Pecado

Para no distorsionar la vivencia o doctrina de cuanto T nos dice sobre este misterio del mal, son precisas al menos dos observaciones: 1ª) que la experiencia aguda de sus faltas nos la presenta Teresa como reflejo autobiográfico de las crisis pasadas por ella, especialmente en Vida (1565); y 2ª) que su postura ante lo que ella denomina «mis grandes pecados» (V pról., 1) no admite una interpretación simple, moralista, sino una exégesis espiritual, acorde con las luces que la Santa va recibiendo hasta su «conversión mística», que podemos situar en 1554 cuando ella frisa la madurez de sus 40 años.

Carecemos de las Relaciones de «sus pecados» dadas a ciertos confesores antes de esta fecha y que fueron mal interpretadas por Daza y Salcedo. Por eso sus alusiones personales o doctrinales al pecado son las que hallamos actualmente en sus escritos. Estos han sido objeto frecuente de hermenéutica por cuantos nos introducen en su vida y pensamiento. No todos concuerdan en precisar los matices exactos, según los criterios que aplican a la reviviscencia hipersensible de la Santa sobre su dialéctica de entrega total a Dios: abandonándose del todo a su voluntad, por su amor exclusivo a Cristo, y acabando por rendir su yo a los planes que la misericordia divina le va concediendo realizar desde la oración totalizante en que se le comunican el camino, la verdad y la vida.

Esto no empece nuestro intento, adecuado al estilo sintético de esta presentación, de poner un poco de orden lógico en el abundante rimero de ideas, sentimientos, alusiones y afirmaciones sobre lo que la Santa dice en torno a «sus» o «nuestros» pecados. Tarea nada fácil, pues manda aquí la experiencia intransferible, diacrónica o sincrónica, sobre cualquier esquema ajeno que se adopte. Damos un breve guión fácilmente asequible a cualquier lector, máxime si está familiarizado ya con la lectura teresiana.

«Somos pecadores»

A diferencia de otros santos, por ejemplo Teresa de Lisieux que llega en la noche tardía de la fe a compartir la «mesa de los pecadores» (Ms C, 5-7), nuestra Santa de Ávila patenta su pertenencia a la Iglesia de pecadores (LG 8; UR 3) como una realidad sentida desde sus albores adolescentes. Inteligente y extrovertida, sin miedos paralizantes ni escrúpulos clarificados hasta más tarde, se entrega a lecturas caballerescas que hurta a su madre cómplice (V 2,1) y se abre al amor fantástico con que su corazón despierta a una afectividad héterosexual, idealizada y más curiosa que morbosa, a la edad de 14 años.

Al repasar su vida después, enfatizará estas «aficiones» o «amistades» iniciales como «peligrosas» (V 2,6): por su «sagacidad» para continuarlas, pese a que su padre se las «reprendía» (V 2,4), o como «pasatiempos» de «vanidad» y «halago» de sí misma (V 2,2). No parece que al recordar los «grandes pecados que he hecho» (V 20,13; cf V 9,3.9;), se refiera precisamente a estos escarceos amorosos de su primavera. Su conciencia todavía en ciernes no «advertía» entonces más malicia en ello que la «deshonra» posible. Y esto la bastó para «que del todo no me perdiese» (V 2,6).

La decisión de su padre de internarla en las Agustinas de Gracia debió aumentar su complejo de culpabilidad («procuraba confesarme con brevedad»), máxime que las amistades de fuera persistían en recordarle sus cariños (V 2,8) y los mismos confesores «me decían no iba contra Dios» (ib 9).

Todo juicio moral que intente precisar objetivamente esas anécdotas afectivas de adolescencia quedará en simples y vanas conjeturas. La protagonista que hace el relato no es ya el sujeto que era, sino quien ha pasado por otras experiencias místicas bajo cuya luz se refractan toda la vida anterior y las «advertencias» a sus lectores («para que se vea la misericordia de Dios y mi ingratitud»: V 8,4).

Este criterio puede aplicarse al episodio con el sacerdote de Becedas que se aficiona «en extremo» a la inocente novicia (V 7,4) y al que ella («como era tan niña») sigue la corriente natural para al fin deshacer el entuerto ajeno en que estaba enredado: «jamás pretendí hacer mal» (V 7,5)… «porque aquella afición grande que me tenía nunca entendí ser mala, aunque pudiera ser con más puridad» (ib 6).

Lo mismo se diga de su «perdida vida» en los primeros años de La Encarnación, después de verse sanada de su enfermedad y haber comenzado a gustar de la oración a solas con Dios. Califica este período como un andar «de pasamiento en pasamiento, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión… y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades que ya yo tenía vergüenza de, en tan particular amistad como es tratar de oración, tornarme a llegar a Dios» (V 7,1). La pretensión de restarle a Dios lo que él le pedía como más perfecto «veía yo muy claro» ser cosa del demonio; pero se disculpa con acomodarse al común parecer de confesores (V 6,4) y al «estilo» campante entre muchas religiosas (V 7,1.6).

¿De dónde le viene entonces la conciencia de sus infidelidades y la necesidad de sentirse pecadora? Sin duda alguna de las mismas gracias que recibe de Dios en la oración. Este es el propósito conjunto y explícito que tiene al iniciar su autobiografía: la dialéctica entre «mis grandes pecados y ruin vida» y «el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho» (V pról. 1). Piensa que Domingo Báñez y García de Toledo, a quienes confía contagiosamente el relato de los favores divinos hechos a una «cosa tan miserable» (V 37,1), la reñirán si no se modera al «contar mis pecados» (V 5,11). Pero ella no deja de simultanear el contrapunto entre «las mercedes que el Señor le había hecho y cuán perdida vida comenzó a tener» (V 7, tít.). Es más, no tiene ningún escrúpulo en magnificar sus culpas y pecados: «De mis culpas no quite nada, pues se ve aquí más la magnificencia de Dios» (V 5,11); «suplico, por amor del Señor, [que] lo que he dicho hasta aquí de mi ruin vida y pecados, lo publiquen» (V 10,7).

Este propósito teresiano de exagerar su «ruin vida» nos debe poner en cautela para no tomar una parte por el todo, pues T misma nos dice que fue en ella una inclinación «en extremo» negativa (V 31,15). Llegó a pensar que «cuantos males y herejías se habían levantado, me parecían eran por mis pecados» (V 30,8). Por tanto, si olvidar la afirmación juanina de creer que si «no tenemos pecado sería mentira» (C 15,4), nos queda como criterio sensato y válido que «esto de los pecados y conocimiento propio es el pan con que todos los manjares se han de comer» (V 13,l5).

a) La raíz de nuestra miseria: T apenas notifica la consistencia teológica de sus pecados: son esencialmente «ofensas» a la «amistad» de Dios (V 8,5; passim), un «atrevimiento» osado contra la «Majestad divina» (V 40,4.11). No lo dice de oídas sino de propio sentimiento, y en ese «gran mal» (V 2,11) engloba ella «ocasiones», pecados «veniales» y «mortales», que nos distancian de «este gran Dios [que] no nos ha dejado de amar… aunque le hayamos mucho ofendido» (V 10,4). Las diferencias morales importan poco cuando «nos buscamos a nosotros mismos» en vez de agradar a Dios con el amor debido (F 6,21).

Pero la Santa se pregunta: «¿Cómo es posible… que tan olvidados estén los mortales de Vos cuando os ofenden?» (E 3,1). «Somos miserables», se responde (V 15,3). Una miseria enraizada en el «mucho daño que nos hizo el primer pecado» (V 30,16; M 4,1,11). Por este «pecado de Adán» ha «pagado Jesús bastantísimamente» (C 3,8), pero nos quedan después del bautismo las secuelas del «gran mal que nos vino por el pecado de Adán» (R 5,16). Y así precisamos cautela para superar sus efectos nocivos: «¡Oh desventurada miseria humana, que quedaste tal por el pecado, que aun en lo bueno hemos menester tasa!» (F 6,4).

b) Pecados veniales: T «sabe» que de tales pecados, excepto «sólo nuestra Señora», nadie está libre, ni siquiera «los Apóstoles» (cta 172,9, a su hermano Lorenzo). Sin embargo, pondera el mal que le vino por hacer poco caso de ellos (V 4,7;8,2), pues son de «tan mala digestión que, si os dejáis, no quedará solo» (C 13,3). «Nos puede venir mayor daño de un pecado venial que de todo el infierno junto» (V 25.20). Y dedica todo un capítulo a este sabernos «guardar» de ellos, aunque no sea más que por «temor de Dios» (C 41, tít.). Hay que suplicarle a Dios «con todas vuestras fuerzas libraros aún de pecados veniales» (C 5,3).

El criterio entre la frecuente miseria humana y el «gran mal» de esta clase de pecados lo repone la Santa en la «advertencia»: «No hay pecados si no se entienden», sentencia en uno de sus pensamientos sobre la «confesión (A 4). De ahí que las personas fieles a Dios «no harán de advertencia un pecado venial» (C 41,1). Tampoco el alma llegada a ciertas alturas contemplativas lo consentiría, aunque «la hiciesen pedazos» (M 6,6,2). La «advertencia subjetiva» es la merma consciente del amor a Dios y al prójimo: «pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de él» (C 41,3). De estos «veniales» hay que andar «con mucho cuidado de no hacerlos; esto de advertencia, que de otra suerte, ¿quién estará sin ellos?» (C 41,3).

c) Pecados mortales: Según la percepción subjetiva de la Santa, serían los pecados que no sólo manchan al alma sino que la dejan en las «tinieblas más tenebrosas…, oscura y negra» (M 1,2,1). Quien los comete no pretende «contentar a Dios sino hacer placer al demonio» (ib). Percibe cómo queda la imagen del alma en este estado: «es cubrirse este espejo de gran niebla y quedar muy negro» (V 40,5). Además de «oscurecida» (M 1,2,14), el pecado tiene otro efecto que repugna especialmente a la fina pituitaria teresiana: «como un cieno de mal olor» (R 4,11; M 6,7,2).

Personalmente confiesa no haber «dejado a Dios por culpa mortal» (V 2,3) pues, pese a sus otras faltas, tenía mucha guarda para «no hacer pecado mortal» (V 4,7.9; 5,6; 6,4; etc.). Esto según «su entender» de cuando joven y el parecer de los confesores de entonces. Pero tras su visión imaginaria del infierno (1560) y «el lugar que los demonios allá me tenían aparejado y yo he merecido por mis pecados» (V 32,1-7), todo su ser se estremece, sin hallar palabras oídas o leídas para expresar «lo que allí sentí y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar» (ib 2). Se tensan sus cinco sentidos para «encarecer» los tormentos dibujados en su memoria hasta «seis años» más tarde (Ib 4), que «el quemarse acá es muy poco en comparación de este fuego de allá» (ib 3). A tal «castigo» de «tinieblas oscurísimas» la hubieran llevado sus pecados: «que quiso el Señor yo viese por vista de ojos de dónde me había librado SU MISERICORDIA» (ib). Por eso considera esta visión como «una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho» (ib 4). No sólo para «temer» sino sobre todo para «amar»: que «por librar una sola [alma] de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana» (ib 6). Desde ahí Teresa se determina a «acabar ya de en todo en todo apartarme del mundo» (V 32,8), a ser religiosa «con la mayor perfección que pudiese» y a embarcar a otras en su proyecto de vida renovada (ib 9ss.).

Esta experiencia mística de T es quizás la que más nos acerca a su vivencia espiritual del misterio del pecado y de la supremacía de la misericordia divina reflejada en la pasión de Cristo: «Me templa el sentimiento de mis grandes culpas …la muchedumbre de vuestras misericordias» (V 4,3). También ilumina nuestra pertenencia a la Iglesia de pecadores y nuestra comunión esperanzada y solidaria con «la gloria que se da a los buenos y pena a los malos» (V 32,8).

Conversión de los pecados

Una recta comprensión de los pecados humanos no puede dejar al margen ni la redención «bastantísima» de Cristo («cómo vinisteis al mundo por los pecadores y nos comprasteis por tan gran precio»: E 3,3; cf E 8,3; C 15,1) ni el efecto de este rescate en cada sujeto. La redención se hace historia progresiva de purificación en la vida de T. No es una liberación repentina sino un forcejeo entre el amor propio y el que Dios le ofrece gratis: «enojábame en extremo de las muchas lágrimas que por la culpa lloraba, cuando veía mi poca enmienda» (V 6,4). Este tira y afloja entre los dos protagonistas es quizás una de las lecciones más evidentes de su autobiografía. Pero no siempre se percata el lector de que es Dios mismo quien toma la iniciativa de esta purificación pasiva del alma: «el dolor de los pecados crece más mientras más se recibe de nuestro Señor» (M 6,7,1).

El mismo Señor advierte un día a T lo que le «pesaba» el «tiempo malgastado» en frivolidades: fue un aviso que le quedó impreso en el alma 26 años «y me parece tengo presente» (V 7,6), porque se le representó Cristo «con mucho rigor». Y así, entre advertencias imaginarias como la aparición misteriosa del «sapo» (V 7,8), se va dando cuenta de que su estilo de vida no agrada a su Majestad. Sigue la confesión general con Vicente Varrón (navidades de 1543: V 7,17); y, entre el torrente de lágrimas por las mercedes con que Dios la granjea (V 7,19; 8,9), se encuentra a solas con «un Cristo muy llagado» en su oratorio al que suplica de rodillas le «fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (V 9,1).

Con la respuesta «Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles» (V 24,5), la energía dislocada de T («pues ya andaba mi alma cansada») se concentra en la oración-trato de amistad «a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). La lectura de las Confesiones de san Agustín, a quien ella profesa devoción «por haber sido pecador» (V 9,7), le confirma en la verdad de la propia conversión de «darme del todo a Dios… que me dio vida para salir de muerte tan mortal» (V 9,8).

La conversión a Dios es la solución progresiva a este condicional básico: «si del todo estaba dada por suya, o no» (V 39,24). A esta meta se orientan las páginas precedentes de Vida, destacando incansablemente que todo es fruto de la piedad y de «la gran bondad de Dios» (V 7,8.9; etc.). En este camino de vuelta total a Dios, la perseverancia en la oración es la nave que lleva a «puerto de salvación» (V 8,4). Por este medio se sensibiliza en el arrepentimiento de los pecados propios y en la pena por los públicos ajenos (V 13,10; cf C 39,1). Con esta arma se han de aprovechar también los principiantes «para librarse de ofender a Dios…y no hacer pecados» (V 15,12), pues no hay que esperar a «estar limpia de pecados» para encontrarse con Dios (V 19,11).

Momento llegará en que entienda «que estaba ya limpia» de ellos por el arrepentimiento confesado a la Iglesia (V 33,4; cf M 6,4,3), aunque su recuerdo le sirva de catarsis ascética durante toda la vida (R 1,26). Incluso «mientras más merced le hace [Dios], más acuerdo trae de sus pecados» y su dolor «crece más mientras más recibe de nuestro Señor» (M 6,3,17; 7,1). Es una forma de aludir a la purificación de la noche oscura, ya que es Dios mismo quien quiere «se aviven [los pecados] en la memoria, y es harta gran cruz» (M 6,7,2). Ante esta pena «de ningún alivio es pensar que [los] tiene nuestro Señor ya perdonados y olvidados» (M 6,7,4). Así, a medida que Dios comunica más sus grandezas a las almas, éstas conocen más «sus miserias, se les hacen más graves sus pecados» (M 7, 3,14). Una observación que es preciso no olvidar para entender la experiencia y mensaje de la Santa en torno al misterio de sus pecados y los nuestros.

La sensibilidad teresiana cierra las páginas sublimes de sus Moradas con esta petición a sus lectores: que le pidáis a su Majestad «para mí, que me perdone mis pecados y me saque del purgatorio, que allá estaré quizá, por la misericordia de Dios, cuando esto se os diere a leer» (M concl, 4). El temor de ofender a Dios y el recuerdo de sus pecados fue una constante en la vida de Teresa. Exclamará con frecuencia: «¡Oh, cuándo será aquel dichoso [día] que te has de ver ahogado en aquel mar infinito de la suma Verdad, donde ya no serás libre para pecar ni lo querrás ser!…; espera en Dios, que aun ahora me confesaré a El mis pecados y sus misericordias, y de todo junto haré cantar de alabanza con suspiros perpetuos al Salvador mío y Dios mío» (E 17,4.6). Hasta la hora de morir, como su «padre del alma» san Juan de la Cruz en idéntico trance, «repetía muchas veces aquel medio verso de David: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies» (Efrén-Otger, ST y su tiempo, II/2, 800). Así se cumplió el suspiro acariciado en su camino: «¡Qué dulce será la muerte de quien de todos los pecados la [penitencia] tiene hecha y no ha de ir al purgatorio! ¡Cómo desde acá aun podrá ser comience a gozar de la gloria!» (C 40,9).

BIBL. – Malax, Félix (=Blas), El pecado en la ascética teresiana, en MteCarm. 68 (1960) 5-48; Montalva, Efrén, Santa Teresa por dentro, Madrid 1973, 67-81, 177-213; Herráiz, Maximiliano, Solo Dios basta, Madrid 1981, 45-77.

Miguel Ángel Díez