La situación corporal de la enfermedad se traslada metafóricamente al ámbito de la mística para describir sensaciones psicológicas y espirituales parecidas a las somáticas. Como existe la enfermedad física, se da una enfermedad espiritual producida por el amor. La enfermedad comprende todas los demás sensaciones vinculadas al dolor, como la herida, la llaga, la dolencia, etc. En su aplicación a la mística el Santo se sirve de esta definición elemental: “La enfermedad no es otra cosa sino falta de salud” (CB 11,11).
Con su aguda capacidad de observación, J. de la Cruz pudo comprobar que la enfermedad física condiciona inevitablemente el temple de ánimo y la disposición para obrar espiritualmente. Aplica en este caso su doctrina de la interferencia e inferencia necesaria entre sentido y espíritu, porción inferior y porción superior, dada la unidad en el “supuesto”-persona. Es un principio básico de su antropología. A propósito de la enfermedad y su incidencia en la actividad espiritual hay que leer atentamente algunos capítulos de la Subida (cf. especialmente S 3,25-26).
Recuerda, a título de ejemplo, que del “destemple corporal” proceden las enfermedades con repercusión en el espíritu: “Nacen los malos movimientos, porque crecen los incentivos de la lujuria. Críase derechamente gran torpeza en el espíritu, y estrágase el apetito de las cosas espirituales, de manera que no puede gustar de ellas, ni aun estar en ellas ni tratar de ellas” (S 3,25,5).
No es este aspecto de la enfermedad el destacado en la pluma sanjuanista; la realidad física de la misma sirve simplemente de soporte para sus consideraciones o aplicaciones espirituales, de manera particular para trasladar al ámbito de la mística los síntomas y remedios de la enfermedad corporal. Desde esta perspectiva hay que distinguir dos acepciones fundamentales: una tradicional de índole moral y ascética; otra de carácter típicamente místico, vinculada al amor.
a) En su sentido más corriente la enfermedad de espíritu se identifica con la culpa, la falta, el pecado o los defectos que dañan al alma. Los apetitos desordenados son la raíz o causa fundamental de las enfermedades morales; son como la fiebre en la enfermedad: “Cánsase y fatígase el alma que tiene apetitos, porque es como el enfermo de calentura, que no se halla bien hasta que no se le quite la fiebre, y cada rato le crece la sed” (S 1,6,6). Según el Santo, “no hay mal humor que tan pesado y dificultoso ponga a un enfermo para caminar, o hastío para comer, cuanto el apetito de criatura hace al alma pesada y triste para seguir la virtud” (S 1,10,4).
El remedio o cura radical de esta enfermedad no es otro que la purificación de todos los apetitos, hasta los más pequeños, como enseñan los capítulos finales del primer libro de la Subida. Es, al fin, aplicación del principio invocado por el Santo: los contrarios se curan con sus contrarios. El pecado con la virtud; el amor desordenado con el amor bien ordenado. Mientras no se arranque la raíz de toda enfermedad moral que son los apetitos desordenados persistirá el peligro de la recaída. Solamente la acción divina es capaz de llegar con su virtud hasta las raíces más recónditas del mal humano. Cuando el hombre se somete dócilmente a la acción catártica, Dios “está medicinando y curando al alma en sus muchas enfermedades para darle salud”. En medio de la pena purificativa “van saliendo a luz sus enfermedades, poniéndoselas a cura y delante de sus ojos a sentir” (LlB 1,21).
La virtud curativa de la purificación se resuelve en última instancia en capacidad para amar más intensa y auténticamente a Dios. El desarrollo del amor puede alcanzar tales niveles que produzca situaciones penosas en el alma, no por razón de culpa o pecado sino por sed inapagada de presencia y posesión del Amado. Es la otra vertiente de la “enfermedad”, la que se sitúa en la experiencia mística.
Puente de enlace con la anterior es esta afirmación base del simbolismo sanjuanista: “Así como el enfermo está debilitado para obrar, así el alma que está flaca en amor lo está también para obrar las virtudes heroicas” (CB 11,13).
b) La enfermedad de amor. Tiene indudablemente antecedentes bien conocidos en la lírica profana y en la literatura renacentista, pero J. de la Cruz “vuelve a lo divino” el topos tradicional inspirándose directamente en el Cantar de los Cantares e incorporándolo al simbolismo nupcial.
A medida que el alma va inflamándose en el amor divino, crece el deseo de la presencia y posesión del Amado. El amor imperfecto es de por si impaciente e insatisfecho; no descansa ni se serena con nada; las cosas terrenas no le complacen y, por otra parte, no disfruta de la anhelada presencia de Dios. El ansia permanente se vuelve lamento y gemido, hasta producir la sensación típica del enfermo (cf. CB 6.10.11.12 enteras). Hay momentos en que la enfermedad o herida de amor se vuelve deseo de morir, ya que “hace estar muriendo al alma de amor” (CB 7,1).
Justifica el Santo semejante situación con este argumento: “El corazón no puede estar en paz y sosiego sin alguna posesión, y, cuando está bien aficionado, ya no tiene posesión de sí ni de alguna cosa” (CB 9,6). Este es el estado del “bien enamorado” que todavía no posee plenamente a Dios. “En este término de amor, está como un enfermo muy fatigado que, teniendo perdido el gusto y el apetito, de todos los manjares fastidia y todas las cosas le molestan y enojan” (CB 10,1). Dibuja la angustiosa situación de enfermedad con una serie de comparaciones: “Entonces está el alma como el vaso vacío, que espera el lleno, y como el hambriento, que desea el manjar, y como el enfermo, que gime por la salud, y como el que está colgado en el aire, que no tiene en qué estribar” (CB 9,6).
En la cadena alegórica de la enfermedad de amor pueden distinguirse manifestaciones variadas, entre ellas la simple dolencia (CB 11,11), y tres maneras de penar por el Amado: la herida, la llaga y la llaga afistolada o fístula (CB 7,2-4). Son otras tantas manifestaciones o efectos de la enfermedad de amor; corresponden a diversos grados del mismo, ya que como en la enfermedad corporal existen mejorías y agravamientos. El caso más caracterizado en este sentido es la llaga y la fístula (CB 7,3-4).
En realidad, la enfermedad comienza con el primer grado de amor, ya que éste es el que “hace enfermar al alma provechosamente”, aunque esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, porque en esta enfermedad desfallece el alma al pecado y a todas las cosas que no son Dios, por el mismo Dios”. Prosigue el Santo, copiando aquí al famoso apócrifo De decem gradibus amoris: “Porque así como el enfermo pierde el apetito y gusto de todos los manjares y muda de color primero, así también en este grado de amor pierde el alma el gusto y apetito de todas las cosas, y muda como amante el color y accidente de la vida pasada”. Pero advierte de inmediato: “Esta enfermedad no cae en ella el alma si de arriba no le envían el exceso de amor” (N 2,19,1).
La dolencia y la enfermedad de amor, lo mismo que sus manifestaciones en heridas y llagas, se diferencian de le enfermedad corporal en lo relativo a la cura. Tal diferencia afecta también a la enfermedad moral del pecado. Todo tipo de enfermedades, a excepción de la enfermedad de amor, dice el Santo que siguen el principio de filosofía, según el cual “cúranse contrarios con contrarios” (CB 11,11), mientras “la enfermedad de amor no tiene otra cura sino la presencia y la figura del Amado” (ib.).
c) Muerte de amor. J. de la Cruz anota además otra peculiaridad del amor en relación a la salud y la vida. Sin que se considere factor de enfermedad, el amor de Dios puede llegar a tales límites que termine con la vida del hombre. Es tesis sostenida con decisión por el Santo: “Es de saber que el morir natural de las almas que llegan a este estado –de matrimonio espiritual– aunque la condición de su muerte, en cuanto el natural, es semejante a las demás, pero en la causa y en el modo de la muerte hay mucha diferencia; porque, si las otras mueren muerte causada por enfermedad o por longura de días, éstas, aunque en enfermedad mueran o en cumplimiento de edad, no les arranca el alma sino algún ímpetu y encuentro de amor” (LlB 1,30).
Si es natural y obligado buscar y cuidar la salud corporal, otro tanto rige en el ámbito espiritual. La receta sanjuanista es convincente: “La salud del alma es el amor de Dios, y así, cuando no tiene cumplido amor, no tiene cumplida salud, y por, eso está enferma … cuanto más amor se le fuere aumentando, más salud tendrá y, cuando tuviere perfecto amor, será su salud cumplida” (CB 11,11). Dolencia, herida, llaga, medicina, pena.
Eulogio Pacho