El encuentro del Doctor Místico con san Pablo, “el mayor místico de todos los tiempos” (L. Cerfaux), acontece desde un doble referente: lo que el Apóstol vive y lo que nos enseña a todos sobre esta su “vida en Cristo”. Impele a Juan de la Cruz su Regla carmelitana –intensamente paulina– a plasmar en su alma este “magisterio y ejemplo” de Pablo, ya que “por su boca hablaba Cristo” y por su experiencia podía pautarse toda vida cristiana hasta la máxima comunión espiritual con Dios. Apoyo vivencial y doctrinal.
El paulinismo sanjuanista viene circunstanciado también por una época en que el “evangelismo paulino” era moneda en curso popular y entre los grandes espirituales del tiempo (Erasmo, Juan de Ávila, Luis de Granada, etc.). Pero básicamente estriba en una relación interpersonal en la que Juan de la Cruz sondea hechos y sentimientos vivenciales de Pablo a quien considera el mejor ejemplo de “predicador consecuente” con la verdad revelada (S 3,45,3-4) y modelo de “maestro de espíritus” que se hace todo a todos (LlB 3,59). Pablo es expansivo en sus sentimientos hacia los fieles, escribe muchas veces en primera persona y narra hechos vivenciales de inefable contenido místico. Bastaba familiarizarse con su mensaje mistagógico en lectura atenta.
Por eso fray Juan lo caracteriza como “siervo” de Cristo (CB 1,7), “mi apóstol” por antonomasia (S 2,22,6), “fuerte en el espíritu” (S 2,24,3), tipo “perfecto” de cristiano (CB 1,14; 12,7; 22,6), yuxtapuesto en sus pruebas a la misma Virgen María (CB 20-21,10). Y capta sus “penas” íntimas (S 2,18,8), sus “deseos” (C 11,9), sus “sentimientos” (LlB 2,14) y “gemidos” (C 1,14) cuando escribe a las iglesias. Sabe que ha recibido la revelación directamente de Dios y que no obstante la compulsa con la “tradición apostólica”: “¡Cosa, pues, notable parece, Pablo!” (S 2, 22,12).
I. Lectura espiritual
J. de la Cruz repasa el corpus paulino (según la atribución común de los exegetas del tiempo) con una intención intersubjetiva que pone en marcha todos los resortes de su relectura exegética. Así desde la percepción del “evangelio” apostólico, válido para todo cristiano, y desde esa “lectio divina”, en la que Pablo no es más que un heraldo parcial de la revelación total de Dios en Cristo (S 2,22,4; Hb 1,1-2). No sólo cita 160 veces los pasajes paulinos (142 versículos), sino que llega a asimilar su léxico desde la lectura de la Vulgata.
Esta es una forma profunda de influjo personal, en cuanto revela una conformidad implícita de pensar análogo con el maestro: desatar, azotar o abofetear, templo, soldado, armas de Dios, ministro y dispensero, vaso estrecho del cuerpo, yugo de la ley, pequeñuelos, rescate, ángel de luz, pan duro-manjar de robustos, casa terrestre, cuerpo de esta muerte, Padre de misericordias, padres de la fe, cara a cara, hombre viejo-nuevo, primicias del Espíritu, peso de gloria, enemigos de la cruz de Cristo, etc. Son muchas las homologías paulinas, desde sus primeros nueve Romances hasta su escaso epistolario, salvado en parte gracias a que sus destinatarios lo retenían “como si fueran cartas de san Pablo”.
1. LA LECTURA ESPIRITUAL DEL APÓSTOL. Se inscribe en el más amplio contacto de fray Juan con la Escritura. Sabemos que leía la Palabra con suma devoción, a veces de rodillas y con suspiros por no poder seguir adelante. Muchos pasajes afloraban a su mente con espontaneidad, como los Cantares, salmos, el prólogo del 4º evangelio, la oración sacerdotal de Jesús, los cc. 2-3 de 1 Cor., etc. Para él había “ley vieja” y “ley de gracia”, pero una sola y definitiva Palabra del Padre en Cristo, que unifica todas las “entregas” de Dios y “esperanzas” de los hombres (S 2,22,5-7). Su “lectio divina”, según el método progresivo del aforismo medieval, le llevaba a la meditación, oración y contemplación (Av 78-79). Es decir, a ese coloquio divino con “palabras al corazón” en que consiste la “sabiduría divina” y se basa el “seguimiento-imitación” de Cristo (Av, pról.). La transcendencia de la Palabra revelada implica toda la verdad desplegada y anunciada por el Apóstol. Una verdad para la vida cristiana que parte del “no saber sabiendo” (Po 4), en que confluye toda la «teología mística que se sabe por amor” (CB, pról. 3). Esta era su meta con la Vulgata en la mano, pues para él “donde no se sabe a Dios, no se sabe nada” (CB 26,13). Toda la ciencia y experiencia adquiridas queda avalada por la autoridad de la “divina Escritura”, inspirada por el “Espíritu Santo” y autenticada por el “sano sentido y doctrina de la santa Madre Iglesia” (S, pról. 2). No hay límites para la hondura ni altura de los misterios revelados “como se lleve entendido que todo lo que se dijere es tanto menos de lo que hay allí” (LlB, pról. 1; CB, pról. 4). Sin ninguna osadía de hermeneuta autosuficiente (S 2,27,4.11).
Esta actitud sanjuanista ante la Biblia es idéntica ante la presentación paulina del misterio de Cristo, tanto en lo referente a su “vivencia intransferible” como en su “mensaje evangélico” a las iglesias. J. de la Cruz usufructúa ambas dimensiones: la “doctrinal” y la “tipológica”. A ésta recurre en casos más puntuales; a la “autoridad” doctrinal del Apóstol con inusitada frecuencia para perfilar con él su visión del cristiano “espiritual” y “perfecto”: mostrando, probando, y confirmando con san Pablo cómo actúa el Espíritu de Dios y cómo se transforma el hombre nuevo en Cristo por el amor. Lo más importante del influjo paulino en el mensaje mistagógico sanjuanista es que, antes de escribir nada, había ya asimilado el ideario del Apóstol. Su “impresión” precede a la “expresión” implícita o explícita, sin negar por eso un contacto directo con ciertos pasajes paulinos (cf S 2,20,3; 22,16; S 3,40,1, etc.).
2. EL FONDO DOCTRINAL. Al convergir mayoritariamente la presencia paulina en el corpus sanjuanista sobre el fondo doctrinal (“para dar más fe”, “para no errar”), podemos sostener una conformidad magisterial entre ambos doctores. No siempre se ampara en la “autoridad” explícita del Apóstol, pero fray Juan se siente “su” discípulo: transmite y actualiza la verdad cristiana sin vacilar sobre su recta interpretación. Así lo reafirma en numerosas ocasiones con la entradilla “esta misma doctrina da a entender san Pablo” (CB 11,9; 3,10; 22,3; S 1,4,5; S 2,4,4; 9,1; 17, 8; S 3,40,1; LlB 2,4; etc.). No ignora que la interpretación genuina del Apóstol es a veces difícil; conoce diversas sentencias (por ej. sobre el “rapto al tercer cielo”), una vez le despista la homofonía literal (CB 29,11: Fip 1,21) y a veces matiza los recursos con suaves fórmulas aplicativas: “espiritualmente hablando” (CB 29,11), “como si dijera” (S 2,3,3).
Aunque su “uso” paulino es básicamente “espiritual”, no teme tanto la recta exégesis del Apóstol cuanto la “transcendencia” de la verdad revelada por Dios, que en la “coautoría” inspirada supera a veces a la misma comprensión del hagiógrafo (cf. S 2,19,1.7). Este es el misterio que nos “alucina” más allá de la “corteza de la letra” (ib 5.8).
Sin embargo, no da de lado el sentido “literal” bíblico. Sondea la “intención” del Apóstol (S 3,45,6), persigue su recto decir (S 2,9,1; 19,11,22,4; S 3,13,2s; CB 12,7; 19,1; 26,13; LlB 3,75; etc.) y transmite con acierto la constancia de su magisterio (CB 1,14; 11,9; S 2,17,8; LlB 2,14; etc.). Sería inútil atribuir a san Pablo lo que no dice. Y ello por doble razón exegética que le brinda el mismo Apóstol: a) el cristocentrismo de la plena revelación divina y b) la comprensión del Apóstol con sus mismas pautas hermenéuticas.
a) La manifestación del misterio de Dios en Cristo es la premisa teológica que guía a J. de la Cruz cuando lee y medita a san Pablo. Con él se adentra en la contemplación de los “incomprensibles juicios y vías” de Dios (CB 36,1012), para asomarse a esa economía eternamente planeada, culminada en la “plenitud de los tiempos” y abierta a una metahistoria de “predestinación”. Sus siete Romances sobre la vida trinitaria y la encarnación del Verbo, el c. 22 de S2 sobre la plenitud de la revelación y el denso comentario de CB 23 sobre el misterio de la redención son un magnífico exponente de teología bíblica. Hay una “verdad última”, bajo los velos de una “letra-carne”, que es preciso aceptar con fe bajo la luz del Espíritu inspirador. Todas las alianzas y promesas de “antes” se encaminaban a Cristo, sumo Don y Revelador del Padre, “como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles” (S 2,22,3).
b) Para leer e interpretar los escritos paulinos fray Juan persigue un sentido que llama “germano y espiritual” (S 2,7,4s), es decir, genuino e histórico-literal. Pero no con una literalidad cerrada en la “letra que mata” sino impregnada por el “Espíritu que vivifica”, según le enseña el mismo Apóstol (2 Cor 3,6) y desarrolla magistralmente en S 2,19-22.
La verdad divina se comunica al hombre en ideas humanas culturalmente inteligibles, por más que en sí sea formalmente transcendente (S 2,20,5). Quedarse en la inteligencia “literal-carnal-racional-humana” no sirve para captar su mensaje salvífico. Es un principio básico, regulador de la actitud general ante el conjunto revelado, que aprende del propio san Pablo y aplica con toda consecuencia.
Es válido para los mismos hagiógrafos y para la inerrancia de su mensaje último: Dios habla “espiritualmente” por sus hechos históricos, salmistas y profetas, con unas promesas que eran “verdaderísimas” para los “padres de la fe” aunque no se cumplieran “inmediatamente” (S 2,19,7). Tomarlas a la letra era engañarse, como sucedió a lo largo de la historia judía y a quienes, por atarse a la “letra”, no entendieron de qué “reino eterno y libertad eterna” hablaba Dios: “Y era que estas profecías se habían de entender espiritualmente de Cristo” (ib. 8 y 9). Así comprendió Pablo los contenidos sustanciales del AT, penetrando en su meollo cristocéntrico más allá de la “corteza” (S 2,19,8: Act 13,27; cf. Rm 15,4; etc.).
Pauta válida también para el NT, donde “por más maravillas que han descubierto los santos doctores… les quedó todo lo más por decir, y aun por entender; y así, [hay] mucho que ahondar en Cristo” (CA 36,3). Aquí será de nuevo el Apóstol quien le sirva en bandeja en sentido “pleno” cristológico de muchos “tipos”: Adán y Cristo (CB 23,3: Rm 5,14s), los “padres de la fe” (S 1,2,3: Rom 14,11; Hb 1,1), “duro yugo” de la ley mosaica (Romance 7: Gál 5,1), nuevo “templo” de Dios (S 3,40,1 y CB 1,7: 1 Cor 10,1), nube oscura que ilumina y protege el nuevo éxodo de la fe (S 2,3,4: Hb 11,23), la piedra-fuente del desierto que es Cristo (Romance 10 y CB 37,3: 1 Cor 10,4), Sara y Agar como símbolos de los hijos libres o esclavos (S1,4,6: Gl 4,6), matrimonio natural como figura de la unión espiritual con Cristo-Esposo (CB 22,3: 1 Cor 6,17), etc. Se puede concluir que fray Juan interpreta a san Pablo según san Pablo: su misma persona, su mensaje y la reacción que éste provoca en sus destinatarios serán referencia obligada para distinguir las actitudes cristianas de todos los tiempos. Así, el Doctor místico cargará de sentido pleno ciertos términos devaluados por su uso. Significará lo más, y no lo mínimo, cuando en su léxico se refiera al “reino de Dios”, al “rescate de la esposa”, a la “vida en Cristo”, a la “filiación divina, a la “moción del Espíritu”, al “amor-vínculo unitivo”, a “lo perfecto” de la comunión esponsal aquí y en el cielo, etc.
II. Principales capítulos del mensaje doctrinal
El legado paulino asimilado y transmitido por J. de la Cruz es muy denso y extenso desde el prisma de la teología espiritual y mística. Indicamos sólo los puntos que engloban lo más sustantivo de un mensaje siempre actual.
ECONOMÍA SALVÍFICA DE LA PERFECCIÓN CRISTIANA. Estamos ante una visión teológica central de los hitos en que se desarrolla el itinerario del espíritu cristiano. J. de la Cruz adopta en todos sus escritos, al dictamen de los poemas, un ritmo ascendente de comunión con Dios. Esta visión dinámica de la irrupción de Dios en la historia humana incluye los misterios básicos de la revelación de Dios y de nuestra salvación (DV 6).
a) J. de la Cruz adelanta en sus siete Romances la expresión descendente del “misterio escondido” en el arcano inmanente de la vida trinitaria, al compás del estilo “hagádico” juanino y paulino, hasta que los designios eternos de Dios se culminan en la “plenitud de los tiempos” con la encarnación del Hijo. En este misterio iluminante aparece Jesucristo ‘in forma Dei’ (Fip 1,6: Romance 2), en quien y por quien somos “predestinados” sin principio para lo que hemos de ser sin fin en la “bendición” del “Padre de las misericordias” (Romances 4 y 7; CB 37,3.6; 38,6: Rom 8,28-30; Ef 1,3-14; Cl 1,1229): ser “esposa” hipostática y amorosa en Cristo, y participar adoptivamente todos sus bienes (gloria, poder, amor, deleite eternos) “para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1,6).
b) La encarnación es la “gran obra” de Dios a la que se subordinan todas las demás (CB 6,4). Hacia ella se ordena la “creación” del mundo-hombre (ib 3) y la “responde” la unión por gracia (CB 37,3). Otros aspectos del gran misterio vienen también incluidos en ella: “levantar la bajeza” natural humana (=caída) por la unión hipostática (Romance 4) y la gloria de la “resurrección” (CB 5,4: Rom 8,19-23), “sacarla del lago” de la muerte y librarla del “yugo de la ley” por el “rescate” vivificante de su sangre (Romance 7; CE 4,5: Rom 2,24; Gál 3,23; 4,5; etc.), quedarse entre nosotros a través de los “misterios ordenados” (=sacramentos) “hasta que se consumase este siglo” en la edificación del Cuerpo místico (Romance 4 y 5: Ef 4,12s; cf Mt 28,18), “recapitular” toda la historia de amor al presentar la Cabeza a “todos los miembros de la esposa” al Padre “en eterna melodía” (Romance 4; CB 14-15,24-28; Col 1,18; Ef 5,22-27), etc.
c) Según el Doctor Místico el “fiat” de la creación se ordena al “fiat” de la encarnación de Cristo, en el sentido paulino del “ab Ipso et per Ipsum”: “el mirarlas mucho buenas era hacerlas mucho buenas en el Verbo, su Hijo” (CB 5,4: Cl 1,15-16). Las criaturas son “palacio para la esposa” (Romance 4) desde el cual ella rastrea al Dios invisible de quien “somos linaje” y en quien “vivimos, nos movemos y existimos” (CB 8,3: Act 17,28).
– Por esta inmanencia divina o “huellas del Amado” se pueden rastrear positivamente la existencia de Dios (CB 4,1: Rom 1,20), y la presencia del Amado cuyo “ser y hermosura” se reflejan en ellas (CB 4,3;5,4: Heb 1,3). Una búsqueda del Creador que ya es graciosa, pero que dista mucho de la “experiencia mística” por la que ya no se ve la causa por sus efectos sino “la infinita eminencia” de Dios sobre todas las cosas creadas, “que es conocer por Dios las criaturas” (LlB 4,5.7: Heb 1,3). La diferencia entre ambas noticias es que la “búsqueda activa” de Dios consigue una “noticia remota” y deja “ansiosa” al alma (CB 5,3; 6,2.6); en cambio, el “conocimiento esencial” de Dios es pasivo y el alma queda “satisfecha” (LlB 4,7).
– Pero la segunda lección que da Pablo en el Areópago es la de la transcendencia divina: Dios supera nuestra razón y es intento inútil erigirle estatuas que lo representen como es: “escondido”. Ninguna idea o imagen humanas de Dios son Dios y, pese a todas las analogías, “ninguna semejanza ni proporción tienen con el término a que se encaminan, que es Dios” (S 2,12,5: Act 17,29). Sólo la fe en Yahvé capacita para conocerle como es y amarle con todo el corazón. Lo demás es idolatría y confusión.
d) La acción creadora de Dios es el primer considerando en la historia de su amor al hombre. Pero más importante que el “palacio” es la “esposa” que lo habita: el Verbo encarnado y la Iglesia. No sólo en el sentido de que “Dios y su obra es Dios” (Av 29), sino en el “in Ipsum” de la comunión final con el Esposo (Col 1,26). Aquí comparece toda la dinámica de la vida cristiana, referida al nuevo Adán. La historia de salvación tiene su epicentro en Cristo, como lo había cantado en sus Romances. Y ese cristocentrismo es progreso dinámico de una historia sin vuelta atrás. Ni en el plan intencional divino ni en la economía real del mismo. No hay retorno regresivo sino asunción del mismo Adán bajo la capitalidad del nuevo y único Redentor. “Aquello que me diste el otro día” no es el paraíso perdido sino el de la eternidad del mismo Dios que nos predestinó a ser “hijos” suyos en Jesucristo (CB 38,6; 37,6). El “tiempo de salvación” se consuma a la vez en la hora de Dios y en el seno de María (“ya que el tiempo era llegado”: Romance 7 y 9: Gál 4,4-5).
e) El misterio de la encarnación implica la redención. de la Cruz las califica, indiferentemente, de “obra mayor” de Dios (CB 5,3) o de “mayor obra” de Cristo (S 2,7,11). Adentrarse en su contemplación conlleva una visión unitaria de la historia (CB 23,1). La redención de Cristo salva al hombre de todo “vituperio”, “esclavitud”, “tedio” y “lago” de pecado y muerte. Implica una gracia “sobreabundante” respecto al “estrago-violación” de la caída original. Doctrina paulina de capital importancia: el comentario sanjuanista a la estrofa de CB 23,1-5 (literariamente inspirada en la versión de los Cantares) es la mejor relectura de Rom 5,12-21 sobre la obra de Adán contrapuesta a la de Cristo.
El “árbol” nuevo de la “reparación” es el misterio de la cruz redentora. Hay poesía y drama de amor hasta la muerte: “y por que ella vida tenga / yo por ella moriría” (Romance 7). Bodas de sangre entre Cristo y la desposada para siempre. “El pecho, del amor muy lastimado” del “pastorcico” (Po 7). Misterio pascual, vida-muerte-resurrección, que dignifica todo lo creado y es, desde la contemplación del Cristo glorioso, la “victoria” sobre el pecado y la muerte (LlB 2,34: 1 Cor 15,54).
Sólo cuando la vida divina infundida en el bautismo se desarrolla en la medida de la donación de Cristo, a través de su gradualidad en el amor, podemos decir con fray Juan que el alma está perfectamente “redimida” o “desposada” con Cristo. Viene al caso el símbolo del “templo”, con toda su dimensión y exigencia espirituales. Por el bautismo el hombre entra a formar parte de una nueva familia: la eclesial y la trinitaria. Es “templo de Dios” (CB 1,7: 2 Cor 6,16), que significa y exige no sólo la “unidad” eclesial (1 Cor 3,16-17) sino también la “santidad” de vida en la docilidad al Espíritu vivificante que habita y actúa en él (1 Cor 6,19). No hay que ir muy lejos para sentir la presencia divina (“ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora”: CB 1,7) ni buscar otro lugar mejor para la adoración cultual (“ahí le desea, ahí le adora, y no le vayas a buscar fuera de ti”, ib 8).
La doctrina de Pablo a los Corintios es recordada por fray Juan con el símil de la Iglesia como “casa de Dios” (CB 33,8: Col 4,15) y como “templo vivo” para el culto a la gloria divina: “porque para advertirnos esto dijo el Apóstol…” (S 3,40,1: 1 Cor 6,19). Individual y eclesialmente el bautizado ha de orar y vivir como “imagen viva” de Dios (S 3,35,5; 36,3), “haciendo a su alma y cuerpo templo digno del Espíritu Santo” (S 3,23,4) y así “saber hallar este Esposo cual en esta vida se puede, que el Verbo, juntamente con el Padre y el Espíritu santo, está en el íntimo centro del alma escondido” (CA 1,4).
f) Señaladas la realidad dinámica de la presencia divina y la necesidad de buscar a Cristo (=salir, unirse por amor, etc.) hasta desposarse perfectamente con él, el camino de la perfección cristiana se nos presenta como una “redención progresiva” en la historia salvífica de cada hombre. El desposorio bautismal se despliega, bajo la acción del Espíritu, en la perfecta unión de amor con el Esposo, es decir, con la “perfecta filiación” y nos pone a las puertas de la “herencia filial” anticipada, de alguna manera, en las supremas experiencias místicas.
San Juan de la Cruz se servirá de varios símbolos o alegorías para explicar esa realidad dinámica de la “subida-salida” del alma (simbolismo nocturno), de la “búsqueda enamorada” (simbolismo nupcial), del peregrino hacia una meta (simbolismo del viandante) o del “soldado cristiano” que lucha con las armas de Dios por conseguir la victoria plena (alegoría castrense). En todos estos símbolos-esquemas dinámicos aparece de alguna manera un influjo paulino más o menos determinante.
2. DIALÉCTICA ANTINÓMICA CRISTIANA. Hay unas tensiones subyacentes en la realidad del hombre bautizado, que convergen en otras tantas antinomias morales y espirituales. El cristiano a quien se dirigen Pablo y fray Juan es un adulto que ha de llegar a ser lo que ya era “vida divina” en su bautismo. Hay en él unas “reliquias” y “pasiones y apetitos naturales” (CA 31,5; 32,8) que persisten como “apetitos” peyorativos “de los pechos y la leche de la madre Eva en nuestra carne” (CA 22,8; 24,5). Es la “concupiscencia” o “epizimía” que afecta al fiel de la balanza electiva.
Cuando el hombre se decide a entregarse del todo a Dios (CB 1,1; N 1,1,2) tiene un historial de “olvidos”, de “actos viciosos y desordenados” (CB 20-21,8), de “hábitos imperfectos que ha contraído toda la vida” y con los que se halla, pese a la gracia bautismal, como “ennaturalizado” (N 2,6,5). De ellos tiene que ser “reengendrado en vía de espíritu” (N 2,9,6; 2,1-5). Incluso la creación con que se relaciona el hombre sufre una “vanidad” y “esclavitud” hasta ser plenamente redimida (Rom 8,19-22: Col, 1,20). Y hasta el “espíritu del mal”, el demonio, se enmascara en ángel de luz y de “fuertes” (CB 3,9) cuyas “insidias” han de ser “vencidas” con las “armas de Dios: la oración y la cruz de Cristo, en que está la humildad y mortificación” (ib.: Ef 6,11-12). La “astucia diabólica” puede engañar al alma incauta como otrora los falsos profetas a los fieles de Corinto (S 2,11,7; 3,10,1: 2 Cor 11,14).
La existencia de una lucha espiritual no es nada metafórica. A ella dedica fray Juan no menos páginas de sus escritos que el Apóstol. Y de éste toma la fuerza expresiva de las “antítesis” para explicarnos la distancia real entre los “indicativos” e “imperativos” paulinos, para insistir en la necesidad de la “purificación-conversión” total al amor de Cristo. Por activa y por pasiva, estas antinomias iluminan el hecho, urgen la solución de esa dialéctica real entre unas tendencias contrarias en que se debate el hombre en su camino espiritual. No siempre son antónimos exclusivos de san Pablo, otras veces sí.
En concreto J. se fija en las siguientes, con mayor o menor incidencia y calado, pero siempre con acertada referencia paulina: luz-tinieblas (con sus equivalentes día-sol-claridad-llama-noche-tinieblas-oscuridad-sombra), vida-muerte (mortificación-tribulación-cruz-resurrección-consolación-gloria), espíritu-carne y letra (libertad-esclavitud), sabiduría humana-divina (racional-mundana-de pequeños mistérica-madura-de perfectos), hombre viejo hombre nuevo (exterior-terreno interior-celeste). J. de la Cruz recurre al Apóstol para razonar el hecho, explicarlo con las antítesis literarias y resolverlo en sentido dialéctico positivo. Todo ello en el supuesto de que el alma quiera ser iluminada, vivir en Cristo, ser librada y enseñada por el Espíritu, saber a Dios y vivir como hombre nuevo hasta la estatura del Hombre perfecto.
3. ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA. Para olvidar los “viejos quereres”, el cristiano cuenta desde su bautismo con la “armadura” de las tres virtudes teologales (1 Tes 5,8; Ef 6,13-17). Vestir esas “armas de la luz” equivale a revestirse del mismo Jesucristo (Rom 13,14) con la mira puesta en su venida (Rom 13,11-13; 1 Tes 5,2). Más allá de su función defensiva contra los poderes del mal (Ef 5,11: CB 3,9; S 2,6; 3,10,2), las virtudes teologales son para fray Juan un trato de “oración y cruz de Cristo, en que está la humildad y mortificación” (ib. Av 40). Ellas cubren cuanto el hombre necesita para “juntarse” con el Amado a quien busca (CB 2,6.7; N 2,21,11).
Siguiendo la tradición, el dinamismo teologal de la tríada paulina (1 Cor 13,13) se despliega a veces con cierto manierismo por san Juan de la Cruz: tres potencias, tres necesidades o enemigos, tres colores (N 2,21,7); etc. Quiere decir que la fuerza de Dios es patrimonio del sujeto agraciado, al que purifican y simultáneamente unen con el mismo Dios que se revela, que se promete y nos ama en Cristo. Disfraz defensivo al tiempo que atractivo del Esposo ansiado. “Acomodadísima disposición” de la “fe” sin la que es imposible agradar a Dios (N 2,21,4: Heb 11,6), como sin la “esperanza” de vida eterna (ib. Tit 1,2), que nos ampara como “yelmo de salvación” (ib.: 1 Tes 5,8) anticipada “de lo que no se posee” (ib.: Rom 8,24), y, finalmente, la “caridad” que “hace válidas a las demás virtudes, dándoles vigor y fuerza” (ib. 10; CB 30,9: Col 3,14). Es decir, que “estas tres virtudes teologales andan en uno” (S 2,24,8) imbricándose su energía en un cometido único: nuestra unión con Dios.
a) La “túnica” de la fe oscura. Ante el “misterio escondido” no hay otra respuesta humana que la “fe oscura”, pues ella es objetivamente la “sustancia de las cosas que se esperan” (Heb 11,1: S 2,6,2) y la forma imprescindible para unirse con Dios (Heb 11,6: S 2,4,4; 9,1; N 2 21,4). Fray Juan pasa por alto su función “justificativa”, tan firme en san Pablo, para destacar su función de “consentimiento” a Cristo, síntesis absoluta del plan (verdad y promesas) de Dios (S 2, 22,4ss). Esta adhesión a la “Palabra del Padre” trasciende por sí misma la mera capacidad humana, pues Cristo encierra en sí todos los tesoros de la Sabiduría (Col 2,3: CB 2,7; 37,4; S 2,22,6), es plenitud humanada de Dios (Col 2,9: S 2,22,6) y resplandor de la divinidad (Heb 1,3: CB 11,12). Por eso Dios es también “inevidente” en Cristo, en su carne y en su cruz (S 2,22,6: Col 2,3.9; 1 Cor 2,2).
La fe es esencialmente “oscura” (Heb 11,1: S 2,6,2), “no es ciencia que entra por ningún sentido, sino sólo es consentimiento del alma de lo que entra por el oído” (Rom 10,7: S 2,3,3; 27,4; 3,31,8; CB 14-15,15). Y aunque “es tanta la semejanza que hay entre ella y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído” (S 2,9,1), hasta que desaparezca el conocimiento “parcial” y venga el “perfecto” (1 Cor 13,10.11: CB 12,6; 13,11; etc.). La fe oscura tiene una función catártica y al mismo tiempo unitiva en todo el progreso espiritual explicado por san Juan de la Cruz, en las noches activas y pasivas (cf. S 2,9,3.4; CB 1,10.11; 6,5; 12,6; 38,3; etc.). La lógica sanjuanista es aquí muy firme: si la meta de unión con Dios es una realidad estrictamente “sobrenatural” (S 2,31;8,7), de nada sirven la “habilidad” o el “modo” humanos para acceder a Dios; no hay otra “escalera” (S 2,8,7) que la “fe oscura” para alcanzar la divina unión (S 3,4,2-6). “Eso quiso decir también san Pablo” (Heb 11,6b: S 2,4,4; 9,1).
b) El “yelmo” de la esperanza. Esta actitud cristiana es para Pablo una expectación confiada y paciente de la salvación eterna y gloria en Cristo, ya iniciadas por nuestra incorporación a su resurrección. Herencia de “hijos adoptivos”. J. de la Cruz aprovecha en especial la doctrina de Rom 8, vv 17-18: LlB 2,30, v. 23: Co 1,14, v.24b passim, v.26: CB pról.; v.32: S 2,22,4; Av 25, etc. Pero, en un primer momento, acentúa más el logro actual de los bienes prometidos y en cierta forma asequibles por la unión de amor temporal.
Al madurar su síntesis doctrinal, la esperanza se orienta a la consumación escatológica más de acuerdo con la visión paulina. La tensión de la esperanza es la misma en ambas perspectivas: bajo la acción gradual del Espíritu se nos impulsa a la perfecta filiación (Rom 8,14: CB 35,5; S 3,2,16; LlB 2,34).
El acto de la esperanza se refiere hacia “lo que se ve” (Rom 8,24), que fray Juan traduce como “lo que no se posee”. Coincide en esto con el consentimiento oscuro de la fe, a la que se asimila en varios pasajes sanjuanistas (cf. Romance 4; S 3,12,2; 13,9; 27,4; etc.). De esta naturaleza sonsaca la doctrina paulina doblemente dispositiva en la esperanza cristiana: purificativa respecto de lo que ya se piensa poseer o ver, y unitiva con la Persona que posee y promete tales bienes. Así lo explicita con recursos varios al Apóstol (en N 2,21,6-9.11: Tit 1,2: 1 Tes 5,8; Rom 8,24: S 2,6,3; 3,7,2; 11,12; N 2 21,11: 1 Cor 7,23,31; etc.). Su conexión con la virtualidad de la “memoria” a purificar (N 2,21,8.10) es sinónimo de todo lo que el hombre ha de “vaciar”, quedándose en pobreza-humildad para que Dios lo llene.
La huella paulina se extiende también a las propiedades de la esperanza: “paciente” (hypomené de Rom 8,25: S 3,2,15; N 1,5,3; 10,3; 2,6,6; 11,6; etc.) y “porfiada” hasta la audacia filial que no decepciona (Rom 5,5.10: CB 33,1; 37,2). Esta certeza promana del impulso del Espíritu que, “arra” de amor, “gime en nosotros” (Rom 8,26: CB pról.) y asegura la “posesión hereditaria… con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo” (LlB 3,78: Gál 4,6-7; Tit 3,7). También del “amor que Dios nos ha manifestado en Cristo” después de justificarnos (CB 33,1: Rom 5,10).
c) El “sobre-todo” de la caridad. El arsenal ideológico del “amor” es muy rico en ambos santos. Entre los varios aspectos seleccionados destaca especialmente el carácter “vinculante” de la caridad, ágape gracioso y hábito infuso (CB 37, 2: Rm 5,5) que “hace válidas a las demás virtudes, dándoles vigor y fuerza”, tanto en su aspecto defensivo como atractivo del Amado, “porque sin la caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios” (N 2,21,10). Nos remite a la doctrina de 1 Cor 13,1-13 y Col 3,14.
Este amor acompaña todas las etapas del curso cristiano hasta la perfecta unión. Y, siendo ésta una reedición de la unión trinitaria (CB 13,11), por fuerza ha de ser también el nexo entre el Esposo y el alma. Sin la caridad “nada hace al caso” (ib.: 1 Cor 13,2), pues ella es “vínculo de la perfección” (ib.: Col 3,14), “forma y ser, como dice san Pablo” del matrimonio místico (CB 27,8), “hilo [que] enlaza y ase las flores de la guirnalda” ofrecida por la esposa (CB 30,9: Col 3,14) y “cabello [que] ase y une con ella esta flor de las flores”, que es el Amado, “pues como dice el Apóstol, el amor es la atadura de la perfección, la cual es la unión con Dios” (CB 31,1: id).
Para J. de la Cruz esta “caridad-vínculo” es un amor bien concreto, acrisolado en la praxis del amor fraterno que es reflejo del amor de Dios: “atrevida con vehemencia” (N 2,20,2: 1 Cor 13,7b) y “desinteresada” de todo lo que no sea pedir para su Amado (LlB 1,17: 1 Cor, 13,5). El Esposo se identifica con cada uno de los miembros de su Cuerpo místico: quien ama a Dios “no piensa mal” de nadie (S 3,9,3: 1 Cor 13,5), es “humilde” (S 3 31,7: 1 Cor 13,4), “no envidia” a nadie y “se goza en la verdad-bondad” (N 1,7,1: 1 Cor 13,7).
Comparado con esta caridad, ningún otro bien puede competir en el corazón humano: ni los afectivo-matrimoniales (S 3 18,6: 1 Cor 7,29-34), ni cualquier otro bien “material” que se desea con el corazón diviso (S 3 19,8.11: Rom 1,28; Col 3,5). Ni siquiera otros “carismas” o gracias “dadas gratis”, por muy “sobrenaturales” que sean en origen (S 2,26,16; 3 30,1-2: 1 Cor 12,7-10): “debe, pues, el hombre gozarse no en si tiene tales gracias y las ejercita, sino […] sirviendo a Dios en ellas con verdadera caridad, en que está el fruto de la vida eterna” (S 3 30,5; cf CB 13,11; S 2 26,11: 1 Cor 12,10).
4. JESUCRISTO, MODELO Y META DE COMUNIÓN. Revestir las “armas de la luz” equivale a “revestirse de Cristo” (Rom 13,12.14). En el camino espiritual dibujado por fray Juan está siempre presente la simbólica y eficiencia pascual del Señor muerto y resucitado, desde el inicio bautismal hasta la perfecta unión de amor con él por “vía de perfección” (2º desposorio: CB 23,6). De la rica cristología paulina, fray Juan escogerá tres aspectos fundamentales, bajo el denominador común de la “ejemplaridad” de la muerte de Cristo: el “modelaje cristiano” de la cruz, el acceso por la pasión a la Sabiduría divina y la correspondencia entre compasión y glorificación del alma unida a Cristo.
a) Conformación con la cruz de Cristo. “No busque a Cristo sin cruz”, escribía el Santo al fin de sus días (Ct 24). Es la síntesis de su vida y doctrina. Ser “amigos de la pasión de Cristo” (Av/b,16) equivale al “si quieres ser perfecto…ven a Cristo por la mansedumbre y la humildad y síguelo hasta el calvario y sepulcro” (Av/f 6; cf. S 2,7,2s). Tal es el evangelio del Apóstol (S 2,22,6: 1 Cor 2,2: “que no había él dado a entender que sabía otra cosa”) sino “el gran sentimiento que tenía de los dolores de Cristo en el alma” (LlB 2,14: Gál 6,14). Hay quien se asemeja a ciertos fieles de Filipo al hacerse “enemigos de la cruz de Cristo” (S 2,7,5: Fip 3,18). Se les recuerda cómo Cristo se humilló hasta la muerte de cruz y fue por eso exaltado como Kyrios: “deseando hacerse en el padecer algo semejante a este gran Dios nuestro, humillado y crucificado” (Ct 25: Tit 2,13; Fip 2,5-8). Este padecer con Cristo o “estar el alma “crucificada interior y exteriormente” (Av/b 8. 18; LlB 2,31: Rom 8,17) acompaña al alma especialmente en la noche de purificación pasiva”, cuando llega a sentirse hasta abandonada de Dios…
b) Cruz, puerta de la Sabiduría. La conformidad con Cristo crucificado abre el acceso al misterio hondo de Cristo, so pena de quedarse en “infante espiritual”, sin “manjar fuerte y sólido”. Pero el Crucificado es la misma “Sabiduría divina”, incomprendida por los necios de este mundo (S 2,22,6: 1 Cor 2,2). “Para entrar en estas riquezas de su Sabiduría, la puerta es la cruz, que es angosta”, dice fray Juan repitiendo la “amonestación” a los de Éfeso (CB 36,13: Ef 3,13a.17-19). Esta “epígnosis” cristiana (“super-emeninente caridad de la ciencia de Cristo”) posibilita el “henchimiento de Dios” en el Amado, “en quien moran todos los tesoros y Sabiduría escondidos” (CB 37: Col 2,3; cf S 2 22,6).
c) Com-pasión hacia la con-glorificación. La plena realización del misterio pascual que Pablo asienta como dinámica constante del cristiano (Rom 8,1718), significará el “toda deuda paga” para quien ha rehecho el mismo camino de Cristo (LlB 2,24: Hech 14,21). Las “tribulaciones” presentes son requisito imprescindible para “entrar en el Reino”, es decir, para ser retribuidos, consolados y premiados en El (LlB 2,31: 2 Cor 1,7). Así se da esta correspondencia en el estado de perfección. Aquí el amor trasforma a los amantes de forma que ya “no padecen”, aunque Dios a veces lo permite porque más merezcan o se afervoren más “como lo hizo con la Madre Virgen y con san Pablo y otros” (CB 20-21,10).
d) Unión con la Sabiduría de Cristo. Tras las noches purificativas “luego se sigue la unión con la esposa, que es la Sabiduría de vida con Cristo” (S 12,5). El Verbo divino es la Sabiduría preexistente y eterna, impronta del Padre y “fulgor de su gloria y figura de su sustancia” (cf Romance 2; CB 5,1.4; 11,12: Heb 1,3a). Esta Sabiduría divina se encarna en Cristo, a cuyo “misterio” se accede por la fe oscura precisamente porque el “Todo” del Padre (S 2,22,3-4; LlB 2,16: Heb 1,1-2a) se nos presenta “humanado” (Col 2,9) y “crucificado” (1 Cor 2,2).
Pero Cristo es el único camino para “remediar todas nuestras flaquezas e ignorancias” (S 2,22,7-8). Él es el fin de la unión mística, por habitar en él “toda la plenitud de la divinidad” y “todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios” (S 2,22,6; CB 2,7: Col 2,3.9). La contemplación de Cristo-Sabiduría será siempre aquí una “luz divina que ciega” (N 2,8,2), “sabiduría oscura” (N 216,10), “abisal y oscura inteligencia divina” (CB 14-15,22). Aunque es de noche, la unión nupcial entraña un deseo imparable de “escudriñar y saber las cosas secretas del mismo Amado” (CB 36,3), ahondando en la “espesura de Dios”, profunda e inmensa, “según exclama san Pablo” (CB 36,9-11: Rom 11,33). Es la inmersión del alma en la “hermosura de su Sabiduría divina… según la noticia de los misterios de la Encarnación, como más alta y sabrosa sabiduría” (CB 37,2), el “estar escondidos” y “adentrarse en las subidas cavernas de la Piedra” que es Cristo (CB 37,3: 1 Cor 10,4). Tal entender “por la divina Sabiduría” (N 1,4,1), con que se une (CB 39,4), es un “absorbimiento del alma en” ella (LlB 1,17).
e) Simbiosis espiritual con Cristo. Formulación cimera de la realidad perfecta cristiana, captada por el Santo en la vida y doctrina del Apóstol: unión mística a Cristo-Vida y Espíritu. Si Cristo lo es “todo” para el cristiano, llega éste a su cima de transformación cuando ya sólo vive “en él” y es un “solo espíritu” con él. Dos pasajes paulinos, harto usados por la tradición, le sirven de emblema referencial a san Juan para iluminar la unión mística con Cristo: Gál 2,20 y 1 Cor 6,17.
– El “vive Cristo en mí” de Gál 2,20 está ya presente en su primera síntesis teológica (Romance 4º). La Vida “que de arriba descendía” (Romance 6º) se entrega para que el hombre –“muerto” por el pecado– “vida tenga” (Romance 7º): “Yo, que soy la Vida, siendo muerte de la muerte, la muerte quedará absorta en la vida” (LlB 2,34: 1 Cor 15,54). La “absorción” es fusión de amor sin confusión de personas. Es en este pasaje donde “puede el alma muy bien decir aquello de san Pablo: Vivo yo, ya no yo, mas vive Cristo en mí” (ib. Gál 2,20).
Es la tercera vez que el Santo recurre y explica la experiencia paulina de su inhesión a Cristo (CB 12,7-8; 22,5: Gál 2,20): “vida espiritual de unión con Dios”, “vida nueva” y “perfecta”, “como ya verdadera hija de Dios”, puede repetir “con mucha razón” y “muy bien” el alma arribada a este estado (LlB 2,30.32.34.36). No se trata de una mera comparación de experiencias intransferibles sino de expresar con las mismas palabras del Apóstol lo que éste entiende por estar “vivos a Dios” (Rom 6,11: LlB 2,34), es decir: “que entrambos son uno por transformación de amor” simbiótico, “que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado” (CB 12,78), unión comunicativa en que “goza y siente deleite de gloria de Dios en la sustancia del alma ya transformada en él” (CB 22,6).
– “El que se junta al Señor, un espíritu se hace con él”, de 1 Cor 6,17, es la expresión paulina que mejor se adapta al símbolo nupcial sanjuanista. Se pasa por alto su contexto moral y se la aplica directamente a la “consumación del matrimonio” espiritual, a “la transformación total en el Amado, en que se entregan ambas partes por total posesión de la una a la otra” (CB 22,3: 1 Cor 6,17), de forma que Dios es “ya entero Señor” de todas sus operaciones, porque “él mismo es el que las mueve y manda divinamente, según su divino Espíritu y voluntad” (S 3,2,8: 1 Cor 6,17). “Y no es maravilla –continúa el Santo– que las operaciones sean divinas, pues que la unión del alma es divina”, es decir, fruto de la moción del Espíritu que nos hace “hijos de Dios” (ib. 16: Rom 8,14).
5. ACCIÓN DEL ESPÍRITU Y RELACIÓN INTERPERSONAL CON ÉL. La pneumatología paulino-sanjuanista se centra en este doble enunciado.
a) Moción del Espíritu. Al “Espíritu del Señor” (CB pról. 1) o “Espíritu del Esposo” (CB 17.18.26; LlB 2,3), que nos es “dado” precisamente como “Amor del esposo” (Rom 5,5: CB 26,1), le corresponde la misión apropiada de “ahijarnos” (Rom 8,14.23: CB 1,14; 35,5; LlB 2,34; S 3,2,16), “enamorarnos” del Cristo-Esposo (LlB 1,8; 4,16.17) y de “identificar” nuestro grito de “Abba” con el suyo (Gál 4,6: CB 38,3; 39,4).
Bajo sinfonía y plasticidad literarias muy ricas en simbología bíblica (“agua limpia y torrencial”, “sombra”, “aire pentecostal”, “ungüento”, “fuego-llama”, “mano delicada”, etc.), san Juan de la Cruz glosa el pensamiento de Rom 8,14 bajo el amplio alcance de la “moción” del Espíritu sobre el alma dócil a su múltiple acción (=ágontai). Él es quien “en soledad la guía” hacia el Cristo-Sabiduría (CB 35,5; N 2,17,6); él quien nos “libera” en la purificación pasiva de todo impedimento y de toda ley que no sea la del “justo” (gráfico del Monte; CB 40,5: cf Rom 8,2; Gál 3,5); él quien “nos potencia”, es decir, “sustenta, suple nuestra flaqueza, levanta, informa y habilita” más allá de lo que por sí mismos podemos (CB pról. 1; 17,2; 38,3; 39,3: Rom 8,26-28). En una palabra, la misión apropiada al Espíritu Santo es la de “espiritualizar” al alma (N 2,12,4; CB 40,5; Ll 1,29).
b) Relación interpersonal con Dios-Trino. Con la perfecta adopción de hijos del Padre y unión consumada con Cristo-Esposo, el Espíritu Santo, que es “Amor dado” por ambos al alma, se transforma para ésta en el Don por excelencia que “reentrega” al Amado. Los pasajes de Gál 4,6 (CB 39,4) y Rom 5,5 (CB 37,2; 38,3) le llevan a considerar al Santo la “coheredad de Cristo” reservada para el alma “con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo adoptivo de Dios” (LlB 3,78: Rom 8,17).
Para J. de la Cruz el Espíritu Santo no es sólo el que da testimonio de nuestra filiación consumada (Rom 8,16) ni sólo la “garantía” de la herencia (Ef 1,13; 2 Cor, 1,22; Rom 8,23), sino el contenido principal de la futura gloria que el hombre coheredará (Rom 8,15-18). Se identifica atrevidamente con la máxima “riqueza de la herencia de los santos” (Ef 1,18), es decir, como el máximo DON que el ama puede ofrecer a su Amado. El ya “espiritualizado” es capaz de “juzgar y escrutarlo todo” (S 2,26,14; LlB 2,4: 1 Cor 2,10.15). Y llega a “poseer todo” lo que Cristo-Esposo le da como “dote” nupcial (N 2,8,5; C 37,7-8: 2 Cor 6,10b), que es “toda la hermosura y gloria” que él posee “por esencia, por ser Hijo natural” y “nosotros por participación, por ser hijos adoptivos” (CB 36,5; cf. 2 Cor, 3,18; Rom 8,29-30).
Dote esponsal y herencia de la primogenitura son una misma realidad, pedida por Cristo para los suyos. Así como entre él y su Padre “todas tus cosas son mías” (Jn 17,10), así lo será también por gracia y gloria la “herencia” del alma que el Esposo le participará (Rom 8,17: S 1,4,6; LlB 3,78). Y como el Padre y el Hijo nos dan al Espíritu Santo, también el alma endiosada y adentrada en la vida trinitaria “amará como es amada por el Espíritu Santo”, lo mismo que “conocerá entonces como es conocida de Dios” (CB 38,3: 1 Cor 13,12): “y así ama el alma a Dios con la misma fuerza del mismo Dios, la cual fuerza es en el Espíritu Santo en el cual está transformada” (ib.).
Para san Juan de la Cruz tal es el sentido pleno del Espíritu “dado” de Rom 5,5: la “pretensión” suscitada por el grito del Espíritu (‘cráxon’: Gál 4,6) en las almas que con-por él gritan al unísono “Abbá” (‘cráxomen’: Rom 8,16). Somos hijos herederos y capacitados: “por cuanto él allí le da su Amor, en el mismo la muestra amarle como de él es amada” (CB 38,4). Esta simbiosis trinitaria, que participa el alma transformada en Cristo, es “la aspiración del Espíritu Santo de Dios a ella y de ella a Dios” (CB 39,2).
6. TENSIÓN ESCATOLÓGICA DEL CRISTIANO. Es la participación de “la misma hermosura del Esposo en el día de su triunfo, que será cuando vea a Dios cara a cara” (CB 36,5: 1 Cor,13,12), es decir, “aquel ‘peso de gloria’ en que me predestinaste, ¡oh Esposo mío!, en el día de tu eternidad” (CB 38,9: 2 Cor 4,17; Ef 1,3-5). La esperanza paulina recobra aquí para san Juan de la Cruz toda su dinámica final. En las últimas canciones del Cántico espiritual y en la Llama de amor desarrolla el último estadio espiritual en referencia fecunda con la vida gloriosa. Tres puntos destacan al respecto: el rapto paulino al “tercer cielo”, la descripción de la “corona final” y los postreros “gemidos de la esperanza” para alcanzar la consumación.
a) Experiencia mística y “tercer cielo”. San Juan de la Cruz recurre media docena de veces al hecho del rapto paulino descrito en 2 Cor 12,1-4. En ciertos pasajes no le da una dimensión existencial sino más bien teórico-doctrinal, para deslindar las clases de “visiones sustanciales” (fuera del cuerpo: S 2,24,1-4) de otras “visiones espirituales” captadas más bien por el entendimiento (S 2,26,2.4). Ambas son “inefables”, pero las primeras (Pablo) son “milagrosas” y las segundas sólo “contemplativas”. Idéntica doctrina mantiene en CB 13,6 para explicar el “vuelo-arrobamiento” del alma (flaquea el cuerpo como en el rapto paulino, nada más), en CB 1415,15, al comentar el “silbo de los aires amorosos”. Aquí sigue la sentencia teológica de que “se piensa que vio” a Dios en “perfecta y clara fruición del cielo” (muy distinto del fenómeno místico del “silbo”). Lo mismo reafirma en CB 19,15 sobre la ineptitud de los sentidos (“y no quieras decillo”) para expresar la gracia pedida por el alma en su desposorio espiritual (“escóndete, Carillo”).
Como elementos sanjuanistas de matiz escatológico en el rapto paulino al “tercer cielo” quedan la necesidad de una “muerte física” del Apóstol (“haciendo Dios el cómo”) y las expresiones teológicas de “visión esencial”, “lumbre de gloria”, “clara fruición del cielo”, etc. No alude, sin embargo, a otras expresiones paulinas equivalentes (“lo perfecto”, “cara a cara”: 1 Cor 13,10.12) que podrían haber ilustrado mejor el pasaje de 2 Cor 12,1-4.
b) Descripción de la “corona final”. El ideario paulino influye en san Juan doblemente: para ilustrar “objetivamente” la relación entre los estadios de gracia y su eclosión en la vida gloriosa, y para acentuar “vivencialmente” el imán de esta última como tensión existencial de la historia. Un fin para el que el hombre fuera predestinado sin
Para describir “aquello que me diste el otro día” (CB 38) se destaca su “transcendencia” con el texto profético recogido por san Pablo: “ni ojo vio, ni oído oyó…lo que Dios tiene aparejado para los que le aman (S 2,4,4: 1 Cor 2,9). Lo mismo en la historia de la gracia que en su metahistoria de gloria (S 2,8,4: id.). Por eso, cuando la primera es ya “sabiduría de Dios entre los perfectos” (1 Cor 2,6-9), “aquello para que Dios la predestinó sin principio vendrá ella a poseer sin fin” de gloria apofática, “como dice el Apóstol” (CB 38,6).
“Aquello” es también existencialmente “aquel peso de gloria en que me predestinaste, ¡oh Esposo mío!, en el día de tu eternidad…, cuando ‘desatándome de la carne’ (Fip 3,21; 2 Cor 5,1) …, transformándome en ti gloriosamente, bebamos el mosto de las granadas” (CB 38,9: 2 Cor 4,17). Inmersión en la “gloria divina”, triunfo final o “gloria esencial” (S 3,26,8) o “reino de los cielos” (LlB 2,24: Hech 14,21b). “Aquello” es la “morada de Dios en los cielos”, celeste y definitiva, contrapuesta a la tienda terrestre-corporal y temporal, de que habla el Apóstol con gemidos y que el alma anhela poseer, impulsada por el Espíritu, con la ruptura necesaria de “la tela” que separa el dulce encuentro (2 Cor 5,1-7: LlB 1,29; 2,32).
“Aquello” es, más allá de la experiencia mística en la “fe ilustradísima” (LlB 3,80), “lo perfecto” por contraposición a lo “parcial” (1 Cor 13,10: S 2 9,3; CB 1,10; 12,6), es decir, la “acabada pintura…que es la clara visión” en que “conoceremos a Dios como somos conocidos de él” (CB 38,3: 1 Cor 13,12b). Visión “cara a cara”, y no “a través de un espejo y entre enigmas”, de los misterios divinos por parte de la Iglesia triunfante (CB 36,5; 37,1-2; S 2,9,4), gracias a “lumbre de gloria” (LlB 3,80s).
c) Últimos gemidos. Corresponden los “gemidos” a las promesas esperadas que, en alguna manera, ya degusta aquí el alma unida por amor a Cristo. Pero queda aún el “encuentro” definitivo entre amantes. Al fin del camino espiritual “está [el alma] tan cerca de la bienaventuranza, que no la divide sino una leve tela” (Ll 1,1). Por eso recoge el mismo gemido del Apóstol, “aunque perfecto”: “nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos esperando la adopción de hijos de Dios” (Rom, 8,23: CB 1,14; Romance 5). Ahora se trata ya de lo definitivo: “acaba ya, si quieres, … de consumar conmigo perfectamente el matrimonio espiritual con tu beatífica vista” (LlB 1,27).
El “rescate del cuerpo” parece quedar en segundo plano, pero se explicita en el comentario al verso siguiente “rompe la tela de este dulce encuentro” (LlB 1,29-36). Si el gemido del alma, ya “suave y regalado” (LlB 1,27), nace de la “ausencia” del Esposo triunfante (CB 1,14), el mismo Espíritu del Amado reclama con “gemidos inenarrables” (Rom 8,26: CB pról. 1) el “encuentro” escatológico (LlB 1,35). La “peregrinación y destierro” (Ct 31: 1 Cor 5,6; Heb 11,14) determina en ambos santos una actitud definida del cupio dissolvi (Fip 1,23: CB 11,8-9: “máteme tu vista y hermosura”).
La “deuda purificativa” está ya saldada. Queda el “premio” eterno (2 Tm 4,8: LlB 2,23-35). La disolución del cuerpo, la muerte temporal, es ya para el alma “amiga y esposa” (CB 11,9), anhelo sosegado de ser “sobrevestidos de gloria” (2 Cor 5,4: ib.). Una opción condicionada (“si quieres”: LlB 1,27-28), a la que el Espíritu Santo “provoca” y “convida” para morir de amor, después que “en el vivir y en el morir está conforme y ajustada con la voluntad de Dios” (CB 20,11). El “amén” es “lo que tú quieres pida, pido” (LlB 1,36). Tensión escatológica que sólo finaliza para Pablo y Juan de la Cruz en lo que “es mucho mejor”: “estar con Cristo”, “dulcísimo Jesús, Esposo de las almas fieles”, y ser por él y con él trasladados al “glorioso matrimonio de la Iglesia triunfante” (CB 40,7).
BIBL. — JEAN VILNET, La Biblia en la obra de san Juan de la Cruz, ed. esp., Buenos Aires, 1953, p. 114-119; MIGUEL A. DÍEZ, Pablo en Juan de la Cruz: sabiduría y ciencia de Dios, Burgos, Ed. Monte Carmelo, 1990.
Miguel A. Díez