Juan de la Cruz habla a veces del “pensamiento” como facultad intelectual del hombre; en otras ocasiones, del “pensamiento” o su plural “pensamientos” para expresar la acción concreta de dicha facultad.
En cuanto facultad, el pensamiento del hombre encierra una gran nobleza y dignidad, pero se revela del todo incapaz de comprender a Dios tal como es, e igualmente incapaz de alcanzarlo: “El sentido de la parte inferior del hombre no es ni puede ser capaz de conocer ni comprender a Dios como Dios es … ni puede caer en pensamiento ni imaginación su forma, ni figura alguna que le represente” (S 3,24,2). El Santo se esfuerza en probar cómo “ninguna cosa criada ni pensada puede servir al entendimiento de propio medio para unirse con Dios, y cómo todo lo que el entendimiento puede alcanzar, antes le sirve de impedimento que de medio, si a ello se quisiese asir” (S 2,8,1), “y así esle imposible alzar los ojos a la divina luz, ni caer en su pensamiento, porque no sabe cómo es, no habiéndola visto” (LlB 3,71).
El pensamiento no sólo es incapaz, más aún: muchas veces será más bien un obstáculo y un lazo frente a Dios (S 3,20,3; 3,25,2-3; LlB 3,34; 3,66). De ahí que para ir a Dios el camino más adecuado sea el de la fe (S 2, passim.), que conlleva relativizar los pensamientos humanos, olvidarlos, vaciarse de ellos dejando al alma “libre y desembarazada y descansada de todas las noticias y pensamientos” (N 1,10,4), “limpio de todas aficiones, pensamientos e imágenes” (Av 4,4). Será bueno repasar aquí los capítulos que el Santo dedica a la purificación del entendimiento (S 2) y de la memoria (S 3,1-15), con la excelente síntesis de este último capítulo.
A lo dicho en síntesis sobre el pensamiento como facultad intelectiva, conviene añadir aún lo que escribe el Santo sobre los “pensamientos” concretos, en cuanto actos humanos. Lo primero es una advertencia clara, en plena sintonía con la Escritura, de cómo Dios sondea y ve nítidamente los pensamientos del hombre (CB 2,4), y el hombre ha de “dar cuenta de la menor palabra y pensamiento” (Av 1,74).
Según J. de la Cruz, todo el ser y el caudal del hombre se han de orientar a Dios (CB 28). Esa radicalización teologal exige que el hombre oriente hacia Dios toda su actividad, también todos sus pensamientos, pues “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto sólo Dios es digno de él” (Av 1,35); o dicho de otra manera: “Todo el mundo no es digno de un pensamiento del hombre, porque sólo a Dios se debe; y así, cualquier pensamiento que no se tenga en Dios, se le hurtamos” (Av 2,36).
De este principio, irrenunciable para fray Juan, se sigue una exhortación clara y firme para quien quiere alcanzar la perfección: “Procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Ahora coma, ahora beba, o hable o trate con seglares, o haga cualquier otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionando a él su corazón, que es cosa muy necesaria para la soledad interior, en la cual se requiere no dejar el alma parar ningún pensamiento que no sea enderezado a Dios y en olvido de todas las cosas que son y pasan en esta mísera y breve vida” (Av 4, 9).
El pensamiento puesto por entero en Dios, y no en cualquier otra cosa, será para fray Juan la mejor prueba de la autenticidad del amor teologal: “Entonces le puede el alma de verdad llamar Amado, cuando ella está entera con él, no teniendo su corazón asido a alguna cosa fuera de él; y así de ordinario trae su pensamiento en él” (CB 1,13). Llegado a esta madurez teologal, “en todas las cosas que se le ofrecen al pensamiento o a la vista tiene presente un solo apetito y deseo” (CB 10,1), que es Dios. En efecto, “ya todas sus palabras y sus pensamientos y obras son de Dios y enderezadas a Dios” (CB 28,7).
Alfonso Baldeón-Santiago