Natural

El término “natural” (444 veces), su forma adverbial “naturalmente” (86 veces) y “naturaleza” (56 veces) tienen una presencia relevante en los escritos de J. de la Cruz. Sorprende esta presencia en su pensamiento, el cual se desarrolla enteramente en el ámbito sobrenatural de la gracia y de la mística cristianas. El dato es muy significativo. Revela ante todo la consistencia del natural y su función mediadora, dentro del pensamiento espiritual. No obstante, para llegar a la  unión mística con Dios, ha de ser sometido a un proceso de  negación y de purificación. De este modo, queda reintegrado en la comprensión global del ser humano, en su doble dimensión natural y sobrenatural.

I. Consistencia del natural

La naturaleza, creada por Dios, es en sí misma buena. Dios creó todas las cosas para bien del  hombre y para su gloria. Como explica hoy la teología, Dios crea para la salvación. Este dato se halla en el fondo del pensamiento sanjuanista: “Dios no destruye la naturaleza, antes la perfecciona” (S 3,2,7). Aun cuando haya mediado el pecado y el desorden, “el alma desordenada, en cuanto al ser natural está tan perfecta como Dios la crió” (S 1,9,3). “En sí es una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1,9,1). “En ella está morando esa divina luz del ser de Dios por naturaleza” (S 2,5,6).

El itinerario trazado por J. de la Cruz tiene como meta la unión  sobrenatural con Dios, pero contempla previamente los aspectos naturales de la vida humana. Y aun cuando el alma tiene que ir desprendiéndose progresivamente de su habilidad natural, esto es, de su actividad puramente humana, para llegar a la unión, “ha de quedar a salvo en el espíritu humano el mínimo preciso para que Dios pueda entrar en relación con él” (U. Ferrer Santos, Lo natural y lo sobrenatural en San Juan de la Cruz, p. 131).

Este mínimo natural es el concurso de la voluntad, máxima expresión de la singularidad de cada hombre, y que permite que Dios pueda actuar en su interior. Para ello se requiere que la voluntad del hombre esté unida a la de Dios: “El estado de esta divina unión consiste en tener el alma, según la voluntad, con tal transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad solamente de Dios” (S 1,11,2). Entonces “esta voluntad de Dios es también voluntad del  alma” (ib. 3).

Para llegar a esta transformación de la voluntad del hombre en la de Dios, Dios mismo va moviendo con suavidad, gradualmente, adaptándose a la naturaleza del hombre como ser sensitivo y espiritual: “Como quiera que el orden que tiene el alma de conocer, sea por las formas e imágenes de las cosas criadas, y el modo de su conocer y saber sea por los sentidos, de aquí es que, para levantar Dios al alma al sumo conocimiento, para hacerlo suavemente ha de comenzar y tocar desde el bajo fin y extremo de los sentidos del alma, para así irla llevando al modo de ella hasta el otro fin de su sabiduría espiritual, que no cae en sentido. Por lo cual, la lleva primero instruyendo por formas e imágenes y vías sensibles a su modo de entender, ahora naturales, ahora sobrenaturales, y por discursos, a ese sumo espíritu de Dios” (S 2,17,3).

Según esto, los sentidos –y todo lo que de suyo es bueno– ocupan un lugar en la escala ascendente hacia la meta de la  unión. El hombre se sirve de ello para aficionarse a Dios. Así interpreta el Santo el uso de los bienes naturales: “En esta manera se pueden usar, porque entonces sirven los sensibles al fin para que Dios los crió y dio, que es para ser por ellos más amado y conocido… Pero el que no sintiere esta libertad de espíritu en las dichas cosas y gustos sensibles, sino que su voluntad se detiene en estos gustos y se ceba de ellos, daño le hacen y debe apartarse de usarlos” (S 3,24, 5-6).

Es conocido en J. de la Cruz su amor a la naturaleza creada y la descripción que hace de sus perfecciones, enraizadas en su propia subsistencia, a propósito de su diálogo con las criaturas en el Cántico: son obras de Dios, a las que “dejó vestidas de hermosura” (CB 5,3-4). Es conocida también su gran sensibilidad artística, que le lleva a sumergirse en la contemplación de la naturaleza. Esta sensibilidad es la que hace brillar su espíritu, en el que se hallan integrados tanto los sentidos externos como internos del alma. Por eso propone como uno de los hitos del proceso de maduración del espíritu la educación de la vida de sentido, correspondiente a la noche activa del sentido. Representa la integración de los valores del sentido en la vida del espíritu, a partir de la cual el espíritu, a través del sentido, penetra en la verdad de las cosas.

II. Reorientación del natural

Según lo que acabamos de afirmar, la purificación progresiva del sentido y de sus actos naturales, propuesta por J. de la Cruz en el itinerario hacia la unión, no es negación sino educación de la vida de sentido. Este es el significado de la noche oscura del sentido, descrita en el primer libro de Subida. Se trata de apartar los apetitos de los bienes sensibles, imitando a Cristo, que no tuvo en la vida ni en la muerte donde reclinar su cabeza. No consiste en “carecer de las cosas, porque eso no desnuda al alma si tiene apetito de ellas, sino la desnudez del gusto y apetito de ellas” (S 1,3,4).

Para llegar a la unión mística, no sólo hay que renunciar a los deleites sensibles, sino también a los deleites espirituales; implica la muerte a lo espiritual que se basa en las propiedades de la naturaleza creada, al igual que Cristo estuvo falto de consuelo y alivio de todo orden: “No consiste, pues, en recreaciones y gustos, y sentimientos espirituales, sino en una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior” (S 2,7,11). Este es el sentido de la noche oscura del espíritu, descrita en el segundo y tercer libro de Subida; comporta la negación de las actividades naturales de las potencias espirituales: entendimiento,  memoria y voluntad.

Esto quiere decir que para ir a Dios hay que oscurecer estas potencias en sus operaciones naturales, despojándolas y desnudándolas por Dios de todo lo que no es Dios: “Es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios” (S 2,5,7). Sólo así aceptará el alma ser guiada únicamente por Dios hasta la meta de la unión. Es el camino trazado por las tres  virtudes teologales: fe, esperanza y caridad.

La eliminación de los auxilios naturales como medios de unión con Dios se basa, por una parte, en la desproporción entre el medio y el fin; por otra, en la naturaleza misma de la contemplación mística, que es incompatible con el trabajo que supone el ejercicio de las potencias: “Cuanto el alma se pone más en espíritu, más cesa en obra de las potencias en actos particulares, porque se pone ella más en un acto general y puro” (S 2,12,6).

Aunque a los que se inician en la  contemplación, “les conviene a veces aprovecharse del discurso natural y obra de las potencias naturales” (S 2,15, tít.), en cuanto Dios empieza a poner en ellos la “noticia sobrenatural de contemplación”, deben abandonar el discurso de las potencias. En este trance místico “el alma no obra nada con las potencias; que entonces antes es verdad decir que se obra en ella y que está obrada la inteligencia y sabor, que no que obre ella alguna cosa, sino solamente tener advertencia el alma con amar a Dios, sin querer sentir ni ver nada” (S 2,15,2).

Dentro de la misma línea de vaciamiento de las capacidades naturales, propone J. de la Cruz la purgación de la memoria; comprende la negación de las aprehensiones tanto naturales como sobrenaturales, sacando a la memoria “de sus límites y quicios naturales y subiéndola sobre sí, esto es, sobre toda noticia distinta y posesión aprehensible, en suma esperanza de Dios incomprehensible” (S 3,2,3). La misma purgación propone a la voluntad; comprende la negación del  gozo en los bienes temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales, “para que no, embarazada en ellos, deje de poner la fuerza de su gozo en Dios” (S 3,17,2).

Comentando los provechos que se siguen de apartar el gozo de los bienes morales, escribe: El que obra con la voluntad puesta en Dios “hace las obras más acordadas y cabalmente. A lo cual, si hay pasión de gozo y gusto en ellas, no se da lugar; porque, por medio de esta pasión del gozo, la irascible y concupiscible andan tan sobradas, que no dan lugar al peso de la razón, sino que ordinariamente anda variando en las obras y propósitos, dejando unas y tomando otras, comenzando y dejando sin acabar nada; porque, como obra por el gusto, y éste es variable, y en unos naturales mucho más que en otros, acabándose éste, es acabado el obrar y el propósito, aunque sea cosa importante” (S 3,19,2).

En conclusión, así como ninguna cosa que caiga en el conocimiento natural puede ser medio proporcionado de unión con Dios, otro tanto ocurre con la afección de la voluntad. Dios no cae bajo las aprehensiones de las potencias, ni bajo los apetitos y gustos de la voluntad. Por eso sólo la fe es medio proporcionado de unión: “Su aptitud proviene de que es un acompañante que no interpone en las relaciones entre alma y Dios claridad alguna proveniente de las condiciones naturales de las criaturas, sumiendo al entendimiento en una noche oscura” (U. Ferrer Santos, 131).

III. Relación con lo sobrenatural

Lo sobrenatural no se yuxtapone a lo natural, como si se tratara de un simple añadido externo, que nada tuviera que ver con la naturaleza. Su relación es más profunda, como se expone en la voz sobrenatural. Lo natural no sólo cumple una misión mediadora, como hemos señalado; tiene también una función clarificadora respecto a la vida mística. Esta no consiste en fenómenos extraordinarios. Lo extraordinario sólo puede venir de Dios si “cae en mucha razón y ley evangélica”. El ser y la acción sobrenaturales no suplen lo que naturalmente puede lograrse: “A ninguna criatura le es lícito salir fuera de los términos que Dios le tiene naturalmente ordenados para su gobierno. Al hombre le puso términos naturales y racionales para su gobierno” (S 2,21,1).

Hablando de revelaciones, dice el Santo que no es común que Dios dé a conocer por medios extraordinarios lo que las capacidades naturales del alma pueden alcanzar, por la revelación hecha a la Iglesia: “Por cuanto no hay más artículos que revelar acerca de la sustancia de nuestra fe que los que ya están revelados a la Iglesia, no sólo no se ha de admitir lo que de nuevo se revelare al alma acerca de ella, pero (aun) le conviene, para cautela, de no ir admitiendo otras variedades envueltas” (S 2,27,4).

“No será lícito ahora en la ley de gracia preguntar a Dios por vía sobrenatural” (S 2,22, tít.). Y puntualiza: “Porque, ordinariamente, todo lo que se puede hacer por industria y consejo humano no lo hace él ni lo dice, aunque trate muy afablemente mucho tiempo con el alma” (ib. 13). Como el consejo que le dio a Moisés su suegro Jetró: “Aquello era cosa que podía caber en razón y juicio humano” (ib. 14). “Ahora en la Ley Nueva y de gracia”, la única mediación es Cristo: “Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo” (ib. 4).

A la luz precisamente del misterio de Cristo, en su naturaleza divina y humana, adquiere un sentido nuevo la relación entre lo natural y lo sobrenatural, y cómo el sobrenatural es la perfecta realización del natural.

BIBL. — GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix II, Paris 1960, pp. 41-126; URBANO FERRER SANTOS, “Lo natural y lo sobrenatural en San Juan de la Cruz”, en Studium 36 (1986) 131-142; JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “San Juan de la Cruz: su defensa de la razón y de las virtudes humanas”, en AA.VV., Antropología de San Juan de la Cruz, Avila 1988, pp. 37-60; REINARD KÖRNER, “El papel de la razón en la mística sanjuanista”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista III, Valladolid 1993, pp. 195-202.

Ciro García