Gracia divina

Lo que teológicamente se entiende por gracia aparece en los escritos sanjuanistas bajo el término “gracia” (276 veces) y otros afines: “merced” (160 veces), “don” (113 veces), “regalo” (32 veces), “dádiva” (17 veces), “misericordia” (50 veces). Significa ante todo la economía cristiana de salvación (perspectiva salvífica). Pero la mayoría de las veces aparece como expresión de la renovación sobrenatural, que se lleva a cabo en el  hombre por la gracia santificante (sentido ontológico). Significa también la comunicación personal de  Dios al hombre (sentido personalista) y la ayuda divina interior en orden al desarrollo de la vida espiritual (gracias sobrenaturales).

El pensamiento de J. de la Cruz encierra todos estos significados, pero al mismo tiempo los desborda. Esto quiere decir que, para conocer los contenidos de la gracia según el Doctor místico, hay que tener en cuenta otras expresiones, como presencia divina, inhabitación trinitaria,  Espíritu Santo, filiación,  participación de Dios,  experiencia mística,  sobrenatural, que se estudian en este mismo diccionario.

Por eso nuestra exposición se va a ceñir lo más estrictamente posible al término “gracia”, destacando sus contenidos esenciales y señalando sólo la relación que guarda con otras expresiones afines. No se da en sus escritos una acotación del tema, al que dedique un desarrollo explícito, como ocurre, por ejemplo, con el tema de las virtudes teologales. El tema de la gracia se halla presente en todas sus obras; constituye el humus o substrato fundamental; es como una corriente subterránea, que alimenta la vida espiritual y la experiencia mística. Doctrinalmente y vista en su globalidad, es el marco teológico más importante de sus escritos. Es la perspectiva sobrenatural de la gracia la que domina todo su pensamiento místico.

Esta amplitud del tema no nos permite ahondar en sus contenidos, que por otra parte son estudiados en otro lugar, sino sólo reseñarlos dentro de un esquema lógico, que nos permita ver su articulación interna en el pensamiento sanjuanista. De esta manera, podremos tener una visión de la teología de la gracia en J. de la Cruz.

I. Economía de gracia

Uno de los primeros datos que aparece en sus escritos es la economía cristiana de la gracia, como plan divino de salvación. Aparece particularmente en los poemas. Estos son un canto al plan de Dios manifestado en su Hijo  Jesucristo, en quien nos ha sido dada su gracia. Es la suprema manifestación del amor de Dios, de su gracia. A esto apunta ya el proyecto creador de Padre, al proponer al Hijo la creación del hombre para que goze de su compañía: “y se congracie conmigo/de tu gracia y lozanía” (Po 9,85).

Cristo, efectivamente, cumpliendo el designio del Padre, “hizo la mayor obra que en [toda] su vida con milagros y obras había hecho…, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios” (S 2,7,11). De él hemos recibido todos, como dice san Juan (Jn 1,16), gracia por gracia (CB 33,7). El es, en fin, la Ley nueva que define la economía cristiana, según la interpretación paulina y la tradición agustiniana, seguida por Santo Tomás. Sustituye a la ley vieja de la antigua economía (Catecismo de la Iglesia Católica 1965-1974).

También para J. de la Cruz Cristo es la “Ley Nueva y de gracia” (S 2,22,2). Este capítulo de Subida representa el núcleo de la economía de gracia: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). El Doctor místico contrapone aquí la “ley nueva” a la “ley vieja”. Con la muerte de Cristo en la cruz, se acabó la “ley vieja”: “Y así, en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre [y de su Iglesia y ministros, humana y visiblemente…]” (ib. 7). Así, pues, la nueva economía de gracia gira en torno a Cristo y se prolonga en la historia por la Iglesia y sus ministros, esto es, por la mediación de los hombres, según voluntad de Dios (ib. 9-11).

Nuestro autor interpreta la economía cristiana no sólo como “ley nueva” sino también como “era de gracia”, en la que todo se nos dio en Cristo: “Fundada la fe en Cristo y manifiesta la Ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle… Todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). La “era de gracia” es, pues, Cristo, única y definitiva palabra del Padre. Es lo que define el paso de la “ley vieja” a la “ley nueva” o de una economía de ley a una economía de gracia, caracterizada según San Pablo por el don del Espíritu, que es la ley interior de gracia de la nueva economía (2 Cor 3,3-6).

Históricamente, la economía de gracia se realiza en el árbol de la  cruz, que el Santo evoca bajo la imagen del manzano, “donde el Hijo de Dios redimió y, por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana, y consiguientemente a cada alma, dándola él gracia y prendas para ello en la Cruz” (CB 23,3). Individual-mente, se realiza por la regeneración bautismal y la llamada de Dios a la unión con él, que J. de la Cruz interpreta como “el mirar de Dios”, que “es amar”. Es “su Divinidad misericordiosa, la cual, inclinándose al alma con misericordia, imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace ‘consorte de la misma Divinidad’” (2 Pe 1,4: CB 32,4). De manera que “las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios” (CB 39,6).

Esta gracia, que hermosea el alma y le hace partícipe de la naturaleza divina, el Santo la identifica con el  desposorio. Así, pues, distingue entre la gracia de la redención, la de la regeneración bautismal y la del desposorio: “Este desposorio que se hizo en la Cruz no es del que ahora vamos hablando. Porque aquél es desposorio que se hizo de una vez, dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se hace en el bautismo con cada alma. Mas éste es por vía de perfección, que no se hace sino muy poco a poco por sus términos, que, aunque es todo uno, la diferencia es que el uno se hace al paso del alma, y así va poco a poco; y el otro, al paso de Dios y así hácese de una vez” (CB 23,6).

Pero todo es en definitiva gracia y misericordia, como dice la oración del alma enamorada: “Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido (cf. 1 Tim 1,2), toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también le quieres… No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo” (Av 26).

Todo es gracia: la gracia de la redención, la primera gracia del bautismo y la del desposorio espiritual. Esta relación pone de manifiesto el dinamismo de la economía cristiana, que caracteriza la visión de J. de la Cruz: “De donde san Pedro (2 Pe 1,2-4) dijo: ‘Gracia y paz sea cumplida y perfecta en vosotros en el conocimiento de Dios y de Jesucristo Nuestro Señor…” (CB 39,6). La gracia y la paz cumplidas tienden a su desarrollo en el conocimiento y amor de Jesucristo, que alcanzan su plenitud en el desposorio espiritual y en la  unión mística.

Esta economía de la gracia no es ajena a la creación, como canta en la estrofa 5 de Cántico: “Mil gracias derramando/pasó por estos sotos con presura”. Y no solamente les comunicó “el ser y gracias naturales”, sino también “el ser sobrenatural” (CB 5,4). Por su dinamismo intrínseco, la economía de gracia tiende a la visión de Dios. El Santo apunta en este sentido un dato importante, que revela la tensión escatológica de la economía cristiana. En la antigua economía, “aunque muriesen en gracia de Dios, no le habían de ver hasta que viniese Cristo” (CB 11,9). “Pero ahora ya en la ley de gracia, que, en muriendo el cuerpo, puede ver el alma a Dios, más sano es querer vivir poco y morir para verle” (CB 11,10).

II. Presencia divina por gracia

Una de las expresiones teológicas de la gracia más significativas es la  presencia divina. Responde al núcleo de la revelación. Esta es una manifestación progresiva –cada vez más intensa y personal– de Dios a las criaturas, que culmina en el envío de su Hijo y en su presencia por gracia a aquellos que le aman (Jn 14,23). J. de la Cruz habla de una triple presencia divina en pasajes clave de sus escritos: por creación, por gracia y por unión (S 2,5,3; CB 11,3; LlB 4,7.14).

1) La primera presencia es la llamada presencia de inmensidad, por la que Dios “mora y asiste sustancialmente” en todas las criaturas: “les está conservando el ser que tienen”. La segunda es por “unión y transformación del alma con Dios”. La tercera es “unión de semejanza” o de conformidad de voluntades (S 2,5,3). El Santo no distingue claramente en este pasaje entre presencia por gracia y presencia por unión. En su explicación tiende a identificarlas y a hablar solamente de dos presencias: la natural y la sobrenatural. “Aunque es verdad que… está Dios siempre en el alma dándole y conservándole el ser natural de ella con su asistencia, no, empero, siempre la comunica el ser sobrenatural”. Este se comunica sólo “por amor y gracia, en la cual no todas las almas están; y las que están no en igual grado, porque unas están en más, otras en menos grados de amor” (ib. 4).

2) En el pasaje de Cántico, a propósito del comentario al verso “Descubre tu presencia”, la descripción de las tres formas de presencia aparece con más nitidez: “La primera es esencial, y de esta manera no sólo está en las más buenas y santas almas, pero también en las malas y pecadoras y en todas las demás criaturas. Porque con esta presencia les da vida y ser, y si esta presencia esencial les faltase, todas se aniquilarían y dejarían de ser. Y ésta nunca falta en el  alma. La segunda presencia es por gracia, en la cual mora Dios en el alma agradado y satisfecho de ella. Y esta presencia no la tienen todas, porque las que caen en  pecado (mortal) la pierden. Y ésta no puede el alma saber naturalmente si la tiene. La tercera es por afección espiritual, porque en muchas almas devotas suele Dios hacer algunas presencias espirituales de muchas maneras, con que las recrea, deleita y alegra” (CB 11,3).

Aunque conceptualmente distingue una presencia de otra, centra su exposición en la tercera, esto es, en la presencia afectiva o por unión, en cuya función están las otras dos. De ahí que en la práctica la distinción entre las dos últimas (por gracia y por unión) no aparezca con tanta claridad. Pero esto es un dato revelador. Significa el dinamismo interior de la presencia divina, que culmina en la unión del alma con Dios. Este es el punto de mira del Santo, que adelanta en esta estrofa el final del camino de búsqueda trazado en Cántico. Por eso pide que descubra su presencia: “No dice el alma que se haga presente a ella, sino que esta presencia encubierta que él hace en ella, ahora sea natural, ahora espiritual, ahora afectiva, que se la descubra y manifieste de manera que pueda verle en su divino ser y hermosura” (ib. 4). Así, pues, la presencia de Dios en el alma (sea natural, sobrenatural o afectiva) está intrínseca y positivamente orientada a la unión plena con Dios, a “la igualdad de amor con [él], que siempre [el alma] natural y sobrenaturalmente apetece” (CB 38,3).

3) El pasaje de Llama presenta dos novedades. La primera es acerca de la presencia de inmensidad o por creación; está descrita con mayor riqueza de detalles; pero, sobre todo, aparece como objeto de una gracia mística, por la que ve a Dios en todas las cosas y éstas en Dios: “Dios siempre se está así, como el alma lo echa de ver, moviendo, rigiendo y dando ser y virtud y gracias y dones a todas las criaturas, teniéndolas en sí virtual y presencial y sustancialmente, viendo el alma lo que Dios es en sí y lo que en sus criaturas en una sola vista…; el cual, como todas las cosas está moviendo con su virtud, parécese juntamente con él lo que está haciendo, y parece moverse él en ellas y ellas en él con movimiento continuo; y por eso le parece al alma que él se movió y recordó, siendo ella la movida y la recordada” (LlB 4,7).

Más adelante hace una descripción objetiva de la presencia natural o por creación y de la presencia sobrenatural o por gracia. Son distintas, aunque inseparables, de manera que la primera pide manifestarse en la segunda, y ésta en la presencia por unión: “Es de saber que Dios en todas las almas mora secreto y encubierto en la sustancia de ellas, porque, si esto no fuese, no podrían ellas durar. Pero hay diferencia en este morar, y mucha: porque en unas mora solo y en otras no mora solo; en unas mora agradado, y en otras mora desagradado; en unas mora como en su casa, mandándolo y rigiéndolo todo, y en otras mora como extraño en casa ajena, donde no le dejan mandar nada ni hacer nada. El alma donde menos apetitos y gustos propios moran, es donde él más solo y más agradado y más como en casa propia mora, rigiéndola y gobernándola, y tanto más secreto mora, cuanto más solo. Y así, en esta alma, en que ya ningún apetito, ni otras imágenes y formas, ni afecciones de alguna cosa criada moran, secretísimamente mora el Amado con tanto más íntimo e interior y estrecho abrazo, cuanto ella, como decimos, está más pura y sola de otra cosa que Dios” (LlB 4,14).

Según esto, aparece clara la distinción entre la presencia natural y la presencia por gracia. Pero ya no lo es tanto la distinción entre ésta y la presencia por unión. Ocurre como en Cántico, donde la presencia por gracia aparece internamente orientada hacia la unión. Por eso pasa insensiblemente de una a otra, de manera que el alma habitada por Dios no ha de estar habitada por los apetitos que impiden la unión: “Y así, en esta alma, en que ya ningún apetito, ni otras imágenes y formas, ni afecciones de alguna cosa criada moran, secretísimamente mora el Amado con tanto más íntimo e interior y estrecho abrazo”.

Sin embargo, hay otro texto en Llama en el que claramente presenta la distinción entre presencia por gracia y presencia por unión. Es la segunda novedad que señalábamos: “En esta cuestión viene bien notar la diferencia que hay en tener a Dios por gracia en sí solamente, y en tenerle también por unión; que lo uno es bien quererse, y la otra es también comunicarse; que es tanta la diferencia como la que hay entre el desposorio y el matrimonio. Porque en el desposorio sólo hay un igualado sí y una sola voluntad de ambas partes y joyas y ornato de desposada, que se las da graciosamente el desposado; mas en el matrimonio hay también comunicación de las personas y unión” (LlB 3,24). La diferencia, pues, está en la comunicación de las personas, que se da en la unión, pero no en el desposorio ni en la simple comunicación por gracia. (No hay que olvidar que J. de la Cruz llama aquí desposorio al realizado por Cristo en la cruz con toda la humanidad y con cada alma por la gracia).

En este desposorio “no hay unión de las personas”. Se entiende en sentido místico o experiencial, no en sentido teológico, en el que la comunicación de las personas divinas pertenece a la esencia de la gracia. Pero el Santo no repara en esta unión ontológica de la gracia y centra su atención en la unión mística o experiencial, que se da en el matrimonio espiritual: “Cuando el alma ha llegado a tanta pureza en sí y en sus potencias que la voluntad esté muy pura y purgada de otros gustos y apetitos extraños, según la parte inferior y superior, y enteramente dado el sí acerca de todo esto en Dios, siendo ya la voluntad de Dios y del alma una en un consentimiento propio y libre, ha llegado a tener a Dios por gracia de voluntad todo lo que puede por vía de voluntad y gracia. Y esto es haberle Dios dado en el sí de ella su verdadero sí y entero de su gracia” (LlB 3,24).

En conclusión, la presencia por unión aparece como culminación de la presencia por gracia, aunque ésta conceptualmente sea distinta de aquélla; una es presencia teológica, la otra es presencia mística. Están estrechamente unidas, de manera que en el orden concreto y experiencial se identifican.

III. Regeneración y transformación espiritual

La regeneración espiritual marca el comienzo de la vida de gracia. En la tradición apostólica se habla, a este propósito, de la regeneración por el agua y por el Espíritu (Jn 3,3-7) o por una palabra de verdad (Sant 1,18.21) o por una semilla incorruptible (1 Pe 1,3-5.22-23). Es lo que en la teología católica se denomina gracia santificante. San Pablo habla de la justificación por la fe en Jesucristo, como principio de la nueva condición cristiana (Rom 3,21-26; Gal 2,15-21) y de la nueva criatura en Cristo Jesús (Gal 6,15; 2 Cor 5,17). En la tradición teológica ha prevalecido el término “justificación”, para designar en sentido objetivo la redención de Cristo (“Todos hemos sido justificados mediante su redención”: Rom 3,24) y, en sentido subjetivo, la aplicación de los frutos de la redención a cada individuo, por la fe en Cristo (Rom 3,26) y por el bautismo (Tit 3,5).

Este es el transfondo teológico del pensamiento sanjuanista. Sin embargo, el Santo no usa el término “justificación”, aunque sí habla de la “primera gracia” que se da por el bautismo (CB 23,6). La expresión más afín a ésta es la de “reengendrar”. Aparece en la Noche a propósito de la transformación que Dios obra en el alma: “La amorosa madre de la gracia de Dios, luego que por nuevo calor y hervor de servir a Dios reengendra el alma, eso mismo hace con ella”, esto es, le va quitando el regalo y hace que camine por su pie (N 1,1,2). Este “reengendrar el alma” está en relación con la transformación interior, obrada por la purificación del espíritu: “para reengendrarlo en vida de espíritu por medio de esta divina influencia” (N 2,9,6). Comprende la transformación del corazón, conforme al salmo (Sal 51,12) que dice: “‘Cor mundum crea in me, Deus’, etc. Porque la limpieza de corazón no es menos que el amor y gracia de Dios, porque ‘los limpios de corazón’ son llamados por nuestro Salvador ‘bienaventurados’ (Mt 5,8), lo cual es tanto como decir ‘enamorados’, pues que la bienaventuranza no se da por menos que amor” (N 2,12,1). Por eso hay que dar cabida en el propio corazón al amor de Dios, pues “Dios no pone su gracia y amor en el alma sino según la voluntad y amor del alma” (CB 13,12).

Así, pues, el Santo usa más frecuentemente el término “transformación” (123 veces), pero en un sentido amplio, que abarca no sólo el cambio obrado por la gracia inicial sino también el proceso de renovación hasta la unión del alma con Dios en el matrimonio espiritual. Según el Doctor místico, este estado no se da sin la confirmación en gracia: “Es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se puede en esta vida. Y así, pienso que este estado nunca acaece sin que esté el alma en él confirmada en gracia, porque se confirma la fe de ambas partes, confirmándose aquí la de Dios en el alma. De donde éste es el más alto estado a que en esta vida se puede llegar” (CB 22,3).

En este estado alcanza el alma “la transformación perfecta… en que está toda revertida en gracia” (CB 38,3). “Gusta el alma aquí de todas las cosas de Dios, comunicándosele fortaleza, sabiduría y amor, hermosura y gracia y bondad” (LlB 2,21); asimismo, las noticias que le “comunica el Amado de sus gracias y virtudes” (LlB 3,7). Pues ya no tiene a Dios “por gracia en sí solamente”, sino también “por unión”, en la que Dios le da “en el ‘sí’ de ella su verdadero ‘sí’ y entero de su gracia” (LlB 3,24). Llama a esta transformación “abismo de gracia”: “La luz de la gracia que Dios había dado antes a esta alma, con que le había alumbrado el ojo del abismo de su espíritu, abriéndosele a la divina luz y haciéndola en esto agradable a sí, llamó a otro abismo de gracia, que es esta transformación divina del alma en Dios” (LlB 3,71).

La transformación del alma en Dios por la gracia reviste a ésta de especial hermosura: “Infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace ‘consorte de la misma Divinidad’ (2 Pe 1,4)” (CB 32,4). Se ve llena de prendas divinas. Por eso se atreve a pedir a su Amado que no la desprecie, que bien puede mirarla, pues “después que me miraste –dice ella– gracia y hermosura en mí dejaste”: “Dícele que ya no la quiera tener en poco ni despreciarla, porque si antes merecía esto por la fealdad de su culpa y bajeza de su naturaleza, que ya después que él la miró la primera vez, en que la arreó con su gracia y vistió con su hermosura, que bien la puede ya mirar la segunda y más veces, aumentándole la gracia y hermosura” (CB 33,3). El alma es también objeto de especial amor: “Si antes que estuviese en su gracia por sí solo la amaba, ahora que ya está en su gracia, no sólo la ama por sí, sino también por ella; y así, enamorado de su hermosura, mediante los efectos y obras de ella, ahora sin ellos, siempre le va él comunicando más amor y gracias” (CB 33,7).

Otra de las expresiones con que explica esta transformación espiritual, que tiene lugar en el estado de unión, es la de “aspiración” de Dios en el alma: “Aspirar en el alma es infundir en ella gracia, dones y virtudes” (CB 17,5). Y así el Esposo se enamora “de las muchas virtudes y gracias que él ha puesto en ella” (CB 19,2), y la Esposa canta “las gracias y grandezas de su Amado el Hijo de Dios” (CB 24,2). Entonces, “en este espiritual desposorio… las virtudes y gracias de la  Esposa alma y las magnificencias y gracias del Esposo Hijo de Dios salen a la luz” (CB 30,1). El “aspirar” de Dios en el alma es mirarla con amor (CB 31,5-8), y mirarla con amor es infundirle su gracia: “‘Cuando tú me mirabas’, es a saber, con afecto de amor (porque ya dijimos que el mirar de Dios aquí es amar), ‘su gracia en mí tus ojos imprimían’. Por los ojos del Esposo entiende aquí su Divinidad misericordiosa, la cual, inclinándose al alma con misericordia, imprime e infunde en ella su amor y gracia” (CB 32,2-3). Asimismo, como contrapartida, “poder mirar el alma a Dios es hacer obras en gracia de Dios” (CB 32,8).

Finalmente, otra de las expresiones empleadas por J. de la Cruz para hablar de la renovación cristiana por la gracia es la muerte al “hombre viejo” y el revestimiento del “hombre nuevo”, aunque para él el hombre nuevo no es simplemente el cristiano sino el hombre espiritual. El tema lo desarrolla especialmente en Noche (N 2,3,3; 9,4), Cántico (CB 20,1; 26,17) y en Llama (LlB 2,34).

Forma parte esencial de su antropología, como se ha explicado en la voz correspondiente de este diccionario. Representa la perfección de la naturaleza humana, pues la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona: “Con su presente ser da ser natural al alma y con su presente gracia la perfecciona” (CB 11,4).

IV. Participación de Dios y filiación

La regeneración espiritual por la gracia es, en definitiva, una participación de la naturaleza divina. El renacido participa, por su incorporación a Cristo, de la naturaleza divina de modo análogo a como un niño participa de la naturaleza de sus padres. Este es el paralelismo que establece la catequesis apostólica entre la generación cristiana y la generación humana. Así como el principio de ésta es un germen corruptible, del mismo modo un “germen incorruptible” es el principio fecundante que Dios pone en el hombre para engendrarlo a una vida nueva. El cristiano es hijo de Dios mediante una “virtud generadora” divina, que en la catequesis apostólica se llama “germen” y en la teología católica “gracia” (1 Pe 1,3-5.22-23).

J. de la Cruz no cita este texto petrino, sino otro paralelo sobre la “participación de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4), como se expone en la voz sobre “participación de Dios”. La expresión característica suya es que el hombre por la gracia es “Dios por participación” (S 2,5,7; N 2,20,5; CB 22,3; LlB 2,34). Esta participación, que tiene lugar en el nuevo nacimiento (Jn 1,13; 3,5), le hace hijo adoptivo. Sobre esta filiación fundamenta el Santo su doctrina acerca de la unión, cuando comienza a describirla en el segundo libro de Subida.

La unión comporta “semejanza” y “comunicación sobrenatural por gracia”, que se da por el nuevo nacimiento: “A los que son nacidos de Dios, esto es, a los que, renaciendo por gracia, muriendo primero a todo lo que es hombre viejo (Ef 4,22), se levantan sobre sí a lo sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renascencia y filiación” (S 2,5,5). Y es que la unión no puede darse sino naciendo del Espíritu, como dice San Juan (Jn 3,5), y dejándose guiar por él, como dice San Pablo (1 Cor 6,17), para que sus operaciones sean divinas (S 3,2,8). Estos son los hijos de Dios, “según aquello de san Pablo (Rom 8,14): que ‘los hijos de Dios’, que son estos transformados y unidos en Dios, ‘son movidos del Espíritu de Dios’, esto es, a divinas obras en sus potencias” (S 3,2,16; cf. LlB 2,34). Esta filiación nos viene dada en Cristo, por la participación en su condición de Hijo y por sus merecimientos: “El Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de ‘poder ser hijos de Dios’, como dice san Juan” (1,12: CB 39,5).

La filiación, según el Apóstol, da derecho a la vida eterna (Rom 8,17). Tiene una dimensión esencialmente escatológica, que aparece también en J. de la Cruz. Se expresa en el gemido, de que habla el Apóstol (Rom 8,23), “esperando la adopción de hijos de Dios” (CB 1,14). Pero ya aquí, en el alto estado de la unión, “estando [el alma] hecha una misma cosa en él” y siendo en cierta manera “Dios por participación”, ve que Dios “es verdaderamente suyo”: “Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo, y que, como cosa suya, le puede dar y comunicar a quien ella quisiere de voluntad; y así dale a su Querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella” (LlB 3,78).

Este es el dinamismo de la gracia y de la filiación adoptiva. Comienza en esta vida con la gracia y termina en la gloria. El alma puede “unirse por gracia perfectamente en esta vida con aquello que por gloria ha de estar unida en la otra” (S 2,4,4). “En esta vida por gracia especial, en divina unión con Dios…, y en la otra por gloria esencial, gozándole cara a cara (1 Cor 13,12), ya de ninguna manera escondido” (CB 1,11). Dios se da ya totalmente aquí: ve que “es verdaderamente suyo”, que “le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho”. Y por eso es capaz de “dar a Dios el mismo Dios”. De este modo es posible la verdadera reciprocidad esencial en el amor. Tenemos aquí un maravilloso compendio de la teología de la gracia y de la filiación, que alcanza su punto culminante en la unión mística y su plenitud en la gloria, “gozándole cara a cara”.

V. Inhabitación trinitaria

La filiación aparece en la revelación unida a la inhabitación de la  Santísima Trinidad. Así la presenta  san Pablo, al proclamar nuestra filiación en Cristo, que nos hace hijos del Padre, por el don del mismo Espíritu de Cristo (Rom 8,9-16). J. de la Cruz habla también de nuestra filiación con relación a Cristo y al Espíritu Santo; ésta es fruto del nuevo nacimiento en Cristo por la fuerza de su Espíritu. Pero la inhabitación añade nuevos matices a la filiación.

Significa la presencia de las personas divinas en el alma y la relación personal que el cristiano adquiere con cada una de ellas, participando así del misterio trinitario.

El primer dato que hay que reseñar en J. de la Cruz es su confesión del misterio trinitario, cantado en los poemas. Destaca el Romance acerca de la Santísima Trinidad: “Tres Personas y un amado / entre todos tres había, / y un amor en todas ellas / y un amante las hacía, / y el amante es el amado / en que cada cual vivía; … / En aquel amor inmenso /que de los dos procedía, / palabras de gran regalo / el Padre al Hijo decía” (Po 9,25-50).

Es la descripción de la vida íntima de Dios en el misterio trinitario, de la que el Padre quiere hacer partícipe al hombre, para que goce de su compañía (Po 9,80). Así, pues, la llamada del hombre a la comunión con Dios es una llamada a participar de la vida trinitaria. El acceso a este misterio es la fe, “próximo y proporcionado medio” para la unión: “Porque, así como Dios es infinito, así ella nos le propone infinito; y así como es Trino y Uno, nos lo propone ella Trino y Uno… Y por tanto, cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios” (S 2,9,1). La blanca vestidura de la fe es el medio para “conseguir la gracia y unión del Amado” (N 2,21,4).

El camino de la fe dispone para la revelación del misterio, que Dios suele hacer a algunas almas. Si bien el Doctor místico rechaza en general las revelaciones sobrenaturales como medio de unión, admite aquellas que afectan a la misma unión. Tal es la del misterio trinitario. Es una forma de revelación “acerca de lo que es Dios en sí”, por la que se le manifiesta “el misterio de la Santísima Trinidad y unidad de Dios” (S 2,27,1). Pero el alma ha de estar limpia de todo afecto, para llegar a ser “digno templo del Espíritu Santo (cf. 1Cor 3,16; 6,19). Lo cual no puede ser así, si su corazón se goza en los bienes y gracias naturales” (S 3,23,4).

Partiendo de este conocimiento de la fe y de las exigencias de purificación interior, inicia el alma su camino de búsqueda del misterio trinitario escondido en lo íntimo de su ser: “El Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto el alma que le ha de hallar conviénele salir de todas las cosas según la afección y voluntad y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma” (CB 1,6).

El fundamento de esta presencia inhabitante de las personas divinas la encuentra el Santo en el texto clásico de San Juan sobre la inhabitación. Dice que no debemos extrañarnos de que Dios obre estas maravillas en los hombres, pues él mismo nos lo prometió por medio de su Hijo: “Y no hay que maravillar que haga Dios tan altas y extrañas mercedes a las almas que El da en regalar; porque si consideramos que es Dios, y que se las hace como Dios, y con infinito amor y bondad, no nos parecerá fuera de razón; pues El dijo (Jn 14,23) que ‘en el que le amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu Santo y harían morada en él’; lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios, como da a entender el alma en estas canciones” (LlB pról. 2; cf. ib. 1,15).

Si bien la inhabitación es de las tres divinas personas, J. de la Cruz atribuye un papel especial al Espíritu Santo. Lo describe como “aspiración” del Padre y del Hijo, que se comunica al alma por el amor de contemplación, como comenta en el verso “Al aire de tu vuelo, y fresco toma”: “Por el vuelo entiende la contemplación de aquel éxtasis que habemos dicho, y por el aire entiende aquel espíritu de amor que causa en el alma este vuelo de contemplación. Y llama aquí a este amor, causado por el vuelo, aire harto apropiadamente; porque el Espíritu Santo, que es amor, también se compara en la divina Escritura al aire (Act 2, 2), porque es aspirado del Padre y del Hijo. Y así como allí es aire del vuelo, esto es, que de la contemplación y sabiduría del Padre y del Hijo procede y es aspirado, así aquí a este amor del alma llama el Esposo  aire, porque de la  contemplación y noticia que a este tiempo tiene de Dios le procede” (CB 13,11).

En claro paralelismo con esta canción, habla también de la acción de Dios, que purifica pasivamente al alma, atribuyéndola al Espíritu Santo: “es el que interviene y hace esta junta espiritual” (CB 20,2). En esta junta espiritual “se transforma el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado” (CB 39,3). Aquí el alma queda transformada, participando en la aspiración del Espíritu Santo: “Este aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará Dios allí en la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo” (CB 39,3). Así, “el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él acompañadamente con él la obra de la Santísima Trinidad” (ib. 6).

Esta participación en “la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado”, por la acción del Espíritu Santo, es descrita en Llama como un “llamear” que el Espíritu hace en ella, dándole un sabor a vida eterna (LlB 1,6). Pero, tal vez, lo más específico de la canción de “Llama de amor viva” es la descripción de la acción propia de cada una de las personas divinas en relación con la inhabitación y la correspondiente relación del alma con cada una de ellas, como se explica en la voz correspondiente de este diccionario. Aquí recogemos sólo un par de textos significativos.

“En esta canción da a entender el alma cómo las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, son los que hacen en ella esta divina obra de unión. Así la ‘mano’, y el ‘cauterio’, y el ‘toque’, en sustancia, son una misma cosa; y póneles estos nombres, por cuanto por el efecto que hace cada una les conviene. El cauterio es el Espíritu Santo, la mano es el Padre, el toque el Hijo. Y así engrandece aquí el alma al Padre, Hijo y Espíritu Santo, encareciendo tres grandes mercedes y bienes que en ella hacen, por haberla trocado su muerte en vida, transformándola en sí. La primera es ‘llaga regalada’, y ésta atribuye al Espíritu Santo; y por eso le llama ‘cauterio suave’. La segunda es ‘gusto de vida eterna’, y ésta atribuye al Hijo, y por eso le llama ‘toque delicado’. La tercera es haberla transformado en sí, que es la ‘deuda’ con que queda bien pagada el alma, y ésta atribuye al Padre, y por eso se llama ‘mano blanda’. Y aunque aquí nombra las tres, por causa de las propiedades de los efectos, sólo con uno habla, diciendo: En vida la has trocado, porque todos ellos obran en uno, y así todo lo atribuye a uno, y todo a todos” (LlB 2,1).

De esta transformación que las divinas personas hacen en el alma, se sigue la entrega recíproca de amor, que describe en la estrofa 3ª de Llama, a propósito del verso “con extraños primores calor y luz dan junto a su Querido”: “‘Las profundas cavernas del sentido, con extraños primores calor y luz dan junto a su Querido’. Junto, dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella” (LlB 3,80). El alma participa aquí plenamente del misterio trinitario, amando “por el Espíritu Santo, como el Padre y el Hijo se aman, como el mismo lo dice por san Juan (17,26), diciendo: ‘La dilección con que me amaste esté en ellos y yo en ellos’” (LlB 3,82).

VI. Vida de gracia y gracias sobrenaturales

La vida de gracia designa en el lenguaje teológico las obras buenas, hechas bajo el influjo de la gracia, y la actividad meritoria. J. de la Cruz hace referencia a ella en diversos pasajes de sus obras. La gracia es la que confiere fuerza a las virtudes teologales (N 2,21,3). “Sin caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios”. Les da “gracia y donaire para agradar al Amado con ellas” (N 2,21,10). Dios da su gracia a los humildes, “junto con las demás virtudes” (N 1,2,7), y resiste a los soberbios (Prov 3,34; Pe 5,5; Sant 4,6). Fruto de esta gracia son las obras. Sin ella, aunque las obras fuesen humanamente perfectas, “todas ellas serían secas y sin valor delante de Dios”. Su valor procede del amor de Dios, fuente de todo obrar bueno: “La flor que tienen las obras y virtudes es la gracia y virtud que del amor de Dios tienen, sin el cual no solamente no estarían floridas, pero todas ellas serían secas y sin valor delante de Dios aunque humanamente fuesen perfectas. Pero porque él da su gracia y amor, son las obras floridas en su amor” (CB 30,8). Estas obras resplandecen particularmente en el estado de la unión, por “la multitud de las virtudes, gracias y dones de que Dios dota al alma en este estado” (CB 24,9). Entonces salen a luz tanto las “gracias de la Esposa alma” como las “gracias del Esposo Hijo de Dios” (CB 30,1). Porque “‘Dios da gracia por gracia’ (Jn 1,16), porque, cuando Dios ve al alma graciosa en sus ojos, mucho se mueve a hacerla más gracia” (CB 33,7).

“Poder mirar el alma a Dios es hacer obras en gracia de Dios”. Sin la gracia, no se puede merecer bien alguno. Sólo “en gracia de Dios… toda operación es meritoria”. Entonces los ojos podrán contemplar la grandeza y demás perfecciones divinas: “Todo esto merecían adorar ya con merecimiento los ojos del alma, porque estaban ya graciosos y agradables al Esposo; lo cual antes no sólo no merecían adorar ni ver, pero ni aun considerar de Dios algo de ello; porque es grande la rudeza y ceguera del alma que está sin su gracia” (CB 32,8).

Pero la vida de gracia y la actividad meritoria en el pensamiento sanjuanista desbordan el sentido teológico, que el tema tiene en el “Decreto de la Justificación” del Concilio de Trento. Equivale normalmente al “obrar sobrenatural”. Comprende la actividad espiritual, preparatoria para la unión mística, que –aunque se esté en gracia– no se puede realizar sin una gracia especial de Dios, que es gracia mística. El Santo llama a esta gracia “sobrenatural”, como se expone en la voz correspondiente.

J. de la Cruz llama también gracias sobrenaturales a las visiones, locuciones y demás fenómenos místicos (S 2,25-32); igualmente, los bienes sobrenaturales, en los que el alma puede gozarse y “que se llaman [gracias] ‘gratis datas’” (S 3,30,1). Pero estas gracias normalmente se han de desechar, si no afectan directamente a la unión. El Santo es claro en su diagnóstico. Cuando el provecho es “espiritual”, esto es, para conocer y servir a Dios por estas obras, se pueden admitir. Pero cuando el provecho es “temporal”, como sanaciones, profecías, etc., “poco o ningún gozo del alma merecen…, pues de suyo no son medio para unir el alma con Dios, si no es la caridad. Y estas obras y gracias sobrenaturales sin estar en gracia y caridad se pueden ejercitar” (S 3,30,4). El Doctor místico funda el discernimiento de estas gracias sobrenaturales en la doctrina de San Pablo (1 Cor 12,9-10; 13,1-2).

Respecto al mérito, señala con precisión teológica cómo la gracia es principio de todo mérito: “Sin su gracia no se puede merecer su gracia” (CB 32,5). Y ésta es fuente de nuevas gracias, como dice san Juan: “Pues de su plenitud hemos recibido todos, gracia por gracia” (Jn 1,16). El Doctor místico comenta este texto a propósito del verso “su gracia en mí tus ojos imprimían”, subrayando que el “mirar de Dios” es amar (“por eso me adamabas”) y dar gracia al alma, para que pueda “agradarse de ella”: “Poner Dios en el alma su gracia es hacerla digna y capaz de su amor” (CB 32,5).

Así el alma puede merecer al mismo Dios, pues el amor de Dios no sólo la capacita para ello, sino que la iguala con él mismo: “Amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí mismo, igualándola consigo, y así, ama al alma en sí consigo con el mismo amor que él se ama. Y por eso en cada obra, por cuanto la hace en Dios, merece el alma el amor de Dios; porque, puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios” (CB 32,6). Esto es posible, porque el favor y la gracia de Dios han hecho al alma agradable a sus ojos (ib. 7). Ahora puede ya mirarle, “porque mirar el alma a Dios es hacer obras en gracia de Dios…, en la cual toda operación es meritoria” (ib. 8). Pues ahora, “alumbrados y levantados con su gracia y favor” los ojos del alma, pueden ver lo que “antes por su ceguera y bajeza no veían” (ib.). Se refiere a la grandeza de Dios, a su bondad inmensa, a su amor y misericordia y a sus beneficios innumerables, que estando ahora tan allegada a Dios por su gracia, puede descubrir.

Conclusión. La doctrina de J. de la Cruz sobre la gracia es uno de los marcos teológicos más importantes de su pensamiento. Constituye el tejido o la trama –a veces oculta– de todo su sistema. Su concepto de gracia trasciende el de la teología de su época, circunscrito al aspecto ontológico. Comprende primordialmente la comunicación de Dios al alma y la relación personal con él. Por eso la gracia está intrínsecamente abierta a la vivencia mística, en la que encuentra su máxima expresión.  diva, desposorio, don, filiación, inhabitación, participación, presencia.

BIBL. — ALOIS WINKLHOFER, Die Gnadenlehere in der Mystik des hl. Johannes vom Kreuz, Friburgo 1936; SIMEÓN DE LA S. F., “La doctrina de la gracia como fundamento teológico en la doctrina sanjuanista”, en MteCarm 46 (1942) 521-541; H. MARTIN, Le thème de la partfaite alliance de grâce dans Saint Jean de la Croix, Paris 1954; HENRI SANSON, El espíritu humano según san Juan de la Cruz, Madrid 1962, pp. 141-193; J. BOLD, “Der Mensch in der Gnade Gottes nach dem spanischen Mystiker und Kirchenlehrer Johannes vom Kreuz”, en EphCarm 29 (1978) 238-265.

Ciro García