Trinidad Santísima

La experiencia y la doctrina sanjuanista acerca de la Santísima Trinidad no se condensa en las citas ni se reduce a los textos donde expresamente se menciona esta primordial realidad de nuestra fe cristiana. Las catorce menciones explícitas de la ‘Trinidad’ y las dos del adjetivo ‘trino’ no dan cuenta ni de lejos del profundo calado de la experiencia de san Juan de la Cruz. Tenemos que explorar brevemente su biografía espiritual y después su experiencia y su mensaje sobre esta materia.

I. La experiencia de la Trinidad

En la vida de J. de la Cruz y en su devoción personal está vivamente presente la Santísima Trinidad. Nos quedan algunos rastros de una práctica abundante. Es fácil probar el ‘grande amor que tenía por este misterio’.

1. REFERENCIAS BIOGRÁFICAS. Leemos algunos ‘ágrafa’. Un día en  Granada  María de la Cruz (Machuca) le pregunta, “¿Cómo, mi padre, dice tantas veces misa de la Santísima Trinidad? –Sepa, hermana, –le respondió– que téngole por el mayor santo del cielo” (BMC 14, 121). Ciertamente hay que avisar que importan en todos estos ‘fioretti’ más la información que reportan las preguntas que la gracia seria de la respuesta. Esta otra testificación abunda en lo mismo: “Decía el padre fray Juan de la Cruz que la ordinaria presencia de Dios nuestro Señor que traía era traer el alma dentro de la Santísima Trinidad y que en su compañía de aquel misterio de las tres divinas personas le iba muy bien a su alma” (BMC 14, 196). Una preciosa confidencia sobre el modo concreto de ejercicio de presencia de Dios de fr. Juan. “Yo hija, dice a  Ana de San Alberto, traigo siempre mi alma dentro de la Santísima Trinidad y allí quiere mi Señor Jesucristo que yo la traiga” (BMC 13, 402). Y ella misma declara: “De tal manera comunicaba Dios su alma acerca del Misterio de la Santísima Trinidad que si no le acudiese nuestro Señor con particular auxilio del cielo sería imposible vivir; y así tenía muy acabado el natural” (BMC 13, 398).

En  Beas una religiosa le pide que diga la misa votiva de la Trinidad, después de celebrada, recibe del Santo y recuerda esta confidencia: “¡Oh Hija, y cómo le agradezco y se lo agradeceré toda mi vida el pedirle a nuestro Señor que me mandase decir misa de la Santísima Trinidad! Porque hoy la dije y me hizo una grandísima merced, que al tiempo de consagrar se me mostraron todas las Tres Personas en una nube muy resplandeciente. ¡Oh, hermana, y qué de bienes y qué gloria tan penetrante gozaremos cuando gocemos de la Santísima Trinidad y de su vista!” (BMC 14,171). El transporte místico es quizá la cumbre de la experiencia sanjuanista biográficamente demostrada. Y la declarante añade: “Y diciendo esto, se quedó por media hora elevado, que parecía un ángel” (ib.). De hecho, esta exclamación final debió ser memorable y repetida en sus labios pues la recogen algunas colecciones de Dichos (Av 183). Más allá de la imaginería que condiciona el testimonio, nos importa el núcleo verdadero, la predilecta piedad trinitaria que atestiguan estas ‘florecillas’ en Juan. Baste todo esto para probar la predilección del Santo por este misterio fontal de nuestra fe.

2. EXPERIENCIA VITAL POETIZADA. Su experiencia y devoción trinitaria, no sólo la percibieron los testigos externos, sino que pasó sin disimulo a los genuinos testimonios vitales de su fe, a los poemas y a los escritos más personales. Comienzan ya en la cárcel de  Toledo (1577); eso quiere decir que su madurez espiritual y humana ya estaba casi lograda y que su carácter espiritual ya venía sellado por esta impronta trinitaria.

a) Los Romances. El proyecto inicial de Dios lo traza J. de la Cruz describiéndolo de modo perfectamente ajustado a las reglas para hablar y sentir de Dios (norma canónica) en los Romances sobre el evangelio ‘in principio erat Verbum’ acerca de la Santísima Trinidad (Po 1 tít.). Es ahí donde se encuentra el modo en que Dios favorece y posibilita la unión del  alma con Dios, porque antes ha habido una  unión de Dios con el hombre en  Cristo. Se nos impone la relectura, siquiera rápida, de esta primera y lograda expresión de su fe y su piedad trinitaria.

En el comienzo de los romances (vv 1-20) medita el misterio del principio sin origen en que ya el Verbo mora. El principio sin principio engendra al Verbo. Se llama Hijo y da nombre al principio que se llama Padre por su eterna concepción (vv 1-7). Conceptos dogmáticos como principio, coeternidad, consubstancialidad, concepción –genitus, non factus–, con glorificación, misma adoración y gloria o ‘igualdad y valía’ y felicidad perfecta, contingencia o no necesidad de la creación, etc., están presentes en todos estos versos iniciales para dar fuerza y trabazón a la estructura teológica y cimentar todo el pensamiento sanjuanista. La  meditación se prolonga por modos agustianianos tomando la trinidad del amor-amante-amado como imagen del inefable e insoluble nudo divino (vv. 20-48).

El segundo romance establece la comunicación y plenitud indefectible del amor de los Tres. Pero se avista ya una salida o desbordamiento libérrimo como obra en la historia de este Amor autocomunicativo. Se planea el despliegue histórico-salvífico de la Trinidad. En ese amor que les une se halla el origen del amor que de ellos fluye: «El que a ti más se parece / a mí más satisfacía, / y el que en nada te semeja / en mí nada hallaría. […] / Al que a ti te amare, Hijo, / a mí mismo le daría, / y el Amor que yo en ti tengo / ese mismo en él pondría, / en razón de haber amado / a quien yo tanto quería (vv 60-76).

En la causalidad ejemplar del Verbo Hijo se planea el  mundo como palacio para un desposorio, la  iglesia como su cuerpo y esposa y la efusión e intimación del  Espíritu Santo como última  gracia eficaz. Se decide el nacimiento de la criatura como saliendo de y regresando a la Trinidad y como proyecto de amor a su imagen y semejanza. Designio común del Padre y del Hijo que conciben la historia como unos esponsales: la creación entera es para el Hijo. Y el Hijo recibe el mundo en su cuerpo y le perfecciona para ofrenda y gloria del Padre dándole su claridad, su gloria, y hacerle partícipe de su misma vida. La  creación de  ángeles y de hombres, del palacio y de su esposa, tiene destino en la encarnación del Verbo y ésta en la gloria final del Padre. La ya prevista participación del hombre en ese amor íntimo de Dios el pecado no la truncará, Dios no se desdice. El mundo, el  hombre y la Iglesia, todo lo real está marcado con cuño trinitario (3º y 4º vv. 78-98).

La Trinidad se abaja para mirar al hombre –esposa del Hijo– pues todo está planeado para él. Mediante la unión de amor y semejanza con el Hijo se posibilita la esponsalidad, la redención, la corporalidad de la esposa –cuerpo místico– y la eclesialidad de la creación, la comensalidad o eucaristía del mundo, la permanencia de Dios-con-nosotros hasta la consumación, la absorción en fin dentro de la vida trinitaria de todo lo que de ella salió “Que, como el Padre y el Hijo, / el que de ellos procedía / el uno vive en el otro, / así la esposa sería, / que, dentro de Dios absorta, / vida de Dios viviría” (vv 163-166).

Están aquí las líneas maestras del sistema doctrinal que se detalla en los libros mayores. No podían ser más explícitamente trinitarias. El desarrollo tomará tonos cristológicos, pneumatológicos o antropológicos en según qué partes del proceso, pero la génesis y la finalidad son de raíz y condición permanentemente trinitarias. La experiencia del misterio también lo será.

Un largo adviento se abre con la promesa de la consumación de este proyecto del Padre. La promesa convierte el tiempo en futuro y adviento. La Trinidad entrará en la carne y en historia. Su primer paso, ahora lo sabemos, era la creación, pero su entrada y descenso al lago donde el hombre vive no va quedar ‘en ese dicho que dijo en que el mundo creado había’. Si la esposa sólo difiere en la carne y si el amor trinitario pide la consumación y semejanza de todo (vv 235-248), el Hijo obediente ha de disponerse a la semejanza y a la kénosis que impone la ley del amor que halla iguales o les hace: ha de bajar, nacer, sufrir, amar y morir: “porque ella vida tenga/ yo por ella moriría” (vv 255265). Se procura la Trinidad el concurso de la humanidad libre y dispuesta, representada en la doncella que se llamaba María “en la cual la Trinidad / de carne al Verbo vestía; / y aunque tres hacen la obra, / en el uno se hacía; / y quedó el Verbo encarnado / en el vientre de María. / Y el que tenía sólo Padre, / ya también Madre tenía” (vv 273-280).

Ya está hecho el desposorio en la carne del Verbo. Esta es la primordial unión de la Trinidad reflejada en la unión del Verbo y en la “respondencia que hay a ésta de la unión de los hombres a Dios” (CB 37,3). La unión de la Trinidad es el relato original y modélico de la obra de Dios en la eternidad y en el tiempo. La historia de salvación es narrada parcialmente por J. sólo hasta su abajamiento, hasta compartir el llanto del hombre en Dios. En ese punto comienza otro modo de relato. Queda el ascenso o absorción del hombre hacia la Trinidad. Asunción que se presenta activa-pasivamente como ascensión o subida del Monte.

b) La Fonte. Contiene este poema la otra gran carga de meditación poética sobre la Trinidad gozada y contemplada en la seguridad y la dicha de conocerla por fe. Combina el poeta teólogo lenguaje negativo y lenguaje absoluto para hablar y cantar el misterio inefable: ‘no lo sé’, ‘no lo tiene’, ‘no puede ser cosa tan bella’, ‘suelo en ella no se halla’, ‘ninguno puede vadealla’, ‘nunca es oscurecida’, expresiones completadas con las afirmaciones absolutas: ‘todo origen’, ‘cielos y tierra’, ‘toda luz’, ‘infiernos, cielos y las gentes’, ‘hartan’, ‘ninguna le precede’. Dios, uno y trascendente, es fuente en la noche, invisible y presente como el rumoroso movimiento y el silencioso manar de la fuente que quizá guarda todo desierto en la noche.

Canta inicialmente la trascendencia de Dios uno (est. 1: fuente escondida). En seguida, su origen inexistente y originante, su belleza (est. 3) y su capacidad creadora pues “cielos y tierra beben della” (est. 3) y su poder de fluencia y surgencia inagotable (est. 6). Su insondable e invadeable profundidad (est. 4) y su gloria o claridad ‘luz de luz’ inaccesible, pues “toda luz de ella es venida”. Las elevaciones primeras al Dios uno, dan paso al canto y meditación sobre las personas disimuladas en las imágenes de los torrentes nacientes y afluentes. La est. 7 para el Hijo:

El corriente que nace de esta fuente bien sé que es tan capaz y omnipotente, aunque es de noche”; y la siguiente para el Espíritu: “El corriente que de estas dos procede sé que ninguna de ellas le precede, aunque es de noche”.

Después el poema, lanzado hacia la trascendencia inalcanzable, se reconduce a la cercanía del hogar eucarístico y del pan partido y tierno. Aquí cercano, palpable, comestible y próximo está el lugar de encuentro de las criaturas y del hombre con la Trinidad: “Aquella” fuente inaccesible nos es tangible y potable “en este vivo pan por darnos vida”. La Trinidad se da en la  Eucaristía. Toda su trascendencia y su historia de amor se condensa en esta fuente inexhausta: “Aquesta eterna fonte está escondida/ /en este vivo pan por darnos vida, / aunque es de noche (est. 9).

Habría que añadir otras meditaciones centrales, cristológicas primordialmente, pero trinitarias en fin: primero la que contempla la creación como huella del amor del Padre y del Hijo, hermoseada por la encarnación y la resurrección del Verbo, para gloria y señal del Padre (CB 4-5); después la que muestra al Cristo como  Palabra definitiva del Padre, ya mudo pues ha revelado plenamente su ser y su condición de Padre en el amor filial y en la vida, palabras, gestos, pasión, muerte y resurrección de Cristo (S 2,22); y añadir después aquella no menos celebrada que habla de la mayor obra de Cristo redentor: la  Cruz en que reconcilió todo con el Padre (S 2,7). Cristo revelador del Padre y Cristo reconciliador con el Padre ‘sin consuelo y amparo de padre’ en la cruz, pero ‘con consuelo y amparo de Padre’ en la resurrección, funda nuestra fe en la Trinidad y traspasa cada página del texto sanjuanista.

II. La doctrina mística

No es la investigación ni la curiosidad sobre el lenguaje teológico lo que ocupa a J. de la Cruz; es la vivencia y el juego en el campo marcado y delimitado por el dogma lo que le importa profundizar y enseñar. No necesita traspasar la línea.

1. DIOS UNO Y TRINO. La revelación de estas verdades ya está dada y para el místico es suficiente. El cap. 27 del segundo libro de la Subida explícitamente recomienda huir de la curiosidad frente a la revelación y al misterio. Ya es suficiente para el amor a Dios el conocimiento que ex auditu tenemos “acerca de lo que Dios es en sí … del misterio de la Santísima Trinidad y unidad de Dios” (S 2,27,1). Y pues “ya no hay más artículos que revelar acerca de la sustancia de nuestra fe que los que ya están revelados a la Iglesia… le conviene al alma… tener pureza en fe … y, aunque se le revelen de nuevo las ya reveladas, no creerlas porque entonces se revelan de nuevo, sino porque ya están reveladas bastantemente a la  Iglesia; y cerrando el entendimiento a ellas sencillamente, se arrime a la doctrina de la Iglesia y su fe, que, como dice  san Pablo (Rom 10,17), entra por el oído” (ib. 4). Su avance no es exploratorio pues, de las fronteras del dogma y de los nuevos modos de hablar de la Trinidad. Se atiene a la regla común. Su avance va en la dirección de la experiencia y de la radical y seria asunción de la condición trinitaria trascendente e histórica de Dios, para mostrar sus consecuencias en la vida personal y teologal del creyente.

a) Dios uno. La unidad indivisible y el lenguaje figurado –también los números son analógicos en Dios– no se le olvidan nunca como premisas de toda construcción doctrinal. Dios es Uno e inefable. “Es de saber que Dios, en su único y simple ser, es todas las virtudes y grandezas de sus atributos: porque es omnipotente, es sabio, es bueno, es misericordioso, es justo, es fuerte, es amoroso, etc., y otros infinitos atributos y virtudes que no conocemos… Estando él unido con el alma, cuando él tiene por bien abrirle la noticia, echa de ver distintamente en él todas estas virtudes y grandezas, conviene a saber: omnipotencia, sabiduría, bondad, misericordia, etc. Y como cada una de estas cosas sea el mismo ser de Dios en un solo supuesto suyo, que es el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, siendo cada atributo de éstos el mismo Dios y siendo Dios infinita luz e infinito fuego divino, … de aquí es que en cada uno de estos innumerables atributos luzca y dé calor como Dios” (LlB 3, 2).

Esta es una de las afirmaciones de la unidad de Dios. La participación que el místico va a describir de la criatura en la vida divina parte de este concepto afirmado de la unidad y trinidad de Dios. Uno y trino en sí, múltiple en sus atributos, trinidad en su manifestación histórica y personal. He aquí otra elevación en que pasa del pavor ante Dios uno a la reverencia de la Sabiduría del Hijo figura de la substancia del Padre: “¡Oh admirable excelencia de Dios, que con ser estas lámparas de los atributos divinos un simple ser y en él solo se gusten, se vean distintamente tan encendida cada una como la otra, y siendo cada una sustancialmente la otra! ¡Oh abismo de deleites, tanto más abundante eres cuanto están tus riquezas más recogidas en unidad y simplicidad infinita de tu único ser, donde de tal manera se conoce y gusta lo uno, que no impide el conocimiento y gusto perfecto de lo otro, antes cada cual gracia y virtud que hay en ti, es luz que hay de cualquiera otra grandeza tuya; porque, por tu limpieza, ¡oh Sabiduría divina!, –el canto se dirige ahora al Hijo– muchas cosas se ven en ti viéndose una, porque tú eres el depósito de los tesoros del Padre, el resplandor de la luz eterna, espejo sin mancilla e imagen de su bondad!” (Sab 7, 26: LlB 3,17).

b) Dios Trino. La dichosa ventura de la fe consiste en su mayor seguridad respecto a cualquier otro camino pretendidamente valioso para el acceso a la  unión: solo la fe ofrece este objeto de amor y conocimiento con certeza, seguridad y fidelidad probada. Por eso lo prefiere el Santo como transparentador de toda otra mediación: “Porque es tanta la semejanza que hay entre ella [la fe] y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído. Porque, así como Dios es infinito, así ella nos le propone infinito; y así como es Trino y Uno, nos le propone ella Trino y Uno; y así como Dios es tiniebla para nuestro entendimiento, así ella también ciega y deslumbra nuestro entendimiento. Y así, por este solo medio se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y por tanto, cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios” (S 2,9,1). La vida teologal es el único camino de acceso al conocimiento, trato y amor de la Trinidad.

De hecho, la unión del alma con Dios se experimenta y se refleja en esta unidad de la Trinidad. Se puede afirmar que la unión del alma con Dios es una consecuencia de la unión y amor trinitarios que la fe nos da a conocer y la caridad a probar. La mística sanjuanista es radicalmente trinitaria por cuanto el proyecto central de su mensaje es alcanzar su vida misma, no sólo conocer sus atributos, sino transformarse por la gracia y la correspondencia esforzada y radical en alcanzar lo que Dios nos ha destinado a ser: hijos en el Hijo, espíritus de amor en el Espíritu Santo. Por tanto, la concepción de Dios en cuanto trino y uno es indisociable del sistema y propuesta de pedagogía cristiana de J. No cabe imaginar unión del alma con Dios sin la fe en Dios creador, sin el proyecto de redención en Cristo, sin encarnación, sin Espíritu Santo dado en la Iglesia y derramado como amor en los corazones. Ni cabe por tanto para J. de la Cruz un acceso meramente interior o ascético a la vida y unidad divinas sin diálogo –escucha y respuesta– con el Logos de Dios; ni cabe un modo cósmico, en mera contemplación de la belleza de las criaturas, ni un mero modo platónico, como purificación y ascenso mental, aunque de todo se echa mano cuando se recupera en la Trinidad. Su acceso a Dios, decididamente es histórico. Un proyecto de unión con la divinidad modo plotiniano, neoplatónico u oriental, puede asemejarse en la propuesta de ascesis o en las consignas pedagógicas, pero nada tiene que ver, a pesar de los paralelismos en el vocabulario, con el mundo de mediaciones sacramentales que J. de la Cruz usa y recomienda.

III. La experiencia de la Trinidad en el camino espiritual

Hasta aquí la meditación reverente, adorante y poética del misterio de la Trinidad. Ahora importa saber su acción y su presencia en el camino de regreso o de salida y subida hacia donde ella ha destinado y quiere llevar al hombre. “¡Oh, qué bienes serán aquellos que gozaremos con la vista de la Santísima Trinidad!”. Esta exclamación lleva tras de sí todas las ansias y sed de amor que provoca en el creyente la manifestación y donación histórica de tal amor divino escondido desde todos los siglos y manifestado ahora: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre…”. La doctrina sanjuanista es el canto de exultación de quien se huelga de conocer a Dios como es, pues la fe nos lo propone Trino y Uno (S 2,9,1).

Ha de manifestarse ya aquí a ser posible la semejanza divina que puja por hacerse manifiesta. La Trinidad parece configurar incluso la estructura externa de los libros del poeta. A Dios le corresponde la fe y educar la fe es la pretensión de Subida y Noche; y al Hijo la caridad y por tanto el despliegue del amor para con el Hijo de Dios-Esposo-Amado está cantado y narrado en el Cántico espiritual y al  Espíritu Santo, le corresponde avivar y actualizar la Llama de amor viva, el libro de este título lo testifica. Ya en camino, las diversas etapas del proceso nos hacen observar también una cierta condición posterior del mensaje de la Trinidad. El despliegue de la vida trinitaria y su disfrute acontece en el extremo final del camino espiritual; esta condición postrera parece convenir también con la presentación de la experiencia teresiana.

1. INHABITACIÓN TRINITARIA EN EL COMIENZO. El proceso de respuesta a esta autodonación o revelación de Dios íntimo dándosenos es lo que quiere enseñar san Juan de la Cruz: “Conociendo por otra parte, la gran deuda que a Dios debe en haberle criado solamente para sí, por lo cual le debe el servicio de toda su vida, y en haberla redimido solamente por sí mismo, por lo cual le debe todo el resto y respondencia del amor de su voluntad, y otros mil beneficios en que se conoce obligada a Dios desde antes que naciese … comienza a invocar a su Amado” (CB 1,1).

Ya desde el nacimiento de esta vida espiritual se menciona a la Trinidad. Dios da el primer paso de esta vida viniendo y abajándose a vestir de carne y tiempo su existencia y revistiendo la nuestra de divinidad. Admirable intercambio o trueque: “el llanto del hombre en Dios y en el hombre el alegría”. Por el bautismo se aplica a cada hombre la gracia del desposorio o la unión que restableció Cristo debajo del manzano (CB 23, 6). Quien ‘renace del agua y del Espíritu’ recibe una semejanza que se ha de desplegar en su conciencia y libertad hasta donde cada creyente pueda: “Recibiendo de Dios la tal renacencia y filiación” puede partir hacia su unión avanzando por su conciencia fiel, por su voluntad amorosa y por su memoria agradecida en la identificación con Cristo.

Cuenta quien se aventura por el camino con este dato primero y último: la inhabitación trinitaria. Contempla J. de la Cruz este misterio en cuanto que transforma al hombre radical e íntimamente. Otra muestra más del famoso personalismo carmelitano, o del prejuicio ‘por nosotros’ y ‘en cuanto a nosotros nos importa’ con el que se afronta cuanto Dios es en sí y para sí; el ‘propter nos’ y el ‘se entregó por mí’ es lo que siempre le importa al místico.

Esta conciencia de estar la Trinidad morando dentro es la que pone en marcha la búsqueda interior y la consiguiente trasformación humana. A quien pregunta “¿adónde te escondiste, Amado?”, le responde: “Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma” (CB 1,6). Esta es la verdad primera que importa conocer para buscarle por los caminos de carne y tiempo que él mismo ha trazado y recorrido; por donde él bajó ha de subir el hombre. Vía sacramental y moral de imitación y ascenso en fe y en gracia pues si “la Trinidad de carne al Verbo vestía”, de noche y por tierras del hombre, tierras de penumbra, ha de buscarle quien le busca; “por tanto, el alma que le ha de hallar conviénele salir de todas las cosas según la afección y voluntad y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen”. Y más claro: “Dicho queda, ¡oh alma!, el modo que te conviene tener para hallar el Esposo en tu escondrijo. Pero, si lo quieres volver a oír, oye una palabra llena de sustancia y verdad inaccesible: es buscarle en fe y en amor” (ib. 11). La primera estrofa del Cántico espiritual es una preciosa síntesis y meditación de las consecuencias de la inhabitación trinitaria.

2. LA INICIATIVA DE LA TRINIDAD EN EL CAMINO. Las etapas sucesivas que se trazan en el Cántico espiritual van jalonadas de iniciativas de la Trinidad que delibera y decide el avance del camino. Una muestra ingenua: “Deseando el Espíritu Santo, que es el que interviene y hace esta junta espiritual, que el alma llegase a tener estas partes para merecerlo, hablando con el Padre y con el Hijo en los Cantares (8, 8-9) dijo: ¿Qué haremos a nuestra hermana en el día en que ha de salir a vistas y a hablar, porque es pequeñuela y no tiene crecidos los pechos? … entendiendo también por los pechos de la Esposa ese mismo amor perfecto que le conviene tener para parecer delante del Esposo Cristo, para consumación de tal estado” (CB 20-21, 2).

Todo progreso lo marca una decisión de la Trinidad. Más aún la unión de amor tiene un solo modelo: la misma unión Trinitaria. “El Espíritu Santo, que es amor, también se compara en la divina Escritura al aire (Act. 2, 2), porque es aspirado del Padre y del Hijo. Y así como allí es aire del vuelo, esto es, que de la contemplación y sabiduría del Padre y del Hijo procede y es aspirado, así aquí a este amor del alma llama el Esposo aire, porque de la contemplación y noticia que a este tiempo tiene de Dios le procede”. El amor Trinitario se comunica al hombre y va creando la misma unión que ellos disfrutan: “porque, así como el Amor es unión del Padre y del Hijo, así lo es del alma con Dios. Y de aquí es que, aunque un alma tenga altísimas noticias de Dios y contemplación, y conociere todos los misterios, si no tiene amor, no le hace nada al caso, como dice san Pablo (1 Cor 13, 2), para unirse con Dios” (CB 13,11). La caridad es el vínculo que une al hombre con Dios a semejanza de la Trinidad.

3. LA TRINIDAD EN LA CUMBRE. Pero es en la meta, donde se revela esta condición y estructura íntima de toda la vida teologal. La vida de relación con Dios es vida de relaciones con la Trinidad, pues es la misma vida que goza Dios la que nos comunica; de hecho, al fin todo se reduce a ejercicio de amor personal. Este texto es el mejor entre varios: “Este aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará Dios allí en la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de Amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo (CB 39, 3). Esta es la afirmación inicial, final y central. El quicio, la cumbre y la fuente de este proceso. Se obliga el autor a justificarla y a testificar con su propia experiencia la verdad de tal aserto. No dirá al fin, sino que simplemente se trata del despliegue de lo que in nuce estaba ya en el principio: la filiación y la inhabitación.

Lo justifica teológicamente citando a Gál 4, 6: “Porque esto es lo que entiendo quiso decir san Pablo cuando dijo; Por cuanto sois hijos de Dios, envió Dios en vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, clamando al Padre. Lo cual … en los perfectos es en las dichas maneras” (ib. 4); Juan se toma totalmente en serio la creación “a imagen y semejanza” y alega que en esto y no en menos consiste el deseo y la oración sacerdotal de Jesús en Jn 17: “Y así lo pidió al Padre … diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste; es a saber: que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo” (ib. 5). Y ante la incredulidad supuesta en el lector, responde: “Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza (Gén 1,26) … El Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan” (1,12: CB 39,4-5).

La teología ha preferido nociones técnicas para explicarlo: adopción, comunicación y participación. Aquí las pone todas en juego el teólogo para explicar las osadías del místico. La transformación es algo serio y definitivo, ontológicamente queda el hombre hecho hijo de Dios en el bautismo y por tanto obra como tal y se experimenta su libertad y dignidad viviendo dentro y por la fuerza de la Trinidad Santa. “Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado” (CB 39,3). No se trata de gracias místicas extraordinarias, sino de la mística de la gracia ordinaria: ser hijo de Dios y estar habitados por la Santísima Trinidad. Como todo don, este es de carácter escatológico. “Se da a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él acompañadamente con él la obra de la Santísima Trinidad, de la manera que habemos dicho, por causa de la unión sustancial entre el alma y Dios. Lo cual, aunque se cumple perfectamente en la otra vida, todavía en ésta … se alcanza gran rastro y sabor de ella” (CB 39,6).

La cumbre de la experiencia de inmersión en la vida trinitaria del hombre hijo de Dios y esposa del Hijo se describe en la Llama con abundancia de verbos de sensación y registros simbólicos variadísimos, pero teológicamente todo se viene reduciendo a dos fundamentales y osadas afirmaciones del místico castellano: la igualdad de amor y la reentrega. Dos textos con expresa mención de la Santísima Trinidad nos bastan: “Esta es la gran satisfacción y contento del alma: ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da; … De esta manera, las profundas cavernas del sentido, con extraños primores calor y luz dan junto a su Querido. Junto, dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella” (LlB 3,80). Y esta otra no menos fulgurante: “Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo, y que, como cosa suya, le puede dar y comunicar a quien ella quisiere de voluntad; y así dale a su Querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella” (ib. 81); “aquí ama el alma a Dios, no por sí, sino por él mismo; lo cual es admirable primor, porque ama por el Espíritu Santo, como el Padre y el Hijo se aman, como el mismo Hijo lo dice por san Juan (17,26), diciendo: La dilección con que me amaste esté en ellos y yo en ellos” (ib. 82). El hombre ha logrado su asimilación divina sin perderse ni alienarse. Dios se ha alienado por la encarnación y le abrió camino a su fuego interior.

4. LA MÍSTICA DE LA TRINIDAD. El entero libro de la Llama tiene esta finalidad última y este tema central: degustar el rastro y sabor de vida eterna en el hogar de la Trinidad ya anticipadamente y testificar sobre cómo la promesa del Salvador (Jn 14,23) se cumple en verdad.

La tesis de fondo es esta: “Y así, estando esta alma tan cerca de Dios, que está transformada en llama de amor, en que se le comunica el Padre, Hijo y Espíritu Santo, ¿qué increíble cosa se dice que guste un rastro de vida eterna, aunque no perfectamente, porque no lo lleva la condición de esta vida? Mas es tan subido el deleite que aquel llamear del Espíritu Santo hace en ella, que la hace saber a qué sabe la vida eterna” (LlB 1,6). Ha de probar el autor y extender su explicación testificando su cumplimiento y polemizando contra todo escepticismo, sospecha o incredulidad.

En el prólogo ya marca el enfoque determinante de su libro: se trata de superar el escándalo o la mezquindad de quienes ‘piensan bajamente de Dios’ como le gusta denunciar: “Y no hay que maravillar que haga Dios tan altas y extrañas mercedes a las almas que Él da en regalar; porque si consideramos que es Dios, y que se las hace como Dios, y con infinito amor y bondad, no nos parecerá fuera de razón; pues Él dijo (Jn 14,23) que en el que le amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu Santo y harían morada en él; lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios, como da a entender el alma en estas canciones” (Ll, pról. 2). Y de nuevo: “Y no es de tener por increíble que a un alma ya examinada, purgada y probada en el fuego de tribulaciones y trabajos y variedad de tentaciones, y hallada fiel en el amor, deje de cumplirse en esta fiel alma en esta vida lo que el Hijo de Dios prometió (Jn 14,23), conviene a saber: que si alguno le amase, vendría la Santísima Trinidad en él y moraría de asiento en él; lo cual es ilustrándole el entendimiento divinamente en la sabiduría del Hijo, y deleitándole la voluntad en el Espíritu Santo, y absorbiéndola el Padre poderosa y fuertemente en el abrazo abisal de su dulzura.” (LlB 1,15). En el abrazo abisal de la dulzura del Padre terminan los caminos que Cristo marcó, por los que el Espíritu guio y que J. invita y enseña a recorrer.

Todas las gracias espléndidas que se contienen en la Llama tienen esta finalidad. Bajo la teoría de las apropiaciones el autor coloca arbitrariamente sus observaciones y experiencias atribuyéndolas a una u otra persona de la Trinidad, pero es consciente de que ni con rigor se puede bien sostener su apropiación, ni su vivencia le permite atribuirlas sin más e indiferenciadamente a cada uno de los Tres. Mantiene distinciones que cree necesarias teológicamente además de mística y poéticamente convenientes.

La canción segunda es la más abiertamente trinitaria al decir del autor: “En esta canción da a entender el alma cómo las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, son los que hacen en ella esta divina obra de unión. Así la mano, y el cauterio, y el toque, en sustancia, son una misma cosa; y póneles estos nombres, por cuanto por el efecto que hace cada una les conviene. El cauterio es el Espíritu Santo, la mano es el Padre, el toque el Hijo. Y así engrandece aquí el alma al Padre, Hijo y Espíritu Santo, encareciendo tres grandes mercedes y bienes que en ella hacen … La primera es llaga regalada, y ésta atribuye al Espíritu Santo, y por eso le llama cauterio suave. La segunda es gusto de vida eterna, y ésta atribuye al Hijo, y por eso le llama toque delicado. La tercera es haberla transformado en sí, que es la deuda con que queda bien pagada el alma, y ésta atribuye al Padre, y por eso se llama mano blanda. Y aunque aquí nombra las tres, por causa de las propiedades de los efectos, sólo con uno habla, diciendo: En vida la has trocado, porque todos ellos obran en uno, y así todo lo atribuye a uno, y todo a todos” (LlB 2,1).

Este principio “por causa de las propiedades de los efectos” es bueno para interpretar todas las gracias de este libro que habla de lo que el hombre bajo los efectos de la gracia aun no es, pero tiene que ser. La obra de la Trinidad se contempla por los efectos en el hombre. Su historia no acabó aún. Hay en Llama un deber ser y un grito por el derecho a ser en Dios así, no menos. El autor interpela mediante estos encarecimientos: aunque no te parezca, esto es profecía de ti. La gracia de Dios tiene éxito ya en este espacio teologal y trinitario que aquí consuma. La obra de la Trinidad y la fiesta que provoca en más profundo centro del hombre no precisa pensamiento e ideas, sino glorificación y alabanza. Todo dogma ha de terminar en doxa. Así lo hace J. de la Cruz.

5. ELEVACIONES A LA TRINIDAD. En esta canción segunda de Llama y en otras secciones se canta la gloria y los efectos glorificantes de la vida e inhabitación trinitaria. Cinco tonos emplea el autor para proclamar otros tantos loores para la mano blanda, misericordiosa, divina, grande, larga y amigable del piadoso Padre en LlB 2,16. Y cinco exclamaciones para el toque delicado, tierno y poderoso, fuerte y sutil, suave y delgado del Hijo (2,17.18.19); y cinco loores o elevaciones a la deleitable, regalada, venturosa y mucho dichosa llaga del Espíritu Santo (LlB 2,8). Los versos prolongan su eficacia exclamativa y su poder lírico y levitante para trasmitir en la prosa la misma admiración sostenida y entrecortada de los versos. Más que doctrina el Santo ofrece oración.

Poner de relieve la condición trinitaria de la vida creyente o cristiana es la misión del místico. Afirmar que Dios es real y que el Dios real es el Dios que libremente, porque es Trinidad, entra en contacto con los hombres y les purifica, les ayuda en su lucha contra el mal, les trasforma y les lleva a nueva vida de hijos en el Hijo por el Espíritu Santo y para gloria del Padre.

BIBL. — EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS, San Juan de la Cruz y el misterio de la Santísima Trinidad en la vida espiritual, Zaragoza 1947, p. 138-140 y 368411; M. DE GOEDT, L’aspiration de l’Esprit Saint au coeur de l’homme selon saint Jean de la Croix, en Lumière et Vie 34 (1985) 49-63; R. MORETTI, “Al vertice della esperienza trinitaria. Riflessioni sulla fiamma viva d’amore de S. Giovanni della Croce”, en Rivista di Vita Spirituale 39 (1985) 172-185; J. HAWTHIGH, “Trinity in the Living Flame of Love”, en Nubecula 31 (1980) 18-30; P. BLANCHARD, “Experience trinitaire et visión beatifique d’après saint Jean de la Croix”, en L’Année Theologique 9 (1948) 293-310; GEMMA DELLA TRINITÁ, Il vértice dell’unione mistica e l’inabitazione trinitaria in san Giovanni della Croce, en Rivista di Vita Spirituale 22 (1968) 558-572; JOSÉ VICENTE DE LA EUCARISTÍA, “Trinidad y vida mística en san Juan de la Cruz”, en Estudios Trinitarios 16 (1982) 217-239.

Gabriel Castro

Trabajo/s

La palabra “trabajo” que aparece repetidamente en los escritos de Juan de la Cruz, tiene diversas acepciones, lejos en su mayoría del sentido de tarea que para nosotros es usual. En ocasiones para el Santo, la palabra trabajo es sinónimo de esfuerzo, de dificultad, como cuando dice en Subida, refiriéndose al daño que producen los  asimientos: “Y lo peor es que no solamente no van adelante –los espirituales– sino que por aquel asimiento vuelven atrás, perdiendo lo que en tanto tiempo, con tanto trabajo, han caminado y andado” (S 1,11,5). De modo que si se pusiera la mitad de ese trabajo-esfuerzo en vencer los apetitos, aprovecharían más en un mes que con otros ejercicios en muchos años (S 1,8,4).

Pero el sentido más peculiar de la palabra trabajo en el lenguaje del Santo, y al que aquí nos referimos, es el de usarla como sinónimo de sufrimiento, y que abarca todo un conjunto de penalidades que caracterizan un momento vital. Así en el epistolario, aludiendo a la penosa situación que vive, con persecución fraterna incluida escribe: “Ya sabe, hija, los trabajos que ahora se padecen” (Ct a Ana de S. Alberto: agosto 1591). Este es el sentido más preciso, constante, y casi unánime que tiene en sus escritos. De modo que los trabajos, así en plural, vienen a significar el conjunto de pruebas,  sufrimientos, tribulaciones, sequedades, que han de pasar las almas para purificarse. Es en lo que insiste a lo largo del libro de la Subida, ya desde el prólogo: “Son tantas y tan profundas las tinieblas y trabajos, así espirituales como temporales, por que ordinariamente suelen pasar las almas para poder llegar a este estado de perfección” (1,1), de modo que sin ellos no se alcanza. No deja de ser significativo que al mismo padecer de  Cristo en la Cruz, lo denomine de esta manera: manjar sólido de “los trabajos de la  Cruz” (S 2,21,3).

En torno a los trabajos elabora el Santo todo un cuerpo de doctrina, que se repite en todos sus libros. Estableciendo dos puntos fundamentales:

1º. La necesidad de los mismos; porque en ellos es donde  Dios prueba la  fe (N 2,22,2) del alma, purifica sus malos hábitos (LlA 2,27) y son preparación para alcanzar la Sabiduría (N 1,14,4) y para llegar al amor de Dios (N 2,12,6). Siendo más intensos, claro está los de la noche del espíritu (N 1,11,4) ya que la intensidad y crudeza de los trabajos es proporcional al grado al que Dios quiere elevar al  alma (N 2,12,6). Tan connaturales son en la noche los trabajos, que al fin se presentan como el traje (N 1,12,2) de que se viste el alma. Y de la intensidad y crudeza de estos trabajos da fe el hecho de que siempre alude a ellos añadiendo otros nombres tan expresivos como  aprietos, desamparos, estrecheces, tempestades, tinieblas. Siendo la mayor de todas el “pensar si perdió a Dios y si está alejada de él” (N 2,13,5). Y la razón de porqué son necesarios estos trabajos la fija el Santo en que así “como un subido licor no se pone sino en un vaso fuerte” (LlB 2,25) tampoco Dios puede poner su plenitud en quien no está fortalecido por ellos; “porque los deleites y noticias de Dios no pueden asentar bien en el alma si no es el sentido y el espíritu bien purgado y macizado y adelgazado” (LlA 2,21).

2º. Pero amén de su necesidad, el Santo establece la ganancia de estos trabajos, diciendo que con un toque de Dios al alma, quedan bien pagados todos los trabajos, aunque fueran innumerables (S 2,26,7); porque Dios paga toda tribulación y trabajo “con ciento de deleite” (LlB 2,23), pues no hay trabajo que no tenga su correspondencia de galardón (LlB 2,31). Paga gratuita y no merecida, al fin, pues no son nada ante Dios, que lo único que quiere es engrandecer al alma (CB 28,1). Gracias a ellos queda “mansa con Dios y con el prójimo” (N 1,13,7). Con todo, son pocos los que, aun sabiendo la paga, desean los trabajos (CA 35,9).

Alfonso Ruiz

Tentación/es

En el camino del espíritu, una de las exigencias que Dios hace al alma es la de no buscar gustos y consuelos. Se ha de purificar de la gula espiritual porque ésta engendra otras imperfecciones y la verdad es que el  principiante, con sus solas fuerzas no podrá vencer. Será el Señor quien “a tiempos les cura con tentaciones, sequedades, y otros trabajos, que todo es parte de la noche oscura” (N 1,6,8). Todas esas pruebas a las que la someterá  Dios terminarán por hacer al alma más humilde y mansa, para con Dios y para consigo misma y para con el prójimo. Todo ello como consecuencia de “estas sequedades y dificultades y otras tentaciones y trabajos en que a vueltas de esta noche Dios la ejercita” (N1,13,7). En la  búsqueda de Dios, el alma no siempre camina con limpieza y pureza interior y ello repercute hasta en la  oración. Y Dios la introduce en la  noche para ser purificada, y el alma queda desconcertada, sin saber a dónde va, “suele ir acompañada con graves  trabajos y tentaciones sensitivas que duran mucho tiempo, aunque en unos más que en otros” (N 1,14,1). Y es de todo punto de vista necesaria esta  purificación, ya que, si no pasara por esta situación de ser tentada, ejercitada y probada, no podría “avivar su sentido para la Sabiduría” (N 1,14,4). Los trabajos y penitencias purifican el sentido, y “las tribulaciones y tentaciones y tinieblas y aprietos adelgazan y disponen el espíritu, por ello conviene pasar para transformarse en Dios” (LlA 2,21). Pero Dios no lleva a todos por las mismas tentaciones, sino conforme “a lo más o menos que cada uno tiene de imperfección que purgar”. Y también según el grado de amor a que Dios la quiera llevar. A los más débiles “con mucha remisión y flacas tentaciones mucho tiempo les lleva por esta noche”. Son ejercitados por Dios “algunos ratos y días” con tentaciones y sequedades para que se conserven en humildad y conocimiento propio. Dios las ejercita en su amor. De todos modos aún las almas que han de pasar “a tan dichoso y alto estado como es la unión de amor” es sabido, según el Santo, que suelen durar harto tiempo “en estas sequedades y tentaciones”. De tres maneras puede ser probada el  alma. Con tentaciones del espíritu de fornicación “para que les azote los sentidos con abominables y fuertes tentaciones”; otras veces se presenta el “espíritu de blasfemia” que algunas veces se aparece “con tanta fuerza sugerida en la imaginación” que es un grave tormento. Por fin a otros les ejercita sin dejarles caer, con “mil escrúpulos y perplejidades tan intrincadas, al juicio de ellos, que nunca pueden satisfacerse con nada, ni arrimar el juicio a consejo ni concepto” (N 1,14,3).

Algunas almas generosas no están libres de “otras fieras más interiores y espirituales de dificultades y tentaciones” (CB 3,8) las cuales se les presentan, y son necesarias. Es Dios quien las envía cuando las quiere levantar “a alta perfección”. Si el alma ya está enamorada y ya no tiene otro interés que el del Amado, nada ha de temer confiada como está en Dios. Las tentaciones del demonio son como “los fuertes” que hay que traspasar, aunque “sus tentaciones y astucias” son más dificultosas que las que vienen del  mundo y de la carne. Después de haber pasado el alma por las dificultades y luchas y tentaciones, una vez que se ha llegado a la unión con Dios, después “que se vino a desasir y hacer fuerte”, una vez que no hay nada ya que le haga quebrar pues vive ya en Dios, nada ha de temer, nadie podrá con ella pues Dios se ha “prendado de ella” y le asiste la fortaleza. Las tentaciones por las que ha tenido que pasar el alma para llegar a esta unión, para llegar a esta fuerza, han sido de verdad pruebas llenas de aprietos y tentaciones que apagan los hábitos malos e imperfectos del alma y la purifican y fortalecen (LlB 2,30). Una vez pasado por “los trabajos y tentaciones” purificativos, Dios alumbra al alma y como a Tobías (Tob 14,2) “todos lo demás de sus días” los pasará ya en gozo. Pero el alma que ya ha sido probada y purificada por todas estas pruebas y “variedad de tentaciones”, y que es hallada fiel en el amor, toma posesión de ella la Trinidad y harán su morada en ella.  Ardiz, asechanza, cebo, engaño, estímulo, incentivo, señuelo.

Francisco Vega Santoveña

Soledad

Ha sido la soledad una experiencia vital de Juan de la Cruz. Primero padecida como niño y como hombre, después radicalizada como místico. “Sin arrimo y con arrimo”, ha probado todas las condiciones del  pájaro solitario. Después ha pasado a ser la soledad una situación buscada, reclamada por su vocación interior, un componente secundario pero importante de su logro o realización personal, realización que ha centrado en el logro de la más estrecha intimidad con  Dios en Cristo por el Espíritu. Ha gustado también de la soledad de la naturaleza y la ha cantado: “Los valles solitarios nemorosos son quietos, amenos, frescos, umbrosos, de dulces aguas llenos, y en la variedad de sus arboledas y suave canto de aves, hacen gran recreación y deleite al sentido, dan refrigerio y descanso en su soledad y  silencio. Estos valles es “mi Amado para mí” (CB 14,7).

La soledad tuvo valor humano y valor religioso para el Santo. Pero ante todo ha querido soledad porque ha querido realizar la unión con solo Dios y responder a una llamada absoluta que le pide e impone sufrir soledad absoluta. Ha sentido la soledad del niño huérfano, pero también la del hombre que tiene un destino y siente fuertemente la llamada de la fidelidad por encima de toda componenda y más allá de las expectativas y demás presiones ambientales. “Por las palabras de tus labios yo guardé caminos duros” (N 2,21,5). No le es desconocida tampoco la áspera soledad del perseguido y del exiliado: “Decid ¿cómo en tierra ajena, / donde por Sión lloraba, / cantaré yo el alegría / que en Sión se me quedaba?” (Po 10, 35-39).

Su soledad ha sido consecuencia de su vocación y de su resolución de aventurar su vida en un solo ideal. Nadie se la pide, es su proyecto vital quien se la inflige o se la otorga: la unión con Dios, esta aventura tan rectilínea y radical, tan determinada y absoluta, tan por encima de cualquier relativismo, componenda y compromiso se ha logrado a precio de soledad. Intimidad con Dios es el objetivo, soledad la condición previa y la consecuencia lógica de su logro. En otro lugar ( desierto) queda señalado cómo busca la soledad y cómo se la fabrica allí por donde va trazando con un zigzag vital la línea recta de la fidelidad a su ideal de puro y total amor a Cristo. Ha pasado de las promesas de su juventud al noviciado (soledad), de su estudio con proyección de buenas prebendas a la alquería de  Duruelo, Alcalá y Ávila a la cárcel (experiencia de soledad impuesta y bien aprovechada; soledad creativa, manifestación de fidelidad y resistencia). De hecho, la prolonga con una nueva etapa de desierto en  El Calvario; y aún después de la época de la acción de  Baeza y  Granada nos parece  Segovia, remanso de paz en soledad; pero  La Peñuela su último destino impuesto y preferido como su muy deseado espacio de soledad “Mañana me voy a  Úbeda a curar de unas calenturillas, que, (como ha más de ocho días que me dan cada día y no se me quitan) paréceme habré menester ayuda de medicina; pero con intento de volverme luego aquí, que, cierto, en esta santa soledad me hallo muy bien” (Ct 31).

I. Camino de soledad. Simbolismo

Soledad en su doctrina, más allá de lo que podemos rastrear de su biografía, es un símbolo primordial que carga sobre sí todas las valencias de lo positivo, de lo deseado. Es al fin una gracia de Dios, un regalo para el hombre sanjuanista.

a) Su valor semántico se va cargando y desplazando según los contextos en que el caminante lo busca: primero es el sosiego de la casa del hombre que por las primeras noches o purificaciones va alcanzando una mínima libertad, autonomía, ajenación o abstracción de otros amores, apegos, ideas y labores. “Por solo un asimientillo de afición y so color de bien de conversación y amistad (se les va) vaciando por allí el espíritu y gusto de Dios y santa soledad” (S 1,11,5). Soledad se opone al efecto pernicioso de los apetitos. Es el ideal a alcanzar, se parece a libertad y señorío, es en los primeros pasos simplemente ordenación de los afectos y coherencia con los ideales vocacionales. La educación de estas actitudes de desprendimiento, de crítica de toda aprensión, se estimula proponiendo la soledad como un sinónimo de libertad de espíritu, de pobreza, de desnudez espiritual.

La soledad activamente buscada y ejercitada es manifestación de relativización de toda experiencia y mediación en el camino hacia Dios que no sea la vida teologal. Tiene a primera vista aspecto pasivo y patético, pero es también ejercicio entrenable, susceptible de aprendizaje, practicable. Educar la fe, la esperanza, el amor con el entendimiento purificado y con la voluntad libre y despegada es aprender la soledad sanjuanista en sus fases prevalentemente activas (S 2,18, 3; 23, 4, etc.).

b) Pero la soledad sanjuanista es más una experiencia que recubre las notas y explica los efectos de la noche oscura pasiva o la purificación pasiva del espíritu: Dios, cuando comienza la contemplación, saca al desierto al hombre, coloca su conciencia sola y desnuda ante él. Es para el amor y la intimidad, pero se percibe como episodio de ‘desamparo y extrañez’, extrañamiento y exilio, vacío y tiniebla, ‘desamparo y desarrimo’: “Para este estado, las operaciones naturales se han de perder de vista, lo cual se hace, como dice el profeta, cuando venga el alma según sus potencias a soledad y le hable Dios al corazón” (S 3,3,4). A ‘solo Dios’ corresponde ‘hombre solo’ sin adherencias, desnudo de lo postizo y cubierto sólo de su dignidad de hijo y de sus gracias y pasión de esposa. Hombre solo es  hombre listo para la relación sin artificios ni máscaras, hombre puro. A Dios solo, hombre en soledad. Soledad en la mente, memoria y voluntad, es decir, libertad, recogimiento en un solo apetito de Dios, entereza en un solo amor, unicidad de “altar donde Dios es adorado en alabanza y amor y solo Dios en ella está” (S 1,5,7). Contra idolatría, soledad de intereses, exclusividad de amores. Dios es celoso, pide fidelidad, excluye adulterio, reclama atención total, impone al fin esa soledad. Soledad porque Dios solo, exige “estarse a solas con atención amorosa a Dios”.

II. Oración a solas

Este “a solas” es inicialmente una característica física del orante y un modo de prácticas oracionales o retraimiento físico, así recomienda la oración en lugar solitario y retirado a ejemplo del Maestro (S 3,36. 39. 40. 42. 44); pero una lectura profunda nos dice que soledad sanjuanista es una dimensión teologal de la existencia. De hecho, este “a solas” no excluye sino que exige la comunidad eclesial y la mediación ministerial, pues “el alma humilde no se atreve a tratar a solas con Dios ni se puede acabar de satisfacer sin gobierno y consejo humano (S 2,22,11). La soledad no es física (retiro) ni mental (recogimiento), es afectiva, es teologal. La  fe es el fundamento de la soledad, ella sola es “el próximo medio y proporcionado medio para que el alma se una con Dios” (S 2,9,1). No le gusta al Santo el camino solitario del hombre autosuficiente, su enseñanza de la soledad no es una recomendación de autonomía y de prevalencia del “libre examen” en la relación con Dios: su soledad es aprendida en compañía, en ‘acompañamiento’ decimos hoy: ¡Ay del solo! (S 2,22,12) pues “el demonio prevalece contra los que a solas se quieren haber en las cosas de Dios, dos juntos le resistirán que son los que se juntan a saber y a hacer la verdad” (ib.). La soledad es teologal, no es el aislamiento condición del camino hacia Dios, esta soledad no excluye, sino que reclama la comunión eclesial y la amistad. Ese camino se hace acompañado. Un buen manojo de sus sentencias recomienda esta compañía (Av 5.7.9.11.27, etc.).

Hay pues una soledad activa, aprendida, practicable y recomendable con estas condiciones. Se resumen en ella la purificación activa de la voluntad. ‘Solo Dios’ es un fijo y recurrente estribillo sanjuanista. En sus cartas recomienda, encarece y envidia la soledad del Carmelo femenino como una institucionalizada práctica de la soledad, como una apuesta radical por solo Dios. Es la virginidad del corazón que se expresa y pretende al menos intencionalmente por la clausura, el retiro, la búsqueda de lugar solitario y la atención intensa a lo interior. El claustro y el desierto son los signos externos y espaciales de la búsqueda interior, cifras de un programa religioso y vital, divisas de una pretensión absoluta y, como tal, absolutamente imposible: solo Dios.

III. Profunda y anchísima soledad

En el momento de la noche oscura pasiva la soledad es una experiencia purificativa que acompaña la descripción de la tiniebla espiritual de esta espantosa prueba: “Se añade a esto, a causa de la soledad y desamparo que en esta oscura noche la causa, no hallar consuelo ni arrimo en ninguna doctrina, ni en maestro espiritual … le parece que ellos no ven lo que ella ve, no la entendiendo dicen aquello (palabras de aliento) y en vez de consuelo antes recibe nuevo dolor”, que “en lo que solía hallar algún arrimo se acabó con lo demás y que no hay quien se compadezca de ella” (N 2,5,7). La noche “consiste en sentirse sin Dios y castigada y arrojada e indigna de él; y el mismo desamparo siente de todas las criaturas y desprecio acerca de ellas, particularmente de los amigos” (ib. 6,2-3). Algunas veces en medio de estas penas oscuras y amorosas siente el alma cierta compañía y fuerza en su interior “que la acompaña y esfuerza tanto que si se le acaba este peso de apretada tiniebla, muchas veces se siente sola, vacía y floja” (N 2,11,7) como si esa compañía subrayase la soledad, como los discípulos en Getsemaní dormidos e ignorantes, más que acompañar, agravan la soledad del Maestro doliente o como los ladrones en la cruz que antes que acompañar con su incomprensión o su hostilidad dejan más solo con su propio misterio oscuro a quien sufre. Ni Dios ni amigos ni maestros, soledad con “muerte de espíritu cruel como si tragada de una bestia en su vientre tenebroso se sintiese estar digiriendo” (ib 6, 1).

a) La noche es ante todo “una anchísima soledad donde no puede hallar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, (siente) que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura” (N 2,17,6). Es inalcanzable la soledad de todo hombre que se acerca a Dios. Es Dios quien se coloca con su gracia y predilección muy próximo al hombre y lo extraña de sí y del mundo antes de entrañarlo en su ser divino. Si la soledad activa era un intento de comunión exclusiva, íntima, secreta y segura, si se ha figurado en el retiro físico y el recogimiento, apartamiento y retraimiento es para llevar al hombre a disfrutar de la comunión intradivina. Pasa por una fase pasiva y dolorosa en la noche, cuando la soledad es revelación de la distancia de Dios respecto a toda otra realidad o experiencia. Quien se acerca, se exila y extraña, se aísla y se aventura “porque el amado no se halla sino solo, afuera en la soledad y a esta alma (que) había de salir a hacer un hecho tan raro y tan heroico … le conviene salir sola, sin ser notada, estando ya su casa sosegada … y (le conviene) salir de noche, adormidos y sosegados todos los domésticos de su casa” (N 2,14,1).

b) La soledad, al mismo tiempo que se experimenta como oprobio, empieza a ser una gracia, una nueva, extraña, única y segura manera de comunicación con el Dios solo y a solas. Pero en ese punto ya no se habla de soledad como ausencia de compañía o de mediadores sino como comunicación sin participación de los sentidos, de las facultades o de las mediaciones psíquicas de la experiencia ordinaria. Soledad es ya un concepto místico. La soledad, en cuanto activa, era un modo de abnegación sanjuanista y por tanto es activa como actitud a cultivar, “porque para este divino ejercicio interior es también necesaria soledad y ajenación de todas las cosas que se podrían ofrecer al alma” (CB 16,10); pero en cuanto sentimiento ligado a la noche es producto pasivamente recibido en la comunicación divina donde toda otra comunicación es ruido y sin sabor.

c) El comienzo de la etapa de la  contemplación, su extrañeza y novedad se describen frecuentemente con sentimientos de soledad, cual si la soledad fuese otro nombre de la contemplación más que su indispensable condición. Se opone su presencia a los recursos propios de la meditación y en esta etapa de proceso es, ante todo, una actitud pasiva, pero que se facilita con determinados  ejercicios, que hay que preferir a la operación de las facultades naturales, a la solicitud y cuidado por determinados actos materiales o prácticas de pensamiento o de virtud. Es sinónimo esta soledad del ocio santo, de recogimiento mental y afectivo, de pasividad activa y atención amorosa, de ociosidad interior y escucha espiritual. Los textos más abundantes de este tenor se encuentran en las descripciones y en el contexto polémico del tratadillo de los tres ciegos. “Pues cuando el alma va llegando a este estado, dice al maestro, no la desquietes con cuidado o solicitud alguna de arriba y menos de abajo, poniéndola en toda la enajenación o soledad posible” (LlB 3,34). Y aun la “advertencia amorosa activa”, voluntariamente procurada, puede estorbar: “aun el ejercicio de la advertencia amorosa… ha de olvidar … y sólo ha de usar cuando no se siente poner en soledad u ociosidad interior u olvido o escucha espiritual” (LlB 3,35).

La soledad es una nota de la contemplación, efecto o rasgo concomitante a la acción de Dios que hay por tanto que cuidar y respetar como delicada unción cosmética o como primoroso matiz de artística pintura. Se esfuerza el Santo en hacérselo entender a los confesores rudos que ignoran los delicados modos de actuar del  Espíritu Santo. Soledad es tranquilidad, suavidad, paz y silencio. Todo ello fruto de la comunicación sin participación activa de los sentidos y facultades humanas. “Y un poquito de esto que Dios obra en el alma en este ocio santo y soledad es inestimable bien”. Pero como es tan secreto este don sólo se registra en la experiencia consciente como “una enajenación y extrañez … acerca de todas las cosas, con inclinación a soledad y tedio de todas las criaturas del siglo en respiro suave de amor y vida en el espíritu” (LlB 3,39). Es significativo para la pneumatología sanjuanista que atribuya repetidamente esta experiencia y crecimiento de la contemplación inicial en cuanto soledad a la obra del Espíritu Santo y la describe como efecto de su unción íntima (LlB 3, 45. 46. 54. 63. 65).

IV. “La soledad sonora”

Un avance o repetición de esta doctrina se halla en el comentario al verso “la soledad sonora” (CB 14-15,26-27), donde se entiende y explica la soledad como una peculiar gracia mística que el teólogo interpreta en relación con la experiencia de la creación, en cuanto armoniosa, y en relación al sentimiento estético y místico a la vez de la belleza del mundo como participación de la belleza divina. En esto es idéntico su sentido al verso “la música callada”. Gracia que es “una fuerte y copiosa comunicación y vislumbre de lo que él es en sí, en que siente el alma este bien de las cosas” (CB 14-15,6). La experiencia simbólica del mundo como experiencia de Dios. En la estética mística sanjuanista, la soledad es la experiencia, simultáneamente lograda, de la belleza de Dios en sus criaturas y de las criaturas en Dios; en palabras suyas la percepción del “testimonio que de Dios todas ellas dan en sí” (ib. 26). Y en soledad, es decir, sin otros intermediarios que la directa comunicación divina ‘sustancia a sustancia’ en la que se recupera el gozo de todo lo sensible negado en las etapas anteriores. Allí las aprensiones de los sentidos se consideraban ruido e interferencia, pero ahora todo es música callada y soledad sonora.

Esta gracia de la soledad sonora queda ligada por el místico teólogo a la experiencia del misterio del Espíritu Santo en cuanto presente en la creación. “El Espíritu del Señor llenó la redondez de las tierras, y este mundo, que contiene todas las cosas que él hizo, tiene ciencia de voz, que es la soledad sonora, la cual es el testimonio que de Dios todas ellas dan en sí. Y por cuanto el alma recibe esta sonora música, no sin soledad y ajenación de todas las cosas exteriores, la llama música callada y soledad sonora, la cual dice que es su Amado” (ib. 27). Ahora soledad en el vocabulario sanjuanista alude a un modo particular de comunicación. Es decir, comunicación o gracia mística sin el perjuicio y menoscabo que suponía el discurso artificial, sucesivo y peligroso de la meditación. La soledad sonora se valora y describe como una gracia mística intermedia, todavía no tan pura y alta como la última soledad de la unión de transformación: “Porque así como la noche en par de los levantes ni del todo es noche ni del todo es día, sino, como dicen, entre dos luces, así esta soledad y sosiego divino, ni con toda claridad es informado de la luz divina ni deja de participar algo de ella. En este sosiego se ve el entendimiento levantado con extraña novedad sobre todo natural entender a la divina luz, bien así como el que, después de un largo sueño, abre los ojos a la luz que no esperaba” (ib. 23-24).

Antes ha explicado el contenido y condiciones de esta gracia con el apólogo místico del “pájaro solitario”.

 Santa Teresa y otros han empleado la misma cita del salmo 101,8 “sicut passer solitarius in tecto”, para hablar de la soledad mística que produce la comunicación divina en la contemplación inicial. “La tercera condición del pájaro solitario es que ordinariamente está solo y no consiente otra ave alguna junto a sí, sino que, en posándose alguna junto, luego se va; y así el espíritu en esta contemplación está en soledad de todas las cosas, desnudo de todas ellas, ni consiente en sí otra cosa que soledad en Dios” (ib. 25). Insiste en esta propiedad de la contemplación vista bajo la especie de soledad: El Amado “también es la soledad sonora. Lo cual es casi lo mismo que la música callada, porque, aunque aquella música es callada cuanto a los sentidos y potencias naturales, es soledad muy sonora para las potencias espirituales; porque, estando ellas solas y vacías de todas las formas y aprehensiones naturales, pueden recibir bien el sentido espiritual sonorísimamente en el espíritu de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas” (ib. 26). La soledad, pues, se entiende como comunicación en silencio de las potencias exteriores.

V. “En soledad vivía… y en soledad la guía”

Las canciones 34-35 del Cántico contienen el mejor canto a la soledad. Parte la exposición de la cita de Oseas, trasladada de lugar en CB, y se entretiene en una larga explicación de lo que produce la soledad penosa de la noche, aquella a la que se ha expuesto la esposa por manifestar su amor incondicionado e incontaminado. Las canciones de la exclusividad y la intimidad: “que ya sólo en amar es mi ejercicio, en solo aquel cabello, en uno de mis ojos te llagaste”, etc., han abundado ya en expresiones de la exclusividad del amor y la fe. La entrega y perseverancia tan solícita en la primera noche y tan valiente y arriesgada en la segunda, ese no querer otra compañía, esa fortísima determinación de la “tortolica “que no se junta con otras aves”, conduce a este modo de comunicación y unión sin intermediarios donde Dios “por sí solo, no ya por medio de ángeles como antes, ni por medio de habilidad natural… él a solas lo hace en ella todo” (CB 35,6).

Recogiendo el tópico de la tortolilla del romance de Fontefrida describe J. de la Cruz esta última soledad “así el alma no queriendo reposar nada en nada ni acompañarse de otras aficiones gimiendo por la soledad de todas las cosas hasta hallar a su Esposo en cumplida satisfacción” (CB 34,5); ahora ya ve cumplida su pretensión, “porque cuando el alma llega a confirmarse en la quietud del único y solitario amor del Esposo… hace tan sabroso asiento de amor en Dios y Dios en ella que no tiene necesidad de otros medios ni maestros que la encaminen a Dios porque ya Dios es su luz y guía, porque cumple en ella lo que prometió por Oseas: Yo la guiaré a la soledad y allí hablaré a su corazón (ib, 35,1). En la soledad se comunica y une él en el alma: “Porque hablarle al corazón es satisfacerle el corazón, el cual no se satisface con menos que Dios” (CB 35,1).

Esta comunicación sin intermediarios y en la intimidad solitaria es la soledad sanjuanista por antonomasia. La soledad penosa, las ansiosas penas de la soledad y el desamparo conducen a esta soledad habitada y plena de gozo y fecundidad: “Es extraña esta propiedad que tienen los amados en gustar mucho más de gozarse a solas de toda criatura que con alguna compañía. Porque, aunque estén juntos, si tienen alguna extraña compañía que haga allí presencia, aunque no hayan de tratar ni de hablar más escuso de ella que delante de ella, y la misma compañía trate ni hable nada, basta estar allí para que no se gocen a su sabor” (CB 36,1).

Dios progresivamente ocupa la atención del hombre, se apodera lentamente de su espíritu y su carne y cura su soledad. En la encarnación se hace su compañero y por la fe y la cruz éste queda a merced de su poder y su gracia. Inicialmente se produce una cierta soledad activa por la que se aparta, efectiva y afectivamente, toma su opción por solo Dios y Dios, que acepta su ofrecimiento, completa la obra de su soledad purificándole con una soledad nocturna y desamparada, allí el hombre aprende el modo peculiar de amistad en fe que Dios le ofrece y de ese trato en soledad sale el hombre sabiendo gozar de la soledad habitada por la más estrecha intimidad con el Dios que vive en comunión de personas y quiere sanar nuestra congénita soledad con su amorosa compañía.

Gabriel Castro

Sobrenatural

En el lenguaje teológico el término “sobrenatural” designa fundamentalmente la economía cristiana de la  gracia. Es un término clave en teología. En la literatura espiritual es menos frecuente y adquiere un sentido nuevo; significa primordialmente el estado místico, en el que Dios se comunica al alma sobrenaturalmente, sin que ésta pueda realmente merecerlo. Desborda la capacidad y las disposiciones necesarias del  hombre. Es una gracia mística “sobrenatural”. Pero este significado que adquiere en el lenguaje espiritual no se contrapone al teológico, sino que se fundamenta en él. No obstante, no hay que confundir el sobrenatural teológico con el sobrenatural místico.

El término del sobrenatural entra en la espiritualidad de la mano de la escuela franciscana (Bernabé de Palma y Bernardino de Laredo), recibe su espaldarazo definitivo con los dos grandes místicos del Carmelo ( Teresa de Jesús y Juan de la Cruz) y se hace general en la escuela carmelitana ( Juan de Jesús María, Tomás de Jesús, Philippe de la Trinité). Designa generalmente el sobrenatural místico.

Esta aproximación histórico-doctrinal nos ayuda a comprender mejor el sentido del término “sobrenatural” en J. de la Cruz, que en sus escritos tiene una importancia relevante. Aparece unas 200 veces, de las cuales más de la mitad están en Subida. Lo contrapone generalmente al término “natural”. Pero la contraposición “natural” y “sobrenatural” no se corresponde exactamente con la que la teología escolástica establece entre “naturaleza” y “gracia”. Lo cual viene a corroborar la diferencia entre el significado teológico y el espiritual del término.

Esto revela la dificultad de determinar su sentido en los escritos sanjuanistas. Tiene diversos significados, que no pueden precisarse al margen del contexto doctrinal en que escribe. Por eso juzgamos necesario determinar primero esos contextos, como marco general de interpretación. Ello nos permitirá, además, abordar la explicación del sobrenatural desde sus contenidos fundamentales, no simplemente desde un análisis aséptico de los textos.

Los principales contextos doctrinales son tres: el teológico, el místico y el de la unión. Estudiados estos contextos, podremos precisar el sentido teológico y espiritual del sobrenatural. Asimismo, podremos abordar el tema de la relación entre el sobrenatural y la naturaleza humana, entre la mística sobrenatural y la vida cristiana, que es uno de los temas que más preocupan hoy, tanto a la teología como a la espiritualidad. ¿Cómo lo resuelve San Juan de la Cruz?

I. El ser sobrenatural (sentido teológico)

El sentido teológico del sobrenatural se encuentra en los escritos sanjuanistas como fundamento de la vida espiritual. Significa el ser divino que se comunica “sobrenaturalmente por gracia”. Es la comunicación “sobrenatural” de  Dios mismo al hombre, transformándole interiormente, dejándole así en franquía hacia la unión sobrenatural, a la que Dios llama y cuyo camino el Santo pretende enseñar:

“Aunque es verdad que… está Dios siempre en el alma dándole y conservándole el ser natural de ella con su asistencia, no, empero, siempre la comunica el ser sobrenatural. Porque éste no se comunica sino por amor y gracia, en la cual no todas las almas están; y las que están, no en igual grado, porque unas están en más, otras en menos grados de amor. De donde a aquella alma se comunica Dios más que está más aventajada en amor, lo cual es tener más conforme su voluntad con la de Dios. Y la que totalmente la tiene conforme y semejante, totalmente está unida y transformada en Dios sobrenaturalmente. Por lo cual, según ya queda dado a entender, cuanto una alma más vestida está de criaturas y habilidades de ella, según el afecto y el hábito, tanto menos disposición tiene para la tal unión, porque no da total lugar a Dios

para que la transforme en lo sobrenatural. De manera que el alma no ha menester más que desnudarse de estas contrariedades y disimilitúdines naturales, para que Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente por gracia” (S 2,5,4).

El texto contrapone el “ser natural” al “ser sobrenatural”. Ambos tienen su fuente en Dios. El primero comprende sólo la asistencia de Dios al alma, “dándole y conservándole el ser natural” (presencia de inmensidad). El segundo, en cambio, entraña la comunicación personal de Dios (presencia por gracia): “la comunica el ser sobrenatural”; “a aquella alma se comunica Dios más que está más aventajada en amor”. La comunicación sobrenatural divina requiere una disposición previa; supone el despojo de las “contrariedades y disimilitúdines naturales”. Teológicamente significa la renuncia al pecado, que es contrario a Dios; es el primer paso de la conversión cristiana. Pero el Santo, dando por supuesta esta conversión, parece referirse más bien a las aficiones del alma o apetitos contrarios a la unión con Dios. Quitado este obstáculo, “Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunica sobrenaturalmente por gracia”. Y así, el alma “que totalmente tiene conforme y semejante [su voluntad con la de Dios], totalmente está unida y transformada en Dios sobrenaturalmente”. Juan de la Cruz habla de esta comunicación sobrenatural de Dios por gracia en otros dos pasajes importantes de Cántico y Llama (CB 11,3; LlB 4,7 y 14), como fundamento de la  unión mística (presencia por unión).

El P. Crisógono de Jesús Sacramentado, partiendo de la distinción teológica del orden sobrenatural en “supernaturale quoad essentiam” y “supernaturale quoad modum”, cree poder reducir el sobrenatural sanjuanista a estas dos clases. El primero sería el sobrenatural esencial (gracia santificante), y el segundo el sobrenatural modal ( visiones, revelaciones, etc.). “Místico es lo mismo que sobrenatural en cuanto a la sustancia y en cuanto al modo” (San Juan de la Cruz: su obra científica I, 258259). Pero esta distinción, aparte de ser muy formal, no destaca el elemento primordial del sobrenatural sanjuanista, que es la comunicación personal de Dios. Este es también el sentido teológico de la gracia; es Dios mismo en cuanto se autocomunica y renueva interiormente. Comprende no sólo el aspecto objetivo y ontológico, sino también el aspecto subjetivo y personal. Este concepto de gracia está en el fondo del sobrenatural teológico, usado por J. de la Cruz.

Otro aspecto importante es la mediación cristológica del sobrenatural. Dios, en su Hijo Jesucristo, no sólo dio a las cosas “el ser natural”, sino también “el ser sobrenatural”: “Con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre” (CB 5,4). La  participación en el ser sobrenatural divino tiene lugar por la filiación en Cristo en aquellos que “son nacidos de Dios, esto es, a los que renaciendo por gracia, muriendo primero a todo lo que es hombre viejo (Ef 4,22), se levantan sobre sí a lo sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renascencia y filiación, que es sobre todo lo que se puede pensar” (S 2,5,5).

Finalmente, cabe recoger aquí la definición formal de sobrenatural, como aquello que supera la  capacidad humana: “Para venir un alma a llegar a la transformación sobrenatural, claro está que ha de oscurecerse y trasponerse a todo lo que contiene su natural, que es sensitivo y racional; porque sobrenatural eso quiere decir, que sube sobre lo natural; luego el natural abajo queda” (S 2,4,2). Pero esta necesidad de superar lo natural, para llegar a “la transformación sobrenatural”, dice ya relación al sobrenatural místico.

II. El obrar sobrenatural (sentido místico)

Al ser sobrenatural sigue el obrar sobrenatural. Así describe san Pablo el nuevo ser en Cristo. Es morir al hombre viejo y revestirse del hombre nuevo; afecta a toda la persona: “Haciendo cesar todo lo que es de hombre viejo (Col 3,9), que es  habilidad del ser natural, y vistiéndose de nueva habilidad sobrenatural según todas sus potencias” (S 1,5,7). Pero este vestirse del hombre nuevo, adquiriendo una “nueva habilidad sobrenatural”, conforme a la antropología sanjuanista, implica no sólo la capacidad para obrar el bien sobrenatural, sino para hacerlo guiado por el espíritu, no por los sentidos. Es el camino hacia la  unión y, además, responde a la condición propia del hombre pneumático, frente al puramente psíquico; contraposición que se halla en el trasfondo de esta otra entre el obrar natural y el obrar sobrenatural.

Para llegar a la unión, hay que pasar del sentido a la pura presencia del espíritu: “En tanto que el  alma se sujeta al espíritu sensual, no puede entrar en ella el espíritu puro espiritual” (S 1,6,2). La unión se da en el  espíritu: “Más propio y ordinario le es a Dios comunicarse al espíritu… que al sentido” (S 2,11,2). Pues bien, el paso al vacío y a la pura presencia del espíritu, sin intervención de los sentidos, es obra de una gracia mística sobrenatural. Este es el obrar sobrenatural, que describe el Doctor místico en el capítulo 10 del segundo libro de Subida, al poner las bases del camino hacia la unión.

Siendo la  fe “el próximo y proporcionado medio al entendimiento para que el alma pueda llegar a la divina unión de amor” (S 2,9, tít), tiene que despojarse “de todas las aprehensiones e inteligencias que pueden caer en el entendimiento” (S 2,10, tít). Y no sólo de las aprehensiones naturales, sino también de las “sobrenaturales”, sean corporales o espirituales (“visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales”: (S 2,10,4; cf. S 2,23,1). Ni valen las noticias “distintas y particulares”, sino “la inteligencia oscura y general…, que es la contemplación que se da en la fe” (S 2,10,4). La  contemplación infusa, pues, en su desarrollo hacia la unión es el sobrenatural místico por excelencia para J. de la Cruz.

Comienza Dios a poner a los aprovechantes “en esta noticia sobrenatural de contemplación” (S 2,15,1). “Y este recibir la luz que sobrenaturalmente se le infunde, es entender pasivamente” (ib. 2). “Porque faltando lo natural al alma enamorada, luego se infunde de lo divino, natural y sobrenaturalmente, porque no se dé vacío en la naturaleza” (ib. 4). Si interviene la actividad del entendimiento, modifica y falsea “estas cosas que sobrenaturalmente y pasivamente se comunican” (S 2,29,7). “Si el alma quiere obrar con sus potencias, antes con su operación baja natural impediría la sobrenatural que por medio de estas aprehensiones obra Dios entonces en ella…; así como se le da al alma pasivamente el espíritu de aquellas aprehensiones imaginarias, así pasivamente se ha de haber en ellas el alma… para no apagar el espíritu… A lo sobrenatural no se mueve ella ni se puede mover, sino muévela Dios y pónela en ella” (S 3,13,3). “De donde, porque estas naturales potencias no tienen pureza ni fuerza ni caudal para poder recibir y gustar las cosas sobrenaturales al modo de ellas, que es divino, sino al suyo, que es humano y bajo…, conviene que sean oscurecidas también acerca de esto divino…, y así vengan a quedar dispuestas y templadas todas estas potencias y apetitos del alma para poder recibir, sentir y gustar lo divino y sobrenatural alta y subidamente, lo cual no puede ser si primero no muere el hombre viejo” (N 2,16,4). “Toda obra y movimiento natural antes estorba que ayuda a recibir los bienes espirituales de la unión de amor, por cuanto queda corta la habilidad natural acerca de los bienes sobrenaturales que Dios por sólo infusión suya pone en el alma pasiva y secretamente” (N 2,14,1).

El obrar sobrenatural no sólo se opone al obrar natural, sino que éste ha de ser desplazado para que tenga lugar el otro. La relación entre ambos no es sólo de oposición sino de sucesión, como observa con agudeza Pierre Adnès: “El sobrenatural no puede establecerse sino allí donde el natural le ha dejado sitio, esto es, una vez que éste ha sido evacuado. Y es que la oposición entre natural y sobrenatural corresponde a dos modos de obrar simultáneamente incompatibles; no pueden vitalmente coexistir. Uno corresponde a la actividad propia, natural, de las potencias o facultades humanas, conformándose a ellas. El otro es divinamente comunicado y, por tanto, pasivamente recibido; tiende a sustituir al primero. Pero esto no es posible si el hombre, dominado por la sensibilidad, por la actividad discursiva y –después del pecado– por el espíritu de propiedad, no consiente en ello… Este es el camino que lleva a la unión” (Surnaturel, DS XIV, 1340).

El Santo establece una equivalencia entre sobrenatural y divino. Habla de la disponibilidad de las potencias para “recibir, sentir y gustar lo divino y sobrenatural alta y subidamente” (N 2,16,4). Es la experiencia oscura y trascendente de la verdad divina; representa la revelación de Dios o un nuevo modo de comprenderle. Es la más alta calificación del sobrenatural místico, que en su teología recibe el nombre de “noticia sobrenatural amorosa de Dios” (LlB 3,49) o “lumbre sobrenatural” (N 2,13,11).

III. El “estado sobrenatural” de la unión

En la cima de la unión las potencias con sus operaciones naturales “pasan de su término natural al de Dios, que es sobrenatural” (S 3,2,8). Así plantea J. de la Cruz, a propósito de la esperanza, el paso del obrar natural al obrar sobrenatural, del modo humano al modo divino, que culmina en la unión mística. Es el mismo camino que ha trazado para la fe. Como el entendimiento, también la memoria se ha de vaciar de las aprehensiones naturales “para que el alma se pueda unir con Dios según esta potencia” (S 3,2, tít).

“Conviene ir por este estilo desembarazando y vaciando y haciendo negar a las potencias su jurisdicción natural y operaciones, para que se dé lugar a que sean infundidas e ilustradas de lo sobrenatural” (ib. 2). Y así hay que ir sacando a la memoria “de sus límites y quicios naturales y subiéndola sobre sí, esto es, sobre toda noticia distinta y posesión aprehensible, en suma esperanza de Dios incomprehensible” (ib. 3).

Esta  purificación de la memoria de toda noticia, imagen o forma particular, la capacita para recibir a Dios: “Como Dios no tiene forma ni imagen que pueda ser comprehendida de la memoria, de aquí es que, cuando está unida con Dios…, se queda sin forma y sin figura, perdida la imaginación, embebida la memoria en un sumo bien, en grande olvido, sin acuerdo de nada; porque aquella divina unión la vacía la fantasía y barre de todas las formas y noticias, y la sube a luz sobrenatural” (ib. 4).

Ante la objeción de que esto supondría una destrucción de la naturaleza –y la gracia de Dios no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona (STh I, q. 8)–, el Santo responde diciendo “que cuanto más va uniéndose la memoria con Dios, más va perfeccionando las noticias distintas hasta perderlas del todo, que es cuando en perfección llega al estado de unión… En habiendo hábito de unión, que es un estado sobrenatural, desfallece del todo la memoria y las demás potencias en sus naturales operaciones y pasan de su término natural al de Dios, que es sobrenatural…, porque poseyendo ya Dios las potencias, como ya entero señor de ellas, por la transformación de ellas en sí, él mismo es el que las mueve y manda divinamente según su divino espíritu y unión” (ib. 8). El Doctor místico interpreta este estado de unión como un estado pneumático, pues “como dice san Pablo (1 Cor 6,17), ‘el que se une con Dios, un espíritu se hace con él’, de aquí es que las operaciones del alma unida son del Espíritu Divino, y son divinas”.

Se caracteriza este estado sobrenatural de unión como reemplazamiento del modo humano de obrar por el modo divino, “porque lo sobrenatural no cabe en el modo natural, ni tiene que ver en ello” (LlB 3,34). Vencidas las dos dificultades de “despedir lo natural con habilidad natural” y “tocar y unirse a lo sobrenatural” –lo cual es imposible con la sola habilidad natural–, “Dios la ha de poner en este estado sobrenatural; mas ella, cuanto es en sí, se ha de ir disponiendo, lo cual puede hacer naturalmente mayormente con el ayuda que Dios va dando. Y así, al modo que de su parte va entrando, en esta negación y vacío de formas, la va Dios poniendo en la posesión de la unión” (S 3,2,13). Este proceso se lleva a cabo a través de la purificación pasiva del alma, que describe en el libro segundo de Noche, oscureciendo las potencias, “porque estas naturales potencias no tienen pureza ni fuerza ni caudal para poder recibir y gustar las cosas sobrenaturales al modo de ellas, que es divino, sino sólo al suyo, que es humano y bajo” (N 2,16,4).

También santo Tomás habla de un doble modo de obrar: el modo humano, que son las virtudes, reguladas por la razón; y el sobre-humano, que son los dones, como inspiraciones especiales de Dios. Aunque el sentido no es el mismo que en J. de la Cruz, sirve para esclarecer el modo divino con que Dios obra en el estado sobrenatural de la unión.

Pero no basta haber purificado el entendimiento y la memoria de sus noticias y aprehensiones; es necesario también purificar la voluntad de sus afecciones, para que “todas las potencias, y apetitos, y operaciones y aficiones de su alma emplee en Dios, de manera que toda la habilidad y fuerza del alma no sirva más que para esto” (S 3,16,1). Así, propone el Santo la purificación del gozo en todos los bienes temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales. Por bienes sobrenaturales entiende “todos los dones y gracias, dados de Dios, que exceden la facultad y virtud natural, que se llaman gratis datas” (S 3,30,1). Y cita a san Pablo, cuando habla de estas gracias como carismas para el bien común (1 Cor 12,7-10). Pues también al gozo de estos bienes ha de renunciar la voluntad, “porque Dios que se le da sobrenaturalmente para utilidad de su Iglesia o de sus miembros, le moverá también sobrenaturalmente cómo y cuándo le debe ejercitar” (S 3,31,7).

La  purificación de la voluntad es en orden a “enterarla y formarla en esta virtud de la caridad de Dios” (S 2,16,1), disponiéndola para la unión. Esta se da precisamente en el amor; es la unión amorosa con Dios, que describe en la estrofa 13 del Cántico como tensión del espíritu: “El espíritu vuela al recogimiento sobrenatural a gozar del espíritu de su Amado” (CB 13,5). Dios no se comunica al alma por “el conocimiento que tiene de Dios, sino por el amor del conocimiento” (CB 13,11). Así deja asentado este principio sobre la comunicación de Dios a través del amor. Lo explica más ampliamente en la estrofa 26. Por vía natural la voluntad no puede amar sin entender naturalmente, “mas por vía sobrenatural bien puede Dios infundir amor y aumentarle sin infundir ni aumentar distinta inteligencia” (CB 26,8). Se da entonces “la igualdad de amor con Dios que ella natural y sobrenaturalmente apetece” (CB 38,3).

IV. Apertura al sobrenatural

Ya hemos visto cómo a J. de la Cruz lo que realmente le interesa no es la relación de la naturaleza en abstracto con el sobrenatural, sino la relación entre el obrar natural y el obrar sobrenatural. La naturaleza, que es el ser específico del hombre, no puede anularse; ésta queda perfeccionada por el sobrenatural hasta tal punto que, “consumado este  matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor” (CB 22,3; CA 27,3). En cambio, el obrar natural está llamado a desaparecer para dar cabida al sobrenatural: “Porque lo sobrenatural no cabe en el modo natural, ni tiene que ver en ello” (LlB 3,34).

Tenemos así planteado el problema teológico de la apertura al sobrenatural y de su inserción en la naturaleza humana, que tanto ha preocupado a la historia de la teología. Un estudio de esta problemática, confrontándola con el pensamiento del Doctor místico, puede verse en mi libro citado en bibliografía. Aquí me limito a recoger algunos principios generales. Para esclarecer el pensamiento sanjuanista, hay que tener en cuenta su concepción del hombre como ser concreto e histórico y como ser espiritual.

Juan de la Cruz no habla de la naturaleza en sentido abstracto y metafísico, sino del hombre concreto e histórico. Este ha sido destinado a la comunión con Dios o a lo que la teología llama “orden sobrenatural”. Para esto ha sido creado “a su imagen y semejanza” (CB 39,4); esto es lo que el hombre “natural y sobrenaturalmente apetece” (CB 38,3); la gloria a la que “desde el día de la eternidad predestinó Dios al alma” (ib. 6). Existe, por tanto, una ordenación positiva del hombre a Dios, que tiene su origen en la creación y en la predestinación en Cristo (CB 37,1-3).

En virtud de esta ordenación, la teología sostiene comúnmente que en el hombre histórico, dentro de la actual economía salvífica, ha de darse una disposición que posibilite la actuación de la llamada personal a la comunión con Dios, aunque ésta no puede realizarse en último término sino por la salida de Dios al encuentro del hombre por su gracia. Esta disposición ha sido explicada a partir de la “imagen” (teología patrística), el “deseo innato” (santo Tomás”), la “potencia obediencial” (teología escolástica), el “ser espiritual” (De Lubac), el “existencial sobrenatural” (Rahner), el “existencial crístico” (Alfaro).

Para J. de la Cruz esta disposición viene dada por el “espíritu” o el ser “espiritual”. “Espiritual” en este caso no es el equivalente al concepto de “criatura espiritual” de De Lubac. No se trata simplemente de la parte racional o espiritual del ser humano, como si éste en sí mismo fuese un postulado de la inserción del sobrenatural. Para el Doctor místico se trata más bien de la parte superior del alma (el espíritu), en la que tiene lugar la comunicación divina. Es “la porción superior del alma que tiene respecto y comunicación con Dios” (S 3,26,4). En este sentido plantea los postulados fundamentales del camino espiritual trazado en Subida, donde habla de la “comunicación de Dios en el espíritu” (S 1,2,4), “porque más propio y ordinario le es a Dios comunicarse al espíritu… que al sentido” (S 2,11,2), y en el espíritu tiene lugar la unión: “El que se une con Dios, un espíritu se hace con él” (S 3,2,8). El “espíritu” es el reclamo de Dios en el hombre, la apertura a lo divino, la capacidad para recibir el sobrenatural. Algunos especialistas, como Henri Sanson, hablan de una “mística del espíritu” y afirma que lo espiritual se encuentra en la confluencia de la naturaleza y de lo sobrenatural: “Es lo sobrenatural descendiente en la naturaleza como una llamada a la contemplación, y también la naturaleza ofreciéndose al descendimiento, a la llamada, al trabajo de lo sobrenatural en ella” (El espíritu humano según san Juan de la Cruz, 189).

El “espíritu” recibe aquí la acepción original que tiene en las fuentes bíblicas y patrísticas. No es una sustancia espiritual que se distingue del cuerpo, sino la realidad divina o dimensión sobrenatural, por medio de la cual Dios se comunica al hombre y le hace partícipe de su misma vida. J. Ratzinger ha escrito una página iluminadora, hablando del “espíritu” y del “alma espiritual” desde el punto de vista de la antropología bíblica: “Tener un alma espiritual significa ser querido, conocido y amado especialmente por Dios; tener un alma espiritual es ser llamado por Dios a un diálogo eterno, ser capaz de conocer a Dios y responderle. Lo que en un lenguaje sustancialista llamamos ‘tener un alma’, lo podemos expresar con palabras más históricas y actuales diciendo ‘ser interlocutores de Dios’ (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca, 1971, p. 314). El “espíritu” el “alma espiritual” es la disposición y capacitación intrínseca del hombre para acoger a Dios, para recibir lo sobrenatural. Como tal disposición, se encuentra en la confluencia de la naturaleza –tal como ha sido creada por Dios– y de lo sobrenatural. Si el hombre es capaz de recibir lo sobrenatural, es porque lleva parte del mismo en la naturaleza. Si es capaz de comunicarse con Dios, es porque lo lleva dentro.

Esta concepción del ser humano y su capacitación por el espíritu para la comunión con Dios explica el trazado del camino que hace J. de la Cruz para llegar a la comunicación divina: no es el camino del sentido, sino el del espíritu; no el de la posesión, sino el de la pobreza y desnudez de espíritu; no el del gozo o consuelo de los bienes –ni siquiera espirituales–, sino el de la purgación tanto del sentido como del espíritu; no tanto, en fin, el del esfuerzo ascético cuanto el de la pasividad mística.

La negación del sentido, como medio para ir a Dios, no obedece al rechazo de la dimensión sensitiva y corporal del hombre, sino a la necesidad de su integración en la dimensión “espiritual”, donde se realiza la comunicación de Dios. El hombre ha de ir a su encuentro –dice el Santo– con “toda su fortaleza”, esto es, “potencias, pasiones y apetitos” (S 3,16,2), y con “todo su caudal”, esto es, “todo lo que pertenece a la parte sensitiva del alma” y “parte racional y espiritual” (CB 28,4). Por eso lo más original de la doctrina sanjuanista no estriba tanto en esta explicación de la inserción del sobrenatural en el hombre, cuanto en lo que podríamos llamar su pedagogía del sobrenatural, esto es, el camino para llegar a la plena comunicación divina, que es ir sustituyendo progresivamente el obrar natural por el obrar sobrenatural, como hemos explicado. Este camino es el de la desnudez y pobreza espiritual, el de la purgación tanto del sentido como del espíritu, restituyendo a Dios el don de Dios. Es, en fin, el camino que pasa por la “tempestuosa y horrenda noche”, en la que Dios mete al alma, “hasta que aquí se humille, ablande y purifique el espíritu, y se ponga sutil y sencillo y delgado, que pueda hacerse uno con el espíritu de Dios” (N 2,7,3).

Esto prueba hasta qué punto el sobrenatural, entendido en sentido teológico y místico, dice relación al ser humano. Este no es ajeno a él, al contrario, está abierto a la realidad personal divina, en la que encuentra el esclarecimiento de su misterio, como enseña el Concilio Vaticano II (GS 22). Igualmente, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (CEC, n. 27). La mejor confirmación de estas palabras son las del mismo J. de la Cruz: “Si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella” (LlB 3,28).

BIBL. — LUCIEN-MARIE DE S. JOSEPH, “Trascendence et immanence d’après Saint Jean de la Croix”, en ÉtCarm 1947, p. 265-289; FERNANDO URBINA, La persona humana en San Juan de la Cruz, Madrid 1956, p. 92-102; HENRI SANSON, El espíritu humano según san Juan de la Cruz, ed. española, Madrid 1962, p. 145-150; GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix, Paris 1960, II, p. 156-178; CIRO GARCÍA, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, Burgos 1990, p. 75-110; PIERRE ADNÈS, “Surnaturel”, en DS 14, 1339-1342.

Ciro García

Soberbia

El vicio capital de la soberbia quizás sea el que tiene más repercusiones negativas en el organismo espiritual del alma en contraposición a las positivas que produce la humildad. Es siempre una rama fuerte nacida del tronco general del pecado. La Biblia la reconoce como el motivo determinante del primer pecado humano y como origen de la malicia: “El comienzo del orgullo es el pecado” (Si 10,13). Desde antiguo se le asigna un puesto eminente entre los pecados capitales. De esta rama principal de la soberbia brotan otros ramos (S 2,21,11; N 1,2,1) que, juntos, forman todo el tejido de la estimación excesiva de uno mismo con menosprecio de los demás e incluso contra la sumisión natural a Dios.

El Santo habla de “arrogancia”, “estimación”, “jactancia”, “ostentación”, “presunción”, “vanagloria”, “vanidad”. No se trata tanto de sinónimos, cuanto de expresiones o matizaciones del mismo pecado, pues el origen siempre es el mismo: el orgullo. Esta palabra sin embargo no se encuentra en los escritos sanjuanistas. Son ramos que completan la rama, como retoños de la misma savia; brotes que se caracterizan bien por el desprecio a los demás o por la sobreestimación de las propias cualidades, dones o gracias. El  hombre se siente algo que no es o se apropia de la gratuidad de Dios. En ocasiones, menciona con característica propia cada una de las palabras: “vanagloria”, “presunción”, “soberbia” y “desestima del prójimo” (S 3, 22,2 y 28,2; N 2,2,3 y 16,3).

Daños que se siguen de poner el gozo en los bienes morales. Dos son los lugares donde se habla de la soberbia: Subida y Noche. Primero dice en Subida (3,22,2) los daños que provienen de poner el  gozo en los bienes materiales. Luego explica más largamente (S 3,28) los daños en que se puede caer poniendo el gozo de la voluntad en los bienes morales. Son nada menos que siete, “muy perniciosos, porque son espirituales”. No todos producen soberbia o derivados, pero sí lo más frecuente. De hecho, cuatro fomentan la soberbia. El primer daño es “vanidad, soberbia, vanagloria y presunción”. De la estima de las propias obras nace la jactancia. El primero origina el segundo: juzgar a los demás por malos e imperfectos comparativamente. En un acto, dos daños: estima de sí y desprecio de los demás, como se dio en la oración del fariseo (Lc 18,11-12). Cuando actúan, no obran sólo por amor de Dios; lo hacen si ven que se ha de seguir algún gusto o alabanza. “Hay tanta miseria acerca de este daño en los hijos de los hombres, que tengo para mí que las más de las obras que se hacen públicas, o son viciosas, o no les valdrán nada, o son imperfectas delante de Dios” (S 3,28,5).

Imperfecciones de los principiantes. Sólo un maestro en los caminos del espíritu puede descender a las observaciones que se hacen en Noche (1,2) a este respecto. Conoce a los  principiantes en sus reacciones más íntimas y subrepticias. Los pinta con los colores vivos y rasgos precisos, como para conocerse cada uno en su retrato propio. Comienza por decir que se sienten tan fervorosos y diligentes en las cosas espirituales, que vienen a tener satisfacción de sus obras y de sí mismos, de lo que nace cierto ramo de soberbia oculta. Cierta gana algo vana, y a veces muy vana, de hablar cosas espirituales delante de otros, de enseñarlas más que de aprenderlas, de condenar a los que no son tan devotos como ellos querrían, a decírselo incluso de palabra. En fin, se repite de nuevo la escena del fariseo en oración ante el publicano.

Sintetizando, éstas son las ideas claves: querrían que nadie apareciese bueno sino ellos; cuando los confesores y prelados no les aprueban su espíritu y modos de proceder, juzgan que no los entienden o que no son espirituales; huyen, como de la muerte, de aquellos que les deshacen sus planes para ponerlos en camino seguro; suelen proponer mucho y hacen muy poco; por querer privar con los confesores les nacen mil envidias; se resisten a decir sus pecados desnudos para que los confesores no les tengan en menos y los colorean, para que no aparezcan tan malos, “lo cual más es irse a excusar que a acusar”; hasta buscan otro confesor para decir lo malo, porque el ordinario no piense que tienen nada malo, sino bueno; se entristecen al verse caer, se enojan contra sí mismos con impaciencia; “tienen muchas veces grandes ansias con Dios porque les quite sus imperfecciones y faltas, más por verse sin la molestia de ellas en paz que por Dios; no mirando que, si se las quitase, por ventura se harían más soberbios y presuntuosos; son enemigos de alabar a otros y amigos que los alaben (N 1, 2-5).

La soberbia se cura con la humildad. Después de haber expuesto las imperfecciones de los principiantes en el camino de la vida espiritual, presenta una cara distinta: la de los que han pasado a la noche oscura y que son los aprovechados o perfectos. Lo que quiere enseñar el Santo es que el pecado capital de la soberbia sólo se le puede combatir con la  humildad. En Subida (1,13,8-9) ha dicho que para vencer la soberbia de la vida hay que “procurar pensar bajamente de sí en su desprecio y desear que todos los hagan”. Y en Noche (1,2) presenta a la persona que ha entendido la vida como un edificarse en humildad y como un poner la confianza en Dios.

Evaristo Renedo

Señales (de la contemplación)

Un tema recurrente en los escritos de Juan de la Cruz es el del desarrollo y evolución de la experiencia orante del hombre espiritual.  Una perspectiva privilegiada para asomarnos al mundo, mucho más amplio, de las relaciones del  hombre con Dios, y evaluar el desarrollo del itinerario espiritual hacia la  unión con Dios.

I. Encrucijada decisiva

El Santo, buen maestro espiritual y consumado pedagogo en los caminos del espíritu, es especialmente sensible a un hecho que, tarde o temprano, aparece siempre en el camino del hombre que avanza hacia la comunión con Dios: la inflexión drástica que experimenta la propia experiencia orante, llegados a un punto en el cual todo lo que antes era mediación y apoyo para la oración, se convierte, sorprendentemente, en obstáculo y dificultad para el ejercicio y desarrollo de la misma. Se trata del paso decisivo de la meditación a la contemplación.

1. Desde la meditación. La primera fase de la experiencia orante suele ir caracterizada por un mayor protagonismo activo por parte del hombre: es él quien busca a Dios, quien habla a Dios, quien se expresa a sí mismo en la oración, haciendo aflorar en presencia de Dios lo mejor de su riqueza interior. Es una forma orante más verbal, más conceptual, más imaginativa, más discursiva; en una palabra, más activa. Es lo que el Santo llama “meditación”, y define como “acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras, fabricadas e imaginadas por los sentidos” (S 2,12,3), ya que mediante ella “obra el alma discurriendo con las potencias sensitivas” (S 2,14,6).

Se trata de una forma de oración “necesaria” para los principiantes (S 2,12,5), cuyo fin es “sacar alguna noticia y amor de Dios” (S 2,14,2). El Santo la llama “estado y ejercicio de principiantes” que consiste en “meditar y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación” (LB 3,32).

2. A la contemplación. Después de haberse ejercitado durante un tiempo conveniente en esta forma de oración discursiva o meditación, Dios da generalmente un nuevo impulso al proceso orante, “pues, como el estilo que llevan los principiantes en el camino de Dios es bajo y que frisa mucho con su propio amor y gusto”, quiere Dios “llevarlos adelante, y sacarlos de este bajo modo de amor a más alto grado de amor de Dios y librarlos del bajo ejercicio del sentido y discurso, con que tan tasadamente y con tantos inconvenientes andan buscando a Dios, y ponerlos en ejercicio de espíritu, en que más abundantemente y más libres de imperfecciones pueden comunicarse con Dios” (N 1,8,3).

Dios abre así camino a la experiencia de la contemplación, que es una forma nueva de oración donde el hombre cede protagonismo en la medida en que es Dios quien lo va asumiendo. El Santo define la contemplación como “infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios que, si la dan lugar, inflama al alma en espíritu de amor” (N 1,10,6). Es de notar que hemos pasado de una forma de oración en que el hombre busca a Dios, a otra en la que es Dios mismo quien se autocomunica al hombre. Se le “infunde”. Una forma de oración “en que en secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo” (N 2,5,1). Más adelante, describirá la contemplación como “ciencia de amor, la cual … es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado hasta Dios, su Criador, porque sólo el amor es el que une y junta al alma con Dios” (N 2,18,5).

Se trata, pues, de un cambio radical de protagonismo. Ahora es Dios quien obra en el hombre. A Dios le corresponderá el verbo “hacer”, mientras que el verbo que mejor cuadra al hombre será el “padecer”. Del mismo modo, Dios será el sujeto del verbo “dar”, y el hombre el del verbo “recibir”. Ninguna reflexión nuestra puede aquí sustituir la lectura reposada, y atenta a los verbos, del texto insuperable del Santo en la Llama (LlB 3,32-41).

3. El desconcierto del paso. Cuando acontece este cambio en la propia experiencia orante, el desconcierto del hombre suele ser grande y desestabilizador, “se le ha vuelto todo al revés” (N 1,8,3), pues lo que antes le era medio y ayuda para la oración, es decir, su propia actividad discursiva, ahora no le sirve ya. Es más, se siente cada vez más incapaz de ella.

Por otro lado, al no reconocer aún el valor orante de la nueva experiencia contemplativa, le parece que no hace nada y que pierde el tiempo, pues no se ejercita como antes con sus capacidades discursivas, ni puede hacerlo (S 2,12,6-7; S 2,14,3-4; N 1,10,1-2; etc.).

II. Criterios de discernimiento

J. de la Cruz afirmaba en cierta ocasión que se decidía a escribir “por la mucha necesidad que tienen muchas almas” (S pról. 3). También, al hacerlo sobre este tema, lo que le mueve es venir en ayuda de quien necesita luz para discernir la propia experiencia y poder así acertar con la actitud más adecuada para afrentar la nueva situación en que se halla, pues “es recia y trabajosa cosa en tales sazones no entenderse una alma ni hallar quien la entienda” (S pról. 4).

1. El agravio de la inexperiencia. Y lo primero que lamenta el Santo es la inexperiencia de ciertos maestros espirituales que, sin comprender el momento de crecimiento en que se halla el orante, y sin saber cómo afrontarlo adecuadamente, lo único que hacen es crear nuevas dificultades, desorientando al alma, y haciéndole volver atrás, en vez de facilitarle el avance en su camino oracional (S pról. 5-6). Es muy oportuno aquí repasar cuanto el Santo dice acerca de los “maestros espirituales” (LlB 3,30-62): “De esta manera –escribe– muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas, porque, no entendiendo ellos las vías y propiedades del espíritu, de ordinario hacen perder a las almas la unción de estos delicados ungüentos con que el Espíritu Santo les va ungiendo y disponiendo para sí, instruyéndolas por otros modos rateros que ellos han usado o leído por ahí, que no sirven más que para principiantes. Que, no sabiendo ellos más que para éstos, y aun eso plega a Dios, no quieren dejar las almas pasar, aunque Dios las quiera llevar, a más de aquellos principios y modos discursivos e imaginarios, para que nunca excedan y salgan de la capacidad natural, con que el alma puede hacer muy poca hacienda” (LlB 3,31).

2. “Señales” claras para discernir el paso. Frente a estos “maestros espirituales” así denostados, Juan de la Cruz, desde su experiencia de orante y de acompañante espiritual, ofrece unos indicios o señales claras y sencillas para discernir cuándo es llegado el momento en que se produce la inflexión decisiva en el proceso orante y, por tanto, es necesario renunciar al ejercicio de la meditación para dejarse introducir, cada vez más dócilmente, en la oración contemplativa. Las señales que ofrece son tres, siempre las mismas, aunque a veces varía el orden de las mismas, según el momento en que las redacte en una u otra de sus obras.

No importa tanto el orden, si tenemos en cuenta una advertencia muy importante que el mismo Santo resalta: “Estas tres señales ha de ver en sí juntas, por lo menos, el espiritual para atreverse seguramente a dejar el estado de meditación y del sentido y entrar en el de contemplación y del espíritu” (S 2,13,5). Las señales las encontramos descritas en S 2,13 y en N 1,9. En su enunciación, suenan así:

a) Primera señal: “La primera es ver en sí que ya no puede meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como de antes solía; antes halla ya sequedad en lo que de antes solía fijar el sentido y sacar gusto” (S 2,13,2). En Noche esta señal pasa a ser la tercera, y se describe así: “La tercera señal que hay para que se conozca esta purgación del sentido es el no poder ya meditar ni discurrir en el sentido de la imaginación, como solía, aunque más haga de su parte” (N 1,9,8).

b) Segunda señal: “La segunda es cuando ve no le da ninguna gana de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores” (S 2,13,3). En Noche esta señal pasa a ser la primera, y suena así: “La primera es si, como no halla gusto ni consuelo en las cosas de Dios, tampoco le halla en alguna de las cosas criadas” (N 1,9,2).

c) Tercera señal: “La tercera y más cierta es si el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso y sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad -a lo menos discursivos, que es ir de uno en otrosino sólo con la atención y noticia general amorosa, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué” (S 2,13,4). En Noche esta señal ocupa el lugar central, siendo la segunda de las tres. El Santo la redacta así: “La segunda señal … es que ordinariamente trae la memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios, sino que vuelve atrás, como se ve en aquel sinsabor en las cosas de Dios. Y en esto se ve que no sale de flojedad y tibieza este sinsabor y sequedad; porque de razón de la tibieza es no se le dar mucho ni tener solicitud interior por las cosas de Dios” (N 1,9,3).

A pesar de las coincidencias, hay en las dos redacciones matices diversos, que se explican por la distinta perspectiva contextual en que se sitúa el Santo al escribir. En Subida busca directamente el discernimiento sobre el cambio en el modo oracional, el paso de la meditación a la contemplación. En Noche, en cambio, el discernimiento apunta más bien a identificar el fenómeno purificativo que se produce en la noche del sentido. Aunque, según el Santo, ambos momentos coinciden cronológicamente en la práctica, el matiz es diverso, según nos fijemos en un aspecto o dimensión de la experiencia o nos fijemos en otro. En otro lugar, encontramos un breve “aviso” del Santo sobre “las tres señales del recogimiento interior”, que tienen una estrecha cercanía y familiar con las que aquí nos ocupan (Av 2,39).

III. Finalidad pedagógica

Ya hemos indicado cómo, en todo este tema, la intención de Juan de la Cruz no es otra sino ayudar al hombre en su camino espiritual, dándole luz para comprender su propia experiencia y pautas concretas para afrontar esta coyuntura con acierto, no entorpeciendo la obra de Dios en el alma sino más bien adecuándose dócilmente a la misma.

1. Empeño personal. Una vez identificada la naturaleza del paso que se está viviendo, lo primero que le preocupa al Santo es librar al hombre del comportamiento errado que fácilmente, de forma casi instintiva, se siente tentado a asumir.

Es éste un momento en que “padecen los espirituales grandes penas … por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino … Entonces se fatigan y procuran, como lo han habido de costumbre, arrimar con algún gusto las potencias a algún objeto de discurso, pensando ellos que, cuando no hacen esto y se sienten obrar, no se hace nada” (N 1,10,1).

Lo primero que no se debe hacer es empeñarse en continuar con la forma meditativa-discursiva de oración “porque de tal manera pone Dios al alma en este estado y en tan diferente camino la lleva, que, si ella quiere obrar con sus potencias, antes estorba la obra que Dios en ella va haciendo, que ayuda” (N 1,9,7).

2. Comportamiento adecuado. Pasando a la pedagogía más positiva, la recomendación del Santo en este caso es “confiar en Dios”, consolarse “perseverando en paciencia” (N 1,10,3), “dejar estar el alma en sosiego y quietud”, “perseverar en la oración sin hacer ellos nada”, “dejar al alma libre y desembarazada y descansada de todas las noticias y pensamientos”, “contentarse sólo con una advertencia amorosa y sosegada en Dios” (N 1,10,4). En definitiva: “súfrase y estése sosegado” (N 1,10,5).

Puede dar la impresión de que el Santo invitara a una actitud de mera pasividad, renunciando a la propia responsabilidad personal. Nada más lejos de su intención. Lo comprenderá bien quien haya captado el genuino sentido sanjuanista de la “pasividad”, que podríamos calificar de pasividad activa. Para él, en efecto, la “actividad” del hombre alcanza su plenitud y madurez cuando cede ante la “actividad” de Dios, y se transforma, no en inercia sino en acogida, en receptividad. Es lo que, de forma paradójica, el Santo llama “obrar pasivamente”: “A estos tales se les ha de decir que aprendan a estarse con atención y advertencia amorosa en Dios en aquella quietud, y que no se den nada por la imaginación ni por la obra de ella, pues aquí, como decimos, descansan las potencias y no obran activamente, sino pasivamente, recibiendo lo que Dios obra en ellas” (S 2,12,8).

Llegamos así a un verbo clave para la recta comprensión de la doctrina sanjuanista: “recibir”. La experiencia contemplativa gira en torno a estos dos verbos: “dar” y “recibir”, referidos, respectivamente, a Dios y al hombre. La contemplación es infusión de Dios en el alma, autodonación y autocomunicación de un Dios que trata con el hombre “en modo de dar”, y que configura la actitud justa del hombre ante él como acogida, receptividad, debiendo colocarse ante Dios “en modo de recibir” (LlB 3,34). La articulación de estos dos verbos, y sus correspondientes actitudes, es la urdimbre sobre la cual se va tejiendo el denso y significativo discurso del Santo en el comentario a la tercera canción de la Llama.

IV. Sintonizar con la pedagogía divina

Para el Santo lo más importante y decisivo es que lleguemos a sintonizar con la pedagogía de Dios, que es quien de verdad asume el protagonismo en nuestro camino espiritual. Como muestra, aducimos sólo dos textos. El primero dedicado a los “maestros espirituales”: “Adviertan los que guían las almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos sino el Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas … según el espíritu que Dios va dando a cada una … mirando el camino y por dónde Dios las lleva” (LlB 3,46).

El segundo, enderezado directamente al interesado: “Ha de advertir el alma en esta quietud que, aunque entonces ella no se sienta caminar ni hacer nada, camina mucho más que si fuese por su pie, porque la lleva Dios en sus brazos; y así, aunque camina al paso de Dios, ella no siente el paso. Y, aunque ella misma no obra nada con las potencias de su alma, mucho más hace que si ella lo hiciese, pues Dios es el obrero. Y que ella no lo eche de ver no es maravilla, porque lo que Dios obra en el alma a este tiempo no lo alcanza el sentido, porque es en silencio … Déjese el alma en las manos de Dios y no se ponga en sus propias manos ni en las de estos dos ciegos, que, como esto sea y ella no ponga las potencias en algo, segura irá” (LlB 3,67).

En conclusión, lo que Juan de la Cruz busca, y lo único que le mueve a escribir desde su propia experiencia, es venir en ayuda de quienes necesitan luz y orientación para su caminar hacia Dios. Es su intención claramente confesada: “De todo, con el favor divino, procuraremos decir algo, para que cada alma que esto leyere, en alguna manera eche de ver el camino que lleva y el que le conviene llevar”.

Alfonso Baldeón-Santiago

Sensualidad

Partimos de la noción que ofrece el Diccionario de la R. Academia: “Cualidad de sensual”, siguiendo también la acepción segunda del adjetivo “sensual” del mismo Diccionario: “Aplícase a los gustos y deleites de los sentidos, a las cosas que los incitan o satisfacen y a las personas aficionadas a ellos”. Y puesto que se trata de presentar el pensamiento de Juan de la Cruz, es necesario tener en cuenta dos premisas: 1ª: que el Santo contempla todo a la luz de la vocación última, única de la persona: la unión con Dios; 2ª: que J., profundamente interesado por la persona, por su realización integral en plenitud, está convencido que sólo la logrará cuando toda su capacidad la “recoja” en Dios, y por él la “filtre”.

I. “Todo mi caudal”

Y J. de la Cruz explica: “Entiende aquí todo lo que pertenece a la parte sensitiva del alma” (“el cuerpo con todos sus sentidos y potencias, así interiores como exteriores, y toda la habilidad natural, conviene a saber: las cuatro pasiones, los apetitos naturales”) “como también la parte racional y espiritual” (CB 28,4). En la persona hay un dualismo nativo; es unidad diferenciada: “como estas dos partes [“la porción superior” = el “espíritu”, y “la sensualidad, que es la porción inferior”] son un supuesto, ordinariamente participan entrambas de lo que una recibe, cada una a su modo” (N 1,4,2). Porque a la esencia de la persona pertenecen estas dos partes, nunca se podrá eliminar ninguna de ellas, ni tampoco disminuir, bajo ningún pretexto, ni siquiera descuidar en cualquier propuesta antropológica, como lo es la cristiana, la que presenta el místico poeta. Para un cristiano esto adquiere una importancia mayor porque está por medio  Dios “a cuya imagen” él nos ha creado.

Escribe el Santo con seguridad: “Y es de notar que no conjura el Esposo aquí a la ira y concupiscencia, porque estas potencias nunca en el alma faltan, sino a los molestos y desordenados actos de ellas…” (CB 20-21,7). Está claro: nada de lo que por creación es la persona puede sufrir menoscabo ni sacrificarse en aras de ninguna “ideología”, tampoco religiosa. El Dios salvador no corrige la plana al Dios creador.

Pero, porque la persona es evolutiva, es de-venir, ser –llegar a ser de hecho lo que es por gracia de  creación y redención– también debe tenerse en cuenta este rasgo constitutivo del ser humano a la hora de proponerle un método de hominización, de ser persona en plenitud, siempre relativa. J. fue el primero que captó los peligros de una errónea comprensión a que podía dar lugar la lectura de sus escritos si se pierde de vista la perspectiva del autor. Así lo advierte con cierto encarecimiento en S 3,2,1-2, y, con otro tono, pero con la misma claridad y contundencia, en S 2,24,3-5.

En este nativo dualismo humano hay, además de jerarquía, “definición” de competencias o “capacidades”, “roles”. La parte sensitiva “tiene respecto a las criaturas y a lo temporal” (S 2,4,2)”, así como “la parte espiritual o racional” (S 1,1,2) “tiene respecto y comunicación con Dios” (S 3, 26,4; S 2,4,2). “La parte racional tiene capacidad para comunicar con Dios” (CB 28,7). La unión con Dios “no puede caer en sentido y habilidad humana” (S 2,4,2), “Dios no cae en sentido” (Ll B 3,73); o “el sentido de la parte inferior del hombre … no es ni puede ser capaz de conocer ni comprender a Dios como Dios es” (S 3,24,2). Poniendo frente a frente “el sentido” y “las cosas espirituales”, afirma que son “tan diferentes” “como el cuerpo y el alma y la sensualidad y la razón” (S 2,11,2). Por eso, por su propia entidad, “el sentido”, aun en su normal relación a los bienes naturales, puede causar no poco perjuicio a la persona. Escribe el Santo que, porque “son más conjuntos al hombre que los temporales, con más frecuencia y presteza hace el gozo de los tales impresión y huella en el sentido y más frecuentemente le embelesa. Y así, la razón y juicio no quedan libres, sino nublados con aquella afección de gozo muy conjunto” (S 3,22,2). El sentido “reduce”, merma la recepción del espíritu, con facilidad incide negativamente sobre la razón y el juicio, sobre el entero horizonte de la existencia de la persona (LlB 3,18; S 1,8,3).

Esto se hace más notorio cuando se trata de “demasiado ejercicio de los sentidos” (S 3, 26,2), o cuando “predomina en su operación la fuerza sensitiva que hace más sensualidad y la sustenta y cría” (ib 7). Sin duda, en nuestra situación histórica, la realidad se agrava y adquiere tintes de conflictividad, teniendo como horizonte el dominio y el vasallaje del espíritu.

II. Un “caudal” revuelto, “desordenado”

El  pecado, la caída original ha introducido la conflictividad, el desorden en la relación entre las “partes sensitiva y espiritual” de la persona. Son “contrarias” (CB 18,7). La parte sensitiva “contradice” “a la fuerza y ejercicio espiritual” (S 3,26,4). Y hay que “contradecirla” para “gozar de Dios” (LlB 2,27).

Estamos ante un hecho que nos revela con fuerza la experiencia. De este hecho parte J. de la Cruz y nos ha dejado múltiples descripciones con el fin siempre de despertar la conciencia y activar la voluntad para remediar tanto mal.

Entre  “los enemigos del alma” está  “la carne”, de la que dice J.de la Cruz que es “el más tenaz de todos” (Ca 2). Lo presenta bajo el epígrafe: “Contra sí mismo y la sagacidad de la sensualidad”. Aproxima “sensualidad” y “sentimientos” (Ca 15), con lo que abre el arco de la “sensualidad” a todo lo que es centrarse en sí mismo, como se manifiesta claramente en el texto de las tres breves cautelas. Definió bien “el sentimiento” contraponiéndolo al “amor”, cuando escribió: “Es muy distinta la operación de la voluntad (el amor) de su sentimiento: por la operación se une a Dios y se termina en él, que es amor, y no por el sentimiento … que se asienta en el alma como fin y remate” (Ct del 14.4.1589).

La persona es “un gran señor en la cárcel, sujeto a mil miserias” (CB 18,1). “Este tirano de la sensualidad” la tiene subyugada. En un determinado momento del proceso, pide al Esposo “que este reino de la sensualidad …. se acabe ya o se le sujete del todo” (Ib. 2); porque “de hecho impide y perturba tanto bien, pide a las operaciones y movimientos de esta parte inferior que se sosieguen en las potencias y sentidos de ellas y no pasen los límites de su región” (ib. 3).

Sabe muy bien el Doctor místico que el antagonismo es de dominio, de sometimiento. “Estas operaciones y movimientos de la sensualidad sabrosa procuran atraer a sí la voluntad de la parte racional, para sacarla de lo interior a que quiera lo exterior que ellos quieren y apetecen; moviendo también al entendimiento y atrayéndole a que se case y junte con ellas en su bajo modo de sentido, procurando conformar y aunar la parte racional con la sensual” (ib 4). La sensualidad tiende a “sujetar” la parte racional, a convertirse “en juez y estimador de las cosas espirituales” (S 2, 11,2). Así convierte a la persona en “espíritu sensual” (S 1,6,2) en todos los campos de su actividad. También en el del espíritu. “Es cosa cierta y ordinaria… servirse de las cosas espirituales sólo para el sentido, dejando el espíritu vacío, que apenas habrá a quien el jugo sensual no estrague buena parte del espíritu, bebiéndose el agua antes que llegue al espíritu” (S 3,33,1). Así definirá al hombre “sensual”: “es el que el ejercicio de su voluntad sólo trae en lo sensible” (S 3,26,4). Recuerda el principio de la filosofía que estudió, y al que tantas veces recurre: Es “verdad en buena filosofía que cada cosa, según el ser que tiene o vida que vive, es su operación” (S 3,26,6).

III. Reeducación de la sensualidad

Reeducación porque es componente esencial de la persona y porque su aportación es necesaria e insustituible, pues toda la persona se une a Dios y llega a ser sujeto de la vida nueva. Para esta obra rige el principio que enuncia: “Aprovecharse sólo de aquello que basta” para llevar una vida digna como persona y como creyente (N 1,3,1). El camino de ser es siempre una “salida”. En primer lugar, de la “casa de la sensualidad” (N 2,14,3; N 1,14,1): “la parte sensitiva, que es la casa de todos los apetitos … Porque hasta que los apetitos se adormezcan por la mortificación en la sensualidad, y la misma sensualidad esté ya sosegada de ellos …, no sale el alma a la verdadera libertad” (S 1,15,2).

Se apresura el Santo a decir que la reeducación necesaria para ser lo que somos por naturaleza, personas racionales, y lo que somos por  gracia, hijos de Dios, no es posible si no hay un empeño sostenido, un compromiso duro por parte de la persona. Y esto requiere un presupuesto que enuncia reiteradamente el Santo. Por ejemplo: “La sensualidad, con tantas ansias de apetito es movida y atraída a las cosas sensitivas, que, si la parte espiritual no es atraída con otras ansias mayores de lo que es espiritual, no podrá vencer el yugo sensual” (S 1,14,2). Por eso insistirá que sólo en la purificación del espíritu se hace verdaderamente la del sentido (N 2,3,1), pues es en el espíritu donde está la “raíz” del mal (ib. 2,1; 3,1). Cuando el espíritu es fuerte en la visión y en la vivencia de sus opciones hace que el sentido participe y colabore, “se una” a la parte más noble de la persona: el espíritu.

Como principio también para esta renovación hay que recordar lo que nos dice J. de la Cruz: “Va Dios perfeccionando al  hombre al modo del hombre, por lo más bajo y exterior, hasta lo más alto e interior” (S 2,17,4). Muy concretamente, Dios da “gusto” de sí, de las cosas espirituales a la parte sensible, “para que, teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros” (S 1,14,2). El sabe muy bien que “hay almas que se mueven mucho en Dios por los objetos sensibles” (S 3,24,4). Y no titubeará al afirmar que, en tanto que por el gozo o gusto de lo sensible, “se levanta a gozar en Dios y le es motivo para eso, es muy bueno» (ib), “porque entonces sirven los sensibles al fin para que Dios los crio y dio” (ib. 5). Y, por eso, en este caso, “se pueden aprovechar … y aun deben” de todas estas mociones (ib. 4). Texto incomparable, revelador también de la rica humanidad del Santo el que escribió en S 3,39,1: “Para encaminar Dios el espíritu … conviene advertir que a los principiantes bien se les permite y aun les conviene tener algún gusto o jugo sensible… porque con este gusto dejen el otro; como al niño que, por desembarazarle la mano de una cosa, se la ocupan con otra porque no llore dejándole las manos vacías”.

La obra de reeducación es posible por la irrupción de un amor “mayor y mejor”, con su correspondiente gusto en el mismo campo de la sensualidad, que producirá en la persona un desplazamiento amoroso, de “interés” vital por un mundo en el que la misma sensualidad llegará a encontrarse muy a gusto.

Ya notamos que no se trata de extirpar, de disminuir la fuerza de la sensualidad, sino de “reducirla” a sus límites, de que sea lo que es por creación, y prepararla para que “a su modo” disfrute también de Dios. La purificación tiende a “adormecer”, “sosegar”, “amortiguar” ese amplio mundo de la sensualidad (S 1,15,2; N 1,13,15; 14,1; 2,14,2), a “mortificar” (S 3,26,6), en el sentido de “domar las pasiones castigando el cuerpo y refrenando la voluntad (DRAE), de “aniquilar” “de todo lo que no era amor” y “de todo lo viejo que antes usaba” (CB 26,17), “acerca de sus pasiones y afecciones naturales” (LlB 3,54; 4,16), de los “molestos y desordenados actos” (CB 20/21,7), de “sujetarla” a la razón (S 3,26,5), sacando al alma “de la vida sensitiva” (S 3,26,7). La reeducación, la “noche” sanjuanista “todos estos amores pone en razón” (N 1,4,8). Habla también el Santo de “acomodamiento” al espíritu y de “enfrenamiento” de la sensualidad (N 8,1.3).

IV. Sensualidad redimida

“Acabadas todas las repugnancias y contrariedades de la sensualidad” (CB 36,1), purificada y “flaca” (N 2,1,2), “la sensualidad ya no estorba” (ib. 4,1) a la persona el vivir con todo su ser cuanto entra en la esfera de su vocación humana y cristiana. No sólo, sino que participa en el festín de la comunión humano-divina, y el mismo gozo sensitivo alcanza nivel y calidad asombrosos.

La vocación humana la expresa el Santo en términos de relación amorosa con Dios: “para este fin de amor fuimos criados” (CB 29,3). Con una energía impresionante escribe: “Esta pretensión del alma es la  igualdad de amor con Dios, que siempre ella natural y sobrenaturalmente apetece (CB 38,3). Llegada a este punto, la persona “claro está que sin contradicción…, ha de ir con todo a Dios” (S 3,26,6). Al final del proceso, se reencuentra la sensualidad en su nativa y redimida verdad. Escribe el Santo, señalando el antes y el ahora de la noche oscura: antes, “como está la sensualidad imperfecta, recibe el espíritu de Dios con la misma imperfección muchas veces”; ahora que “está reformada…, ya no tiene estas flaquezas; porque no es ella la que recibe ya, mas antes está recibida ella en el espíritu, y así lo tiene todo al modo del espíritu” (N 1,4,2). Después de la purificación “Dios tiene recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivas”, y “toda esta armonía”, “sin desechar nada del hombre ni excluir cosa suya de este amor…” está íntimamente recogida en Dios (N 2,11,4). Lo destaca en la canción cuarenta del Cántico en la que canta el “ya” del encuentro profundo de Dios y la persona (“mi alma esta ya … contigo”), y la incidencia que tiene en su “parte sensitiva”: “que ya está la parte sensitiva e inferior reformada y purificada, y que está conformada con la parte espiritual; de manera que no sólo no estorbará para recibir aquellos bienes espirituales, mas antes se acomodará a ellos, porque aun de los que ahora tiene participa según su capacidad” (n. 2). Realmente “todo el caudal” de la persona “ya está empleada en el servicio de su Amado” (CB 28,4), “empleado y enderezado a Dios” (ib. 5), “toda la habilidad … se mueve por amor y en el amor” (ib. 8). Vida en fiesta (CB 39,9-10; LlB 2,36).

Lo notamos, aunque es evidente, que Dios está más interesado que la misma persona en esta reeducación de la sensualidad; que toda gracia que concede a la persona tiene una esencial dimensión purificadora y fortalecedora de la sensualidad para recibir la gracia suprema del “matrimonio espiritual”. De este modo introduce el comentario de la canción 22 del Cántico en la que presenta la culminación del proceso espiritual, “el matrimonio espiritual”: “Tanto era el deseo que el Esposo tenía de acabar de libertar y rescatar su esposa de las manos de la sensualidad”. La persona, “que vive vida espiritual, mortificada la animal, claro está que sin contradicción … ha de ir con todo a Dios” (S 3,26,6). Al fin del proceso místico, la persona toda entera gozará también de Dios (CB 40,5) participando “a su modo” de la “fiesta del espíritu” (CB 39,8-10; LlB 2,36).

BIBL. — EULOGIO PACHO, “Antropología sanjuanista”, en MteCarm 69 (1961) 47-90; F. RUIZ SALVADOR, Introducción a San Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 1968, p. 318-321; Id. “Metodo e strutture di antropologia sanjuanista”, en AV.VV., Temi di antropologia teologica, Roma, Teresianum, 1981, p. 403-437; AV.VV., Antropología de san Juan de la Cruz, Avila, Institución Gran Duque de Alba, 1988; CIRO GARCÍA, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, Burgos, Monte Carmelo, 1990.

Maximiliano Herráiz

Riqueza/s

Para comprender desde un primer momento el alcance de la riqueza de que habla Juan de la Cruz en sus obras, importa tener presente que no está en contraposición a la  pobreza. Es más, existen al unísono. Texto clave para entender lo que significa “riqueza” y “pobreza” es el siguiente, que parte de las palabras de David, “Yo soy pobre y en trabajos desde mi juventud” (Sal 87,16): “Llámase pobre, aunque está claro que era rico, porque no tenía en la riqueza su voluntad y así era tanto como ser pobre realmente, mas antes, si fuera realmente pobre y de la voluntad no lo fuera, no era verdaderamente pobre, pues el ánima estaba rica y llena en el apetito” (S 1,3,4).

Para él “riqueza” auténtica y verdadera sólo hay una, la de  Dios. No olvida los bienes materiales, calificados también como “riqueza” y a los cuales dedica el capítulo 18 del libro tercero de la Subida. Pero lo hace para enseñar cómo se las ha de haber el  hombre para que las riquezas de esta vida no lo tuerzan o desvíen en su camino hacia Dios. En este capítulo trata del  gozo de los bienes temporales, entendiendo por tales, riquezas, títulos, estados, oficios y otras pretensiones, e hijos, parientes, casamientos (n.1). Su punto de partida es que “todas las riquezas y gloria de todo lo criado, comparado con la riqueza que es Dios, es suma pobreza y miseria. Y así, el alma que lo ama y posee es sumamente pobre y miserable delante de Dios, y por eso no podrá llegar a la riqueza y gloria, que es el estado de la transformación en Dios” (S 1,4,7). Usa un baremo para catalogar la “riqueza” muy distinto del que emplea el mundo, porque éste se mueve siempre en un plano natural y de producción. Emplean calculadoras diversas. Precisa además cómo el hombre puede llegar a ser rico, muy rico, o quedarse en pobre, muy pobre.

A primera vista pudiera parecer que se muestra negativo y poco en consonancia con la teología de los valores. Sin embargo, su argumentación es lógica, además de clara. Todo lo que existe es en orden a Dios y el hombre alcanza su perfección sirviendo a su Señor. No condena las riquezas materiales; sólo el mal uso que el hombre pueda hacer de ellas, anteponiéndolas a Dios. Ve en ellas un peligro, el de poner en lo caduco la voluntad. Por eso avisa repetidamente (S 3,18,3,4,6) de que lo que importa es servir a Dios; nada de poner el gozo en la riqueza. “No poner el gozo en otra cosa que en lo que toca en servir a Dios, porque lo demás es vanidad y cosa sin provecho, pues el gozo que no es según Dios no le puede aprovechar [al alma]” (ib. n.6).

De unas veintisiete veces en las que alude a la pobreza en Subida 1 y 3, casi siempre lo hace para prevenir males o para indicar los daños que produce si el hombre se deja atrapar por ella. Cambia sin embargo de perspectiva y de sentido al mencionarla en Noche (2,12,6; 14,3; 20,4) y sobre todo en Cántico y Llama. Es aquí donde nos dice qué entiende por “riqueza”. No es otra cosa que la “presencia” de Dios por gracia en el alma, con todas las consecuencias que esto conlleva. La riqueza de que habla el Santo es “gracia”, gratuidad de Dios, que la convierte en hermosura y se lo descubre (CB 17,6); son “virtudes” con las que va adornando al alma el Espíritu Santo (CB 17,8); son “luces” que la hacen ver las cosas como son (CB 20,11.24); es “ciencia” de Dios que enseña sin haber estudiado, que entiende secretos e inteligencias de Dios extrañas (CB 14,4; 36,13); “capacidad” para conocerse (LlB 1,23). Son tantas que las califica de “mares” (LlB 1,30), y “si de ello se escribiesen muchos libros, quedaría lo más por decir” (N 2,20,4).

Adelantada el alma en los  caminos del espíritu, descubre dónde está la riqueza, de la que está careciendo y qué hacer para alcanzarla. Son tres experiencias distintas. Es de Dios, pero está en el alma. Recibe luces para percibir que, si mucho tiene, más le falta. Descubre la puerta de entrada para conquistarla: es la cruz (CB 36,13). Primero entiende que la riqueza por excelencia es la presencia (CB 11) de Dios en el  alma en gracia. Dentro tiene las riquezas, deleites y satisfacciones que anda buscando. Por eso se la invita a recogerse en el interior, a no buscarlas fuera. Dios-riqueza se esconde dentro y nadie lo encuentra si no se esconde a su vez (CB 1,8-12). El alma toma una resolución: No poner el corazón en las riquezas y bienes que ofrece el mundo, siguiendo el consejo de aunque le ofrezcan abundantes riquezas, no aplicar a ellas el afecto (CE 3,5). La Sabiduría comienza a enseñarla cómo en ella puede encontrar las riquezas grandes, las riquezas altas (S 1,4,8). Invita a ahondar en  Cristo, “porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá” (CB 37,4).

El alma se ve y se siente llena de las riquezas de Dios y por eso nada tiene que esperar (CB 20,11); se convierte en contemplativa del abismo de deleites y riquezas que Dios ha puesto en ella (Ib. n.14); sin embargo, siendo tan rica, “el alma se siente pobrísima y no tiene bien ninguno ni de qué se satisfacer” (LlB 1,23). Dios es toda su riqueza.

Evaristo Renedo

Revelación/es

Juan de la Cruz habla con frecuencia de “revelación”, “revelaciones”. De las 63 veces, 56 lo hace en Subida (S 2,27,7) y las otras 7 en Cántico (18,1). Usa el verbo “revelar” otras 45 veces, en sus diversos tiempos y con el significado de aparecer, comunicar, demostrar, descubrir, infundir, manifestar, mostrar, vislumbrar. De las 45 presencias del verbo “revelar”, 38 pertenecen a la Subida, y 7 al Cántico Espiritual. La temática por él desarrollada alude a la noción y división, a los criterios de discernimiento, a la postura ante las revelaciones y al valor que deben atribuírseles en la vida espiritual. Se puede constatar con cierta facilidad que su doctrina, sus criterios y sus posturas espirituales, ante todo lo que es excepcional en la vida del espíritu y excede la razón humana y la experiencia mística ordinaria de la gracia y de las virtudes cristianas, coinciden respecto a toda la fenomenología mística extraordinaria, ya se trate de locuciones, revelaciones, visiones, sentimientos espirituales.

I. Noción y división

Al trazar el programa de la Subida del Monte Carmelo señala J. de la Cruz las distintas “aprehensiones e inteligencias” que pueden llegar al entendimiento, distinguiendo las de proveniencia natural y las de origen  sobrenatural. Estas pueden ser corporales o espirituales según lleguen por vía de los sentidos o no (S 2,10). Entre las que no provienen de los sentidos corporales enumera “cuatro aprehensiones del entendimiento puramente espirituales … que son visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales. A las cuales llamamos puramente espirituales, porque no, como las corporales imaginarias, se comunican al entendimiento por vía de los sentidos corporales, sino, sin algún medio de algún sentido corporal exterior o interior, se ofrecen al entendimiento por vía sobrenatural pasivamente, que es sin poner el alma algún acto u obra de su parte, a lo menos activo” (S 2,23,1). Por tratarse de noticias puramente espirituales, no necesitan de los sentidos corporales, ya sean externos ya internos. Se ofrecen al entendimiento clara y distintamente, pero por vía pasiva, sin acto alguno por parte del alma. Son sobrenaturales y son pasivas. Evidentemente la doctrina escolástica del tiempo está presente. En ella había sido formado el Santo. En este cuadro coloca J. de la Cruz las “revelaciones”.

En sentido amplio revelación es para él “lo que recibe como aprehendiendo y entendiendo cosas nuevas, así como el oído oyendo cosas no oídas, llamamos revelación” (S 2,23,3). Propone una definición más descriptiva (S 2,25) al estudiar los diversos tipos de revelación (S 2, 25 y 27) adoptando la analogía entre sentidos corporales y las capacidades espirituales. Siguiendo la doctrina tomista, incluye las revelaciones en el espíritu de profecía: “las cuales propiamente pertenecen al espíritu de profecía” (S 2,25,1).

Distingue el Santo dos clases de revelaciones: “Podemos decir que hay dos maneras de revelaciones: unas, que son descubrimiento de verdades del entendimiento, que propiamente se llaman noticias intelectuales o inteligencias; otras, que son manifestación de secretos, y éstas se llaman propiamente, y más que estotras, revelaciones. Porque las primeras no se pueden llamar en rigor revelaciones, porque aquellas consisten en hacer Dios entender al alma verdades desnudas, no sólo acerca de las cosas temporales, sino también de las espirituales, mostrándoselas clara y manifiestamente. De las cuales he querido tratar debajo de nombre de revelaciones; lo uno, por tener mucha vecindad y alianza con ellas; lo otro, por no multiplicar muchos nombres de distinciones. Pues, según esto, bien podemos distinguir ahora las revelaciones en dos géneros de aprehensiones. Al uno llamaremos noticias espirituales, y al otro, manifestación de secretos y misterios ocultos de Dios” (S 2,25,2-3. cf. también S 3,7 y CB 14 y 15). Consagra sendos capítulos a cada uno de los dos géneros.

Dedica el capítulo 26 a las noticias espirituales, a las que llama de hecho “inteligencia de verdades desnudas en el entendimiento”, y el capítulo 27 a “la manifestación de secretos y misterios ocultos de Dios”, en el que habla propiamente de las que son para el Santo las que verdaderamente se pueden llamar “revelaciones”. En este capítulo 27 de S 2, ya en el título nos resume perfectamente cuál es su intención y su contenido: “En que se trata del segundo género de revelaciones, que es descubrimiento de secretos [y misterios] ocultos. Dice la manera en que pueden servir para la unión de Dios y en qué estorbar, y cómo el demonio puede engañar mucho en esta parte”. Esta manifestación de secretos y misterios ocultos “puede ser en dos maneras: La primera, acerca de lo que es Dios en sí, y en ésta se incluye la revelación del misterio de la Santísima Trinidad y unidad de Dios. La segunda es acerca de lo que es Dios en sus obras, y en ésta se incluyen los demás artículos de nuestra fe católica y las proposiciones que explícitamente acerca de ellas puede haber de verdades…” (S 2,27,1).

Estas revelaciones no sólo se dan de palabra, sino que se pueden percibir de otras muchas maneras, “porque las hace Dios de muchos modos y maneras” (S 2,27,1). Como ejemplo de esta última afirmación cita particularmente el Apocalipsis, “donde no solamente se hallan todos los géneros de revelaciones que habemos dicho, mas también los modos y maneras que aquí decimos” (ib.). Estas revelaciones, “que se incluyen en la segunda manera

[acerca de las obras de Dios]

, todavía las hace Dios en este tiempo a quien quiere” (ib.). En esta segunda manera de revelación se incluye también todo lo referente a los artículos de la fe. Pero puntualiza el Santo diciendo que “esto no se llama propiamente revelación, por cuanto ya está revelado, antes es manifestación o declaración de lo ya revelado (ib.).

En este género de revelaciones, como en toda clase de las mismas, “puede el demonio mucho meter la mano, porque, como las revelaciones de este género ordinariamente son por palabras, figuras y semejanza, etc., puede el demonio muy bien fingir otro tanto, mucho más que cuando las revelaciones [no] son en espíritu solo” (S 2,27,3). Y, si es verdad que es necesario no hacer caso de las revelaciones en torno a las verdades de fe, ¿cuánto más necesario no será cerrar los ojos a las verdades que no son de  fe? (cf. S 2,27,5-6). De ahí la urgencia de contar con criterios seguros de discernimiento.

II. Criterios de discernimiento

El Santo tiene claro que hay graves riesgos en cuanto a la apreciación de las revelaciones y de cualquier otro  fenómeno místico, pues aunque sean verdaderas, no siempre lo son en sus causas ni en el modo de entenderlas por parte de la criatura humana: “Y aquí está un grande engaño, porque las revelaciones o locuciones de Dios no siempre salen como los hombres las entienden o como ellas suenan en sí. Y, así, no se han de asegurar en ellas ni creerlas a carga cerrada, aunque sepan que son revelaciones o respuestas o dichos de Dios. Porque, aunque ellas sean ciertas y verdaderas en sí, no lo son siempre en sus causas y en nuestra manera de entender” (S 2,18,9; cf. S 2,22,13). El capítulo 19 le dedica a estudiar en detalle estas afirmaciones, aplicadas en particular a las visiones y locuciones de Dios (S 2,19), comenzando por las revelaciones (S 2,19,1). Llega a afirmar J. de la Cruz que, “como Dios es inmenso y profundo, suele llevar en sus profecías, locuciones y revelaciones, otras vías, conceptos e inteligencias muy diferentes de aquel propósito y modo a que comúnmente se pueden entender en nosotros, siendo ellas tanto más verdaderas y ciertas cuanto a nosotros nos parece que no” (S 2,19,1). En los números siguientes de este mismo capítulo explica el Santo las muchas y variadas maneras cómo puede uno engañarse “acerca de las locuciones y revelaciones de parte de Dios, por tomar la inteligencia de ellas a la letra y corteza”. Siempre es difícil entender el espíritu. Y cita a san Pablo, 2 Cor 3,6, donde se afirma que “la letra mata y el espíritu da vida” (S 2,19,5). Por lo tanto, aunque las revelaciones sean de Dios, no nos podemos asegurar en ellas (S 2,19,10).

Tampoco se ha de pensar que, aunque sean de Dios, han de acontecer infaliblemente tal y como suenan: “Y así, no hay que pensar que, porque sean los dichos y revelaciones de parte de Dios, han infaliblemente de acaecer como suenan, mayormente cuando están asidos a causas humanas, que pueden variar, o mudarse o alterarse” (S 2,20,4). La razón es porque Dios solo sabe cuándo el hombre está pendiente de estas causas. Dios hace la revelación y, unas veces calla la condición y otras, dice tal condición (S 2,20).

III. Postura sanjuanista

A la luz de estas constataciones es comprensible la postura de rechazo total postulada por el Santo: “Por tanto, el alma pura, cauta, y sencilla y humilde, con tanta fuerza y cuidado ha de resistir [y desechar] las revelaciones y otras visiones, como las muy peligrosas tentaciones; porque no hay necesidad de quererlas, sino de no quererlas para ir a la unión de amor” (S 2,27,6). La razón fundamental de todo esto es porque ninguna de las aprehensiones, sean del orden que sean, “pueden ser medio para la unión, pues que ninguna proporción tienen con Dios” (ib.). El demonio puede servirse de estos medios místicos extraordinarios para sustituir la fe, cuando se andan buscando o se van admitiendo sin más. Se sitúa el Santo en el mismo plano que los grandes maestros de la tradición espiritual cristiana, entre ellos S. Teresa de Jesús, al relacionar estos fenómenos de las revelaciones –y otros– con las comunicaciones espirituales de la vida espiritual entre Dios y la persona humana. La norma de oro sanjuanista será: “tenga cuidado de no admitir, si no fuere algo con algún raro parecer (y entonces, no con gana ninguna de ello)” (S 2,11,13). Nunca nos podemos asegurar de ellas (S 2, 19,10).

J. de la Cruz es tan receloso de todo esto que, “aunque sean por parte de Dios, no las ha el alma de querer admitir” (S 2,17,7). Ya había afirmado anteriormente: “Y así, no ha de querer el alma admitir las dichas revelaciones, para ir creciendo, aunque Dios se las ofrezca” (S 2,17,6). El demonio es muy sagaz para hacer creer muchas cosas que no son verdad. Por eso hasta Dios mismo se enoja con quien admite cualquier clase de revelación o de otro fenómeno místico extraordinario. Lo mejor es huir, para no ser engañados, y evitar cualquier peligro, presunción, curiosidad, vanagloria (S 2,21,11).

IV. Valoración teológica

El Santo es absolutamente contrario a todo lo que sea querer saber o conocer cosas de modo sobrenatural, pues hay una razón natural y una ley evangélica para regirse el  hombre suficientemente y poder solucionar las dificultades que pudieran aparecer: “Aunque querer saber cosas por vía sobrenatural, por muy peor lo tengo que querer otros gustos espirituales en el sentido. Porque yo no veo por dónde el alma que las pretende deje de pecar por lo menos venialmente, aunque más buenos fines tenga y más puesta esté en perfección, y quien se lo mandase y consintiese también. Porque no hay necesidad de nada de eso, pues hay razón natural y doctrina evangélica, por donde muy bastantemente se pueden regir, y no hay dificultad ni necesidad que no se pueda desatar y remediar por estos medios muy a gusto de Dios y provecho de las almas. Y tanto nos habremos de aprovechar de la razón y doctrina evangélica, que, aunque ahora queriendo nosotros, ahora no queriendo, se nos dijesen algunas cosas sobrenaturales, sólo habemos de recibir aquello que cae en mucha razón y ley evangélica. Y entonces recibirlo, no porque es revelación, sino porque es razón, dejando a parte todo sentido de revelación; y aun entonces conviene mirar y examinar aquella razón mucho más que si no hubiese revelación sobre ella, por cuanto el  demonio dice muchas cosas verdaderas y por venir, y conforme a razón, para engañar” (S 2,21,4).

J. de la Cruz establece distinción clara entre lo que convenía en el A. Testamento y lo que conviene en el N. Testamento respecto a preguntar a Dios determinadas cosas: Sí convenía que los profetas y sacerdotes quisieran revelaciones y demás aprehensiones sobrenaturales y que preguntasen a Dios y que Dios respondiese de muchas maneras y con muchas significaciones. Pero no así ahora, pues el que esto hiciera, “no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios” (S 2,22,5). La razón que da es hondamente teológica: “Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en él lo ojos, lo hallarás en todo; porque él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación … Y así, haría mucho agravio a mi amado Hijo, porque no sólo en aquello le faltaría en la fe, mas le obligaba otra vez a encarnar y pasar por la vida y la muerte primera. No hallarás qué pedirme ni qué desear de revelaciones o visiones de mi parte. Míralo tú bien, que ahí lo hallarás ya hecho y dado todo eso, y mucho más, en él” (S 2,22,5). “Y si también quisieses otras visiones y revelaciones divinas o corporales, mírale a él también humanado, y hallarás en eso más que piensas; porque también dice el Apóstol (Col 2,9)

… En Cristo mora corporalmente toda plenitud de divinidad” (S 2, 22,6). Todo esto ha de tenerse presente en el Santo como doctrina fundamental respecto a lo que son noticias sobrenaturales o aprehensiones místicas extraordinarias. La fe no necesita apoyarse en ellas. El creyente tiene en Cristo todo lo que necesita para su fe y para el seguimiento de Cristo. Lo más seguro y certero en todo esto es rechazarlo, pues poco va en que se tenga o no, aunque sean claras incluso (S 2, 22,16).

J. de la Cruz valora muy poco esto de las noticias sobrenaturales, aunque sean efectivamente medios para la purificación del alma y para la unión con Dios, que valen menos que un acto de  humildad (S 3, 9,4). Delante de Dios es más precioso cualquier acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas noticias sobrenaturales se pueden tener del cielo, ya que éstas no son mérito ni demérito, pues son siempre gracias de Dios, que concede a quien quiere y cuando quiere.

V. Pautas de dirección espiritual

La primera línea de atención ha de prestarse a quienes tienen voluntad de admitir revelaciones y se inclinan a ellas. Sin excluir a los mismos confesores y directores espirituales. El demonio siente gran satisfacción ante tales circunstancias y con esas personas que así piensan y pueden por consiguiente actuar: “Y así el demonio gusta mucho cuando un alma quiere admitir revelaciones y la ve inclinada a ellas, porque tiene él entonces mucha ocasión y mano para ingerir errores y derogar en lo que pudiere a la fe; porque como he dicho, grande rudeza se pone en el alma que las quiere acerca de ella, y aun a veces hartas tentaciones e impertinencia” (S 2,11,12).

Hasta el padre espiritual, si es inclinado a estas revelaciones, podrá hacer gran daño al discípulo, si persevera con él, pues se comunican la estima por ellas, siendo peligroso: “Si el padre espiritual es inclinado a espíritu de revelaciones, de manera que le hagan algún caso, o lleno, o gusto en el alma, no podrá dejar, aunque él no lo entienda, de imprimir en el espíritu del discípulo aquel jugo y término, si el discípulo no está más adelante que él. Y, aunque lo esté, le podrá hacer harto daño si con él persevera, porque, de aquella inclinación que el padre espiritual tiene y gusto en tales visiones [en este caso equivale a revelaciones, de las que está hablando], le nace cierta manera de estimativa…” (S 2,18,6).

El Santo trata con dureza a los confesores y directores espirituales, que no cumplen debidamente su responsable y alta misión. Les atribuye un papel decisivo en la orientación que han de dar a las almas ante la presencia de fenómenos extraordinarios (S 2,19-22). El criterio a seguir es para él el siguiente: “Encamínenlas en la fe [los directores espirituales y los confesores], enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y el espíritu de ellas para ir adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones [y revelaciones] y comunicaciones pueden tener del cielo, pues éstas ni son mérito ni demérito; y cómo muchas almas, no teniendo cosas de éstas, están sin comparación mucho más adelante que otras que tienen muchas” (S 2,22,19).

Se podría muy bien decir que hace aquí el Doctor místico una síntesis de su doctrina y de sus criterios seguros y tajantes respecto a todo el proceso de  purificación del alma para llegar a la unión con Dios, sin hacer distinción entre lo activo y lo pasivo, lo sensitivo y lo espiritual, lo  natural y lo sobrenatural. Son los verdaderos efectos de las auténticas revelaciones divinas sobrenaturales, que van directamente contra aquellos soberbios de corazón que, al sentir cualquiera de estos sentimientos suaves de Dios y algunas aprehensiones devotas, ya se satisfacen y piensan que están muy cerca de Dios y que los que no los tienen están muy bajos espiritualmente y los desestiman, como hizo el fariseo con el publicano. La mejor medicina contra esto es saber que la virtud no consiste en estas aprehensiones y en estos sentimientos de Dios, y que la humildad es más valiosa que todo ello (cf. S 3,9,1-4). Son los peligros de caer en propia estimación y vana presunción.

Aplicaciones conclusivas

Entendiendo por revelación el “descubrimiento de alguna verdad oculta o manifestación de algún secreto o misterio”, J. de la Cruz distingue dos tipos: manifestación de secretos (revelaciones en sentido estricto) y noticias intelectuales, que no son propiamente revelaciones pero sí muy semejantes a ellas. La doctrina sanjuanista acerca de las revelaciones, como acerca de los demás fenómenos místicos extraordinarios, es clara en dos puntos fundamentales: en que no pueden ser medios para la purificación del alma y para la unión con Dios; en que no son necesarias para el progreso en el camino de la perfección evangélica. En lo que al discernimiento se refiere insiste el Santo en que hay que estar siempre muy en guardia, porque pueden ser falsas, engañosas y peligrosas, tanto por parte del demonio como de la propia sugestión o imaginación. Aun siendo de Dios, no siempre son interpretadas por parte del hombre correctamente, pues no siempre coincide su interpretación con la finalidad que Dios tiene y sus proyectos.

J. de la Cruz es totalmente contrario a admitir revelaciones y a quienes se inclinan a ellas. El demonio se goza en tales circunstancias. Ninguna de las aprehensiones sobrenaturales son medio necesario para la unión con Dios. Ni tampoco es más perfecto quien se ve agraciado con tales dones. Por eso, y por los riesgos que conllevan, no se han de pedir ni admitir. Nunca nos podemos asegurar de las revelaciones, como de ninguna otra aprehensión sobrenatural. Incluso aunque sean de Dios. Insiste el Santo en que no hay necesidad de nada que suene a fenómeno místico extraordinario, pues existen la razón natural y la ley evangélica, que son suficientes para solucionar cualquier tipo de problemas y para guiar en el amor a Dios y al prójimo. La fe no necesita apoyarse en ninguna de las aprehensiones o noticias sobrenaturales para su certeza y seguridad.

Los confesores y  directores espirituales juegan papel muy importante en todo este mundo de los fenómenos místicos extraordinarios y en su discernimiento. Es fundamental que ellos mismos no sean inclinados a estimar estos hechos y manifestaciones extraordinarias. Puede ser un riesgo para los discípulos de tales directores y confesores. Delante de Dios es más provechoso cualquier acto de voluntad hecho en caridad que todas las gracias místicas extraordinarias, como es más valiosa la humildad que todas las visiones, revelaciones y sentimientos del cielo.

Mauricio Martín del Blanco