Sancta discretio

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Sancta discretio

 

Sancta discretio
15 – X – 1938

La santa Regla de San Benito viene a menudo denominada como «discretione perspicua«, es decir, que se distingue por la discreción. La discreción está considerada como impronta característica de la santidad benedictina. En cierto modo, sin ella no existe la santidad y si se la comprende con suficiente profundidad y amplitud, ésta se confunde con la santidad misma.

Se confía algo a alguien «bajo discreción», es decir, se espera que se guardará silencio. Pero discreción es mucho más que el simple sigilo. El discreto sabe, sin necesidad de que se le diga, sobre qué cosas no debe hablar. Posee el don de discernir entre lo que se puede decir y lo que se debe mantener en silencio, cuándo es tiempo de hablar y cuándo de callar, a quién se le puede confiar algo y a quien no. Esto sirve para los asuntos tanto personales como de los otros. Consideramos como «indiscreción» cuando alguien habla de sus asuntos personales en donde no conviene, o cuando su omisión es hiriente.

Se nos ofrece una cantidad de dinero «a discreción», es decir, que podemos disponer libremente de ello. Esto no significa que podemos hacer uso a capricho. El donante deja en nuestras manos el uso porque está convencido de que podemos distinguir muy bien lo que se puede hacer con ello. También en este caso, la discreción es un don de discernimiento.

De este don necesita especialmente el que tiene que dirigir almas. San Benito habla de ello en el contexto de lo que se tiene que exigir al Abad (Santa Regla, cap. 64): en las disposiciones que toma, él tiene que ser «previsor y aventajado», y ya sea un trabajo humano o divino lo que él manda, tiene que saber discernir y ponderar teniendo presente el discernimiento de Jacob cuando dijo: «un día de ajetreo bastaría para que muriese todo el rebaño” (Gn 33,13). Este y otros testimonios sobre el discernimiento, la madre de todas las virtudes, tiene que acogerlo en el corazón y sopesarlo de tal modo que sepa ver qué es lo que los fuertes exigen y qué es lo que asusta a los débiles. Se podría definir aquí la «discretio» como «sabia moderación». Pero la fuente de tal moderación es el don del discernimiento, de saber qué es lo más adecuado para cada uno.

¿De dónde nos viene este don? En nuestra naturaleza hay algo que nos capacita para un cierto grado de discernimiento. Lo designamos como tacto o sensibilidad, un fruto de la cultura espiritual y sabiduría heredadas y adquiridas por medio de una compleja actividad educativa y a través de experiencias vitales. El Cardenal Newman afirmaba que el auténtico caballero (gentleman) se confunde casi con el santo. Ciertamente esto sirve mientras no se supere un cierto límite. A partir de ese límite el equilibrio natural se hace pedazos. Tampoco la discreción natural penetra en lo profundo. Sabe muy bien «cómo tratar a los hombres» y llega a prevenir los atascos de la vida social, engrasando oportunamente los engranajes del sistema. Pero los pensamientos del corazón, lo más íntimo del alma, le permanecen escondidos. Allí penetra sólo el Espíritu que todo lo explora, incluso la profundidad de la divinidad.

La auténtica discreción es sobrenatural. Se encuentra solo dónde reina el Espíritu Santo, donde un alma, entregada totalmente y libre para moverse, está atenta a la suave voz del encantador huésped y espera su soplo.

¿Hay que considerar entonces la discreción como un don del Espíritu Santo? Ciertamente no como uno de los siete dones conocidos, ni como un octavo nuevo. Pertenece esencialmente a cada uno de los dones, de tal modo que puede decirse que los siete dones son modalidades diversas de este don. El don del temor discierne en Dios la divina majestas y comprende la infinita separación existente entre la santidad divina y la propia impureza. El don de la piedad distingue en Dios la pietas, la bondad paternal, y le contempla con el amor temeroso de un niño, un amor que sabe discernir lo que al Padre del Cielo le es debido.

En el don de prudencia se observa, quizás mejor que en ningún otro, el discernimiento, el saber discernir qué es lo más conveniente para cada momento de la vida. Del don de fortaleza se podría pensar que depende solamente de la fuerza de voluntad. Pero la distinción entre una prudencia, que aún reconociendo el justo camino no va por él, y la fortaleza que se impone ciegamente, es sólo posible en un plano puramente natural. Donde mora el Espíritu Santo, el espíritu humano se hace dócil sin oponer resistencia. La prudencia determina sin trabas el comportamiento práctico, la fortaleza es iluminada por la prudencia. Las dos juntas posibilitan al espíritu humano la adaptación dócil a cualquier situación. Puesto que se entrega sin oponer resistencia al Espíritu Santo, consigue superar todo lo que se le presenta. Esta luz celestial le hace discernir con toda claridad, con el don de la ciencia, que todo lo creado y todo acontecimiento está ordenado al Eterno, y le hace comprenderlo en su estructura, el puesto que le corresponde y la importancia que tiene. Le da, junto con el don del entendimiento, el poder mirar en la profundidad de la divinidad misma, y permite que la verdad revelada le ilumine clara mente. En su plenitud, el don de sabiduría le une con la mismísima Trinidad y le deja, por así decirlo, penetrar en la fuente eterna y en lo que ella contiene y de ella mana, en un movimiento vital y divino que es amor y conocimiento en uno.

La sancta discretio es, por todo esto, radicalmente diversa de la sagacidad humana. No discierne en base a un pensamiento progresivo, como puede ser el espíritu investigador humano; tampoco en base a análisis o compendios, o por comparaciones y agrupaciones, o concluyendo y demostrando. Discierne sin dificultad, igual que el ojo a plena luz del día, el contorno de las cosas que tiene ante sí. El percatarse de los más mínimos detalles no impide que se pierda la vista del todo. Cuanto más arriba sube el caminante, más amplio es el panorama que contempla, hasta que alcanza la cima desde donde contempla libremente todos los alrededores. El ojo del espíritu, iluminado por la luz celeste, alcanza las distancias más remotas y nada se le presenta indistinto o indistinguible. Con la unión crece la plenitud hasta que en el sencillo rayo de la luz divina el mundo entero se hace visible, como le sucedió a San Benito en la magna visio.