Gran parte de la teología bíblica puede entenderse a partir del paso o camino que ha llevado a los israelitas desde el plano de la solidaridad «natural» en que vivían (como pueblo o grupo sociológico) a la vinculación voluntaria y personal, que se expresa en forma de alianza. Aquí evocamos el tema de la alianza desde una perspectiva israelita. La visión cristiana está más vinculada con la eucaristía*.
Dios y pueblo en alianza. La alianza es una institución social que está en el principio de la historia israelita, pues ella es la base de la federación* de tribus. Especial importancia tiene la alianza con Dios, en la que se definen tanto Dios como el pueblo israelita. (a) El Dios de la alianza. Los israelitas no se llaman sólo hijos o pueblo de Dios porque han nacido de los doce Patriarcas, sino porque han renacido de la esclavitud de Egipto, recibiendo de Dios y estableciendo con él un pacto de fidelidad perpetua sobre el monte Sinaí, por mano de Moisés. El Dios de la alianza de Moisés sigue vinculado al Dios* de los padres, de manera que empieza diciendo: «Yo soy el Dios de tu padre, de Abrahán, Isaac y Jacob» (Ex 3,6), pero después añade «Soy el que Soy» (soy Yahvé: Ex 3,14), el Dios que hace un pacto con vosotros, para que seáis testimonio o ejemplo de mi vida y de mi gracia en medio de los pueblos. En este contexto podemos afirmar que los judíos son el pueblo que ha pactado con Dios y que sabe que sólo por pacto o alianza se puede vivir sobre el mundo (cf. Ex 19,4-5). (b) Israel, pueblo de la alianza. La religión de la Biblia es religión de alianza, es decir, de pacto o compromiso de solidaridad. Con cada israelita nace de nuevo el pueblo y se establece de nuevo el pacto. Cada israelita escucha y asume como propia la antigua palabra: «Si oís mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi propiedad especial entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes, un pueblo santo» (Ex 19,5-6). (c) Dios y pueblo. La alianza se define en forma de comunicación y pertenencia mutua, como experiencia de vinculación personal permanente: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jr 11,4; Ez 36,28). El Dios de la alianza no es alguien que se cierra en sí mismo, sino que existe en apertura y comunicación hacia los hombres. Tampoco los israelitas existen como pueblo cerrado en sí, sino que son en su relación con Dios. Esta relación está en el principio de la vida del pueblo, que no existe por sí mismo, sino que nace por voluntad de amor de Dios. Pero, al mismo tiempo, ella es principio de exigencia: «Yahvé, tu Dios, te manda hoy que cumplas estos estatutos y decretos; cuida, pues, de ponerlos por obra con todo tu corazón y con toda tu alma. Has declarado solemnemente hoy que Yahvé es tu Dios, que andarás en sus caminos, que guardarás sus estatutos, sus mandamientos y sus decretos, y que escucharás su voz. Y Yahvé ha declarado hoy que tú eres pueblo suyo, de su exclusiva posesión… para que seas un pueblo consagrado a Yahvé, tu Dios, como él ha dicho» (Dt 26,16-19).
Sinaí, la alianza básica. Puede hablarse de la alianza de Dios con Noé (Gn 9) y con Abrahán (Gn 15), pero la fundamental, la que define a Israel, es la del Sinaí, que constituye (tras el éxodo* o paso por el mar Rojo) el momento fundante de nacimiento del pueblo. Éste es el esquema de conjunto y éstos los elementos del texto donde se inscribe la celebración: (a) Teofanía. La alianza es posible porque Dios se manifiesta al pueblo a través de una serie de signos tomados simbólicamente de los fenómenos cósmicos: «Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte, mientras el toque de la trompeta crecía en intensidad. Y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar. Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios… Todo el Sinaí humeaba, porque Yahvé había descendido sobre él en forma de fuego. Subía el humo como de un horno y todo el monte retemblaba con violencia. El sonido de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno» (Ex 19,1620). (b) Mandamientos. De los signos cósmicos, propios de las religiones de la naturaleza, el texto nos lleva a la palabra, en la que Dios se manifiesta como persona, en el contexto propio de Israel: «Dios pronunció todas estas palabras diciendo: Yo soy Yahvé, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos, figura alguna… No pronunciarás el nombre de Yahvé, tu Dios, en falso. Fíjate en el sábado para santificarlo…». Ésta es la alianza de Dios y en ella se escucha y acoge su palabra (Ex 20,1-8). En contra de lo que sucede en el sacrificio griego de Prometeo, aquí no hay envidia entre Dios y los hombres, ni hay tampoco disputa sobre el reparto de los diversos elementos del toro: a Dios se le ofrece la sangre (que aparece como vida del toro) y con ella, con la misma sangre, se rocía el libro de su mandamientos. Los israelitas empiezan a ser pueblo de Dios, de un Dios misterioso, cuyo rostro no ven, pero que les habla (cf. Ez 28,12-13). Misterioso es Dios y misterioso seguirá siendo a los largo de la historia israelita. Pero su más honda realidad se ha revelado ya en unos mandamientos que vienen a presentarse como documento de alianza: testimonio donde se refleja la voluntad creadora de Dios para con su pueblo y compromiso de acción (de actuación) del mismo pueblo.
El Código de la Alianza. Las palabras de los mandamientos se hacen código, libro de la alianza. Sólo allí donde hay palabra puede haber pacto, es decir, diálogo amoroso y firme, promesa efectiva: sólo un Dios que promete y unos hombres que prometen pueden ratificar un compromiso de alianza. En este contexto el hombre se define no sólo como aquel que puede prometer en general, sino como aquel que puede prometer al mismo Dios. En este contexto ha transmitido la Biblia la primera de sus «constituciones», llamada precisamente el Código de la Alianza (cf. Ex 20,22-23,19). Éste sigue siendo el primero y más sagrado de los «libros» israelitas, contenido actualmente en el Éxodo: «Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que le había dicho Yahvé, todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una: ¡Haremos todo lo que manda Yahvé! Entonces Moisés puso por escrito todas las palabras de Yahvé…» (cf. Ex 24,1-8). Se trata, por tanto, de un libro que va a fijar las relaciones de Dios con el pueblo, ratificadas en forma de pacto. Todo lo anterior viene a condensarse en un texto o libro de pacto en el que Moisés lo ha escrito recogiendo las palabras de Dios para leerlas después ante el pueblo. Esto significa que el pacto se hace libro: texto escrito de palabras que expresan el sentido de la acción/norma de Dios y fundan un espacio de existencia consciente para el pueblo (24,7-8). Misterioso se muestra aquí Dios y misterioso seguirá siendo a lo largo de la historia israelita. Pero su más honda realidad se ha revelado ya en forma de libro (= seper). No es un texto de cantos de guerra, ni un poema que recoge antiguas tradiciones. El libro que aparece aquí como revelación de Dios y palabra constitutiva de la identidad israelita es documento de alianza: testimonio donde se refleja la voluntad creadora de Dios para su pueblo y compromiso de acción (de actuación) del mismo pueblo.
Sacrificio y sangre de la alianza. «Moisés puso por escrito todas las palabras de Yahvé, madrugó y levantó un altar en la falda del monte y doce estelas por las doce tribus de Israel. Mandó a algunos jóvenes israelitas que ofrecieran holocaustos e inmolaran novillos como sacrificio de comunión para Yahvé. Entonces puso la mitad de la sangre en vasijas y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el libro de la alianza y lo leyó en alto al pueblo, que respondió: ¡Haremos todo lo que manda Yahvé y le obedeceremos! Moisés tomó el resto de la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: Ésta es la sangre de la alianza que Yahvé establece con nosotros por medio de todos estos mandatos» (Ex 24,4-8). Ésta es la fiesta de la constitución del pueblo, el sacrificio de la alianza, donde se ratifica y culmina la pascua. Es una alianza llena de violencia, simbolizada en la sangre* de los animales sacrificados, que se derrama sobre el altar. Sólo el animal sacrificado garantiza la fidelidad y unión de aquellos que celebran la alianza. De esa forma, la más honda experiencia de la religión israelita viene a quedar ratificada en el signo de la sangre, que así viene a mostrarse como elemento central de la experiencia religiosa. Ésta es, sin duda, una experiencia hermosa: la experiencia de un pueblo que se sabe vinculado a Dios por una ley* que se expresa a través de unos mandamientos* concretos que Dios mismo ha revelado al pueblo para que viva en libertad. Es como si una misma sangre, potencial de vida, pasara por las venas de Dios y de su pueblo. Por eso se elevan en la falda del monte doce estelas, recordando que el pacto de Dios vincula por encima de las vicisitudes históricas a las doce tribus del viejo Israel histórico cuyos herederos serán, con matices distintos, judíos y cristianos. Para completar el gesto, ofreciendo en nombre de todos su palabra autorizada, Moisés sube al monte con Aarón, sus hijos sacerdotes (representantes de eso que pudiéramos llamar poder sacral) y los setenta dirigentes (zeqenim o ancianos) que forman el Consejo legal/ejecutivo (= Senado, Sanedrín) del pueblo israelita (24,9-10). Todos aceptan el pacto de sangre de la alianza y así lo ratifican los representantes legales (sacerdotes y ancianos). Queda así constituido el pueblo israelita con valor y responsabilidad jurídica ante Dios.
Ruptura y renovación de la alianza. En la base de la alianza sigue estando la sangre*, como signo de sacralidad originaria, que hallamos también en otros pueblos (en casi todas las religiones de la tierra). Pues bien, a pesar del compromiso de la sangre de ellos, el Pentateuco afirma que los israelitas han roto la alianza, de manera que cuando Moisés desciende de la montaña con las tablas de la ley, que ratifican y recuerdan la alianza, tiene que romperlas, porque encuentra a los israelitas bailando ante el becerro de oro (cf. Ex 32,1-20). Ellos han roto la alianza, pero Dios la renueva, en gesto de misericordia (cf. Ex 34). Varios profetas han condenado a Israel, porque ha negado la alianza (no ha respondido a Dios), pero anuncian una nueva: «He aquí que vienen días, dice Yahvé, en los cuales haré nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como la alianza que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque yo fui un marido para ellos, dice Yahvé. Pero éste es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días: infundiré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31,31; cf. Ez 37,26).
Aplicaciones. Judíos y cristianos, pueblo de la alianza. La exigencia de la fidelidad a la alianza ha definido y distinguido a los israelitas a lo largo de los siglos, pero se ha expresado de formas distintas. El Dios israelita de Ex 19–24 sigue siendo señor de teofanía cósmica: por eso se recuerda su presencia en el volcán y fuego de la montaña sagrada. Pero su verdad más honda no se expresa ya por el prodigio del fuego admirable, sino en la ley de vida que ofrece/revela a los humanos para establecer con ellos una alianza. Para cumplir mejor la alianza se separaron algunos y vivían separados, como los fariseos y esenios de Qumrán. Por su parte, el judaísmo rabínico ha condensado el cumplimiento de la alianza en el estudio y cumplimiento de la Ley, entendida de un modo nacional. También Jesús y sus seguidores cristianos han querido renovar (actualizar) y extender la alianza israelita a las naciones: ellos vincularon la alianza con la «sangre de Jesús», es decir, con su entrega a favor del Reino. Así pudieron hablar de una «alianza nueva» retomando y actualizando motivos del Antiguo Testamento (cf. Ex 34,1-13; Jr 31,31). Esa nueva alianza cristiana puede verse como una profundización de la antigua, que sigue teniendo valor (en esa línea parecen situarse los textos eucarísticos: Mc 14,24 par; 1 Cor 11,25), aunque algunos de ellos parecen presentarla como una sustitución, pues la antigua ha terminado (cf. 2 Cor 3,6; Heb 9,9; 8,13; 9,15; 12,24).
Cf. K. BALTZER, Das Bundesformular, WMANT 4, Neukirchen 1964; W. EICHRODT, Teología del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; R. LOHFINK, La alianza nunca derogada. Reflexiones exegéticas para el diálogo entre judíos y cristianos, Herder, Barcelona 1992; D. MCCARTHY, Treaty and Covenant, AnBib 21, Roma 1963; J. PLASTARAS, Creación y Alianza. Génesis y Éxodo, Sal Terrae, Santander 1969; R. DE VAUX, Historia antigua de Israel II, Cristiandad, Madrid 1975, 379-430; J. VERMEYLEN, El Dios de la promesa y el Dios de la Alianza, Sal Terrae, Santander 1990.
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