No sólo en las Cautelas habla J. de la Cruz de los enemigos del alma. A lo largo de sus libros vuelven a aparecer los tres clásicos: mundo, demonio y carne. Pero no son los únicos, pues con este nombre designa también a los apetitos desordenados que viven en el alma y la vencen (S 1,7,2) Y estas pasiones y apetitos que son la gente de su casa, o sus domésticos, el mismo Señor en el Evangelio los llama “los enemigos del hombre” (Mt 10, 36: N 2,14,1). Enemigos son, pues, también “los apetitos imperfectos” que andan quitando “la vida espiritual” al alma (LlB 2,31). En realidad, los apetitos o pasiones desordenadas vendrían a identificarse con la carne, como enemigo del alma, en cuanto que se trata más que nada del egoísmo, del amor propio, del yo imperfecto que se busca a sí mismo.
De los tres enemigos clásicos dice que son de tal naturaleza que siempre contrarían el camino de la perfección que pueda llevar el alma (N 1, dclr 2). Están siempre alerta y al ataque. Por eso la persona ha de tomar posición ante ellos y afianzarse en sus propósitos. En los versos ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras (CB 3, 5) se refiere a los tres enemigos “que son los que hacen guerra y dificultan el camino”. Y precisa: “Por las fieras entiende el mundo; por los fuertes, el demonio, y por las fronteras, la carne”. En el comentario se especifica el porqué de esos calificativos: el mundo se presenta ante quien comienza el camino de Dios como “a manera de fieras, haciéndole amenazas y fieros”. Tres son las fieras principales: 1ª) Faltará el favor del mundo, perderá los amigos, el crédito, valor y aun la hacienda. 2ª) Ya no tener nunca contentos ni deleites del mundo y privarse de todos sus regalos, le será insoportable. 3ª) Se levantarán contra ella las lenguas, será objeto de burlas, de dimes y diretes, de desprecios. Hay gente que encuentra “dificultosísimo no sólo el perseverar contra estas fieras, mas aun poder comenzar el camino”.
A personas más generosas las acometen fieras “más interiores y espirituales: dificultades y tentaciones, tribulaciones y trabajos de muchas maneras” por las que, según las disposiciones de Dios tendrán que pasar los “que quiere levantar a alta perfección, probándolos y examinándolos como al oro en el fuego”. El secreto para superar todo esto, y más, es el enamoramiento del Amado, estimado más que todas las cosas. Con su amor y favor todo se supera (CB 3,8).
Los fuertes que son los demonios “con grande fuerza procuran tomar el paso de este camino”. Son más astutos, fuertes, engañadores, duros de vencer. Y sólo se les vence con el poder divino: humildad, oración, mortificación y la cruz de Cristo, que son “las armas de Dios” (ib. 9).
Las fronteras, que tiene que pasar son las repugnancias y rebeliones de la carne que “se pone como en frontera resistiendo al camino espiritual”. Aquí la lucha contra “todos los apetitos sensuales y afecciones naturales” (ib. 10). En el estilo que quiere llevar el alma hacia Dios entra el “ánimo para no temer las fieras, y fortaleza para pasar los fuertes y fronteras” (ib.10).
Ha J. aludido anteriormente a las pruebas interiores dispuestas y enviadas por Dios, lo que en otros términos llama noche oscura. En el caso de la noche pasiva del sentido en virtud de tales pruebas asumidas el alma “admirablemente se libra de las manos de los tres enemigos”, es decir, la va librando Dios, dejándose ella librar por él (N 1,13,11).
El camino más seguro para que el alma salga victoriosa de los tres enemigos es el de las virtudes teologales. J. lo explica poética y espiritualmente al comentar la palabra disfrazada. El disfraz que escoge el alma tiene como motivación principal agradar al Amado y también la de ir más segura. Con las virtudes teologales cae, de hecho, en gracia al Amado y va “muy amparada y segura de sus tres enemigos” (N 2,21,3). Esta afirmación general va acompañada de las explicaciones sucesivas acerca de cada una de las virtudes y del enemigo más directo de cada una de ellas. Vestida de fe, va “muy amparada, más que con todas las demás virtudes, contra el demonio, que es el más fuerte y astuto enemigo”. Vestida de esperanza se libra del mundo, y va muy segura de él con este “yelmo de salud” (1 Tes 5,8).
Finalmente, revestida o disfrazada de caridad, “que es ya la del amor que en el Amado hace más amor, no sólo se ampara y encubre del tercer enemigo que es la carne (porque donde hay verdadero amor de Dios, no entrará amor de sí ni de sus cosas), pero aun hace válidas a las demás virtudes, dándoles vigor y fuerza para amparar al alma” (ib. 10).
Contrariando siempre como por instinto la vida y el camino del alma a Dios, hay puntos o momentos, o encrucijadas donde su acción enemiga se muestra con más fuerza o astucia. Un campo fácil para estos engaños del demonio es el de las “cosas extraordinarias” de visiones y revelaciones. El alma nunca se ha de atrever a admitirlas, “aunque sean de Dios, porque si las quiere admitir, hay seis inconvenientes” (S 2,11,7). El sexto de tales inconvenientes es como abrir “puerta al demonio para que le engañe en otras semejantes”, sirviéndose de sus astucias. Ese mundo de comunicaciones hay que desecharlo “a ojos cerrados, sean de quien se fueren”. Si no se obra así, el demonio irá entremezclando sus visiones con las de Dios y todo se vendrá “a quedar en demonio y nada de Dios”. La experiencia lo demuestra, y para quienes se han dejado engañar y seducir les resulta dificilísimo volver a la pureza de la fe, “habiendo ya el demonio echado en ellas muchas raíces” (S 2,11,8). Un nuevo daño que hace el demonio por ese camino es “injerir en el alma satisfacción de sí oculta, y a veces harto manifiesta”, creyéndose ya algo delante de Dios (S 2,11,5).
Otro campo de batalla se sitúa en el paso de la meditación a la contemplación. El demonio acude con sus ardides al sentido de la imaginación y fantasía para ofrecer en esta “puerta y plaza de provisión” del entendimiento, “sus joyas de imágenes y formas sobrenaturales”, lo mismo que acude Dios (S 2,16,4); y no hay que olvidar que el demonio es un gran tratante (S 3,38,3).
Todos los daños y provechos que articula el Santo en S 3 (cc. 18-45) y que se originan positiva o negativamente de vivir desapegados o apegados a las clases de bienes que va examinando en esos capítulos, tienen que ver particularmente con el mundo, como enemigo vencido o vencedor. Con un par de ejemplos nos podrá bastar: por bienes temporales entiende riquezas, estados, oficios y otras pretensiones, etc.
Cuando comienza a enumerar los daños que se le pueden seguir al alma de poner el gozo en esos bienes temporales, dice que son tantos que “ni tinta ni papel bastaría, y el tiempo sería corto” para hablar de ellos. Apartarse de Dios es la raíz de un daño privativo que engendra otros muchos (S 3,19,1-2). Apartarse de Dios equivale a juntarse indebidamente con las criaturas y dejarse vencer y esclavizar por el mundo como enemigo del alma (ib. nn. 3-11).
De los bienes naturales: hermosura, donaire, dotes corporales, etc., abrazados con gozo desordenado nace otra serie de daños con las mismas o peores consecuencias, y a través de esa complacencia guerrea y vence al mundo (S 3,22). Cuando el hombre que es superior en dignidad a cualquier bien creado se sirve de él indebidamente está siendo enemigo de sí mismo. Y la gama de esas posibles y tantas veces reales esclavitudes es inmensa e interminable. Apetitos, carne, demonio, mundo.
José Vicente Rodríguez