EVANGELIO

1. Introducción

La palabra evangelio deriva del griego eu-angelion, buena noticia, y propiamente hablando significa el mensaje del eu-angelos, es decir, del ángel bueno o mensajero favorable de los dioses. En el fondo de ese término se encuentra una palabra y experiencia propia de los persas que han interpretado a los ángeles de Dios como enviados, mensajeros de su vida y de su acción sobre la tierra.

Evangelio de la victoria, evangelio del emperador. Esa palabra ha recibido pronto un contenido político y social: evangelio viene a ser la buena nueva de gozo, de victoria militar y libertad, que anuncia de manera solemne el mensajero jubiloso, el eu-angelos del pueblo. Por eso, en un sentido estricto, evangelio significa buena noticia de victoria y liberación en la batalla: el pueblo que se hallaba dominado por la angustia de la guerra y por el miedo de la destrucción, el pueblo cautivo recibe la buena nueva: ¡alegría, hemos vencido! (khaire, nikômen). El evangelio es por tanto alegre noticia de salvación ya realizada y anuncio (promesa) de felicidad o buena suerte para el futuro, es salvación o sôteria: los antes cautivados y oprimidos se descubren dueños de sí mismos y por eso pueden vivir en libertad, en confianza ante Dios y ante los otros. De manera consiguiente, ese evangelio puede presentarse como fortuna o buena suerte (tykhê): es recompensa que se expresa en una vida plena, asegurada ante el futuro. En esa línea, conforme a una famosa inscripción del año 9 a.C., hallada en Priene, el evangelio primordial para el imperio viene a explicitarse a través del nacimiento del emperador. El mismo Augusto aparece como sôter o salvador; es portador de fortuna (tykhê), paz y presencia divina. La buena nueva incluye así aspectos de noticia religiosa y política. Algunos investigadores modernos, tomando como punto de partida el anuncio natalicio de Jesús en Lc 2,10, piensan que la misma noción y contenido cristiano del evangelio ha de entenderse partiendo de aquel culto al jefe del imperio. La diferencia estaría en que ahora la buena noticia no es ya el nacimiento de un rey de la tierra (de Augusto), sino el anuncio original del nacimiento de Dios (o de su Hijo) dentro de la historia.

El evangelio de Jesús. Aunque pueda tener ciertas conexiones con el anuncio del nacimiento del emperador, el evangelio cristiano se encuentra originado (prometido) en el anuncio salvador de Dios en el Antiguo Testamento, se funda en el camino concreto de la vida y mensaje de Jesús, y viene a proclamarse de manera central, definitiva, en el kerigma de su pascua: evangelio es el anuncio y la presencia del Señor resucitado, el Cristo de los hombres. Así lo ha proclamado Pablo, así lo ha condensado Marcos en un libro titulado ya evangelio (Mc 1,1). Por eso es necesario que vayamos más allá de los anuncios natalicios del emperador romano. Para comprender e interpretar el evangelio de Jesús debemos apoyarnos en la misma promesa del Antiguo Testamento y recorrer luego el camino de la historia de Jesús y de su pascua. Partiendo de Marcos, el anuncio pascual de Jesucristo, proyectado en el camino de su propio mensaje y de su historia, se explicita en otros grandes testimonios canónicos, Mateo, Lucas y Juan, que han venido a recibir luego ese título: son los evangelios, las cuatro maneras de expresar el único evangelio o buena nueva de Jesús dentro de la historia. A partir de aquí, podemos definir el Evangelio cristiano de tres formas. (a) Es la buena nueva de Dios que ha querido revelarse ya del todo, se ha manifestado para siempre en el camino de la historia y la presencia pascual de Jesucristo; es la victoria de Dios que en Jesucristo ha superado de una forma ya definitiva a los poderes de la muerte. (b) Es la buena nueva de Jesús que ha proclamado el mensaje de Dios sobre la tierra y se ha entregado como salvación total para los hombres; por eso, las diversas formas de entender y presentar a ese Jesús han de entenderse de verdad como evangelio. (c) Es la palabra o buena nueva de la Iglesia que reasume el mensaje de Jesús y con la ayuda del Espíritu lo expresa (lo presenta) de varias formas (Mc y Mt, Lc y Jn) como voz de salvación de Dios sobre el mundo.

Antiguo Testamento. Libertad para los cautivos. El equivalente hebreo de evangelio es besorah, pero se emplea más el verbo bissar (anunciar noticias buenas y gozarse en ellas) y sobre todo el participio activo, mebasser, que significa «evangelizador»: es decir, aquel que anuncia la buena noticia escatológica de Dios, el heraldo o mensajero de la liberación final para los hombres. Éste es el sentido que recibe la palabra en el Segundo Isaías (Is 40–55), con el que culmina de algún modo la profecía israelita. Estamos entre el 550 y 540 C. Muchos judíos, deportados en Babilonia, se mueven entre la desesperación y las ilusiones. Un profeta de nombre desconocido, cuyos oráculos se han recogido en el libro de Isaías, eleva su voz de esperanza: el tiempo del castigo y ruina se ha cumplido; comienza un tiempo nuevo de revelación de Dios y de salvación para el pueblo (cf. Is 40,1-4). Sobre esa base, con palabra poderosa, que va marcando el ritmo nuevo de la creación de Dios, este profeta presenta su evangelio: «Súbete a un monte elevado, evangelizador de Sión, grita con voz fuerte, evangelizador de Jerusalén; grita con fuerza, no temas, di a las ciudades de Judá: ¡Aquí está vuestro Dios! Mirad: el Señor Yahvé se acerca con poder, su brazo ejerce dominio sobre todo. Mirad: él trae su salario y su recompensa le precede» (Is 40,9-10). Ésta es la buena nueva de Dios que anuncia el mebasser o evangelizador de Sión/Jerusalén. Es la buena nueva de la libertad que resuena poderosa sobre un mundo de opresión y cautiverio. Ese mebasser, que el texto griego de los LXX ha traducido rectamente como euangelidsomenos o evangelizador, aparece como un personaje misterioso, de carácter poético-sacral. Ciertamente, es más que un hombre normal: es como un ángel de Dios, su presencia gozosa y creadora entre los hombres. Este ángel vuela y se muestra sobre las montañas que rodean a Sión, ciudad de ruina y llanto, pregonando la noticia de la venida de Dios. El mismo Dios que parecía vencido y cautivado, en el exilio, llega y se desvela de manera victoriosa. Así lo anuncia su evangelizador o mensajero.

Victoria de Dios. De esta forma, el evangelio se proclama como buena nueva de la victoria escatológica de Dios, que derrota a los poderes enemigos y se muestra como principio superior de gracia, fundamento de alegría y plenitud para los cautivos de su pueblo. El evangelizador anuncia la victoria de Dios en la ciudad santa y en la tierra del entorno (Jerusalén y Judá). Nuevamente, en otro texto cargado de poesía y promesa, el profeta de los exiliados habla de ese heraldo de la paz final: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del evangelizador que anuncia la paz, del evangelizador bueno que anuncia salvación! De aquel que dice a Sión: ¡Reina tu Dios! Escucha la voz de los vigías, que cantan a coro pues contemplan cara a cara al Dios que vuelve a Sión. Cantad a coro ruinas de Jerusalén… pues los confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios» (Is 52,7-10). Estamos nuevamente en ámbito de lucha final. El cautiverio de Sión y la derrota de sus hijos parecía una derrota de Dios. Pero el tiempo se ha cumplido y cambia la suerte de los oprimidos: Dios ha derrotado a los poderes adversarios y se sienta en su trono de grandeza. En esa línea, la experiencia de Israel ha vinculado la buena nueva de evangelio para los cautivos con el reinado de Dios. El evangelio se concibe así como revelación del Dios que reina. Por su parte, el evangelizador aparece como mensajero que corre alegre por los montes y se acerca hasta Sión para anunciar allí la gran victoria. La misma unión de planos aparece en varios de los salmos de entronización real: «Cantad a Yahvé un cántico nuevo, evangelizad (bassru) día tras día su victoria… Decid a los pueblos: ¡Yahvé es rey! Alégrese el cielo, goce la tierra…, delante de Yahvé que llega, ya llega a regir la tierra» (Sal 96,2.10.11.13). También aquí evangelizar (LXX Sal 95,2: euangelidsesthe) significa proclamar la buena nueva de victoria y reinado de Dios.

El Dios del evangelio. Este anuncio define el sentido de Dios (que actúa de forma salvadora) y el destino del profeta (de Israel) que acepta la palabra de Dios y celebra su triunfo. Este Dios del evangelio es el Dios de la historia, aquel que conocía desde antiguo los caminos de los hombres y guiaba los destinos de los pueblos. Ha dejado que dominen por un tiempo los perversos y que el pueblo justo quede derrotado; pero ahora actúa de forma poderosa y cumple su palabra de promesa: «Declarad, aducid pruebas, que deliberen juntos: ¿Quién anunció esto desde antiguo, quién lo predijo desde entonces? ¿No fui yo, Yahvé? ¡No hay otro Dios fuera de mí! Yo soy un Dios justo y salvador y no hay ninguno más» (Is 45,21). El Dios del evangelio (eu-angelion) aparece de esa forma como Dios de la promesa (eu-angelia) y de esa forma va guiando los caminos de los pueblos de la tierra, de manera que la historia israelita viene a presentarse como lugar donde culminan todas las historias: «Yo soy Yahvé [el Señor], creador de todo; yo solo desplegué el cielo, yo afiancé la tierra. Yo soy Yahvé [el Señor] y no hay otro: artífice de la luz, creador de las tinieblas, autor de la paz, creador de la desgracia» (Is 44,24; 45,6-7). En la base del evangelio está el descubrimiento de la divinidad de Dios: la buena noticia sólo es posible porque Dios es divino, porque reina con poder originario y nadie puede oponerse a su reinado.

Evangelizar a los pobres. De esa forma se han unido el más alto poder y la más intensa cercanía, tal como lo muestra un pasaje del Tercer Isaías (Is 56–66) donde el evangelizador viene a presentarse como profeta y liberador para los pobres: «El Espíritu del Señor Yahvé está sobre mí, porque Yahvé me ha ungido: me ha enviado para evangelizar a los pobres*, para vendar los corazones rotos, para proclamar la liberación de los cautivos y la libertad de los prisioneros» (Is 61,1). Y con esto culmina el tema del evangelio en el Antiguo Testamento: el profeta-siervo de Dios se eleva como gran evangelizador, pues Dios mismo le ha enviado para evangelizar a los pobres (lebasser anawim, euangelisasthai ptokhôis), en palabra que asumirá la tradición de Jesús (cf. Mt 11,2-4; Lc 4,18-19). Hasta aquí ha podido llegar y ha llegado el evangelizador del Antiguo Testamento, como portador de una esperanza universal de salvación: el Dios de la buena nueva de Sión (cf. Is 40,9; 51,7) se ha mostrado ahora como Dios del evangelizador profético que anuncia y realiza la liberación de los pobres y cautivos.

Cf. H. KÖSTER, Ancient Christian Gospels. Their History and Development, SCM, Londres 1990.

2. Jesús, Iglesia primitiva

(jubileo, Jesús, Pablo). Probablemente, la palabra evangelio y la interpretación del conjunto de la vida y mensaje de Jesús como evangelio ha surgido en la Iglesia helenista de Jerusalén (o después, en Antioquía). Pero ella no ha inventado el término, ni ha interpretado a Jesús de una forma equivocada, sino todo lo contrario: todo nos permite suponer que Jesús había interpretado su vida y mensaje no sólo a la luz de la profecía de Elías, sino, sobre todo, a la luz del Segundo Isaías. Conforme a la investigación exegética, podemos afirmar que Jesús no ha utilizado el sustantivo evangelio (o su equivalente semita besorah). No alude al evangelio como a un hecho objetivado, que pudiera separarse de su mensaje sobre el Reino. Sólo más adelante, cuando Jesús mismo aparezca como buena nueva de Dios para los hombres, la Iglesia empezará a empelar esa palabra griega (eu-angelion) para condensar el sentido de su vida y mensaje. Eso significa que los casos donde los evangelistas han introducido esa palabra (cf. Mc 1,1.14; 8,35; 10,29; 13,10 par) han de tomarse como creaciones de la Iglesia, conforme a lo que luego mostraremos.

Evangelio de Jesús. Punto de partida. Jesús no utiliza la palabra evangelio, pero hace algo más importante: actualiza de manera nueva y creadora la esperanza profética. (a) Se ha cumplido el tiempo (Mc 1,15). El principio del mensaje de Jesús es su certeza de que llega, ya ha llegado, la hora de Dios para los hombres. De esa forma ha reasumido la actitud y, de algún modo, las palabras del Segundo Isaías: se ha cumplido el tiempo de la antigua servidumbre, ha terminado el plazo del dolor y la condena, viene el reino de Dios a nuestra tierra. Esta certeza llena todo el camino de la historia de Jesús y fundamenta, de manera radical, sus gestos y palabras. Superando la actitud de miedo y juicio del Bautista, Jesús expresa y anuncia la llegada de Dios como amor y salvación para los pobres. En esa perspectiva se comprenden sus palabras de consuelo y gozo: «¡Felices vuestros ojos porque ven, vuestros oídos porque escuchan! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieran ver lo que veis y no vieron, escuchar lo que escucháis y no escucharon» (Mt 13,16 par). Ésta es la felicidad escatológica, el gozo de aquellos que han llegado a las fronteras de la vida nueva, descubriendo y disfrutando ya de la alegría desbordante de Dios sobre el pasado de pecado y muerte de la tierra. (b) El evangelio es bienaventuranza: «Felices vosotros, los pobres, porque es vuestro el reino de Dios. Felices vosotros, los que ahora tenéis hambre, porque os saciaréis. Felices los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6,20-21). Como enviado escatológico de Dios, en el final del curso de los tiempos, Jesús anuncia el Reino. Su palabra no es teoría sobre aquello que existía desde siempre sobre el mundo, sino anuncio de aquello que llega. En el fondo de las bienaventuranzas actúa la fuerza de Dios, aquello que después la Iglesia ha definido con el término evangelio (cf. Rom 1,16).

Los pobres son evangelizados. Jesús no ha utilizado, al parecer, la palabra evangelio en forma de sustantivo, pero emplea el verbo, en la línea del libro de Isaías. La escena ha sido cuidadosamente recordada. Por un lado está el Bautista, con su voz de juicio. Por otro está Jesús, con su anuncio del Reino. El Bautista, o sus discípulos, le dicen ¿eres tú el que ha de venir? Jesús responde: «Anunciad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados ¡Y feliz aquel que no se escandalice de mí!» (Mt 11,46; Lc 7,22-23; cf. Is 61,1). Las bienaventuranzas contenían el evangelio como proclamación. Estas palabras expresan su contenido que, partiendo de las curaciones y de la esperanza de resurrección, culmina en el despliegue de la buena nueva para los pobres. El evangelio rompe las estructuras de poder del viejo mundo y viene a presentarse como anuncio de vida para los pobres, invirtiendo así todos los principios anteriores de la historia y suscitando el escándalo de muchos. El evangelio escandaliza así porque los pobres adquieren conciencia de su propia dignidad en Dios, apareciendo como dueños de su propio destino sobre el mundo. Ya no son esclavos de los grandes, ya no pueden entenderse como seres sometidos, al servicio de un sistema donde imponen su dominio los ricos-saciados-felices del mundo. Por eso, siendo anuncio gozoso de felicidad, el evangelio viene a interpretarse como juicio y como escándalo para los ricos y «justos» que ahora vienen a quedar vacíos (Lc 6,24-26; cf. 1,51-53).

Jesús como evangelio. Lucas ha recogido los rasgos anteriores en el mensaje de Jesús en Nazaret, que comienza así: «El Espíritu del Señor está sobre mí: por eso me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos, para dar la vista a los ciegos, para liberar a los contribulados, para anunciar el año agradable del Señor» (Lc 4,18-19). Jesús anuncia el año nuevo (agradable) de Dios que es año de remisión universal, de cumplimiento escatológico: ha llegado el tiempo de la salvación final que es salud de los enfermos (milagros) y gozo de los pobres que comienzan a vivir en la esperanza y realidad de una existencia transformada, recreada. El evangelio se identifica, ante todo, con Dios, que viene a presentarse como aquel que ama a los pequeños de la tierra: aquel que da la vida a los perdidos y pobres, perdonando a los malvados (pecadores) y ofreciendo a todos una existencia que se expresa como gracia. El evangelio se identifica con el mismo Jesús que asume y va cumpliendo de un modo aún más hondo y gozoso las profecías de la bienaventuranza de Dios.

El evangelio en Pablo. Siguiendo la visión de la iglesia helenista, Pablo ha interpretado el mensaje y vida de Jesús como buena noticia. Pero ha introducido un matiz muy significativo: ha entendido ese evangelio como gracia, superando de esa forma una interpretación legal (legalista) de Jesús. Así lo ha dicho dirigiéndose a los Gálatas: «Me admiro de que hayáis pasado tan rápidamente del que os ha llamado en la gracia de Cristo hacia otro evangelio…» (Gal 1,7). Dentro de la Iglesia y para todos los hombres sólo existe un evangelio, la buena nueva de Jesús el Cristo, que nos ha liberado de la Ley. Por eso, «aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os evangelizara algo distinto de aquello que nosotros os hemos evangelizado, ¡sea anatema!» (Gal 1,8-9). Pablo define el acontecimiento de Jesús como evangelio y así lo presenta en múltiples lugares, sin necesidad de explicitar su contenido (cf. Rom 1,16; 10,16; 11,28; 1 Cor 4,15; 9,14.18.23; 2 Cor 8,18; Gal 2,5.14; Flp 1,5.7.12.16.27; 2,22; 4,3.15; 1 Tes 2,4; Flm 13). El mensaje y vida de Jesús es buena nueva, anuncio y presencia gozosa de Dios; es descubrimiento y despliegue de la plenitud escatológica. El judaísmo puede definirse como ley y profecía. Las religiones de Oriente son mística y gnosis. Pero el camino de Jesús es buena nueva: el anuncio y experiencia de liberación de Dios en Cristo. Pues bien, para mantenerse como anuncio de gracia y libertad, el evangelio debe superar la oposición de aquellos que intentan someterlo a un tipo de ley anterior o más alta. En esta perspectiva, la misión de Pablo puede interpretarse como batalla en favor del evangelio de Jesús, entendido como revelación de Dios, vinculada al Cristo, y como libertad humana, vinculada a la comunión de mesa o fraternidad universal.

(5) Elementos del evangelio de Pablo. De forma aproximada podemos evocar algunos de los elementos básicos de la interpretación paulina del evangelio. (a) El evangelio es revelación. «Os hago saber que el evangelio que evangelizo no es de tipo humano; no lo he recibido de los hombres, ni de ellos lo he aprendido, sino que proviene de una revelación de Jesucristo» (Gal 1,11-12). Por encima de las tradiciones que definen la experiencia israelita, Pablo ha descubierto la novedad del Hijo de Dios como evangelio para todos los creyentes (judíos y gentiles). Lo que Pablo juzgaba antes pecado (la ruptura de la separación social del pueblo israelita) viene a desvelarse ahora como gracia de Dios en su evangelio (cf. Flp 3,1-11). Por eso evangeliza, esto es, extiende de manera universal la fe que antes quería destruir con gran fuerza (cf. Gal 1,23). En esta perspectiva ha de entenderse la disputa de Pablo con aquellos cristianos de carácter más judaizante que pretendían interpretar de nuevo al Cristo desde los principios de la Ley israelita. Cerrada en sí misma, esa ley tiene los ojos ocultos tras un velo: no se atreve a mirar cara a cara porque tiene miedo de la muerte (cf. 2 Cor 3). (b) El evangelio se identifica con Jesús, el Cristo. Así puede hablar del «resplandor del evangelio de la gloria del Cristo, que es imagen de Dios. Pues no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor» (cf. 2 Cor 4,3-6). La primera creación se interpretaba también como luz de Dios que vence las tinieblas cósmicas (cf. Gn 1,3). Pues bien, la nueva creación del evangelio: es la irradiación y el descubrimiento de la luz de Cristo que disipa las tinieblas humanas y nos capacita para contemplar abiertamente la verdad pascual de Dios, que irradia en nuestros corazones. El evangelio es revelación de Dios en Cristo, tal como se condensa en la experiencia pascual. (c) El evangelio es libertad, en especial para los creyentes que provienen del paganismo. Pablo tuvo que luchar contra algunos «falsos hermanos» que, viniendo de Jerusalén, querían seguir manteniendo el mensaje de Jesús dentro del ámbito de la ley judía. Por eso intentaban circuncidar a todos los cristianos provenientes de la gentilidad, haciendo que entraran, como nuevos prosélitos de Israel, en el campo de la Ley y de la vida social del judaísmo.

La verdad del evangelio. Pablo entiende la verdad del evangelio como libertad frente a la Ley, es decir, como experiencia de autonomía radical del hombre ante Dios (cf. Gal 2,5); de esa manera se vinculan por el evangelio todos los hombres, judíos y gentiles (cf. Rom 1,16-17). (a) La verdad del evangelio es comunión que se expresa en el gesto de Santiago, Cefas y Juan, representantes de la iglesia madre de Jerusalén, que tienden su mano de solidaridad hacia Pablo y Bernabé, responsables de la misión que va dirigida a los gentiles, a través de eso que ha venido a presentarse como «evangelio de la incircuncisión» (Gal 2,7-9). De esa forma se han roto las barreras de la ley israelita y el único evangelio de Jesús puede presentarse como fundamento de unidad y comunión (en libertad) para todos los creyentes. Por eso, la mano extendida y aceptada entre Pedro y Pablo, Santiago, Juan y Bernabé es principio universal de la vida de la Iglesia. (b) La verdad del evangelio es comunión de mesa, como muestran los textos vinculados con el incidente de Antioquía: judeocristianos y pagano-cristianos compartían mesa y vida, avalados por el mismo Cefas (Pedro) que había venido a visitarles. Pero después, por influjo de los judeocristianos, los cristianos se dividieron en dos comunidades: para cumplir sus propios ritos religiosos y sociales, los judeocristianos comerán separados; por eso, los pagano-cristianos deberán formar otra comunidad. Eso significa que habrá dos comuniones, dos eucaristías dentro de la misma iglesia escatológica del Cristo. Pues bien, conforme a la visión de Pablo, esa separación va en contra de la verdad del evangelio (Gal 2,14), que se expresa en la comida compartida, es decir, en la posibilidad de que los hombres y mujeres coman juntos (synêsthiein: Gal 2,12).

Cf. R. AGUIRRE y A. RODRÍGUEZ (eds.), Evangelios sinópticos y Hechos de los Apóstoles. Introducción al estudio de la Biblia 6, Verbo Divino, Estella 1992; J. J. BARTOLOMÉ, El evangelio y su verdad. La justificación por la fe y su vivencia en común. Un estudio exegético de Gal 2,5.14, LAS, Roma 1988; El evangelio y Jesús de Nazaret, CCS, Madrid 1995; Pablo de Tarso. Una introducción a la vida y obra de un apóstol de Cristo, CCS, Madrid 1997; R. A. BURRIDGE, What are the Gospels. A comparison with the graeco-roman biography, SNTS MS 70, Cambridge University Press 1995.

3. Los cuatro evangelios

(Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Q). En un momento dado, la misma novedad del evangelio como anuncio de Jesús, que hallamos en san Pablo, vino a fijarse por escrito, en un proceso de dolor y gozo. Ha sido doloroso que el mensaje original y vivo de los predicadores tuviera que fijarse con palabras acuñadas (escritas) que son siempre incapaces de expresar su contenido. Pero ha tenido que ser también gozoso: porque es bello expresar por escrito los recuerdos y presencia de Jesús; porque es hermoso el modo en que se ha hecho, en cuatro libros diferentes que recogen, de forma pluriforme, la riqueza de Jesús.

Los evangelios escritos no son vidas de Jesús en un sentido historizante o psicológico. Es cierto que asumen y transmiten la historia fundante de Jesús, el sentido de su vida-muerte. También reflejan su intención mesiánica, es decir, su forma de entender a Dios y de optar por los hombres. Pero, en un sentido estricto, no se pueden presentar como una historia en sentido biográfico. Por eso si buscamos en ellos los perfiles psicológicos del Cristo o los momentos del proceso de su vida nos equivocamos y corremos el riesgo de olvidar o deformar otros rasgos más importantes.

Los evangelios escritos no son tampoco un mito, en el sentido clásico del término. Esto significa que ellos no presentan de manera simbólica y fundante los rasgos primigenios de un Dios que se mantiene por encima de los tiempos. No despliegan la verdad eterna y salvadora de aquello que sucede siempre, por encima de los cambios y apariencias de la historia. Jesús no es una imagen del hombre universal, una expresión de la presencia permanente de Dios sobre la tierra, sino un hombre concreto de la historia. Por eso, los libros que presentan su figura y que nosotros llamamos evangelios deben ofrecer su novedad como noticia que se cuenta, es decir, como argumento de la actuación nueva de Dios y como signo (principio) de la transformación escatológica del hombre.

Los evangelios escritos no son tampoco libros de filosofía. No son un diálogo de tipo filosófico, en la línea de Platón. Conforme a los principios y esquemas del diálogo platónico, los hombres van entrando por sí mismos en el secreto de las cosas: razonan en común y encuentran, cada uno en el secreto de su propia realidad, el más hondo sentido de la vida, de los bienes eternos y de aquellos otros que son sencillamente pasajeros. Pues bien, en contra de eso, los evangelios de Jesús no buscan el sentido y la verdad del hombre utilizando como medio el diálogo ilustrado de los pensadores que penetran dialogando en el misterio de su propia hondura humana (y divina). No son tampoco un tratado filosófico de tipo aristotélico: no buscan la verdad por medio de la coherencia racional del hombre que investiga acerca de las causas y principios de las cosas. Por su misma forma literaria, ellos se muestran diferentes: son originariamente libros que expresan y de algún modo proclaman la novedad escatológica de Cristo como salvación de Dios para los hombres. Por eso vienen a mostrarse, al mismo tiempo, como predicación pascual y como historia mesiánica del Cristo.

Los evangelios no son un libro de Ley judía, sino anuncio de la buena nueva de Dios en Jesucristo. Ciertamente, tienen algo de ley nueva y pueden compararse con aquello que los judíos comenzaban a escribir (o por lo menos a recopilar) codificando sus más antiguas y más nuevas tradiciones legales y sagradas (a través de la Misná), tras la ruina de Jerusalén y de su templo (el año 70 d.C.). Pero los evangelios no se ocupan de ordenar y de fijar las leyes que derivan de las viejas tradiciones, sino que expresan y condensan, reflejan y proclaman la novedad del Cristo como salvación nueva de Dios para los hombres. Por eso ellos transmiten y anuncian el sentido, actualidad y gracia de su vida salvadora. No tratan de la genealogía de los dioses (mitos), ni se ocupan de las leyes sociales de los hombres (Misná), ni definen los principios de la realidad en forma de diálogo o tratado (filosofía), ni pretenden recordar uno por uno los detalles de la vida humana de Jesús (historia), sino que anuncian y ofrecen de nuevo la gracia de Dios revelada en el Cristo. Entendidos así, los evangelios reflejan desde perspectivas distintas el anuncio y vida del único Jesús. Así decimos que hay un evangelio en cuatro evangelios.

Marcos: Encontrar a Jesús con Pedro en Galilea. Es el primer evangelio conservado y conocido, pues del documento Q* (un conjunto de dichos sin relato biográfico sobre Jesús) sólo podemos hacer suposiciones, a partir de los textos actuales de Mateo y Lucas. Es posible que Marcos empleara tradiciones e incluso algunos textos anteriores; pero lo cierto y novedoso es que, en el momento clave del gran cambio eclesial, hacia el 70 d.C., él asumió la teología básica de Pablo y la vinculó con los recuerdos de Jesús (quizá en Siria, quizá en Roma), escribiendo y publicando un evangelio que definirá desde entonces la visión del cristianismo. Todo nos permite suponer que Marcos quiso rechazar las pretensiones de una iglesia judaizante (Santiago*), centrada en los parientes de Jesús, que intentaba seguir centrando a los cristianos en Jerusalén, dentro de la observancia de unas leyes que son propias de los escribas judíos (cf. Mc 3,20-31). Podemos suponer también que Marcos se opuso a un tipo de lectura básicamente sapiencial y moralista del evangelio, tal como parece suponer una visión aislada del libro de los Dichos (Q).

Mateo: misión universal desde Galilea. Tras algunos años (hacia el 80 d.C.), un autor a quien llamamos Mateo ha retomado en otra perspectiva la narración de Marcos*, completándola con elementos del documento Q y con sus propias aportaciones, desde la nueva situación de su iglesia. Mateo proviene de una comunidad judeocristiana que integra las tradiciones más helenistas de Marcos dentro de su propia iglesia (quizá en Antioquía), que aparece como auténtico Israel, donde se cumple de un modo universal (abierto a todos los pueblos) la verdadera Ley judía (cf. Mt 5–7). En contra del judaísmo nacional, el centro de unidad de la iglesia no está ya en Jerusalén (cf. también Mc 16), sino en la misión universal, iniciada simbólicamente en Galilea por los discípulos de Jesús, entre los cuales hay profetas, sabios y escribas (cf. Mt 23,34). Es evidente que Mateo no negará la posibilidad de que el evangelio se dirija a Roma, como dice Pablo (cf. Rom 15,22-29) y la teología de Hechos. Pero su evangelio parece más preocupado por Oriente que por Roma (cf. Mt 2).

Lucas, la historia de Pedro y Pablo. Al mismo tiempo que Mateo, o quizá un poco más tarde, escribió Lucas su obra doble: el evangelio de su nombre, como biografía mesiánica de Jesús (en paralelo a Marcos y Mateo), y el libro de los Hechos, donde ofrece una visión unitaria y teológica de la historia de la Iglesia, centrada en la misericordia de Dios, que se expresa a través de la promesa y venida del Espíritu Santo (cf. Lc 24; Hch 1–2). Lucas ha ofrecido así la primera historia teológica de la iglesia, entendida como expresión del evangelio de Jesús en una perspectiva abierta y dirigida por Pedro y por Pablo a todos los pueblos y, de un modo especial, al centro del Imperio que es Roma. Allí llega Pablo cautivo (Hechos 28), para anunciar el evangelio desde la misma cárcel. El evangelio se vuelve así palabra misionera universal.

La tradición del discípulo amado. Pasados unos años, en torno al 100-110 d.C., se integró en la Gran Iglesia una comunidad de cristianos, de origen judío, que habían empezado a desarrollarse primero en Jerusalén y después (quizá tras la guerra del 67-70 d.C.) en alguna zona del entorno de Siria-Transjordania o Asia Menor. Para ellos, la autoridad máxima de la Iglesia había sido el Espíritu Santo, que Jesús les había prometido y ofrecido, y partiendo de ella desarrollaron una intensa fraternidad, de tipo carismático, sin estructuras de organización exterior. Pasados algunos años, esos carismáticos del amor, impulsados por un personaje misterioso, que se presenta a sí mismo como el discípulo amado de Jesús, corrieron el riesgo de perder su identidad, entre disputas internas y tensiones de tipo gnóstico. En ese momento, algunos miembros de la comunidad se integraron en la Gran Iglesia, en un entorno donde la memoria y autoridad de Pedro, no la de Pablo u otro misionero, aparecía como garantía de unidad eclesial.

Cf. A. BURRIDGE, What are the Gospels. A comparison with the graeco-roman biography, SNTS MS 70, Cambridge University Press 1995; J. CABA, De los evangelios al Jesús histórico. Introducción a la cristología, BAC, Madrid 1971; S. GUIJARRO, La buena noticia de Jesús. Introducción a los evangelios sinópticos y Hechos de los Apóstoles, Atenas, Madrid 1987; L. H. RIVAS, ¿Qué es un Evangelio?, Claretiana, Buenos Aires 2001; W. MARXSEN, El evangelista Marcos. Estudio sobre la historia de la redacción del evangelio, BEB, Sígueme, Salamanca 1981; G. STANTON, ¿La verdad del Evangelio?: Nueva luz sobre Jesús y los Evangelios, Estudios Bíblicos 17, Verbo Divino, Estella 1999; R. TREVIJANO, Comienzo del evangelio. Estudio sobre el prólogo de san Marcos, Aldecoa, Burgos 1971.

3. El cristianismo como Evangelio

(palabra, revelación). Jn 1,1 afirma que en el principio era la Palabra, para decir después que «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Pues bien, en esa línea podemos añadir que esa Palabra que es Dios se hizo evangelio, en sentido básico (anuncio pascual) y en sentido derivado (texto escrito, cuatro evangelios). El evangelio no es palabra racional (como la que buscaba Descartes), ni moral (como la de Kant), ni dialéctica (como la de Hegel), sino anuncio teológico (¡hay Dios, Dios viene!) y principio de transformación humana (¡bienaventurados los pobres!).

La palabra del evangelio. Elementos básicos. El Evangelio tiene por tanto una vertiente divina (Dios actúa, llega el Reino) y otra humana (los hombres pueden creer y convertirse Mc 1,14-15). (a) El Evangelio es anuncio creador y liberador. No dice lo que siempre existe como realidad intemporal del ser humano, sino que anuncia una actuación, una llegada de Dios que abre para el hombre una posibilidad nueva y fuerte de existencia. No es simplemente indicativo, no dice lo que existe, no se limita a constatar lo que yo soy, sino que crea con su palabra una capacidad nueva de ser y obrar: el Evangelio suscita con su don una realidad nueva en el propio ser humano. Pero no crea simplemente de la nada, sino desde el fondo de pecado, de la angustia y la muerte en que se hallaban los hombres; por eso decimos que es liberador en un sentido profético. (b) El Evangelio es palabra de llamada y respuesta. Es vocativo, una palabra de ofrecimiento, que interpela y pone en pie a quien la escucha. De alguna manera hay ya sujetos antes del Evangelio, pero el sujeto verdadero emerge con el propio Evangelio de manera que el hombre se define como aquel que es capaz de escuchar y responder a la llamada. No hay Evangelio sin hombres y mujeres que escuchan y se dejan transformar por la llamada. Teniendo eso en cuenta podemos y debemos añadir que el Evangelio es una palabra histórica y comunitaria. No pertenece a la razón eterna, siempre idéntica, sino al Dios concreto que se revela en la historia. (c) El Evangelio es palabra histórica y comunitaria. No es aquello que existía siempre, en la línea de la lógica intemporal, sino algo que ha venido a ser, por don de Dios. No es la expresión de una eternidad siempre igual, sino palabra prometida y esperada a lo largo del Antiguo Testamento y culminada y personalizada en Jesucristo. El Evangelio pertenece por tanto al camino mismo de la historia, o mejor dicho: hace posible el surgimiento de la historia como realización de un hombre que vive en comunión con los demás. Ciertamente, el Evangelio se dirige a los individuos (plano existencial), pero sólo en la medida en que se abren a los otros y descubren la más honda experiencia de la gratuidad y del perdón en el amor mutuo.

El Evangelio como expresión de Dios. La fe cristiana se ha expresado siguiendo un modelo trinitario. Ese modelo nos ayuda a entender el sentido del Evangelio. (a) El origen del Evangelio es Dios Padre: Dios como persona, Dios como realidad creadora que me pone en pie, me libera, me llama, me hace capaz de responder. Por eso en el Evangelio no me enfrento simplemente con mi propia humanidad, sino que me descubro llamado, fundado, enriquecido, liberado, interpelado por un padre Dios que me ha creado precisamente para dialogar con él. El Evangelio es el descubrimiento, no teórico sino práctico, de la voz de Dios, que a través de los siglos me ha venido creando y preparando para llamarme ahora, para interpelarme y enriquecerme con aquellos que me han precedido y me acompañan. El Evangelio es la voz de Dios que dice: «tú eres porque te amo y porque vives en amor con los demás». (b) El Evangelio se identifica con Jesús. No lo descubro por mí mismo a través de una reflexión filosófica, ni lo alcanzo a través de mis obras, sino que lo escucho y lo acojo, como realidad encarnada en Jesucristo, Mesías de Israel y salvador de la humanidad. El Evangelio es inseparable del evangelizador que es Jesucristo, en quien descubro la unidad del amor de Dios y del amor humano. Jesús no es un simple mayeuta del Evangelio, como Sócrates; ni es un simple iluminado entre otros, como Buda, sino que es el mismo Dios en persona. Jesús forma parte del mismo acontecimiento del Evangelio; por eso, para proclamar y transmitir el Evangelio, Marcos y Mateo, Lucas y Juan cuentan la historia de Jesús. El Evangelio es presencia del Espíritu Santo. Por eso, la pascua de Jesús se expresa en forma de Pentecostés*, como llamada y gracia de Dios que sigue abierta a todos los hombres y mujeres a través de sus mensajeros. Ciertamente, está contenido y expresado en los cuatro evangelios, pero ellos son la verdad de Jesús en la medida en que se concretan y expanden a través del Espíritu* Santo en la vida de la Iglesia, que es testigo de la salvación de Dios para todos los hombres y mujeres de la tierra (cf. Hch 2). Evangelio y evangelios. Unidad y pluralidad. Como hemos visto, el único evangelio de Dios (cf. Rom 1,16-17) ha venido a presentarse en cuatro narraciones en parte paralelas pero diferentes. Esta diversidad evangélica obedece a razones que deben precisarse con cuidado. (a) Razón teológica. Dios no se ha fijado en un discurso precisado de antemano y definido en cada uno de sus rasgos y conceptos, sino en Jesucristo, un hombre (Hijo de Dios) que sobrepasa y desborda todas las razones de la Por eso no hay un discurso o concepto unitario que agote su verdad, que contenga todo su sentido y que lo fije de manera normativa, para todos los creyentes. En este nivel se han situado, a mi entender, las dos conclusiones de Jn con su palabra programática: «Otras muchas señales que no están escritas en este libro realizó Jesús delante de sus discípulos; éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,30-31). «Otras muchas cosas hizo Jesús; si quisiéramos escribirlas una por una, pienso que ni el mundo entero bastaría para contener los libros que así debieran escribirse» (Jn 21,25). Evidentemente, esas afirmaciones no pueden entenderse en un sentido puramente cuantitativo, mensurable, pero aluden a las diferentes tradiciones de Jesús, a las maneras de enfocar su vida y enseñanza. Ellas muestran que los escritos evangélicos son el resultado de un proceso selectivo de interpretación y elección particular. Más que los cuatro evangelios como escritos diferentes, como aproximaciones siempre limitadas y parciales al único misterio de Jesús, importa el Evangelio, la novedad pascual del Cristo, como salvador universal. Pero, al mismo tiempo, hay que añadir que el único evangelio sólo existe en los diversos evangelios parciales, de manera que no se puede buscar, más allá de lo que dicen ellos, algún tipo de verdad casi ontológica de Jesús, lo que serían sus ipsissima verba, sus palabras definitivas. (b) Razón eclesial. Ciertamente, el evangelio de Jesús como experiencia pascual es anterior a las iglesias: es la vida y palabra de Dios de la que surgen las comunidades mesiánicas del Cristo, como lugares de salvación escatológica. Pero, en un segundo momento, esas mismas comunidades eclesiales son las que explicitan, configuran y matizan el único evangelio de Jesús, conforme a sus propias tendencias religiosas y sociales. En esta perspectiva se sitúa el testimonio de Pablo en 1 Cor 15,1-11 cuando admite diversas experiencias pascuales que, en el fondo, pueden y deben expresarse en diversos evangelios del único Jesús, muerto y resucitado. Toda la vida, los trabajos y dolores de san Pablo nos ofrecen la prueba más palpable de estas diferencias. Esto significa que en la base de la pluralidad de los evangelios se halla el dato de la pluralidad de las iglesias. Lucas, escribiendo en perspectiva más tardía el libro de los Hechos, ha querido proyectar hacia el principio de la Iglesia el ideal de una unidad que sería anterior a las diversidades posteriores. Pero el mismo Lucas sabe que en el principio de la Iglesia había una multiplicidad de perspectivas: los hebreos y helenistas, mujeres y parientes de Jesús, Pedro y los Doce, Santiago y Pablo. Eso significa que la unidad eclesial no ha de entenderse como uniformidad primitiva que luego se parte y se divide en grupos posteriores diferentes. La unidad viene a mostrarse ya desde el principio en forma de comunión originaria (tensa y fraternal) de posturas que dialogan entre sí y se comunican desde el Cristo. Para hacer justicia a esas diversas perspectivas hay varios evangelios. (c) Razón social. Los evangelios no se diferencian sólo según las perspectivas eclesiales de los primeros testigos de la pascua de Jesús, sino también por la diversidad de sus transmisores: por los ideales y valores y por las necesidades económicas, culturales o sociales de los primeros grupos de cristianos. El evangelio se inscribe en la realidad social de las iglesias, cada una con sus problemas y tareas, pero todas en diálogo, manteniendo el mismo proyecto de Reino de Jesús, el anuncio y experiencia de su evangelio. Lógicamente, las maneras de entender y actualizar la vida y mensaje de Jesús harán que su único proyecto de vida se expanda, se divida y pluralice. Las diferencias de los evangelios han de interpretarse desde perspectivas teológicas (la multiformidad de Cristo) y eclesiales de tipo administrativo e incluso jerárquico. Pero en el fondo de ellas encontramos un problema social: cada comunidad cristiana ha respondido a la llamada de Jesús (a su evangelio de los pobres) en caminos y tendencias diferentes porque ha sido diferente su contexto cultural y humano. La visión teológica de fondo resulta inseparable de las diversas formas que ha suscitado y recibido en las comunidades cristianas. El único evangelio de Jesús se conoce y expresa (se predica) ya desde el principio a través de un abanico convergente de respuestas, conforme a los principios sociales y a los mismos ideales misioneros de las comunidades que se encuentran en el fondo de los cuatro evangelios. El evangelio sólo se entiende, por tanto, a través de un ejercicio de comunión entre las iglesias. Se trata de una comunión donde, partiendo de Jesús y en perspectivas sociales diferentes, los diversos grupos eclesiales cultivan el amor como diálogo y expanden el camino de la Iglesia como espacio y principio de esperanza escatológica. En esta perspectiva nos viene a situar la investigación exegética reciente. El mensaje de Jesús no aparece por tanto cerrado en una Escritura única (como puede suceder con el Corán de Mahoma), sino abierto en formas distintas, que apelan a la misma pascua, que es comunión de los hombres en el amor, superando así las oposiciones e imposiciones de unos contra otros.

Los límites de la Iglesia. Evangelios apócrifos y gnósticos. Desde finales del siglo II d.C. la Gran Iglesia sólo reconoce cuatro evangelios canónicos, porque ellos eran los más leídos en las comunidades. No aceptó más porque no los juzgó necesarios (a pesar de que por el paralelo con el Pentateuco hubiera sido más comprensible que hubiera cinco). Pero tampoco los redujo y condensó en un evangelio normativo, a pesar del intento de algunos que como Taciano, Diatessaron, quisieran armonizar y unificar sus cuatro visiones. Fuera del canon quedaron muchos evangelios apócrifos en los que se narraba también la historia de Jesús o se recogían sus enseñanzas. Entre ellos (además del documento Q*, que no puede llamarse apócrifo, porque no se ha conservado) están, por ejemplo, los evangelios de Tomás* y Felipe, el Protoevangelio de Santiago*, el Evangelio* secreto de Marcos y el Evangelio de Pedro* e incluso el de Judas. En general (con la posible excepción de Tomás), ellos son mucho más recientes que los cuatro evangelios canónicos, pero pueden ofrecer y ofrecen una visión complementaria de la vida y mensaje de Jesús. Entre los evangelios apócrifos hay varios de tipo novelístico o devocional, que no añaden nada al conocimiento de Jesús, aunque reflejan el tipo de piedad popular de amplios sectores de la Iglesia antigua. Hay también evangelios de tipo gnóstico, que quieren traducir el mensaje de Jesús en formas de piedad intimista, desligada del compromiso social del evangelio. Actualmente, tras los descubrimientos del desierto de Egipto donde ha salido a la luz la famosa biblioteca de Nag Hammadi, conocemos de manera directa varios evangelios gnósticos antiguos. Ellos tienen gran valor para los investigadores de la religión y para los pensadores y filósofos, pero son menos importantes para el conocimiento de la historia de Jesús y para la vida concreta de la Iglesia. Por eso, frente a todas las noticias sensacionalistas, frente a todas las visiones esotéricas de aquellos que piensan que la Iglesia ha pretendido ocultar el más profundo conocimiento de Jesús que ofrecen esos evangelios gnósticos (entre ellos el de Judas), debemos afirmar que aportan poco en el plano histórico y menos todavía en plano de vivencia religiosa cristiana. Ciertamente, en tiempo antiguo pudo haber no sólo un rechazo, sino también un ocultamiento de los evangelios gnósticos, incluso con persecuciones (tras el siglo IV d.C.). Pero si los evangelios gnósticos y algunos otros apócrifos no se han conservado íntegramente, no es sin más por persecución oficial de las iglesias, sino por la desaparición de los grupos gnósticos. De todas formas, muchos de ellos se han conservado y algunos se han descubierto de nuevo, de tal forma que están al alcance de los investigadores y curiosos.

Sobre el origen y extensión de los evangelios, cf. H. KÖSTER, Ancient Christian Gospels. Their History and Development, SCM, Londres 1990; E. GONZÁLEZ BLANCO, Los evangelios apócrifos I-III, Bergua, Madrid 1934; PIÑERO (ed.), Textos gnósticos. Biblioteca de Nag Hammadi I-III, Trotta, Madrid 19972000; A. SANTOS OTERO, Los Evangelios Apócrifos, BAC 148, Madrid 1975. Sobre la interpretación de los evangelios, cf. P. GRELOT, Los evangelios y la historia, Herder, Barcelona 1986; Las Palabras de Jesucristo, Herder, Barcelona 1988; X. LÉON-DUFOUR, Los evangelios y la historia de Jesús, Herder, Barcelona 1982; Estudios de evangelio, Estela, Barcelona 1969; G. THEISSEN, Colorido local y contexto histórico en los evangelios. Una contribución a la historia de la tradición sinóptica, BEB 95, Sígueme, Salamanca 1997; La redacción de los evangelios y la política eclesial, Ágora 11, Verbo Divino, Estella 2003; W. WEREN, Métodos de exégesis de los evangelios, Verbo Divino, Estella 2003; Ph. VIELHAUER, Historia de la literatura cristiana primitiva, BEB 72, Sígueme, Salamanca 1991.

Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza