ALIANZA

Gran parte de la teología bíblica puede entenderse a partir del paso o camino que ha llevado a los israelitas desde el plano de la solidaridad «natural» en que vivían (como pueblo o grupo sociológico) a la vinculación voluntaria y personal, que se expresa en forma de alianza. Aquí evocamos el tema de la alianza desde una perspectiva israelita. La visión cristiana está más vinculada con la eucaristía*.

Dios y pueblo en alianza. La alianza es una institución social que está en el principio de la historia israelita, pues ella es la base de la federación* de tribus. Especial importancia tiene la alianza con Dios, en la que se definen tanto Dios como el pueblo israelita. (a) El Dios de la alianza. Los israelitas no se llaman sólo hijos o pueblo de Dios porque han nacido de los doce Patriarcas, sino porque han renacido de la esclavitud de Egipto, recibiendo de Dios y estableciendo con él un pacto de fidelidad perpetua sobre el monte Sinaí, por mano de Moisés. El Dios de la alianza de Moisés sigue vinculado al Dios* de los padres, de manera que empieza diciendo: «Yo soy el Dios de tu padre, de Abrahán, Isaac y Jacob» (Ex 3,6), pero después añade «Soy el que Soy» (soy Yahvé: Ex 3,14), el Dios que hace un pacto con vosotros, para que seáis testimonio o ejemplo de mi vida y de mi gracia en medio de los pueblos. En este contexto podemos afirmar que los judíos son el pueblo que ha pactado con Dios y que sabe que sólo por pacto o alianza se puede vivir sobre el mundo (cf. Ex 19,4-5). (b) Israel, pueblo de la alianza. La religión de la Biblia es religión de alianza, es decir, de pacto o compromiso de solidaridad. Con cada israelita nace de nuevo el pueblo y se establece de nuevo el pacto. Cada israelita escucha y asume como propia la antigua palabra: «Si oís mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi propiedad especial entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes, un pueblo santo» (Ex 19,5-6). (c) Dios y pueblo. La alianza se define en forma de comunicación y pertenencia mutua, como experiencia de vinculación personal permanente: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jr 11,4; Ez 36,28). El Dios de la alianza no es alguien que se cierra en sí mismo, sino que existe en apertura y comunicación hacia los hombres. Tampoco los israelitas existen como pueblo cerrado en sí, sino que son en su relación con Dios. Esta relación está en el principio de la vida del pueblo, que no existe por sí mismo, sino que nace por voluntad de amor de Dios. Pero, al mismo tiempo, ella es principio de exigencia: «Yahvé, tu Dios, te manda hoy que cumplas estos estatutos y decretos; cuida, pues, de ponerlos por obra con todo tu corazón y con toda tu alma. Has declarado solemnemente hoy que Yahvé es tu Dios, que andarás en sus caminos, que guardarás sus estatutos, sus mandamientos y sus decretos, y que escucharás su voz. Y Yahvé ha declarado hoy que tú eres pueblo suyo, de su exclusiva posesión… para que seas un pueblo consagrado a Yahvé, tu Dios, como él ha dicho» (Dt 26,16-19).

Sinaí, la alianza básica. Puede hablarse de la alianza de Dios con Noé (Gn 9) y con Abrahán (Gn 15), pero la fundamental, la que define a Israel, es la del Sinaí, que constituye (tras el éxodo* o paso por el mar Rojo) el momento fundante de nacimiento del pueblo. Éste es el esquema de conjunto y éstos los elementos del texto donde se inscribe la celebración: (a) Teofanía. La alianza es posible porque Dios se manifiesta al pueblo a través de una serie de signos tomados simbólicamente de los fenómenos cósmicos: «Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte, mientras el toque de la trompeta crecía en intensidad. Y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar. Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios… Todo el Sinaí humeaba, porque Yahvé había descendido sobre él en forma de fuego. Subía el humo como de un horno y todo el monte retemblaba con violencia. El sonido de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno» (Ex 19,1620). (b) Mandamientos. De los signos cósmicos, propios de las religiones de la naturaleza, el texto nos lleva a la palabra, en la que Dios se manifiesta como persona, en el contexto propio de Israel: «Dios pronunció todas estas palabras diciendo: Yo soy Yahvé, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos, figura alguna… No pronunciarás el nombre de Yahvé, tu Dios, en falso. Fíjate en el sábado para santificarlo…». Ésta es la alianza de Dios y en ella se escucha y acoge su palabra (Ex 20,1-8). En contra de lo que sucede en el sacrificio griego de Prometeo, aquí no hay envidia entre Dios y los hombres, ni hay tampoco disputa sobre el reparto de los diversos elementos del toro: a Dios se le ofrece la sangre (que aparece como vida del toro) y con ella, con la misma sangre, se rocía el libro de su mandamientos. Los israelitas empiezan a ser pueblo de Dios, de un Dios misterioso, cuyo rostro no ven, pero que les habla (cf. Ez 28,12-13). Misterioso es Dios y misterioso seguirá siendo a los largo de la historia israelita. Pero su más honda realidad se ha revelado ya en unos mandamientos que vienen a presentarse como documento de alianza: testimonio donde se refleja la voluntad creadora de Dios para con su pueblo y compromiso de acción (de actuación) del mismo pueblo.

El Código de la Alianza. Las palabras de los mandamientos se hacen código, libro de la alianza. Sólo allí donde hay palabra puede haber pacto, es decir, diálogo amoroso y firme, promesa efectiva: sólo un Dios que promete y unos hombres que prometen pueden ratificar un compromiso de alianza. En este contexto el hombre se define no sólo como aquel que puede prometer en general, sino como aquel que puede prometer al mismo Dios. En este contexto ha transmitido la Biblia la primera de sus «constituciones», llamada precisamente el Código de la Alianza (cf. Ex 20,22-23,19). Éste sigue siendo el primero y más sagrado de los «libros» israelitas, contenido actualmente en el Éxodo: «Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que le había dicho Yahvé, todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una: ¡Haremos todo lo que manda Yahvé! Entonces Moisés puso por escrito todas las palabras de Yahvé…» (cf. Ex 24,1-8). Se trata, por tanto, de un libro que va a fijar las relaciones de Dios con el pueblo, ratificadas en forma de pacto. Todo lo anterior viene a condensarse en un texto o libro de pacto en el que Moisés lo ha escrito recogiendo las palabras de Dios para leerlas después ante el pueblo. Esto significa que el pacto se hace libro: texto escrito de palabras que expresan el sentido de la acción/norma de Dios y fundan un espacio de existencia consciente para el pueblo (24,7-8). Misterioso se muestra aquí Dios y misterioso seguirá siendo a lo largo de la historia israelita. Pero su más honda realidad se ha revelado ya en forma de libro (= seper). No es un texto de cantos de guerra, ni un poema que recoge antiguas tradiciones. El libro que aparece aquí como revelación de Dios y palabra constitutiva de la identidad israelita es documento de alianza: testimonio donde se refleja la voluntad creadora de Dios para su pueblo y compromiso de acción (de actuación) del mismo pueblo.

Sacrificio y sangre de la alianza. «Moisés puso por escrito todas las palabras de Yahvé, madrugó y levantó un altar en la falda del monte y doce estelas por las doce tribus de Israel. Mandó a algunos jóvenes israelitas que ofrecieran holocaustos e inmolaran novillos como sacrificio de comunión para Yahvé. Entonces puso la mitad de la sangre en vasijas y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el libro de la alianza y lo leyó en alto al pueblo, que respondió: ¡Haremos todo lo que manda Yahvé y le obedeceremos! Moisés tomó el resto de la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: Ésta es la sangre de la alianza que Yahvé establece con nosotros por medio de todos estos mandatos» (Ex 24,4-8). Ésta es la fiesta de la constitución del pueblo, el sacrificio de la alianza, donde se ratifica y culmina la pascua. Es una alianza llena de violencia, simbolizada en la sangre* de los animales sacrificados, que se derrama sobre el altar. Sólo el animal sacrificado garantiza la fidelidad y unión de aquellos que celebran la alianza. De esa forma, la más honda experiencia de la religión israelita viene a quedar ratificada en el signo de la sangre, que así viene a mostrarse como elemento central de la experiencia religiosa. Ésta es, sin duda, una experiencia hermosa: la experiencia de un pueblo que se sabe vinculado a Dios por una ley* que se expresa a través de unos mandamientos* concretos que Dios mismo ha revelado al pueblo para que viva en libertad. Es como si una misma sangre, potencial de vida, pasara por las venas de Dios y de su pueblo. Por eso se elevan en la falda del monte doce estelas, recordando que el pacto de Dios vincula por encima de las vicisitudes históricas a las doce tribus del viejo Israel histórico cuyos herederos serán, con matices distintos, judíos y cristianos. Para completar el gesto, ofreciendo en nombre de todos su palabra autorizada, Moisés sube al monte con Aarón, sus hijos sacerdotes (representantes de eso que pudiéramos llamar poder sacral) y los setenta dirigentes (zeqenim o ancianos) que forman el Consejo legal/ejecutivo (= Senado, Sanedrín) del pueblo israelita (24,9-10). Todos aceptan el pacto de sangre de la alianza y así lo ratifican los representantes legales (sacerdotes y ancianos). Queda así constituido el pueblo israelita con valor y responsabilidad jurídica ante Dios.

Ruptura y renovación de la alianza. En la base de la alianza sigue estando la sangre*, como signo de sacralidad originaria, que hallamos también en otros pueblos (en casi todas las religiones de la tierra). Pues bien, a pesar del compromiso de la sangre de ellos, el Pentateuco afirma que los israelitas han roto la alianza, de manera que cuando Moisés desciende de la montaña con las tablas de la ley, que ratifican y recuerdan la alianza, tiene que romperlas, porque encuentra a los israelitas bailando ante el becerro de oro (cf. Ex 32,1-20). Ellos han roto la alianza, pero Dios la renueva, en gesto de misericordia (cf. Ex 34). Varios profetas han condenado a Israel, porque ha negado la alianza (no ha respondido a Dios), pero anuncian una nueva: «He aquí que vienen días, dice Yahvé, en los cuales haré nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como la alianza que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque yo fui un marido para ellos, dice Yahvé. Pero éste es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días: infundiré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31,31; cf. Ez 37,26).

Aplicaciones. Judíos y cristianos, pueblo de la alianza. La exigencia de la fidelidad a la alianza ha definido y distinguido a los israelitas a lo largo de los siglos, pero se ha expresado de formas distintas. El Dios israelita de Ex 19–24 sigue siendo señor de teofanía cósmica: por eso se recuerda su presencia en el volcán y fuego de la montaña sagrada. Pero su verdad más honda no se expresa ya por el prodigio del fuego admirable, sino en la ley de vida que ofrece/revela a los humanos para establecer con ellos una alianza. Para cumplir mejor la alianza se separaron algunos y vivían separados, como los fariseos y esenios de Qumrán. Por su parte, el judaísmo rabínico ha condensado el cumplimiento de la alianza en el estudio y cumplimiento de la Ley, entendida de un modo nacional. También Jesús y sus seguidores cristianos han querido renovar (actualizar) y extender la alianza israelita a las naciones: ellos vincularon la alianza con la «sangre de Jesús», es decir, con su entrega a favor del Reino. Así pudieron hablar de una «alianza nueva» retomando y actualizando motivos del Antiguo Testamento (cf. Ex 34,1-13; Jr 31,31). Esa nueva alianza cristiana puede verse como una profundización de la antigua, que sigue teniendo valor (en esa línea parecen situarse los textos eucarísticos: Mc 14,24 par; 1 Cor 11,25), aunque algunos de ellos parecen presentarla como una sustitución, pues la antigua ha terminado (cf. 2 Cor 3,6; Heb 9,9; 8,13; 9,15; 12,24).

Cf. K. BALTZER, Das Bundesformular, WMANT 4, Neukirchen 1964; W. EICHRODT, Teología del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; R. LOHFINK, La alianza nunca derogada. Reflexiones exegéticas para el diálogo entre judíos y cristianos, Herder, Barcelona 1992; D. MCCARTHY, Treaty and Covenant, AnBib 21, Roma 1963; J. PLASTARAS, Creación y Alianza. Génesis y Éxodo, Sal Terrae, Santander 1969; R. DE VAUX, Historia antigua de Israel II, Cristiandad, Madrid 1975, 379-430; J. VERMEYLEN, El Dios de la promesa y el Dios de la Alianza, Sal Terrae, Santander 1990.

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ALEGRÍA

La antropología bíblica es básicamente gozosa, pues valora la vida como don de Dios, ya desde la primera página de su relato: para la Biblia, la existencia humana es tob, algo bueno y valioso, desde su principio (Gn 1) hasta su meta (Ap 21–22). Esa alegría (vinculada al placer*), que puede estar velada por la dura historia de muerte que domina en gran parte de la literatura bíblica y parabíblica (como en 1 Henoc), nunca desaparece del camino de los creyentes y culmina, para los cristianos, en el mensaje de Jesús, que anuncia la llegada del reino de Dios, y de un modo especial en la experiencia pascual, que se entiende y despliega básicamente como mensaje de felicidad. En ese sentido podemos afirmar que la Biblia es el libro del gozo de Dios en los hombres. En el Antiguo Testamento, la alegría está vinculada a la victoria militar (1 Sm 18,6) y al culto divino (1 Cr 15,16). De un modo especial se pone de relieve la alegría en la celebración de las fiestas, en las que todo israelita debe alegrarse, comiendo, bebiendo, celebrando la vida (cf. Dt 12,18; 14,16; 16,11,15). En este contexto puede recordarse la alegría mesiánica de la Hija-Sión, a la que el profeta le dice: «Alégrate mucho, Hija-Sión, da voces de júbilo, hija de Jerusalén» (Zac 2,10; 9,9). Ésta es la alegría que el ángel de la anunciación ofrece en su saludo a la madre de Jesús, cuando le dice khaire, alégrate (Lc 1,28); es la alegría que la madre de Jesús expresa en su Magníficat*: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador».

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AGUA

El agua tiene en la Biblia muchos sentidos, desde la primera página del Génesis (aguas-caos de Gn 1,1-2) hasta la culminación de la historia y la llegada de la nueva Jerusalén, con las aguas de vida que brotan del trono de Dios en Ap 22,1-2.

Las diversas aguas. Entre los testimonios más significativos de la Biblia sobre el agua están los siguientes. (a) Aguas de la creación. Conforme a Gn 1, Dios ha creado el mundo sobre un caos de aguas, que él ha separado, poniendo una especie de cubierta o firmamento, para separar las aguas de arriba y las de abajo; ese mismo Dios ha separado las aguas del mar y la tierra firme, haciendo así posible el surgimiento de seres terrestres (cf. Gn 1,69). En este contexto puede citarse la lucha y victoria de Yahvé contra los monstruos de las aguas, como Tehom* y Leviatán. (b) Aguas del diluvio (Gn 6–8). Ellas son como un signo de la vuelta al caos; allí donde los hombres se pervierten Dios deja que se rompan las compuertas que separan a las aguas superiores e inferiores, de manera que el mundo corre el riesgo de quedar aniquilado. (c) Aguas del mar Rojo. Uno de los relatos más significativos y simbólicos de la historia bíblica es el paso de los israelitas por el mar Rojo: el mismo Dios les protege, abriendo un camino entre las olas, mientras los egipcios se hunden en ellas (Ex 14–15); una variante del tema aparece en el paso del río Jordán, en Jos 4,1-19. (d) Aguas de la tentación. Ofrecen uno de los temas básicos del camino por el desierto. Los hebreos carecen de agua y murmuran contra Moisés tentando a Dios. Yahvé responde diciendo a Moisés: «Pasa delante del pueblo y toma contigo algunos ancianos de Israel; toma también en tu mano la vara con que golpeaste el Nilo y camina. Allí estaré yo ante ti sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrán de ella aguas para que beba el pueblo. Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel. Y dio a aquel lugar el nombre de Massá y Meribá (= tentación y disputa), porque los hijos de Israel habían disputado y tentado a Yahvé diciendo: ¿Está o no está Yahvé entre nosotros?» (cf. Ex 17,1-7). Este motivo ha sido desarrollado por Nm 11–14 y por Dt 8,15; 32,51; 38,8). Precisamente allí donde la prueba es mayor (en el desierto) se vuelve más grande el signo de la presencia de Dios.

Las aguas de la promesa. Aparecen en dos contextos básicos: las aguas del retorno a la tierra prometida y las aguas del templo. (a) Aguas del retorno. El Segundo Isaías proyecta sobre el retorno de los israelitas cautivos en Babilonia algunas de las imágenes del éxodo: «En las alturas abriré ríos, y fuentes en medio de los valles; abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca» (Is 41,18). En ese contexto alude el profeta a la victoria de Yahvé contra los monstruos de las aguas: «Despierta, despierta, vístete de poder, oh brazo de Yahvé; despierta como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab, y el que hirió al Dragón? ¿No eres tú el que secó el mar, las aguas del gran abismo; el que transformó en camino las profundidades del mar para que pasaran los redimidos?» (Is 51,9-10). El agua caótica se pondrá al servicio de la vida, lo mismo que el desierto, convertido en vergel. (b) Aguas del templo, aguas mesiánicas. Por otra parte, aprovechando el signo de las aguas de la fuente de Siloé, que brotan debajo del templo de Jerusalén, la tradición profética ha desarrollado una preciosa visión de las aguas sagradas, que definirá la llegada del tiempo escatológico. El tema aparece ya en un texto antiguo de condena: «Por cuanto desechó este pueblo las aguas de Siloé, que corren mansamente, y se regocijó con Rezín y con el hijo de Romelía…» (Is 8,6). Las aguas de Siloé corren desde debajo del templo, apareciendo como signo de la protección de Dios, que los judíos desprecian, buscando alianzas militares peligrosas, en el tiempo de la guerra siroefraimita (a mediados del siglo VIII a.C.). Pues bien, después que Jerusalén ha caído ya en manos de los babilonios y ha sido destruida, eleva Ezequiel su profecía: «Del interior del templo manaba el agua hacia el oriente… El agua iba bajando por el lado derecho del templo… y crecía hasta convertirse en un gran río» (Ez 47,1ss). Ésta será la verdadera fuente y río de los tiempos mesiánicos, signo de presencia de Dios y de transformación de la misma tierra desierta, que va de Jerusalén hasta el mar Muerto. En esa línea se sitúa Zacarías: «Aquel día brotará un manantial de Jerusalén; la mitad fluirá hacia el mar oriental, la otra mitad hacia el mar occidental, lo mismo en verano que en invierno» (Zac 14,8-9). Éste será el río final del paraíso (Ap 22,1-2; cf. Gn 2,10). Desde esta base se puede afirmar que Dios mismo es la roca (lo más estable, lo más firme), siendo al mismo tiempo fuente perdurable: el origen del agua de la vida. Lógicamente, esta tradición de la roca de Dios en el desierto o en el templo de Jerusalén, roca de la que brota el agua de la vida, ha cautivado y enriquecido a los israelitas a lo largo de los siglos.

Interpretación cristiana. Los textos cristianos han evocado algunas de las tradiciones anteriores, interpretándolas desde la nueva situación mesiánica. Éstos son algunos de los ejemplos más significativos. (a) Sinópticos: andar sobre las aguas, tempestad calmada. Diversos textos de la tradición sinóptica (Mc 4,25-41; 6,45-52 par) evocan los temas del éxodo, con el paso por el mar Rojo y la victoria de Dios sobre las aguas. (b) Juan: el agua de la vida. En dos momentos fundamentales, el evangelio de Juan presenta a Jesús como fuente de agua de vida, en Siquem (junto al pozo de Jacob) y en el templo de Jerusalén en el entorno de las aguas de Siloé (cf. Jn 4,7-15 y 7,38). (c) Pablo: la roca de agua. Retomando quizá una interpretación israelita antigua, Pablo dirá que la roca de Dios, de la que brotaba el agua, iba acompañando a los hijos de Israel por el desierto, precisando después que ella se identificaba con Cristo: «Todos nuestros padres bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que les seguía. Esa roca era el Cristo» (1 Cor 10,4-5). (d) Apocalipsis: presenta el agua en dos formas (en fuentes-ríos y en mares), formando con tierra y cielo los cuatro elementos cósmicos, amenazados por el juicio (cf. Ap 8,10; 14,7; 16,4). El Dragón antiguo es dueño del agua destructora (de muerte) con la que pretende ahogar a la Mujer (cf. Ap 12,5); en esa línea, el cauce sin agua del río puede convertirse en signo de condena, paso abierto para los poderes de la muerte (cf. 16,2), y las muchas aguas son un signo de los pueblos, multitud de gentes amenazadoras de la tierra (17,1.15). Pero, en otra perspectiva, el rumor de grandes aguas aparece como sonido y signo de la multitud de los salvados (cf. 1,15; 14,2,19,6); en esa línea ha de entenderse el símbolo final del Agua de vida que brota del trono de Dios y el Cordero, en la Ciudad salvada de la Nueva Jerusalén (Ap 7,17; 21,6; 22,1.17; cf. Ez 47,1-12 y Zac 14,8).

Cf. G. BACHELARD, El agua y los sueños, FCE, México 1993; E. BOISMARD, «Agua», en X. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967, 47-51; E. DREWERMANN, Strukturen des Bösen I-III, Schönningh

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AGOBIO: NO OS PREOCUPÉIS

En el centro de la vida humana, más allá del nivel de la ley y obligación, del miedo y juicio, donde se sitúa incluso el mensaje de Juan* Bautista (cf. Mt 3,2-12 par), ha elevado Jesús una experiencia de gratuidad universal.

El don de ser hombre, hijo de Dios: «No os agobiéis por la vida, qué comeréis, ni por el cuerpo, cómo os vestiréis. Pues la vida es más que la comida y el cuerpo más que el vestido. Mirad a los cuervos: no siembran ni siegan; no tienen despensa ni granero; y sin embargo Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que esas aves! ¿Quién de vosotros podrá alargar una hora al tiempo de su vida a fuerza de agobiarse? Si no podéis hacer lo que es más simple, ¿cómo os preocupáis por otras cosas? Mirad a los lirios: cómo crecen. No hilan ni tejen y os digo que ni siquiera Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba que hoy florece y mañana se quema, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe! Y vosotros no os preocupéis buscando qué comeréis o qué beberéis; por todas estas cosas se preocupan los gentiles, pero vuestro Padre sabe lo que necesitáis; buscad, pues, su Reino y todo esto se os dará por añadidura» (Lc 12,2231; cf. Mt 6,25-32). Apoyándose en la página inicial de su Biblia, Jesús experimenta este mundo como bueno y en esa experiencia funda su tarea mesiánica. Dios no se ha escondido en un oscuro y difícil más allá, abandonando el mundo actual bajo poderes adversos, como suponía 1 Hen 6–36 (apocalíptica*, dualismo*). No ha dejado que triunfen los violentos y lo manchen todo, sino que ha creado y sigue sustentando amorosamente la vida de los hombres y mujeres, especialmente la de aquellos que parecen más amenazados. El mundo no se encuentra infestado de demonios, ni necesita unos signos religiosos especiales, pues todas las cosas son señal de su presencia. Los cuervos que buscan comida (¡carroña!) y los lirios que despliegan su hermosura, aunque sólo florezcan por un día, son signo de gracia. Dios se preocupa de los hombres, de manera que ellos pueden confiar en Dios, como lo muestra la naturaleza material, incluso allí donde es más frágil (lirios) y más ambigua (cuervos). En esa línea se había situado el libro de la Sabiduría: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa no la habrías creado» (cf. Sab 12,16-18).

Dos preocupaciones. El Evangelio sabe que hay dos preocupaciones que agobian a los hombres: la ansiedad por la comida (supervivencia) y la ambición por el vestido (apariencia), que convierten la vida de muchos en angustia y guerra. Pues bien, por encima de ellas, propone Jesús la búsqueda positiva del Reino, que se funda en Dios y que libera al hombre para la gracia. Ciertamente, los cuervos no siembran ni siegan y los lirios no hilan ni tejen, pero los hombres deben sembrar-segar e hilar-tejer si quieren comer y vestirse. Pero ellos han de hacerlo sin el agobio que les vuelve esclavos de la producción y del consumo, impidiéndoles vivir desde la gracia. La vida se mueve, por tanto, en dos planos. (a) Plano de ley, agobio universal. Reinterpretando un mito latino, M. Heidegger define al hombre como Sorge: cura, cuidado o preocupación. La tierra le dio cuerpo que a la tierra vuelve por la muerte. Júpiter divino le dio aliento (spiritus) que vuelve también a lo divino. Pero fue la cura (Sorge) la que vino a modelarle poniéndole bajo su dominio sobre el mundo. El hombre es, por tanto, un viviente que, hallándose abierto a un abanico de posibilidades, se descubre a la vez agobiado (angustiado) en la tarea de encontrar su puesto entre las cosas. Ha salido de la tierra madre; pero ella no consigue responder a sus problemas. Está huérfano de un Dios que le pueda tranquilizar. Entre la tierra y el cielo, lejos de su naturaleza madre y separado de un padre Dios, habita el hombre, entregado a su preocupación o «cura» por su pan y vestido. (b) Plano de contemplación, experiencia de gracia. Dios no nos abandona en manos de nuestra propia cura o Sorge, no nos deja en la lucha por los bienes limitados de la tierra, sino que su presencia nos libera, con el fin de que podamos vivir conforme a la gracia del Reino. En el principio de la antropología de Jesús está el agradecimiento y la confianza por la vida. Ciertamente, Jesús sabe que este mundo es espacio de riesgo y que, si no buscamos el reino de Dios, podemos convertirlo en campo de batalla angustiosa de todos contra todos («Se levantará nación contra nación y reino contra reino»: Mc 13,8). Pero, en sí mismo, como lugar donde se expresa el cuidado de Dios y puede buscarse su Reino, este mundo es bueno.

Cf. H. URS VON BALTHASAR, El cristianismo y la angustia, Caparrós, Madrid 1988; S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, Espasa-Calpe, Madrid 1976.

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ACOGER

La hospitalidad constituye una de las virtudes y prácticas más recomendadas no sólo en la Biblia, sino en toda la cultura oriental antigua, especialmente en los tiempos y lugares del nomadismo, cuando la falta de acogida implicaba la muerte para caminantes y peregrinos. La misma ley instituye ciudades de acogida o refugio para cierto tipo de homicidas o culpables, de manera que puedan así escapar a la venganza de sus perseguidores (cf. Nm 35,6-28; Jos 20,24; 21,13-37). Ejemplo de acogida es Abrahán (Gn 18). En el Nuevo Testamento está recomendada de un modo expreso en Rom 12,13; 1 Tit 5,10; Heb 13,2. Entre los textos y ejemplos de acogida del Nuevo Testamento podemos citar algunos más significados que se vinculan entre sí, marcando las líneas básicas de una experiencia de acogida cristiana.

El que recibe a un niño en mi nombre a mí me recibe… (Mc 9,37). La comunidad cristiana aparece en el fondo de esta palabra como casa para los que no tienen casa, como lugar de acogida para los necesitados y en especial para los niños. La palabra que aquí se emplea no es la que utilizará el evangelio de Juan, al decir que el discípulo recibió (elaben) a la madre de Jesús (en gesto de acogida eclesial: Jn 19,27), sino una palabra que indica más bien la acogida y servicio social (con dexêtai): acoger es ofrecer casa y familia, no sólo a los huérfanos* de la tradición del Antiguo Testamento, sino a todos los niños en cuanto necesitados. Esta exigencia de la acogida eclesial o cristiana de los niños está en la base de la identidad cristiana, tal como lo han destacado Mc 9,37, Lc 9,48 y Mt 18,5. Los niños y los necesitados vienen a presentarse de esa forma como los más importantes en la Iglesia.

Fui extranjero y no me acogisteis (Mt 25,25). Esta palabra nos sigue situando en la línea de la tradición de la acogida a los huérfanos*, viudas* y extranjeros*, que remite al principio de la Ley israelita, expresada del modo más fuerte en Dt 10,19: «amaréis a los forasteros, porque forasteros fuisteis en Egipto». Todos los forasteros, sin patria, vienen a presentarse ahora como signo de Jesús, presencia de Dios en el mundo. En ese contexto se emplea la palabra más fuerte de acogida: synêgagete (Mt 25,25.28), que está vinculada con la palabra sinagoga*, entendida como asamblea o comunidad. En el lugar programático donde habla del fundamento de la comunidad de creyentes, Mt 16,16 (lo mismo que 18,17) empleará la palabra Iglesia, que se ha hecho luego casi normativa para hablar de la reunión de los cristianos. Pues bien, en este contexto de juicio final, asumiendo una palabra también clásica de la tradición judía y cristiana, Mateo supone que los creyentes deben acoger en su synagogé o comunidad a los pobres y excluidos, a los que no tienen casa o referencia social, por ser extranjeros.

Acogida eclesial. La Iglesia cristiana se establece como casa que acoge a los pobres, acogiendo a los enviados de Jesús. Los misioneros del Evangelio no empiezan creando casas para acoger en ellas a todos los que vengan, sino que se dejan recibir y acoger en las casas de aquellos que quieran escucharles, de manera que surge una simbiosis entre los que tienen casa (sedentarios que acogen a los itinerantes) y los itinerantes (cf. Lc 10,8-10; Mc 6,11; etc.). Un ejemplo especial de acogida que funda la Iglesia es el que ofrecen Marta* y María, que reciben a Jesús en su casa, ofreciéndole su servicio y escucha (cf. Lc 10,38-42). En esa línea, se ha dicho que el tema principal de la 1ª de Pedro* consiste en ofrecer casa a los que no tienen casa.

La recibió en su casa: Discípulo amado y Madre de Jesús. La Madre de Jesús ha jugado un papel importante en la tradición cristiana. Ella aparece vinculada a los parientes (hermanos) que quieren llevar a Jesús a su casa, a la casa de un tipo de judaísmo cercano al de los escribas (cf. Mc 3,31-36). Hch 1,13-14 la incluye entre los grupos de discípulos que forman la primera Iglesia. Pues bien, Jn la ha presentado ya, introduciendo el camino de Jesús, mostrándole que falta vino en las viejas bodas de la ley judía (cf. Jn 2,1-11). Así pues, al final de su vida, desde la misma cruz, Jesús dice a la madre que el discípulo querido es su hijo y dice al discípulo que la madre de Jesús es su madre. En este contexto, el Evangelio añade que el discípulo la recibió (elaben) en su casa (o la tomó como tesoro grande, entre sus bienes, pues también puede traducirse el texto de esa forma). En el fondo de ese relato puede haber un dato histórico. María, la madre de Jesús, ha sido una mujer discutida y poderosa dentro de la Iglesia (gebîra*) entre cuyos miembros se incluye (como sabe Hch 1,13-14). Posiblemente algunos seguidores de Jesús (como los parientes a quienes Jn 7,1-9 presenta como incrédulos o los hermanos que en Mc 3,31-35 quieren llevar a Jesús a su casa) han querido capitalizar la memoria de la madre. Pues bien, nuestro pasaje zanja esa cuestión: la madre pertenece al discípulo querido, es decir, a la Iglesia que se centra en el amor. Quizá se puede dar un paso más y decir que la unión de Madre y discípulo querido es signo de la unión de judíos y cristianos. La madre pertenece a las bodas de Israel (agua de purificaciones) que deben transformarse en vino universal de gracia. Pues bien, el discípulo amado la ha recibido en la casa del amor.

Cf. I. M. FORNARI-CARBONELL, La escucha del huésped (Lc 10,38-42). La hospitalidad en el horizonte de la comunicación, Verbo Divino, Estella 1995; A. SERRA, María según el evangelio, Sígueme, Salamanca 1988; E. SCHÜSSLER FIORENZA, «La práctica de la interpretación», en Pero ella dijo, Trotta, Madrid 1996, 78-106.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

ABSTINENCIA

En general, la Biblia es un libro de comidas. Según ella, tras el diluvio (cf. Gn 9,3), los israelitas pueden y deben alimentarse de todos los frutos de la tierra, incluido el vino, bendiciendo a Dios. La ley del Pentateuco sólo prohíbe un número poco significativo de alimentos considerados impuros, como el cerdo (cf. Lv 11; Dt 14).

En la corte de Nabucodonosor. Ciertamente, existieron en el Israel antiguo algunos grupos, como los recabitas* y nazareos*, que se abstenían especialmente de vino. Pues bien, en este contexto se pueden añadir otros abstinentes y abstemios, como aquellos que se pusieron al servicio del rey Nabucodonosor de Babilonia (símbolo de todos los grandes reyes bajo cuyo dominio han vivido los israelitas). El rey les llamó para que le sirvieran en el palacio (Dn 1,1-4), fijando para ellos unas normas entre las que se hallaba una ley de comidas: «El rey les asignó una ración diaria de los manjares del rey y del vino de su mesa. Deberían ser educados durante tres años, tras lo cual entrarían al servicio del rey. Entre ellos se encontraban Daniel, Ananías, Misael y Azarías, que eran judíos… Daniel, que tenía el propósito de no mancharse compartiendo los manjares del rey y el vino de su mesa, pidió al jefe de los eunucos permiso para no mancharse. Dios concedió a Daniel hallar gracia y benevolencia ante el jefe de los eunucos, a quien dijo: Por favor, pon a prueba a tus siervos durante diez días: que nos den a comer legumbres y a beber agua; después nos comparas con los jóvenes que comen los manjares del rey, y haces con tus siervos con arreglo a lo que vieres. Aceptó él la propuesta y les puso a prueba durante diez días. Al cabo de los diez días se vio que tenían mejor aspecto y estaban más sanos que todos los jóvenes que comían los manjares del rey. Desde entonces el guarda retiró sus manjares y el vino que debían beber, y les dio legumbres.

La sabiduría de la abstinencia. «Estos cuatro jóvenes recibieron de Dios ciencia e inteligencia en toda clase de letras y sabiduría. Particularmente Daniel poseía el discernimiento de visiones y sueños» (Dn 1,5-17). El texto ha mezclado dos temas: la pureza en las comidas y la abstinencia de vino y carne. Son impuros los manjares que están contaminados, por ser prohibidos (cerdo…) o porque han sido sacrificados a los ídolos o están mal preparados. Todos los buenos israelitas están obligados a prescindir de ellos. Pero Daniel y sus amigos hacen más: deciden abstenerse de carne y vino, iniciando de esa forma un ayuno sapiencial, al servicio de una más alta contemplación, de un conocimiento superior. Según eso, el conjunto de los israelitas ha comido y bebido, alabando a Dios. Pero han existido en Israel algunos abstemios y abstinentes especiales como los nazareos (no beben vino) y los terapeutas* (no toman ni vino ni carne). Entre estos últimos hemos encontrado a Daniel y sus amigos, abstinentes sapienciales, no contemplativos: la dieta vegetariana (que se supone vinculada al orden primero de la creación: cf. Gn 1–3) les capacita para resolver hondos misterios del mundo y de la historia. Esta abstinencia sapiencial no es específicamente judía, ni cristiana, sino que ha sido desarrollada más bien por ascetas y místicos de otras religiones, sobre todo en el oriente.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza

Lectio sábado, 6 julio, 2019

Mateo 9,14-17

1) Oración inicial

Padre de bondad, que por la gracia de la adopción nos has hecho hijos de la luz; concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Por nuestro Señor.

2) Lectura del Evangelio

Del Evangelio según Mateo 9,14-17

Entonces se le acercan los discípulos de Juan y le dicen: « ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?» Jesús les dijo: « ¿Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán. Nadie echa un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, porque lo añadido tira del vestido, y se produce un desgarrón peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en pellejos viejos; pues de otro modo, los pellejos revientan, el vino se derrama, y los pellejos se echan a perder; sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos, y así ambos se conservan.»

3) Reflexión

• Mateo 9,14: La pregunta de los discípulos de Juan entorno a la práctica del ayuno. El ayuno es una costumbre muy antigua, practicada por casi todas las religiones. Jesús mismo la practicó durante casi 40 días (Mt 4,2). Pero no insiste con los discípulos para que hagan lo mismo. Les deja libertad. Por esto, los discípulos de Juan Bautista y de los fariseos, que se veían obligados a ayudar, quieren saber porqué Jesús no insiste en el ayuno. «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos y tus discípulos no ayunan?»

• Mateo 9,15: La respuesta de Jesús. Jesús responde con una comparación en forma de pregunta: “¿Pueden acaso los amigos del novio ponerse tristes, estar de luto, cuando el novio está con ellos?” Jesús asocia el ayuno con el luto, y él se considera el novio. Cuando el novio está con los amigos del novio, esto es, durante la fiesta de la boda, los amigos no necesitan ayunar. Durante el tiempo en que Jesús está con los discípulos, es la fiesta de la boda. No precisan ni pueden ayunar. Quizá un día el novio se vaya, entonces será un día de luto. En ese día, si quieren, pueden ayunar. Jesús alude a su muerte. Sabe y siente que, si continúa por este camino de libertad, las autoridades querrán matarle.

• Mateo 9,16-17: Vino nuevo en ¡pellejos nuevos! En estos dos versículos, el evangelio de Mateo presenta dos frases de Jesús sobre el remiendo de vestido nuevo y sobre el vino nuevo en pellejo nuevo. Estas palabras arrojan luz sobre las discusiones y los conflictos de Jesús con las autoridades de la época. No se coloca remiendo de vestido nuevo en ropa vieja. Porque al lavarla, el remiendo tira del vestido y se produce un desgarrón peor. Nadie pone vino nuevo en pellejo viejo, porque el vino nuevo por la fermentación hace estallar el pellejo viejo. ¡Vino nuevo en pellejo nuevo! La religión defendida por las autoridades religiosas era como ropa vieja, como pellejo viejo. Tanto los discípulos de Juan como los fariseos, trataban de renovar la religión. En realidad, lo que hacían era poner remiendos y por ello corrían el peligro de comprometer y echar a perder la novedad y las costumbres antiguas. No es posible combinar lo nuevo que Jesús nos trae con las costumbres antiguas. ¡O el uno o el otro! El vino nuevo hace estallar el pellejo viejo. Hay que saber separar las cosas. Muy probablemente, Mateo repite estas palabras de Jesús para poder orientar a las comunidades de los años 80. Había un grupo de judíos cristianos que querían reducir la novedad de Jesús al judaísmo de antes de la llegada de Jesús. Jesús no está contra lo que es “viejo”. Lo que él no quiere es que lo viejo se imponga a lo nuevo, y así empieza a manifestarse. No es posible releer el Vaticano II con mentalidad pre-conciliar, como algunos tratan de hacer hoy.

4) Para la reflexión personal

• ¿Cuáles son los conflictos entorno a las prácticas religiosas que hoy traen sufrimiento a las personas y son causa de mucha discusión y polémica? ¿Cuál es la imagen de Dios que está por detrás de todos estos preconceptos, normas y prohibiciones? • ¿Cómo entender la frase de Jesús: “No colocar un remiendo nuevo en un vestido viejo?” ¿Qué mensaje saco de todo esto para mi comunidad, hoy?

5) Oración final

Escucharé lo que habla Dios. Sí, Yahvé habla de futuro para su pueblo y sus amigos, que no recaerán en la torpeza. (Sal 85,9)

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