«Dichosos los pobres en el espíritu”

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), «Dichosos los pobres en el espíritu”


 

«Dichosos los pobres en el espíritu”

En las bienaventuranzas del sermón de la Montaña el Señor nos ha indicado la imagen del cristiano perfecto, hacia la cual ha de tender el hombre en la tierra para madurar para el cielo. Y al inicio ha puesto -como claro fundamento- la pobreza en el espíritu.

El Salvador ha repetido y subrayado insistentemente que la libertad de posesiones externas es aconsejable para quien quiera alcanzar el reino de los cielos. Él aconsejó al joven rico que diera todos sus bienes a los pobres. Expresó los peligros del reino con la imagen drástica de que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos. Existe siempre el peligro de que los bienes externos -la tensión por conservarlos, la alegría de poseerlos, la preocupación por retenerlos- esclavice el corazón y paralice la elevación hacia Dios. Pues «nadie puede servir a dos amos». Pero esto no significa que la efectiva pobreza externa signifique la libertad del corazón. Puede ser un gran peligro para el alma si, al mismo tiempo, no se ha renunciado interiormente a los bienes externos, si el deseo de ellos todavía domina el corazón. Es posible que aún ocupen y determinen mucho más los pensamientos y deseos, y sean ocasión de pecado mortal.

Por eso, los pobres en el espíritu son llamados dichosos, aquellos cuyo corazón está libre de toda dependencia de bienes terrenales. Una tal pobreza en espíritu es también alcanzable para aquel que externamente no se ha desprendido de toda su posesión. De eso se trata precisamente, de tener «como si no poseyeran». Se tiene que aprender que lo que se tiene hay que llevarlo suelto en las manos, con la disposición permanente a darlo.

Pero la correcta relación con los bienes externos no es el único sentido de la «pobreza en espíritu». La liturgia de la Iglesia tiene las bienaventuranzas como texto evangélico de la fiesta de Todos los Santos. Y lo explica en las lecturas del Breviario del tercer nocturno en un sermón de san Agustín sobre el discurso de la montaña. Ahí, las bienaventuranzas son relacionadas con los dones del Espíritu Santo, la pobreza en el espíritu con el temor de Dios que es el principio de la sabiduría. Al deseo de los bienes terrenales se refiere el Predicador con estas palabras: «Vanidad de vanidades; todo es vanidad». Arrogancia del espíritu significa temeridad y soberbia. Habitualmente, también se dice de los soberbios, que su espíritu está hinchado: y con razón, puesto que «spiritus» también significa «viento»… ¿Pero quien no sabría que los soberbios son llamados «inflados», como hinchados de viento? Por eso las palabras del Apóstol: el saber se esfuma, pero el amor crece. Por eso aquí se entiende correctamente por pobres en el espíritu a los humildes y temerosos de Dios, es decir, los que no tienen el espíritu inflado. La felicidad no puede empezar con otra cosa sino con la pobreza en el espíritu, si se quiere alcanzar la más alta sabiduría. El principio de la sabiduría es el temor de Dios, y ciertamente -como complemento a ello- está escrito que la soberbia es el principio de todo pecado. Pero los soberbios buscan y aman el poder terrenal.

Según esta interpretación, pobre en el espíritu es aquel que no se cree más por poseer conocimientos terrenales, ciencia y sabiduría humanas. Lo mismo que decíamos de la propiedad externa, también vale para estos dones naturales del espíritu, que fácilmente encadenan al espíritu y no le dejan elevarse a lo sobrenatural y eterno: el anhelo de conocer conlleva siempre el peligro de acaparar totalmente al hombre. Es algo que propulsa sin descanso al hombre, de tal manera que no puede encontrar descanso ni paz. Y a quien el conocimiento natural le parezca algo grande. fácilmente se creerá él mismo en posesión y superior a aquellos que son «intelectualmente pobres». La excesiva confianza en la razón humana fácilmente conduce a apartarse de las fuentes sobrenaturales de la fe, que -según Tomás de Aquino- es el comienzo de la vida eterna en nosotros. Y por eso es difícil para los «ricos» de sabiduría terrenal entrar en el reino de los cielos. Por el contrario, los sencillos, que saben que no saben nada, que no pueden saber nada por sí mismos, elevarán humildemente su mirada al Cielo, para alcanzar como don de arriba lo que ellos no pueden alcanzar. Por eso Cristo alababa al Padre por haber revelado los secretos del reino a los pobres y pequeños.

Pero nuevamente vale, como en el caso de la propiedad externa, que el real no-tener bienes, talentos o conocimientos espirituales no significa lo mismo que tener libertad. Quien se aflige porque por carencia de aptitudes o falta de posibilidades de formación no puede lo que pueden los mejor dotados, a ése le ata la riqueza espiritual no menos que al que la posee, y le cierra la vista de la luz eterna, que podría enriquecer su espíritu más que toda sabiduría y ciencia humana. Por otro lado, aquí también hay un poseer «como si no poseyeran». Al que le ha tocado el rayo de gracia, ése reconoce que todo saber humano es fragmentario y no es capaz de darnos información sobre lo único necesario. Ya no puede estar orgulloso de su patrimonio de conocimientos y, en consecuencia, ya no puede dirigir su anhelo exclusivamente a ello. El estará alegremente dispuesto a renunciar a toda la ciencia del mundo para alcanzar un vislumbre de sabiduría celestial; pero también estará dispuesto, si es voluntad de Dios, a utilizar sus dones y conocimientos en el campo de la investigación y enseñanza natural, o en otro campo de actuación y creación espiritual, para la gloria de Dios y salvación de los hombres. Sólo cuando dirige impertérrito la mirada hacia el unum necessarium, y se guía por éste en el conjunto de su hacer u omitir, entonces el mayor de los letrados puede ser tan humilde y sencillo, y así verdaderamente pobre en el espíritu, como una campesina analfabeta.

Eran dos las clases de hombres con los que el Salvador se relacionó durante su vida terrena. Pobres y sencillos, y pecadores arrepentidos. Eran dos las clases de hombres con los que más duramente luchó: escribas y fariseos, es decir, precisamente los soberbios de saber y de virtudes, que se engreían de la presunta posesión de la “justicia”. Las riquezas en las que confían y a las que dan valor eterno, de modo que creen estar seguros del cielo y ya no temen a Dios, son su “recompensa». Hacen lo que la tradición tiene por bueno y justo, y desprecian a quienes se comportan de otro modo. Jesús designó su imagen con implacable dureza: oran y ayunan para ser vistos por la gente»; hacen donaciones para el templo y dejan a sus pobres padres estar en la miseria; se presentan ante el Señor para contar sus méritos y alabarse a sí mismos, no para alabarlo, ni para suplicar tan siquiera una vez su misericordia, ya que tan seguros de sí mismos no sienten necesidad de ella. En ellos no encuentra la gracia entrada. El publicano, por el contrario, arrodillado por el peso de su pecado, no se atreve a mirar al cielo, y no sabe decir otra cosa que: “Señor, ten compasión de mí», y vuelve a su casa justificado. Él es verdaderamente pobre en el espíritu, un mendigo ante el Señor. No encuentra nada en sí mismo que pueda presentar, excepto su miseria y pecado. Para esta miseria no hay otra ayuda sino la misericordia de Dios. Confiando en ella se ha atrevido a ir al templo. «Un corazón quebrantado y humillado, tu no lo desprecias, Señor». Y en este corazón, que como un cuenco vacío se presenta a Dios, puede derramarse la gracia. Tales mendigos somos todos nosotros ante Dios. Incluso, si aquel que escruta entrañas y corazón encontrase algo en nosotros que le fuese agradable, no tendríamos que enaltecernos de ello, ya que no tenemos nada que no hayamos recibido. Si incluso el lucro y la posesión de bienes externos y de capacidades intelectuales no se deben solamente al propio esfuerzo, sino a aquel que se anticipa a todo nuestro propio hacer, condicionado por la bondad paterna de Dios, tanto más es Dios en nuestra vida de gracia el origen y el fin, que da el querer y el ejecutar. Es su regalo cuando designamos como nuestra cualquier cosa buena; cuando conseguimos conservar sus dones lo debemos a su protección. En verdad todos nosotros somos pobres. Lo que importa es que reconozcamos nuestra pobreza, que la hagamos nuestra espiritualmente, para que nos abra el reino de los cielos.

Ciertamente para la soberbia humana resulta duro reconocer que uno por sí mismo nada es y nada tiene. Cuando alguien que ha crecido en la riqueza y de la noche a la mañana pierde su fortuna, cuando príncipes son despojados de sus tronos, cuando una dura enfermedad arranca de repente a un hombre rebosante de salud y de energía de su círculo de influencias y lo condena a la inactividad, cuando un hombre puritano que creía haber superado toda tentación,  cae de improviso, en todos estos casos el conocimiento de la propia pobreza y debilidad puede llevar al borde de la desesperación. Pero quien se atreve a mirar a los ojos de la nada de su propia existencia, se verá emerger tras la peña elevada del Ser infinito y eterno. La mano poderosa, que lo ha precipitado de su supuesta altura, es lo suficientemente fuerte para enaltecerlo de nuevo, es lo suficientemente rica para devolver mil veces más de lo que le ha quitado. Si se resuelve a agarrarse a esta mano, entonces experimentará que es la mano de un padre bueno: se hará como un niño que se deja guiar dócilmente, porque el Padre conoce el camino que él no conoce. Abandonará en el Padre la preocupación por su vida, puesto que ha experimentado que él no está en grado de ocuparse de sí de la manera correcta. Y experimentará con siempre nueva admiración y agradecimiento, cómo ahora se le proporciona lo mejor. Así vendrá sobre él una profunda protección, seguridad y tranquilidad, una paz como nunca había conocido: el Reino de los Cielos es suyo -no sólo como algo que se le ha prometido para la vida futura, sino como algo que ya desde ahora ha despuntado, un preámbulo y una garantía de la gloria futura. Cuanto más radical es la renuncia a todo lo propio, cuanto más se familiariza en la relación filial con Dios, más experimentará el «gustad y ved qué bueno es el Señor”.

El reino de los cielos, en el cual participan ya en la tierra los pobres en el espíritu, es la paz. Porque no desean ninguna otra cosa sino lo que Dios ha determinado para ellos, porque no tienen ninguna otra voluntad sino la voluntad de Dios, por eso no puede darse entre ellos y Dios ninguna discrepancia, ninguna oposición, ninguna separación: y de esta manera han entrado ya en su quietud. Porque no tienen ningún deseo de otra propiedad humana, más aún, lo que se les deposita en las manos con gusto lo abandonan en otros; y porque no se consideran listos, no son propensos a contraponer a los otros su opinión, también se quedan fuera de todo altercado humano. Ciertamente pueden encontrarse en la situación de tener que denegar algo a alguien, -pero cuando niegan una petición, señalan como equivocada una opinión extraña, no lo hacen como cosa propia sino porque defienden la verdad y la voluntad de Dios. Y porque pueden estar convencidos de que, aquello que hacen es lo mejor, incluso para aquel que se opone, por eso permanecen en paz con él a pesar de las contradicciones externas.

El reino de los cielos consiste en que, si bien no tienen nada, todo lo poseen. Como hijos de Dios participan de todo lo que pertenece al Padre. Experimentan que nada les falta, que son alimentados como los pájaros del cielo y vestidos como los lirios del campo. Muy bien puede suceder que no sepan de qué van a vivir al día siguiente. Pero son socorridos siempre en el momento oportuno. Y la riqueza del Padre celestial está disponible para ellos, inagotablemente también para los otros. Miles son los que han pasado por las manos de hombres que no consideraban como propio ningún penique, y que destinaban a los necesitados. Y de la eterna fuente del amor y la alegría han levantado a innumerables abatidos y les han dado fuerza y alegría.

El reino de los cielos es, ante todo, la vida en la filiación divina: la certeza embriagadora de estar protegido por una bondad y un amor infinitos e inmutables: el amor del Padre que conoce todas nuestras necesidades y que tiene preparado un remedio para cada una; en quien encontramos consuelo en cualquier sufrimiento, cuya misericordia infinita nunca se cansa de perdonarnos lo que hemos hecho mal; que nos resarce abundantemente de todo lo que nos hacen los hombres. Experimentar de manera siempre nueva e inesperada esta bondad paterna, ésta es nuestra felicidad en la tierra. Todavía no contemplamos a Dios cara a cara tal como se nos ha prometido. Pero que Él se deja encontrar por aquellos que lo buscan con todo el corazón, esto lo experimentamos ya en esta vida. Aquellos que han vaciado su corazón de todo lo que les puede apartar del camino hacia el Señor del cielo, de estos se deja conocer cada vez más abundante y profundamente. Él mismo habita en su corazón y lo convierte en su reino. Los que buscan al Señor lo encuentran en todos sus caminos. Toda la creación lleva sus huellas, el destino de los hombres y los acontecimientos del mundo revelan su gobierno escondido. Pero las almas que han aprendido a retirarse en sí mismas, lo encuentran de la manera más segura en sí mismas. Este camino interior es el camino de todos los místicos. Santa Teresa lo ha descrito incomparablemente en el «Castillo interior». San Agustín invita a ello con las palabras:

«Noli foras ire, intra in te ipsum; in interiore homine habitat veritas”
(No salgas fuera, entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad).