Elevación de la Cruz

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Índice: Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Elevación de la Cruz

 

Elevación de la Cruz
14 – IX – 1941

 

San Benito determinó en su Sancta Regula que el tiempo de ayuno para los religiosos debía comenzar con la fiesta de la Exaltación de la Cruz. La prolongada alegría del tiempo pascual y de las solemnidades del verano, y al final, todavía, la fiesta de la Coronación de la Reina del Cielo, podrían empalidecer o dejar pasar a un segundo plano la imagen del Crucificado, tal como sucedió en los primeros siglos del cristianismo. Pero cuando llegó su momento, la cruz apareció llena de luz en el cielo y apremió a la búsqueda del madero de la ignominia, enterrado y olvidado, y a reconocer en él el signo de la salvación, el símbolo de la fe y el distintivo de los creyentes. Cada año, cuando la Iglesia la levanta ante nosotros, hemos de recordar la exhortación del Señor: “El que quiera venir en pos de mí, que tome su cruz…». Acoger la cruz significa recorrer el camino de la penitencia y de la renuncia. Para nosotros, los religiosos, seguir al Salvador significa dejarse clavar en la cruz con los tres clavos de los santos votos. La Exaltación de la Cruz y la renovación de los votos están íntimamente unidas.

El Salvador nos ha precedido en el camino de la pobreza. A Él le pertenecen todos los bienes del cielo y de la tierra. Estos no eran ningún peligro para Él; Él podía hacer uso de ellos y a la vez mantener el corazón perfectamente libre. Pero sabía, sin embargo, que los hombres difícilmente habrían sido capaces de poseer bienes sin apegarse y dejarse esclavizar. Por eso, renunciando a todo nos ha enseñado, más con el ejemplo que por palabras, que todo lo posee quien nada posee. Su nacimiento en un pesebre y su huida a Egipto ya nos demuestran que el Hijo del Hombre no tenía ningún lugar donde apoyar la cabeza. Quien le sigue debe saber que nosotros no tenemos aquí un lugar duradero. Cuanto más vivamente lo sintamos, tanto mayor será nuestro celo por el futuro y nuestra alegría por el pensamiento de que nuestra ciudadanía está en el cielo. Hoy conviene tener presente que la posibilidad de tener que abandonar el querido convento forma parte de nuestra pobreza. Nosotras nos hemos comprometido a observar la clausura y lo hacemos nuevamente siempre que renovamos nuestra profesión. Pero Dios no está obligado a mantenernos siempre dentro de los muros de la clausura. Él no los necesita, porque tiene otros muros para protegernos. En este sentido Él se comporta de modo parecido con los sacramentos. Son los medios destinados a transmitirnos la gracia y nosotros no somos capaces de recibirlos como conviene. Pero Dios no está atado a ellos. En el momento en que por una violencia externa nos viésemos privados de recibir los sacramentos, Él podría ofrecérnoslos de otras maneras y abundantemente; y Él lo hará tan de seguro y copiosamente según la fidelidad con que nosotros nos hayamos acercado antes a los Sacramentos. Por eso tenemos la santa obligación de observar la clausura con la mayor fidelidad posible para poder llevar a cabo, sin obstáculos, nuestra vida escondida con Cristo en Dios. Si somos fieles en esto y fuéramos arrojadas a la calle, el Señor enviaría a sus ángeles para que protegieran nuestras almas con sus alas invisibles mejor que los más altos y robustos muros. Ciertamente no hemos de desear tal situación. Podemos rezar para que no tengamos que sufrir esta experiencia, pero sólo con el deseo sincero y serio: Que no se haga mi voluntad, sino la tuya. El voto de pobreza quiere ser renovado sin reservas.

¡Hágase tu voluntad!. Este fue el contenido de la vida del Salvador. Vino al mundo para cumplir la voluntad del Padre; no sólo para reparar con su obediencia el pecado de la desobediencia, sino para guiar a los hombres por el camino de la obediencia a su meta. La voluntad de las criaturas no tiene capacidad para ser libre autónomamente. Ella está llamada a adecuarse a la voluntad divina. Si se somete libremente a ello, entonces se le concede cooperar libremente en el perfeccionamiento de la Creación. Si la criatura libre rechaza esta adecuación, pierde su libertad. La voluntad del hombre todavía es capaz de elegir, pero se encuentra aún en el ámbito de las criaturas que la arrastran y empujan en direcciones que le apartan del desarrollo de su naturaleza, querido por Dios, y de la meta a la que estaba destinada en su libertad originaria. Junto a la libertad originaria perdió el hombre la seguridad de su decisión. Es inestable e inseguro, es inquietado por dudas y escrúpulos o se estanca en su error. Ante esta situación no hay más curación que el camino del seguimiento de Cristo: del Hijo del Hombre, el cual no sólo obedeció directamente al Padre celestial, sino que se sometió a los hombres que la voluntad del Padre había colocado sobre Él. La obediencia establecida por Dios libera de las ataduras de las criaturas a la voluntad esclavizada y la lleva de nuevo a la libertad. Es por eso, también, el camino que conduce a la pureza del corazón.

Ninguna cadena de esclavitud es más fuerte que la de las pasiones. Bajo su peso, el cuerpo, el alma y el espíritu pierden fuerza y salud, claridad y belleza. Igual que los hombres marcados por el pecado original son casi incapaces de no apegarse a los bienes que poseen, así toda afección puramente natural corre el peligro de degenerar en pasión, con todas sus desastrosas consecuencias. Para ello Dios nos ha concedido dos remedios: el matrimonio y la virginidad. La virginidad es el camino más radical y por eso el más fácil. Pero este no es, ciertamente, el motivo más profundo por el cual Cristo la eligió para precedernos. Ya el mismo matrimonio es un gran misterio en cuanto símbolo y signo de la unión de Cristo con la Iglesia y, al mismo tiempo, como su instrumento. Pero la virginidad es un misterio aún más profundo: no es sólo símbolo e instrumento, sino también participación de la unión conyugal con Cristo y de su fecundidad sobrenatural. Tiene su origen en lo más profundo de la vida divina y nos conduce nuevamente a ella. El Padre eterno entregó con amor incondicional la totalidad de su esencia al Hijo. Y de la misma manera se la regala nuevamente el Hijo al Padre. En nada podía cambiar esa entrega sin reservas de Persona a Persona el de paso Dios hecho hombre por la vida temporal. Él pertenece al Padre por toda la eternidad y no podía entregarse a ninguna persona humana. Él podía, solamente, acoger a todo hombre que quiera entregarse a Él, y acogerles en la unidad de su Persona divina-humana y, como miembros de su cuerpo místico, ofrecerlos al Padre. Para eso vino al mundo. Esa es la divina fecundidad de su virginidad eterna: que puede regalar la vida sobrenatural a las almas. Y esa es también la fecundidad de las vírgenes que siguen al Cordero: que acogen la vida divina con una gran fortaleza y una entrega indivisa para, en íntima unión con la Cabeza humano-divina, transmitirla a otras almas y despertar nuevos miembros para la Cabeza.

Resulta connatural a la virginidad divina una esencial repugnancia por el pecado como contrario a la santidad divina. Pero de esta repugnancia por el pecado nace un amor insuperable al pecador. Cristo vino para arrancar del pecado a los pecadores y restablecer la imagen de Dios en las almas profanadas. Viene como Hijo del pecado, -así nos lo demuestra su genealogías y toda la historia del Antiguo Testamento-, y busca la compañía de los pecadores para tomar sobre sí todos los pecados del mundo y llevarles consigo al madero ignominioso de la cruz, que de este modo se convirtió en el signo de su victoria. Por eso las almas virginales no conocen la repugnancia por los pecadores. La fuerza de su pureza sobrenatural no tiene miedo de mancharse. El amor de Cristo las empuja a penetrar en la noche más profunda. Y ninguna alegría maternal se puede comparar con la felicidad del alma capaz de encender la luz de la gracia en la noche del pecado. El camino es la cruz. Bajo la cruz la Virgen de las vírgenes se convirtió en Madre de la Gracia.