Enajenación

A la correspondencia general con  desnudez-pobreza espiritual añade en el lenguaje sanjuanista dos aspectos o significados complementarios. La equiparación con desnudez-pobreza se expresa cuando el Santo comenta el consejo evangélico de “negarnos a nosotros mismos” para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida y seguir a Cristo. Hay muchos, incluso espirituales, que no comprenden el sentido de este camino. Piensan erróneamente que “basta cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas; y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la oración y seguir mortificación, mas no llegan a la desnudez y pobreza o enajenación o pureza espiritual, que todo es uno … porque todavía antes andan a cebar y vestir su naturaleza de consolaciones y sentimientos espirituales que a desnudarla y negarla en eso y en esotro por Dios, que piensan que basta negarla en lo del mundo, y no aniquilarla y purificarla en la propiedad espiritual” (S 2,7,5).

Arrancando de esta idea general, J. de la Cruz distingue dos aspectos en la enajenación:

a) Por un lado, la enajenación activa o ascética, que consiste precisamente en el esfuerzo por aislarse, apartarse o vaciarse de todo lo que no es Dios o conduce a él. Corresponde al ejercicio de “enajenarse” voluntariamente, como quien de intento se aparta del mundo y de sus cosas para ganar a Cristo (S 2,7 entero; LlB 2,35; CB 16,10). Es lo que explica el Santo comentando la estrofa del Cántico que comienza: “Pues ya si en el ejido” (CB 29 / CA 20).

El espiritual aprovechado, a medida que progresa en el amor de Dios, procura “desarrimarse de todas las codicias de jugos, sabores, gustos y meditaciones espirituales” sin desquietarse “con cuidados y solicitud alguna de arriba y menos de abajo, poniéndose en toda enajenación y soledad posible” (LlB 3,38).

b) En sentido pasivo, enajenación indica la obra o el efecto producido por la  contemplación purificativa en el alma; la vacía, la enajena de todo lo que no es Dios. De ahí que la enajenación se equipare en el vocabulario sanjuanista a  vacío.

Habitualmente se atribuye ese efecto catártico a la “noticia amorosa”, equiparada a la contemplación. Aunque sea brevísima, asegura el Santo, produce efectos sorprendentes, como son: “Levantamiento de mente a inteligencia celestial y enajenación y abstracción de todas las cosas, y formas y figuras y memorias de ellas” (S 2,14,11). Cuanto más pura es la “noticia amorosa” mayor es su efecto catártico, “porque la enajena –al alma– de sus acostumbradas luces, de formas y fantasías” (ib. n. 10).

La enajenación como tiniebla o negación de las formas naturales del conocimiento (S 2,14,10) corresponde al tema tradicional de la “docta ignorancia”, en clave sanjuanista, “al no saber”. Es una de las notas típicas de la noche purificativa y va acompañada de  desamparo o desconsuelo y cierta imposibilidad de obrar naturalmente las potencias, hasta el extremo de que tiene “muchas veces tales enajenamientos y tan profundos olvidos en la memoria, que se le pasan muchos ratos sin saber lo que se hizo ni qué pensó, ni qué es lo que hace ni qué va a hacer, ni puede advertir, aunque quieras, a nada de aquello en que está” (N 2,8,1).

El proceso dinámico de enajenamiento en su dialéctica vital es el mismo que el del vacío: “Así como cuanto más una cosa se va arrimando más a un extremo, más se va alejando y enajenando de otro, y cuando perfectamente se arrimare, perfectamente se habrá también apartado del otro extreme” (N 2,17,5). La aplicación práctica es bien sencilla: “Cuanto más se enajenare –el alma– de todas formas e imágenes y figuras imaginarias” tanto más se llegará a Dios (S 3,13,1; cf. N 2,11,2; LlB 2,17).

En la unión del  matrimonio espiritual es donde el alma adquiera total enajenación de lo terreno y pasajero, ya que “no sólo de todas las cosas, mas aun de sí queda enajenada y aniquilada, como resumida y resuelta en amor, que consiste en pasar de sí al Amado” (CB 26,14). Esta es la perfecta enajenación según el Santo: “Salir de sí para entrar en Dios” (CB 1,20 / CA 1,11).

Eulogio Pacho

Emisiones divinas

J. de la Cruz siente cierta predilección por este vocablo, usándolo siempre en plural y con neto sabor cultista o latinizante, pero dentro del lenguaje simbólico propio del  Cántico espiritual. El mismo lo hace sinónimo o equivalente de “enviamientos” (CB 25,7), lo que puede dar lugar a confusión, si este término pasivamente se entiende como pasivo.

El significado atribuido por el Santo en el plano figurativo queda claro en el comentario al verso “emisiones de bálsamo divino” (CB 25, v. 5º). Las emisiones proceden del “bálsamo divino”, son emanaciones del mismo. En sentido activo el bálsamo emite o exhala “emisiones” y hace “enviamientos”. El bálsamo divino, identificado con el amor de Dios, produce las mercedes de la  centella y de la  embriaguez, de donde proceden igualmente las “emisiones”. Lo afirma explícitamente el Santo: “Al ejercicio interior de la voluntad que resulta y se causa de estas dos visitas –centella y embriaguez– llama emisiones de bálsamo divino” (CB 25,5). El “ejercicio interior de la voluntad” es en realidad un don singular que equivale al plural “emisiones”, por cuanto se expresa o realiza de muchas formas. Cuando el corazón se enciende en fuego de amor (bálsamo divino) levanta súbitamente la voluntad “en amar, y desear, y alabar, y agradecer, y reverenciar, y estimar y rogar a Dios con sabor de amor, a las cuales cosas llama emisiones de bálsamo divino” (CB 25,5 y 7). Todas y cada una de estas acciones son “las emisiones de bálsamo” que redundan en el alma del toque del amor divino (ib. 6).

Es indiferente que el toque del divino bálsamo pase como una centella o se asiente como embriaguez de amor. Siempre produce en el alma el efecto de las emisiones. El vino de amor, “ya probado y adobado en el alma, produce la “embriaguez divina, con cuya fuerza envía el alma a Dios las dulces y sabrosas emisiones”. El sentido global de la enigmática estrofa que canta “al adobado vino” resulta ser el siguiente: “Al toque de centella con que recuerdas mi alma, y al adobado vino con que amorosamente la embriagas, ella te envía las emisiones de movimientos y actos de amor que en ella causas” (CB 25,11).

Todo se abre y se cierra en el amor divino. El amor que Dios comunica al alma es el que mueve a ésta a responder con las emisiones”, es decir, con los actos de amor que en ella suscita y causa el bálsamo divino, el mismo Dios.

Eulogio Pacho

Embriaguez

El topos de la “embriaguez” de amor está ampliamente representado en la tradición cristiana, y J. de la Cruz lo asume naturalmente sin detenerse de intento en el fenómeno ni aportar otra cosa que matices particulares. Es digno de notarse que nunca usa el sinónimo “borrachera”, tan empleado por otros autores espirituales contemporáneos suyos.

El Santo presenta la embriaguez como una gracia especial dentro de la fenomenología del amor místico. No es algo que pueda procurarse activamente. Corresponde a una merced especial que el Esposo divino concede a las almas para hacerlas avanzar con rapidez en el  camino espiritual, animándolas y levantándolas en el amor (CB 25,2). Es a veces tal la abundancia de caridad que en ellas infunde y “de tal manera las embriaga, que las hace levantar el espíritu … a enviar alabanzas a Dios y afectos sabrosos de amor” (CB 25,2).

Dentro del simbolismo general del Cántico, la embriaguez está vinculada a dos versos muy conocidos: “al adobado vino” (CB 25, v. 4º) “y el mosto de granadas gustaremos” (CB 37, v. 5º). El comentario de los mismos llevaba naturalmente al tema de la embriaguez. El primero se relaciona con otras gracias o mercedes, correspondientes a distintas situaciones amorosas.

Explicando el sentido metafórico del “adobado vino” escribe J. de la Cruz: “Este adobado vino es otra merced muy mayor que Dios algunas veces hace a las almas aprovechadas, en que las embriaga en el  Espíritu Santo con vino de amor suave, sabroso y esforzoso, por lo cual le llama vino adobado” (CB 25,7). Este sabroso vino de amor “tal esfuerzo y abundancia de suave embriaguez pone en el alma en las visitas que Dios le hace, que con grande eficacia y fuerza le hace enviar a Dios aquellas emisiones o enviamientos de alabar, amar, y reverenciar … y esto con admirables deseos de hacer y padecer por él” (ib.).

La merced de la embriaguez guarda semejanza con otra gracia designada como  “toque de centella”, pero es más duradera que ésta: “Es de saber que esta merced de la suave embriaguez no pasa tan presto como la centella, porque es más de asiento; porque la  centella toca y pasa, mas dura algo su efecto y algunas veces harto; mas el vino adobado suele durar ello y su efecto harto tiempo … y algunas veces un día o dos días; otras, hartos días, aunque no siempre en un grado de intensión, porque afloja y crece, sin estar en mano del alma, porque algunas veces, sin hacer nada de su parte, siente el alma en la íntima sustancia irse suavemente embriagando su espíritu e inflamando de este divino vino” (ib. 8).

Esta prolongación ocasional hace que la embriaguez se vuelva a veces situación más o menos duradera, lo que no sucede con la centella.

Efectos peculiares de la embriaguez son los que el Santo llama “emisiones”, es decir, exhalaciones o expansiones de divinas alabanzas: “Las emisiones de estas embriaguez de amor duran todo el tiempo que ella dura algunas veces; porque otras, aunque la hay en el alma, es sin las dichas emisiones, y son más y menos intensos, cuando las hay, cuanto es más y menos intensa la embriaguez. Mas las emisiones o efectos de la centella ordinariamente duran más que ella, antes ella los deja en el alma, y son más encendidos que los de la embriaguez, porque a veces esta divina centella deja al alma abrasándose y quemándose de amor” (ib.).

La intensidad y duración de la embriaguez le sirve al Santo de referencia para disertar sobre el amor nuevo y viejo, por semejanza a lo que acontece con el vino nuevo y el añejo (CB 25,911). Concluye la prolongada alegoría con estas palabras: “En este vino, pues, de amor ya probado y adobado en el alma, hace el divino Amado la embriaguez divina que habemos dicho, con cuya fuerza envía el alma a Dios las dulces y sabrosas emisiones” (CB 25,12).

En la Llama se sirve de estas ideas relativas a las mercedes de la centella y de la embriaguez (LlB 3,49) para reiterar la tesis de que la correlación natural entre conocimiento y amor se rompe en el orden sobrenatural, “ya que muchas veces se sentirá la voluntad inflamada o enternecida o enamorada sin saber ni entender cosa más particular que antes, ordenando Dios en ella el amor” (LlB 3,50). Cuando la “llama de amor” penetra en lo íntimo del alma la fortalece e impulsa como suele suceder con la embriaguez: “Juntamente con la estimación que ya tiene de Dios, tal fuerza y brío suele cobrar y ansia con Dios, comunicándose el calor de amor, que, con grande osadía, sin mirar en cosa alguna, ni tener respeto a nada, en la fuerza y embriaguez del amor y deseo, sin mirar lo que hace, haría cosas extrañas e inusitadas por cualquier modo y manera que se le ofrece por poder encontrar con el que ama su alma” (N 2,13,5). Como siempre, es perfecto el retrato plástico de la embriaguez “a lo espiritual”.

El Santo encuentra una representación o paradigma en María Magdalena cabe el sepulcro: “Esta es la embriaguez y osadía de amor, que, con saber que su Amado estaba encerrado en el sepulcro con una gran piedra sellada y cercado de soldados … no le dio lugar para que alguna de estas cosas se le pusiese delante, para que dejara de ir antes del día con los ungüentos para urgirle” (N 2,13,6), y para preguntar al hortelano quién le había hurtado (ib. 7).

En cuanto la embriaguez significa salir de sí, transformarse y absorberse en Dios, permanece siempre como deseo ardiente del alma que aspira a la vista esencial del Amado. Es lo que describen las últimas estrofas del Cántico (en especial 37-38) con referencia al “mosto de granadas”. Las  granadas significan “los misterios de Cristo y los juicios de la sabiduría de Dios” (CB 37,7). El mosto “es la fruición y deleite de amor de Dios, que en la noticia y conocimiento de ellas –las granadas– redunda en el alma” (ib. 8). El alma ansia siempre penetrar más en el conocimiento y amor de Cristo, en sus profundas cavernas, que son “los subidos y altos y profundos misterios de su sabiduría” (CB 37,3). En estas cavernas de Cristo “desea entrarse bien de hecho el alma, para absorberse y transformarse y embriagarse bien en el amor de la sabiduría de ellos, escondiéndose en el pecho de su Amado” (CB 37,5; 38,5).

Eulogio Pacho

Eliseo, Profeta

Eliseo (=Dios es mi salvación) está unido inseparablemente a  Elías. Primero como discípulo y posteriormente como sucesor suyo, escogido por el mismo Yahvé (I Re 19, 16). Como Elías y los demás profetas realiza la misión que les era encomendada: dirigir al pueblo, manifestándole la voluntad de Yahvé. Es el significado de la expresión con la que Eliseo se dirige a Elías: “¡Padre mío, padre mío! ¡Carro de Israel y auriga suyo!” (II Re 2, 12), que es la que le dirige a su vez a él Joás de Israel cuando el profeta enfermó de muerte (ib. 13, 14). Eliseo que se consideraba “primogénito” de Elías en el discipulado, pide a su maestro “dos partes” de su espíritu, es decir, una participación doblada en lavherencia, de acuerdo con Dt 21, 15. La presencia de Eliseo en el II libro de los Reyes es muy extensa. Se inicia en el c 2, continúa en la mayor parte del 3, enteramente dedicados a él los cc 4 y 5. También es el personaje de los cc 6, 7, 8 y 9. Al final del 13 se da cuenta de su enfermedad, muerte y sepultura (ib. 14, 20).

Los datos estrictamente biográficos que se dan en esas páginas de Eliseo son muy pocos: su pertenencia a una familia acomodada de Abel Meholah, hijo de Safat. En cambio, es extensa y variada la que se puede llamar historia taumatúrgica del profeta, que se inicia apenas ha sucedido a Elías: paso del Jordán en sentido inverso al que hizo antes del rapto de aquél, y la sanación de las aguas (II Re 14, 19-22). Esta actividad prodigiosa se prolonga durante toda su vida y más allá de la muerte, cuando un difunto resucitó al contacto con sus huesos en la sepultura (ib. 13,21). No es fácil aislar los posibles elementos legendarios de la larga serie de prodigios del profeta. Pueden distribuirse en dos series, si bien ambas acreditan su misión de conductor del pueblo: Unos son en favor de gentes pobres; otros, en cambio, en beneficio de acomodados, como la Sunamita (ib. 4, 8 ss; 8, 1 ss). Otras veces su acción afecta a los reyes o personajes de la corte, como el caso de Naamán de Siria (ib. 5) y la ayuda prestada a los ejércitos coaligados de Judá y Edom contra el moabita Mesa (ib. 3). Repetidas fueron sus intervenciones contra el rey de Damasco, Ben-Adad, enemigo de Israel (II Re 6, 8-23; ib 7, 20). Finalmente cumplió el encargo de Elías ungiendo por medio de un discípulo suyo a Jehú.

También se hace un elogio de Eliseo junto al de Elías en el Eclesiástico (48, 12-16), asegurando que “para él nada fue imposible” (ib. 14) y que ningún mortal le subyugó (ib. 13). En otros lugares de las narraciones del II de los Reyes se alude a su caráctr terrible y a sus reacciones, característica de los profetas del tiempo (ib. 2, 23-24; 3, 14-15; 13, 19).

En la Orden del Carmen entró igualmente asociado a Elías. Aparte el culto litúrgico con que fue honrado, los Carmelitas tuvieron especial empeño en preservar sus reliquias y procuraron recuperar sus restos según mandato del Capítulo General de 1369. No deja de sorprender que, pese a esta acendrada tradición en la Orden, que distinguía también a Eliseo con el apelativo familiar de “padre nuestro”, J. de la Cruz, que asume este apelativo, no le recuerde más que en una ocasión (S 2,26, 15) comentando sendos episodios narrados en el 2º libro de los reyes (5,26 y 6,1112). Ni la narración bíblica ni la tradición de la orden le sugerían otras aplicaciones espirituales.

Alberto Pacho

Elías, Profeta

Los poquísimos datos seguros que conocemos del profeta Elías (= Yahvé es mi Dios) son los que nos ofrece la Escritura, tanto sobre su vida como sobre su misión. Nació en Tesbis, de Galaad en Transjordania (I Re 17, 1). Defendió el monoteísmo, es decir, el culto de Yahvé durante los reinados de Acad y su hijo Ococías (874-849), enfrentándose en guerra sin cuartel contra la reina Jezabel (I Re 18,19), lo que le obligó a desplazamientos por toda Palestina y regiones adyacentes: Sarepta (Fenicia), el Carmelo, lugar de los momentos más dramáticos de su lucha: El-Muhraqah, sudeste de la cordillera del Carmelo, con el sacrificio yvdegollación de los profetas de Baal (I Re 18); visión de la nubecilla y la lluvia (ib 41-45); Gebel Musa, en la cumbre del Horeb, región del Sinaí, con la epifanía de Yahvé y la triple misión de ungir a los reyes de Damasco e Israel y a su propio sucesor,  Eliseo (ib 19, 15-16). Su muerte, el “rapto”, tuvo lugar en las proximidades de Jericó, pasado el Jordán.

También se encuentra en la Biblia (Eclo 41, 1-12) el retrato espiritual del Profeta, colocado entre las grandes figuras de Israel, desde los patriarcas a los que fueron fieles a Yahvé, exaltando su palabra ardiente y los prodigios que realizó en nombre de Yahvé; su poder sobre la muerte, su rapto y su misión futura. Esa desaparición o muerte misteriosa hizo surgir la certeza de su supervivencia y una misión futura (II Re 2, 15-18), que evoca su vida anterior de presencia y ocultamiento (I Re 18,12). Esa creencia fue recogida por el profeta Malaquías (4, 3-4), repetida por Jesús ben Sirac, y está presente en los sinópticos (Mt 17, 10-13; Mc 9, 11-12), con la correspondiente rectificación de Jesús, que fijó la realización de esa segunda presencia en Juan Bautista.

En la tradición judía la figura de Elías está muy desarrollada, pero llena de elementos fabulosos, idealizada, pero siempre como una realidad cercana y milagrosa. Desde la tradición judía y cristiana pasó al Islam. El Corán le recuerda (VI, 85, XXXVII, 123-130).

También entró en la tradición patrística, a partir del s. III, resaltando algunos rasgos peculiares: la oración y el poder de la misma. Pronto fue convertido en modelo de vida eremítica, a la par de Eliseo y Juan Bautista. S. Atanasio levpropuso como modelo y patrono de vida solitaria (Vita Antonii: PG 26, 752).

La Edad Media se mantuvo siempre fiel a este ideal, acentuando las virtudes de las que se le hizo modelo.

El acceso de los Carmelitas a Elías se debe más que a la Regla de S. Alberto, que no le cita, al hecho del estacionamiento en el Monte Carmelo, donde resultaba tan fácil evocar al gran profeta. El paso del tiempo favoreció desde ese punto de partida la elaboración de la conocida leyenda de los orígenes elianos de la Orden.

Para J. de la Cruz, como para cualquier carmelita de su tiempo, Elías ocupaba puesto destacado en su vida espiritual; era Padre de la propia familia religiosa en doble sentido: como hipotético fundador y como paradigma espiritual. De ahí que el Santo introduzca siempre su nombre precedido de la designación familiar: “Nuestro padre Elías”. Todas las referencias sanjuanistas aparecen vinculadas al dato bíblico, no a sucesos específicos de la Orden o de la leyenda. Recuerda J. de la Cruz (S 2,20, 2) que Elías fue el mensajero escogido por Dios para comunicar al rey Acab el castigo por su grave pecado, según la narración del 3 de los Reyes (21,2l). De la misma fuente bíblica proceden igualmente las otras referencias elianas, como cuando escribe el Santo (S 3,42,5) que Dios se apareció al profeta en el monte Horeb (3 Re 19,8).

Para J. de la Cruz la topología peculiar de Elías es muy concreta: es uno de los pocos paradigmas bíblicos que sirven para aceptar, o no, una visión clara, facial, de Dios en esta vida. En tres ocasiones aduce el Santo el caso concreto de Elías. Al momento de “probar” con argumentos bíblicos que ninguna “noticia” del entendimiento puede ser medio próximo para conocer a Dios como es, se remite a los casos de Moisés (Ex 33,20) de Pablo (1 Cor 2,9) y de “Elías, nuestro Padre”, que “en el monte se cubrió el rostro en la presencia de Dios” (S 2,8,4). Tratando más adelante de las visiones de sustancias separadas o incorpóreas, sostiene que no son de esta vida, “si no fuese alguna vez por vía de paso y esto dispensando Dios no salvando la condición y vida natural”. De nuevo apoya su pensamiento el Santo en los casos de Moisés, Pablo y Elías. Escribe a este propósito: “Mas estas visiones tan sustanciales, como las de san Pablo y Moisés y nuestro Padre Elías, cuando cubrió su rostro al silbo suave de Dios, aunque son por vía de paso, rarísimas veces acaecen, y casi nunca y a muy pocos, porque lo hace Dios en aquellos que son muy fuertes del espíritu de su Iglesia y ley de Dios, como fueron los tres arriba nombrados” (S 2,24,3).

La escena de Elías “a la boca de la cueva” escuchando el silbo delgado del aire, evoca siempre en J. de la Cruz el tema de la visión de Dios en esta vida. La idea y la cita obligada del texto anterior se repite en el Cántico: “Que por significar este silbo la dicha inteligencia sustancial, piensan algunos teólogos que vio nuestro Padre Elías a Dios en aquel silbo del aire delgado que sintió en el monte a la boca de la cueva” (3 Re 19,12: CB 14-15,14). Mantiene, pues, la opinión de que Elías ha sido uno de los pocos favorecidos con la visión clara de Dios en esta vida. No es fácil averiguar si J. de la Cruz incorporó en sus escritos otros rasgos peculiares de la tradición eliana del Carmelo. Es probable pero no ha dejado constancia explícita de ello. Era natural que viese al gran profeta como ejemplar de contemplación y modelo del celo por la gloria de Dios. Era la imagen típica de familia, recordada además en la liturgia propia de la Orden.

BIBL. — AA. VV., Elie le Prophéte selon les Ecritures et les traditions chrétiennes, 2. vol. Paris, Desclée de Brouwer, 1956; AA. VV., Elie le prophéte. Ed. Peeters, Lovaina; MIGUEL ANGEL BARRERO, Las narraciones de Elías y Eliseo en los libros de los Reyes. Formación y teología. Murcia 1996; RAFAEL Mª LÓPEZ MELÚS, El profeta Elías, padre espiritual del Carmelo, Onda 1986; AA. VV., El profeta Elías, Padre de los Carmelitas, Burgos, Monte Carmelo, 1998, versión de la revista Carmel 1983/3 y 1995/2.

Alberto Pacho

Ejercicio/s

Juan de la Cruz establece diferencia entre ejercicio y ejercicios, no tanto en la literalidad cuanto en lo contextual. Apela con frecuencia al uso de sinónimos e imágenes variadas para referirse a uno y a otros. Los más próximos son: camino, puerta,  búsqueda, seguimiento, servicio y acto, con sus correspondientes verbos; también obra-obrar, y el genérico hacer, entre otros vocablos

I. Ejercicio y ejercicios

El ejercicio por antonomasia no indica un determinado número de prácticas espirituales; abarca todo lo que el hombre ha de hacer si quiere alcanzar la perfección; su referencia directa está en el texto evangélico de Mc 8, 34-35, comentado por el Santo en Subida (2,7). Este capítulo es como el eje de todo ejercicio del espíritu, y encierra “aquella tan admirable doctrina, no sé si diga tanto menos ejercitada de los espirituales cuanto les es más necesaria, la cual, por serlo tanto y tan a nuestro propósito, la referiré aquí toda y declararé según el germano y espiritual sentido de ella” (S 2,7,4). Prosigue el Santo: “¡Oh, quién pudiera aquí ahora dar a entender y a ejercitar y gustar qué cosa sea este consejo que nos da aquí nuestro Salvador de negarnos a nosotros mismos, para que vieran los espirituales cuán diferente es el modo que en este camino deben llevar del que muchos de ellos piensan! Que entienden que basta cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas; y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la  oración y seguir la  mortificación, mas no llegan a la  desnudez y pobreza, o enajenación o pureza espiritual … porque el verdadero espiritual antes busca lo desabrido en  Dios que lo sabroso, y más se inclina al padecer que al consuelo, y más a carecer de todo bien por Dios que a poseerle, y a las sequedades y aflicciones que a las dulces comunicaciones, sabiendo que esto es seguir a  Cristo y negarse a sí mismo, y esotro, por ventura, buscarse a sí mismo en Dios, lo cual es harto contrario al amor. Porque buscarse a sí en Dios es buscar los regalos y recreaciones de Dios; mas buscar a Dios en sí es no solo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del  mundo; y esto es amor de Dios” (S 2,7,4-5.8).

El proceso espiritual aparece así como un empeño permanente de recorrer  “el camino” que lleva a Dios “con ejercicios y obras exteriores” animadas por la disposición interior, que se define, a su vez, “el ejercicio que interiormente estas almas hacen con la voluntad” (CB 25,5).

Al describir el sendero de la perfección evangélica (S 1,13) reafirma el Santo la relación permanente, que existe, según él, entre el “ejercicio de seguir a Cristo” y las prácticas concretas de cada caso y momento. Los cuatro avisos fundamentales, “aunque son breves y pocos, yo entiendo que son tan provechosos y eficaces como compendiosos, de manera que el que de veras se quisiese ejercitar en ellos, no le harán falta otros ningunos, antes en éstos los abrazará todos” (S 1,13,2). El primer aviso y más importante ejercicio es fundamento de todo lo que se sigue y reafirmación de lo precedente: “Traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3; S 2,29,9). El reiterado procure de este capítulo es básico en la pedagogía sanjuanista y refunde la mayoría de los Avisos del Santo.

El criterio fundamental que ha de guiar en el “ejercicio espiritual”, según el Santo, reza así: “El camino y subida para Dios sea un ordinario cuidado de hacer cesar y mortificar los apetitos” (S 1,5,4 y 7; cf. LlB 2,28). Por desgracia, según él: “Son muy pocos los que sufren y perseveran en entrar por esta puerta angosta, y por el camino estrecho que guía a la vida” (S 2,7,11; N 1,11,4; N 2,16,9; CB 36,13; CB 37,4; LlB 2,27).

II. Graduación y modalidades

Antes de que el alma llegue al matrimonio espiritual “primero se ejercita en los trabajos y amarguras de la  mortificación, y en la  meditación de las cosas espirituales … Después entra en la vía contemplativa, en que pasa por las vías y los estrechos del amor” (S 2,14,7-8; CB 22,3; LlB 3,32). Experimenta el ejercicio interior de la noticia general amorosa, sin que haya de dejar la meditación (S2,13,7; 15,1; 15,5; N 1,10,3-4; LlB 3,33.35). Es el momento del sosiego y la quietud. Esto es todo su hacer, “para no estorbar y perder los bienes que Dios por medio de aquella paz y ocio del alma está asentando e imprimiendo en ella” (N 1,10,5). Habrá que estar alerta a las señales indicadoras de que se ha llegado a este estado (S 2,13,3,6). Para esto ha de perderse a sí misma progresivamente según Mt 16, 25 (CB 29,11).

Los primeros ejercicios concretos que se recomiendan al espiritual deben orientarse al dominio de lo sensible, es decir: “el ejercicio de los sentidos y fuerza de la sensualidad” (S 3,26,4), porque de este modo “han de crecer y aumentar las otras fuerzas contrarias” (S 3,26,4). La propuesta contiene una aparente paradoja. El ejercicio de los sentidos exteriores e interiores es impedimento para el progreso espiritual, pues “cuanto ellos de suyo más se ponen en ejercicio, tanto más estorban” (CB 16,11), como deduce el Santo de la autoridad paulina (1 Cor 2,14). Estando así las cosas, lo correcto sería frenar el ejercicio de los sentidos. Se resuelve la paradoja teniendo en cuenta el doble sentido que atribuye el Santo en este contexto al término ejercicio, distinguiendo entre su simple mecanismo físico y su actuación espiritual. Se expresa así: “Como quiera que el ejercicio de los sentidos y fuerza de la sensualidad contradiga … a la fuerza y ejercicio espiritual, de aquí es que menguando y acabando las unas de estas fuerzas, han de crecer y aumentarse las otras fuerzas contrarias, por cuyo impedimento no crecían” (S 3,26,4).

De hecho, “las cosas del sentido y el conocimiento que el espíritu puede sacar por ellas son ejercicio de pequeñuelo” (S 2,17,6). Contradecir la vida del sentido acarrea “una grande disposición para recibir bienes de Dios y dones espirituales” (S 3,26,4). Desfallecer a las cosas que no son Dios es el primer grado en la escala del amor (N 2,19,1).

La “vida espiritual perfecta, que es posesión de Dios por  unión de amor … se alcanza por la mortificación de todos los vicios y apetitos y de su misma naturaleza totalmente; y hasta tanto que eso no se haga, no se puede llegar a la perfección de esta vida espiritual de unión con Dios” (LlB 2,32). El ejercicio de la mortificación y del padecer se ha de preferir al de otros ejercicios y penitencias para con la mitad de empeño y tiempo aprovechar más (S 1,8,4; LlB 2,25). Porque “todo uso de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo, y los apetitos y gustos de criaturas” (LlB 2,33) es ejercicio del hombre viejo.

III. Las virtudes, ejercicio permanente

En cualquier estadio de la vida espiritual el ejercicio de las  virtudes es imprescindible. Las virtudes son el mayor servicio que un alma puede hacer a Dios (CB 16,1). Lo percibe el alma cuando en la 3ª canción del Cántico canta: “Iré por esos montes y riberas”, que comenta el Santo: “Por los montes, que son altos, entiende aquí las virtudes: lo uno, por la alteza de ellos; lo otro por la dificultad y trabajo que se pasa en subir a ellas, por las cuales dice que irá ejercitando la vida contemplativa. Por las riberas, que son bajas, entiende las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales, por las cuales también dice que irá ejercitando en ellas la vida activa, … porque, para buscar a lo cierto a Dios y adquirir las virtudes, la una y la otra son menester … Esto dice, porque el camino de buscar a Dios es ir obrando en Dios el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,12; 3,4).

En otro lugar afirma el Santo: “Las virtudes por sí mismas merecen ser amadas y estimadas … y ejercitarlas por lo que son en sí y por lo que de bien humana y temporalmente importan al hombre” (S 3,27,3). Son el medio idóneo para encontrar a Dios: “el que [a Dios] busca por el ejercicio y obras de las virtudes, dejado aparte el lecho de sus gustos y deleites, éste le busca de día, y así le hallará” (CB 3,3). Pues “el que quisiere … aprovechar en las virtudes y gozar de la consolación y suavidad del Espíritu Santo, no, no podrá si no procura ejercitar con grandísimo cuidado los cuatro avisos siguientes, que son: resignación, mortificación, ejercicio de virtudes, soledad corporal y espiritual” (Avisos a un religioso 1, 2 y 5). También se ha de tener en cuenta que las virtudes “que se adquieren … con trabajo por la mayor parte son más escogidas y esmeradas y más firmes que si se adquiriesen sólo con el sabor y el regalo del espíritu, porque la virtud en la sequedad y dificultad y trabajo echa raíces” (CB 30,5; 22,7).

El ejercicio virtuoso ataja además la sequedad de espíritu (CB 17,2), ya que las virtudes se generan por los actos de amor (CB 30,4). El acto virtuoso “produce en el alma y cría juntamente suavidad, paz, consuelo, luz, limpieza y fortaleza” (S 1,12,5). Las virtudes son escudos que vencen los vicios y defensa; así como premio y corona del trabajo (CB 24,9). El ejercicio de las virtudes se alcanza en la experiencia de la noche (N 1,13,6): “Nace el amor al prójimo, porque los estima y no los juzga como antes solía cuando se veía a sí con mucho fervor y a los otros no” (N 1,12,8). La obediencia como virtud concreta obra en este momento de la noche: “Como se ven tan miserables, no sólo oyen lo que les enseñan, mas aun desean que cualquiera los encamine y diga lo que deben hacer” (N 1,12,9). Si la noche purificadora alcanza sus frutos es porque en ella operan las virtudes en conjunto: “La paciencia y longanimidad, que se ejercita bien en estos vacíos y sequedades, sufriendo el perseverar en los espirituales ejercicios sin consuelo y sin  gusto. Ejercítase la caridad de Dios, pues ya no por el gusto atraído y saboreado que halla en la obra es movido, sino sólo por Dios. Ejercita aquí también la virtud de la fortaleza, porque en estas dificultades y sinsabores que halla en el obrar saca fuerzas de flaquezas y así se hace fuerte. Y finalmente, en todas las virtudes, así teologales como cardinales y morales, corporal y espiritualmente se ejercita el alma en estas sequedades” (N 1,13,5).

IV. En el centro, la caridad

Naturalmente la caridad es la que da valor y consistencia a las demás virtudes, incluso en la función purificativa: “Ni más ni menos, vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad de cualquier cosa que no es Dios, y sólo se los pone en él; y así esta virtud dispone esta potencia y la une a Dios por amor. Y así, porque estas virtudes tienen por oficio apartar al alma de todo lo que es menos que Dios, le tienen consiguientemente de juntarla con Dios” (N 2,21,11; N 2,19,2,3).

La centralidad de la caridad es reafirmada por el Santo de muchas maneras. “En el amor se asientan y conservan las virtudes; y todas ellas, mediante la caridad de Dios y del alma se ordenan y ejercitan entre sí” (CB 24,7). “Todas estas virtudes están en el alma como tendidas en amor de Dios, como en sujeto en quien bien se conservan … porque todas y cada una de ellas están siempre enamorando al alma de Dios, y en todas las cosas y obras se mueven con amor a más amor de Dios” (CB 24,7). La obra por excelencia del alma es amar a Dios como perfección y cumplimiento de los trabajos padecidos (CB 9,7). Las obras que hace por Dios, ni las esconde con vergüenza, no se afrenta por ellas ante el mundo, pero, sobre todo, “el alma con ánimo de amor, antes se precia de que se vea” (CB 29,7).

Para llegar a esta pureza y llaneza en el amor a Dios, el alma ha tenido que abandonar los gustos y sabores, incluso los que le proporcionaban los ejercicios y obras espirituales (N 1,13,12; CB 29,1). Para J. de la Cruz la “única cosa necesaria” del Evangelio (Lc 10,42) consiste en “la asistencia y continuo ejercicio de amor en Dios … así en la vida activa como en la contemplativa”. Llegada el alma al estado de unión “no le es conveniente ocuparse en otras obras y ejercicios exteriores que le puedan impedir un punto de aquella asistencia de amor en Dios, aunque sean de gran servicio de Dios, porque es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas” (CB 29,1-2).

En el estado de perfección que se puede adquirir en esta vida, hay un momento en que amar es el único ejercicio: el alma no deja nada para sí; toda su capacidad y habilidad, todas las potencias se emplean en el servicio del Esposo; no se ocupa en otras cosas ajenas a Dios (CB 27,8; 28,2-3; 28,8-9).

Es lo que llama el Santo ‘caudal del alma’ que, ahora en este estado privilegiado, hasta en los primeros movimientos obra en Dios y por Dios (CB 28,5). “Todo el ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquier manera que sea, siempre la causa más amor y regalo de Dios …; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios … ya todo es ejercicio de amor” (CB 28,9). Más adelante, cuando Dios ha levantado el alma a la unión de amor, lo único deseable es “emplear el alma y ejercitar en las propiedades que tiene el amor” (CB 36,3).

V. Ejercicios y actividades

El ejercicio de la virtud de la humildad lleva consigo la tarea del conocimiento propio y el vencimiento del primer vicio capital que es la soberbia espiritual, siendo el conocimiento propio el ayo que educa en la humildad (N 1,12,7; 13,1). El conocimiento de sí consiste, según J. de la Cruz en “no se andar ya a deleites y gustos, y fortaleza para vencer las tentaciones y dificultades” (CB 4,1; 3,10), “sólo entendiendo en ir por los montes y riberas de virtudes” (CB 4,1) Este trabajo de conocerse bien a sí mismo es condición y el primer peldaño para ir al conocimiento de Dios, que es el fundamento (N 1,12,5), no sólo en los principios del camino espiritual sino en la consolidación de la vida de perfección (N 2,18,4). Es propio de la consideración y discurso racional del alma el ejercitarse en el propio conocimiento. El de las criaturas es el segundo escalón (CB 4,1). La  noche con sus sequedades y vaciamiento de las potencias, sitúa al hombre en el lugar que le conviene “al conocer de sí la bajeza y miseria que en el tiempo de prosperidad no echaba de ver” (N 1,12,2).

En la óptica sanjuanista también puede extenderse el concepto de ejercicio espiritual a ciertas actividades, que “provocan o persuaden a servir a Dios”, por lo que se consideran “bienes provocativos” (S 3,45). Tales pueden considerarse los predicadores y directores espirituales. El ejercicio de la predicación tiene dos vertientes según J.: la de los predicadores y la de los oyentes. “A los unos y a los otros no falta que advertir cómo han de guiar a Dios el gozo de su voluntad … acerca de este ejercicio” (S 3,45,1). Ha de buscarse el aprovechar al pueblo. La vanidad es mala arte para encaminar y hacer crecer la fe de los oyentes. Conviene tener presente que el ejercicio de la predicación “es más espiritual que vocal; porque, aunque se ejercita con palabras de fuera, su fuerza y eficacia no la tiene sino del espíritu interior” (S 3,45,2). Por lo que respecta al oyente, el Santo avisa que, si se inclina hacia lo sabroso del ropaje del lenguaje “muy poco o nada de jugo pega a la voluntad; porque comúnmente se queda tan floja y remisa como antes para obrar” (S 3,45,4).

También advierte a los ministros de la palabra que los hombres no se van a convertir, precisamente, por sus muchos sermones y obras exteriores. A ellos les recomienda sin paliativos que gasten la mitad del tiempo “en estarse con Dios en oración … Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco menos que nada … las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios” (CB 29,3).

El Santo tiene una palabra de advertencia a los directores de espíritus, acerca de los ejercicios en que han de encaminar a sus dirigidos: “Han de enderezar [a las almas] en la perfección por la fe y la ley de Dios … Y conforme al camino y espíritu por donde Dios las lleva, procuren enderezarlas en mayor soledad y tranquilidad y libertad de espíritu, dándoles anchura para que no aten el sentido corporal y espiritual a cosa particular interior ni exterior, cuando Dios las lleva por esta soledad, y no se penen ni se soliciten pensando que no se hace nada; aunque el alma entonces no lo hace, Dios lo hace en ella. Procuren ellos desembarazar el alma y ponerla en soledad y ociosidad, de manera que no esté atada a alguna noticia particular de arriba o de abajo, o con codicia de algún jugo o gusto, o de alguna otra aprehensión, de manera que esté vacía en negación pura de toda criatura, puesta en pobreza espiritual. Y esto es lo que el alma ha de hacer” (LlB 3,46). Un poco antes ha escrito el Santo acerca de la ineptitud de algunos maestros espirituales que no saben ejercitar convenientemente a las almas que van pasando del estado de principiantes al de aprovechados (LlB 3, 53). Los ejercicios en que ha de entrenar el alma son, además de lo dicho en el texto citado anteriormente, “desprecio del mundo y mortificación de sus apetitos”, –que es oficio de desbastador– “o, cuando mucho, entallador, que será ponerla en santas meditaciones, y no sabes más, ¿cómo llegarás esa alma hasta la última perfección de delicada pintura … en la obra que Dios en ella ha de ir haciendo? … Porque ¿en qué parará, ruégote, la imagen si siempre has de ejercitar en ella no más que el martillar y desbastar, que en el alma es el ejercicio de las potencias?” (LlB 3,58).

No puede cerrarse la consideración sobre el ejercicio de las virtudes sin recordar un principio fundamental, bien destacado por J. de la Cruz: las virtudes “no las puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin la ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas en el alma sin ella” (CB 30,6; 31,4; 24,3).

Tampoco se olvida el Santo de recordar que el ejercicio habitual y perseverante de la virtud ahuyenta al demonio, pues el alma entrada en el “escondrijo del interior recogimiento con el Esposo, donde ella, estando ya tan puesta, está tan favorecida, tan fuerte, tan victoriosa, con las virtudes que allí tiene … con grande pavor [el adversario del alma] huye muy lejos y no osa parecer; y porque también, por el ejercicio de las virtudes … de tal manera le tiene ahuyentado y vencido el alma” (CB 40,3). Así mismo las virtudes se vuelven fuertes, seguras y amparadas en el estado de unión como “cuevas de leones … Teme mucho el  demonio al alma que tiene perfección” (CB 24,4).

Antonio Mingo

Dones del Espíritu Santo

Tomado en sentido estricto el tema de los siete dones del  Espíritu Santo juega un escasísimo papel en el conjunto de la obra sanjuanista. Las menciones explícitas (CB 26,3; S 2,29, 6, estrictamente las únicas) son tan de pasada que no comportan convencimiento y experiencia particularmente importante en el pensamiento y en la expresión del mismo. No usa el esquema de los siete dones para ningún análisis particular, ni enumera nunca la lista clásica de forma ordenada y tradicional.

Sí es constante, sin embargo, en relacionar los dones del Espíritu Santo con la  caridad y con la fe; es decir, que la vida teologal ejercitada en las tres virtudes le parece suficiente mediación para dar cuenta de todos los fenómenos místicos y no precisa añadir este elemento al organismo espiritual. Con el término “dones”, “dones y virtudes” más frecuentemente, alude siempre genéricamente a gracias sobrenaturales actuales, virtudes, frutos o auxilios peculiares que enriquecen la experiencia espiritual, que tienen valor dispositivo para la unión con Dios o son consecuencia de alguno de los grados de esa unión. Ciertamente en el comienzo de este siglo y llevados por la fuerza de las escuelas, muchos autores han concedido importancia sobredimensionada a estas escasas menciones.

I. El alcance de los textos

Los textos citados no ofrecen base para destacar los dones del Espíritu Santo en el sistema espiritual sanjuanista. En Subida 2, 29 introduce el tema en su contexto de purificación del entendimiento por obra de la fe. Se plantea la cuestión de un supuesto adversario que interroga por qué y cómo el autor se atreve a negar el valor o la utilidad de una clase de experiencias místicas que llama “locuciones”. Trata de valorarlas en relación con la revelación general que nos ofrece la fe dogmática y alcanza la fe subjetiva y aprecia su aportación al crecimiento de la unión con Dios. Como siempre, recomienda aplicar a esa experiencia la fe desnuda que el Espíritu Santo, Maestro interior, enseña: “Y si me dijeres que ¿por qué se ha de privar el entendimiento de aquellas verdades, pues alumbra en ellas el Espíritu de Dios al entendimiento, y así no puede ser malo?, digo que el Espíritu Santo alumbra al entendimiento recogido, y que le alumbra al modo de su recogimiento y que el entendimiento no puede hallar otro mayor recogimiento que en fe; y así no le alumbrará el Espíritu Santo en otra cosa más que en fe; porque cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene de caridad infusa de Dios; y cuanto más caridad tiene, tanto más la alumbra y comunica los dones del Espíritu Santo, porque la caridad es la causa y el medio por donde se les comunica” (ib. 6).

II. Subordinación a las virtudes teologales

No hay para J. de la Cruz otro mayor don del Espíritu que la  fe y la caridad. La vida teologal es el primer y original y originante don de Dios. Todo añadido a las teologales le parece estructura redundante. En el contexto se puede percibir referencias soterradas al don de ciencia, de sabiduría o de entendimiento. “Y, aunque es verdad que en aquella ilustración de verdades comunica al alma él alguna luz, pero es tan diferente la que es en fe, sin entender claro, de ésta cuanto a la calidad, como lo es el oro subidísimo del muy bajo metal; y cuanto a la cantidad, como excede la mar a una gota de agua. Porque en la una manera se le comunica sabiduría de una, o dos, o tres verdades, etc., y en la otra se le comunica toda la Sabiduría de Dios generalmente, que es el Hijo de Dios, que se comunica al alma en fe” (ib). La caridad es la fuente, la cumbre y la medida de los dones del Espíritu Santo. La fe y la caridad en el organismo espiritual juegan el mismo papel que el conocimiento y el amor en el ejercicio natural. En lo que tienen los dones de impulso e inspiración el Santo prefiere atribuir esas funciones a la inhabitación personal del mismo Espíritu Santo, “llama de amor viva” que hiere, cura, eleva y trasforma al hombre y lo une con Dios.

Junto a esta subordinación de los dones a la caridad y al Espíritu Santo el Doctor místico acoge eventualmente a “los dones del Espíritu Santo” en su proyecto como grados de medir el crecimiento en la caridad. Por dos veces entran los siete dones en su “sistema” con esta función de gradación. En CB 26 habla de la situación cumbre del camino espiritual: “En la interior bodega de mi Amado bebí. Esta bodega que aquí dice el alma es el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida, que por eso la llama interior bodega, es a saber, la más interior; de donde se sigue que hay otras no tan interiores, que son los grados de amor por do se sube hasta este último. Y podemos decir que estos grados o bodegas de amor son siete, los cuales se vienen a tener todos cuando se tienen los siete dones del Espíritu Santo en perfección, en la manera que es capaz de recibirlos el alma” (ib. 3). El influjo de la caridad en los dones no sólo es extrínseco. Los dones nacen de ella, que es la “causa y el medio por donde se les comunica” (S 2,29, 6). La expresión última “en la manera que es capaz de recibirlos el alma” sería la más cercana y concordante con la tesis tomista de los dones como “hábitos operativos necesarios para actuar “modo divino, pronta, fácil y fruitivamente la fe y la caridad, que sin ellos serían imperfectos”. Esta idea de la insuficiencia de la fe y la caridad es la que es por entero ajena a J. de la Cruz.

No habla de dones intelectivos que completen la fe. Contemplación es perfección de la fe y no considera que sean los dones los que dan el acto de la  contemplación. Si conoce la doctrina, como aquí parece dar a entender, no la considera de relieve, de tanto relieve como posteriormente alcanzó con Juan de Santo Tomás y los comentadores de esos pasos de la Suma de teología (I-II, p.68-70). La diferencia entre modo pasivo y modo activo le parece suficiente para marcar la necesaria progresión y la gratuidad de todo inicio y avance en el camino de la fe. La caridad o la vida teologal en general para J. de la Cruz es fuerza suficiente para la perfección del hombre. Ella es la que activa y purifica el ejercicio de otros dones y carismas. No hay necesidad en su sistema práctico ni doctrinal para los dones, solo conveniencia.

Esta gradación en siete escalones parece tradicional y con evidentes paralelismos teresianos, pero no provoca doctrina sobre el septenario clásico, aunque el autor se deja envolver por la magia del siete y encadena símbolos numéricos en la continuación de esta cita: “De manera que, si venciere al demonio en lo primero, pasará a lo segundo; y si también en lo segundo, pasará a lo tercero; y de ahí adelante todas las siete mansiones, hasta meterla el Esposo en la cela vinaria (Cant. 2,47) de su perfecta caridad, que son los siete grados de amor”. La mención de la bodega, hace a este texto un claro paralelo del anterior de Cántico 26, pero no se prolonga el paralelismo con la mención de los dones del Espíritu Santo.

Sólo el don de temor se menciona expresamente y se le coloca en el grado más alto de la perfección: “Y así, cuando el alma llega a tener en perfección el espíritu de temor, tiene ya en perfección el espíritu del amor, por cuanto aquel temor (que es el último de los siete dones) es filial, y el temor perfecto de hijo sale de amor perfecto de padre, y así, cuando la Escritura divina quiere llamar a uno perfecto en caridad, le llama temeroso de Dios” (CB 26, 3). Perfectamente nos damos cuenta de que conoce la teoría, pero no la usa. Otras veces ha propuesto escalas de amor (N 2,19-20), pero nunca ha empleado el septenario. La Llama, que abunda en doctrina y experiencias del Espíritu Santo, no menciona el “septiforme munus”.

El don de ciencia parece estar debajo de la especulación en algunos textos (cf. CB 26, 5.8.13.16; 27 4.5 y N 2,17,6). El don de sabiduría cabe entenderlo abundantemente disimulado en muchos textos, pero tanto estos como los demás no forman parte de ningún sistema, no juegan papel alguno en la articulación y ordenamiento de la materia teológica y mística, aunque su trasfondo mental evidentemente coincida con las ideas comunes que ordinariamente convoca en contextos próximos a la teoría tomista. Prefiere el Santo el lenguaje bíblico y sobre todo poético. Es decir, que ha descubierto nuevos nombres para la multiforme acción del Espíritu Santo y prefiere atenerse a esos productos de su propio jardín.

Gabriel Castro

Dolencia de amor

Es vocablo típico del lenguaje figurado de J. de la Cruz dentro del simbolismo nupcial, de ahí que su uso sea exclusivo del Cántico y de la Llama. Trasladado del sentido corporal al ámbito del espíritu, dolor-dolencia corresponde a un efecto penoso del amor imperfecto o impaciente. Procede del ansia con que se busca al Amado-Dios, que se siente ausente. El sentimiento del vacío o ausencia, después de haber saboreado su presencia, causa en alma-amante esa sensación dolorosa. Escribe el Santo señalando la clave de la figuración: “Bien se llama dolencia el amor imperfecto; porque, así como el enfermo está debilitado para obrar, así el alma que está flaca en amor lo está también para obrar las virtudes heroicas” (CB 11,13).

La aplicación al plano místico-espiritual resulta sencilla: “El que siente en sí dolencia de amor, esto es, falta de amor, es señal de que tiene algún amor, porque por lo que tiene echa de ver lo que le falta. Pero el que no la siente, es señal que no tiene ninguno o que está perfecto en él” (ib. 14). Deja así bien patente que la dolencia tiene sentido ambivalente: por una parte, supone que existe cierto grado o nivel de amor; por otra, que el amor es todavía flaco e imperfecto. Quienes no se han sentido atraídos por el amor de Dios y quienes ya lo tienen muy “calificado” no pueden sufrir dolor, no experimentan la dolencia.

Dentro del mismo cuadro simbólico y espiritual la dolencia se aproxima a otros fenómenos parecidos, como la herida, la  muerte y la pena de amor, sensaciones todas ellas procedentes del sentimiento de la ausencia del Amado. Así lo atestigua el comentario a los dos versos en que aparecen el sustantivo “dolencia” y el verbo “adolezco”. Al declarar el verso “decilde que adolezco, peno y muero” (CB 2ª, 5º) escribe: “En el cual representa el alma tres necesidades, conviene a saber: dolencia, pena y muerte. Porque el alma que de veras ama a Dios con amor de alguna perfección, en la ausencia padece ordinariamente de tres maneras, según las tres potencias del alma, que son: entendimiento, voluntad y memoria” (CB 2,6). La dolencia o el adolecer se atribuye aquí acomodaticiamente al entendimiento, la pena a la voluntad y la muerte a la memoria.

Aunque el autor no las relaciona directamente con la dolencia, son sensaciones similares y muy próximas a la misma las “tres maneras de penar por el Amado acerca de tres maneras de noticias que de él se pueden tener” (CB 7,2), que son: “herida, llaga y llaga afistolada” (ib. 2-4). Dado que proceden de noticias o conocimiento podrían considerarse formas de la dolencia, en conformidad con lo señalado antes (CB 2,6).

El juego del lenguaje simbólico no permite extremar el rigor conceptual de los vocablos. Estos están sometidos a las exigencias acomodaticias de la creación poética con sus infinitas connotaciones. Sólo en este sentido cabe señalar peculiaridades a cada uno de los fenómenos o sentimientos afines a la dolencia. Esta sería una enfermedad general que encuadraría de algún modo las demás sensaciones penosas causadas por el amor: “La enfermedad de amor no tiene otra cura sino la presencia y figura del Amado”. La razón “es porque la dolencia de amor, así como es diferente de las demás enfermedades, su medicina es también diferente; porque en las demás enfermedades, para seguir buena filosofía, cúranse contrarios con contrarios, mas el amor no se cura sino con cosas conformes al amor” (CB 11,11).

J. de la Cruz describe con extraordinario grafismo y belleza los rasgos peculiares de la dolencia amorosa. Quien la padece “está como un enfermo muy fatigado que, teniendo perdido el gusto y el apetito, de todos los manjares fastidia, y todas las cosas le molestan y enojan. Sólo en todas las cosas que se le ofrecen al pensamiento o a la vista tiene presente un solo apetito y deseo, que es de su salud, y todo lo que a esto no hace le es molesto y pesado” (CB 10,1).

La dolencia, como cualquier  enfermedad de amor, implica una situación espiritual notablemente avanzada, y en sí misma es efecto positivo del amor divino; por otra parte, y en cuanto causa pena y ansia, presenta un aspecto que puede considerarse negativo; por eso mismo se convierte en medio o instrumento de  purificación. El corazón llagado con el dolor de la ausencia, sólo se cura y sacia con el “deleite y gloria de la presencia”; de ahí que las heridas y dolencias son a la vez sabrosas y penosas (CB 9 entera). Como el alma enamorada de Dios reconoce que no “hay cosa que pueda curar su dolencia sino la presencia y vista de su Amado, desconfía de cualquier otro remedio”, pidiéndole insistentemente la “entrega de su posesión y de su presencia” (CB 6,2).

En toda prueba de amor la  fe-fidelidad juega papel decisivo. El alma enamorada conoce por fe que su conocimiento y amor de Dios son siempre imperfectos en esta vida; están como en  dibujo o esbozo, por lo que siempre aspira a que se vuelvan perfecta pintura: “Aquí el alma se siente con cierto dibujo de amor, que es la dolencia … deseando que se acabe de figurar con la figura cuyo es el dibujo, que es su Esposo el Verbo, Hijo de Dios” (CB 11,12). Hay momentos en que el ansia amorosa es tal, que “por fuerza ha de penar según la dolencia en la tal purga y cura” (LlB 1,21). El encarecimiento sanjuanista es significativo: “No se puede encarecer lo que el alma padece en este tiempo, es a saber, muy poco menos que en el purgatorio” (ib.; cf. N 2,6-7; 2,10,5; 2,12,1, etc.). Son las pruebas definitivas de la fidelidad antes de la  unión transformante del matrimonio espiritual. Entonces la dolencia, como gemido de esperanza, será ya pacífica y serena.

Eulogio Pacho

Distracción/es

En su cuarta acepción, el Diccionario de la R. Academia define ‘distraer’ como ‘apartar a alguien de la vida virtuosa y honesta’. En Juan de la Cruz es sinónimo de divertir, apartar, desviar, errar. Para él, la distracción en sentido espiritual, equivale a errar el camino de la perfección, ya que el alma, después que se determina a servir a Dios, tiene en él su verdadero y único centro (LlB 1,13). Todo cuanto se le interponga será distraerle de su verdadero fin. La distracción mayor será lo que pueda ocasionar su perdición, su yerro. El gráfico y texto del Monte de perfección que dibujó el Santo, refleja el camino de espíritu errado.

El Santo no habla de las distracciones, referidas al ámbito de la  oración. J. de la Cruz siempre tiene ante sí un horizonte más vasto; por eso escribe acerca de todo aquello que es causa y origina distracciones, retraso e impedimento en el camino de la perfección cristiana. El Santo usa con categoría de sinónimos muchos otros términos que, en razón de su lenguaje alegórico, sirven a su propósito, tales como turbación, estorbo, estrago del  apetito espiritual, embarazar. “El alma nunca yerra sino por sus apetitos y gustos, o sus discursos, o sus inteligencias, o sus afecciones; porque de ordinario en éstas excede o falta, o varía o desatina, o da y se inclina a lo que no conviene” (N 2,16,2). “El apetito y las potencias aplicadas a cosas inútiles y dañosas divierten el alma” (N 2,16,3). Señalando la raíz de esta radical distracción escribe el Santo: “¡Huimos de [lo verdadero y claro]; lo que más luce y llena nuestro ojo lo abrazamos y vamos tras de ello, siendo lo que peor nos está y lo que a cada paso nos hace dar de ojos!”. El origen de este distraerse radica en que la razón, que tendría que guiar, es la que se engaña para ir a Dios (S 1,9,3-6; N 2,16,12).

Los muchos oficios que sirven al propio apetito en los inicios del camino espiritual son fuente de las distracciones (CB 28,7). Los versos: “ni cogeré las flores, /ni temerá las fieras /y pasaré los fuertes y fronteras” de la 3ª estrofa de Cántico ofrecen en síntesis alegórica las distracciones que sobrevienen y en las que está inmersa el alma, antes de decidirse a caminar por la senda del seguimiento de  Cristo, a saber, bienes temporales, sensuales y espirituales; el mundo, el demonio y la carne.

Los bienes naturales causan distracción del amor de Dios (S 3,21,1) y llevan anejo un  daño que es “distracción de la mente en criaturas” (S 3,22,2); “el gozo de las cosas visibles producen vanidad y distracción de la mente, como oír cosas inútiles” (S 3, 25,2-3); “el gozo en el sabor de los manjares … causa distracción de los demás sentidos y del corazón” (S 3,25,5); las romerías que se hacen con mucho bullicio y “más por recreación que por devoción” producen distracciones (S 3,36,3); quienes organizan fiestas religiosas “más se suelen alegrar por lo que ellos se han de holgar en ellas … que por agradar a Dios … con que se distraen” (S 3,38,2); los oratorios muy curiosos por asirse al ornato de los mismos (S 3,38,5), los bienes temporales y deleites corporales, “si se tienen con propiedad o se buscan”, también producen distracciones (CB 3,5).

El  mundo amenaza de diversas maneras “que hace dificultosísimo no sólo el perseverar … mas aun el poder comenzar el camino” (CB 3,7; 10,3); el demonio (CB 3,9; 16,2) en ocasiones estorba el ejercicio de amor interior (CB 16,3; 16,6); la parte sensitiva – fantasía, imaginación– trata de distraer a la parte racional de su interior para que atienda a las cosas exteriores (CB 18,4; 18,2; 18,7; 20 y 21,5) apartándola así de su centro. Las fuentes de la distracción son, pues, muchas y variadísimas. El Santo señala únicamente algunos ejemplos.

Antonio Mingo

Disfraz

En la pluma sanjuanista el lenguaje figurativo ha convertido también a este término en una expresión característica de su vocabulario místico. La aplicación al ámbito espiritual tiene su origen, como en tantos otros casos, en la creación poética. Por la misma razón, su uso se concentra en el comentario a determinado verso. En este caso al de la Noche: “Por la secreta escala disfrazada” (canc. 2ª, v. 2º).

Al margen del contexto poético, J. de la Cruz emplea el término en un par de ocasiones en el sentido corriente de máscara o artificio para despistar. Antes de llegar a la  unión, Dios se comunica a veces “mediante algún disfraz de visión imaginaria, o semejanza, o figura”, cosa que desaparece en el estado de unión transformante (S 2,16,9). Por su parte, el  demonio es tan astuto, que sabe “disimular y disfrazar” de tal manera las cosas, que las malas representaciones parezcan buenas (S 2,11,7).

Una primera y sumaria aplicación del disfraz en sentido figurado, arrancando del poema citado, se halla al principio de la Subida, en la primera explicación sumaria de la segunda estrofa. El  alma, en la noche oscura, camina disfrazada por llevar “el traje y vestido y término natural mudado en divino”, para no ser conocida ni detenida por las cosas humanas ni por el demonio (S 2,1,1).

La detenida explicación del mismo verso se abre en la Noche oscura con esta advertencia: “Tres propiedades conviene declarar acerca de tres vocablos, que contiene el presente verso.

Las dos, conviene a saber, secreta escala, pertenecen a la contemplación…; la tercera, conviene a saber, disfrazada, pertenece al alma por razón del modo que lleva en esta noche” (N 2,17,1). Esta última propiedad es la que aquí interesa.

Anteriormente, al sintetizar el contenido de toda la estrofa, había advertido J. de la Cruz que el alma cantaba su salida de noche, “a oscuras y segura”, “porque en ella se libraba y escapaba sutilmente de sus contrarios, que le impedían siempre el paso, porque en la oscuridad de la noche iba mudado el traje y disfrazada con tres libreas y colores que después diremos” (N 2,15,1).

Efectivamente, eso es lo que “dice” al explicar el sentido del calificativo “disfrazada”. Comienza por adelantar el significado de disfraz: “Conviene saber que disfrazarse no es otra cosa que disimularse y encubrirse debajo de otro traje y figura que de suyo tenía el alma “ (N 2,21,2). Los objetivos que persigue el alma en su salida de noche, por la secreta escala disfrazada, pueden ser varios: “Mostrar la fuerza de voluntad y pretensión que en el corazón tiene”; “encubrirse de sus émulos, y así poder hacer mejor su hecho” (ib.). En cualquier caso, toma aquellos trajes y librea “que más represente y signifique la afección de su corazón, y con que mejor se pueda de los contrarios disimular” (ib.).

La aplicación alegórica al alma “tocada del amor del Esposo Cristo” es sencilla: “Sale disfrazada con aquel disfraz que más al vivo represente las afecciones de su espíritu y con que más segura vaya de los adversarios suyos y enemigos, que son: demonio, mundo y carne” (ib. 3).

De aquí arranca la alegoría desarrollada por el Santo. En correspondencia a los tres  enemigos están los tres colores de la librea o disfraz del alma: blanco, verde y colorado. Cada uno de ellos denota una virtud teologal: el blanco, la fe; el verde, la esperanza, y el colorado, la caridad. La trama alegórica se desgrana así: la fe, que es “una túnica interior de una blancura tan levantada, que disgrega la vista del entendimiento”, ampara contra el demonio más que todas las otras virtudes (ib.). A la túnica blanca de la fe se sobrepone el segundo color, “que es una almilla de verde, correspondiente a la virtud de la esperanza, por la cual el alma se libra del segundo enemigo, que es el mundo, porque teniendo el corazón tan levantado del mundo, no sólo no le puede tocar y asir el corazón, pero ni alcanzarle de vista” (ib. 6).

Para remate y perfección de este disfraz y librea, sobre el blanco y el verde, “lleva el alma aquí un tercer color, que es una excelente toga colorada, por la cual es denotada la tercera virtud, que es la caridad” (ib. 10). Con esta librea, “no sólo se ampara y encubre el alma del tercer enemigo, que es la carne … pero aun hace válidas a las demás virtudes, dándoles vigor y fuerza para amparar al alma, y gracia y donaire para agradar al Amado con ellas, porque sin caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios” (ib.).

Concluye su aplicación del disfraz a la noche purificativa recordando que la  fe oscurece y vacía al entendimiento de toda inteligencia natural; la  esperanza hace lo propio en la  memoria y la  caridad, “ni más ni menos, vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad” (ib.11). Remata su pensamiento con estas palabras: “Sin caminar a las veras con el traje de estas tres virtudes es imposible llegar a la perfección de unión con Dios por amor”. No sólo es “necesario y conveniente este traje y disfraz”, sino también “atinársele a vestir y perseverar con él hasta conseguir la pretensión y fin tan deseado como la unión de amor” (ib. 12).

Frente a las apreciaciones y motivaciones puramente humanas, en la búsqueda y conquista de Dios, debe prevalecer la dimensión teologal. Es el disfraz frente a insidias y juicios humanos. Las virtudes teologales son el vestido necesario y adecuado para seguir el camino de Dios sin riesgo de extraviarse.  Caridad, celada, esperanza, fe, librea, túnica.

Eulogio Pacho