Obediencia

El término no es muy frecuente en los escritos sanjuanistas. No es un tema que trate de forma sistemática. Con todo, no deja de ofrecer interesantes perspectivas sobre el argumento. Una primera aproximación al tema la realiza J. de la Cruz en óptica negativa, es decir, la obediencia vivida de forma defectuosa, o, mejor aún, la falta de obediencia. Es propio de los que comienzan el  camino espiritual (los  principiantes), que llevados por la  gula espiritual se entreguen a excesos de  penitencia y  mortificaciones, llegando a sustraerse a la obediencia de sus  directores y maestros (N 1,6,1). Esta constatación da pie al Santo para presentar la obediencia como la mejor penitencia, ya que es una “penitencia de razón y discreción”, frente a la penitencia corporal, que él califica de “penitencia de bestias” (N 1,6,2). La obediencia es un sacrificio mucho más agradable a Dios que las mortificaciones corporales, máxime cuando éstas son realizadas sin el parecer y consentimiento de los directores espirituales. Parafraseando la Sagrada Escritura (1 Sam 15,22), el Santo afirma que “Dios más quiere obediencia que sacrificios” (Ca 11), y que “mas quiere Dios en ti el menor grado de obediencia y sujeción, que todos los servicios que le piensas hacer” (Av 1,13).

El progreso en el camino espiritual, que se lleva a cabo con ayuda de la obra purificadora de la  noche oscura, supone también el afianzamiento en la práctica de la obediencia. Hecho que se manifiesta en la buena disposición y hasta en el deseo de ser aconsejados y ayudados en el camino espiritual (N 1,12,9).

En las Cautelas, trata el Santo sobre la obediencia, si bien en este caso refiriéndose explícitamente a los consagrados a Dios en la vida religiosa. Es presentada aquí la obediencia como una de las cautelas que el religioso debe emplear para librarse de las tentaciones y obstáculos que el  demonio –segundo enemigo del  alma– pone a quien quiere progresar rápidamente en el camino de la perfección (Ca 10). Dos son los criterios de actuación propuestos por J. de la Cruz:

– El primero sería no hacer nada fuera de lo que está mandado por obediencia. El Santo es tajante al respecto: “Jamás, fuera de lo que de orden estás obligado, te muevas a cosa, por buena que parezca y llena de caridad” (Ca 11).

– El segundo, practicar la obediencia por el valor que ésta tiene en sí misma, y no por la mayor o menor simpatía que pudiese provocar en el superior que manda (Ca 12). Obedecer más o menos, con mayor o menor prontitud dependiendo de la simpatía o los buenos o malos modos del superior es, según nuestro autor, “trocar la obediencia de divina en humana” (Ca 12). Para el Santo, la obediencia sólo es positiva cuando es “divina”, es decir, cuando el que obedece lo hace para servir a Dios, transcendiendo la mediación que supone la persona del superior que manda.

El valor de la obediencia se encuentra en la visión transcendente y sobrenatural con que se acepta, es decir, en hacer las cosas mandadas no “por el gusto o disgusto” que puedan producir, sino en hacerlas por Dios, ya que el religioso “ha de hacer todas las cosas, sabrosas o desabridas, con este solo fin de servir a Dios con ellas” (Av. a un religioso, 5 ). El Santo da así profundidad teologal a la práctica de la obediencia.

Miguel Valenciano