Magisterio sanjuanista

Al proclamar oficialmente la Iglesia doctor a san Juan de la Cruz no tuvo en cuenta lo que él pudo pensar de sus enseñanzas y de su doctrina, como no lo ha practicado en ningún otro caso. Ponderó serenamente el valor de su magisterio para guiar a las almas por el camino de la perfección evangélica. Exactamente lo que él pretendió y buscó de palabra y por escrito.

Cualquiera que se pone a enseñar a otros asume de alguna manera la conciencia de “maestro” y tiene la intención de comunicar algún mensaje. No pudo ser excepción JC. La función magisterial puede realizarse, y de hecho se realiza, con actitudes diferentes y a niveles muy distintos. Hay quien la ejerce con competencia o “maestría”, y quien la realiza como simple repetidor. No es lo mismo el simple transmisor o repetidor, que el creador o el renovador. Maestro se considera aquel que habla o escribe con dominio y competencia; por tanto, con “autoridad”, al margen de títulos académicos y honoríficos.

JC frecuentó escuelas y universidades, pero no obtuvo ningún grado. Nunca presumió de títulos para avalar su enseñanza. Aunque gozó de estima y admiración en ambientes universitarios, como en Baeza, no compartió con otros contemporáneos el apelativo casi familiar de “maestro”. El “maestro Ávila”, el “maestro Ignacio”, el “maestro Granada”, el “maestro León”. El distintivo más honroso de sus saberes se lo colocó la madre Teresa de Jesús, al llamarle “su Senequita”, pero no logró resonancia especial fuera del ambiente de su familia religiosa.

En la mente de la Madre Fundadora, ese apelativo cariñoso aludía no tanto a su competencia intelectual como a su capacidad destacada para guiar a las almas por los caminos del espíritu. Para ella, en ese campo, no había otro igual en toda Castilla, tierra entonces de grandes maestros y teólogos. Cuando bautizaba así a fray Juan, hacía años que había comprobado su competencia y autoridad. Ella –la Madre Teresa– era quien le había lanzado al ruedo de la dirección espiritual dándole oportunidad de demostrar sus dotes de maestro. Para ambos, “maestro”, frente a “letrado”, equivalía a guía, director o padre “espiritual”. El guiar e instruir equivale en cierto modo a engendrar y criar por cierta “paternidad espiritual”. Recordará fray Juan que es “cosa dificultosa dar a entender el cómo se engendra el espíritu del discípulo conforme al de su padre espiritual oculta y secretamente”. No abriga dudas sobre el hecho: “Cual fuere el maestro, tal será el discípulo, y cual el padre, tal el hijo”. (S 2, 18, 5-5; Ll 3, 30).

Conciencia de maestro

JC ejerció de maestro espiritual a lo largo de su existencia no sólo por encargo y encomienda de los superiores; desempeñó ese elevado servicio con voluntad de enseñar y la persuasión de cumplir con su misión sacerdotal. Llegó al convencimiento de poseer autoridad especial para conducir a las almas por las sendas de la santidad. No brotó de un juicio presuntuoso de su capacidad natural ni de su preparación intelectual. Fue forjándose en su ánimo a golpe de experiencia y de prolongadas constataciones. Las circunstancias concretas en que se desarrolló su existencia fueron modelando en él posturas y modales propios de quien se siente con autoridad moral para guiar y enseñar a otros. Sería demasiado prolijo seguir paso a paso el proceso que llevó a esta conciencia magisterial. Bastará apuntar algunos hitos destacados y reveladores.

Apenas iniciada su experiencia de vida carmelitana al estilo teresiano, se ve envuelto en responsabilidades de orientación religiosa. El ser iniciador del nuevo curso religioso le exige ejemplaridad práctica y le confiere cierto ascendiente moral. Se le encomienda la formación religioso-espiritual de los aspirantes y novicios; a partir de Duruelo y Mancera, inicia un magisterio que se prolongará hasta su muerte. Su cometido no se reduce a la iniciación religiosa, como simple tirocinio disciplinar

Las exigencias de la “vida reformada” iban más allá. Al abrazarla y tratar de imprimirla en los demás, fray Juan sintió muy pronto la responsabilidad de la “paternidad espiritual”, aunque no se pueda medirse hasta qué punto o nivel. En todo caso, se vio interpelado y estimulado en una línea que proseguirá luego casi sin interrupción.

Si las primeras experiencias de formador religioso pudieron reducirse al horizonte de lo obligatorio, casi profesional de un “maestro de novicios y estudiantes”, con el traslado a la Encarnación de Ávila en 1572 el panorama cambió notablemente. Lo que se le pedía y exigía era, ante todo, la dirección espiritual. No interesaba la organización disciplinar, sino la modulación interna de los espíritus. Para la Madre Teresa que le había traído allí lo que contaba era la función de “maestro espiritual”, no la de “vicario”.

Durante esos años de residencia en Ávila las expresiones de su magisterio asumieron formas variadas y de notable relieve. Se proyectaron fuera del ambiente conventual alcanzando instancias tan representativas como la Inquisición. Por primera vez se convierte fray Juan en árbitro de situaciones morales y espirituales reservadas normalmente a personas de reconocido prestigio teológico. Cuenta fray Juan de 26 a 30 años y su ascendiente en el ambiente religioso de Castilla adquiere indudable resonancia. De manera casi inconsciente va creciendo en él la sensación de revestir funciones delicadas de guía y maestro.

El contacto diario con almas selectas y comprometidas con la santidad, como eran sus dirigidas de la Encarnación (comenzando por la madre Teresa), le procuró experiencias enriquecedoras y le permitió confrontar sus conocimientos teóricos con la realidad de la vida. De esos años son las primeras muestras escritas de su magisterio espiritual. Son aforismos en forma de recetas espirituales o comprimidos, para cada dirigida. El tono y el estilo coinciden con lo que será luego habitual en él. Nada de sugerencia timorata ni de experimento provisorio. Siempre frases escuetas, principios seguros y aplicaciones concretas.

El joven director se muestra tan seguro como tajante. Camina decidido, no a tientas. Como si fuese ya consumado maestro. Ha tenido durante los años de Ávila una escuela de extraordinaria eficacia: la comunicación directa con la Madre Teresa. Cuando en fechas posteriores insiste fray Juan (a la hora de escribir sus tratados) en que se sirve de lo visto y comprobado en otras personas evoca, ante todo, lo que ha aprendido en el contacto con la Madre Teresa. Para calibrar la amplitud y el nivel de ese enriquecimiento bastará traer a la mente la opulenta riqueza de las experiencias teresianas durante esos años abulenses. Le abrieron a fray Juan horizontes desconocidos para él, sin duda, hasta entonces.

Durante la peripecia carcelaria en Toledo verificó en la propia vida muchas de las realidades conocidas por dirección espiritual antes de su detención forzada. A no dudarlo, las completó con otras experiencias personales de mayor calado. Experiencias que quedaron inmortalizadas artísticamente en sus poemas de entonces. Rondaba los 35 años cuando fue “vomitado por la ballena” –expresión suya– en el extraño puerto de Andalucía. Es la tierra en la que ejercerá su incomparable magisterio.

Cuando llega allí en 1578, ni él tiene conciencia clara de su futura misión ni los primeros interlocutores captan su estatura moral e intelectual; se detienen en la física, al borde entonces de la desintegración. Es de nuevo la Madre Teresa de Jesús quien reivindica su extraordinario magisterio abriéndole de par en par las puertas de Andalucía. Le proclama con grande énfasis “padre, muy padre de su alma”. Quiere que así le consideren también sus hijas, comenzando por Ana de Jesús. Ésta será luego hija predilecta de fray Juan. Para ella redactará el Cántico espiritual.

Al hacer santa Teresa la proclamación y recomendación de fray Juan, recién llegado a Andalucía, todos son elogios y ponderaciones: “un hombre celestial y divino”, no hay otro en Castilla “como él ni que tanto fervore en el camino del cielo”, “un tesoro y un santo”, “le ha dado Nuestro Señor particular gracia” para aprovechar a las almas, “es muy espiritual y de grandes experiencias y letras”. Piropos que hubieran herido la humildad del protagonista haciéndole sonrojar en su pudor espiritual. Los calificativos respondían a la realidad, pero no los compartía seguramente fray Juan. Estaba bien lejos de considerarse superior intelectual y magistralmente a los grandes letrados de su Castilla natal.

Bien pronto surtió efectos la recomendación de la Madre Teresa. De la manera más natural y espontánea reanudó el padre fray Juan su apostolado espiritual entre religiosos y religiosas. Fue como prolongación normal de lo realizado en Ávila. Se prodigaba ahora en la dirección con bagaje más abundante de ciencia y de experiencia. Desde las primeras de cambio, fray Juan fue reconocido como quería la Madre Fundadora: como padre y maestro espiritual de sus hijos e hijas carmelitas. Comienza un dilatado magisterio en el que no halla competidor. En los ambientes religiosos en los que actúa es, sin más, el “maestro” iluminado y reconocido. Poco a poco va ensanchándose el marco de su presencia y de su renombre hasta conquistar fama generalizada en toda la región, incluso en ambientes universitarios como el de Baeza. Nadie discute su enseñanza; nadie duda de su incuestionable autoridad para orientar en los caminos del espíritu.

¿Es fray Juan consciente del fenómeno que le rodea? ¿Se da cuenta de su ascendiente dentro y fuera de la cerca religiosa? Es imposible que no cayese en cuenta de que se le consideraba superior a otros directores espirituales; de que se adoptaban ante él actitudes y posturas de discipulado, de discernimiento y de dependencia. Si para los de dentro podía influir su condición de superior, no cabía otro tanto con los extraños a la Orden. Para todos era más decisivo el modo de amaestrar que los títulos de acreditación.

Cualquiera que fuese la conciencia refleja de fray Juan sobre su magisterio, lo cierto es que procedía con decisión y autoridad; hasta dar a veces la sensación de autoritarismo. Existen a este propósito episodios bien conocidos, que no hacen al caso. Ahí están las cartas y los avisos espirituales para comprobar sus métodos y sus modales. La rotundidad de los consejos o directrices de índole personal es de fácil comprensión, si se tiene en cuenta la exclusividad de los destinatarios. Otra cosa es el caso de los “dichos de luz y amor”.

Difícilmente se halla en la literatura gnómica cristiana un tono tan decidido, taxativo y magisterial como en los avisos sanjuanistas. No es sólo en los apotegmas de la Subida y en las Cautelas. Se repite en todas las series de máximas espirituales. A la perfecta armonía con la doctrina evangélica más genuina, se añaden las fórmulas y el tono que parecen reproducir la pedagogía de Jesús de Nazaret. Como si hablase con la misma autoridad

Esas piezas breves transmiten y prolongan el magisterio oral practicado abundantemente por JC. Su estudio revela con precisión cuál era la postura por él adoptada. Esclarece también su conciencia de maestro cuando pasa de la enseñanza directa y personal a la formulación escrita de su doctrina. En ambos casos manifiesta idéntico convencimiento. Está persuadido de lo que propone. Es algo que conoce y domina. Es doctrina segura que traduce con fidelidad el mensaje del Evangelio. Su propuesta es incluso preferible a la de otros maestros y directores espirituales. No tiene dudas ni temores en lo que considera fundamental. Por ello, procede con tanta seguridad y de manera tan tajante en sus formulaciones. Lo que enseña de viva voz o por escrito a personas particulares le parece apropiado al caso. Lo que propone por escrito, con destino general e indefinido, lo juzga válido para cualquier creyente decidido a escalar la santidad. No existe apenas diferencia entre ambos sectores.

No es posible presentarse con semejante autoridad sin el convencimiento de estar en lo cierto y seguro. A su vez, tal convencimiento postula una conciencia lúcida de la propia capacidad y de la condición de maestro. JC insiste en que para llegar a ser buen maestro de espíritus o un “guía cabal”, además “de ser sabio y discreto, ha menester ser experimentado” (S prólogo; Ll 3, 30). Entiende la experiencia en doble sentido: como vivencia de las realidades enseñadas a otros, y como información obtenida a través del contacto con personas espirituales. De ambas dice aprovecharse en sus escritos, aunque apoyándose siempre en la sagrada Escritura.

Según él no es posible enseñar con competencia y seguridad los vericuetos del espíritu sin adecuada competencia. Es ésta la que confiere, en última instancia, la seguridad y la autoridad moral para adoctrinar y guiar. No se retrae en presentarse decididamente en plan de maestro. Se atreve a criticar a otros y a desautorizarlos por falta de experiencia, lo que quiere decir que él la tiene, que él cuenta con esa ventaja. No llega nunca a esta confesión explícita: yo tengo experimentado lo que enseño. Sería demasiado fuerte para una sensibilidad tan sutil y exquisita como la de fray Juan.

Como todos los grandes místicos se enfrenta, casi sin darse cuenta, con la antítesis o paradoja evangélica de la humildad y del propio valer. Intentan conciliar la genuina humildad con su testimonio de agraciados especialmente por Dios con mercedes especiales. El paradigma más célebre es quizás el de santa Teresa.

El prologuillo a los Dichos de luz y amor ilumina con suficiente claridad la postura de fray Juan frente a esa antinomia espiritual. Dos las afirmaciones de fondo: por un lado, reconocimiento de la propia insuficiencia espiritual; de otro, reconocimiento de la capacidad para ofrecer “dichos de luz y amor” a quienes lo desean o necesitan. La deficiencia alude al orden moral-espiritual; la lección impartida, a la preparación y capacidad para enseñar a otras personas. Humildad y reconocimiento del propio valer, supuesto el don de Dios. La decisión de enseñar arranca de ese reconocimiento y de la persuasión de ser útil. Un gesto de explícita voluntad.

El conflicto entre la auténtica humildad y la decisión consciente de enseñar a otros como maestro autorizado es más profundo de lo que pudieran sugerir las concesiones de ese prologuillo. Se repiten con fórmulas parecidas en muchos lugares de los escritos sanjuanistas. Son todos para él “dichos de luz y amor”, y arrancan de los mismos presupuestos. En cualquier tema, y frente a las exigencias de la perfección a que intenta llevar a sus discípulos, JC ha de reconocer que no existe absoluta coherencia entre lo que enseña y lo que vive. Para él, como para cualquier otro maestro espiritual, resulta inevitable reconocer la distancia que le separa del ideal de santidad que predica. Presentarse como modelo acabado sería lo mismo que desautorizarse como maestro y guía. El reconocimiento y la confesión de la propia imperfección es el sello de la auténtica humildad. En lugar de invalidar el magisterio, lo refuerza, le confiere autoridad, lo hace creíble y aceptable.

El conflicto o la paradoja surge cuando el mensaje y la doctrina se avalan con la propia experiencia. Al margen de las confesiones prologales y metodológicas, en las que fray Juan promete servirse de lo conocido en otras personas espirituales y lo verificado por la propia observación o experimentación, queda patente en infinidad de páginas que el soporte de cuanto expone y afirma es la vivencia personal. Basta seguir sus razonamientos para comprobar que la razón determinante de muchas propuestas y afirmaciones es la garantía de su experiencia mística. En el fondo, ahí radica el convencimiento de su autoridad y de su magisterio: en que sabe o conoce lo que dice por experiencia.

¿Cómo compaginar entonces humildad y autoridad? No cabe apelarse a la distancia entre lo que se propone para los demás y lo que se vive, lo que se es.

Humildad con “autoridad”

JC no recurre al subterfugio teresiano de la tercera persona. Su procedimiento para salvar el escollo es original y tiene repercusiones importantes a la hora de analizar sus escritos. Nunca rehuye la afirmación en primera persona; al contrario, es lo corriente y normal en él, sea en singular, sea en plural (digo, escribo, trato, hablo; declaramos, tenemos palabra, enseñanza, responderemos, etcétera). Es frecuente el empleo explícito del pronombre de primera persona, “yo”; hasta dar la sensación de cierto “egotismo”. No es únicamente en traducciones bíblicas, con presencia obligada la presencia del “yo”, o en las fórmulas protocolarias de las cartas. La casuística en la que aparece el sujeto en primera persona con el pronombre explícito es bastante variada. Va desde pronunciamientos para manifestar la propia opinión, planes o propósitos (S, pról. 8; 1,13, 2; 1,18,6; Lla 4, 7, etc.),

hasta desafiar a cualquier otro maestro, pasando por la información personal de experiencias ajenas, como cuando refiere: “Yo conocí una persona que, teniendo estas locuciones sucesivas … había algunas que eran harto herejía”. En otra ocasión: “Yo conocí una persona que más de diez años se aprovechó de una cruz hecha toscamente de un ramo bendito” (N 1,3,2).

Cuando se transparenta naturalmente su conciencia de maestro es cuando empeña el yo para defender una doctrina, reforzar una opinión, proponer una enseñanza original o para desautorizar y replicar a otros maestros. No es manco fray Juan a este propósito ni teme usar el yo.

El paso de una actitud a otra podía ser el texto que precede a un tema comprometido en su esquema: el de las verdades desnudas que pueden comunicarse al entendimiento. Se introduce así: “Era necesario que Dios tomase la mano y moviese la pluma; porque sepas, amado lector, que excede toda palabra lo que ellas son para el alma en sí mismas. Mas, pues yo no hablo aquí de ellas de propósito, sino sólo para industriar y encaminar el alma en ellas a la divina unión” (S 2, 26,1; cf. CB 26, 3).

Algunos ejemplos ilustrarán mejor que cualquier afirmación el tono y el alcance del “egotismo” sanjuanista. Usa el “yo” para persuadir de la doctrina que propone: “Y así querría yo persuadir a los espirituales cómo este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones” (S 2, 7, 8). “Yo quisiera que los espirituales acabasen bien de ver cuántos daños les hacen los demonios en las almas por medio de la memoria cuando se dan mucho a usar de ella (S 3,4,2).

Insistente es en el “yo” para responsabilizarse de enseñanzas importantes, como cuando escribe que son tantos los daños provenientes de no purificar la memoria, que “yo creo no habrá quien bien se libre, si no es cegando y oscureciendo la memoria acerca de todas las cosas” (S 3, 3, 3). Replicando a quienes se oponen a la veneración de las imágenes, llamándolos “pestíferos hombres”, se permite rematar sus consideraciones con esta confesión: “Cuánto más que en lo que yo más pongo la mano es en las imágenes y visiones sobrenaturales, acerca de las cuales acaecen muchos engaños y peligros” (S 3, 15, 2).

Asegurando que su doctrina se ajusta a la ley suprema del amor, escribe: “En la cual se contiene todo lo que el hombre espiritual debe hacer y lo que yo aquí le tengo de enseñar para que de veras llegue a Dios por unión” (S 3, 16, 1). Precisamente porque “el intento que lleva en su obra” es encaminar a las almas a esa unión divina, los bienes espirituales son los que “más sirven para este negocio”, en consecuencia “convendrá que así yo como el lector, pongamos aquí con particular advertencia nuestra consideración” (S 3, 33, 1). Al exigir la purificación radical de apetitos, eje de su sistema espiritual, se agiganta y prodiga el yo, como cuando afirma: “En lo cual yo condeno la propiedad del corazón y el asimiento que tienen –los principiantes– al modo, multitud y curiosidad de cosas” (N 1, 3, 1). A la inversa, cuando quiere destacar el valor de las virtudes se ve corto de palabras: “Pero, si yo quisiese dar a entender la hermosura… de las flores de virtudes… no hallaría palabras ni términos con que darlo a entender” (CB 30, 10).

La valentía de fray Juan sorprende especialmente con el “yo” personal cuando se enfrenta decidido a otros maestros y directores. Se delata convencido de no ser inferior a nadie, precisamente por tener ciencia y experiencia en las cosas del espíritu. A todas las personas que, “no entendiendo por ciencia ni sabiéndolo por experiencia”, tildarán de exagerado lo que dice en la Llama, les replica: “A todos estos yo respondo” que el Padre de las lumbres no tiene mano abreviada y puede hacer todo lo dicho (Ll 1, 15). Más directo e incisivo aún cuando la emprende contra maestros, confesores y directores espirituales que no saben distinguir las sendas de Dios y atormentan a las almas. Son ciegos que extravían a otros ciegos. Es conocida la reprimenda de la Llama (3, 47-62), lo mismo que sus interpelaciones y respuestas con frases como éstas: “te probaré yo aquí que hace mucho” (Ll 3, 47). “Antes te digo que si entendiese no iría adelante” (ib. 3, 48). “Ya que quieras decir que tienes alguna excusa, aunque yo no la veo, a lo menos no me podrás decir” lo contrario (ib. 3, 57).

Autorretrato en penumbra

Preferencia por la comunicación directa en primera persona, uso frecuente del “yo” y apelación o descripción de las propias experiencias son rasgos peculiares de la autobiografía. Abundan en los escritos sanjuanistas y, sin embargo, producen la sensación de piezas doctrinales sin apenas soporte autobiográfico. Contrariamente a las apariencias, JC esconde lo más posible su personalidad; se aísla lo más posible del mundo circundante y cela cuidadosamente sus experiencias más íntimas, de manera especial las de orden místico. Nunca describe fenómenos extraordinarios de esa naturaleza atribuyéndoselos directamente a sí mismo. Ningún místico tan evasivo o elusivo respecto a la confesión personal, como él.

Leyendo sus páginas, es imborrable la impresión de lo personal y autobiográfico, pero queda sin contornos precisos y definidos. No hay una sola referencia directa a experiencias concretas del autor. Nunca aparece como protagonista de vivencias individuadas en ese “yo” que tanto se prodiga. El hecho resulta desconcertante. Sucede que lo biográfico se ha traducido en lenguaje objetivado y generalizado. Está presente, pero en segundo plano. Se deja entender de muchas maneras y en infinidad de lugares en que fray Juan habla con tanta seguridad y aplomo porque tiene el respaldo de la propia experiencia. Lo que no se encuentra son referencias a experiencias concretas ni descripción de las mismas con atribución personal.

La alusión a la experiencia subyacente es siempre impersonal e indeterminada, aunque esté referida a fenómenos concretos, como cuando habla del éxtasis o rapto, de las unciones del espíritu, de la transverberación o de los estigmas. Lo mismo sucede con las alusiones a la “teología mística” y a la “noticia amorosa”, que, en la fenomenología analizada a lo largo de la Subida, del segundo libro de la Noche, del

Cántico y de la Llama. No se dice nunca: “yo he sentido, he visto, he oído”, o expresiones similares. Son siempre: el alma, los espirituales, algunos espíritus. La atribución directa con fórmula personal se consideraría poco pudorosa y demasiado presuntuosa. En el fondo, falta de humildad (cf. S 3,13,9; C pról.; Ll 1, 15; 3, 3º y carta 11).

El artificio literario adoptado por el Santo resuelve la antinomia humildad-autoridad mediante un artificio literario casi inadvertido por el lector normal y corriente. Sin arrogancia alguna mantiene el tono magisterial, que se corresponde a claro convencimiento de enseñar cosas importantes, necesarias y, en buena medida originales, sin que aparezcan manifestaciones personales que choquen contra la modestia y la discreción.

Abundan numerosas protestas explícitas de humildad y los reconocimientos de incapacidad o de limitaciones personales, al estilo de lo ya recordado en los Dichos de luz y amor. Son, por lo general, confesiones con inconfundible sabor a tópico, sin llegar por ello a fingimiento o duplicidad. La profunda humildad del autor está bien cimentada y no sufre quebranto por el convencimiento de la labor magisterial bien ejercitada.

Sabe muy bien fray Juan en qué consiste la verdadera humildad y cómo puede disfrazarse. Bastarían pinceladas como las de la Noche oscura para demostrar su penetrante visión en esta materia (N l, y 12). Sabe muy bien que aceptar y reconocer los dones recibidos, aunque sean extraordinarios, como las visiones sobrenaturales, no es soberbia, “antes es humildad prudente aprovecharse de ellas en el mejor modo” (S 3, 13,9). Lo que importa es el “amor humilde”, según su expresión feliz (S 2,29, 9).

Para comprobar que sus protestas de personal incapacidad no se oponen a la conciencia sobre el valor de su magisterio espiritual, basta colocarlas en el contexto preciso en que se producen. Aparecen en dos vertientes de fácil verificación.

Las más frecuentes y autobiográficas aluden a la persuasión de sus limitaciones espirituales en general o puntos concretos que piensa indican imperfecciones. En el fondo, se trata de confesar que entre el deseo y la realidad existe notable distancia, como entre lo que vive y lo que enseña: ser poca su caridad (carta 8), estar bien en el cuerpo, pero “el alma muy atrás” (carta 11), “el alma anda muy pobre” (carta 28). No tiene otra cosa que ofrecer a Dios que “un cornadillo” (Dichos, n. 26). Al insistir en los prólogos y declaraciones sobre su falta de virtud, no hace otra cosa que repetir un topos corriente en cualquier género literario. El sentimiento de humildad es mucho más profundo y realista cuando se dirige directamente a Dios en forma exclamativa o de plegaria.

Tiene también sabor de lugar común la protesta de la propia incapacidad para afrontar argumentos delicados o la enseñanza en general. El tono de sinceridad no contradice la persuasión de cumplir un cometido para el cual se cree capacitado. Las fórmulas protocolarias en las que reconoce sus limitaciones suelen referirse a temas particulares más que al magisterio en general. Coincide con todos los grandes místicos en la incapacidad radical para “declarar al justo” las experiencias inefables o apofáticas. Pero, en tales casos, se trata de imposibilidad objetiva y universal más que de limitaciones personales (cf. S 2, 26,1; CB 26, 3, Ll 4, 17, etc.). No entran aquí en causa.

El sentido convencional de esas protestas queda bien patente al comprobar que se hacen al momento mismo de reafirmar con decisión la necesidad y el valor de lo que quiere enseñar. Se pone a escribir sobre la “noche oscura”, no por la posibilidad que “veo en mí para cosa tan ardua”, sino por la confianza que tiene en la ayuda de Dios y por la necesidad que tienen muchas almas. Lo que no le impide a renglón seguido arremeter contra los directores inexpertos que no saben guiar por ella a las almas. Remata el prólogo de la Subida atribuyendo la posible dificultad de entender lo expuesto a la materia desarrollada más que a su deficiente exposición. A medida que se avance en la lectura se volverá más clara y comprensible. El remate prologal no puede ser más ilustrativo. Caso de que algunas personas no se encontrasen a gusto con la doctrina expuesta, “hacerlo ha mi poco saber y bajo estilo, porque la materia, de suyo, buena es y harto necesaria. Pero paréceme que, aunque se escribiera más acabada y perfectamente de lo que aquí va, no se aprovecharían de ello sino las menos” (S, prol, 3. 8).

La introducción que precede al tratadillo sobre la abnegación evangélica resulta casi desconcertante. Un tema tan manoseado por maestros y escritores espirituales lo considera insuficientemente expuesto. También tiene por inadecuada su preparación “para haber ahora de tratar de la desnudez y pureza de las tres potencias del alma”. Cree que “era necesario otro mayor saber y espíritu que el mío” (S 2, 7, 1).

En otro asunto de su predilección, sobre el que ha vuelto reiteradamente, se muestra perplejo la primera vez que lo aborda de intento. Hablando de la “divina noticia”, es decir de la “noticia amorosa y general”, asegura que habría mucho “que decir”, pero que lo deja “para su lugar”, porque lo dicho es más que suficiente, pese a ser una doctrina confusa. “Porque, dejado que es materia que pocas veces se trata por este estilo, ahora de palabra como de escritura, por ser ella en sí extraordinaria y oscura, añádese también mi torpe estilo y poco saber” (S 2, 14, 14).

Sólo en una ocasión la protesta de pocos alcances va acompañada de la referencia a persona concreta más competente. Es la cita bien conocida de Santa Teresa. Se le presentaba excelente ocasión para “tratar de las diferencias de raptos y éxtasis y otros arrobamientos y sutiles vuelos de espíritu que a los espirituales suelen acaecer”. Renuncia a ello por dos motivos: primero, porque en el prólogo (del Cántico) había apuntado que su intento era simplemente el de declarar con brevedad el poema; en segundo lugar, porque prefiere dejarlo para “quien mejor lo sepa tratar que yo, y porque también la bienaventurada Teresa de Jesús, nuestra madre, dejó escritas de estas cosas admirablemente” (CB 13, 7).

El topos convencional de la humildad se compagina perfectamente con la voluntad de enseñar y con el convencimiento de hacerlo respaldado por la competencia y la autoridad. Pese a las reiteradas confesiones sobre la capacidad limitada, fray Juan mantiene clara la conciencia de estar en grado de enseñar algo importante, necesario y relativamente original. El conflicto humildad-autoridad se resuelve prácticamente sin traumas ni recursos ficticios. El sencillo y humilde fray Juan se produce en sus escritos como quien asume voluntariamente la condición de maestro, no sólo para sus discípulos de casa, sino también para cualquier espiritual comprometido de todo tiempo y condición.

Reconocimiento de la propia competencia

Se presupone que todo el que se entrega a escribir para otros alberga el deseo y la voluntad de enseñar algo que merece la pena. En nuestro tiempo abundan los libros que muestran lo que su autor ha descubierto y aprendido en la lectura de otros escritos, no lo ha pensado y reflexionado personalmente. Apenas es dueño de lo que escribe. En tales casos habría que atenuar el calificativo de autor considerándolo de segunda o de vía estrecha, no de verdadero maestro.

No es el caso de JC. Cuando él confiesa o deja traslucir su “intento o propósito” al escribir piensa en algo útil y serio, por lo menos personal. Se coloca en el plano de aquellos autores que proponen algo nuevo o de cierta originalidad, sea en el contenido sea en la forma o en la aplicación. Frente a simples transmisores o repetidores, están los llamados “maestros” porque su mensaje personal reviste novedad y desafía el tiempo. JC se expresa y se presenta como si estuviera persuadido de ser un “maestro”.

Existen datos más que suficientes para comprobar el hecho. Es también posible determinar las razones que le impulsan a pensar así y además individuar en qué materias o puntos se cree dueño de especial autoridad o competencia.

En la verificación del hecho puede seguirse una serie escalonada de argumentos al alcance de cualquier lector atento. Una primera impresión, casi inevitable, la produce el tono general de los escritos. Reflejan inconfundiblemente sinceridad, seguridad, dominio, lógica y autoridad. Dudas y opiniones son marginales; afectan a tesis doctrinales discutidas o a situaciones variables de la vida práctica (cf. CB 14-15, 14; 22,3; S 2,8,4; 2,24; Ll 1, 32; 2,11-12, 3, 30, etc.). Sorprende siempre la forma profesoral con que se afrontan los problemas y se proponen normas de conducta. Como si el autor tuviese en mano el secreto de la verdad. La sensación de estar ante uno que habla con autoridad doctrinal y moral es inmediata y permanente. Imposible sustraerse a ella.

En un plano más concreto, se comprueba la seguridad del “maestro” cuando se dedica a “tratar”, “probar” y “demostrar” puntos concretos en forma argumentativa recurriendo a la Escritura, a la teología o a la filosofía. Al margen de la fuerza demostrativa de sus argumentos, queda siempre patente su postura del docente y su conciencia de convencer. Se refleja, sobre todo, cuando al adoptar el método escolástico, responde a dudas o a objeciones que pueden surgir en oposición a lo dicho por él. Es secundario en este caso compartir o no sus soluciones; lo decisivo es la fuerza y la autoridad que demuestra para hacerse aceptar. Nada tan sencillo como documentar textualmente el hecho (cf. S 1, cap. 9.11; 2, cap. 3.9.14.20.22, etc.). Conviene advertir que, por lo general, en esos casos de índole más bien teórica, se apela a razonamientos de carácter doctrinal o teológico; no reflejan lo que él juzga más propio y original suyo.

Mucho más tajante e intransigente se muestra cuando lamenta la falta de maestros idóneos para guiar a las almas, y cuando constata que éstas no avanzan por eso o enfilan caminos extraviados. Al denunciar esos falsos derroteros y apuntar las sendas adecuadas adopta un tono magisterial solemne e inconfundible. Se siente entonces respaldado por una experiencia segura. Es su arma secreta para persuadir y convencer, aunque no se atribuya personalmente hechos concretos o vivencias individuales. La ejemplificación sería interminable a este propósito, comenzando por el prólogo de la Subida y la parte central de la estrofa tercera de la Llama.

No estará de más advertir que las lamentaciones y denuncias se refieren principalmente a puntos o temas fundamentales de su magisterio. Trata de imponerlo eliminando precisamente las desviaciones que tiene constatadas.

Es yerro frecuente de los espirituales aferrarse a “imágenes, formas y meditaciones” cuando Dios quiere llevarles por otro camino más elevado. “Es lástima ver que hay muchos” que pierdan la posibilidad de ir adelante por no saber o no ser bien guiados. La denuncia y la recriminación del Santo es insistente y de tonos a la vez dolidos y fuertes. Está en juego su enseñanza sobre la sustitución de la meditación por la contemplación, o, en otra versión, sobre la “noticia general y amorosa” (S 2,12, 6-8; 2, 13, 4; Ll 3,27; 3, 31-35. 42, etc.).

En íntima relación con el mismo tema está el grave desconocimiento existente entre las almas y sus directores acerca de la noche oscura y sus implicaciones prácticas. Las recriminaciones del prólogo de la Subida se repiten con insistencia siempre que se presenta ocasión oportuna.

Tonos similares emplea fray Juan para corregir otras prácticas muy difundidas y acreditadas pero incompatibles con su sistema. Pueden recordarse, entre otras, la curiosidad de algunos espirituales en “procurar saber algunas cosas por vía sobrenatural”. Es bien conocida la postura radical del Santo a este propósito y la poda realizada contra semejante tendencia. A veces se muestra hasta duro, como al rechazar el apego de espirituales y directores a las visiones y locuciones (S 2, 18, 7; 2, 21). Lo que ha de imponerse, según su doctrina, es el camino de la fe tal como está revelada en Cristo, palabra única y definitiva del Padre (S 2,22).

Otro campo en el que muestra su inconfundible voluntad magisterial es el de las prácticas de la llamada “religiosidad popular”. Actitudes y tonos son elocuentes, comenzando por las expresiones duras del capítulo dedicado al culto de las imágenes y terminando por las deficiencias en la predicación (S 3, 15, 1-2 y 3, 45). Basta leer esos capítulos para convencerse de que, pese a la temática usual en los libros espirituales de la época, fray Juan procede como alguien que está por encima de recetarios y moralismos tradicionales en esa materia.

Cuando más patente se vuelve la autoridad magisterial del autor es cuando la emprende contra directores, confesores y maestros espirituales que, en lugar de cumplir con su alta misión por falta de ciencia o de experiencia, se vuelven guías peligrosos: ciegos que guían a ciegos; malos lazarillos, según su vocabulario. El atrevimiento y la libertad con que los increpa y desautoriza denuncian sin paliativos la superioridad que se atribuye a sí mismo. No teme interpelar, increpar, contradecir, recriminar y culpar a quienes reputa ineptos o irresponsables. Son bien conocidas sus diatribas especialmente en la Subida y en la Llama (S 2, 18; Ll 3, 60-62).

Arranca de algunos principios aceptados por común experiencia. Aunque resulta dificultoso explicarlo, lo cierto es que “se engendra el espíritu del discípulo conforme al de su padre espiritual oculta y secretamente” (S 2, 18, 8), por lo que “se dice que, cual el maestro, tal suele ser el discípulo” (S 3, 45, 3). Comienza su requisitoria avisando a las almas “que miren lo que hacen y en cuyas manos se ponen”. Es tan importante, que “no tengo de dejar de avisarlas aquí acerca de esto” (Ll 3, 27).

La razón es bien elocuente. Intenta enseñar “el estilo y fin que Dios en ellas lleva, el cual por no lo saber –ellas– muchas ni se saben gobernar ni encaminar a sí ni a otros” (S 2, 16, 14); porque “adviértase que para este camino [del recogimiento], a lo menos para lo más subido de él, y aun para lo mediano, apenas se hallará un guía cabal, según todas las partes que ha menester”, que son “sabio, discreto y experimentado” (Ll 3, 30). Nada más claro que él se coloca entre los experimentados.

Son pocos los capacitados y bastantes los peligrosos. “Muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas, porque, no entendiendo ellos las vías y propiedades del espíritu”, de ordinario las apartan del camino por donde las lleva el Espíritu Santo (Ll 3, 31). No se detiene en la denuncia, y carga la dosis: “Con ser este daño más grave y más grande que se puede encarecer, es tan común y frecuente que apenas se hallará un maestro espiritual que no le haga en las almas que comienza Dios a recoger en esta contemplación” (Ll 3, 43). Al no entender ellos ni los grados ni las vías de la oración (Ll 3, 44), ni qué cosa es “recogimiento y soledad espiritual” (ib. 45), no hacen otra cosa que “martillar y macear con las potencias, como el herrero” (ib. 43). Es más: “No entendiendo estos maestros espirituales a las almas” que van por el camino de la contemplación, las obligan a esforzarse en meditar (Ll 3, 53). A fin de cuentas, “no saben éstos qué cosa es espíritu; hacen a Dios grande injuria y desacato metiendo su tosca mano donde Dios obra” (Ll 3, 54).

Fray Juan no se contenta con denunciarlos y desenmascararlos. Se atreve a conminarlos usando como de costumbre tonos y modales típicos de Jesús de Nazaret contra los fariseos. “Adviertan los que guían almas, y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos sino el Espíritu Santo… y que ellos sólo son instrumentos” (Ll 3, 46). Para su orientación añade una larga serie de advertencias como quien se siente autorizado para ello. Insiste en la libertad y anchura que deben conceder a sus discípulos y dirigidos (ib. y 61).

Se atreve a pronosticar que no tienen excusa por su atrevimiento e irresponsabilidad (Ll 3, 56-67), por lo que no quedarán sin castigo delante de Dios, que a la fuerza se siente enojado con ellos (ib. 3, 60). Ante la posible réplica de alguno como en nombre de todos fray Juan se vuelve autoritario e increpa: “Pero veamos si tú, siendo no más que desbastador… o cuando mucho entallador”, ¿cómo procedes igual que si supieses todos los oficios? (Ll 3, 58). Caso de que tengas capacidad para guiar algún alma, ¿cómo te atreves con todas, cuando eso es imposible? (ib. 59). A lo largo de toda su requisitoria se transparenta de manera manifiesta la persuasión de quien se juzga superior a la media de los maestros espirituales que operan en su entorno. Se erige en maestro de maestros.

Idéntico convencimiento denuncian las insistentes apelaciones dirigidas a las personas espirituales para que se convenzan de cuanto él les propone. Abundan en diversas tonalidades y formulaciones avisando, aconsejando, persuadiendo y similares (Ll 3,73-75). Se trata en la mayoría de los casos de puntos fundamentales de su enseñanza más personal. En cierto modo, como corrección o mejora de lo que se propone habitualmente por otros. De ahí la carga persuasiva que llevan los textos. Bastará alguna ejemplificación.

Al tratar el tema fundamental de la “sequela Christi”, escribe: “Y así querría yo persuadir a los espirituales cómo este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni gustos…, sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras… dándose al padecer por Cristo” (S 2, 7, 8). Y poco más adelante recalca: “No me quiero alargar más en esto, aunque no quisiera acabar de hablar en ello, porque veo es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos” (ib. n. 12).

Comentando la excelencia de las gracias divinas, derramadas como unciones en las almas y a veces no apreciadas en lo que valen, exclama fray Juan: “¡Oh qué buen lugar era éste para avisar a las almas… que miren lo que hacen…, sino que es fuera del propósito de que vamos hablando. Mas es tanta la mancilla y lástima que cae en mi corazón ver volver las almas atrás… que no tengo de dejar de avisarlas aquí acerca de esto…, aunque nos detengamos un poco en volver al propósito” (Ll 3, 27).

La fuerte impresión que emana de los escritos en su formulación general se vuelve convencimiento al comprobar cómo fray Juan reconoce de manera insistente que su enseñanza es segura, válida para todos los espirituales y de no poca originalidad. Los textos hasta aquí comentados parecen suficientes para avalar esa persuasión íntima del autor.

Acotación de la temática específica y original

Donde queda constancia más clara de la conciencia magisterial de fray Juan es en aquellos lugares en los que apunta de manera concreta por qué se puso a enseñar con la pluma y en qué puntos fundamentales piensa aportar novedades en el contenido o en el método. Las afirmaciones explícitas en las que acota temas y parcelas suponen siempre dos presupuestos sugeridos implícitamente en los escritos. En primer lugar, que no tiene en mientes abordar toda la problemática teológica, ni siquiera toda la relativa a la vida espiritual. Le urge afrontar algunos asuntos que juzga de importancia capital. Entre ellos –y es el segundo presupuesto básico– existe cierta jerarquía de interés y valor, aunque todos ellos están íntimamente entrelazados en su dimensión práctica o vital, lo que le obliga a establecer frecuentes relaciones y nexos doctrinales para la mejor comprensión de sus puntos de vista. Eso es lo que explica la amplitud de la temática aludida, aunque sólo algunas partes de la misma adquieran un desarrollo proporcionado.

Todo está ordenado y subordinado a una finalidad precisa e irrenunciable: enseñar a las almas el camino que conduce a la perfección o santidad, meta definida habitualmente por él como la unión de amor con Dios. Trata extensamente y en muchos lugares de ésta, pero casi siempre como referente. Abundan las descripciones en todos los escritos, algunos casi se centran en ese tema, como Cántico y Llama. La manera más frecuente y amplia de describir la unión o transformación del alma en Dios es comparándola con el camino que a ella conduce. Éste es el que se afronta directamente, pero insistiendo en determinados momentos y aspectos del mismo. No le interesa describir ordenada e integralmente etapa por etapa, según los moldes preestablecidos desde antiguo. Lo que le urge y acota son estadios y situaciones cruciales. A partir de los mismos, va configurando el itinerario espiritual desde ópticas diferentes pero complementarias entre sí. El desarrollo de la vida espiritual puede presentarse como una ascensión, escalada o subida; como una salida de sí y de las cosas criadas para hallar a Dios; como una entrada y penetración hasta lo más hondo del ser, donde mora Dios. Conjuga así las místicas de elevación, progresión e introversión.

Es muy consciente JC que se mueve en un campo en que no existen novedades absolutas. El que haya más o menos libros no es para él criterio determinante. No le interesa repetir lo ya dicho por otros sin más. Tampoco descartar temas necesarios para su síntesis porque aparezcan en muchos libros. Cada argumento adquiere la amplitud y resonancia que cree más conveniente con lo que él llama su “intento” o su “propósito”. Sirvan de ilustración los casos siguientes.

Al tratar de las comunicaciones divinas y del modo o estilo seguido por Dios al concederlas, escribe: “Mucho hay que decir acerca del fin y estilo que Dios tiene en dar estas visiones…, de lo cual todos los libros espirituales tratan, y en este nuestro tratado [la Subida] también el estilo que llevamos es darlo a entender” (S 2, 17, 1).

Confiesa no poder ser tan breve como quisiera en materia de visiones, “por lo mucho que acerca de ellas hay que decir”. Una vez aclarada la sustancia del tema, le parece conveniente insistir. Le mueve a alargarse “en esto un poco la poca discreción que he echado de ver, a lo que yo entiendo, en algunos maestros espirituales”. Por ello, “no será demasiado particularizar más un poco esta doctrina y dar más luz del daño que se puede seguir, así a las almas espirituales como a los maestros que las gobiernan” (S 2, 18, 1-2). Si se detiene escribir sobre las visiones y otras manifestaciones extraordinarias de Dios, no es porque faltan disertaciones acerca de esa materia, sino porque le urge recalcar su doctrina sobre la renuncia a las mismas. Buena parte de la Subida del Monte Carmelo halla así su justificación.

En sentido casi inverso motiva la ausencia en su pluma de ciertos argumentos, incluso cuando rozan temas muy próximos a sus grandes preocupaciones. No le interesa, por ejemplo, detenerse en comentar consejos y preceptos espirituales o libros acerca de los consuelos para los principiantes, ya que abundan y no ayudan a progresar en el camino de la renuncia o desnudez (N 1, 3, 1). Ni siquiera se extiende en el análisis de la “purgación sensitiva”, aunque podría traer –según confiesa– gran número de autoridades de la Escritura, donde encuentra muchas, por tratarse de algo común. “Por tanto, no quiero en esto gastar tiempo, porque el que allí no las supiere mirar, bastarle ha la común experiencia que de ella se tiene” (N 1, 8, 4).

No le interesa “gastar tiempo” en cosas vulgares y manidas, que no merecen la pena, por repetidas o marginales para la vida espiritual comprometida. Al margen de ciertos temas y argumentos de obligada presencia para la lógica de la exposición y la armonía de la exposición, JC tiene muy bien individuados los puntos fundamentales en los que quiere afirmarse como maestro original.

Excluye de intento escribir sobre “cosas muy morales y sabrosas”, propias para espíritus que “gustan de ir por cosas dulces y sabrosas a Dios” (S, pról. 8). Ha mantenido con fidelidad su palabra. Nada de fácil moralismo en sus páginas. Están bien alejadas de los frecuentes recetarios ascéticos tan divulgados en su tiempo y en siglos posteriores. Toda la ascesis sanjuanista se concentra en breves axiomas, en concentrados de inagotable virtualidad. La casuística banal de la producción moralizante queda catalogada por él como pacotilla o poco menos.

Lo que quiere proponer queda dicho en esta frase lapidaria: “Doctrina sustancial y sólida para todos los que quieren pasar a la desnudez de espíritu” (ib.). No es fortuita la elección del verbo “pasar”. Presupone un entrar por la puerta estrecha de la vida señalada en el Evangelio, y constantemente recordada por fray Juan. Iniciar la andadura es de muchos, y para ellos hay abundancia de guías, maestros y libros. Es cosa de “principiantes” –según la clave sanjuanista–. Lo difícil es “pasar” más adelante, asumir la desnudez exigida por el Evangelio. No abundan los maestros que sepan guiar por esa senda. Ante este panorama, fray Juan no juzga necesario detenerse ni “gastar tiempo” en doctrinas comunes, propias de principiantes, “porque para éstos hay muchas escritas” (CB, pról. 3).

No es que se desentienda de ellos, ni mucho menos. Lo que sucede es que se coloca en un peldaño más avanzado, porque la mayoría de los maestros no saben pasar de ahí. Los principiantes tienen sus libros y sus doctrinarios. Lo que necesitan es que alguien les ayude a progresar. La insistencia en la desnudez y aniquilación podría sugerir en el lector que fray Juan destruye más que edifica en el camino espiritual, pero el Santo sale al paso con esta aclaración: “Lo cual sería verdad si quisiésemos instruir aquí no más que a principiantes… pero, porque aquí vamos dando doctrina para pasar adelante… conviene ir por este estilo” (S 3, 1, 1-2). Es abundante la enseñanza sanjuanista en torno a los “principiantes” por exigencias pedagógicas y de esquema, pero en el horizonte general del autor sirve únicamente de referencia comparativa. JC no es maestro de escuela elemental (en el ámbito del espíritu); se especializó en otros niveles más altos.

Lo hizo no por razones de prestigio o de competencia, sino por motivos pastorales. Buscó la eficacia y una respuesta a las exigencias o necesidades constatadas a lo largo y ancho de su actividad de director espiritual. La penuria de libros y de maestros en materias delicadas fue para él estímulo decisivo. También convencimiento de la utilidad y novedad de sus planteamientos.

Cuando aborda determinados argumentos se le escapa casi sin querer la confesión de ser novedoso y de suplir carencias en la enseñanza general. Así sucede al analizar la naturaleza de la noticia general, confusa y amorosa, o los inicios de la contemplación. De “esta noticia –escribe– hay mucho que decir, así de ella como de los efectos que hace en los contemplativos. Todo lo dejamos para su lugar, porque aun lo que habemos dicho en éste (cap. 13-14) no había para qué alargarnos tanto, si no fuera por no dejar esta doctrina algo menos confusa de lo que queda, porque es cierto, yo confieso, lo queda mucho. Porque dejado que es materia que pocas veces se trata por este estilo, ahora de palabra como de escritura … muchas veces entiendo me alargo demasiado y salgo de los límites que bastan al lugar y parte de la doctrina que voy tratando. En lo cual yo confieso hacerlo a veces de advertencia” (S 2, 14, 14). Una de esas doctrinas tratadas “fuera de límites”, con cualquier pretexto y en toda ocasión propicia, es precisamente la “noticia o advertencia amorosa”. (S 2, 12, 14; N 1,9-10; Ll 3, 32). Como que es algo de lo preferido en su magisterio, por tratarse poco en otros libros.

Similar es el motivo que le ha inducido a detenerse en el tema de las visiones y comunicaciones sobrenaturales. El capítulo dedicado al modo o estilo seguido por Dios al concederlas “es de harta doctrina, y bien necesaria a mi ver, así para los espirituales como para los que los enseñan”. Éstos no proceden con discernimiento y discreción, siendo así que “tienen doctrina sana y segura, que es la fe, en que han de caminar adelante”. Él les “enseña el estilo y fin que Dios” tiene al comunicar esas gracias (S 2, 16, 14). En ningún otro lugar formula con tanta precisión la problemática que le preocupa y los motivos que le impulsan a escribir como en el prólogo de la Subida. Su gran preocupación es enseñar y dar a entender esa vertiente del camino espiritual llamada purificación o noche, como paso obligado para la unión con Dios o perfección del amor. Aunque reconoce que es materia dificultosa, en la que se necesita mayor ciencia y experiencia que la suya (n. 1), le ha movido a enseñarla, no la posibilidad que ve en sí para cosa tan ardua, sino la confianza en la ayuda divina, “por la mucha necesidad que tienen muchas almas” (n. 2). Siente grande lástima al ver que, queriéndolas llevar Dios por esa noche oscura a la unión, ellas “no pasan adelante”, por no querer o por “faltarles guías idóneas y despiertas que les guíen hasta la cumbre” (n. 3).

Promete tratar de todos los aspectos y problemas que presenta esa dura experiencia de la noche oscura, “con el favor divino” (6-7). “De todo procuraremos decir algo para que cada alma que leyere, en alguna manera eche de ver el camino que lleva y el que le conviene llevar, si pretende llegar a la cumbre de este monte” de la perfección (n. 7).

Queda así identificado el punto clave del magisterio sanjuanista. De alguna manera todo lo que escribe gira en torno a ese núcleo básico de la “noche oscura” o camino de purificación. Tanto lo que sucede antes de entrar, como las situaciones espirituales una vez superada la prueba; todo se contempla desde la óptica de la catarsis. La apretada síntesis del prólogo lo deja bien patente (nn. 6-7). A lo largo de sus párrafos se alude de manera bastante clara a dos consideraciones fundamentales.

Es cierto que el proceso espiritual de la noche se presenta como paso obligado para la perfección, pero puede entenderse de dos maneras: como el proceso global de purificación o como el tránsito decisivo de la oscuridad a la luz, es decir, el momento culminante de la prueba. En el primer sentido se describe o estudia a lo largo de la Subida del Monte Carmelo y parte de su complemento, la Noche oscura. Todo lo expuesto en esas páginas entra perfectamente en el programa que se ha prefijado fray JC. No es sin embargo, lo más propio y específico de su magisterio. Ya se ha visto que una parte se refiere a la primera purgación o noche del sentido y de ella hay bastante información, por lo que no le interesaba “gastar tiempo” (N 1, 8, 4). Si lo ha hecho en abundancia, ha sido por las exigencias ya apuntadas (S 2, 14, 14) del esquema y por no descuidar ningún aspecto de la noche oscura en su sentido más amplio y comprensivo.

“Por lo que yo principalmente me puse en esto”

Dentro del tema crucial de la noche, fray Juan acota una parcela considerada como predio de su contribución más personal y original. En lo que él se siente dueño y señor, sin miedo a decepcionar y con autoridad para sentar plaza de doctor, es en lo más radical y profundo de la noche oscura. Está convencido de que en ese asunto no tiene rival ni quien pueda enmendarle la plana. Ha escrito y hablado de otras materias más o menos importantes; ninguna le parece tan necesaria y urgente como la de la purificación radical y pasiva del espíritu, en el que se asientan las raíces de todos los hábitos y apetitos no debidamente espiritualizados. Es el tema que le preocupa y en el que se siente autorizado a doctorar.

Hasta cierto punto, todo lo desarrollado a lo largo de la Subida se presenta como premisa o preparación para la comprensión de lo expuesto en la segunda parte de la Noche. Al comenzar la purificación del espíritu había escrito: “Esto se irá declarando por extenso en este segundo libro [de la Subida], en el cual será necesario que el devoto lector vaya con atención, porque en él se han de decir cosas bien importantes para el verdadero espíritu. Y aunque ellas son algo oscuras, de tal manera se abre camino de unas para otras, que entiendo se entenderá todo muy bien” (S 2, 1, 3). Completó el programa anunciado de la purificación activa del espíritu en esa obra, quedando reservada la catarsis o noche pasiva para el escrito de la Noche. Según va exponiendo en esta obra la vertiente sensitiva, no cesa de anunciar lo importante y decisivo, que es la purificación pasiva del espíritu.

Al concluir con los vicios capitales de los principiantes, de lo que se ha ocupado únicamente para que se vea la necesidad que tienen de la noche pasiva, reclama la ayuda divina para poder proceder con claridad: “En la cual [noche] para hablar algo que sea de provecho, sea Dios servido darme su divina luz, porque es bien menester en noche tan oscura y materia tan dificultosa para ser hablada y recitada” (N 1, 7, 5). Pese a todo, reconoce a seguido que de la primera noche, la del sentido, como “cosa más común, se hallan más cosas escritas”. Por eso mismo promete hablar de ella “con brevedad”, “por pasar a tratar más de propósito de la noche espiritual, por haber de ella muy poco lenguaje, así de plática como de escritura, y aun de experiencia muy poco” (N 1, 8, 2).

De eso que falta es de lo que él se siente impulsado y autorizado a hablar. No es necesaria afirmación más explícita para comprobar la seguridad con que se presenta fray Juan en un campo por él mismo reconocido como arduo y expuesto a tropiezos. Por si no bastasen las confesiones anteriores, aún las hay más rotundas. La prisa por llegar al tema acariciado y preferido le hace avanzar sin preocuparse demasiado de pormenores secundarios. Quiere quemar etapas. Las imperfecciones acerca de la gula espiritual son muchas en los principiantes, según se expone en el capítulo sexto del primer libro de la Noche. En el trece debían aclararse de nuevo para ver cómo desaparecen gracias a la noche oscura del sentido. Fray Juan abrevia el discurso con esta aclaración: “Pueden verse allí (cap. 6), aunque no están allí dichas todas, porque son innumerables [las imperfecciones]; y así yo aquí no las referiré, porque querría ya concluir con esta noche [sensitiva] para pasar a la otra, de la cual tenemos grave palabra y doctrina” (N 1, 13, 3).

Precisamente de lo que no hay plática ni escrito, asegura tener él “grave palabra y doctrina”. Ni miente ni exagera. Basta leer las páginas que siguen para comprobarlo. No hace al caso enjuiciarlas aquí. Lo que importa es verificar que fray Juan se confiesa abiertamente maestro y que apunta con precisión las materias en que se cree capacitado para enseñar con rigor y seguridad. Ante afirmaciones tan inequívocas no resulta ya improcedente la preguntar si JC de la Cruz tiene voluntad y conciencia de ejercer un magisterio efectivo y eficaz en los caminos del espíritu.

La experiencia de la noche purificadora es el punto clave de su enseñanza. Hacia ese núcleo convergen otras doctrinas también importantes e iluminadoras. No pueden olvidarse las páginas incomparables consagradas a la descripción del dichoso estado de la unión transformante a la que conduce la prueba nocturna. Pero él mismo reconoce que el centro de atracción y proyección es el asunto de la noche oscura. Enlazándolo con el estado de perfección, al comentar la dichosa ventura de la salida a oscuras en busca de Dios, escribe: “Como acaece en este estado de perfección al alma, como en lo restante se irá diciendo, aunque ya con alguna más brevedad. Porque lo que era de más importancia, y por lo que yo principalmente me puse en esto, que fue declarar esta noche a muchas almas que, pasando por ella, estaban de ella ignorantes… está ya medianamente declarado y dado a entender, aunque harto menos de lo que ello es” (N 2, 22, 1-2).

Se puso a escribir principalmente como maestro de la noche oscura. Tema principal, pero no exclusivo ni mucho menos. Afronta de algún modo todos los temas inherentes a la vida espiritual. Bastaría a demostrarlo una lectura reposada de los escritos. La amplitud de cada materia está en función de los esquemas adoptados y de su vinculación a los temas centrales tema de la noche y de la unión. A este respecto, no puede olvidarse que también adquiere densidad y extensión particular el aspecto positivo o raíz profunda de la noche, es decir, la contemplación o noticia amorosa. No hace falta destacar aquí la importancia ni la extensión que se le concede en el conjunto de la enseñanza sanjuanista.

No se opone a la centralidad de la “noche oscura”, como preocupación prioritaria del autor, la desproporción en el desarrollo de ciertos puntos (salir de los límites, dice el autor) o la escasa extensión concedida a otros. Depende, en última instancia, de criterios prácticos de pastoral, no de una esquematización teórica rigurosa. Bastará repasar las declaraciones apuntadas de tanto en tanto por el mismo fray Juan para justificar posibles lagunas, o duplicados en apariencia ociosos o inútiles.

Frente a una detallada enumeración de las noticias de que es capaz el entendimiento, se siente como obligado a justificarse con esta advertencia: “Heme alargado algo en estas aprehensiones exteriores por dar y abrir alguna más luz para las demás de que luego habemos de tratar. Pero había tanto que decir en esta parte, que fuera nunca acabar, y entiendo he abreviado demasiado”. Para el intento general perseguido “me parece basta en esta parte lo dicho” (S 2, 11, 13).

Semejante es la postura adoptada frente a problemas para él tan importantes como las visiones y locuciones sobrenaturales. No le parece necesario detenerse a tratar de los indicios por los que pueden conocerse cuándo son verdaderas o falsas (S 2, 16, 5). Lo que a él le interesa es “instruir al entendimiento” para que no se embarace e impida llegar a la unión. Por ello, se detiene luego en amplias consideraciones sobre el modo de comportarse cuando se produce esa fenomenología mística (cap. 17-18 del mismo libro). Cosa parecida sucede cuando aborda la purificación de la memoria.

El esquema le fuerza a desmenuzar todas las noticias que pueden caer en ella (S 3, 2), para ir amaestrando sobre el comportamiento respecto a las mismas. Dado que lo fundamental es idéntico para todas ellas, “para concluir este negocio de la memoria”, sin demasiadas repeticiones, compendia los posibles avisos en un breve capítulo (S 3, 15). Muy parecido es el procedimiento seguido luego en el tratamiento de las diferentes especies de gozos de la voluntad (S 3, 22) y el modo de enderezarlos a Dios, en el resto de ese escrito.

También es fácil ilustrar temas en los que intencionadamente se limita a lo imprescindible, o de los cuales sólo apunta sugerencias para ulterior desarrollo. Así, sobre la fealdad del alma víctima de apetitos y pecados (S 1, 9, 7); sobre la variedad de apetitos que deben purificarse en la noche oscura del sentido (ib. 1, 12, 1); sobre las normas fundamentales para realizar esa purificación (ib. 13, 1-2); sobre el sentido de la aniquilación como imitación de la vida de Cristo (ib. 2, 7, 12); sobre el estilo de Dios en conceder gracias extraordinarias (ib. 2, 17, 1-2); sobre las diferencias de las místicas unciones (Ll 3, 27), etcétera.

Nada ilustra mejor este procedimiento selectivo de JC como el tema de los fenómenos místicos con repercusión somática. Al presentársele ocasión de escribir sobre ellos, remite a la bienaventurada Teresa, nuestra Madre “que dejó escritas de estas cosas de espíritu admirablemente, las cuales, espero en Dios saldrán presto impresas a luz”. Fiel a su discipulado teresiano en la materia, fray Juan nunca se detuvo a disertar sobre el éxtasis, el rapto, el vuelo de espíritu o sobre fenómenos semejantes (CB 13, 7).

La abundancia de argumentos tocados, las incontables digresiones y las numerosas repeticiones –mejor sería decir variaciones– no alteran el panorama general. En él domina inconfundiblemente como centro de atención el tema de la noche-purificación-unión. Es el núcleo esencial del magisterio sanjuanista. La realidad espiritual que concentró su atención y en la que creyó aportar novedades importantes, porque sobre ella tenía “grave palabra y doctrina”.

No se ilusionó vanamente ni se equivocó. La posteridad le ha dado la razón. La Iglesia le ha reconocido oficialmente como “doctor místico”. Doctor y maestro en particular de la “noche oscura de las almas”. Nadie que aborda ese tema se olvida de JC. Es autoridad incuestionable en la materia.

Tuvo conciencia clara de su aportación y de su originalidad. Para él ésta no radicaba en un descubrimiento o en una novedad absoluta. Era simplemente una penetración profunda y radical en el mensaje de la abnegación predicada y vivida por Cristo. Al exponer su lección, fray Juan creía ahondar en esa enseñanza y proponerla mejor de lo que se hacía habitualmente. Repite sin cesar que su doctrina no es otra cosa que la de Cristo y del Evangelio, llevada hasta las últimas consecuencias (S 1, 13; 2, 7; 2, 22; 2, 21, 4; S 3, 17, 2; N 1, 7, 3; CB 25, 4; Ll 3, 47; 3, 59). No existe otro camino.

Lo enseñó fray Juan de palabra y por escrito como maestro y testimonio, con tal fuerza y convencimiento, que de él, como del único Maestro, puede decirse: “Asombra, porque enseña no como los letrados, sino con autoridad” (Mc 1, 21).

BIBL. – J. VICENTE RODRÍGUEZ, “Magisterio oral de san Juan de la Cruz”, en RevEsp 33 (1974) 109124; Id. “¿San Juan de la Cruz, talante de diálogo?”, ibid. 35 (1976) 491-533; Id. “San Juan de la Cruz, profeta enamorado de Dios y maestro”, Madrid, 1987; FEDERICO RUIZ SALVADOR, Místico y Maestro. San Juan de la Cruz, Madrid, EDE, 1986, 2ª ed. renovada, 2006; EULOGIO PACHO, Juan de la Cruz reo y árbitro en la espiritualidad española, en Aspectos históricos de san Juan de la Cruz, Ávila 1990, p. 145-156; Grave palabra y doctrina. Voluntad y conciencia de maestro, en ES II, p. 11-85.

E. Pacho