La belleza es una constante en toda la obra de J. de la Cruz, poesía y prosa. El lector que se acerca por primera vez a sus poemas –sea creyente o no–, se encontrará, sin duda, envuelto en una atmósfera estética que eleva su sensibilidad y su percepción del mundo a una transparencia inhabitual. Pero quizá se desanime si, para comprender y saborear esta atmósfera, se atreve a entrar en la prosa mística, ya que ésta presenta un nivel de complejidad conceptual y analítica que no parece acordarse, para algunos, con la fuerza intuitiva de los poemas.
No vamos a ocuparnos, por tanto, en este artículo de los poemas, cuyo lirismo por sí sólo nos envuelve, sino justamente de esa prosa, para muchos inaccesible. Es en los comentarios a los poemas donde el propio poeta desarrolla, más allá del canto, su sensibilidad estética y la conciencia de esta misma sensibilidad –sus fundamentos, limitaciones y alcance– en el desarrollo de la vida espiritual. Es en la prosa donde el poeta místico, ayudado por lo demás de su profunda formación filosófica y teológica, pone en marcha todos los recursos literarios y dialécticos que posee para vertebrar estéticamente una obra en la que Amor y Belleza confluyen en una única experiencia mística de incomparable altura.
Si los valores de lo bueno (virtudes morales) y de lo verdadero (ideas claras y distintas acerca de la realidad), son superados y subsumidos en la tiniebla de la fe, los valores de lo bello (sentimientos de gloria), son realzados en la iluminación de gloria que acontece en Llama.
Mucho antes de la glorificación, sin embargo, el aliento poético y la visión enamorada ante la belleza recorren todas las páginas de nuestro autor, hasta las de más sustanciosa y árida doctrina en las purificaciones nocturnas. Una evocación ardiente y nostálgica, un clamor anhelante, por esa hermosura “que se halla por ventura”, y “sólo se ve por fe” atraviesa en ansias la opacidad de la noche, y la vence al fin. La belleza no es tema de reflexión, sino aguijón que espolea la búsqueda y provoca el éxtasis. Marcada por la intuición de la belleza no es la mística de J. de la Cruz una mística intelectual, sino más bien una mística cordial, de un corazón enamorado de la Belleza inefable de Dios, y apasionadamente arrastrado en pos de su huella.
El tono en el que se expresa la aspiración sanjuanista por la belleza, que impregna toda su consideración de la naturaleza –hasta llegar a conocer esencialmente a las criaturas por Dios y no a la inversa (LlB 4,5)–, es profundamente cristiano; a pesar de que el lirismo desbordado de algunas estrofas y comentarios de Cántico, haya dado lugar a interpretaciones panteístas. El sentimiento de la belleza en J. de la Cruz se enraíza en Cristo como Verbo encarnado y florece en El, en sus misterios, porque toda la hermosura humana y divina se ha manifestado en su rostro. Y así como Dios no tiene otra palabra ya después de Cristo (Av 99), la belleza no tiene otra faz que la que en El ha sido revelada. En esta faz desfigurada y en este cuerpo maltratado y muerto en la cruz, resplandecido luego en la mañana gloriosa de la resurrección, se encuentra el sacramento de la Belleza inefable, y es el espejo donde el alma sanjuanista se mira. Y es que después de la manifestación de gracia que es la creación misma, es el misterio de la Encarnación el que mejor revela la Belleza invisible de Dios. Este sentido cristiano queda patente en el comentario a la estrofa 5 del Cántico, que recoge además con citas bíblicas (desde el Génesis, hasta san Pablo, pasando por el evangelio de Juan) toda la secuencia de creación encarnación redención: “Y así en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su Resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, más podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (CA 5,4).
Así pues, la búsqueda de la belleza ha de atravesar por el misterio insondable de la cruz, y asumir la espesura del sufrimiento y de la muerte. Por eso la noche, símbolo sanjuanista por excelencia, resume este misterio de agonía, de privación, de oscuridad y amarga purificación, por una parte, y de sabrosa e íntima comunicación con Dios al mismo tiempo. La aridez y sequedad del desierto esconden una fuente, la oscuridad de la noche arropa una luz íntima. En ausencia de materia, volumen o color, donde se vierten y complacen los sentidos, la mirada se recoge y por la noche oscura se remonta más allá de todo gusto sensible y reflejo aparente, hasta el gozo esencial de la Belleza y Amor divinos.
Allá “el alma echa de ver claro que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura, de suerte que le parece que la colocan en una profundísima y anchísima soledad donde no puede llegar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, tanto más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y solo, donde el alma se ve tan secreta cuando se ve sobre toda temporal criatura levantada” (N 2,17,6)
En plena noche oscura nos comunica el alma su admiración ante la soledad sabrosa en la que se encuentra graciosamente levantada: la altura, la anchura, la lejanía cualifican esta atmósfera extática, que se nos antoja de una transparencia sutil, de una pureza indescriptible, de una paz sin límites.
El término belleza es de un uso escaso; la consideración de la belleza se encuentra principalmente expresada en los sinónimos de gracia, gloria, y hermosura, y este último junto al verbo hermosear y el adjetivo hermoso, son términos que se concentran principalmente en el Cántico. Pero la belleza potencial del alma, así como la Belleza invisible están presentes con otros términos o descripciones de estados de gracia a lo largo de toda la obra. Pues bien, para distinguir la consideración que J. de la Cruz hace del tema, dividimos este apartado en cuatro puntos, según la realidad caracterizada por la belleza en cuestión.
I. “De ti me van mil gracias refiriendo”: la hermosura de las criaturas
El cosmos es rastro de la belleza divina y reflejo de su hacedor, según nos enseña el libro de la Sabiduría (13, 3-5). Así lo ha percibido J. de la Cruz, profundamente sensible a las bellezas naturales, según lo testimonian sus biógrafos, y lo cantan con gran acierto sus propios poemas. Las criaturas son rastro y huella, reflejo y evocación, pero por lo mismo la contemplación de su belleza despierta en el corazón enamorado una profunda nostalgia, como aquel que recibiendo mensajes y dones del amado siente reavivarse el deseo del encuentro y plena comunicación con él. De aquí surge un clamor que es al tiempo alabanza y gemido de ausencia: “Como las criaturas dieron al alma señas de su Amado mostrándole en sí rastro de su hermosura y excelencia, aumentósele el amor, y por consiguiente le creció el dolor de ausencia” (C 6,2).
En el poema del Cántico descubrimos esta nostalgia, pero la naturaleza no tiene un valor secundario, tan solo como telón de fondo, como se podría pensar por la tradición bucólica-pastoril en la que este poema de algún modo puede situarse. Tampoco es mero reflejo de las emociones y sentimientos al modo romántico, donde el alma del artista se trasfunde con las energías de la naturaleza. Ni esteticismo renacentista, ni panteísmo romántico: La naturaleza es creación, en los escritos del Santo, y por ello puede tornarse sacramento, es decir, símbolo de encuentro entre el hombre y su creador.
Esta sacramentalidad, sin embargo, no es transparente, sino que es confusa y sólo se manifiesta en toda su plenitud en la revelación de la gloria del Verbo, por quien todo fue hecho. Así, entre tanto, la creación entera gime en J. de la Cruz como en san Pablo, con los dolores del alumbramiento. El gemido resuena en el Cántico, a la vez que en la noche nos alerta el místico enamorado, sobre la ambigüedad y el engaño de las bellezas visibles. Por la concupiscencia de los ojos y el afán de posesión del deseo no purificado, las criaturas pueden tornarse ídolos, y así en lugar de reflejo serán obstáculo, opacidad que vela la Belleza del que Es. Como la distancia es tan grande entre Dios y las criaturas, y en medio se interponen las tendencias desordenadas del alma, es necesario un cierto apartamiento, la purificación de la mirada se impone para poder descubrir a través del don, al Dador: “Toda la hermosura de la criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad…, y así el alma que está aficionada a la hermosura de cualquier criatura, delante de Dios sumamente fea es, y por tanto no podrá esta alma fea transformarse en la hermosura que es Dios, porque la fealdad no alcanza a la hermosura” (S 1,4,4).
II. La belleza del alma: “Su gracia en mí tus ojos imprimían”
El alma, sujeto sanjuanista por excelencia, “en sí es una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1, 9,1). El alma ha sido creada por Dios y para El , por eso está constantemente ilustrada por la luz divina, como vidriera o espejo –que son algunas de las metáforas preferidas del místico–; pero por el desorden del pecado, sus inclinaciones se tornan hacia las criaturas, y el apego a ellas empaña su belleza prístina, “de la misma manera que pondrían los rasgos de tizne a un rostro muy hermoso y acabado” (S 1,9,1). De aquí se sigue la necesidad de soledad y apartamiento; recogiéndose en sí, el alma vendrá a descubrir en su centro a Dios. “¡Oh, pues, alma hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y unirte con El! ya se te dice que tú misma eres el aposento donde Él mora y el retrete y escondrijo donde está escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti que esté en Ti, o por mejor decir tu no puedas estar sin él” (CA 1,7). En la medida de su amor creciente el alma va siendo hermoseada y enaltecida por la mirada divina, hasta tornarse ella, Dios por participación. “Su gracia en mí tus ojos imprimían. Por los ojos del Esposo entiende aquí su divinidad misericordiosa, la cual, inclinándose al alma con misericordia, imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma divinidad” (C 32,4).
III. La belleza de Dios: “Por ser tal su hermosura que sólo se ve por fe”
La intuición nuclear de la obra de J. de la Cruz es la Belleza invisible, la Belleza increada. Las criaturas son reflejo o participación de esa fuente eterna de gracia: “Que bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche” “sé que no puede ser cosa tan bella / y que cielos y tierra beben della”. Dios es el agente de toda gracia y belleza, de aquí la abundancia del verbo hermosear, principalmente en Cántico.
Dios es incomparable, y más le conocemos por lo que no es, que por lo que es; los caminos ignotos que conducen al alma hasta la luz suprema pasan por la noche oscura: negación de todas las vías naturales que ella pudiera imaginar o comprender. En este sentido podemos entender todo el proceso de purificación nocturna como una puesta en evidencia de la insignificancia de las comparaciones, y por tanto de la transcendencia del ser de Dios, con respecto a cualquier representación humana. Frente a esta insignificancia en que el mundo se diluye en la atmósfera nocturna, la imagen más adecuada para decir algo de lo que Dios es, de su belleza única, simple y poderosa, es la de la luz. “Dios está como el sol sobre las almas para comunicarse a ellas” (LlB 3,47) Esta luz –al principio cegadora y violenta para el alma no purificada–, pasa de ser objeto contemplación, a fuego activísimo (LlB 1,8) de combustión inagotable que absorbe al alma en sí. Pero a pesar de su poderoso resplandor, la gloria de Dios no destruye al alma, sino que la transforma íntimamente en su fuego de amor: “La sombra que hace al alma la lámpara de la hermosura de Dios será otra hermosura al talle y propiedad de aquella hermosura de Dios” (LlB 3,14).
IV. La belleza de la unión: “Vámonos a ver en tu hermosura”
Si la hermosura de las criaturas es para el alma –la más hermosa entre todas ellas, por ser imagen del Creador– el primer indicio, señal y equívoco a la vez, de la Belleza divina, toda la significación de los apartados anteriores sustenta su peso en este último. Cuando J. de la Cruz se refiere a belleza, o hermosura, de cualquier modo que sea, ya manifiesta en la creación, o en el alma misma, en realidad está ahondando en este núcleo de comunicación de amor que existe desde siempre entre el alma y Dios. De alguna manera cualquier otra referencia no es más que una forma de matizar estos flujos y corrientes de gracia que entre ambos discurren, obstaculizados, agitados, empañados, o finalmente liberados en toda su fuerza, en el estadio de la unión, cantado en Llama.
El alma anteriormente agitada por las turbaciones de los apetitos, reposa ahora en el seno del amor, “Y así el alma no sólo se acuesta en el lecho florido, sino en la misma flor, que es el Hijo de Dios, la cual en sí tiene divino olor y fragancia y gracia y hermosura” (CB 24,1). En este reposo, recibe abundante gracia y deleites. Pero a su vez, como alma amante, por el ejercicio mismo del amor siente ensanchada su capacidad de don y generosidad, y su pretensión es la igualdad de amor “porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado” (CB 38,3). En consecuencia, para asemejarse más a su Amado, desea entrar más adentro en la espesura y canta “Vámonos a ver en tu hermosura”. Pero resulta que esa espesura es la espesura de la cruz, como explica en los comentarios a la estrofa 36 del Cántico. El deseo acrecido e impaciente que se apresuraba en otro tiempo hacia la muerte de amor, sintiendo que la vida natural le era estrecha para recibir la anchura y copiosidad de Dios, viene a remansarse en la identificación con los padecimientos del EsposoCristo. Es en la cruz de Cristo donde el “dibujo de fe y el dibujo de amor” (CB 12, 7) coinciden y se funden en un único espejo donde mirarse y buscar el alma purificada su ser verdadero y su belleza prístina: “¡Y como el alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer para entrar en ella en la espesura de la cruz!” (CB 36, 13). Belleza, donaire, gracia, gloria.
BIBL. — SAN JUAN DE LA CRUZ, Vámonos a ver en tu hermosura, (antología en torno a la belleza, selección de textos e introducción de M. S. Rollán), Madrid 1989; H. URS VON BALTHASAR, La gloire et la Croix II, de Jean de la Croix à Péguy, Paris 1972; MICHEL FLORISOONE, Esthétique et Mystique d´ après Sainte Thérèse et saint Jean de la Croix, Paris 1956; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, “El ‘Expolio’ del Greco y el ‘Grito’ de Díaz Castilla”, en Pasión de hombre-Pasión de Dios, Salamanca 1984, 133188; EMILIO OROZCO, Poesía y Mística, Madrid 1959; Id. Mística, plástica y barroco, Madrid 1977; EULOGIO PACHO, Vértice de la poesía y de la mística, Burgos 1983; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, “Cuerpo y lenguaje como epifanía en San Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, III Pensamiento (1993) 395-406; JOSÉ ANGEL VALENTE, La piedra y el centro, Madrid 1983.
María del Sagrario Rollán