuales pueden ser medio próximo de unión, según se expresa (S 2,3,4; 8,5); no comunican aquel encuentro con Dios al cual se refiere el autor. b) Noticias sobrenaturales claras acerca de Dios, que, en cuanto visión esencial de Dios, no son propias de esta vida, porque por sí mismas implican la muerte (S 2,8,4).

c) Las noticias comprendidas dentro de aquella “noticia o advertencia amorosa en general de Dios” (S 2,14,6). Esta es la noción primordial de su concepción del encuentro con Dios y, por ello, a esta noción reduce la fe (S 2,24,4) y lo que llama la contemplación (S 2,10,4; 14,6; N 1,10,6). A estas “noticias” nos referimos.

Para JC, fuera de la visión esencial de Dios (propia de la gloria), estas noticias, que son una realización de la contemplación, y de la fe, constituyen una forma suprema de encuentro con Dios en la tierra. Aunque, en el proceso, ese encuentro con Dios tiene un aspecto purificativo esencial, que produce la “terrible” noche del sentido y la “horrenda” del espíritu, una vez alcanzada aquella purificación, el “deleite” que causan en el alma estas noticias “no hay cosa a qué comparar, ni vocablos ni términos con qué le poder decir, porque son noticias del mismo Dios y deleite del mismo Dios” (S 2,26,3). Comunican directamente (“derechamente”) a Dios, “sintiendo altísimamente de algún atributo de Dios, ahora de su omnipotencia, ahora de su fortaleza, ahora de su bondad y dulzura, etc.” (ib.). Por ello, continúa el autor, son del todo inefables y apenas se pueden decir de ellas algunos términos generales. Sólo las puede experimentar el que llega a la unión, “porque ellas mismas son la misma unión” (S 2,26,5), y así son inconfundibles, porque “saben a esencia divina y vida eterna” (ib.).

Sentimientos. Otro término que emplea para acercarse a la expresión de la experiencia mística es “sentimiento” (y el verbo sentir). Como es el caso de otras palabras, ésta tiene también diferentes significados para el autor. Por una parte, la unión espiritual no consiste “en recreaciones y gustos y sentimientos” (S 2,32,2), y para que la voluntad pueda llegar a “sentir y gustar por unión de amor esta divina afección y deleite” es necesario que antes sea “purgada y aniquilada en todas sus afecciones y sentimientos” (N 2,9,3). Pedagógicamente, para dirigir desde el principio la mente hacia lo esencial y hacer ver el sentido de todo, afirma de modo resuelto que el amor y el gozo uno los tiene que fundar “en lo que no ve ni siente ni puede ver y sentir en esta vida, que es Dios, el cual es incomprehensible y sobre todo” (S 2,24,9).

Sin embargo, recurre precisamente a los “sentimientos espirituales” y al “sentir” para sugerir aquella suma realidad que tiene lugar. No puede haber en esta vida una visión clara de las realidades espirituales, pero éstas se pueden “sentir en la sustancia del alma con suavísimos toques y juntas, lo cual pertenece a los sentimientos espirituales” (S 2,24,4). A éstos, continúa escribiendo, se dirige su intención, “que es a la divina junta y unión del alma con la Sustancia divina” (ib; cf S 3,14,2). Se trata de un “subidísimo sentir de Dios y sabrosísimo en el entendimiento” (S 2,32,3). El sentimiento y el sentir son términos que se escogen, en este contexto, para contraponerlos a la percepción clara y distinta en esta vida y a la visión beatífica. Es la percepción propia de la “noticia amorosa y oscura”, en la que tiene lugar el encuentro en esta vida (S 2,24,4), “en cierto sentimiento y barrunto de Dios” (N 2,11,1). Por lo que el autor no sabe exactamente a qué facultad adjudicar estos sentimientos, pues, aunque “en cuanto son sentimientos solamente, no pertenecen al entendimiento, sino a la voluntad” (S 2,32,3), los trata también como “aprehensiones del entendimiento” (S 2,23,1-3). Es decir, hay un aspecto afectivo que, en cuanto consciente, pertenece a la facultad cognoscitiva, pero, además, se da una vivencia para la que no es apropiado el término “ver” (que denota una percepción clara), sino el de “sentir”.

Toque. Relacionado con éste, ha aparecido el término “toque”. Tratando de las “noticias divinas”, afirma que “consiste el tenerlas en cierto toque que se hace del alma en la Divinidad, y así el mismo Dios es el que allí es sentido y gustado” (S 2,26,5). Alguna vez emplea la expresión “contacto de ella en la divinidad”, sin intervención de sentidos y accidentes, “por cuanto es toque de sustancias desnudas, es a saber, del alma y divinidad” (CB 19,4). No hay una visión esencial de Dios, pero se da un toque o contacto en la divinidad, de sustancia a sustancia (como de una forma o de otra afirma). Por una parte, se mantiene el carácter directo del encuentro, tanto por la imagen del toque o del contacto, como por el empleo del término “sustancia”. Pero, por otra, se sugiere la oscuridad y también la total novedad, frente a todas las percepciones de esta vida.

Sustancia (sustancial, sustancialmente) es una de las palabras preferidas del autor. Tiene a veces sentido ontológico (sustancias corpóreas e incorpóreas), pero casi siempre entraña realmente un sentido dinámico y existencial, aun en los textos en que distingue entre sustancia del alma y facultades (por ejemplo, S 2,32,3; CB 26,11). En los textos paralelos a los citados aquí arriba significa la inmediatez, radicalidad y totalidad insondables de la realidad dada. A este mismo centro dinámico del alma (su más profunda capacidad de persona, es decir, de conciencia amante) apuntan otras expresiones como el toque “de la Divinidad en el alma” (LB 2,8), “toque de noticia suma de la Divinidad” (CB 7,4), y “toque de amor” (CB 25,6).

Esta última imagen es la más cercana a la “unión” con Dios por amor, que es la fórmula general que utiliza el autor para expresar el fin y la realidad última que se pretende: “divina junta y unión del alma con la Sustancia divina” (S 2,24,4). Es decir, no menos que con Dios mismo, no sólo de alguna forma en las mediaciones, como hasta ahora.

Pero el contenido propio de esa expresión, oscuramente dado a la conciencia y simbólicamente sugerido, se encuentra diseminado en todo el Cántico y en Llama, y también en Noche y en Subida. Por ejemplo: el alma “queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios” (S 2,5,7). “Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación” (ib).

Expresión semejante es la de la “transformación de amor” o “transformación en Dios” (y otras variantes), donde se expresa la idea de la presencia, hasta la deificación por participación, con términos de la tradición, ante los que el autor no retrocede. En esta estrecha junta “el mismo Dios es el que se le comunica con admirable gloria de transformación de ella en él, estando ambos en uno” (CB 26,4).

Apenas es posible recoger las imágenes y las expresiones metafóricas empleadas en su obra para transmitir la realidad de que se trata. Por ello, nos hemos fijado en los términos analizados como los que más expresivamente parecen acercarse al contenido que intenta manifestar. Permanece la particular oscuridad de la que habla en todas partes: la “abisal y oscura inteligencia divina” (CB 14-15,22). Pero, como sugieren los términos y expresiones que hemos subrayado, se experimenta una presencia, en forma de “sentimiento y barrunto de Dios” (N 2 11,1), de “asomadas de gloria y amor” (LB 1,28), de “un vivo viso e imagen de aquella perfección” (del amor glorioso) (CB 38,4). Puede llegar un momento en que la noche no es tan oscura, sino entre dos luces, en que “esta soledad y sosiego divino, ni con tanta claridad es informada de la luz divina ni deja de participar algo de ella” (CB 14-15,23).

El autor precisa, y es necesario recordarlo sobre todo al leer Cántico y Llama, que no se trata de ver a Dios “esencial y claramente”, “que no es sino una fuerte y copiosa comunicación y vislumbre de lo que él es en sí” (CB 14,5), y las más altas comunicaciones “son como unas muy desviadas asomadas” (CB 13,10). Emplea frecuentemente binomios: noticias y sentimientos, toques y recuerdos, toques y sentimientos, noticias y toques. Cada binomio y todos juntos intentan sugerir una conciencia unitaria profunda, que el autor discierne ser la unión de amor o la transformación por amor.

Es conveniente resaltar la experiencia de la libertad en esta nueva conciencia, con expresiones que atestiguan la novedad y la excepcionalidad: “libertad de la divina unión” (S 1,11,4), “claridad, libertad de espíritu y sencillez” (S 2,16,11), “en libertad y tiniebla de la fe” (S 2,19,11), “conocerá cómo la vida del espíritu es verdadera libertad” (N 2,14,3), “siente nueva primavera en libertad y anchura y alegría de espíritu” (CB 36,1). Donde la libertad es clara y sencilla (unificada), y se asocia con la tiniebla de la fe, y sobre todo, con la unión con Dios.

La libertad de que se trata tiene que ver con la anchura y la alegría de espíritu. Otros textos (en realidad es el tono de casi todo el Cántico y la Llama) destacan la alegría en la fase positiva de la experiencia mística. El alma anda como de fiesta, con “un júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría y amor, en conocimiento de su feliz estado” (LB 2,26). Y “en todas las cosas halla noticia de Dios gozosa y gustosa, casta, pura, espiritual, alegre y amorosa” (S 3,26,6).

JC, que lleva su lógica de la negación y superación a todas las realidades naturales y sobrenaturales (por cuanto no son Dios ni medio próximo de unión con él), parece cambiar de criterio cuando llegan estas realidades específicas que hemos analizado: “Y en éstas no digo que se haya negativamente, como en las demás aprehensiones, porque ellas son parte de la unión” (S 2,26,10), “háyase humilde y resignadamente” (ib, 9). No se puede decir que se haya llegado al término, y, por tanto, desde este punto de vista, continúan teniendo vigencia las consignas de JC sobre la superación, en cuanto nada de lo que se experimenta ahí es Dios visto clara y esencialmente. Esas vivencias, en todo caso, deben lanzar al infinito que se anuncia (comunicándose) en ellas. Son término en un sentido relativo, en cuanto es posible en esta vida, pero esta realidad, para Juan de la Cruz, remite esencialmente a su plenitud, a la visión beatífica. Esto explica que, por una parte, la actitud ante esas comunicaciones no sea negativa, y que, por otra, tampoco se impulse una actitud positiva, sino resignada. No cede el movimiento del trascender.

III. Tipología experiencial

Los escritos de JC no son meras construcciones místicas, tal vez sobre lejanas confidencias, sino que, en general, pretenden entregar una experiencia. Quieren, ciertamente, exponer una doctrina, y es manifiesta la construcción doctrinal con conceptos y categorías heredadas de la tradición cultural. Se puede también discutir sobre la incidencia de una lógica teológica en aspectos de su exposición. Pero, en conjunto, JC apela con seguridad a la experiencia, que trata de fundar y explicar, ayudándose de la “ciencia”, con la palabra de la Escritura.

¿De qué experiencia se trata? Hablamos de diversas experiencias: experiencia de las realidades físicas, experiencia psíquica, experiencia ética, estética, religiosa. En comparación, por ejemplo, con la experiencia del mundo físico, ¿en qué sentido se da aquí una experiencia? De este mundo físico derivan, en efecto, imágenes como la luz, el ver, el contacto. Se da una vivencia, nueva, y para expresarla se emplean imágenes visuales, auditivas y táctiles. En esta vivencia se produce amor, libertad, alegría, humildad, sencillez, fortaleza. Se abre una conciencia y un estado de amor desde el que se vive la realidad entera: “Mi Amado las montañas, / los valles solitarios nemorosos…” (CB 14, y comentario n.5 ), “Míos son los cielos y mía es la tierra…” (Av 26).

Sin embargo, JC no habla sólo del mundo nuevo de la transformación de la persona, sino de la transformación por la unión amorosa con Dios. De esto se trata, y sin esto, por hermosos y reales que sean los frutos personales de la transformación, para JC, aquel trascender sin tregua sería vano, en definitiva. Toda su obra gira en torno a un encuentro con la realidad objetiva, que se experimenta como luz y amor personal, es decir como la suprema subjetividad comunicada que transforma en sí la subjetividad humana. De esto habla JC como fe. Pero preguntamos si también habla de ello como experiencia, y en qué sentido y hasta qué punto. Puesto que es el objeto el que determina la experiencia, a él tenemos que aplicar nuestra atención.

IV. Lo “divino” en esa experiencia

El lenguaje puede remitir a una experiencia que se supone compartida. Sin embargo, la experiencia mística no es compartida, de la misma forma, como advierte el propio testigo. El compartir hace posible que se convenga en unos signos que remiten a la experiencia compartida. Dependemos, por tanto, de lo que él nos indica, y, en ello, tratamos de atisbar lo que en su barrunto se le daba.

Por una parte, según JC se dan “unas muy desviadas asomadas” de Dios, que, por otra, son unas vivencias muy intensas, como muestran las referencias señaladas (pero la obra entera en su conjunto). Esas experiencias intensas, en cuanto tales, no se puede decir sean unos lejanos visos. Son tenues vislumbres respecto a la visión clara de la divinidad, pero no en sí mismos. Parece, por tanto, que metodológicamente hay que comenzar distinguiendo entre la experiencia de la transformación o de la unión de amor y la experiencia de Dios. Ciertamente, la persona experimenta que es amada y acogida y transformada y que ella misma se ha convertido en un amor transparente y radical (ser amada y amar como único acto de experiencia).

Surgen inevitablemente algunos interrogantes. Además de la experiencia de la transformación, ¿el místico experimenta realmente a Dios, o la supuesta experiencia divina es la misma vivencia de la transformación de amor? ¿Qué hace que la transformación de amor sea divina? Es legítima la pregunta, puesto que el místico advierte que no se trata de ver a Dios “esencial y claramente”, mientras que la transformación de la conciencia es tal que parece “el alma Dios, y Dios el alma” (CB 31,1).

Se podría responder que la transformación es divina en cuanto efecto divino. O incluso se podría decir que JC toma al alma “divinizada” por el Dios experimentado. Sin embargo, JC habla (parece pretendiendo expresarse distintamente) de una comunicación directa (“el mismo Dios”), si bien no clara. La transformación es un efecto, pero, según el autor, de una comunicación sustancial de Dios. No sólo se experimenta la transformación de amor, sino el toque en la divinidad, o esa transformación (que es de luz y amor) se experimenta como toque en la divinidad, o como sentir al mismo Dios.

Siempre se puede inquirir si tenemos aquí una afirmación directamente ontológica, o si lo que JC en verdad pretendía era una pedagogía espiritual: es decir, de acuerdo con esto, en los actos mencionados de un “sentir” puro acerca de Dios (como conocimiento) y del “puro amor” (CB 29,2) ya no hay nada imperfecto que negar o purificar, si bien esos actos tampoco son el término, y se dirigen más allá de sí mismos al Dios esencialmente escondido. Lo que habría en ellos de divino experiencial (en la intención de JC, o, en todo caso, objetivamente) sería su propia pureza en relación al Dios de la fe, pero no el mismo Dios experimentado.

Apenas podemos avanzar más, porque el místico no puede mostrarnos su experiencia. Pero no se ha de perder de vista el realismo y la seguridad de las expresiones de JC, quien en este caso habría podido, dentro de su teología, hacer la distinción entre la pureza de la fe y del amor, y la experiencia Dios (lo mismo que también entre efecto y causa). En segundo lugar, hay que observar que las afirmaciones positivas sobre las experiencias de Dios cobran especial valor en el contexto de las negaciones, es decir, en la afirmación de la trascendencia. En esta vida, “lo más alto que se puede sentir y gustar, etc., dista en infinita manera de Dios y del poseerle puramente” (S2 4,4), por lo que su amor se ha de fundar en lo que ni se siente ni se puede sentir (S2 24,9). Si uno “sintiere gran comunicación o sentimiento o noticia espiritual, no por eso se ha de persuadir a que aquello que siente es poseer o ver clara y esencialmente a Dios, o que aquello sea tener más a Dios o estar más en Dios, aunque más ello sea” (CB 1,4).

Esta trascendencia (inmediatamente, práctico-espiritual) constituye una garantía de la naturaleza propia de las experiencias que se afirman, “comunicación esencial de la Divinidad sin otro algún medio en el alma, por cierto contacto de ella en la Divinidad” (CB 19,4). El hecho de que en el momento mismo en que se hacen aquellas afirmaciones se advierta que nada de eso es esencialmente Dios, a quien siempre hay que buscarle más allá, y, en este sentido al menos, siempre “nos conviene ir a él por negación de todo” (S 2,24,9), indica que aquellas se hacen con lucidez, que se quiere atestiguar lo que es dado, y que esto dado se expresa diciendo “el mismo Dios es el que allí es sentido”.

Queda siempre en suspenso qué son propiamente esos “visos entreoscuros” de Dios mismo (CB 11,4), y cómo se sostienen juntos “el mismo Dios” (S 2,26,5) y “no es aquello esencialmente Dios, ni tiene que ver con él” (CB 1,3). Juan de la Cruz los mantiene juntos, y parece que los tiene que mantener, porque la verdad del primero se constituye en esa tensión con el segundo.

V. Experiencia mística personal de Juan de la Cruz

JC apela, explícitamente, a la experiencia ajena, a la que ha tenido acceso en calidad de confesor y director espiritual. Así, puede decir que “lo probamos cada día por experiencia, viendo en las almas humildes por quien pasan estas cosas” (S 2,22,16). Aún más directamente le afecta este texto: “Porque, para guiar al espíritu, aunque el fundamento es el saber y la discreción, si no hay experiencia de lo que es puro y verdadero espíritu, no atinará a encaminar al alma a él” (LB 3,30).

JC de la Cruz tuvo en concreto la profunda y continuada experiencia de las vivencias místicas de santa Teresa de Jesús, de la que fue confesor y director espiritual en Ávila. Y rinde homenaje a su obra escrita diciendo que “la bienaventurada Teresa de Jesús, nuestra madre, dejó escritas de estas cosas de espíritu admirablemente, las cuales espero en Dios saldrán presto impresas a luz” (CB 13,7).

En el prólogo del Cántico habla en general que no piensa “afirmar cosa de lo mío, fiándome de experiencia que por mí haya pasado” (CB pról. 4). Se refiere a la experiencia en sí mismo, pues la distingue de la que “en otras personas espirituales “haya conocido o de ellas oído”. Añade a continuación que piensa aprovecharse de lo uno y de lo otro. La negativa inicial, por tanto, parece referirse a la fundamentación de la doctrina mística en la sola experiencia.

No es posible responder con seguridad a la pregunta sobre si JC ha experimentado en sí mismo todo el itinerario perfilado de alguna forma en sus obras. No se puede rechazar de antemano, por ejemplo, la idea de que su intuición y pureza teológicas y su potencia literaria (y contando con la experiencia de santa Teresa) hayan podido crear el mundo de la Llama. Esta pregunta se refiere sobre todo a sus grandes obras en prosa, no tanto a los poemas, que en su vaguedad presentan menos problema. Las obras en prosa son, teológicamente, las más atrevidas (y, en momentos, no menos poéticas y deslumbrantes), y llegan a intentos de descripción de la relación divina aparentemente fuera de mesura, en un hombre tan incondicional de la verdad.

Seguramente, hay que reconocerle la experiencia de las fases negativas de la ausencia de Dios (noche pasiva del espíritu). El verismo con que la describe, la naturalidad con que presenta su necesidad, la convicción con que anima al lector a entrar en ella, nos indican que no habla de oídas, sino de dentro, y de un dentro recordado y superado, al menos en sus fases más agudas. Esto, ya por la forma descriptiva misma donde la mirada agradecida canta los frutos de la noche, y por la serenidad que envuelve el presente y el recuerdo del pasado.

También hay que reconocerle aquella realidad que llama oscura y amorosa contemplación, omnipresente en sus escritos, con la que explica la fe, y en la que, según su enseñanza, tienen lugar las vivencias que nosotros hemos señalado como las expresiones más auténticas de su mística. Hay maestros espirituales, lamenta JC, que no entienden a las personas que se encuentran caminando en la realidad de la contemplación, “por no haber ellos llegado a ella, ni sabido qué cosa es salir de discursos de meditación” (LB 3,27). La pureza, la simplicidad y el silencio (espiritual) que caracterizan esa atención amorosa a Dios brotan espontáneamente de su pluma, como algo vivido y familiar, no sólo como una exigencia y una tarea, sino como realidad presente de su propio interior. Y sobre todo la experiencia abisal: “abisal y oscura inteligencia divina” (CB 14,24), “deseo abisal por la unión con Dios” (CB 17,1); el poner “los ojos en el abismo de la fe” (S 2,18,2), abismo “donde todo lo demás se absorbe” (S 3,7,2). Esta ilimitada apertura del “sentir” altamente a Dios y del amor es en verdad algo propio de san Juan de la Cruz.

Con respecto a si en esa contemplación se han dado en JC aquellas cimas (del punto de vista de la experiencia al menos) del sentir al mismo Dios, del toque en la divinidad etc., creo que no puede haber respuesta segura, pues el mismo autor no lo atestigua. El realismo con que intenta sugerirlas, como si fueran una vivencia total que le embargara sin que la pudiera entender él mismo, de modo que la inefabilidad fuera suya, y no sólo de las personas que se la hubieran confiado, inclina a pensar que efectivamente JC ha participado de alguna forma de esas experiencias. Su confidencia de que “el alma muy pobre anda” (carta 28, agosto de 1591), en todo caso, no se opondría a esta apreciación, pues aquellas experiencias místicas no tienen por qué ser permanentes o transformar la psicología hasta el punto de hacer imposible la experiencia de la pobreza y del decaimiento psicoespiritual.

VI. Experiencia mística y fe

JC, lo mismo que ha sido llamado el doctor de las nadas, o doctor del amor, puede llamarse “maestro en la fe” (JUAN PABLO II, Maestro en la fe, AAS 83 (1991) 561-575). En efecto, las nadas, que, inmediatamente, presentan un aspecto ascético de purificación, son consecuencia del abismo de la fe total, la cual es la forma en que se recibe la trascendencia en la historia. Son parte de la noche, que es la noche de la fe.

Constituyen la percepción negativa de un proceso donde la fe, realizada, entrega la persona a la trascendencia. Y la contemplación, palabra global y preñante de significados, es también la fe total desarrollada en cierta manera, hasta el punto de que JC puede describir de la misma forma la contemplación y la fe, “esta noticia oscura y amorosa, que es la fe” (S 2,24,4).

Ahora bien, JC somete todo conocimiento claro y distinto a la oscuridad de la fe, a aquella continua superación de todo, a aquel nunca detenido vuelo a la trascendencia, escondida en el “íntimo ser” de la persona. Pero, por otra parte, llega un momento en que el Amado “a la misma alma en esta perfección no le está secreto, la cual siente en sí este íntimo abrazo” (LB 4,14), de modo que la noche no es “como oscura noche, sino como la noche junto ya a los levantes de la aurora” (CB 14-15,23). Parecería, según esto, que la experiencia mística, en esta forma atestiguada por Juan de la Cruz, mitiga la noche de la fe, es decir, la fe misma en cuanto oscura, en cuanto es “el secreto y el misterio” (CB 1,10). En oposición a su concepción general, por la que “no son cosas que al entendimiento se le descubren, porque, si se le descubriesen, no sería fe” (S 2,6,2).

Esta aparente contradicción muestra que Juan de la Cruz quiere mantener las dos realidades, no sólo por su concepción de la fe, sino porque se las da la experiencia. La fe en cuanto apertura a la trascendencia en la historia, y, por ello, en la oscuridad, no disminuye; crece. Pero la noche de la fe no es un espacio externo uniforme, como, para JC, muestra la experiencia. Sobre todo, por el amor, la persona puede tener esos vislumbres: “merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra la fe” (CB 1,11).

De la misma forma, JC insiste en el carácter general de la fe y de la contemplación, y también de la experiencia mística, que en cuanto tal excluye lo “claro y distinto”. Por el contrario, la fe cristiana ofrece unos contenidos determinados, a los que JC se refiere explícitamente. ¿Cómo concuerda aquella experiencia con estos contenidos objetivos que el Santo no sólo admite, sino que convierte expresamente en materia de contemplación (mirada general, oscura, amorosa)? La misma pregunta se puede hacer sobre la vida sacramental y eclesial, o sobre las relaciones de justicia y fraternidad en la sociedad, en el sentido de que aquí no aparecen expresamente asumidos en la experiencia mística, ni en el conjunto de su itinerario doctrinal.

Estas dificultades surgen de una comprensión abstracta de sus escritos. Hay que reconocer que el autor da pie a ellas, por la extrema concentración con que aborda las cuestiones. Pero si se entienden en concreto, es decir, desde la existencia cristiana del Santo (desde su pensamiento existencial), obviamente sus obras suponen y se enraízan en toda la vida cristiana. Y abrazando en su fe todo ese universo cristiano y humano, busca su transparencia y verdad (pureza, desnudez, pobreza), para convertirlo en “fe y amor” (CB 1,11). Esta es la “sustancia” de toda religión, sin la que esta degenera en simple creencia y rito.

Caso especial presenta la figura de Cristo. Está claro que la teología de JC es cristológica: la encarnación del Verbo, la redención, la vida de Cristo, su enseñanza y ejemplo, su pasión y muerte, su presencia viva y amante en el fiel, en la Iglesia, el envío de su Espíritu. Habla desde la asimilación de los textos del NT. Desde ellos ha configurado la centralidad de Cristo para su relación con Dios. Acabando Dios Padre “de hablar toda la fe en Cristo, no hay más fe que revelar ni la habrá jamás”. De modo que “en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo-hombre y de su Iglesia” (S 2,22,7). En Jesucristo le ha dado Dios todo lo que quiere (Dichos 26). La visión cristológica abraza al mundo entero: “Y así, en este levantamiento de la encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (CB 5,4).

Pero supuesto esto, siempre se puede preguntar por la presencia de Cristo en la experiencia mística como tal, en aquel sentir y toque de la divinidad, que está más allá de todo saber y sentir. En esta pregunta se distingue la enseñanza de JC y también su piedad cristiana normal, y la experiencia mística misma, donde podría parecer que desaparece la humanidad del Señor. En efecto, a veces se refiere al Verbo Hijo de Dios (LB 2,17-20). Sin embargo, en el Cántico se va a tratar de las “canciones de amor entre la esposa y el Esposo Cristo”. Para la conciencia de san Juan de la Cruz es imposible separar su vivencia de la divinidad de la del “dulcísimo Jesús” (CB 40,7), en el que tiene todo lo que quiere, cuya “viva imagen busca dentro de sí, que es Cristo crucificado” (S 3,35,5). Si se ha de hacer la mencionada separación, habrá de ser más allá de su conciencia, pues en ésta Dios es siempre y eternamente el Dios de Cristo.

Cosa distinta es que la divinidad, cualificada por el misterio de Cristo en la experiencia mística que testifica JC, no presente ninguna exclusividad, sino que sugiera una infinitud de amor y comprensión, que invita, abarca y penetra lo más auténtico de todas las religiones y de todas las conciencias. Pero esto no se opone a la presencia del misterio de Cristo, cuando se ha captado su sustancia de “fe y amor”. Porque de esto se trata en su trascender. De modo que el Dios infinitamente trascendente e incomprensible es el infinitamente concreto en Cristo crucificado. Cristo es la forma concreta de la incomprensibilidad del amor de Dios. Si hay una superación de imágenes respecto a Cristo, no es hacia una divinidad sin Cristo, sino hacia el Cristo vivido “en fe y amor”, es decir, en lo que es él lo más propiamente. Si se ha experimentado a Cristo como la revelación del amor de Dios, se han pasado todas las fronteras de separación y de exclusividad, porque se ha entrado en la “sustancia” de amor.

VII. La experiencia mística y el “camino llano”

JC observa que “no a todos los que se ejercitan de propósito en el camino del espíritu lleva Dios a contemplación, ni aun a la mitad; el porqué él lo sabe” (N 1,9,9), y, por tanto, tampoco a la experiencia mística de unión y transformación presentada por él. Conviene advertir que la concepción de la unión íntima con Dios es independiente de la experiencia mística, tal como la hemos entendido aquí. Razonando la necesidad de la negación de uno mismo, propone el paradigma de Cristo en su pasión y muerte, “aniquilado y resuelto, así como en nada”, en lo que “hizo la mayor obra que en toda su vida”, y concluye para el fiel: “cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios” (S 2,7,11). Remacha que la unión no consiste en gustos y sentimientos espirituales, sino “en una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual” (ib).

Lo que importa aquí es notar que esta unión no supone la experiencia mística que hemos visto más arriba. La suma humildad no parece una mera condición, que espere la unión futura que manifiestan las experiencias místicas, sino que en ella misma tiene lugar la unión. En esta línea, es firme la convicción de JC, porque “todas las visiones y revelaciones y sentimientos del cielo y cuanto más ellos quisieren pensar, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad, que no estima sus cosas ni las procura, sino de los demás” (S 3,9,4). Esta humildad positiva está lejos de los meros sentimientos de la baja autoestima, de la depresión y de la destrucción de la persona, pues tiene “los efectos de la caridad”: establece a la persona en la paz y la fortaleza y la abre a los demás. Una humildad misteriosa, como otras realidades que se esconden bajo términos que se usan como sobreentendidos.

En una carta extraordinaria afronta JC esta cuestión espiritual de vida cristiana de modo directo y sencillo, sin recursos a razonamientos teológicos. Es la carta 19 de las ediciones actuales.

La destinataria anda en “tinieblas y vacíos de pobreza espiritual”. El autor le responde en este tono: “¿Qué piensa que es servir a Dios, sino no hacer males, guardando sus mandamientos, y andar en sus cosas como pudiéremos? Como esto haya, ¿qué necesidad hay de otras aprehensiones ni otras luces ni jugos de acá o de allá, en que ordinariamente nunca faltan tropiezos y peligros al alma, que con sus entenderes y apetitos se engaña y se embelesa y sus mismas potencias la hacen errar? […] Y como no se yerre, ¿qué hay que acertar sino ir por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera, y esperanza cierta y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo? Alégrese y fíese de Dios” […].

Con anterioridad a esta carta (octubre de 1589) el autor había escrito ya sus obras. Pero aquí, en concreto, no entra en perspectiva la experiencia mística cualificada. Se acentúan las tres actitudes cristianas (virtudes teologales), actuadas en el modo del camino llano. La negación de las “aprehensiones” y la valoración de la humildad en su lugar está de acuerdo con su doctrina de siempre (S3,9,3 y 4). En la carta que comentamos es notable el hecho de que no se proponga en el horizonte la posibilidad de una unión gloriosa, sino que termine en el camino llano, incluso “sin camino y sin nada” (palabras finales de unos párrafos propios de san Juan de la Cruz cual ninguno). Se podría observar que el autor condesciende y se acomoda al nivel de la destinataria, por pedagogía espiritual (para que aquella no ambicionara erróneamente una unión excepcional imaginaria). Sin embargo, tenemos que esta carta, donde no se cuenta con lo extraordinario en ningún sentido, concuerda con los textos sobre la humildad, con los textos negativos acerca de los fenómenos extraordinarios, y con los que exigen la sola y pura búsqueda de Dios.

Por otra parte, ni aun por pedagogía podría JC recortar y falsear su pensamiento. Es decir, esta carta representa en pocas palabras la quintaesencia de la enseñanza de san Juan de la Cruz, el camino llano, universal y decisivo, de la fe, la esperanza y la caridad, de los peregrinos y pobres. Una mística de la no-mística en san Juan de la Cruz. No se niega nunca la inexorabilidad del trascender (las noches), ni la intensidad que se despliega en las descripciones místicas. Pero están condensadas en esas tres actitudes cristianas, y, aparentemente, disueltas y desaparecidas en el camino de todos.

Nos encontramos con este contraste entre las descripciones simbólicas más gloriosas de la unión y de la transformación (hasta parecer increíbles, como teme algunas veces él), y el camino sobrio y ordinario de la vida cristiana. Las vivencias místicas más auténticas, en cuanto experiencias, no son en definitiva necesarias. Están ahí en su obra, porque son posibles, como le muestra una experiencia particular, y hacen vislumbrar el destino final y el esplendor oculto del amor de Dios. Lo que importa decisivamente para san Juan de la Cruz se apunta en el camino esbozado por la carta 19 (12.10.1589).

Conclusiones

JC es un testigo de una vivencia divina especial, tanto más atendible en cuanto la supera siempre, percibiendo que no es esencialmente Dios, y enseñando que, si no se la experimenta, no se está por ello más lejos del amor divino. Esta conciencia mística cualificada es una gracia, pero no necesaria y universal, ni el término ideal del camino cristiano sin más. Nuestra concepción de la relación con Dios se resiste a lo que pueda parecer externo y arbitrario, aun en nombre de la libertad divina, pues lo percibimos como antropomórfico y no congruente con la trascendencia amorosa precisamente.

Puede aceptarse que la aventura mística de JC en el fondo es tan humana como divina. Está en el hombre, es su realización y no acontece sin que el hombre camine. El camino, en una formulación negativa, es un dejarse a sí mismo, llamado también humildad, en cuanto que, aun dirigiéndose a su propio futuro, se dirige a una realidad absolutamente nueva.

La negación (“no es esto”) es el camino de la trascendencia, lo mismo que en la metafísica. En la mística, sin embargo, es un trascender de amor, una superación existencial y práctica de todo (de todo lo que no es transparencia de amor). La unión, y su conciencia mística, no es resultado de un camino y de un esfuerzo (donde se encontraría con uno mismo mejorado, como fruto de su habilidad y rectitud), sino que aquel dejarse y caminar negativo se identifica o funde con un “dado”, un don, una comunión. La negatividad de JC afirma a la par la trascendencia objetiva y el carácter gracioso del encuentro.

La insistencia en la negación, como camino del hombre (negación que hay que entender de modo integrador para que se comprenda en su propia verdad), indica que la mística, y, más radicalmente, la realidad oculta como misterio, no es algo ajeno y exterior al hombre, sino aquello a que más íntimamente está destinado, y que consiste en un encuentro con el que siempre está en el centro del hombre. La destinación lo es como libertad, y el encuentro es gratuito o gracioso por serlo con la absoluta trascendencia amorosa.

El místico es una de las formas de la manifestación de esta realidad. La revela en la medida en que él mismo se ha convertido en amor. Pues la trascendencia de que se trata en la mística es trascendencia de amor y, por ello, comprende toda la realidad. En un único amor abraza a Dios y a la humanidad. La separación entre ambos significaría que no es auténtica la supuesta vivencia mística.

Cuando, a través del místico, queremos posesionarnos de la certeza de lo divino, apretamos una imagen, una idea, no su realidad mística, donde él ha dejado atrás todo. Y en ese (misterioso) dejar todo, que es un trascender de amor (y, por ello, realmente positivo), sucede en todo caso lo que queremos apresar.

Finalmente, Juan de la Cruz, después de haber intentado describir el viaje dramático hasta la gloria entrevista del encuentro (las vivencias místicas cualificadas), se muestra como el que ha sido siempre en esa travesía, y reduce todo a la mayor sobriedad. No hacen falta ni aquel final en la tierra ni sus anticipaciones durante el recorrido. Basta el camino llano, andando como pudiéremos, pobres y desterrados, con las tres actitudes (o la única) de fe oscura y verdadera, esperanza cierta y amor entero. Este es su fuerte. Y era lo que más le interesaba, la “grave palabra” (N 1,13,3) que tenía que decir, para reconducir la vida espiritual a la pureza, sencillez y humilde fortaleza de esta actitud, y, así, para animar a la aceptación del camino llano o de la noche de la vida, donde tiene lugar aquel viaje. Por ello, en lo hondo de esa sobriedad y hasta desamparo, su mensaje irradia el “alégrese y fíese”.

BIBL. – JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l´expérience mystique, 2ª ed. Paris 1931; AA. VV., Chant nocturne. Saint Jean de la Croix, mystique et philosophie, Éditions Universitaires, Paris 1991: MAURICE BLONDEL, “Le problème de la Mystique”, 25-58; JACQUES PALIARD, “Quelques interprétations de l´expérience mystique”, 113-123; GASTON BERGER, “La vie mystique”, 137-149; AIMÉ FOREST, “La connaissance métaphysique”, 195-197; LUCIEN-MARIE DE SAINT-JOSEPH, “Transcendente et imanence d’après Saint Jean de la Croix”, en EtCarm 26 (1947) 265-289; FERNANDO URBINA, La persona humana en San Juan de la Cruz, Madrid 1956 (p.231s.); AUGUSTIN LÉONARD, “Expérience spirituelle”, DS IV-2, 2004-2025; JESÚS LÓPEZ-GAY, “Le phénomène mystique”, DS X, 1893-1902; PAUL AGASSE ET MICHEL SALES, “La vie mystique chrétienne”, ib. 1939-1984; TEÓFILO DE LA VIRGEN DEL CARMEN, “Experiencia de Dios y vida mística: el pensamiento de san Juan de la Cruz”, en EphCarm 13 (1962) 136-223; EULOGIO PACHO, “San Giovanni della Croce, mistico e teologo”, en Vita cristiana ed esperienza mistica, Teresianum, Roma 1982, 297-330; Id. “San Juan de la Cruz, místico de confluencias y de síntesis”, en Estudios Sanjuanistas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1997, II, 649-664; AMATUS DE SUTTER, “Mística”, en Diccionario de Espiritualidad, Herder, Barcelona 1983, II, 619-624; GIOVANNI MOIOLI, “Mística cristiana”, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1983, 931-943; ERMANNO ANCILLI, “La Mistica: alla ricerca di una definizione”, en La Mistica. Fenomenologia e riflessione teologica, Roma 1984, I, 17-40; FEDERICO RUIZ, “San Giovanni della Croce” (ib), 547-597; Místico y Maestro. San Juan de la Cruz, Espiritualidad, Madrid 1986; J. VICENTE RODRÍGUEZ, San Juan de la Cruz, Profeta enamorado de Dios y Maestro, Madrid, 1987; SECUNDINO CASTRO, “Jesucristo en la mística de Teresa y Juan de la Cruz”, en Mistico e Profeta, Teresianum, Roma 1991, 179-210; CIRO GARCÍA, “San Juan de la Cruz entre la escolástica y la nueva teología”, en Dottore e Mistico, Teresianum, Roma 1992, 91-129; JUAN MARTÍN VELASCO, “Experiencia de Dios desde la situación y la conciencia de la ausencia”, Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, Valladolid 1993, III, 214-247; IAIN MATTHEW, The impact of God, Soundings from St John of the Cross, London -Sydney-Auckland 1995; FEDERICO RUIZ, Místico y Maestro. San Juan de la Cruz, Madrid 1986; 2ª ed. 2006.

Luis Aróstegui

Exceso/s

Conviene registrar este vocablo del lenguaje sanjuanista, porque tiene en él un significado especial, además del corriente “abuso” o superación de límites (S 2,3,1; 3,16,5; N 2,7,2; CB 13,1; 19,2; 20,5.7; 26,13; LlB 2,23). En su significado general, “exceso” va normalmente acompañado de aquello que se considera excesivo, en especial la luz o la comunicación divina al alma. Cuando tal comunicación excede la  capacidad receptiva del sujeto-hombre, por falta de adaptación del sentido al espíritu, se produce un “exceso” sin más; algo que no necesita especificación, convirtiéndose así en la pluma sanjuanista en un fenómeno místico muy bien tipificado. El Santo lo identifica con el  arrobamiento, el rapto o el éxtasis (CB 13,2).

Las comunicaciones divinas en “semejantes excesos” permiten conocer al alma la verdad de la exclamación de san Francisco: “Dios mío, y todas las cosas” (CB 14-15,5). La identificación apuntada permite referirse a cualquiera de esas comunicaciones especiales como a “este exceso” (CB 14-15,24).

Quiere decir, que para J. de la Cruz el “exceso” por antonomasia se refiere a la fenomenología mística con repercusión somática, aunque toda merced divina por vía contemplativa es “excesiva”, respecto a la capacidad natural del hombre.

Eulogio Pacho

Evangelio

La espiritualidad de san Juan de la Cruz se inscribe en el momento histórico del llamado “evangelismo” español. Es como una vuelta a la pureza de la revelación divina personificada en  Cristo “como fuente de toda verdad salvífica y ley de comportamiento” (C. de Trento, ses. IV; Denz. 1501). Autores como Imbar de la Tour, M. Bataillon y M. Andrés han trazado las líneas más o menos rectas de este evangelismo-paulinismo del siglo XVI español. Lo cierto es que existió, y de ello son testigos varios maestros anteriores al Doctor místico (Luis de Granada, Juan de Ávila, etc.). Juan de la Cruz, sin quedar exento de influjos ambientales, busca directamente en el NT la forma de interpretar la  Escritura entera desde Cristo, revelación consumada del plan salvífico de Dios.

El núcleo de la “Buena noticia” sobre el misterio de la salvación lo contempla J. de la Cruz desde el plan eterno de Dios, al inspirarse en el prólogo del cuarto evangelio “In principio erat Verbum”. Aquí se alude a la “claridad” (=gloria) que Cristo dará a su  esposa, como participación de la que el Padre tiene en el Hijo Unigénito (Romance 3º). Gloria que es amor de “levantamiento” redentivo, y que a su vez implica el mismo amor del Padre al Hijo, la  inhabitación de los Tres en el alma agraciada, la deificación, el trato y morada de Cristo con los hombres y el anuncio de su consumación escatológica, “cuando se gozarán juntos en eterna melodía” (Romance 4º).

1. EL SEGUIMIENTO-IMITACIÓN DE CRISTO. El Doctor Místico recoge con tino las palabras que más le interesan de “el” Evangelio de Cristo. Sólo un par de veces habla de “su” evangelio refiriendo el pronombre a Dios (Av 4.6) o particularmente a san Pablo (S 2,22,13). Concebía, pues, la Escritura como una unidad culminada en las palabras y gestos de Jesús. Su recurso a los cuatro evangelistas es constante, especialmente al “seguimiento-abnegación” de Cristo en los sinópticos y a los contenidos mistéricos del cuarto evangelio en el prólogo, libro de los símbolos y en el cap. 17 de la oración sacerdotal (agua viva,  fe, templo nuevo-morada, idéntica comunión de amor trinitario, misiónacción del  Espíritu Santo, etc.).

Es lo que de otra forma denomina varias veces “ley o doctrina evangélica” (S 2,21,4; 22,3; LlB 3,59), equivalente a “perfección evangélica” (S 3,17,2; LlB 3,47), que es el  “camino de la vida eterna” (CB 25,4) y, al fin, disposición de “servir a  Dios” como Cristo le sirvió haciendo la “voluntad de su Padre” (S 3,17,2; S 1,13,4). La expresión “ley de gracia” implica la novedad cristiana (S 2,22, tít.), opuesta a la “ley vieja” que ni justificaba por las obras ni, según el parecer común sobre la progresiva revelación del más allá, abría tras la muerte las puertas del Sheol (CB 11,9).

En él radica la primera exigencia de la vida espiritual: “Traiga un ordinario apetito de imitar en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3). Y de ello se ocupa ampliamente, “según el germano y espiritual sentido” de Mc 8,35-35, al declarar “tan admirable doctrina” como exige hacer propio el modelo de Cristo: “Si alguno quiere seguir mi camino, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame” (S 2,7,4ss).

El “Evangelio” se toma como sinónimo implícito de toda la verdad revelada en el NT. Así entiende la predicación paulina como una parcela de la “buena noticia” (S 2,22,12), si bien deja constancia de que, aunque revelado directamente por Dios, de hecho, lo confrontó con la tradición apostólica para mayor seguridad de su predicación (ib. 13; S 2,14,7). La Verdad es no sólo palabra, sino que implica el gesto eficaz de la salvación actuante cuando ésta se acepta con fe (S 2,31,1).

2. LEY NUEVA Y LEY VIEJA. Por otra parte, y dentro del sentido unitario que da al NT, Juan de la Cruz contrapone la  “ley nueva” a la “ley vieja o de Moisés”. Ambas son “ley de Dios” y por ambas habla el Espíritu Santo (S pról. 2), pero de distinta forma: la primera es “ley de gracia”, o “evangélica” (S 2, 22, tít.; 2.3; CB 11,10); la segunda es la “ley de escritura” o “mosaica”, entregada por Dios en el Sinaí (S 2,22,3; S 3,42,5) y complementada por muy diversas entregas (“de muchos modos y de muchas maneras”: S 2,22,4). Jesús cumple, reinterpreta y supera la “ley vieja”, abriéndonos a la libertad de la fe y del amor (Ef 12; LlB 3,28-29.46). Ya no será lícito “agraviar” a Dios que nos tiene “ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo” (S 2,22,5). En él ya ha hablado, respondido y revelado todo el Padre, al dárnoslo “por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (ib. 5).

Era ésta una distinción común dentro del lenguaje cultural cristiano; más en concreto derivada de la antinomia paulina “letra-espíritu” (1 Cor 2,14.15; 2 Cor 3,6: S 2,19,5.11; LlB 3,73-75), a su vez consecuencia de la antítesis “carneespíritu”.

Alude ya en sus Romances a esta contraposición entre la “esperanza larga” (Romance 5º) del pueblo antiguo que servía a Dios “debajo de aquella ley / que Moisés dado le había” (Romance 7º). La encarnación de Cristo será “el rescate de la esposa / que en duro yugo servía” (ib.). Esta contraposición se hace más explícita al ponerla en boca de Dios-Padre que reafirma la “totalidad” de su voluntad en la encarnaciónmuerte-resurrección de su Hijo, en quien nos ha “dicho” y “dado”  Todo: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una  Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Tal es la lección que recoge de la carta a los Hebreos (1,1-2), destacando por qué en la plenitud de la “ley nueva” ya no es preciso cuestionar ante Dios el verdadero camino de la perfección cristiana porque ya se ha renacido “en el  Espíritu Santo” y visto el “reino de Dios, que es el estado de perfección” (Jn 3,5: S 2,5,5).

Para seguir el nuevo camino es suficiente, por otra parte, conducirnos por la ley de la “razón y fe”, es decir, por la ley natural y las luces del Espíritu en conformidad con “la ley de Dios y de la Iglesia” (Ct 12) o del “Espíritu Santo y su Iglesia” (S 3,44,3). Ellos bastarán al cristiano, ya informado por el amor divino infundido en su corazón, para llegar a la cima del Monte de la comunión perfecta con Cristo (Romance 7º): “Ya por aquí no hay camino, porque para el justo no hay ley (1 Tm 1,9): él para sí es ley” (Rom 2,14: “Monte de perfección”).

A esta meta se encamina la  purificación, liberación, moción y enamoramiento que obra el Espíritu Santo en la  noche pasiva de la fe, en el  desposorio y matrimonio místicos del alma y en sus peticiones de la fruición eterna (N 1,13,11; N 2,4,2; CB 14,10; 17,2.4; 22,2; 31,1; 38,3; 39,3; LlB 1,19; etc.).  Cielo, Cristo, Escritura, Espíritu Santo, imitación, ley nueva/vieja, Pablo, Palabra, purificación, seguimiento.

BIBL. — JEAN VILNET, Bible et mystique chez Saint Jean de la Croix, Paiis, Desclée de Brouwer, 1949, p. 143-162; MIGUEL ÁNGEL DÍEZ, Pablo en Juan de la Cruz, Burgos 1990, p. 30-32; 93-115; 271-261.

Miguel Ángel Díez