Niño tierno – en los brazos de Dios

JC aparece siempre sintonizado con los fenómenos naturales, con los gestos ingenuos, con las escenas de intimidad familiar. Hieren su delgada sensibilidad como toque delicado, como regalada llaga, como cauterio suave de “una mano blanda”. Le penetran hasta lo más profundo del ser enamorándole delicadamente y produciendo en él gloriosos vibramientos.

Cuanto ha contemplado con amoroso deleite en la naturaleza acude trasfigurado a su pluma al momento de la escritura; lo revive en clave figurativa, convirtiéndolo en símiles y símbolos. Abundan en la pluma sanjuanista símiles de procedencia familiar y ambiental. Entre los preferidos pueden contarse el del  “lazarillo”, o mozo de ciego, y el del “niño tierno”.

Contemplando la vida espiritual como crecimiento y desarrollo progresivo, a partir del nacimiento en el bautismo, nada más natural compararla con el proceso biológico de la persona humana. Así lo ha hecho la tradición cristiana arrancando de la misma Escritura. Son bien conocidas las innumerables referencias de Jesús a la niñez, así como las frecuentes y plásticas aplicaciones de san Pablo, tanto a su propia vida espiritual como a la de las primitivas comunidades cristianas.

El reclamo de la infancia, como estadio inicial de la vida o como situación peculiar en lo espiritual, es constante e inevitable en todos los maestros de espíritu. Sabido es que  Teresa de Lisieux hizo de la “infancia espiritual” el gozne de su existencia religiosa y de su mensaje eclesial. No es idéntico el caso de fray Juan de Cruz, pero en su temática y en su exposición adquiere relieve muy notable.

Bajo dos consideraciones fundamentales aparece lo infantil en sus páginas. Responden a dos visiones diferentes: risueña una, acongojada la otra. Acaso la más llamativa y conocida es esta segunda. Cualquier lector asiduo ha constatado que JC vuelve con frecuencia sobre una situación espiritual pintada al claroscuro, pero dominada por las sombras. Un diagnóstico severo y preocupante la describe como “infantilismo espiritual”, propio de muchas almas que llevan años en la brega, pero avanzado poco. Personas muy entradas en años, pero espiritualmente inmaduras, con caprichos y gustos de niños. Se creen a veces “por de muy allá”, pero en realidad son “principiantes”. Es corriente en el Santo la equiparación entre “principiantes” e “infantilismo espiritual”.

Sabe perfectamente que la naturaleza no da saltos; que un crecimiento normal y seguro tiene sus comienzos en la niñez, en lo pequeño. Reconoce también con toda claridad que en el orden espiritual se mantienen las mismas leyes de crecimiento y desarrollo propias de la naturaleza humana, porque Dios, en su sabia pedagogía, se acomoda y respeta el dinamismo natural del proceso vital humano (S 2, 17, 2). Existe, por tanto, y tiene que existir, una fase de la vida espiritual propia de los comienzos, de los primeros movimientos, de los pasos titubeantes, del “balbucir más que del hablar”. Todo ello existe y es bueno; necesario para un desarrollo normal y corriente. Es una etapa querida por Dios y a él agradable (S 2, 24, 4; Ll 3, 65).

Cuando JC la emprende contra el infantilismo y amonesta de sus peligros es precisamente porque denota que se ha producido o se produce un estancamiento en el crecimiento espiritual. Estancarse en situaciones propias de principiantes es poner freno a la evolución normal de la vida de la gracia. Como en el crecimiento natural se dan personas llegadas a la madurez biológica que demuestran actitudes psicológicas propias de la infancia, lo mismo sucede en el proceso espiritual. Los principiantes pueden ser personas mayores, aferradas a sus gustos y caprichos espirituales. Niños grandes que por falta del adecuado desarrollo sufren de infantilismo. A esos sujetos es a quienes insta el Santo para que se decidan de una vez a romper amarras, a que en “esto de aprovechar no tengan tanta paciencia, que no querría Dios ver en ellos tanta” (N 1, 5, 3)

Al denunciar el Santo la preocupante sintomatogía del infantilismo espiritual sabe que diagnostica una enfermedad peligrosa: el raquitismo espiritual. Pero no se sirve habitualmente del símil del niño tierno, del “pequeñue1o”. Es el que le agrada y encanta cuando tiene que aludir a la otra vertiente de la infancia: la risueña y feliz de la niñez; la actitud que luego caracteriza permanentemente la vida como postura ante esa “madre” que es Dios.

1. Dios, “padre inmenso y madre tierna”

Aludir al niño pequeño implica referencia primaria y obligada a sus padres. Hablar de la paternidad o maternidad, referidas a Dios en el orden de la gracia, equivale a pensar en categorías humanas que tienen poco que ver con la realidad divina. Los antropomorfismos son obligados, y de ellos se sirve la revelación para manifestarnos las relaciones de Dios con el hombre. En ese marco se colocan las descripciones sanjuanistas cuando trata de explicar el comportamiento de Dios, padre, con el hombre, hijo. Apoyado en la Escritura, JC comprueba cómo es el trato de Dios con el “hijo tierno”, con el “pequeñuelo”, se ilustra y se figura perfectamente en lo que su experiencia y observación le enseñan sobre la ternura de la madre hacia el hijo.

JC se presenta como buen “lazarillo” para encaminar por esa senda de tanta actualidad cuando indaga sobre el rostro femenino y materno de Dios, y que ha recibido solemne espaldarazo en la encíclica de Juan Pablo II (Mulieris dignitatem). Entre las cualidades masculinas y femeninas de Dios recordadas por la Biblia, al Santo le complacen de manera especial las que dicen relación a la paternidad y maternidad. Y esas referencias son dominantes al hablar de la niñez o de la edad tierna del hijo. En el orden de la gracia, Dios da la vida, engendra, alimenta, cuida y conduce. Realiza, pues, funciones paternales y maternales.

Por eso JC lo presenta conjuntamente como padre y madre. Padre con entrañas maternales; madre con poder y dominio de padre. Siempre y en cualquier trance Dios está al servicio del hombre con la servidumbre y el amor de la madre tierna y del padre generoso: “No hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo, ni amor de hermano ni amistad de amigo que se le compare. Porque aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma … que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si él fuese su siervo y ella fuese su señor. Y está tan solícito en la regalar como si él fuese su esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!… Y así, aquí está empleado en regalar y acariciar al alma como la madre en servir y regalar a su niño, criándole a sus pechos. En cual conoce el alma la verdad del dicho de Isaías (66, 12), que dice: A los pechos de Dios seréis llevados y sobre sus rodillas seréis regalados” (CB 27, 16).

Verdadero el oráculo de Isaías, piensa el Santo, porque responde a esa postura maternal de Dios “que tiene los pechos abiertos con tan soberano y largo amor”, como la madre que amamanta a su hijo. En ese gesto amoroso es en el que fray Juan contempla principalmente la condición maternal de Dios. No es el único, ni tampoco es exclusivo el rostro femenino y maternal. Alterna naturalmente con el recuerdo paternal.

En cualquier tramo de la vida y en toda eventualidad Dios se muestra padre amoroso y providente para el hombre. Y hace sin acepción de personas. Es siempre el “Padre de las lumbres, cuya mano no es abreviada” (Is 59, 1). Por ello, “con abundancia se infunde sin acepción de personas do quiera que halla lugar, como el rayo de sol, mostrándose también él a ellos –los hombres– en los caminos y vías alegremente; no duda ni tiene en poco tener sus deleites con los hijos de los hombres de mancomún en la redondez de las tierras” (Ll 1, 15).

Lo que promete y hace con todos, tiene acogida especialísima en quienes saben dar respuesta a su solicitud paternal. Llega a tanto que parece no tiene otra cosa que hacer que cuidar y mimar a las almas generosamente confiadas. Se muestra tan solícito en regalarlas “con tan preciosas y delicadas y encarecidas palabras, y de engrandecerlas con unas y otras mercedes, que les parece –a las almas agraciadas– que no tiene él otras en el mundo a quien regalar, ni otra cosa en qué se emplear, sino que todo es para ellas solas” (Ll 2, 36).

Como padre piadoso y omnipotente alarga sin cesar su mano blanda sin medida. Esa mano divina es tan “generosa y dadivosa, cuanto poderosa y rica”. Por eso dispensa constantemente “ricas y poderosas dádivas al alma cuando se abre para hacerle mercedes”. Hasta cuando se muestra “dura y rigurosa, tocando un tantico ásperamente”, es mano “amigable y suave”, que “llaga para sanar y castiga para regalar”. Es siempre “mano misericordiosa de Padre” (Ll 2, 26).

Padre de bondad y largueza que sienta a todos los hombres a la mesa de sus dones como a hijos queridos, “porque a los hijos les es dado comer con su Padre a la mesa y de su plato” (S 1, 6, 2). Cuida atentamente y con sabia pedagogía del alimento que les conviene según las circunstancias, condescendiendo incluso “con tristeza” a los caprichos.

2. Solicitud materna de Dios

De Dios procede la vida de la gracia (amén de la natural) al igual que el crecimiento y desarrollo de la misma. Él es el “principal agente y el mozo de ciego” en el camino” (Ll 3,29; 3, 65). Y “hace más en limpiar y purgar un alma que en criarla de nonada” (S 1, 6, 4). Sale siempre al encuentro de quien le busca, y más busca él a las almas que éstas a él (Ll 3, 28). Y lo hace con cada una como si no tuviera otra cosa que hacer (Ll 2, 36).

Aunque “es condición de Dios llevar antes de tiempo consigo a las almas que mucho ama, perfeccionando en ellas en breve tiempo … lo que en todo suceso por su paso pudieran ir ganando” (Ll 1, 34), respeta el curso normal y las leyes del desarrollo. Por él se acomoda al paso de cada alma, sin forzar a nadie (CB 23, 6). Va “perfeccionando al hombre al modo del hombre, por lo más bajo y exterior, hasta lo más alto e interior” (S 2, 17, 4). Sólo que “tiene por condición de ir dando más a quien más tiene, y que le va dando es multiplicadamente según la proporción de que antes el alma tiene” (CB 33, 8). Todo se reduce a “dar más gracia por la gracia que ha dado” (CB 32, 5; can 32-33).

Dentro de esa pedagogía divina, resulta claro para JC que Dios sigue la ley del amor maternal y trata con mayor cuidado y atención al “niño tierno” que al “pequeñuelo” o al ya crecido y robusto en la vida del espíritu. Crianza y educación siguen los pasos habituales en el plano humano.

JC siente predilección por la escena encantadora de la madre amamantando a su hijo. Ninguna otra representa más al vivo el rostro humano y la obra materna de Dios que ésta. Dios da al alma su pecho y ésta deja su rostro reclinado sobre el seno del Amado (CB 27; N can. 6-8). Al hablar de los pechos que alimentan al alma, el Santo distingue constantemente los que dan vida, que son los de Dios, y los que engordan únicamente apetitos y sentidos, que son los “pechos de la madre Eva”, es decir, de la concupiscencia natural (CE 23). Según que el alimento proceda de unos o de otros, habrá crecimiento o anemia espiritual.

De una consideración aséptica y genérica JC pasa a una descripción plástica, llena de encanto y belleza. “Dar el pecho uno a otro –dice– es darle su amor y amistad y descubrirle sus secretos como a amigo”. Afirmar que Dios da al alma su pecho es decir que le comunica “su amor y sus secretos” (CB 27, 4). La comparación entonces se limita a ver a Dios como amigo; que se indica habitualmente con la expresión “abrir a uno el pecho”, es lo mismo que decir: confidenciarse con él. Nadie hace más y mejor que la madre. Pero eso no se corresponde con sus funciones más propias y específicas: dar la vida y el alimento para desarrollarla.

Es lo que realiza Dios con las almas, según la descripción gráfica de fray Juan: “La amorosa madre de la gracia de Dios, luego que por nuevo calor y hervor de servir a Dios reengendra al alma … la hace hallar dulce y sabrosa la leche espiritual sin algún trabajo suyo en todas las cosas de Dios, y en los ejercicios espirituales gran gusto, porque le da Dios aquí su pecho de amor tierno, bien así como a niño tierno”.

El cuidado amoroso de Dios con el alma sigue esta conducta: “Ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando, al modo que la amorosa madre hace al niño tierno, al cual al calor de sus pechos lo calienta, y con leche sabrosa y manjar blando y dulce le cría, y en sus brazos le trae y regala. Pero, a la medida que va creciendo, le va la madre quitando el regalo y, escondiendo el tierno amor, pone el amargo acíbar en el dulce pecho, y, abajándole de los brazos, le hace andar por su pie, porque, perdiendo las propiedades de niño, se dé a cosas más grandes y sustanciales” (N 1, 1, 2).

Tiene aplicación notablemente diferente en la pluma sanjuanista otra descripción frecuente del niño a los pechos de la madre. El no tener que esforzarse para recibir el alimento no indica impotencia o incapacidad. Equivale espiritualmente a una situación en que el alma ha superado el aprendizaje y las primeras dificultades en la oración y recibe pacíficamente la comunicación divina en el sosiego de la contemplación amorosa. “Porque le acaece -escribe fray Juancomo a niño que, estando recibiendo la leche, que ya tiene en el pecho allegada y junta, le quitan el pecho y le hacen que con la diligencia de su estrujar y manosear la vuelva a sacar y juntar” (S 2, 14, 3).

Aunque en contexto diverso y con diferente aplicación, el símil de la madre que amamanta a su pequeñuelo le sirve al Santo para recordar la ternura maternal de Dios con las almas. En cada momento de la vida las nutre y ofrece el alimento adecuado. No siempre ellas saben aprovecharse oportunamente. Prefieren a veces otros manjares menos nutritivos, incluso peligrosos. No saben corresponder a la delicadeza divina.

3. Patear y llorar, resistencia infantil del hombre

En el camino de gracia y de la santidad la iniciativa corresponde siempre a Dios. Todo lo que el hombre puede hacer, según piensa JC, es secundar la obra de Dios, dejarse llevar de él, que es guía seguro. El hombre lo único de que es capaz es de disponerse a la acción divina y acogerla con plena docilidad. No es frecuentemente así. Sus resistencias y pinitos demoran la marcha y entorpecen el camino.

Con frecuencia el hombre se comporta como niño rebelde y gruñón, que se empeña en caminar cuando aún no sabe hacer o no es tiempo de el. También JC ha captado la escena en muchas ocasiones y la ha plastificado en la aplicación espiritual: “Porque hay almas que, en vez de dejarse a Dios y ayudarse, antes estorban a Dios por su indiscreto obrar o repugnan, hechas semejantes a los niños que, queriendo sus madres llevarlos en brazos, ellos van pateando y llorando, porfiando por se ir ellos por su pie, para que no se pueda andar y, si se anduviere, sea al paso del niño” (S pról. 3; Ll 3, 66).

También a este respecto, lo que sirve de referencia no es la edad ni el nivel espiritual del alma. Lo decisivo es el comportamiento. Siempre que el espiritual se empecina en sus criterios, en sus modos y esfuerzos, al margen de lo que inspira y quiere Dios, imita el gesto del niño travieso. “En lo cual es como el muchacho que, queriéndole llevar su madre en brazos, él va gritando y pateando por irse por su pie, y así ni anda él ni deja andar a la madre” (Lla 3, 66).

Esas resistencias se hacen más pertinaces cuando llega la hora de valerse la criatura por sí misma. Cuando Dios quiere efectivamente que el hombre camine por su pie, como cuando la madre aparta al niño del pecho y le enseña los primeros pasos. Los espirituales todavía tiernos y principiantes se aferran a sus “niñerías” y a sus caprichos. A veces, en lugar del alimento que entonces se les brinda, se apegan al jugo de los gustos sensibles: “a los apetitos y pasiones que son los pechos y la leche de la madre Eva en nuestra carne” (CB 22, 8).

Mientras no se “atajare aquel principio de gusto y apetito sensitivo”, no habrá crecimiento en la virtud ni se superarán las niñerías. No se contará con fuerzas suficientes para caminar mientras no se “vayan enjugando los pechos de la sensualidad” con que se crean y sustentan los apetitos (N 1,13,13). Todo que ata y detiene no “es más que un hilo y que un pelo”, pero por no “desasirse de una niñería”, que dijo Dios que había que vencer por él, no “solamente no van adelante, sino que, por aquel asimiento, vuelven atrás, perdiendo lo que en tanto tiempo y con tanto trabajo han caminado y ganado, porque ya se sabe que, en este camino, el no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo” (S 1,11,5).

4. Pedagogía materna de Dios

Para fray JC esa conducta pueril de gustos y niñerías es la distintiva de los “principiantes” en el camino espiritual. Normalmente tardan muchos años en llegar a la adolescencia o fase de “aprovechados”. Van progresando acompañados siempre maternalmente por la mano blanda del “inmenso Dios”. Cuida de ellos y los educa como la más tierna y amorosa de las madres. Usa de todos los recursos de la más exquisita pedagogía. Son siempre hijos tiernos que necesitan comprensión y paciencia. Hay que guiarlos paso a paso según edad y necesidades.

Enseñando a andar

Prosiguiendo la comparación del niño pequeño con los “principiantes”, razona JC: ‘’Así como el niño es menester que quiera tomar el pecho para sustentarse, hasta que sea mayor para poderle dejar, así ha menester dejar el pecho, para hacer su paladar a manjar más sustancial y fuerte”. Y continúa el raciocinio: las cosas del sentido y que de ellas se puede sacar “son ejercicio de pequeñuelo”, por tanto, ha de superarse, porque si el alma se quisiese siempre asir a ellas y no desarrimarse de ellas, nunca dejaría de ser pequeñuelo niño, y siempre hablaría de Dios como pequeñuelo, y sabría de Dios como pequeñuelo, y pensaría de Dios como pequeñuelo; porque asiéndose a la corteza del sentido, que es el pequeñuelo, nunca vendría a la sustancia del espíritu, que es el varón perfecto” (S 2,17,6 ss.).

Para que no se produzca semejante estancamiento ni se deteriore el crecimiento interviene la amorosa madre quitándole al “pequeñuelo” los pañales. Dado que “el estilo que llevan los principiantes en el camino de Dios es bajo y frisa mucho en su propio amor y gusto… queriendo Dios llevarlos adelante” procede del modo siguiente: “Sintiéndolos ya algo crecidillos, para que se fortalezcan y salgan de mantillas los desarrima del dulce pecho y, abajándolos de sus brazos, los beza a andar por sus pies; en lo cual sienten ellos gran novedad porque todo se les ha vuelto al revés” (N 1, 8,3).

La novedad se debe a que acontece a los espirituales “como al niño cuando le apartan del pecho de que estaba gustando a su sabor”. Como “se les acaba aquel gusto y sabor, naturalmente queda el natural desabrido y desganado” (N 1,5.2; cf. N 2,16,4; Ll 3,32.37).

Es un día de fiesta en la historia del alma. Algo parecido, cuenta el Santo, a la que hizo Abraham “cuando quitó la leche a su hijo Isaac” (Gn 21, 8), porque, añade: “Se gozan en el cielo de que ya saque Dios a esta alma de pañales, de que la baje de los brazos, de que la haga andar por su pie, de que también, quitándola el pecho de la leche y blando y dulce manjar de niños, la haga comer pan con corteza, y que comience a gustar el manjar de robustos” (N 1,12,1).

“Pan con corteza”, exigencia de crecimiento espiritual

En la visual sanjuanista el quitar Dios el pecho al alma equivale a superar la etapa de “principiante” y pasar a la de aprovechado. Se contradistingue por el paso de la meditación a la contemplación y por el dominio de la espiritualidad sobre la sensualidad (S 2,16,4; N 1, 910; Ll 3,32.37). Aunque el símil usado pudiera sugerir un tránsito repentino o muy breve, las explicaciones añadidas en el contexto describen como proceso largo y a veces penoso. Se supera felizmente gracias a la asistencia maternal de Dios, que sigue cuidando de las almas aún tiernas con sabia pedagogía.

En el proceso formativo o educativo JC sigue dando referencias comparativas al niño y a su comportamiento. Lo hace volviendo sobre los manjares y los caprichos más frecuentes y comunes. Por contraste resalta la atención bondadosa de Dios, siempre padre bueno y madre tierna.

Mientras los espirituales se mantienen asidos al “gusto y consuelo en el obrar”, no van adelante en el camino de la perfección si no se acomodan al trato que Dios les propone. Es precisamente cuando “en sus obras y ejercicios no hallan gusto y consuelo”, cuando Dios los quiere llevar adelante. Lo hace “dándoles el pan duro, que es el de los perfectos, y quitándoles la leche de niños, probándolos el apetito tierno para que puedan gustar el manjar de grandes”. Sucede que “comúnmente ellos desmayan y pierden la perseverancia de que no hallan el dicho sabor en sus obras” (S 3,28,7).

Por desgracia, son pocos los espirituales que se percatan de los bienes que pierden y de la abundancia de espíritu que desprecian, “por no querer ellos acabar de levantar el apetito de niñerías”. Se repite el caso de quienes no supieron saborear todos los gustos que contenía el maná (S 1,5,4).

Ante esa falta de perseverancia y de confianza, Dios vuelve a mostrar su interminable paciencia y su trato delicadamente materno. Se preocupa de buscar el alimento apetecido, aunque no sea el más adecuado y conveniente. No hace otra cosa que condescender con el niño que aún necesita comprensión y caprichitos para no desanimarse.

La descripción sanjuanista, aunque larga, no tiene desperdicio por su oportunidad y belleza: “Está un niño pidiéndole -al padre de familia de un plato, no del mejor, sino del primero que encuentra; y pídele de aquél porque él sabe comer de aquél más que de otro. Y como el padre ve que aunque le dé del mejor manjar no ha de tomar, sino aquel que pide, y que no tiene gusto sino en aquél, porque no se quede sin su comida y desconsolado, dale de aquél con tristeza …

A la misma manera condesciende Dios con algunas almas, concediéndoles que no les está mejor, porque ellas no quieran o no saben ir sino por allí. Y así, también algunas alcanzan ternuras y suavidad de espíritu o sentido, y dáselo Dios porque no son para comer el manjar más fuerte y sólido de los trabajos de la cruz de su Hijo, a que él querría que echasen mano más que a otra alguna cosa” (S 2,21,3).

Feliz y sugerente es otra comparación sanjuanista para destacar la pedagogía divina con las almas frágiles, a semejanza de lo que usan las madres con los pequeños para educarlos convenientemente. Como los “niños de dijes”, así andan los imperfectos o principiantes que se cargan de imágenes, rosarios bien curiosos, reliquias, nóminas y otros objetos. Ponen en ellos toda su devoción y santidad, de modo que no alcanzan la “sustancia de la devoción” ni la pobreza de espíritu necesaria para crecer (N 1,3,1).

Es absolutamente necesario para ir adelante desnudarse de todos esos gustos y apetitos; “porque el puro espíritu muy poco se ata a nada de esos objetos”. Lo que resultaría contraproducente sería proceder sin la debida prudencia y precipitando las cosas. Al niño no se le puede tratar como al adulto; no es capaz de superar sus gustos pueriles de un golpe. La madre sabe comprender y se adapta a sus exigencias cuando son positivas para la formación. Es lo que hace Dios con las almas, según asegura JC: “Conviene advertir que a los principiantes bien se les permite, y aun les conviene, tener algún gusto y jugo sensible acerca de las imágenes, oratorios y otras cosas devotas visibles, por cuanto aún no tienen destetado y desarrimado el paladar de las cosas del siglo, porque con este gusto dejen el otro; como al niño que, por desembarazarle la mano de una cosa, se la ocupan con otra porque no llore, dejándole las manos vacías” (S 3,39,1).

Dura y de cruel penuria fue la infancia de Juan de Yepes, pero la naturaleza fue pródiga con él en dotes de observación y penetración. Si en el hogar faltó el holgado bienestar de la riqueza, abundó el cariño y el amor. Juan aprendió a poner cada cosa en su sitio: en el primer puesto el valor supremo: el amor que se entrega sin reservas, como el amor de la madre.

Las muestras más cautivadoras por él vistas y experimentadas de ese amor maternal le sirvieron luego para recordar a las almas que es el amor infinito de Dios, vuelto padre inmenso y madre tierna. Frente a su conducta siempre paternal, el hombre se comporta con frecuencia como niño llorón y recalcitrante. Dios tiene que alimentarle, guiarle, sacarle de pañales y mantillas, avezarle a caminar y darle manjar fuerte y sólido.

Cuando las almas generosas superan el infantilismo espiritual o su actuar de principiantes, se van dando cuenta de la paciencia divina en esperarles y acompañarles cual madre complaciente y cuidadosa. No les abandona cuando se sienten mayorcitos o aprovechados, pues “todavía entienden de Dios como pequeñuelos, y hablan de Dios como pequeñuelos, y saben y sienten de Dios como pequeñuelos” (N 2,3,3). Cuando él les vea fuertes y robustos adoptará otra pedagogía: la de la prueba de la noche. No son ya niños tiernos ni pequeñuelos espiritualmente. Necesitan otro trato.

E. Pacho