“Olvido de lo criado, Memoria del Criador, Atención a lo interior, Y estarse amando al Amado”.
En esta breve letrilla, queda resumido el sentido hondo y radical del olvido sanjuanista, el sentido místico del olvido. El olvido no es sólo la negación de una potencia espiritual –la memoria–, ni el olvidar un medio entre otros, para llegar al fin de la unión con Dios; el olvido es mucho más, es un modo de estar, contrapunto del recuerdo amoroso de Llama. El alma que ha llegado a su ser en Dios, su verdadero ser, es toda olvido. Contrariamente al alma como ser en el mundo, que se vive como cuidado, pues el cuidado y la preocupación son constitutivos de nuestra existencia finita en el tiempo, según ha puesto de manifiesto la filosofía de este siglo (Heidegger en Ser y Tiempo).
El verbo olvidar aparece, sobre todo, y con gran frecuencia en el libro 3 de la Subida, esto es lo lógico, puesto que en dicho libro se trata de la purificación de la memoria. Su actividad natural de aprehensión de los objetos se ve suspendida y como contravenida: “En todas las cosas que oyere, viere, oliere, gustare o tocare, no haga archivo ni presa de ellas en la memoria, sino que las deje luego olvidar, y lo procure con la eficacia, si es menester, que otros acordarse” (S 3,2,14). En este sentido hay una psicología implícita de la memoria y el olvido, que presupone un esquema de conocimiento clásico, de tipo tomista, pero que lo sobrepasa.
El hombre capta el mundo por los sentidos exteriores, la imaginación y la memoria, a modo de sentidos internos, hacen presa y archivo de lo percibido, y, en último término, el entendimiento abstrae y conoce. Pero ciertamente, si el esquema fuera tan simple, no tendría sentido que J. de la Cruz se ocupara tan ampliamente, no ya de la memoria, sino del olvido, cuyas referencias desbordan, con mucho, los capítulos de la purificación de esta potencia. Referencias diseminadas en Llama, en Cántico, en los poemas o en las Cautelas y Cartas, que a renglón seguido trataremos de unificar e interpretar.
El olvido, en los momentos clave de la experiencia mística, por tanto, en aquellos textos que se refieren no ya a procesos, sino a estados culminantes que corresponden a la unión, el olvido es sinónimo de soledad y recogimiento. Es el modo de existencia teologal del alma enamorada, que no pertenece al mundo, aunque esté en el mundo y en la carne, ni se define por su temporalidad, pues en el tiempo vive ya entregada al sabor de los años eternos: “Y la memoria que de suyo percibía sólo las figuras y los fantasmas de las criaturas, es trocada por medio de esta unión a tener en la mente los años eternos” (LlB 2, 34). El tiempo mismo es para ella pasión de amor, es decir paciencia y ofrenda, según queda expresado a partir del extásis amoroso de la canción 13 de Cántico. Con esta doble perspectiva de Cántico y Llama en el horizonte han de leerse los consejos y advertencias de Subida: “Por tanto, estando en tal lugar, olvidados del lugar, han de procurar estar en su interior con Dios, como si no estuviesen en el tal lugar” (S 3,43,2).
Desde que se expone en Subida el tema de la purificación de la memoria, explicando los daños que de la fijación en la potencia rememorante se derivan: engaño, turbación del ánimo, tristeza, etc., hay una intensidad creciente en la vivencia del olvido. Esta intensidad es correlativa de la profundización de la conciencia mística que se va produciendo, a medida que, tras la purificación del apetito y las potencias, se apartan de la vista espiritual los objetos de aprehensión exterior, y al mismo tiempo, los espacios interiores, psíquicos, desde los que esas aprehensiones se realizan, se van despejando. Por esto, para distinguir con más claridad el alcance y sentido de esta realidad antropológica y espiritual que es el olvido, en la obra sanjuanista, vamos a analizarlo por partes.
I. Olvido como purificación
El olvido como purgación o transposición de la memoria se entiende como actividad contraria al movimiento natural de recordar: “Se vacía y purga la memoria … y queda olvidada y a veces olvidadísima, que ha menester hacerse gran fuerza y trabajar para acordarse de algo” (S 3,2,5). Este movimiento inicial se presenta como extremadamente violento, y no lo podríamos aceptar, si no fuera por el esquema lineal de la exposición que nos ha anunciado que esta situación paradójicamente es la de “la memoria embebida en un sumo bien” y se debe a que “aquella divina unión la vacía la fantasía y la barre de todas las formas y noticias, y la sube a lo sobrenatural” (S 3,2,4).
Frente a tal colapso de olvido, lo primero que surge es la objeción, el propio autor así lo siente, y sale al paso de ella, pensando en el posible lector de su obra: “Dirá alguno que bueno parece esto, pero que de aquí se sigue la destrucción del uso natural y curso de las potencias, y que quede el hombre como bestia, olvidado, y aun peor, sin discurrir ni acordarse de las necesidades y operaciones naturales” (S 3,2,7). Inmediatamente responde: “A lo cual respondo que es así, que cuanto más va uniéndose la memoria con Dios, más va perfeccionando las noticias distintas hasta perderlas del todo, que es cuando en perfección llega al grado de unión. Y así, al principio, cuando ésta se va haciendo, no puede dejar de traer grande olvido acerca de todas las cosas, pues se le van rayendo las formas y noticias” (S 3,2,8).
El olvido psicológico (no acordarse) es un estado de transición en el cambio radical de orientación que tiene lugar en la noche; conversión de la tensión natural (posesiva) de la memoria, sacándola de sus quicios naturales y subiéndola sobre sí– hacia su próximo despliegue sobrenatural “en suma esperanza de Dios incomprehensible” (S 3,2,2). El olvido es la noche real de la potencia rememorante, como el “nescivi” lo es del entendimiento, y la aridez y sequedad afectivas lo son de la voluntad. En este primer momento, que podríamos llamar negativo, el olvido se presenta, pues, como cese brusco de la actividad de la memoria, por su “absorbimiento” en Dios.
El contacto, que empieza a ser sustancial, entre el polo divino y el humano ha de ser necesariamente violento en su fase de adaptación, puesto que la parte más frágil, la criatura, no está aún bien dispuesta, de aquí el sacudimiento que sufre la memoria en estos toques: “Y como Dios no tiene forma ni imagen que puede ser comprehendida de la memoria, de aquí es que cuando está unida con Dios … se queda sin forma ni figura, perdida la imaginación y embebida la memoria en sumo bien, en grande olvido, sin acuerdo de nada … Y así es cosa notable lo que a veces pasa en esto, porque algunas veces cuando Dios hace estos toques de unión en la memoria, súbitamente le da un vuelco en el cerebro (que es donde ella tiene su asiento) tan sensible, que le parece que se desvanece toda la cabeza y que se pierde el juicio y el sentido” (S 3,2,4-5). Después se queda en suspensión, como “en olvido y sin tiempo”, esta situación ya se había descrito con menos violencia en (S 2,14,10-11). Incluso la memoria actual automática, sobre la que se asienta la continuidad habitual del tiempo vivido, parece alterarse, como ya hemos señalado, hasta el punto que “ha menester hacerse gran fuerza y trabajar para acordarse de algo” (S 3,2,5). Estos trastornos psicofísicos ocurren al principio, porque después “que llega a tener el habito de la unión, que es un sumo bien, ya no tiene esos olvidos en esa manera en lo que es razón moral y natural; antes en las operaciones convenientes y necesarias tiene mucha mayor perfección” (S 3,2,8).
Lo que aparece a primera vista como una paradoja de destrucción, queda esclarecido si hacemos la distinción, con Marcel de Corte, entre los planos psicológico y ontológico del ser humano, y, por tanto, de la incidencia que las distintas actividades mentales, con su consiguiente suspensión en la ascesis, tienen en esos planos (L’ expérience mystique chez Plotin et chez Saint Jean de la Croix). El olvido, como actividad negadora, no ataca a la memoria profunda del ser espiritual, sino a la memoria empírica o psicológica, por lo que justamente despeja la capacidad del ser espiritual profundo y unitario, –el de “las profundas cavernas del sentido”–, más allá de su diversificación en potencias.
II. Dimensión moral del olvido
Tomando la metáfora de la socavación entrañal –ahondamiento espiritual sugerido en la imagen de las cavernas–, en el desarrollo procesual de la experiencia mística nos adentramos ya en un segundo nivel, más profundo, y por tanto más significativo existencialmente hablando; nos encontramos en la dimensión moral del olvido: en relación con el mundo, o sea con el objeto. Antes hablamos de la actividad (psicológica) de olvidar, ahora tratamos de un estado, o actitud interna, un estado que significa una opción de libertad del sujeto moral, que se autodetermina como tal sujeto al relacionarse, desear y decidir sobre los objetos del mundo. Esta distinción se entiende a la luz de la demarcación existencial de la memoria que hicimos en otro lugar (M. S. Rollán, Demarcación existencial de la memoria sanjuanista), en la que podemos distinguir planos: en primer lugar, tenemos la memoria de las cosas como objetos que configuran un mundo, una vez configurado este mundo significativo para un sujeto; hablamos, en segundo lugar, de la memoria de sí misma, sujeto del rememorar, y finalmente, en cuanto nos referimos al horizonte espiritual y místico en que esta potencia cobra su verdadero sentido, al modo agustiniano, a la vez que se despliega, liberándose del mundo, hablamos de memoria de Dios.
Así, en el tratamiento del olvido, el segundo momento se distingue por la prosecución de un bien moral, que consiste en el dominio de las pasiones: “Esta rienda y freno no la puede tener de veras el alma no olvidando y apartando cosas de sí, de donde le nacen las afecciones. Y nunca le nacen al alma turbaciones si no es de las aprehensiones de la memoria; porque olvidadas todas las cosas, no hay cosa que perturbe la paz ni que mueva los apetitos” (S 3,5,1). Se persigue, pues, no como finalidad moral en sí, sino como vía de despejamiento y acceso a otros estratos más profundos, la tranquilidad de ánimo, la serenidad, una cierta apatheia, en el estilo de la sabiduría filosófica clásica. “Pero aunque otro provecho no se siguiese al hombre que las penas y turbaciones de que se libra por este olvido y vacío de la memoria, era grande ganancia y bien para él” (S 3,6,3). Coincidencia pasajera la de este talante de impasibilidad moral, en un espíritu apasionado como el sanjuanista, que expresará su culminación en la pasión desbordante de Llama con el símbolo del fuego.
Pero ciertamente, antes de que el olvido se torne “como un río de paz, en que le quitará todos los recelos y sospechas, turbación y tinieblas que le hacían temer que estaba o que iba perdida” (S 3,3,6), antes de que este caudal de contemplación fluya por los cauces de lo eterno, libre de vuelcos y convulsiones, ha de sufrir todavía el alma “en aflicción y angustia acerca de la memoria” (N 2,4,1). Entre la enajenación y doloroso absorbimiento de la memoria en Dios, y la expansión teologal de la conciencia en el vuelo libre de la esperanza, se extienden diversas capas de olvido. Se trata de un olvido que, si en el primer momento tiene sabor a muerte, más adentro tiene la forma de una espera. Una vez desamarrada la presencia tensa del yo a sí mismo, la angustia se disolverá en un olvido de carácter positivo, aquel en cuyo fondo, no ya sombrío, sino iluminado, germina la esperanza. De modo que el olvido es, en este su significado moral, como una forma de desenganche respecto a sí mismo, “saliendo de sí misma por olvido de sí, lo cual se hace por el amor de Dios” (CB 1,20), nos encontramos en los inicios de Cántico en un punto de arranque de un movimiento de expansión amorosa, y de acogida del otro, según la bella intuición de Ballestero. La tensión rememorante que era incurvación sobre sí y autocompasión narcisista acompañada de miedos y recelos de perderse, se suelta, se liberan así los fondos morbosos de la nostalgia que colorea ese afán obsesivo y escrupuloso de discernimiento imposible; siguiendo el alma la consigna que se le proponía de “no querer aplicar su juicio para saber que sea lo que en sí tiene y siente” (S 3,8,5), logrará que “la memoria se quede callada y muda y sólo el oído del espíritu en silencio a Dios” (S 3,3,5).
El olvido se tornará descanso y quietud, acceso a un fondo de estabilidad moral y espiritual, clausura de la extraversión indeterminada de los apetitos, “convendrá que … olvidadas todas las tuyas cosas y alejándote de todas las criaturas, te escondas en tu retrete interior” (CB 1,9), escondimiento y recogimiento de la dispersión en la que se ejercitaban las potencias. Con ello se viene a instaurar, sin embargo, un nuevo modo de apertura: al ser de Dios en quien el alma tiene su más profundo centro, “memoria del Criador”, espera de Aquel que vendrá, estando las puertas cerradas, y se extenderá sobre ella como río de paz, sin que el obrar o discurrir de las potencias sepa cómo (S3,3,6). La angostura se torna amorosa acogida, pues “el tiempo y caudal del alma que había de gastar en esto y entender con ello”, lo va a emplear desde ahora “en otro mejor y más provechoso ejercicio, que es el de la voluntad para con Dios” (S 3,13,1).
III. Olvido como salvación
Llegamos así al verdadero sentido –espiritual– del olvido: el olvido es salvación, pues el cuidado de la memoria hacía de la condición humana una condición enferma, que es sanada en la experiencia mística, por la purificación de la noche, entendida como olvido. Por el olvido adviene el perdón o restauración de la propia vida, que estaba dañada, según se expresó más arriba, por ponerse en las aprehensiones de la memoria. Esta sanación es la que experimentaban los enfermos o pecadores que se encontraban verdaderamente con Jesús. A este propósito es ilustrador el texto de Llama que se refiere a la Samaritana: “Y la Samaritana olvidó el agua y el cántaro por la dulzura de las palabras de Dios” (LlB 1,6). Este olvido se presenta como una enorme fuerza de crecimiento y de gracia, una fuerza realmente liberadora y sanadora. El apego al recuerdo se oponía a esta libertad. Es la superación de las últimas formas de resistencia (servidumbre del pecado en la que se encuentra el hombre viejo) de un alma desasida, de un deseo –metaforizado en la sed– en vías de transfiguración, de una conciencia purificada y abierta a la memoria del origen, que es aspiración del Espíritu: “Tiene en sí el alma, mediante este olvido y recogimiento de todas las cosas, disposición para ser movida del Espíritu Santo y enseñada por él” (S 3,6,3).
Nos hallamos ante una memoria ingrávida que no se revuelve ya sobre sí, que no hace acopio de recuerdos, ni sentimientos, que no mistifica la nostalgia, que no se apesadumbra sobre el pasado irreversible, y tampoco se refugia en él, flaquezas sobre las que insisten los Dichos, las Cautelas y Cartas, y aún algunos consejos de Subida. El olvido místico ha trastocado la potencia espiritual y la ha devuelto a su ser como “memoria de predestinación y radicación en la eternidad amorosa de Dios”, como señala O. González de Cardedal (Misterio, memoria y mística).
Este aspecto del olvido parece estar menos desarrollado en un discurso racional y lógico, como era el de la purificación de la memoria en Subida. Como suele ocurrir, al adentrarse más en la dimensión del misterio, el místico abandona las explicaciones y se entrega al lenguaje poético. El olvido como sinónimo de soledad, sueño amoroso y recogimiento, que es, como apuntábamos al comienzo de estas líneas, el estar en su ser del místico, con el cesamiento de los cuidados del mundo que parece desdibujarse, lo encontramos sobre todo poetizado, en unos pocos versos de gran densidad espiritual:
“Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”.
Vienen a coincidir el final del poema de Noche –sin explicar, como sabemos– y el final de Llama, “recuerdo amoroso” de una alma donde “secretísimamente mora el Amado, con tanto más íntimo e interior y estrecho abrazo cuanto ella está más pura y sola de otra cosa que Dios” (LlB 4,14). Paradójicamente el recuerdo y el olvido se encuentran. Incluso el final de Cántico, después de entrarse la Esposa en “el huerto deseado”, “ya cosa no sabía”. “La razón es porque aquella bebida de altísima sabiduría de Dios que allí bebió le hace olvidar todas las cosas del mundo” (CB 26,13). El olvido del alma enamorada es una forma sublime de pobreza, y de gracia a la vez, pues “andando enamorada / me hice perdidiza y fui ganada” (CB 30,9). El olvido es descanso y quietud. Por eso J. de la Cruz puede cantar, después de tantas peripecias entre la ausencia doliente del Amado y la presencia deseada: “¡Oh dulcísimo amor de Dios mal conocido! El que halló sus venas descansó” (Av 16).
En último lugar, con otro sentido diferente, en realidad completamente opuesto al que hemos expuesto, J. de la Cruz se refiere al olvido para hablar del alma que olvida a Dios, esto equivale al olvido o renunciamiento de su propio ser. Es como el alma vuelta del revés o desfondada, que queda recogida tan dramáticamente en la imagen de Ezequiel al exponer el místico la purificación de los apetitos: “Y los varones que estaban en el tercer aposento, son las imágenes y representaciones de las criaturas, que guarda y revuelve en sí la tercera parte del alma que es la memoria. Las cuales se dice que están vueltas las espaldas contra el templo porque, cuando ya, según estas tres potencias, abraza el alma alguna cosa de la tierra acabada y perfectamente, se puede decir que tiene las espaldas contra el templo de Dios, que es la recta razón del alma, la cual no admite en sí cosa de criatura” (S 1,9,6). En el libro 3º de Subida se encuentran algunas alusiones a este estado, en concreto del alma, perdida por la avaricia, que ha hecho del dinero su dios (S 3,19,8). Pero sobre todo queda bellamente recogida esta idea, del olvido de Dios, no exenta de un eco de dolor y arrepentimiento en los Dichos: “Secado se ha mi espíritu porque se olvida de apacentarse en ti” (Av 38).
También en el Romance sobre el salmo “super flumina Babylonis”, la fuente del amor, es la fuente de vida, que no ha de ser olvidada en tierras de exilio, bajo pena de callar en una mudez de muerte, “con mi paladar se junte / la lengua con que hablaba, / si de ti yo me olvidare / en la tierra do moraba”; mudez contraria, ésta, al silencio en medio de la gloria que festeja y recrea el alma en el recuerdo de Dios, del final de Llama: “En la cual aspiración llena de bien y gloria y delicado amor de Dios, yo no querría hablar ni aún quiero, porque veo claro que no lo tengo de saber decir” (LlB 4, 17).
BIBL. — MANUEL BALLESTERO, Juan de la Cruz: de la angustia al olvido, Península, Barcelona 1977; JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’ expérience mystique, 2ª ed. Alcan, Paris 1931; PEDRO CEREZO GALÁN, “La antropología del espíritu en Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, Pensamiento III (1993) 127-154; MARCEL DE CORTE, “L’expérience mystique chez Plotin et chez saint Jean de la Croix”, en EtCarm 20, (1935) 164-215; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, “Misterio, Memoria, Mística”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, Pensamiento III (1993) 429-453; HENRI SANSON, L’esprit humain selon saint Jean de la Croix, PUF, Paris 1953; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, Extasis y purificación del deseo, Avila, 1991; Id. “El tiempo vivido en san Juan de la Cruz”, en Cuadernos Salmantinos de Filosofía, XV (1988); Id. “El vaciamiento del yo: una aproximación a la introspección sanjuanista”, en Antropología de san Juan de la Cruz, Avila 1988; Id. “Demarcación existencial de la memoria sanjuanista”, en SJC 10 (1994) 173-188; ANTOINE VERGOTE, Dette et désir; deux axes chrétiens et la dérive pathologique, Seuil, Paris 1978.
María del Sagrario Rollán