Presencia de Dios

Si para cualquier ser humano normal, como rubrica nuestra propia experiencia, la cercanía del ser amado es siempre un anhelo y su presencia un gozo, nada tiene de extraño que los espirituales y los místicos hayan hecho de la presencia de Dios el punto clave en que se encuentran la generosidad de  Dios, que se acerca y el ansia del alma que le busca. Juan de la Cruz lo ha expresado como nadie en su Cántico con una estrofa preciosa e inigualable: “Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura” (CB 11).

Es precisamente a la hora de glosar estos versos, cuando el Santo recuerda tres géneros distintos de presencia de Dios. La primera de todas, que comparten, por más que no sean conscientes, todas las criaturas es la presencia esencial, por la que Dios comunica y sostiene el ser o la vida, por lo que si esta presencia de Dios en nosotros faltase dejaríamos de existir, “y ésta nunca falta en el alma” (ib. 11,3). En segundo lugar, está la presencia por gracia, por la cual, dice el Santo Dios habita en el alma “agradado y satisfecho de ella”, pero advierte que ya no toda criatura por serlo la posee, pues la pierden quienes caen en pecado mortal. Más aún, ni siquiera puede saber el alma, naturalmente, si la posee. Y finalmente el Santo especifica un tercer género de presencia, que sería la presencia espiritual, que es con la que Dios se manifiesta y hace sentir a algunas almas en particular, a las que en pago a su amor y a su búsqueda ansiosa, El “recrea, deleita y alegra” (ib.). Es obvio, por lo mismo, que este género de presencia es excepcional y Dios no lo prodiga sino a las “almas devotas”, como dice el Santo. Pero por ser esta la más singular advierte reiteradamente que el gozar de ella no es signo seguro de la posesión de Dios, como no lo es tampoco –y esto es más confortante– la sequedad de su ausencia. Escribe: “Porque ni la alta comunicación ni presencia sensible es cierto testimonio de su graciosa presencia, ni la sequedad y carencia de todo eso en el alma lo es de su ausencia” (CB 1,3).

Y aunque nunca será fácil saber por qué Dios hace sentir esta presencia suya a unos y no a otros, bien cabe pensar que cuando lo hace es para asentar un bien en el alma. Como dice el Santo hablando de la Magdalena y de la aparición de  Cristo a ella. “Y aunque le vio, fue como hombre común, para acabarla de instruir en la creencia que le faltaba con el calor de su presencia” (S 3,31,8).

Advierte también J. de la Cruz que tanto una como otra, las tres especies de presencia divina en el alma son “encubiertas” y no evidentes, dándonos la razón. Y es que Dios “no se muestra en ellas como es, porque no lo sufre la condición de esta vida” (ib.). Esto sería lo que en realidad pide el alma: que la presencia encubierta de Dios en ella se haga manifiesta, pues ya está segura de gozar de su presencia (CB 11,4). Pero insiste también en que “por grandes comunicaciones y presencias, y altas y subidas noticias de Dios que un alma tenga en esta vida, no es aquello esencialmente Dios ni tiene que ver” (CB 1,3).

Ahora bien, ser conscientes de la presencia de Dios en nosotros, obliga, naturalmente, a corresponder con la conducta apropiada, sintiéndonos estimulados por ella. Como el profeta Elías que, al sentirse en la presencia de Dios, ardía en su celo (S 2,8,4) o como Abraham, que “siempre anduvo acatando a Dios” (ib. 31,1) tras escuchar de El: ‘Anda en mi presencia y serás perfecto’”.

Convencido de ello el propio Santo nos ha dejado en sus páginas estos consejos estimulantes: “Entrese en su seno y trabaje en presencia del Esposo, que siempre está presente queriéndola bien” (Av 89). “Procurar andar siempre en la presencia de Dios, o real o imaginaria o unitiva, conforme con las obras se compadeciere” (Grados de perfección, 2). “Estos días traiga empleado el interior en deseo de la venida del Espíritu Santo, y en la Pascua y después de ella, continua presencia suya” (Ct a una religiosa descalza, Pentecostés 1590).

Alfonso Ruiz