Últimos ejercicios

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Índice: Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios

Día primero    1      2
Día segundo    3      4      5
Día tercero    6      7      8
Día cuarto    9      10      11
Día quinto    12      13      14
Día sexto    15      16
Día séptimo    17      18      19
Día octavo    20      21
Día noveno    22      23      24
Día décimo    25      26
Día undécimo (continuación)    27      28
Día duodécimo    29      30      31
Día decimotercero    32      33      34      35
Día decimocuarto    36      37      38      39
Día decimoquinto    40      41
Día decimosexto    42      43      44

            

 

 

 

 

 

Día primero

Jueves 16 de agosto

1. «Nescivi». «No supe nada más.» Esto es lo que canta «la esposa de los Cantares» después de haber sido introducida en «la bodega interior». Me parece que tal debe ser también el lema de una alabanza de gloria en este primer día de Ejercicios, en que el Maestro la ha hecho penetrar en el fondo del abismo sin fondo, para enseñarle a cumplir el oficio que tendrá durante toda la eternidad y en el que debe ejercitarse ya en el tiempo, que es la eternidad comenzada, pero siempre en progreso. ¡«Nescivi!» No sé nada más, no quiero saber nada más, sino «conocerle a El, la comunión en sus sufrimientos, la conformidad con su muerte» (Flp. 3, 10). «A los que Dios conoció en su presciencia, los ha predestinado también a ser conformes con la imagen de su divino Hijo» (Rom. 8, 29), el Crucificado por amor. Cuando yo esté completamente identificada con este ejemplar divino, toda transformada en El y El en mí, entonces cumpliré mi vocación eterna; aquella para la que Dios me ha «elegido en El» (Ef. 1, 4) «in principio», la que yo continuaré «in aeternum» cuando, sumergida en el seno de mi Trinidad, seré la incesante alabanza de su gloria, «Laudem Gloriae ejus» (Ef. 1, 12).

2. «Nadie ha visto al Padre, nos dice San Juan, si no es el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiso revelárselo». Me parece que también se puede decir: «Nadie ha penetrado el misterio de Cristo en su profundidad, salvo la Virgen. Juan y la Magdalena han penetrado mucho en este misterio, San Pablo habla frecuentemente del conocimiento que se le ha dado (Ef. 3, 34), y, sin embargo, ¡cómo todos los Santos quedan en la sombra cuando se contemplan las claridades de la Virgen!…

Ella es lo indecible, [es] el «secreto que ella guardaba y meditaba en su corazón» (Lc. 2, 19), que ninguna lengua ha podido revelar, ninguna pluma traducir. Esta Madre de gracia va a formar mi alma, para que su hijita sea una imagen viva, «expresiva», de su primer Hijo (Lc. 2, 7), el Hijo del Eterno, Aquel que fue la perfecta alabanza de gloria de su Padre.

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Día segundo

3. «Mi alma está siempre en mis manos» (Sal. 118, 109). He aquí lo que se cantaba en el alma de mi Maestro, he aquí también por qué El, entre toda clase de angustias, permanecía siempre pacífico y fuerte. ¡Mi alma está siempre en mis manos!… ¿Qué quiere decir esto sino el pleno dominio de sí en presencia del Pacífico? Hay otro canto de Cristo que quisiera repetir sin cesar: «Mi fortaleza guardaré para Vos»… Mi Regla me dice: «En el silencio estará vuestra fortaleza». Me parece que conservar su fortaleza para el Señor es hacer la unidad en todo su ser por el silencio interior, es juntar todas las potencias para «ocuparlas» en el «solo ejercicio del amor», es tener ese «ojo simple» que permite a la luz de Dios iluminarnos. Un alma que discute con su yo, que se ocupa de sus sensibilidades, que va detrás de un pensamiento inútil, de un deseo cualquiera, esta alma dispersa sus fuerzas, no está toda ordenada a Dios; su lira no vibra al unísono y el Maestro, al tocarla, no puede hacer brotar armonías divinas. Hay allí demasiado de humano, hay disonancias. El alma que guarda todavía alguna cosa en su «reino interior», que no tiene todas sus potencias «recluidas» en Dios, no puede ser una alabanza perfecta de gloria; no está en disposición de cantar sin interpretación el «canticum magnum» de que habla San Pablo, porque no reina en ella la unidad, y en lugar de proseguir su alabanza a través de todas las cosas en la simplicidad, es necesario que junte sin cesar las cuerdas de su instrumento, dispersas por todas partes.

4. ¡Qué indispensable es esta bella unidad interior al alma que quiere vivir en la tierra la vida de los bienaventurados, es decir, de seres simples, de espíritus! Me parece que a eso se refería el Maestro cuando hablaba a Magdalena del «Unum necesarium». ¡Cómo lo había comprendido la gran Santa! «El ojo de su alma iluminada por la luz de la fe» había reconocido a su Dios bajo el velo de la humanidad; y en el silencio, en la unidad de sus potencias, «ella escuchaba la palabra que El le decía» (Lc. 10, 39). Ella podía cantar: «Mi alma está siempre en mis manos», y esta única palabra: «Nescivi». Sí, ¡ella no sabía nada más que El! Podía hacerse ruido, agitarse a su alrededor: «¡Nescivi! ». Se podía acusarla: «¡Nescivi! ». Ni su honor ni las cosas exteriores podían sacarla de su «sagrado silencio»

5. Así ocurre al alma que ha entrado en «la fortaleza del santo recogimiento»: el ojo de su alma, abierto bajo las claridades de la fe, descubre a su Dios presente, viviendo en ella; a su vez, ella permanece tan presente a El, en la bella simplicidad, que El la guarda con un cuidado celoso. Pueden, entonces, sobrevenir las agitaciones de fuera, las tempestades de dentro, se puede atacar su punto de honor: «¡Nescivi! ». Puede Dios esconderse y retirarle la gracia sensible: «¡Nescivi! ». Y con San Pablo: «Por su amor he perdido todo» (Flp. 3, 8). Entonces el Maestro tiene libertad para derramarse, para darse «según su medida». Y el alma así simplificada, unificada, se hace trono del Inmutable, ya que «la unidad es el trono de la Santa Trinidad»?

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Día tercero

6. «Hemos sido predestinados según el decreto de Aquel que hace todas las cosas según el consejo de su voluntad, para que seamos la alabanza de su gloria» (Ef. 1, 11‑12). Es San Pablo quien nos comunica esta elección divina, San Pablo, que penetró tan profundamente el «secreto escondido en el corazón de Dios desde los siglos» (Ef. 3, 9). El nos va ahora a dar luz acerca de la vocación a que hemos sido llamados. «Dios, dice él, nos ha elegido en El antes de la creación para que seamos santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Ef. 1, 4). Si acerco estas dos manifestaciones del plan divino y eternamente inmutable, concluyo que para cumplir dignamente mi oficio de «Laudem Gloriae» debo mantenerme a través de todas las cosas «en presencia de Dios»; más aún: el Apóstol nos dice «in charitate», es decir, en Dios, «Deus charitas est… »; y es el contacto del Ser divino el que me hará «inmaculada y santa» ante sus ojos.

7. Yo aplico esto a la bella virtud de la simplicidad, de la que ha escrito un autor piadoso: «Ella da al alma el reposo del abismo», es decir, el reposo en Dios, Abismo insondable, preludio y eco del sábado eterno, del que habla San Pablo diciendo: «Nosotros, que hemos creído, seremos introducidos en este reposo» (Heb. 4, 3).

Los bienaventurados tienen este reposo del abismo porque ellos contemplan a Dios en la simplicidad de su esencia. «Ellos le conocen, dice San Pablo, como son conocidos por El» (I Cor., 13, 12); es decir, por la visión intuitiva, la mirada simple. Y es por esto por lo que prosigue el gran Santo: «Ellos son transformados de claridad en claridad, por el poder de su Espíritu, en su propia imagen» (II Cor. 3, 18); entonces ellos son una incesante alabanza de gloria del Ser divino que contempla en ellos su propio esplendor.

8. Me parece que será dar una gran alegría al Corazón de Dios ejercitarse en el cielo de su alma en esta ocupación de los bienaventurados y unirse a El por esta contemplación simple, que acerca a la criatura al estado de inocencia en que Dios la había creado antes del pecado original «a su imagen y semejanza» (Gen. 1, 26). Tal fue el anhelo del Creador: poder contemplarse en su criatura, ver en ella reflejadas todas sus perfecciones, toda su hermosura, como a través de un cristal puro y sin mancha. ¿No es esto una manera de extensión de su propia gloria?

El alma, por la simplicidad de la mirada con que contempla su divino objeto, se halla separada de todo lo que la rodea, separada sobre todo de sí misma. Entonces ella resplandece con la «ciencia de la claridad de Dios» (2 Cor. 4, 6) de que habla el Apóstol, porque ella permite al Ser divino reflejarse en ella «y todos sus atributos le son comunicados». En verdad, esta alma es la alabanza de gloria de todos sus dones. Canta a través de todo y en los actos más sencillos el «canticum magnum, el canticum novum»… y este cántico hace conmoverse a Dios hasta lo más profundo de su Ser.

«Tu luz, se le puede decir con Isaías, brillará en las tinieblas, y las tinieblas brillarán como el mediodía. El Señor te hará gozar de un perpetuo reposo, llenará tu alma de resplandores, fortificará tus huesos. Serás como un jardín que se riega siempre, como una fuente cuyas aguas no se agotan nunca… Yo te levantaré por encima de lo más elevado de este mundo» (Is. 58, 10‑11, 14)

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Día cuarto

9. Ayer San Pablo, alzando un poco el velo, me permitía lanzar la mirada a «la herencia de los santos en la luz» (Col. 1, 12), para ver su ocupación y ensayar en lo posible de conformar mi vida con la suya, para cumplir mi oficio de «Laudem Gloriae». Hoy es San Juan, el discípulo a quien amaba Jesús (Jn. 13, 23). el que me va a entreabrir «las puertas eternas» (Sal. 23, 7 y 9), para que pueda reposar mi alma en «la santa Jerusalén, dulce visión de paz»… Y me dice, en primer lugar, que en la ciudad no hay luz, «porque la claridad de Dios la ha iluminado y el Cordero es la antorcha… » (Ap. 21, 23).

Si quiero que mi ciudad interior tenga alguna conformidad y semejanza con la «del Rey de los siglos inmortal» y reciba la gran iluminación de Dios, es necesario que apague toda otra luz y que, como en la Ciudad Santa, sea el Cordero «la sola antorcha».

10. Y he aquí que la fe, la bella luz de la fe, me sale al encuentro. Es ella sola la que debe alumbrarme para ir delante del Esposo. El salmista canta que él se «esconde en las tinieblas» (Sal. 17, 12). Después parece contradecirse al decir que «la luz le envuelve como un vestido» (Sal. 103, 2). Lo que yo concluyo de esta contradicción aparente es que debo sumergirme en «la tiniebla sagrada», haciendo la noche y el vacío en todas mis potencias. Entonces encontraré a mi Maestro, y «la luz que le envuelve como un manto» me envolverá también, pues El quiere que la Esposa sea luminosa con su luz, con su sola luz, «teniendo la claridad de Dios».

Se dice de Moisés que era «inconmovible en su fe, como si hubiera visto al Invisible» (Heb. 11, 27). Me parece que tal debe ser la actitud de una alabanza de gloria que quiere proseguir a través de todo su himno de acción de gracias: «inconmovible en su fe al demasiado amor» (Ef. 2, 4). «Nosotros hemos conocido el amor de Dios hacia nosotros, y nosotros hemos creído» (I Jn. 4, 16).

11. «La fe, dice San Pablo, es la sustancia de las cosas que se deben esperar y la demostración de las que no se ven» (Heb. 11, 1).

¿Qué importa al alma, que se ha recogido en la claridad que crea en ella esta palabra, sentir o no sentir, estar en la oscuridad o en la luz, gozar o no gozar?… Ella prueba una especie de vergüenza al hacer diferencia entre estas cosas; y cuando se siente afectada por ellas, se desprecia profundamente por su poco amor y mira inmediatamente a su Maestro para hacerse librar por El. Ella «le exalta», según la expresión de un gran místico, «en la más alta cima de la montaña de su corazón, por encima de las dulzuras y los consuelos que brotan de El, porque ella ha resuelto dejarlo todo atrás para unirse con el que ella ama». Me parece que a esta alma inconmovible en su fe a Dios Amor pueden dirigirse estas palabras del Príncipe de los Apóstoles: «Porque creéis seréis colmados de una alegría inconmovible y glorificada» (I Pe. 1, 8).

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Día quinto

12. «Vi una gran multitud que nadie podía contar… Son los que vienen de la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus vestiduras en la Sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios y le sirven noche y día en su templo, y el que está sentado en el trono habitará con ellos. No tendrán en adelante ni hambre ni sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno, porque el Cordero será su pastor, y los guiará a las fuentes de las aguas de la vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap. 7, 9, 14‑17)

Todos estos elegidos que tienen la palma en la mano (Ap. 7, 9) y están todos iluminados por la gran luz de Dios han debido antes pasar por la «gran tribulación», conocer ese dolor, cantado por el salmista, «inmenso como el mar». Antes de contemplar «a cara descubierta la gloria del Señor» (II Cor. 3, 18) han participado en las humillaciones de Cristo; antes de ser «transformados de claridad en claridad en la imagen del Ser divino» (II Cor. 3,18), ellos han sido conformes a la del Verbo Encarnado, el Crucificado por amor.

13. El alma que quiere servir a Dios noche y día en su templo, es decir, en el santuario interior de que habla San Pablo cuando dice: «El templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (I Cor. 3, 17), debe estar resuelta a participar efectivamente de la pasión de su Maestro. Es una rescatada que debe rescatar otras almas a su vez, y para esto cantará con su lira: «Yo me glorío en la cruz de Jesucristo» (Gal. 6,14). Estoy clavada con Cristo en la cruz. Y todavía: «Sufro en mi cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col. 1, 24). «La reina está en pie a su derecha» (Sal. 44, 11); tal es la actitud de esta alma; ella camina por la ruta del Calvario a la derecha de su Rey crucificado, aniquilado, humillado, y, sin embargo, tan fuerte, tan sereno, tan lleno de majestad, que va a la Pasión para «hacer brillar la gloria de su gracia», según la expresión de San Pablo (Ef. 1, 6). El quiere asociar a su Esposa a su obra de redención. Y esta vía dolorosa por donde camina le parece la ruta de la felicidad; no sólo porque conduce a ella, sino porque el Maestro santo le hace comprender que debe pasar por lo que hay de amargo en el sufrimiento para encontrar en él su reposo, como El.

14. Entonces ella puede servir a Dios «noche y día en su templo». Las pruebas de fuera y de dentro no pueden hacerla salir de la fortaleza donde el Maestro la ha encerrado. Ella no tiene ya «ni hambre ni sed», porque, a pesar de su deseo ardiente de la Bienaventuranza, ella encuentra su saciedad en el alimento que fue el de su Maestro: «la voluntad del Padre» (Jn. 4, 32‑34). «Ella no siente caer sobre ella el calor del sol», es decir, ella no sufrirá ya porque sufre. Entonces el Cordero puede «guiarla a las fuentes de la vida», allí donde El quiere, como le parece, porque ella no mira los senderos por donde pasa, mira simplemente al Pastor que la conduce (Sal. 22, 34). Dios, inclinándose sobre esta alma, su hija adoptiva, tan conforme con la imagen de su Hijo «primogénito de toda criatura», la reconoce por una de aquellas que El «ha predestinado, llamado, justificado» (Rom. 8, 30). Y El se conmueve en sus entrañas de Padre, pensando consumar su obra (Jn. 17. 4), es decir, «glorificarla» (Jn. 17, 4), llevándola a su reino (Col. 1, 13), para cantar allí por los siglos de los siglos la alabanza de su gloria (Ef. 1, 12).

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Día sexto

15. «Vi y he aquí el Cordero, que estaba de pie sobre el monte Sión, y con El ciento cuarenta y cuatro mil que llevaban su nombre y el nombre de su Padre escrito en sus frentes. Y oí una voz, como la voz de grandes aguas, y como la voz de un trueno. Y la voz que oí era como de muchos tocadores de harpa que tocan sus harpas. Y cantaban como un cántico nuevo delante del trono. Y nadie podía decir el cántico sino estos ciento cuarenta y cuatro mil, porque son vírgenes… Estos siguen al Cordero adonde quiera que vaya» (Ap. 14, 14).

Hay seres que desde la tierra forman parte de esta «generación pura como la luz» (Sab. 4, 1); llevan ya en sus frentes el nombre del Cordero y el de su Padre. «El nombre del Cordero»: por su semejanza y conformidad con Aquel que San Juan llama «el Fiel, el Verdadero» (Ap. 19, 11) y nos le presenta «vestido de una vestidura teñida de sangre» (Ap. 19, 13). Aquellos seres son también los fieles, los verdaderos, y su vestidura está teñida en la sangre de una inmolación continua. «El nombre de su Padre»: porque El refleja en ellos la belleza de sus perfecciones, todos sus atributos divinos se reflejan en estas almas; y son como otras tantas cuerdas que vibran y cantan «el cántico nuevo». Ellas «siguen al Cordero adondequiera que vaya»; no sólo en los caminos anchos y fáciles de recorrer, sino en los senderos espinosos, entre las zarzas del camino. Y es porque estas almas son «vírgenes», es decir, libres, separadas, despojadas, libres de todo menos de su amor, separadas de todo y, sobre todo, de ellas mismas, despojadas de todas las cosas tanto en el orden sobrenatural como en el orden natural.

16. ¡Lo que supone esta salida de sí! ¡Qué muerte! Digámoslo con palabras de San Pablo: «Quotidie morior». El gran Santo escribía a los colosenses: «Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Jesucristo en Dios» (Col. 3, 3).

He aquí la condición: ¡es necesario estar muerto! Sin esto se puede estar escondido en Dios a ciertas horas; pero no se VIVE habitualmente en este Ser divino, porque las susceptibilidades, los egoísmos personales y el resto vienen a hacernos salir.

El alma que contempla a su Maestro con ese «ojo simple que hace todo el cuerpo luminoso» (Mt. 6, 22) está defendida «del fondo de iniquidad que hay en ella», del que se quejaba el profeta (Sal. 17, 24). El Señor la hace entrar en «ese lugar espacioso», que no es otro que El mismo. Allí todo es puro, todo es santo.

¡Oh, bienaventurada muerte en Dios! ¡Oh, suave y dulce pérdida de sí en el Ser amado, que permite decir a la criatura: «Vivo yo, ya no yo, es Cristo quien vive en mí. Y lo que tengo de vida en este cuerpo de muerte, lo tengo en la fe del Hijo de Dios, que me ha amado y se ha entregado por mí»! (Gal. 2, 20).

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Día séptimo

17. «Coeli enarrant gloriam Dei». He aquí lo que pregonan los cielos: la gloria de Dios.

Ya que mi alma es un cielo, donde vivo esperando «la Jerusalén celeste» (Heb. 12, 22). Es necesario que este cielo cante también la gloria del Eterno, nada más que la gloria del Eterno.

«El día transmite al día este mensaje» (Sal. 18, 3). Todas las luces, todas las comunicaciones de Dios a mi alma son este «día que transmite el mensaje de su gloria al día». «El decreto de Yahvé es puro, canta el salmista, e ilumina la mirada… » (Sal. 18, 9). Por consiguiente, mi fidelidad en corresponder a cada uno de sus decretos, de sus mandatos interiores, me hace vivir en su luz. Ella también es un «mensaje que transmite gloria». Pero he aquí la dulce maravilla: «Yahvé, quien te mira, resplandece» (Sal. 33, 6), grita el profeta. El alma que por la profundidad de su mirada interior contempla a su Dios en todas las cosas en la simplicidad que la separa de toda otra cosa, esta alma es «resplandeciente». «Ella es un día que transmite al día el mensaje de su gloria. »

18. «La noche lo anuncia a la noche» (Sal. 18, 3). ¡Qué consolador es esto! Mis debilidades, mis repugnancias, hasta mis mismas faltas publican la gloria del Eterno. Mis sufrimientos de alma o de cuerpo publican también la gloria de mi Maestro. David cantaba: «¿Qué daré al Señor por los beneficios que me ha hecho? » Esto: «Tomaré el cáliz de la salud» (Sal. 115, 12‑13). Si le tomo, este cáliz enrojecido con la sangre de mi Maestro, y, dándole gracias, toda alegre, mezclo mi sangre con la de la Víctima divina, él es casi de valor infinito, y puede dar al Padre una alabanza magnífica. Entonces mi sufrimiento es «un mensaje que transmite la gloria» del Eterno.

19. «Allí ¡en el alma que narra su gloria! El ha colocado una tienda para el sol» (Sal. 18, 5). El sol es el Verbo, es el «Esposo». Si El halla mi alma vacía de todo lo que no está comprendido en estas dos palabras: su amor, su gloria, entonces El la escoge para ser «su cámara nupcial». El se «lanza» «como gigante que se precipita triunfante en su carrera», y yo no puedo «sustraerme a su calor». Es este «fuego consumidor» el que hará la feliz transformación de que habla San Juan de la Cruz cuando dice: «Cada uno parece ser el otro y los dos no son más que uno», para ser «alabanza de gloria» (Ef. 1, 12) del Padre.

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Día octavo

20. «No tienen reposo ni de día ni de noche diciendo: Santo, santo, santo, el Señor todopoderoso, el que era, es y será por los siglos de los siglos… Y ellos se prosternaban y adoraban y arrojaban sus coronas delante del trono, diciendo: Digno sois, Señor, de recibir la gloria, el honor y el poder… » (Ap. 4, 8, 10‑11).

¿Cómo imitar en el cielo de mi alma esta ocupación incesante de los bienaventurados en el cielo de la gloria? ¿Cómo continuar esta alabanza, esta adoración interrumpida?. San Pablo me comunica sobre esto una luz, cuando escribe a los suyos que el Padre les fortifique y robustezca con su Espíritu cuanto al hombre interior, de modo que Jesucristo habite por la fe en sus corazones y sean enraizados y fundados en el amor (Ef. 3, 16‑17). Ser enraizado y fundado en el amor: Tal es, me parece, la condición para llenar dignamente su oficio de «laudem gloriae». El alma que penetra y permanece en estas «profundidades de Dios» cantadas por el rey profeta; que hace, por consiguiente, todo «en El, con El, por El y para El», con esa mirada limpia que le da una cierta semejanza con el Ser simple, esta alma con cada uno de sus movimientos y aspiraciones, así como por cada uno de sus actos, por ordinarios que sean, «se enraíza» más profundamente en Aquel que ella ama. Todo en ella rinde homenaje al Dios tres veces santo. Ella es, por decirlo así, un «Sanctus» perpetuo, una alabanza de gloria incesante…

21. «Ellos se prosternan, adoran y arrojan sus coronas»… Primeramente el alma se debe «prosternar», sumergirse en el abismo de su nada, zambullirse allí de tal modo que, según la maravillosa expresión de un místico, ella encuentre «la paz verdadera, inmutable y perfecta, porque se ha precipitado tan bajo que nadie irá a buscarla allí».

Entonces ella podrá «adorar». La adoración, ¡ah!, es una palabra de cielo. Me parece que podría definírsela: el éxtasis del amor. Es el amor vencido por la belleza, la fuerza, la grandeza inmensa del Objeto amado, que «cae en una especie de desfallecimiento», en un silencio lleno, profundo; este silencio del que habla David al escribir: «¡El silencio es tu alabanza! ». Sí, es la más bella alabanza, ya que es la que se canta eternamente en el seno de la apacible Trinidad; y es también el último esfuerzo del alma que rebosa y no puede decir más… (Lacordaire).

«Adorad al Señor, porque es santo» (Sal. 98, 9), se dice en un salmo. Y además: «Se le adorará siempre por causa de Sí mismo» (Sal. 71, 15). El alma que se recoge en estos pensamientos, que los penetra con ese «sentido de Dios» (Rom. 11, 34, y I Cor. 2, 16) de que habla San Pablo, vive en un cielo anticipado, por encima de la nubes, por encima de ella misma. Ella sabe que Aquel que ella adora posee en sí toda felicidad y toda gloria, y, «arrojando su corona» en su presencia, como los bienaventurados, se desprecia, se pierde de vista y encuentra su bienaventuranza en la del Ser adorado, en medio de todo sufrimiento y dolor. Porque ella se ha abandonado, se ha «pasado» a otro. Me parece que en esta actitud adorante el alma «se parece a estos pozos» de los que habla San Juan de la Cruz que reciben «las aguas que descienden de Líbano» y se puede decir al verla: «La impetuosidad del río alegra la ciudad de Dios» (Sal. 45, 5)

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Día noveno

22. «Sed santos, porque yo soy santo» (I Pe. 1, 16; Lev. 11, 44‑45). ¿Quién es, pues, el que puede dar un mandamiento semejante?… El mismo ha revelado su nombre, el nombre que le es propio, que El solo puede llevar. «Yo soy, dijo El a Moisés, el que soy» (Ex. 3, 14), el solo viviente, el principio de todos los demás seres. «En El, dice el Apóstol, tenemos el movimiento, el ser y la vida» (Heb. 17, 28). «¡Sed santos, porque yo soy santo! » Es éste, me parece, el mismo deseo que manifiesta el día de la creación, cuando Dios dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gen. 1, 26). ¡Es siempre el deseo del Creador identificarse, asociarse a su criatura! San Pedro dice que «hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina» (II Pe. 1, 4). San Pablo recomienda que conservemos «ese principio de su Ser» (Heb. 3, 14) que El nos ha dado. Y el discípulo amado nos dice: «Desde ahora nosotros somos hijos de Dios, y no ha aparecido todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando El se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es. Y todo el que tiene esta esperanza en El, se santifica, como El mismo es santo» (I Jn. 3, 23). Ser santo como Dios es santo, tal es, parece, la medida de los hijos de su amor. ¿No ha dicho el Maestro: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto»? (Mt. 5, 48).

23. Hablando con Abraham le dijo Dios: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gen. 17, 1). Aquí está, por consiguiente, el medio para llegar a la perfección que nuestro Padre celestial nos pide. San Pablo, después de haberse sumergido en los divinos consejos (Ef. 1, 11), revelaba bien esto a nuestras almas escribiendo «que Dios nos ha elegido en El antes de la creación, para que seamos inmaculados y santos en su presencia en el amor» (Ef. 1, 4). Todavía, a la luz de este mismo Santo, me voy a declarar, para caminar, sin rodeos, por este camino magnífico de la presencia de Dios, en el que el alma camina «sola con el Solo», conducida por la «fortaleza de su diestra» (Lc. 1, 51), «bajo la protección de sus alas, sin temer a los espantos nocturnos, ni la flecha que vuela de día, ni al mal que se desliza en las tinieblas, ni los asaltos del demonio meridiano… » (Sal. 90, 4‑6).

24. «Despojaos del hombre viejo según el cual habéis vivido en vuestra vida pasada, me dice, me dice él, y revestíos del hombre nuevo que ha sido creado por Dios, en la justicia y santidad» (Ef 4,22-24). He aquí el camino indicado. No queda más que recorrerle como Dios quiere. Despojarse, morir a sí mismo, perderse de vista, a esto me parece se refería el Maestro cuando decía: «Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz y renuncie» (Mt 16, 24). «Si vivís según la carne, dice también el Apóstol, moriréis; pero si mortificáis por el espíritu las obras de la carne, viviréis» (Rom. 8, 13). He aquí la muerte que Dios pide, de la que se dice: «La muerte ha sido absorbida por la victoria» (I Cor. 15, 54). «¡Oh, muerte, yo seré tu muerte, dice el Señor! » (Os. 13, 14), es decir: ¡Oh, alma, mi hija adoptiva, mírame y te perderás de vista; vuélcate toda entera en mi Ser, ven a morir en Mí, para que yo viva en ti!…

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Día décimo

25. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt. 5, 48). Cuando mi Maestro me hace escuchar esta palabra en el fondo del alma, me parece que me pide vivir como el Padre «en un eterno presente», «sin antes ni después», sino toda entera en la unidad de mi ser en este «ahora» eterno. ¿Cuál es este presente? He aquí que David me responde: «Se le adorará siempre por ser quien es» (Sal. 71, 15).

He aquí el presente eterno en el que «Laudem Gloriae» debe estar fija. Pero para que ella sea auténtica en esta actitud de adoración, para que pueda cantar: «Despierto a la aurora» (Sal. 56, 9), es necesario que pueda decir con San Pablo: «He perdido todo por su amor» (Flp. 3, 8); es decir, por El; para adorarle siempre, me he «aislado, separado, despojado» de mí misma y de todas las cosas, tanto en el orden natural como en el sobrenatural con relación a los dones de Dios. Porque un alma que no está así «destruida y librada» de sí misma tendrá que ser a la fuerza en algunas ocasiones superficial y natural, y esto no es digno de una hija de Dios, de una esposa de Cristo, de un templo del Espíritu Santo. Para premunirse contra esta vida natural es necesario que el alma esté toda despierta en su fe con la mirada puesta en el Maestro. Entonces ella «caminará, como cantaba el rey profeta, en la rectitud de su corazón, por el interior de la casa». Entonces ella «adorará siempre a su Dios por ser quien es» y vivirá a su imagen, en el eterno presente en que El vive…

26. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Dios, dice San Dionisio, es el «gran solitario». Mi Maestro me pide imitar esta perfección, rendirle homenaje siendo una gran solitaria. El Ser divino vive en una soledad eterna, inmensa; El no sale jamás de ella, aun interesándose por las necesidades de sus criaturas, porque no sale jamás de Sí mismo. Y esta soledad no es otra cosa que su divinidad.

Para que nada me saque de este hermoso silencio interior hay que guardar siempre las mismas condiciones, el mismo aislamiento, la misma separación, el mismo despojo. Si mis deseos, mis temores, mis alegrías, y mis dolores, si todos los movimientos provenientes de estas «cuatro pasiones» no están perfectamente ordenados a Dios, no seré un alma solitaria, y habrá en mí ruido. Es necesario, pues, el sosiego, el «sueño de las potencias», la unidad del ser. «Escucha, hija mía, inclina el oído, olvida a tu pueblo y la casa paterna, y el Rey será cautivo de tu belleza» (Sal. 44, 12‑13).

Me parece que esta llamada es una invitación al silencio: escucha… inclina el oído… Pero para oír hay que olvidar «la casa de su padre», es decir, todo lo atinente a la vida natural, esa vida de la que quiere hablar el Apóstol cuando dice: «Si vivís según la carne, moriréis» (Rom. 8, 13). «Olvidar su pueblo» me parece que es más difícil; porque este pueblo es todo este mundo, que hace, por decirlo así, parte de nosotros mismos: la sensibilidad, los recuerdos, las impresiones, etc., el yo en una palabra. Hay que olvidarlo, abandonarlo. Y cuando el alma ha hecho esta ruptura, cuando está libre de todo esto, el Rey será cautivo de su belleza. Porque la belleza es la unidad, al menos así es la de Dios.

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Día undécimo (continuación)

27. «El Señor me hace entrar en un lugar espacioso, ha tenido buena voluntad para conmigo» (Sal. 17, 20). El Creador, viendo el hermoso silencio que reina en su criatura, considerándola toda recogida en su unidad interior, queda cautivo de su belleza y la hace pasar a esta soledad inmensa, infinita, a este «lugar espacioso» cantado por el profeta y que no es otro que El mismo: «Entraré en las profundidades del poder de Dios» (Sal. 70, 16). Hablando por su profeta ha dicho el Señor: «La llevaré a la soledad y le hablaré al corazón» (Os. 2, 14). ¡He aquí a esta alma entrada en esta vasta soledad donde Dios se hará oír! «Su palabra, dice San Pablo, es viva y eficaz, más penetrante que una espada de doble filo; llega hasta la división del alma y del espíritu y hasta las coyunturas y la médula» (Heb. 4, 12). Es, pues, ella directamente la que acabará el trabajo de despojo en el alma; porque ella tiene esto de propio y de particular: es ella la que obra, la que crea lo que hace oír con tal que el alma consienta en dejarse trabajar.

28. Pero no basta con escuchar esta palabra, ¡hay que guardarla! (Jn. 14, 23). Y es guardándola como el alma será «santificada en la verdad», según el deseo del Maestro: «¡Santifícalos en la verdad, vuestra palabra es verdad! » (Jn. 17, 17). Al que observa su palabra ¿no ha hecho El la promesa: «Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él»? (Jn. 14, 23). ¡Toda la Trinidad habita en el alma que la ama de verdad, es decir, observando su palabra!… Y cuando esta alma ha comprendido su riqueza, todas las alegrías naturales o sobrenaturales que le pueden venir de parte de las criaturas o de parte del mismo Dios no sirven de otra cosa que de invitación a entrar en sí misma para gozar del bien sustancial que ella posee, y que no es otro que Dios mismo. Y así tiene ella, dice San Juan de la Cruz, una cierta semejanza con el Ser divino.

«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». San Pablo me dice «que El obra todas las cosas según el consejo de su voluntad» (Ef. 1, 11), y mi Maestro me pide rendirle homenaje en esto: «en hacer todas las cosas según el consejo de su voluntad». No dejarme nunca gobernar por las impresiones, por los primeros movimientos de la naturaleza, sino poseerme a mí mismo por la voluntad… Y para que esta voluntad sea libre, es necesario, según la expresión de un autor piadoso, «encerrarla en la de Dios». Entonces yo seré «movida por su Espíritu», como dice San Pablo (Rom. 8, 14). No haré más que obras divinas, eternas, y a imagen de mi Inmutable, viviré desde aquí abajo en un eterno presente.

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Día duodécimo

29. «Verbum caro factum est et habitavit in nobis» (Jn. 1, 14). Dios había dicho: «Sed santos, porque yo soy santo» (I Pe. 1, 16); pero El permanecía oculto en su inaccesible [luz] y la criatura tenía necesidad de que El descendiese hasta ella, viviese su vida, para que, poniendo sus pasos en la huella de los suyos (I Pe. 2, 21), ella pudiese de este modo remontarse hasta El y hacerse santa con su santidad. «Yo me santifico por ellos, para que ellos sean también santificados en la verdad» (Jn. 17,19). Heme aquí en presencia «del secreto oculto a los siglos y a las generaciones», del «misterio que es Cristo»: «para nosotros, dice San Pablo, esperanza de la gloria» (Col. 1, 26‑27). Y añade que le ha sido concedida «la inteligencia de este misterio» (Ef. 3, 4). Así pues, voy a instruirme en el gran Apóstol para poseer esta ciencia, que, según su expresión, «sobrepasa toda otra ciencia: la ciencia de la caridad de Jesucristo» (Ef. 3, 19).

30. Y en primer lugar me dice que El es «mi paz» (Ef. 2, 14), que es «por El como yo tengo acceso al Padre» (Ef. 2, 18); porque plugo al «Padre de los astros» (Sant. 1, 17), que «habitase en El toda la plenitud, y reconciliar todo en El mismo, pacificando por la sangre de su cruz lo que hay tanto en la tierra como en el cielo» (Col. 1, 19‑20)… «Vosotros estáis llenos en El, prosigue el Apóstol, sepultados en El por el bautismo y resucitados con El por la fe en la obra de Dios… El os ha hecho revivir con El, perdonándoos todos vuestros pecados, borrando la cédula del decreto de condena que pesaba sobre vosotros; El la ha anulado, clavándola en la cruz. Y despojando los principados y las potestades, El los ha arrastrado cautivos victoriosamente, triunfando de ellos en Sí mismo» (Col. 2, 10, 12‑15) «para haceros santos, puros, irreprensibles ante El» (Col. 1, 22).

31. He aquí la obra de Cristo para con toda alma de buena voluntad, y es la obra que su inmenso amor, su «demasiado grande amor» (Ef. 2, 4) le está urgiendo hacer en mí. El quiere ser mi paz, para que nada pueda distraerme o hacerme salir de «la fortaleza inexpugnable del santo recogimiento». Es allí donde El me dará «el acceso al Padre» y me conservará inmóvil y tranquila en su presencia, como si ya mi alma estuviera en la eternidad. Es por la Sangre de su cruz por la que pacificará todo en mi pequeño cielo, para que él sea verdaderamente el reposo de los Tres. El me llenará de El, me sepultará en El, me hará revivir con El, de su vida: «¡Mihi vivere Christus est! ». Y si caigo a cada paso, me haré levantar por El con una fe toda confiada, y sé que El me perdonará, que borrará todo con un exquisito cuidado; más aún, El me «despojará», me «librará» de todas mis miserias, de todo lo que es obstáculo a la acción divina, y que «El arrastrará todas mis potencias», las hará cautivas, triunfando de ellas en Sí mismo. Entonces yo estaré transformada toda en El, y podré decir: «Yo no vivo ya. Mi Maestro vive en mí» (Gal. 2, 20). Y yo seré «santa, pura, irreprensible» a los ojos del Padre.

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Día decimotercero

32. «Instaurare omnia in Christo» (Ef. 1, 10). Es todavía San Pablo el que me enseña, San Pablo, que acaba de penetrar en el gran consejo de Dios (Ef. 1, 11) y que me dice que «El ha resuelto en Sí mismo restaurar todas las cosas en Cristo».

Para que yo realice perfectamente este plan divino, una vez más viene San Pablo a ayudarme y me va a trazar un programa de vida. «Caminad en Jesucristo, me dice, enraizada en El, edificada sobre El, asegurada en la fe y creciendo cada vez más en El por la acción de gracias» (Col. 2, 6‑7).

33. Caminar en Jesucristo me parece que es salir de sí, perderse de vista, abandonarse, para entrar más profundamente en El a cada minuto que pasa, tan profundamente que uno sea enraizado, y que en todo momento, en toda ocasión, pueda lanzar este valiente reto: «¿Quién me separará del amor de Cristo? » (Rom. 8, 35). Cuando el alma está fijada en El con tal profundidad, cuando sus raíces están tan hondas, la savia divina la invade a raudales y destruye todo lo que es vida imperfecta, superficial, natural; entonces, según el lenguaje del Apóstol, «lo mortal es absorbido por la vida» (II Cor. 5, 4). El alma así «despojada» de sí misma y «revestida» de Jesucristo no tiene que temer las relaciones de fuera ni las dificultades de dentro, porque estas cosas, lejos de ser para ella un obstáculo, no sirven más que para «enraizarla más profundamente en el amor» de su Maestro. A través de todo, con todo y contra todo, ella está en situación de ««adorarle siempre por ser quien es» (Sal. 71, 15). Porque ella es libre, librada de ella misma y de todo; ella puede cantar con el salmista: «Si un ejército me cerca, no temo; si surge una batalla, espero a pesar de todo, porque Yahvé me esconde en lo secreto de su tienda» (Sal. 26, 3, 5), y esta tienda no es otra que El mismo. He aquí, me parece, lo que San Pablo quiere decir por «estar enraizados en Cristo».

34. Y ahora ¿qué quiere decir estar edificados sobre El? El profeta canta también: «El me ha elevado sobre una roca; entonces mi cabeza se alza sobre los enemigos que me cercan» (Sal. 26, 56). Me parece que esto es la figura del alma «edificada sobre Jesucristo». El es la roca donde ella [está] elevada por encima de ella misma, de los sentidos. de la naturaleza, por encima de los consuelos o de los dolores, por encima de lo que no es únicamente El. Y allí, en plena posesión de sí misma, ella se domina, ella se trasciende a sí misma y trasciende también todas las cosas.

Ahora San Pablo me recomienda estar asegurada en la fe: en esta fe, que no permite jamás dormitar al alma, sino que la tiene despierta bajo la mirada del Maestro, toda recogida en su palabra creadora, en esa fe «en el demasiado amor» (Ef. 2, 4), que permite a Dios, me dice San Pablo, llenar al alma «según su plenitud» (Ef. 3, 19).

35. En fin, El quiere que yo «crezca en Jesucristo por la acción de gracias» ¡Es en ella donde todo debe acabar! «¡Padre, os doy gracias! » (Jn. 11, 41). He aquí lo que se cantaba en el alma de mi Maestro y ¡El quiere escuchar su eco en la mía! Pero me parece que el «cántico nuevo» (Ap. 14, 3) que más le puede agradar y cautivar a mi Dios es el de un alma despojada, librada de ella misma, en la que El puede reflejar todo lo que El es, y hacer todo lo que quiere. Esta alma se parece a una lira tocada por Dios, y sus dones son como otras tantas cuerdas que vibran para cantar día y noche la alabanza de su gloria.

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Día decimocuarto

36. «Me parece que todo es pérdida desde que sé lo que tiene de sublime el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por su amor lo he sacrificado todo, teniendo todas las cosas por basura, con el fin de ganar a Cristo, para ser hallado en El no con mi propia justicia, sino con la justicia que viene de Dios por la fe. Lo que quiero es conocerle a El, y la participación en sus padecimientos, y la conformidad con su muerte. Prosigo mi carrera, procurando llegar allí adonde Cristo me ha destinado al tomarme. Todo mi cuidado es olvidar lo que está detrás y tender constantemente hacia lo que está delante. Corro derecho a la meta…, al premio de la vocación celeste, a la que Dios me ha llamado en Cristo Jesús». El Apóstol ha revelado frecuentemente la grandeza de esta vocación: «Dios, dice él, nos ha elegido en El antes de la creación, para que seamos inmaculados y santos en su presencia, en el amor… Hemos sido predestinados por un decreto del que obra todo según el consejo de su voluntad, para que seamos la alabanza de su gloria» (Ef. 1, 4, 11‑12).

37. Pero ¿cómo responder a la dignidad de esta vocación? He aquí el secreto: «¡Mihi vivere Christus est!… Vivo enim, jam non ego, vivit vero in me Christus». Hay que estar transformados en Jesús; es San Pablo quien me lo dice: «A los que Dios ha conocido en su presciencia, los ha predestinado para ser conformes a la imagen de su Hijo» (Rom. 8, 29).

Importa, pues, que estudie este divino Modelo, para identificarme tan perfectamente con El que pueda continuamente reproducirle ante los ojos del Padre. Y, en primer lugar, ¿qué dice El al entrar en el mundo? «Heme aquí, oh Dios, que vengo a hacer tu voluntad» (Heb. 10, 9). Me parece que esta oración debería ser como el latido del corazón de la esposa: «Henos aquí, oh Padre, para hacer vuestra voluntad! »

38. El Maestro ¡fue tan verdadero en esta primera oblación! Su vida no fue otra cosa, por así decirlo, que la consecuencia de esto. «Mi alimento, le gustaba decir, es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn. 4, 34). Este debe ser el de la esposa y al mismo tiempo la espada que la sacrifica… «Si es posible, que este cáliz se aparte de mí; pero no como yo quiero, Padre, sino como vos queréis» (Mt. 26, 39). Y entonces ella marcha en paz, alegre, a toda inmolación, como su Maestro, alegrándose «de haber sido conocida» por el Padre, ya que la crucifica con su Hijo. «He escogido vuestros mandatos por mi herencia perpetua, porque ellos son la delicia de mi corazón» (Sal. 118, 111). Esto era lo que se cantaba en el alma del Maestro y debe tener un eco permanente en el alma de la esposa. Es a través de la fidelidad de todos los momentos a esos «mandatos» exteriores o interiores como ella «dará testimonio de la verdad» (Jn. 18, 37), y podrá decir: «El que me ha enviado no me ha dejado sola; está siempre conmigo, porque hago siempre lo que le agrada» (Jn. 8, 29). Y no abandonándole jamás, manteniendo su contacto muy fuertemente, ella podrá irradiar esta virtud secreta» (Lc. 6, 19) que salva y libra las almas. Despojada, librada de sí misma y de todo, podrá seguir al Maestro al monte para hacer con El en su alma «una oración de Dios» (Lc. 6, 12). Después, siempre por el divino Adorante, Aquel que hace la gran alabanza de la gloria del Padre, ella «ofrecerá sin cesar una hostia de alabanza, es decir, el fruto de los labios que dan gloria a su nombre» (Heb. 13, 15) (San Pablo). Y como canta el salmista, ella le alabará «en la expansión de su poder, según la inmensidad de su grandeza» (Sal. 150, 1-2).

39. Después, cuando llegue la hora de la humillación, de la aniquilación, ella se acordará de estas pocas palabras: «Jesús autem tacebat» (Mt. 26, 63), y ella se callará, guardando, «conservando toda su fortaleza para el Señor» (Sal. 58, 10); esta fuerza que «se saca en el silencio» (Is. 30, 15). Entonces, cuando venga el abandono, el desamparo, la angustia que hicieron lanzar a Cristo este gran grito: «¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46), ella se acordará de esta oración: «que ellos tengan en sí la plenitud de mi alegría» (Jn 17, 13): y bebiendo hasta las heces el «cáliz preparado por el Padre» (Jn. 18, 11) sabrá encontrar en su amargura una suavidad divina. En fin, después de haber dicho frecuentemente «tengo sed» (Jn. 19, 30), sed de poseeros en la gloria, cantará: «Todo está consumado. Entrego mi espíritu en vuestras manos» (Lc. 23, 46). Y el Padre vendrá a tomarla para «trasladarla a su heredad» (Col 1, 12-13), donde en «la luz ella verá la luz» (Sal 35,10).

«Sabed, cantaba David, que Dios ha glorificado maravillosamente a su Santo» (Sal. 4, 4). Sí, el Santo de Dios habrá sido glorificado en esta alma, porque El habrá destruido todo para «revestirla de El mismo» (Gal. 3, 27), y ella habrá realizado prácticamente la palabra del Precursor: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn. 3, 30).

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Día decimoquinto

40. Después de Jesucristo, y con la distancia que hay de lo infinito a lo finito, existe una criatura que fue también la grande alabanza de gloria de la Santa Trinidad. Ella respondió plenamente a la elección divina de que habla el Apóstol; ella fue siempre «pura, inmaculada, irreprensible» (Col. 1, 22) a los ojos del Dios tres veces santo. Fue su alma tan sencilla… Sus movimientos son tan profundos que no se les puede descubrir. Parece reproducir en la tierra la vida del Ser divino, el Ser simple. También ella es tan transparente, tan luminosa, que se la tomaría por la luz, aunque no es más que el «espejo» del Sol de justicia: «Speculum justitiae».

«La Virgen conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc. 2, 19 y 51): toda su historia puede resumirse en estas pocas palabras. Fue en su corazón donde ella vivió, y con tal profundidad que no la puede seguir ninguna mirada humana. Cuando leo en el Evangelio «que María corrió con toda diligencia a las montañas de Judea» (Lc. 1, 39) para ir a cumplir su oficio de caridad con su prima Isabel, la veo caminar tan bella, tan serena, tan majestuosa, tan recogida dentro con el Verbo de Dios… Como la de El, su oración fue siempre: «Ecce, ¡heme aquí!» ¿Quién? «La sierva del Señor» (Lc. 1, 38), la última de sus criaturas. Ella, ¡su madre! Ella fue tan verdadera en su humildad porque siempre estuvo olvidada, ignorante, libre de sí misma. Por eso podía cantar: «El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas; desde ahora me llamarán feliz todas las generaciones» (Lc. 1, 48, 49).

41. Esta Reina de las vírgenes es también Reina de los mártires. Pero una vez más fue en su corazón donde la espada la traspasó (Lc. 2, 35), porque en ella todo se realiza por dentro… ¡Oh!, qué hermoso es contemplarla durante su largo martirio, tan serena, envuelta en una especie de majestad que manifiesta juntamente la fortaleza y la dulzura… Es que ella había aprendido del Verbo mismo cómo deben sufrir los que víctimas, los que ha determinado asociar a la gran obra de la redención, los que El «ha conocido y predestinado a ser conformes a su Cristo» (Rom. 8, 29), crucificado por amor.

Ella está allí al pie de la cruz, de pie, llena de fortaleza de valor, y he aquí que mi Maestro me dice: «Ecce Mater tua» (Jn 19, 27) , El me la da por madre… Y ahora que El ha vuelto al Padre, que «yo sufra en mi cuerpo lo que falta a la pasión por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col. 1, 24), la Virgen está todavía allí, para enseñarme a sufrir como El, para decirme y hacerme escuchar estos últimos cantos de su alma que nadie, fuera de ella, su Madre, ha sabido percibir.

Cuando yo haya dicho mi «consummatum est» (Jn. 19, 30, será ella, «Janua coeli», la que me introducirá en los atrios eternos, diciéndome en voz baja las misteriosas palabras: «Laetatussum in his quae dicta sunt mihi, in domum Domini ibimus».

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Día decimosexto

42. «Como la cierva sedienta suspira por las fuentes de agua viva, así mi alma suspira por ti, oh Dios. ¡Mi alma tiene sed del Dios vivo! ¿Cuándo iré y apareceré ante su rostro?» (Sal. 41, 1-2).

Y, sin embargo, como “el pájaro que ha encontrado un lugar para esconderse», como «la golondrina que ha encontrado un nido para colocar sus polluelos» (Sal. 83, 3), así «Laudem Gloriae» ha encontrado -mientras espera ser llevada a la santa Jerusalén, «beata pacis visio»- su retiro, su bienaventuranza, su cielo anticipado, donde comienza su vida de eternidad. «Mi alma está silenciosa en el Señor; de El espero mi liberación. Sí, El es la roca donde encuentro la salvación, mi refugio, y no seré quebrantada»(Sal. 61, 2-3).

¡He aquí el misterio que canta hoy mi lira! Como a Zaqueo, me ha dicho mi Maestro: «Date prisa a bajar, porque es necesario que me hospede en tu casa» (Lc. 19, 5). Date prisa a bajar, pero ¿adónde? A lo más profundo de mí misma; después de haberme dejado, separado de mí misma, despojado de mí misma, en una palabra, sin mí misma.

43. «¡Es necesario que me hospede en tu casa!» Es mi Maestro quien me manifiesta este deseo. Mi Maestro que quiere habitar en mí, con el Padre y el Espíritu de amor, para que, según la expresión del discípulo amado, yo tenga «comunión» (I Jn. 1, 3) con Ellos. «Vosotros no sois ya huéspedes o extranjeros, sino de la casa de Dios» (Ef. 2, 19), dice San Pablo. He aquí cómo entiendo yo ser «de la casa de Dios»: es viviendo en el seno de la tranquila Trinidad, en mi abismo interior, en esta «fortaleza inexpugnable del santo recogimiento» de que habla San Juan de la Cruz.

David cantaba: «Mi alma desfallece entrando en los atrios del Señor» (Sal. 83, 3) . Me parece que tal debe ser la actitud de toda alma que entra en sus atrios interiores para contemplar allí a su Dios y sentir fuertemente su contacto. Ella «desfallece», en un divino desfallecimiento, en presencia de este Amor omnipotente, de esta Majestad infinita que mora en ella. No es que la abandone la vida, es ella la que desprecia esta vida natural y se retira… Porque ella comprende que no es digna de su esencia tan rica, y ella desea morir y desaparecer en su Dios.

44. ¡Oh!, qué bella es esta criatura así despojada y liberada de sí misma! Ella está en estado de «disponer ascensiones en su corazón para pasar del valle de lágrimas» (es decir, todo lo es menos que Dios) «hacia el lugar que es su fin» (Sal. 83 6 este «lugar espacioso» (Sal. 17, 20), cantado es, me parece, la insondable Trinidad: «Immensus Pater, immen. sus Filius, immensus Spiritus Sanctus». Ella sube, se eleva por encima de los sentidos, de la naturaleza; ella se trasciende a sí misma. Ella pasa por encima de toda alegría y dolor, y a través delas nubes, para no reposarse más que cuando haya penetrado «en lo interior» de Aquel a quien ama y que le dará El mismo «el reposo del abismo». «¡Y todo esto sin haber salido de la santa fortaleza!» El Maestro le ha dicho: «Date prisa a bajar … salir de allí, ella vivirá a imagen de la Trinidad inmutable en un eterno presente», «adorándola sin cesar por ser quien es» (Sal. 71, 15) y llegando a ser por una mirada cada vez más sencilla, más unitiva, «el esplendor de su gloria» (Heb. 1, 3), o, con otras palabras, la incesante alabanza de gloria de sus perfecciones adorables.

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Lectio jue, 25 nov. de 2021

Tiempo Ordinario

Oración inicial

Mueve, Señor, los corazones de tus hijos, para que, correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con mayor abundancia la ayuda de tu bondad. Por nuestro Señor.

Lectura del santo Evangelio según Lucas 21,20-28

«Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea que huyan a los montes; los que estén en medio de la ciudad que se alejen; y los que estén en los campos que no entren en ella; porque éstos son días de venganza en los que se cumplirá todo cuanto está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! «Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la tierra y cólera contra este pueblo. Caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que el tiempo de los gentiles llegue a su cumplimiento. «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de la gente, trastornada por el estruendo del mar y de las olas. Los hombres se quedarán sin aliento por el terror y la ansiedad ante las cosas que se abatirán sobre el mundo, porque las fuerzas de los cielos se tambalearán. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación.»

Reflexión

En el evangelio de hoy sigue el Discurso Apocalíptico con más señales, la 7ª y la 8a, que debían de acontecer antes de la llegada del fin de los tiempos o mejor antes de la llegada del fin de este mundo para dar lugar al nuevo mundo, al “cielo nuevo y a la tierra nueva” (Is 65,17). La séptima señal es la destrucción de Jerusalén y la octava es los cambios en la antigua creación.

Lucas 21,20-24. La séptima señal: la destrucción de Jerusalén. Jerusalén era para ellos la Ciudad Eterna. Y ahora ¡estaba destruida! ¿Cómo explicar este hecho? ¿Dios no tiene en cuenta el mensaje? Es difícil para nosotros imaginarnos el trauma y la crisis de fe que la destrucción de Jerusalén causó en las comunidades de tantos judíos y cristianos. Cabe aquí una breve observación sobre la composición de los Evangelios de Lucas y de Marcos. Lucas escribe en el año 85. Se sirve del evangelio de Marcos para componer su narrativa sobre Jesús. Marcos escribe en el año 70, el mismo año en que Jerusalén estaba siendo cercada y destruida por los ejércitos romanos. Por esto, Marcos escribió dando una cita al lector: “Cuando vierais la abominable desolación instalada donde no debe – el que lee entienda – entonces los que estén en Judea huyan a los montes” (Mc 13,14). Cuando Lucas menciona la destrucción de Jerusalén, Jerusalén estaba en ruinas desde hace quince años. Por esto él omite el paréntesis de Marcos. Lucas dice: «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea que huyan a los montes; los que estén en medio de la ciudad que se alejen; y los que estén en los campos que no entren en ella; porque éstos son días de venganza en los que se cumplirá todo cuanto está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Habrá, en efecto, una gran calamidad sobre la tierra y cólera contra este pueblo. Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que el tiempo de los gentiles llegue a su cumplimiento”. Al oír a Jesús que anunciaba la persecución (6ª señal) y la destrucción de Jerusalén (7ª señal), los lectores de las comunidades perseguidas del tiempo de Lucas concluían: “Este es nuestro hoy. ¡Estamos en la 6ª señal!”

Lucas 21,25-26: La octava señal: mudanzas en el sol y en la luna. ¿Cuándo será el fin? Al final después de haber oído hablar de todas estas señales que ya habían acontecido, quedaba en pie la pregunta: “El proyecto de Dios avanza mucho y las etapas previstas por Jesús se realizaron ya. Ahora estamos en la sexta y en la séptima etapa. ¿Cuántas etapas o señales faltan hasta que llegue el fin? ¿Falta mucho?” La respuesta viene ahora en la 8ª señal: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de la gente, trastornada por el estruendo del mar y de las olas. Los hombres se quedarán sin aliento por el terror y la ansiedad ante las cosas que se abatirán sobre el mundo, porque las fuerzas de los cielos se tambalearán”. La 8ª señal es diferente de las otras señales. Las señales en el cielo y en la tierra son una muestra de lo que está llegando, al mismo tiempo, el fin del viejo mundo, de la antigua creación y el comienzo de la llegada del cielo nueva y de la tierra nueva. Cuando la cáscara del huevo empieza a rasgarse es señal de que lo nuevo está apareciendo. Es la llegada del Mundo Nuevo que está provocando la desintegración del mundo antiguo. Conclusión: ¡falta muy poco! El Reino de Dios está llegando.

Lucas 21,27-28: La llegada del Reino de Dios y la aparición del Hijo del Hombre. “Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación.” En este anuncio, Jesús describe la llegada del Reino con imágenes sacadas de la profecía de Daniel (Dan 7,1-14). Daniel dice que, después de las desgracias causadas por los reinos de este mundo, vendrá el Reino de Dios. Los reinos de este mundo, todos ellos, tienen figura de animal: león, oso, pantera y bestias salvajes (Dn 7,3-7). Son reinos animales, deshumanizan la vida, como acontece con ¡el reino neoliberal hasta hoy! El Reino de Dios, pues, aparece como un aspecto del Hijo del Hombre, esto es, con un aspecto humano de gente (Dn 7,13). Es un reino humano. Construir este reino que humaniza, es tarea de la gente de las comunidades. Es la nueva historia que debemos realizar y que debe reunir a la gente de los cuatro lados del mundo. El título Hijo del Hombre es el nombre que a Jesús le gustaba usar. Solamente en los cuatro evangelios, este nombre aparece más de 80 (ochenta) veces. Todo dolor que soportamos desde ahora, toda la lucha a favor de la vida, toda la persecución por causa de la justicia, todo el dolor de parto, es semilla del Reino que va a llegar en la 8ª señal.

Para la reflexión personal

Persecución de las comunidades. Destrucción de Jerusalén. Desesperación. Ante los acontecimientos que hoy hacen sufrir a la gente ¿me desespero? ¿Cuál es la fuente de mi esperanza? Hijo de Hombre es el título que Jesús gustaba usar. Él quería humanizar la vida. Cuanto más humano, más divino, decía el Papa León Magno. En mi relación con los demás, ¿soy humano?

Oración final

Bueno es Yahvé y eterno su amor, su lealtad perdura de edad en edad. (Sal 100,5)

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