FUEGO

(Dios, excluidos, infierno, juicio, pecado). Dentro de la teología cristiana, suele citarse el fuego en relación con la exclusión de los pecadores, conforme a la sentencia de Mt 25,41: «Apartaos de mí, al fuego eterno». Pero tiene además otros sentidos, vinculados de un modo especial con la manifestación de Dios, en su doble forma, creadora y destructora.

  1. Fuego de Dios: teofanía y castigo. El fuego está ligado a lo divino como fuerza creadora y destructora. La misma revelación de Dios, que trasciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19,18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3,2) y en la nube luminosa (Ex 13,21-22; Nm 14,14). El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1,4.13.27 y Dn 7,10 y, lógicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del mar Muerto (Gn 19,24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9,24). Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios proviene el fuego que devora a los rebeldes (Lv 10,2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Nm 11,1-3). Éste es el fuego que obedece a Elías, profeta (1 Re 18,38-39; 2 Re 1,10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1,4-7; 2,5; Os 8,14; Jr 11,16; 21,24; Ez 15,7; etc.). En contra de eso, el fuego de Mt 25,41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo. En esta línea han empezado a situarse ya las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comienza a realizar el juicio (Jl 2,3; 3,3). También es importante Ez 38,22; 39,6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3,1-3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios. (2) Moisés. La zarza ardiente. Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de Oriente y Occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente: «Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí» (Ex 3,2-4). Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gn 12,6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera). Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta. Éste es un fuego paradójico: es zarza llameante que arde sin consumirse. Esto es Dios: llama constante, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, consumidos por el desierto o aniquilados por la montaña de los grandes pueblos de este mundo. Pues bien, en esa zarza que se consume sin consumirse se desvela Dios, como vida, en aquello que es más débil, más frágil. Moisés ha ido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el espectáculo, como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero Dios, que le hablará desde el fuego de la zarza, tiene otra intención, se manifiesta de otra forma, revelándose como Yahvé (El que Es) y enviándole a liberar a los hebreos.
  2. Fuego destructor, fuego de castigo. Introducción. A partir de los pasajes anteriores, la tradición exegética ha distinguido dos tipos de fuego de castigo: uno que destruye a los culpables para siempre (fuego de aniquilación) y otro que les castiga y atormenta, también para siempre (fuego de punición). (a) Fuego de aniquilación. Es signo de la fuerza destructora de Dios que consume a los malvados. El mismo fuego de Dios ejerce una función positiva (da calor, ofrece vida, es signo teofánico) y también otra que es negativa (es terrorífico, destruye todo lo que encuentra). En esa línea, desde un punto de vista filosófico, dentro de la tradición occidental, el fuego puede presentarse como signo de la totalidad cósmica, como principio positivo y constitutivo de la realidad (uno de los cuatro elementos; los otros son agua, tierra, aire) o como poder destructor, que todo lo aniquila para recrearlo (Heráclito). El fuego, en fin, tiene una clara connotación psicológica y se muestra como expresión de aquel poder que nos conduce a la conquista del mundo (complejo de Prometeo) o nos lleva hacia la luz oscura de la muerte (mito de Empédocles), convirtiéndose así en sinónimo de ruptura, destrucción, puro vacío. (b) Fuego de castigo. No destruye, sino que va quemando sin fin los cuerpos y las almas de los condenados. Esta visión de fuego de castigo inextinguible sólo es posible allí donde se pone de relieve el carácter perverso de algunos hombres y la visión de un Dios juez, que impone una condena sin fin a esos perversos. Éste es un tema clave de la teodicea entendida ya de una manera judicial. El viejo Sheol de las representaciones antiguas, donde todos por igual perviven tras la muerte, en estado de sombra (pero sin sufrimiento), no responde a la nueva experiencia de Dios y su justicia, que tiene que sancionar a los malvados. Por eso, el Sheol se convierte progresivamente en lugar de espera hasta que llegue el juicio que se expresa como salvación o condena (cf. Dn 12,1-3).
  3. Aniquilar o castigar. Desarrollo bíblico. Conforme a lo anterior, la función del fuego es doble: puede concebirse como fuerza destructora que aniquila o como llama juzgadora que castiga. En un caso estamos ante la «pena de muerte» que es propia de la misma naturaleza, muerte que aniquila al fin a todos, en un proceso constante de generación y corrupción, que se aplica por igual a cuerpos y almas. En otro caso estamos ante una «condena perpetua», un castigo sin fin. No es fácil deslindar las perspectivas. Las palabras de los textos bíblicos resultan muchas veces ambiguas. Quizá el mismo contenido de la suerte de los condenados resulte ambivalente. Por eso no es extraño que se crucen las imágenes de tal forma que a veces se pueda pensar en una destrucción (aniquilación) de los perversos que dejan de existir, consumidos por el fuego de Dios; otras, en cambio, parece que se trata de un castigo que no acaba, con un fuego de condena que jamás termina de quemar a los malvados. Resulta arriesgado distinguir representación de representación. Por otra parte, no podemos olvidar que el fuego es símbolo del fracaso del hombre que se pierde frente a Dios, es símbolo y no concepto claro. A pesar de ello pensamos que hay algunas líneas que pueden destacarse. Del fuego que destruye a los malvados habla Job 36,9-10 y de forma todavía más concreta 4 Esd: los perversos se han alzado contra el pueblo de los justos y parece que van a destruirlo; pues bien, entonces surgirá «ese hombre» (Hijo de Hombre), arrojará fuego de su boca y destruirá a los enemigos (4 Esd 13,10-11; cf. BarSir 37,1; 48,39). Este juicio destructor suele tener carácter propedéutico: función suya es quemar a todos los perversos, a fin de que resulte posible el orden de Dios, el mundo nuevo. Sólo viven y perviven, resucitan, los amigos de Dios o los salvados. De los otros no queda más recuerdo positivo ni existencia; serán aniquilados. El fuego de condena está simbolizado por la gehena.
  4. Gehenna: fuego de castigo. Dentro de la lógica de la teología israelita, resulta normal que en un momento dado el castigo de los pecadores deje de tomarse como aniquilación y se interprete en forma de condena duradera. Junto a la vida de los justos en el nuevo eón que ya se acerca está el castigo o sufrimiento de los condenados. El fuego, que antes era destructor, se vuelve ahora principio de tortura. Así lo supone Is 66,22-24: frente a los salvados, que ascienden y llegan al templo, se amontonan en la parte más honda del valle que está junto al templo los cadáveres de los rebeldes, pudriéndose y quemándose por siempre (cf. Jdt 16,17; Eclo 21,9-10). Esta doble imagen, de la montaña de Dios (templo, cielo) y del valle de los muertos (corrupción, fuego), pervive a lo largo de la tradición posterior. Frente al lugar de la vida o salvación se encuentra el campo de la muerte, identificado con la gehenna, valle de mala memoria, al borde de Jerusalén (cf. 2 Re 16,3; 21,6), basurero donde arden sin fin los desperdicios de la ciudad, lugar que se convierte en signo de castigo para los injustos (cf. 1 Hen 90,26; Jr 7,32; 19,6; ApBar 59,10). Del Sheol, donde todos los muertos llevaban sin distinción vida de sombras, en el momento en que se va expresando la esperanza en una supervivencia, pasamos al simbolismo de la doble suerte de los hombres: nuevo eón para los justos, gehenna o castigo para los impíos. Sólo ahora puede hablarse de una doble resurrección: unos para la vida y otros para la ignominia eterna (Dn 12,1-2).
  5. ¿Novedad de Jesús? En este contexto se sitúa la palabra de Jesús. Anotemos que, según la tradición evangélica, Jesús ha rechazado el uso del fuego como expresión de un castigo dentro de la historia: no ha querido ser Elías que destruye con la llama de Dios a las personas enemigas (cf. Lc 9,54-55). Tampoco alude al fuego como fuerza del juicio que aniquila, en la línea de aquello que se pone en boca del Bautista (Mt 3,1-12 y par; cf. ApJn 20,9). Jesús anuncia el juicio y lo anuncia seriamente; pero nunca ha interpretado a Dios en forma de principio o portador de un fuego que destruye a los malvados. Dios viene a salvar, no a destruir; viene para amar a los pecadores y no para aniquilarlos con su llama. Pues bien, rechazando el fuego del castigo histórico, Jesús parece haber acentuado el papel del fuego en la condena escatológica, pero lo ha hecho siempre de forma parabólica, a modo de llamada a conversión. El mismo Jesús que no quiere actuar como juez que destruye a los hombres del mundo ha anunciado, con radicalidad hasta entonces insospechada, la posibilidad de un rechazo humano, el peligro de un final que se expresa en la condena (cf. Mc 9,42-45; Mt 10,28; 13,40-42). En ese contexto se sitúa Mt 25,41, cuando dice a los que se hallan a la izquierda: «Id al fuego eterno». En este contexto, fuego (pyr) significa alejamiento del Señor, separación respecto al Hijo del Hombre («apartaos de mí»). Fuego es Dios como principio de vida (luz). Por el contrario, la lejanía de Dios se convierte en fuego de destrucción, en soledad, fracaso. Ese fuego es aionios, es decir, definitivo, es la expresión de una vida que llega a su fin, a un final que no tiene retorno. Pero, dicho eso, debemos añadir que el texto de Mt 25,31-46, no es un texto filosófico, dedicado a la naturaleza del fuego o del infierno, sino un texto parenético. No está diciendo sólo lo que pasará al final, sino que está intentando precisar el sentido del presente, como tiempo en que los hombres pueden comunicarse entre sí, en amor mutuo. En ese sentido, el infierno (fuego definitivo) es el rechazo del otro, es el negar la vida al pobre, hambriento y sediento, es el negar la comunión al distinto (desnudo, extranjero), es el negar la ayuda al oprimido (enfermo, encarcelado). Jesús ha proclamado un mensaje de gracia total, de manera que ha ofrecido el reino de Dios a todos los hombres y mujeres, sin condiciones de ningún tipo, con la sola condición de que lo acepten, es decir, de que se acepten a sí mismos como amigos, perdonados, agraciados. Donde ellos no se aceptan así, donde no se reconocen unos a los otros, corren el riesgo de perderse, pero siempre en el interior de un Dios que acaba siendo fuego de amor.
  6. Apocalipsis. El fuego es uno de los elementos básicos de la realidad, vinculado por una parte a Dios (es creador, signo de vida) y por otra al juicio y destrucción de los perversos. Estos aspectos resultan a veces difíciles de separar: (a) Fuego de Dios. Está representado por las lámparas que brillan ante su trono (Ap 4,5) y por el mar cristalino de fuego que forma la base de su cielo (cf. 15,2). Es fuego que puede volverse destructor, quemando en la guerra final a los perversos (20,9). (b) Fuego de Cristo. Aparece en sus ojos que alumbran como llama (1,14; 2,18; 19,22) y en sus pies que son bronce candente (1,15; cf. 10,1). (c) Fuego del juicio histórico. Lo utilizan, por un lado, los perversos para realizar su obra fatídica (9,17; 13,13), que culmina en la quema de la Prostituta (17,16). Pero también Dios lo emplea en un proceso que va marcando la destrucción de todas las cosas (8,3-7; 16,8-9; 18,1). (4) Fuego del juicio escatológico. La Ciudad nueva no es fuego, sino brillo de luz que no quema: agua que da vida (cf. 22,1-5). Por el contrario, el estanque de azufre que arde sin fin (14,10; 20,10.14.15; 21,8) es fuego de pura destrucción.

Cf. G. BACHELARD, Psicoanálisis del fuego, Alianza, Madrid 1973; A. CHOURAQUI, Moisés, Herder, Barcelona 1999; V. MORLA, El fuego en el Antiguo Testamento. Estudios de semántica lingüística, Monografías Bíblicas, Verbo Divino, Estella 1988; A. NEHER, Moisés y la vocación judía, Villagray, Madrid 1963; X. PIKAZA, Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. Mt 25,31-46, Sígueme, Salamanca 1984.

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FRUTOS DEL ESPÍRITU

Pablo ha puesto de relieve la oposición que existe entre las obras de la carne (que brotan de la violencia y deseo de una vida donde domina el egoísmo) y los frutos del Espíritu, que no son el resultado de un esfuerzo ascético, sino expresión de la capacidad creadora del Espíritu de Dios, que actúa y se despliega en la vida de los hombres: «amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, continencia» (Gal 5,25). Son nueve, pero entre ellos destacan los tres primeros, que están relacionados entre sí. (1) Amor. Más que fruto se le podría llamar esencia: el espíritu de Dios se identifica en sí con el amor, como supone 1 Cor 13. En esa línea, podemos afirmar que el amor es la verdad y sentido de la salvación, es decir, la presencia de Dios en la vida de los hombres. (2) Gozo, que nace del amor y que aparece también como signo del Espíritu. Frente al mensaje del Bautista, que puede condensarse como amenaza de juicio (cf. Mt 3,7-12), el Espíritu de Cristo se despliega y actúa como experiencia de alegría mesiánica. (3) El tercero es la paz, entendida como culminación mesiánica. En otro lugar, Pablo identifica el reino de Dios con una tríada muy semejante a la anterior: «El reino de Dios no es comida ni bebida (no es un ritual de pureza alimenticia, en la línea de cierto judaísmo legalista), sino justificación, paz y alegría en el Espíritu» (Rom 14,17). Comparando este pasaje con Gal 5,25, se puede afirmar que Espíritu y Reino se identifican y que, en el lugar del amor, entendido como experiencia de vinculación mutua, se puede hablar de justificación, que es la fuente creadora de ese mismo amor.

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FIAT, HÁGASE

La palabra fiat (en griego genoito) constituye el centro de la respuesta de María al ángel de la anunciación según Lucas: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu Palabra (Lc 1,38). María empieza diciendo he aquí (aquí estoy, en griego idou, en hebreo hinneni), para así comprometerse con el cuerpo entero, con alma y vida, poniéndose y siendo en manos de Dios. Ésta es su acción, la palabra básica de su vida. No le han obligado, Dios no le ha impuesto ningún tipo de tarea. Le ha pedido permiso, ha dialogado con ella. Sólo por eso, porque libremente le ha llamado, ella puede responderle ¡he aquí! María es sierva (doulê) como el gran profeta anunciador de redención de Is 40–55. Es sierva como lo será Jesús, quien aparece, al menos veladamente, como el siervo de Yahvé. Es sierva a quien el mismo Dios ha tenido que pedir palabra y acción mesiánica. Por eso puede responder ¡hágase (haz) en mí lo que has dicho!, ratificando con su propia acción mesiánica la esperanza que el ángel ha encendido en sus entrañas, desde la misma entraña de la vida de Dios y de la historia israelita. Dios le ha pedido, ella responde. Ella ha esperado y Dios mismo ha tenido que pedir su cooperación para engendrar sobre la tierra al hijo de su entraña, Jesucristo. Esperar no es aguardar pasivamente, dejando que alguien venga y nos resuelva las cosas desde fuera. Ni es tampoco obrar de una manera impositiva, sin respeto a lo que digan y piensen otros seres. Esperar es dialogar, tanto en perspectiva divina como humana. Dios y María han dialogado, abriendo cada uno su ser y acción al otro: Dios ha dialogado como divino (engendrando a su Hijo en la historia humana); María ha dialogado como humana (poniendo su vida al servicio del surgimiento del mismo Hijo divino). Sólo espera de verdad en este mundo aquel que acoge lo que Dios alumbra en sus entrañas. Sólo espera hasta el final quien asiente y se compromete, de una forma activa, diciendo ¡fiat! ¡hágase!, es decir, ¡hagamos, genoito! (= haz en mí, con mi consentimiento) aquello que has dicho. Sólo de esta forma, en colaboración activa, puede entenderse y cumplirse la palabra de esperanza. Así lo ha hecho María. Por eso podemos presentarla como la mujer activa, colaborando con Dios, al servicio de la venida mesiánica. No es mujer opuesta a los varones, sino mujer para todos, varones y mujeres, justos e injustos, pues a favor de todos viene el Señor. Dicho esto, debemos añadir que la palabra latina fiat, lo mismo que la castellana hágase, resultan incapaces de evocar la riqueza de matices del término griego. En latín (y en castellano) empleamos una misma palabra para evocar la acción de Dios que dijo fiat (hágase) la luz (cf. Gn 1,3.6) y la de Cristo en Getsemaní, cuando dice fiat voluntas tua, hágase tu voluntad (cf. Mt 26,42), igual que los cristianos en el Padrenuestro (Mt 6,10). El texto griego distingue, en cambio, los matices: tanto Dios (Gn 1,3.6), como Cristo (Getsemaní: Mt 26,42) dicen genêthêtô, en imperativo, como portadores de una autoridad que ha de cumplirse. María, en cambio, dice genoito, en optativo, sin querer imponerse, como pidiendo a Dios que actúe, de manera que la traducción de su fiat podría ser: haz tú, si quieres, hagamos juntos, si así lo deseas.

Cf. X. PIKAZA, La madre de Jesús. Mariología bíblica, Sígueme, Salamanca 1991.

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Lectio divina lun, 15 feb, 2021

Tiempo Ordinario

Oración inicial

Señor, tú que te complaces en habitar en los rectos y sencillos de corazón; concédenos vivir por tu gracia de tal manera, que merezcamos tenerte siempre con nosotros. Por nuestro Señor.

Lectura

Del santo Evangelio según Marcos 8,11-13

Y salieron los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole un signo del cielo, con el fin de ponerle a prueba. Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: «¿Por qué esta generación pide un signo? Yo os aseguro: no se dará a esta generación ningún signo.» Y, dejándolos, se embarcó de nuevo, y se fue a la orilla opuesta.

Reflexión

Marcos 8,11-13: Los fariseos piden un signo del cielo. El Evangelio de hoy presenta una discusión de los fariseos con Jesús. Al igual que Moisés en el Antiguo Testamento, Jesús había dado de comer al pueblo en el desierto, realizando la multiplicación de los panes (Mc 8,1-10). Señal de que se presentaba ante el pueblo como un nuevo Moisés. Pero los fariseos no fueron capaces de percibir el significado de la multiplicación de los panes. Comenzaron a discutir con Jesús y piden un signo “venido del cielo”. No habían entendido nada de lo que Jesús había hecho. “Jesús suspira profundamente”, probablemente de desahogo y de tristeza ante una ceguera tan grande. Y concluye “¡No se dará a esta generación ningún signo!” Los dejó y se fue a la otra orilla del lago. No sirve de nada mostrar una linda pintura a quien no quiere abrir los ojos. ¡Quien cierra los ojos no puede ver! El peligro de la ideología dominante. Aquí se percibe claramente la “levadura de Herodes y de los fariseos” (Mc 8,15), la ideología dominante de la época, hacía perder a las personas la capacidad de analizar con objetividad los eventos. Esa levadura venía de lejos y hundía sus profundas raíces en la vida de la gente. Llegó a contaminar la mentalidad de los discípulos y en ellos se manifestaba de muchas maneras. Con la formación que Jesús les daba él trataba de luchar en contra de esa levadura y de erradicarla.

He aquí algunos ejemplos de esta ayuda fraterna de Jesús a los discípulos.

Mentalidad de grupo cerrado. Un cierto día, alguien que no era de la comunidad, usó el nombre de Jesús para expulsar demonios. Juan vio y prohibió: “Se lo impedimos porque no es de los nuestros” (Mc 9,38). Juan pensaba tener monopolio sobre Jesús y quería prohibir que otros usasen su nombre para hacer el bien. Quería una comunidad encerrada en sí misma. Era la levadura del «¡Pueblo elegido, Pueblo separado!». Jesús responde: «¡No lo impidáis!…

¡Quien no está en contra está por nosotros!» (Mc 9,39-40).

Mentalidad de grupo que se considera superior a los otros. Una vez, los samaritanos no quisieron acoger a Jesús. La reacción de algunos discípulos fue inmediata: “¡Que un fuego del cielo baje sobre este pueblo!” (Lc 9,54). Pensaban que, por el hecho de estar con Jesús, todos deberían acogerlos. Pensaban tener a Dios de su lado para defenderlos. Era la levadura del “¡Pueblo elegido, Pueblo privilegiado!”. Jesús los reprehende: «Vosotros no sabéis con qué espíritu estáis siendo animados» (Lc 9,55).

Mentalidad de competición y de prestigio. Los discípulos discutían entre ellos para obtener el primer puesto (Mc 9,33-34). Era la levadura de clase y de competitividad, que caracterizaba la religión oficial y a la sociedad del Imperio Romano. Se infiltraba ya en la pequeña comunidad alrededor de Jesús. Jesús reacciona y manda tener la mentalidad contraria: «El primero sea el último» (Mc 9, 35).

Mentalidad de quien margina al pequeño. Los discípulos alejaban a los críos. Era la levadura de la mentalidad de la época, segundo la cual los niños no contaban y debían de ser disciplinados por los adultos. Jesús los reprocha: ”¡Dejad que los niños vengan a mí!” (Mc 10,14). El coloca a los niños como profesores de los adultos: “Quien no recibe el Reino como un niño, no puede entrar en el Reino” (Lc 18,17).

Como en el tiempo de Jesús, también hoy la mentalidad neoliberal de la ideología dominante renace y reaparece hasta en la vida de las comunidades y de las familias. La lectura orante del evangelio, hecha en comunidad, puede ayudarnos a cambiar en nosotros la visión de las cosas y a profundizar en nosotros la conversión a la fidelidad que Jesús nos pide.

Para la reflexión personal

Ante la alternativa: tener fe en Jesús o pedir un signo del cielo, los fariseos querían un signo del cielo. No fueron capaces de creer en Jesús. ¿Me ocurrió algo así a mí también? ¿Qué escogí?

La levadura de los fariseos impedía a los discípulos y a las discípulas percibir la presencia del Reino de Dios. ¿Existe en mí algún resto de esta levadura de los fariseos?

Oración final

Señor, tú que eres bueno y bienhechor, enséñame tus preceptos. (Sal 119,68)

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