Hermosura

La belleza es una constante en toda la obra de J. de la Cruz,  poesía y prosa. El lector que se acerca por primera vez a sus poemas –sea creyente o no–, se encontrará, sin duda, envuelto en una atmósfera estética que eleva su sensibilidad y su percepción del mundo a una transparencia inhabitual. Pero quizá se desanime si, para comprender y saborear esta atmósfera, se atreve a entrar en la  prosa mística, ya que ésta presenta un nivel de complejidad conceptual y analítica que no parece acordarse, para algunos, con la fuerza intuitiva de los poemas.

No vamos a ocuparnos, por tanto, en este artículo de los poemas, cuyo lirismo por sí sólo nos envuelve, sino justamente de esa prosa, para muchos inaccesible. Es en los comentarios a los poemas donde el propio poeta desarrolla, más allá del canto, su sensibilidad estética y la conciencia de esta misma sensibilidad –sus fundamentos, limitaciones y alcance– en el desarrollo de la vida espiritual. Es en la prosa donde el poeta místico, ayudado por lo demás de su profunda formación filosófica y teológica, pone en marcha todos los recursos literarios y dialécticos que posee para vertebrar estéticamente una obra en la que Amor y Belleza confluyen en una única experiencia mística de incomparable altura.

Si los valores de lo bueno (virtudes morales) y de lo verdadero (ideas claras y distintas acerca de la realidad), son superados y subsumidos en la tiniebla de la  fe, los valores de lo bello (sentimientos de gloria), son realzados en la iluminación de gloria que acontece en Llama.

Mucho antes de la glorificación, sin embargo, el aliento poético y la visión enamorada ante la belleza recorren todas las páginas de nuestro autor, hasta las de más sustanciosa y árida doctrina en las purificaciones nocturnas. Una evocación ardiente y nostálgica, un clamor anhelante, por esa hermosura “que se halla por ventura”, y “sólo se ve por fe” atraviesa en ansias la opacidad de la noche, y la vence al fin. La belleza no es tema de reflexión, sino aguijón que espolea la búsqueda y provoca el éxtasis. Marcada por la intuición de la belleza no es la mística de J. de la Cruz una mística intelectual, sino más bien una mística cordial, de un corazón enamorado de la Belleza inefable de  Dios, y apasionadamente arrastrado en pos de su huella.

El tono en el que se expresa la aspiración sanjuanista por la belleza, que impregna toda su consideración de la naturaleza –hasta llegar a conocer esencialmente a las  criaturas por Dios y no a la inversa (LlB 4,5)–, es profundamente cristiano; a pesar de que el lirismo desbordado de algunas estrofas y comentarios de Cántico, haya dado lugar a interpretaciones panteístas. El sentimiento de la belleza en J. de la Cruz se enraíza en  Cristo como Verbo encarnado y florece en El, en sus misterios, porque toda la hermosura humana y divina se ha manifestado en su rostro. Y así como Dios no tiene otra palabra ya después de Cristo (Av 99), la belleza no tiene otra faz que la que en El ha sido revelada. En esta faz desfigurada y en este cuerpo maltratado y muerto en la cruz, resplandecido luego en la mañana gloriosa de la resurrección, se encuentra el sacramento de la Belleza inefable, y es el espejo donde el alma sanjuanista se mira. Y es que después de la manifestación de gracia que es la creación misma, es el misterio de la Encarnación el que mejor revela la Belleza invisible de Dios. Este sentido cristiano queda patente en el comentario a la estrofa 5 del Cántico, que recoge además con citas bíblicas (desde el Génesis, hasta san Pablo, pasando por el evangelio de Juan) toda la secuencia de creación encarnación redención: “Y así en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su Resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, más podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (CA 5,4).

Así pues, la  búsqueda de la belleza ha de atravesar por el misterio insondable de la cruz, y asumir la espesura del sufrimiento y de la muerte. Por eso la noche, símbolo sanjuanista por excelencia, resume este misterio de agonía, de privación, de oscuridad y amarga purificación, por una parte, y de sabrosa e íntima comunicación con Dios al mismo tiempo. La aridez y  sequedad del desierto esconden una fuente, la oscuridad de la noche arropa una luz íntima. En ausencia de materia, volumen o color, donde se vierten y complacen los sentidos, la mirada se recoge y por la noche oscura se remonta más allá de todo gusto sensible y reflejo aparente, hasta el gozo esencial de la Belleza y Amor divinos.

Allá “el alma echa de ver claro que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura, de suerte que le parece que la colocan en una profundísima y anchísima soledad donde no puede llegar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, tanto más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y solo, donde el alma se ve tan secreta cuando se ve sobre toda temporal criatura levantada” (N 2,17,6)

En plena  noche oscura nos comunica el alma su admiración ante la soledad sabrosa en la que se encuentra graciosamente levantada: la altura, la anchura, la lejanía cualifican esta atmósfera extática, que se nos antoja de una transparencia sutil, de una pureza indescriptible, de una paz sin límites.

El término belleza es de un uso escaso; la consideración de la belleza se encuentra principalmente expresada en los sinónimos de  gracia, gloria, y hermosura, y este último junto al verbo hermosear y el adjetivo hermoso, son términos que se concentran principalmente en el Cántico. Pero la belleza potencial del alma, así como la Belleza invisible están presentes con otros términos o descripciones de estados de gracia a lo largo de toda la obra. Pues bien, para distinguir la consideración que J. de la Cruz hace del tema, dividimos este apartado en cuatro puntos, según la realidad caracterizada por la belleza en cuestión.

I. “De ti me van mil gracias refiriendo”: la hermosura de las criaturas

El cosmos es rastro de la belleza divina y reflejo de su hacedor, según nos enseña el libro de la Sabiduría (13, 3-5). Así lo ha percibido J. de la Cruz, profundamente sensible a las bellezas naturales, según lo testimonian sus biógrafos, y lo cantan con gran acierto sus propios poemas. Las criaturas son rastro y huella, reflejo y evocación, pero por lo mismo la contemplación de su belleza despierta en el corazón enamorado una profunda nostalgia, como aquel que recibiendo mensajes y dones del amado siente reavivarse el deseo del encuentro y plena comunicación con él. De aquí surge un clamor que es al tiempo alabanza y gemido de ausencia: “Como las criaturas dieron al alma señas de su Amado mostrándole en sí rastro de su hermosura y excelencia, aumentósele el amor, y por consiguiente le creció el dolor de ausencia” (C 6,2).

En el poema del Cántico descubrimos esta nostalgia, pero la naturaleza no tiene un valor secundario, tan solo como telón de fondo, como se podría pensar por la tradición bucólica-pastoril en la que este poema de algún modo puede situarse. Tampoco es mero reflejo de las emociones y sentimientos al modo romántico, donde el alma del artista se trasfunde con las energías de la naturaleza. Ni esteticismo renacentista, ni panteísmo romántico: La naturaleza es creación, en los escritos del Santo, y por ello puede tornarse sacramento, es decir, símbolo de encuentro entre el hombre y su creador.

Esta sacramentalidad, sin embargo, no es transparente, sino que es confusa y sólo se manifiesta en toda su plenitud en la revelación de la gloria del Verbo, por quien todo fue hecho. Así, entre tanto, la creación entera gime en J. de la Cruz como en  san Pablo, con los dolores del alumbramiento. El  gemido resuena en el Cántico, a la vez que en la noche nos alerta el místico enamorado, sobre la ambigüedad y el engaño de las bellezas visibles. Por la concupiscencia de los ojos y el afán de posesión del deseo no purificado, las criaturas pueden tornarse ídolos, y así en lugar de reflejo serán obstáculo, opacidad que vela la Belleza del que Es. Como la distancia es tan grande entre  Dios y las criaturas, y en medio se interponen las tendencias desordenadas del alma, es necesario un cierto apartamiento, la purificación de la mirada se impone para poder descubrir a través del don, al Dador: “Toda la hermosura de la criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad…, y así el alma que está aficionada a la hermosura de cualquier criatura, delante de Dios sumamente fea es, y por tanto no podrá esta alma fea transformarse en la hermosura que es Dios, porque la fealdad no alcanza a la hermosura” (S 1,4,4).

II. La belleza del alma: “Su gracia en mí tus ojos imprimían”

El alma, sujeto sanjuanista por excelencia, “en sí es una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1, 9,1). El  alma ha sido creada por Dios y para El , por eso está constantemente ilustrada por la luz divina, como  vidriera o espejo –que son algunas de las metáforas preferidas del místico–; pero por el desorden del pecado, sus inclinaciones se tornan hacia las criaturas, y el apego a ellas empaña su belleza prístina, “de la misma manera que pondrían los rasgos de tizne a un rostro muy hermoso y acabado” (S 1,9,1). De aquí se sigue la necesidad de  soledad y apartamiento; recogiéndose en sí, el alma vendrá a descubrir en su centro a Dios. “¡Oh, pues, alma hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y unirte con El! ya se te dice que tú misma eres el aposento donde Él mora y el retrete y escondrijo donde está escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti que esté en Ti, o por mejor decir tu no puedas estar sin él” (CA 1,7). En la medida de su amor creciente el alma va siendo hermoseada y enaltecida por la mirada divina, hasta tornarse ella, Dios por participación. “Su gracia en mí tus ojos imprimían. Por los ojos del Esposo entiende aquí su divinidad misericordiosa, la cual, inclinándose al alma con misericordia, imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma divinidad” (C 32,4).

III. La belleza de Dios: “Por ser tal su hermosura que sólo se ve por fe”

La intuición nuclear de la obra de J. de la Cruz es la Belleza invisible, la Belleza increada. Las criaturas son reflejo o participación de esa fuente eterna de gracia: “Que bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche” “sé que no puede ser cosa tan bella / y que cielos y tierra beben della”. Dios es el agente de toda gracia y belleza, de aquí la abundancia del verbo hermosear, principalmente en Cántico.

Dios es incomparable, y más le conocemos por lo que no es, que por lo que es; los caminos ignotos que conducen al alma hasta la luz suprema pasan por la  noche oscura: negación de todas las vías naturales que ella pudiera imaginar o comprender. En este sentido podemos entender todo el proceso de  purificación nocturna como una puesta en evidencia de la insignificancia de las comparaciones, y por tanto de la transcendencia del ser de Dios, con respecto a cualquier representación humana. Frente a esta insignificancia en que el  mundo se diluye en la atmósfera nocturna, la imagen más adecuada para decir algo de lo que Dios es, de su belleza única, simple y poderosa, es la de la luz. “Dios está como el sol sobre las almas para comunicarse a ellas” (LlB 3,47) Esta luz –al principio cegadora y violenta para el alma no purificada–, pasa de ser objeto contemplación, a fuego activísimo (LlB 1,8) de combustión inagotable que absorbe al alma en sí. Pero a pesar de su poderoso resplandor, la gloria de Dios no destruye al alma, sino que la transforma íntimamente en su fuego de amor: “La sombra que hace al alma la lámpara de la hermosura de Dios será otra hermosura al talle y propiedad de aquella hermosura de Dios” (LlB 3,14).

IV. La belleza de la unión: “Vámonos a ver en tu hermosura”

Si la hermosura de las criaturas es para el alma –la más hermosa entre todas ellas, por ser imagen del Creador– el primer indicio, señal y equívoco a la vez, de la Belleza divina, toda la significación de los apartados anteriores sustenta su peso en este último. Cuando J. de la Cruz se refiere a belleza, o hermosura, de cualquier modo que sea, ya manifiesta en la creación, o en el alma misma, en realidad está ahondando en este núcleo de comunicación de amor que existe desde siempre entre el alma y Dios. De alguna manera cualquier otra referencia no es más que una forma de matizar estos flujos y corrientes de gracia que entre ambos discurren, obstaculizados, agitados, empañados, o finalmente liberados en toda su fuerza, en el estadio de la unión, cantado en Llama.

El alma anteriormente agitada por las turbaciones de los apetitos, reposa ahora en el seno del amor, “Y así el alma no sólo se acuesta en el lecho florido, sino en la misma flor, que es el Hijo de Dios, la cual en sí tiene divino olor y fragancia y gracia y hermosura” (CB 24,1). En este reposo, recibe abundante gracia y deleites. Pero a su vez, como alma amante, por el ejercicio mismo del amor siente ensanchada su capacidad de don y generosidad, y su pretensión es la igualdad de amor “porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado” (CB 38,3). En consecuencia, para asemejarse más a su Amado, desea entrar más adentro en la espesura y canta “Vámonos a ver en tu hermosura”. Pero resulta que esa espesura es la espesura de la cruz, como explica en los comentarios a la estrofa 36 del Cántico. El deseo acrecido e impaciente que se apresuraba en otro tiempo hacia la  muerte de amor, sintiendo que la vida natural le era estrecha para recibir la anchura y copiosidad de Dios, viene a remansarse en la identificación con los padecimientos del EsposoCristo. Es en la cruz de Cristo donde el “dibujo de fe y el  dibujo de amor” (CB 12, 7) coinciden y se funden en un único espejo donde mirarse y buscar el alma purificada su ser verdadero y su belleza prístina: “¡Y como el alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer para entrar en ella en la espesura de la cruz!” (CB 36, 13).  Belleza, donaire, gracia, gloria.

BIBL. — SAN JUAN DE LA CRUZ, Vámonos a ver en tu hermosura, (antología en torno a la belleza, selección de textos e introducción de M. S. Rollán), Madrid 1989; H. URS VON BALTHASAR, La gloire et la Croix II, de Jean de la Croix à Péguy, Paris 1972; MICHEL FLORISOONE, Esthétique et Mystique d´ après Sainte Thérèse et saint Jean de la Croix, Paris 1956; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, “El ‘Expolio’ del Greco y el ‘Grito’ de Díaz Castilla”, en Pasión de hombre-Pasión de Dios, Salamanca 1984, 133188; EMILIO OROZCO, Poesía y Mística, Madrid 1959; Id. Mística, plástica y barroco, Madrid 1977; EULOGIO PACHO, Vértice de la poesía y de la mística, Burgos 1983; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, “Cuerpo y lenguaje como epifanía en San Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, III Pensamiento (1993) 395-406; JOSÉ ANGEL VALENTE, La piedra y el centro, Madrid 1983.

María del Sagrario Rollán

Herida/s de amor

En el pletórico simbolismo místico de J. de la Cruz ocupa lugar destacado el que se relaciona con la psicología del amor. Confluyen en el sanjuanismo dos tradiciones complementarias: la lírica trovadoresca y la exégesis cristiana de la Biblia, como revelan frases tan repetidas como ésta: “En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos” (CB 13,9). La traslación de los fenómenos naturales de la  enfermedad, llaga y herida del ámbito corporal al psicológico y espiritual es recurso pedagógico y literario muy socorrido, pero J. de la Cruz lo emplea con especial maestría. Se mueve siempre, como es de suponer, en el ámbito de la mística, por lo mismo del amor divino.

a) Rasgos generales. El  alma enamorada de Dios, cuando se siente verdaderamente inflamada por ese amor sufre y padece “en muchas maneras, en todos los tiempos y lugares, no sosegando en nada”, hasta que llega al beso de la  unión transformante (N 2,11,6). El amor no satisfecho la hiere de tal manera que puede decirse enferma o llagada. Es lo que canta el verso dirigido al Amado: “Decilde que adolezco, peno y muero” (CB 2, v. 5º). La pena y el ansia, convertidas en llaga afistolada, puede llegar a sentimiento de muerte (CB 11, v. 2º). La  dolencia, las  heridas, las  llagas y las penas expresan fenómenos o sentimientos fundamentalmente idénticos y vienen a sintetizarse todos en la “enfermedad de amor”. No obstante, esa convergencia general, las exigencias del lenguaje figurado de la poesía obliga al Santo a diversificar la fenomenología mística propia de cada expresión. Heridas resulta el vocablo más genérico o comprensivo, junto con enfermedad; se presenta incluso a ciertas variaciones en el Cántico (cf. canción 7).

Como de costumbre, señala la raíz o clave en que se apoya la traslación figurativa. Entre las varias “visitas” con que Dios favorece a las almas, con que las “llaga y levanta en amor”, suele hacer “unos encendidos toques de amor, que a manera de saeta de fuego hieren y traspasan el alma y la deja toda cauterizada con fuego de amor. Y éstas propiamente se llaman heridas de amor” (CB 1,17).

La semejanza con las heridas corporales y espirituales termina ahí, porque las producidas por las “visitas” del  Esposo Cristo son de otro tenor: “Porque estas visitas tales no son como otras en que Dios recrea y satisface al alma, porque éstas solo las hace más para herir que para sanar, y más para lastimar que para satisfacer, pues sirven para avivar la noticia y aumentar el apetito y, por consiguiente, el dolor y ansia de ver a Dios” (CB 1,19).

Esto es lo más característico de las “heridas de amor divino”: cuanto más penetrantes más “deseables”. Se ratifica el Santo diciendo: “Éstas se llaman heridas espirituales de amor, las cuales son al alma sabrosísimas y deseables; por lo cual querría ella estar siempre muriendo mil muertes a estas lanzadas, porque la hacen salir de sí y entrar en Dios” (ib.).

Otro rasgo sintomático que distingue a estas heridas de cualesquier otras es que no admiten medicina ni tienen otra cura que la presencia del Amado: “En las heridas de amor no puede haber medicina sino de parte del que hirió” (CB 1,20). Dado que el origen es la ausencia, solamente la presencia es capaz de curar la herida (cf. CB 11, entera). Según los grados de amor y el sentimiento de la ausencia puede ser más o menos profunda la herida; se dan momentos y situaciones que parece ponen al borde de la muerte: “Esta pena y sentimiento de la ausencia de Dios suele ser tan grande a los que van llegando al estado de perfección, al tiempo de estas divinas heridas, que, si no proveyese el Señor, morirían” (CB 1,22). Quiere esto decir que el sentimiento de la ausencia causante de las heridas de amor, en su vertiente penosa, es decir, cuando se vuelve sensación de abandono, es una de las pruebas propias de la catarsis o  noche purificativa (N 2,11,6). Es lo que indica el carácter ambivalente de las heridas de amor, su sabor agridulce. Idea insistentemente repetida por el Santo: “Son las heridas de amor tan dulces y sabrosas que, si no llegan a morir, no la pueden satisfacer; pero sonle tan sabrosas –al alma– que querría la llagasen hasta acabarla de matar” (CB 9,3; cf. LlB 1,8).

b) Manifestaciones particulares. Prolongando el simbolismo general de la enfermedad y de las heridas de amor, J. de la Cruz llega a aplicaciones espirituales muy concretas. “En este negocio de amor –escribe– hay tres maneras de penar por el Amado acerca de tres maneras de noticias que de él se pueden tener”. Son las siguientes: La herida, “la cual es más remisa y más brevemente pasa” (CB 7,2); la llaga, que “hace más siento en el alma que la herida, y por eso dura más, porque es como herida ya vuelta en llaga, con la cual se siente el alma verdaderamente andar llagada de amor” (ib. 3); la tercera es “como morir, lo cual es ya como tener la llaga afistolada, hecha el alma ya toda afistolada” (ib. 4).

La sintomatología de éstas y otras heridas semejantes es estrictamente espiritual, sin que se apunte efecto alguno somático. Todo se reduce a la asimilación figurativa o traslación comparativa entre lo corporal y lo espiritual. De otra índole son, en este sentido, dos clases de heridas descritas por J. de la Cruz con abundancia de detalles.

Una de ellas es la “herida fina” identificada con el  “cauterio suave y la regalada llaga” de que trata en la Llama (2, 9-13). Existen “muchas maneras de cauterizar  Dios al alma”, entre ellas algunas que no la llagan porque son toques de la Divinidad al alma “sin forma ni figura alguna intelectual ni imaginaria” (LlB 2,8).

Se dan otras maneras de cauterizar al alma “con forma intelectual muy subida”, como la  transverberación, magníficamente descrita por el Santo en consonancia con S. Teresa (LlB 2,910.13). Es una herida o llaga estrictamente espiritual, sin real efecto somático, pero que su experiencia o sentimiento está vinculado a formas intelectuales, como dice el Santo. Se siente en el espíritu a manera de su representación intelectual, como si realmente se realizase en el cuerpo.

Según el propio Santo, “este llagar y herir interiormente en el espíritu” puede suceder que “alguna vez da Dios licencia para que salga algún efecto afuera en el sentido corporal”. Entonces “a modo que hirió dentro sale la herida y llaga afuera”, como sucedió cuando el serafín llagó a san Francisco. Es el caso de la estigmatización, que no es normal, ya que representa una excepción para el Santo. Para él, “ordinariamente, ninguna merced hace Dios al cuerpo que primero y principalmente no la haga en el alma” (LlB 2,13).

Es lo que sucede en otra clase de heridas y llagas de amor que tienen como característica inconfundible una incidencia o repercusión corporal, generalmente dolorosa. No se trata únicamente de que vayan o no acompañadas de formas intelectuales o imaginarias; en ellas se produce efectos somáticos perceptibles incluso por personas distintas de quienes son favorecidas por tales gracias-visitas. A esta categoría reduce J. de la Cruz el  arrobamiento, éxtasis, rapto, traspaso, vuelo de espíritu, etc. (CB 13,6-7; N 2,1,2).

Es bien sabido que para el Santo existe permanente interferencia o “comunicación” entre sentido y espíritu, parte inferior y parte superior, por razón de la unidad del supuesto o la persona; por lo mismo, se da siempre cierta “redundancia” de las comunicaciones y sentimientos espirituales en el cuerpo, tanto si son dolorosos como sabrosos y deleitables. Hasta que no se llega a una perfecta subordinación del sentido al espíritu, a través de la catarsis plena, ciertas gracias espirituales repercuten dolorosamente en el cuerpo. Su presencia es síntoma claro de que aún no es total la purificación del sentido. Acaso por esta vinculación al mismo, J. de la Cruz apenas aplica en tales casos el diagnóstico de heridas o llagas. Lo reserva para los efectos propios del amor divino en el ámbito estrictamente espiritual. Otra cosa distinta es si existe relación real entre ellos y alguna enfermedad física.

BIBL. — L. RAY, “Blessure d’amour”, en DS I, 1724-1730; GABRIELE DE SAINTE MARIE-MADELEINE, “L’Ecole thérésienne et les blessures d’amour mystique”, en ÉtCarm 21 (1936) I, 208-242; cf. RevEsp. 5 (1946) 546-560.

Eulogio Pacho

Guirnalda/s

El uso de este vocablo está limitado al Cántico espiritual y vinculado al verso: “Haremos las guirnaldas” (CB 30, v. 3º). Forma con los anteriores y siguientes una bella alegoría, prolongada en dos estrofas (CB 30-31) y en el juego poético entre “cabello” y “cuello”. El cabello es el hilo que enlaza las flores de la guirnalda colocada en el cuello. La aplicación figurativa se completa con las “flores y esmeraldas”, que representan las virtudes. La traslación de estos elementos a la vida espiritual, cantada en el poema, ofrece dos acepciones diferentes.

a) Guirnaldas: virtudes. La equivalencia metafórica la explica así el Santo: “Como las flores materiales se van cogiendo, las van en la guirnalda que de ellas hacen componiendo, de la misma manera, así como las flores espirituales de virtudes y dones se van adquiriendo, se van en el alma asentando” (CB 30,6). En consecuencia, la asimilación figurativa “guirnaldas-virtudes” resulta natural: “Todas las virtudes y dones que el alma y Dios adquieren en ella son como una guirnalda de varias flores, con que está –el alma– admirablemente hermoseada, así como de una vestidura de preciosa variedad” (CB 30,6).

La clave de la figuración “guirnaldas-virtudes” se completa con el “hilo” que enlaza entre sí las flores de la guirnalda; en el plano espiritual es el amor: “El cual amor tiene y hace el oficio que el hilo en la guirnalda. Porque así como el hilo enlaza y ase las flores en la guirnalda, así el amor del alma enlaza y ase las virtudes en el alma y las sustenta en ella” (ib. 9). Esta función específica del amor halla su confirmación en la afirmación paulina (col. 3,14): “El amor es atadura de la perfección” (CB 31,1). Remata el Santo la asimilación alegórica del “cabello-amor” con la del “cuello-fortaleza”, afirmando que la fortaleza con que se entretejen las virtudes “no basta que sea solo para conservarlas”, sino que “también sea fuerte para que ningún vicio contrario la pueda por ningún lado de la guirnalda de la perfección quebrar” (CB 31,4).

La alegoría de la guirnalda sirve también para señalar cierto progreso en la conquista de las virtudes. Una vez adquiridas, “está ya la guirnalda de perfección en el alma acabada de hacer, en que el alma y el Esposo se deleitan hermoseados con esta guirnalda y adornados, bien así como en estado de perfección” (CB 30,6). La afirmación precedente: “que el alma y Dios adquieren”, podría prestarse a confusión; aclara, por ello, el Santo, al comentar el verso “haremos las guirnaldas”, que no es obra aislada de uno de los protagonistas, sino “de entrambos juntos”, “porque las virtudes no las puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas en el alma sin ella” (ib.).

b) Guirnaldas: almas santas. Consecuente con la afirmación prologal del Cántico (n. 2), J. de la Cruz aplica aquí la “anchura” de la inteligencia mística de sus versos. No se atan a un solo sentido. La guirnalda de flores y esmeraldas tiene espiritualmente otras interpretaciones: “Se entiende harto propiamente de la Iglesia y de Cristo, en la cual la Iglesia, Esposa suya, habla con él, diciendo: ‘Haremos las guirnaldas’, entendiendo por guirnaldas todas las almas santas engendradas por Cristo en la Iglesia, que cada una de ellas es como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones, y todas ellas juntas son una guirnalda para la cabeza del esposo Cristo” (CB 30,7).

Identificando en el plano natural “guirnalda” y “lauréola” (corona de laurel), el autor propone a seguido algunos ejemplos o aplicaciones del significado señalado: “También se puede entender por las hermosas guirnaldas, que por otro nombre llaman lauréolas, hechas también en Cristo y la Iglesia, las cuales son de tres maneras” (ib.): “de hermosas y blancas flores de las vírgenes, de resplandecientes flores de los doctores y de encarnados claveles de los mártires” (ib.). “Con las cuales tres guirnaldas estará Cristo Esposo tan hermoseado y tan gracioso de ver, que se dirá en el cielo aquello que dice la Esposa en los Cantares” (3,11: CB 30,7).

El punto clave de referencia es fundamentalmente idéntico en ambas acepciones: las lauréolas se igualan a las guirnaldas, y las almas santas son, a su vez, “como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones”. Quiere ello decir, que las guirnaldas representan las virtudes unidas y sostenidas por la caridad; los santos encarnan la perfección de esas virtudes.

Eulogio Pacho

Granadas

El “mosto de granadas” del Cántico espiritual (lira 36 en el CA; 37 en el CB) es uno de los vinos sagrados de la “interior bodega” (CA 17) u hondón del alma en  unión transformante de san Juan de la Cruz. En la obra sanjuanista, el vino equivale siempre a la ebrietas simbólica del éxtasis místico, cuya dicha extrema hace proferir “dislates” al jubiloso contemplativo. La tradición que avala la simbología vinaria del Santo es milenaria: ya en el Gilgames y en la Misná encontramos la asociación del vino con la  embriaguez espiritual, asociación que luego elaborarán numerosos espirituales europeos a lo largo de la Edad Media. Casi todos estos espirituales ofrecen una interpretación mística al vino y a la cellaria del Cantar de los Cantares (1,3), que significan literalmente “retretes” o “cuartos interiores”. Tanto para san Bernardo de Claraval, uno de los más grandes renovadores del Císter, como para el reformador franciscano san Buenaventura, la embriaguez espiritual marca el cuarto grado en el camino hacia la unión con  Dios. Celebran igualmente el licor “a lo divino” numerosos codificadores del lenguaje espiritual europeo como Ruysbroeck y David von Augsburg, a quienes secundan los portugueses Frei Paio de Coimbra, Dom Duarte y el anónimo autor del Orto do Esposo. Los españoles no se quedan atrás: repiten el símbolo vinario, con distintas variantes, Juan de los Angeles, Diego de Estella y Bernardino de Laredo. Ni siquiera el docto fray Luis de León rehúye la imagen espiritual embriagante, que usaron crípticamente incluso los alumbrados para aludir a sus procesos extáticos secretos.

Varios siglos antes que los espirituales europeos celebraran la ebrietas mística, los sufíes habían codificado pormenorizadamene el altísimo grado espiritual del sukr o embriaguez espiritual. Este mosto simbólico es una de las equivalencias más lexicalizadas de la literatura espiritual musulmana. Ya desde el siglo IX Bistami y Yahya ibn Mu’ad se intercambian apasionada correspondencia mística en clave utilizando la terminología vinaria, y los secundan Sa’adi, Simnani, Ibn al-Farid, Al-Huywiri, Yunayd, Hallay, el célebre Algazel e incluso los sadilíes hispanoafricanos. Ibn ‘Arabi de Murcia coloca la embriaguez extática en el cuarto grado de la unión con Dios, en perfecta coincidencia con Bernardo de Claraval y san Buenaventura. Varios poetas, como los persas Yalaloddin Rumi, Sabistari y Hafiz dedicaron poemas enteros a esta bebida, vedada por el Corán, pero celebrada por ellos a un nuevo nivel secreto durante los siglos XII y XIII, la época del esplendor de la literatura mística persa.

El símbolo vinario de san Juan tiene, pues, una larga y distinguida estirpe literaria. Las bodegas del Santo son, sin embargo, más exquisitas que la cella vinaria de Salomón: entre sus bebidas embriagantes simbólicas encontramos el “adobado vino” (CA 16) y el citado “mosto de granadas” (CA 36). Este último es el vino sagrado que la  Esposa liba junto a su ultraterrenal Esposo en el momento sagrado de sus nupcias místicas. El locus del matrimonio espiritual es en lo alto de las “cavernas de la piedra”, es decir, en los foraminibus petrae (Cant 2, 12) u orificios de los acantilados donde anidan las palomas. El poeta ahonda estos orificios rocosos que toma prestados del epitalamio bíblico y los transmuta en cavernas, y será precisamente en estas profundidades simbólicas del alma donde los esposos –convertidos metafóricamente en palomas dotadas de vuelo– acudan para celebrar su unión transformante con el subido licor del  éxtasis: “Y luego a las subidas / cavernas de la piedra nos iremos, / que están bien escondidas, / y allí nos entraremos, / y el mosto de granadas gustaremos”.

En sus glosas explicatorias, el Santo advierte cómo bajo la aparente multiplicidad de los granos de la granada subyace la absoluta unidad de Dios, representada por la bebida embriagante: “Porque, así como de muchos granos de las granadas un solo mosto sale cuando se comen, así de todas estas maravillas […] de Dios en el alma infundidas redundan en ella una fruición y deleite de amor, que es bebida del Espíritu santo […] bebida divina” (CB 37,8).

Esta curiosa variante del símbolo vinario, sin duda pormenorizado e ingenioso, fue preludiado siglos antes por los místicos del Islam. Es precisamente la granada la que marca la llegada del sufí a la cuarta etapa del camino místico, que simboliza, según Laleh Bakhtiar, “la integración de la multiplicidad en la unidad, en la morada de la unión” (Laleh Bakhtiar. Sufi. Expressions of the Mystic Quest, Thames & Hudson, Londres, 1976, p. 30). El anónimo Libro de la certeza, atribuido a Ibn ‘Arabi o a Qasani, insiste asimismo en la granada como fruta emblemática de la esencia y unidad última de Dios: “La granada […] es la fruta del Paraíso de la Esencia […] en la morada de la Unión […] es la conciencia directa de la Esencia (ash-shudud adh-dhâtî) …” (The Book of Certainty, Rider & Co., Londres, s.a., 27-28).

El vino fermentado de granadas con el que san Juan hace que los esposos del Cántico celebren sus bodas ultramundanas significa, pues, el conocimiento místico más alto, gracias al cual se armonizan los contrarios en la suprema unidad del Amor.

BIBL. — SAN BERNARDO, Obras completas, 2 vols., BAC, Madrid, 1953 y 1955; SAN BUENAVENTURA, Obras completas, Edición bilingüe, 6 tomos, BAC, Madrid, 1955; MUHYI’DDIN IBN AL‘ARABI, Tarjuman al-Ashwaq. A Collection of Mystical Odes, edición bilingüe árabe-inglesa de R. A. Nicholson, Royal Asiatic Society, Londres, 1911; LUCE LÓPEZ-BARALT, San Juan de la Cruz y el Islam, Hiperión, Madrid, 1990; Id. “Simbología mística islámica en san Juan de la Cruz y en santa Teresa de Jesús”, en Nueva Revista de Filología Hispánica 30 (1981) 21-91.

Luce López-Baralt

Gamo/s

En el bestiario simbólico sanjuanista ocupan espacio muy limitado. Todo se reduce a una referencia cumulativa con  leones y  ciervos (CB 20). El gamo representa la concupiscencia desenfrenada. Le sirven a J. de la Cruz estos animales para figurar las acometidas de las dos potencias naturales contra la razón y contra la armonía entre el sentido y el espíritu. Los leones representan el ímpetu de la tendencia o potencia irascible, mientras los ciervos y gamos saltadores corresponden a la concupiscible o “potencia de apetecer”, en la que se distinguen dos efectos: uno, de cobardía, propio de los ciervos; otro, de osadía, simbolizado en los gamos.

No está bien aclarado dónde se inspiró el Santo para llegar a la asimilación propuesta, según la cual la potencia concupiscible ejercita los efectos de osadía “cuando halla las cosas convenientes para sí, porque entonces no se encoge y acobarda, sino atrévese a apetecerlas y admitirlas con los deseos y afectos. Y en estos efectos de osadía es comparada esta potencia a los gamos, los cuales tienen tanta concupiscencia en lo que apetecen, que no sólo a ello van corriendo, mas aun saltando”, por lo cual los llama el poema saltadores (CB 20-21,6). Conjurar a los gamos equivale espiritualmente a apaciguar los deseos y apetitos inquietos que, “saltando como gamos de uno en otro”, buscan satisfacer a la concupiscencia” (ib.7). Es algo necesario para llegar a la perfecta armonía interior.

Eulogio Pacho

Fuente, la

San Juan de la Cruz elabora en dos ocasiones el símbolo de la fuente, con el que remite al lector a algunos de los momentos culminantes de su experiencia mística unitiva. Tanto en el “Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe” (que tiene por estribillo el célebre verso “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche”) como en la lira 11 del Cántico espiritual (CA 11, CB 12) (“¡Oh cristalina fuente / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!”) el poeta celebra sus enigmáticas fuentes haciendo gala de una notable originalidad literaria.

El Santo reelabora un símbolo de larga y prestigiosa estirpe. La universalidad del  agua como metáfora espiritual es evidente, desde la Biblia (Jn 4,14) hasta la tradición alquímica. Incluso la fuente, “símbolo inmemorial de vida eterna”, como lo llama María Rosa Lida, tiene sobretonos simbólicos desde antiguo. Xavier Picaza nos recuerda la importancia que tuvo esta fons divinitatis para los neoplatónicos, mientras que J. E. Cirlot la asocia con el centro místico del alma: con las honduras del Ser que se deben explorar en secreto y en oscuridad. “Fuente sellada” llama a la Sulamita el Esposo de los Cantares (4,12), y todavía en las canciones sefardíes medievales la fuente era símbolo de fecundidad y de boda. Pero el origen específico del símil sanjuanista ha sido muy difícil de trazar para los estudiosos. No le parecen bíblicos a David Rubio, quien asegura que ninguna de las 56 metáforas de la “fuente” de la Vulgata ni las numerosas metáforas del mismo objeto de la mística occidental pueden en modo alguno relacionarse con el intrincado símbolo de la fuente sanjuanística.

I. Poema de la “Fonte”

La fuente del “Cantar del alma” evoca en un primer plano la inaprehensible esencia divina que, sin embargo, se intuye en la noche de la vida terrenal. El recuerdo martilleante de estas tinieblas nocturnas sirve de estribillo al poema: el emisor de los versos celebra su misteriosa fuente “aunque es de noche”.

Asegura, sin embargo, que conoce bien esta secreta “fonte que mana y corre”, y la obsesiva repetición de su gozoso y afirmativo conocimiento experiencial en las primeras ocho estrofas del poema persuaden al lector de que el poeta registró su “saber” no sólo por fe sino gracias a la merced más alta de la experiencia mística transformante. Como la teopoiesis y la certeza cognoscitiva que con ella se adquiere es intransferible, porque supera la limitada razón humana, el protagonista poético aborda su fuente infinita con la afasia característica de los místicos aunténticos. Así, nos sugiere que su escondida fuente no tiene origen conocido, aunque todo origen viene de ella; que su belleza es inexplicable y su infinitud no toca fondo; que su luz es inmarcesible y su corriente de una omnipotencia abismal. El poema está pues dedicado a la celebración del misterio puro –e inaccesible por vía racional– de la Esencia Divina. En las últimas tres estrofas el poeta intenta, sin embargo, explicitar el significado secreto de la fuente. Los versos aleccionadores cristianizan de súbito el poema e ilustran doctrinalmente al lector devoto, pero desde el punto de vista puramente poético constituyen un final anticlimático para el arcano sobrecogedor que había logrado mantener el Santo en su “Cantar”. (El maestro de almas que hay en J. de la Cruz parecería aquí poner oídos sordos a la célebre lección poética del marinero del antiguo romance: “yo no digo mi canción sino a quien conmigo va”.) Y Juan termina por ofrecer generosamente al lector las claves de su fuente simbólica: se trata de un símil de la Eucaristía, pan de vida que oculta a Cristo redentor, fuente de alimento incesante para las criaturas sumidas en la nocturnidad de la vida material. El Santo termina por sugerirnos, sin embargo, que justamente este pan sagrado lo devuelve a la “viva fuente” que desea con nostalgia de iniciado y de conocedor auténtico de los misterios trascendentes e infinitos de Dios.

II. En el Cántico espiritual

La fuente del Cántico, ante la que la  Esposa detiene de súbito su ansioso peregrinar en busca del Amado, es mucho más compleja. Debe ser de noche, como en el poema anterior, porque la alfaguara sólo puede adquirir sus “semblantes plateados” cuando la iridescencia lunar o estelar ilumina su agua oscurecida. Al mirarse en el azogue de la fuente –mirarse en un espejo es preguntarse por la propia identidad– la enamorada se enfrenta con la sorpresa de que ha perdido su yo. La amada descubre que no tiene rostro, ni identidad, ni bulto corpóreo, porque lo que le devuelve la alfaguara son unos ojos ajenos. Estos ojos son simultáneamente del Amado y de ella, ya que donde están grabados es en las propias entrañas de la protagonista, que los proyecta sobre las aguas.

La “cristalina fuente” es el espacio de la propia identidad de la Esposa, que sirve de espejo pulido –de superficie espiritualmente purificada– al Amado. El ansioso “¿adónde te escondiste, Amado?” con el que la enamorada inicia el Cántico se comienza a contestar aquí: el Amado estaba todo el tiempo escondido en ella misma. Ella es, literalmente, la fons signatus que mereciera como requiebro la Sulamita (Cant 4,12). San Juan, al celebrar la transformación de la amada en el Amado, subvierte el mito de Narciso, que se mira en la fuente y se enamora de sí mismo. Aquí la protagonista se enamora de sí misma y su amor no es ya culpable ni infértil porque está en proceso de transformación en lo que más ama.

II. Antecedentes literarios

La filiación literaria de este jubiloso “narcisismo” poético de san Juan es particularmente elusiva. Ludwig Pfandl asocia la fuente del Cántico con la fuente della prova dei leali amanti del libro de caballerías Platir, mientras que Dámaso Alonso favorece la influencia de la Égloga I de Garcilaso por conducto de la divinización de Sebastián de Córdoba. María Rosa Lida argumenta no sólo en antecedente del Platir, sino el del Primaleón. En estos relatos, como en la Arcadia de Sannazaro y aún en un epigrama de Paulo el Silenciario, la fuente refleja un rostro ajeno: el de la persona amada. Cristóbal Cuevas, por su parte, añade el ejemplo adicional de la Historia del Abencerraje. Todos estos antecedentes greco-latinos y europeos del símil, al reflejar el rostro adorado que sustituye al propio, proclaman calladamente la fusión de identidades de los enamorados, el gran milagro unitivo del amor que cantaron los dolce stil novistas en Italia y con el que el mismo Petrarca se adelantó a San Juan: “l’amante nell’ amato si trasform[a]” (Triunfus cupidinis, III, 151,162).

Pero el misterio esencial del símbolo sanjuanista queda incólume: su fuente refleja unos ojos, no un rostro. Este último enigma se devela mejor desde contextos literarios semíticos. La Sulamita del epitalamio bíblico no sólo era “fuente sellada” sino que tenía los ojos como “los estanques de Esebon (Cant 7,4). La fuente que refleja únicamente unos “ojos” podría estar relacionada con el vocablo hebreo ‘ayin, que significa tanto “ojo” como “fuente” y “aspecto”. Acaso por eso mismo ninguno de los protagonistas ve reflejado su rostro o “aspecto” en la fuente: posiblemente ambos comparten no sólo los mismos ojos sino el mismo rostro, ya sin facciones separadoras, que se funde en uno –y por eso se torna invisible– en los “semblantes plateados” de la alfaguara.

El misticismo islámico provee claves aún más fecundas y más precisas para la lira en cuestión. Numerosos poetas y tratadistas sufíes como Ibn ‘Arabi de Murcia (s. XIII) y Suhrawardi (s. XII) detienen súbitamente su itinerario místico ante una simbólica fuente autónoma. Ese trata de la fuente de la certeza mística, que el anónimo autor del Libro de la certeza denomina como “ojo de la certeza” (‘aynu’ l-yaqin). La fuente es tenebrosa porque se descubre precisamente de noche (se trata de la noche purgativa de los sentidos), pero es paradojalmente rutilante, porque en ella se comienza a contemplar la iluminación divina en lo hondo del ser. El peregrino místico, como sucede en el caso específico de Naym ad-din al-Kubra (siglo XIII), se asoma en este momento supremo a la fuente iniciáti ca y ve reflejados precisamente el doble círculo de luz de unos ojos, que simbolizan la morada final del camino del alma hacia Dios. Sabastari (s. XIV) explica que ve los ojos simbólicos de Su Amado –que a la vez corresponden a los suyos propios– reflejados en el agua de la fuente, porque le sería imposible ver su luz deslumbrante de manera directa. Todo ello evoca poderosamente la escena de la fuente sanjuanística, que resulta misteriosa en el Cántico pero no así en el contexto de la literatura mística musulmana, por la sencilla razón de que en árabe la palabra ‘ayn, como su contrapartida hebrea ‘ayin , significa simultáneamente “ojo” y “fuente”.

Pero la raíz trilítera árabe también incluye la noción de “identidad” y de “lo mismo”. Los sufíes llevaron el contenido semántico de su vocablo a una esperable traducción poética, que fue tan profunda como constante en su literatura contemplativa. La raíz árabe ‘ayn establece pues una equivalencia automática entre la fuente, los ojos y la identidad, que resulta inescapable al conocedor de esta lengua y de esta tradición semítica, pero excéntrica a un occidental que desconozca los términos lingüísticos que la raíz emparenta. Muy en consonancia con este campo semántico, en armoniosa equivalencia, san Juan pide al lector que entienda que la fuente que le devuelve a la amante los ojos del Amado simboliza la transformación total del uno en el Otro.

La fuente del Cántico implica pues una mirada “autocontemplativa” en la que Dios se revela a Sí mismo en el alma purificada –espejo cristalino y pulido– del místico. La amada del Cántico contempla unos ojos en la fuente: están simultáneamente allí y en sus entrañas; ella los mira y ellos la miran desde las aguas y no es posible establecer diferencia entre ambas miradas que se auto-contemplan. El Santo ha logrado explicitar la perfecta unión mística del unus-ambo en su alfaguara plateada, que resulta por cierto mucho más compleja en su red de posibles apoyos literarios que la “fuente que mana y corre” de su “Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe”.

BIBL. — DÁMASO ALONSO, La poesía de san Juan de la Cruz. Desde esta ladera, Aguilar, Madrid, 1966; J. E. CIRLOT, Saint John of the Cross. Poems. Grant & Cutler Ltd./Tamesis Books Ltd., London, 1975; CRISTÓBAL CUEVAS, “Estudio literario”, en el vol. Introducción a la lectura de san Juan de la Cruz, Junta de Castilla y León, Salamanca, 1991, 125-201; MARÍA ROSA LIDA, “Transmisión y recreación de temas grecolatinos en la poesía lírica española”, en RFH I (1939) 20-63; LUCE LÓPEZ-BARALT, Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998; LUDWIG PFANDL, Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro, Barcelona, 1933; DAVID RUBIO, “La fonte”, La Habana, 1946, 12-21.

Luce López-Baralt

Fuego

Incluido entre los cuatro elementos naturales (CB 4,2), J. de la Cruz, siguiendo la tradición filosófica en que se formó, considera al fuego como el fundamental, porque “concurre con todos para la animación y conservación de ellos”. Lo mismo que el  agua y el  aire, le sirve de base para numerosas aplicaciones espirituales a través del simbolismo. Las propiedades naturales del fuego –calentar, purificar, quemar e iluminar– son referentes importantes para adoctrinar en las vías del espíritu. Las aplicaciones más importantes en la pluma sanjuanista son las siguientes.

1. EL FUEGO Y EL APETITO. Asentado que los apetitos, dejados a su brío natural, “privan del espíritu de Dios” (S 1,6,1) y cansan, fatigan y ensucian al alma, lo ilustra J. de la Cruz con una serie de comparaciones muy plásticas: “Son como unos hijuelos inquietos y mal contentos” (ib. n. 6), concluyendo con esta especie de aforismo: “Comúnmente dicen que el apetito es como el fuego, que, echándole leña, crece y luego la consume” (ib.).

Si se tiene en cuenta la importancia decisiva de los  apetitos en la síntesis sanjuanista, es fácil comprender el alcance de la asimilación de los mismos al fuego. Siguiendo esa línea comparativa llega a sostener que el apetito es peor que el fuego en los efectos negativos o destructivos: “Y aun el apetito es peor en esta parte, porque el fuego, acabándose la leña, descrece; mas el apetito no descrece en aquello que se aumentó cuando se puso por obra, aunque se acabe la materia, sino que en lugar de descrecer, como el fuego cuando se le acaba la suya, él desfallece en fatiga, porque queda crecida el hambre y disminuido el manjar” (S 1,6,7).

En complacer a los apetitos “crece el fuego de la angustia y del tormento”, porque son como las espinas, que “hieren y lastiman y asen y dejan dolor” (S 1,7,1). La asimilación de los apetitos al fuego recibe un sentido casi contrario cuando J. de la Cruz trata de la purificación. La relación entre fuego y apetitos es entonces a la inversa, ya que es precisamente el fuego de la contemplación la que purifica los apetitos y consume sus efectos perniciosos.

Esa correlación de alcance mucho mayor es la plasmada en el simbolismo tradicional del “fuego y del madero”.

2. EL FUEGO Y EL LEÑO. El símbolo de viejo abolengo en la tradición espiritual adquiere puesto de primer orden en la síntesis sanjuanista. El Santo prefiere la fórmula “fuego y madero”, frente a la del “hierro y el fuego”. Propuesto el itinerario de la perfección como proceso de conversión del “hombre viejo en nuevo”, o transformación de sensual en espiritual a través de una catarsis total, está permanentemente representado en la figura del leño o madero transformado por el fuego en ascua y llama.

Es el símbolo básico que enlaza entre sí literaria y doctrinalmente todas las obras de J. de la Cruz, especialmente la Noche oscura y la Llama de amor viva. El leño encendido y purgado de humedad y maleza corresponde al proceso purificativo (S-N), el madero vuelto llama representa la unión transformante (CE-Ll). Así se explica que el símil ígneo aparezca tan pronto como el Santo adelanta su proyecto espiritual centrado en la depuración espiritual: “Para llegar a la divina unión el alma ha de carecer de todos los apetitos, por mínimos que sean” (S 1,11, tít.). La afirmación del Santo a este propósito es perentoria: “Si no se acaban todos de quitar, no se acaba de llegar. Porque así como el madero no se transforma en el fuego por un solo grado de calor que falte en su disposición, así no se transformará el alma en Dios por una imperfección que tenga, aunque sea menos que apetito voluntario” (S 1,11,6).

Esta primera comparecencia del símbolo permanece como referencia permanente a lo largo y ancho de los escritos sanjuanistas. Como de costumbre, el Santo apela a la filosofía para fundamentar la clave de la aplicación al ámbito espiritual: lo que sucede en la naturaleza puede trasladarse figurativamente al espíritu. El razonamiento del autor se desarrolla así: “Según regla de filosofía, todos los medios han de ser proporcionados al fin”. Así lo ilustran algunos ejemplos; el más claro es el del fuego: “Hase de juntar y unir el fuego en el madero. Es necesario que el calor, que es el medio, disponga al madero primero con tantos grados de calor que tenga gran semejanza y proporción con el fuego. De donde, si quisiesen disponer al madero con otro medio que el propio, que es el calor (así como con aire, o agua, o tierra) sería imposible que el madero se pudiera unir con el fuego” (S 2,8,2).

a) Crisol purificador. Antes que el fuego encienda y transforme el madero en ascua y llama lo limpia de humedades y escorias. Esta función le compete al amor, “que es comparado al fuego”, en el plano del espíritu: “El fuego del amor … a manera del fuego material, se va prendiendo en el alma en esta noche de contemplación penosa” (N 2,11,1). Tal es la idea insistentemente reiterada por J. de la Cruz y expresada en términos parecidos a éstos: “Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purga en aquel fuego oscuro para ella” (N 1,3,3).

La obra depuradora del amor divino que consume el moho y orín del alma, como el fuego en los metales (N 2,6,5), permanece como referencia invariable a lo largo del proceso catártico. En realidad, éste no es otra cosa que la “purgación del fuego de la contemplación” (ib.). Insiste el Santo en que la “noticia amorosa” de Dios se comporta en el alma como “se ha el fuego en el madero para transformarle en sí” (N 2,10,1). Es tan cabal la semejanza que el autor se complace en los detalles figurativos. Lo primero que hace el fuego material, “en aplicándose al madero es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo, y aun de mal olor, y yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a trasformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego” (N 2,10,1). Prosigue el texto con la aplicación espiritual correspondiente, después de enlazar con estas palabras: “A este mismo modo, pues, hebemos de filosofar acerca de este divino fuego de amor de contemplación” (ib. n. 2, es obligada la lectura de todo este cap. 10 y de LlB 1,19.25).

En estos textos queda bien establecida la correlación de los efectos del fuego natural con las etapas del proceso espiritual. Sin que exista solución de continuidad la acción purificadora va volviéndose, poco a poco y de modo casi insensible, iluminante e inflamante (N 2,12,1): “A los principios que comienza esta purgación espiritual, todo se le va a este divino fuego más en enjugar y disponer la madera del alma que en calentarla; pero ya andando el tiempo, cuando ya este fuego va calentando el alma, muy de ordinario siente esta inflamación y calor de amor” (N 2,12,5).

A medida que crece el fuego de la “mística y amorosa teología … la voluntad se afervora maravillosamente, ardiendo en ella, sin ella hacerse nada, este divino fuego de amor en vivas llamas, de manera que ya al alma le parece él vivo fuego por causa de la viva inteligencia que se le da” (ib.). El leño se ha transformado en llama.

b) Llama que consume y no da pena. Así se define en Cántico y Llama la vertiente transformante del amor-fuego. Para comprender este proceso hay que recordar con el Santo que “en el amamante el amor es llama que arde con apetito de arder más, según hace la llama del fuego natural” (CB 13,12). Se trata de aprovechar todo aquello que contribuye a que la llama se avive y mantenga. De ahí que, “como suelen echar agua en la fragua para que se encienda y afervore más el fuego, así el Señor suele hacer con algunas de estas almas que andan con calmas de amor” (CB 11,1).

El estado del leño cuando ya el fuego lo ha convertido en llama le sirve al Santo para establecer magníficas comparaciones entre la situación del alma durante el proceso catártico y cuando ya ha llegado a la  unión transformante. El mismo fuego y llama que en el primer estadio eran “detractivos y argüidores” se vuelven pacíficos y deleitables. Cuando el alma está ya “tan transformada y conforme con Dios, como el carbón lo está con el fuego, sin aquel humear y respendar que hacía antes que lo estuviese, y sin la oscuridad y accidentes propios que tenía antes que del todo entrase el fuego en él. Las cuales propiedades de oscuridad, humear y respendar, ordinariamente tiene el alma con alguna pena y fatiga acerca del amor de Dios, hasta que llegue a tal grado de perfección de amor, que posea el fuego de amor llena y cumplida y suavemente, sin pena de humo y de pasiones y accidentes naturales, pero transformada en llama suave, que la consumió acerca de todo eso y la mudó en Dios, en que sus movimientos y acciones son ya divinas” (CA 38,11).

Aquí enlaza poética y doctrinalmente la Llama de amor viva. No hace al caso insistir en su temática, todo ella centrada en el simbolismo del fuego convertido en  llama. Hay que situarse en la declaración prologal para captar el sentido de las numerosas variaciones del símbolo central: “Bien así como, aunque habiendo entrado el fuego en el madero, le tenga transformado en sí y está ya unido con él, todavía, afervorándose más el fuego y dando más tiempo en él, se pone mucho más candente e inflamado, hasta centellear fuego de sí y llamear” (pról. 3). Es lo que sucede con el alma transformada, que siempre puede “calificarse y substanciarse mucho más en el amor” (ib.). Ese llamear y centellear del amor divino en el alma es lo que describe maravillosamente la Llama.

El aspecto más importante y destacado en relación al tema simbólico del fuego es la identificación de la “llama” con el  Espíritu Santo (LlB 1,3.9.19; 2,3, etc.), que “como fuego arde en el alma y echa llama … y aquella llama, cada vez que llamea, baña al alma en gloria y la refresca en temple de vida divina” (LlB 1,3). Esa llama interior del Espíritu Santo es la que apareció exteriormente sobre los Apóstoles, representando y significando la luz interior que les inundaba (N 2,20,4; CB 1415,10; LlB 2,3). A esa llama-Espíritu Santo se atribuyen todos los efectos del llamear: las heridas de amor, el  cauterio (2,2), las llagas regaladas, la  transverberación (2,9), las lámparas de fuego con sus resplandores (3,1-8), etc.

Puede sintetizarse todo el estado del alma vuelta llama en esta operación del Espíritu Santo, que se manifiesta en el llamear mediante actos interiores, que son “inflamaciones de amor en que unida la voluntad del alma, ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama … La diferencia que hay entre el hábito y el acto, hay entre la transformación de amor y la llama de amor, que es la que hay entre el madero inflamado y la llama de él: que la llama es efecto del fuego que allí está” (LlB 1,3).

Es claro que el símbolo del fuego conecta directamente con el de la noche oscura en cuanto proceso de catarsis, y que indirectamente lo prolonga en sus efectos. Forman en conjunto una cadena que enlaza y armoniza perfectamente todo el pensamiento sanjuanista. Considerado aisladamente, el del fuego es acaso el símbolo más comprensivo de todos los desarrollados por J. de la Cruz en sus escritos.

Eulogio Pacho

Fortaleza

Se trata de un término muy peculiar del lenguaje sanjuanista. A los significados corrientes en español les añade acepciones personales, que conviene recordar por la importancia que revisten en su sistema doctrinal y pedagógico.

1. USOS CORRIENTES. Se hallan prácticamente todos en los escritos sanjuanistas. Fortaleza equivale a baluarte o fortificación, como cuando escribe que el demonio combate y turba siempre al alma “con la innumerable munición de su artillería, porque ella no se entrase en esta fortaleza y escondrijo del interior recogimiento de su Esposo” (CB 40,3). En esta acepción coincide con “los fuertes” cantados y descritos al principio del CE, que son los demonios, de “cuya fortaleza” dice Job “no hay poder sobre la tierra que se les compare” (41,24 = CB 3,9).

Lo más corriente es que fortaleza se use en sentido de fuerza, vigor o energía. Así, los enemigos quitaron a Sansón “la fortaleza y le sacaron los ojos” (S 1,7,2); el alma “siente la fortaleza y brío para obrar en la sustancia que le da el manjar interior” (N 1,9,6), o “la libertad y fortaleza que ha de tener para buscar a Dios” (CB 3,5; cf. S 1,5,4; 1,12,5-6; 2,29,4; 2,22,2; N 1,7,4; LlB 4,13).

Aparece igualmente la fortaleza como una de las virtudes cardinales. Entre los provechos que saca el alma en la noche del sentido está el ejercicio de las virtudes “de por junto”, como la paciencia, la longanimidad, la caridad y otras. “Ejercita también aquí la virtud de la fortaleza, porque en estas dificultades y sinsabores que halla en el obrar saca fuerzas de flaquezas, y así se hace fuerte” (N 1,13,5; cf. S 2,24,9; 2,26,3; 2,29, 9.12; 2,31,1; N 2,32; 2,5,6; CB 3,9-10; 20,1; LlB 2,21.27; 3,3.14; Av 94, etc.).

2. NOVEDAD SANJUANISTA. Las aplicaciones más ricas y originales de la fortaleza al desarrollo espiritual se sustentan en otra acepción muy peculiar. Hay que tener en cuenta, ente todo, que se contrapone insistentemente a la “flaqueza” y, según muletilla repetida por el Santo, los contrarios se iluminan mutuamente. La comprensión global de la fortaleza reclama, por ende, la consideración de la flaqueza.

Para J. de la Cruz la fortaleza del hombre es igual al conjunto de sus potencias y capacidades. Lo da habitualmente por asentado y lo define también explícitamente: “La fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, todo lo cual es gobernado por la voluntad”. La aplicación es inmediata: “Cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2).

Dos textos bíblicos, citados líneas antes, sirven de referencia básica a J. de la Cruz para esta interpretación del latín “fortitudo”, que aparece en ellos. Son Deuteronomio 6,5 y Salmo 58,10. La primera aplicación en este sentido aparece al comienzo de la Subida, cuando dice que “el alma no recogida en un solo apetito de Dios, pierde el valor y vigor en la virtud”, como las especias aromáticas “desenvueltas van perdiendo la fragancia y la fuerza”. En ese sentido ha de entenderse lo del Salmo: “Yo guardaré mi fortaleza para ti (58,10), esto es, recogiendo la fuerza de mis apetitos sólo a ti” (S 1,10,1). Aunque se da cierta equivalencia entre fuerza y fortaleza, apunta ya al conjunto de apetitos que deben “recogerse en uno”. En este sentido “fortaleza” equivale a otras figuraciones típicamente sanjuanistas, como  “la montiña” (CB 16,10),  la ciudad y sus arrabales (CB 18,7-8),  “el caudal de alma” (CB 28,3-4).

La fortaleza equivale, por tanto, a la capacidad global del hombre. Toda ella, según el Santo, ha de estar orientada definitivamente a Dios: en sentido negativo, en cuanto purificada y apartada de todo lo que no conduce a él; positivamente, en cuanto se emplea íntegramente en las obras de su amor. Son dos vertientes de la misma realidad. En la medida en que todas las capacidades se purifican y armonizan en la misma dirección, se concentran en su objetivo final. En eso consiste el amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la fortaleza. El Santo presenta la fortaleza en su función de desnudar, purificar y enderezar todas las potencias a Dios (Subida-Noche), o la describe como realidad ya conseguida (Cántico-Llama).

Formula y desarrolla estos principios básicos al iniciar precisamente la “noche oscura de la voluntad”, porque “todo es gobernado por la voluntad” (S 3,16,2) y solamente por la caridad, que se asienta en ella, las obras de las otras virtudes “son vivas” (ib. n. 1). Confiesa el Santo que para tratar de la “noche y desnudez activa de esta potencia, para enterarla y formarla en esta virtud de la caridad de Dios”, no halló autoridad más conveniente que la del Deuteronomio (6,5), “en la cual se contiene todo lo que el hombre espiritual debe hacer y lo que yo aquí le tengo de enseñar para que de veras llegue a Dios por unión de voluntad por medio de la caridad. Porque en ella se manda al hombre que todas sus potencias y apetitos y operaciones y aficiones de su alma emplee en Dios, de manera que toda la  habilidad y fuerza del alma no sirva más que para esto” (ib.).

a) Conquista de la fortaleza. Como es sabido, el esquema desarrollado en Subida para purificar la voluntad consiste en examinar “todas sus afecciones desordenadas, de donde nacen los apetitos, afectos y operaciones desordenadas, de donde nace también no guardar toda su fuerza a Dios”. Asentado que todas esas afecciones pueden reducirse a las cuatro pasiones, gozo, esperanza, dolor y temor” (S 3,16,2), comienza su recorrido analítico, interrumpiéndolo antes de concluir la temática del gozo.

Retoma el mismo argumento de la fortaleza en la vertiente catártica al estudiar el aspecto pasivo, volviendo a la “autoridad” bíblica del Deuteronomio (6,5: N 2,11,4). Mediante la “oscura purgación” de la noche oscura, “tiene Dios tan destetados los gustos y tan recogidos, que no pueden gustar cosa que ellos quieran. Todo lo cual hace Dios a fin de que, apartándolos y recogiéndolos todos para sí, tenga el alma más fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios” Para recibir David “la fortaleza del amor de esta unión de Dios”, dijo lo de “mi fortaleza guardaré para ti”, esto es: “Toda la habilidad y apetitos y fuerzas de mis potencias” (N 2,11,3, conviene leer todo este capítulo).

El arduo y fatigoso proceso catártico tiene como objetivo el conseguir la fortaleza “competente” para llegar al estado de  unión con Dios. “Para venir él, ha menester ella –el alma– estar en el punto de pureza, fortaleza y amor competente” (CB 20-21,2). Es condición imprescindible que las dos porciones del hombre estén limpias y purificadas, porque el alma “ha menester grande fortaleza y muy subido amor para tan fuerte y estrecho abrazo de Dios” (ib. n.1).

Conseguir perfecta fortaleza es precisamente superar la flaqueza propia del hombre dejado a sus fuerzas naturales, porque “la flaqueza y corrupción de la sensualidad” son obstáculos para alcanzar la unión con Dios (N 2,1,2). J. de la Cruz recuerda con frecuencia que la naturaleza humana fue “estragada en Adán debajo del árbol del paraíso” y, aunque “reparada por Cristo en el árbol de la Cruz” (CB 23 entera), quedó flaca y herida por el pecado. El Santo localiza fundamentalmente esa flaqueza en la sensualidad, “porque la parte sensitiva del alma es flaca e incapaz para las cosas fuertes del espíritu” (N 2,1,2).

Esa flaqueza es causa de sufrimiento y objetivo propio de la noche purificadora, que no puede ser cabal y plena mientras la obra de Dios no consigue desarraigar la raíz del apetito desordenado. Frente a la acción catártica de la divina contemplación, el hombre sufre penas muy agudas a “causa de su flaqueza natural, moral y espiritual”. Lo explica así J. de la Cruz: “Como esta divina contemplación embiste en el alma con alguna fuerza, al fin de ir fortaleciendo y domando, de tal manera pena en su flaqueza que poco menos desfallece, particularmente algunas veces cuando con alguna más fuerza embiste” (N 2,5,6).

Aunque “la mano de Dios de suyo es tan blanda y suave”, se vuelve penosa y dura al momento de enderezar las tendencias del hombre (N 2,5,7) a fin de convertirle totalmente hacia él con todas sus potencias y capacidades. Así, la flaqueza del hombre se va transformando en fortaleza de Dios, cumpliéndose el dicho paulino recordado por el Santo de que la virtud en la flaqueza se hace perfecta (CB 30,5).

b) Toda la fortaleza en Dios. De la fortaleza “competente” o correspondiente al proceso catártico se llega en el estado de  matrimonio espiritual a una “fortaleza terrible”, contra la cual nada pueden los enemigos del alma: “En este estado consigue el alma muy alta pureza y hermosura, y también terrible fortaleza por razón del estrecho y fuerte nudo que por medio de esta unión entre Dios y el alma se da” (CB 20-21,1). Las virtudes heroicas se asientan entonces en el alma de tal modo, que semeja un muro, “en cuya fortaleza ha de reposar el pacífico esposo sin que perturbe alguna flaqueza” (ib. n.2). Esas mismas virtudes heroicas del estado de unión se comparan a las cuevas de los leones, “muy seguras y amparadas de los demás animales”, porque, “temiendo ellos la fortaleza y osadía del león que está dentro, no sólo no se atreven a entrar, mas ni aun junto a ella posan parar” (CB 24,4). Eso es tener el alma “las virtudes en fortaleza” (ib. n. 2 y 8).

Cuando el alma llega a esta fortaleza, “todo lo que obra es ganancia, porque toda la fuerza de sus potencias está convertida en trato espiritual con el Amado” (CB 30,1). J. de la Cruz asegura que no hallaría “palabras y términos” si quisiese dar a entender la hermosura de las flores de virtudes entretejidas en el estado de perfección, como tampoco si intentase “decir algo de la fortaleza y majestad que el orden y compostura de ellas ponen en el alma” (CB 30,10). En su intento de sugerir algo, apunta una arriesgada comparación con el demonio, que, según Job (41,6-7), tiene el cuerpo guarnecido de escamas tan apretadas y de metal colado que ni siquiera el aire puede entrar por ellas. Se pregunta el Santo: si el demonio “tiene tanta fortaleza en sí” por este motivo, “cuánta será la fortaleza de esta alma vestida toda de fuertes virtudes, tan asidas y entretejidas entre sí, que no puede caber entre ellas fealdad ninguna ni imperfección, añadiendo cada una con su fortaleza, fortaleza al alma?” (CB 30,10). En su admiración concluye: “Espanta la fortaleza y poder que con la compostura y orden ellas”, –las virtudes unidas en el alma– le dan fuerza con su sustancia (ib. n. 11).

Prolongando el simbolismo de las flores-virtudes perfectas halla otra figuración peculiar para la fortaleza; es el cuello en el que se cuelga la guirnalda de flores-virtudes: “El cuello significa la fortaleza, en la cual dice que volaba el cabello del amor, en que están entretejidas las virtudes, que es amor en fortaleza. Porque no basta que sea solo para conservar las virtudes, sino que también sea fuerte, para que ningún vicio contrario la pueda por ningún lado de la guirnalda de la perfección quebrar” (CB 31,4). Remata la aplicación metafórica con estas palabras: “Y dice que volaba en el cuello, porque en la fortaleza del alma vuela este amor de Dios con gran fortaleza y ligereza” (ib.).

La conclusión y aplicación sanjuanistas no pueden ser más consoladoras. Dios es la única y verdadera fortaleza para el hombre. Reposar en los brazos de Dios confiere la confianza absoluta en que se basa la fortaleza cristiana. Lo expresa bellamente J. de la Cruz: “Reclinar el cuello en los brazos de Dios es tener ya unida su fortaleza –el hombre–, o por mejor decir, su flaqueza, en la fortaleza de Dios; porque los brazos de Dios significan la fortaleza de Dios, en que, reclinada y transformada nuestra flaqueza, tiene ya fortaleza del mismo Dios” (CB 22,7).

Eulogio Pacho

Filomena

Recoge J. de la Cruz la tradición mística relativa a esta avecilla; tradición que quedó especialmente afianzada gracias a la composición de san Buenaventura, que tuvo entre los contemporáneos del Doctor místico acogida tan distinguida como la versión de fray Luis de Granada. Pese a todos los antecedentes, la aportación de la estrofa 38/39 del CE es de notable originalidad.

Comienza por la identificación de la filomena con el ruiseñor y esta constatación ambiental: “El canto de la filomena, que es el ruiseñor, se oye en la primavera, pasados ya los fríos, lluvias y variedades del invierno, y hace melodía al oído y al espíritu recreación” (CB 39,8). Sigue luego la aplicación espiritual de la alegoría, estableciendo la siguiente correlación: el Esposo-Cristo es la dulce filomena; el canto de la filomena corresponde a la dulce voz del Esposo; la primavera, cuando se siente el canto de la filomena, tiene su referencia en la transformación del alma, “libre ya de todas las tribulaciones, penalidades y nieblas, así del sentido como del espíritu” (CB 39,8).

La transposición al ámbito espiritual ofrece estas maravillosas perspectivas. El aspirar del  Espíritu Santo en el alma es la “dulce voz de su Amado en ella” y la jubilación de ella a él. A lo uno y a lo otro puede llamarse “canto de la dulce filomena”, por la semejanza ya señalada entre la voz del ruiseñor, la primavera y el estado del alma en la “actual comunicación y transformación de amor en los más altos niveles de esta vida”.

En la voz del  Esposo, “que se habla en lo interior del alma, siente la Esposa fin de males y principio de bienes, en cuyo refrigerio y amparo y sentimiento sabroso, ella también, como dulce filomena, da su voz con nuevo canto de jubilación a Dios, juntamente con Dios, que la mueve a ello” (CB 39,9). El inacabable recurso del lenguaje figurado le permite, como se ve, identificar la filomena lo mismo con Cristo Esposo, que con el alma esposa. Siguiendo ese juego comparativo puede escribir el Santo, interpretando a su modo el texto bíblico “Tu voz es dulce” (Cant. 2,14), puesto en boca del Esposo: “No sólo para ti, sino también para mí, porque estando conmigo en uno, das tu voz en uno de dulce filomena para mí conmigo” (ib.).

Concluye el ciclo alegórico de la filomena y su canto con estas palabras: “En esta manera es el canto que pasa en el alma en la transformación que tiene en esta vida, el sabor de la cual es sobre todo encarecimiento. Pero, por cuanto no es tan perfecto como el cantar nuevo de la vida gloriosa, saboreada el alma por esto que aquí siente, rastreando por la alteza de este canto la excelencia del que tendrá en la gloria, cuya ventaja es mayor sin comparación, hace memoria de él” (CB 29,10). Apunta con claridad a la perspectiva escatológica desarrollada en las últimas estrofas del CB, en contraposición a lo descrito en el CA.

Eulogio Pacho

Fervor

Cuando Juan de la Cruz habla de “fervor” en sus escritos, se refiere al estado del ánimo, fruto del amor de Dios, con el que se desea intensamente la propia santificación. Por eso podrá decir que el  alma aprovechada “anda en fervores y aficiones de amor de Dios” (CB 11,4) y que las estrofas del Cántico “parecen ser escritas con algún fervor de amor de Dios” (CB pról. 1). En la actitud fervorosa se manifiesta, de hecho, el compromiso del alma de tender a la perfección: “Cuanto más fervor llevan los perfectos … tanto más conocen lo mucho que Dios merece” (N 1,2,6).

El “fervor” puede ser pasajero, como en los espirituales que “acomodan a Dios el sentido y el apetito” (LlB 3,32). Puede incluso encerrar deficiencias e imperfecciones, ya que, también, algunos espirituales “sólo tienen aquel fervor y gozo sensible acerca de las cosas espirituales” (S 3,41,2); por ello, “por su imperfección les nace muchas veces cierto ramo de soberbia oculta” (N 1,2,1). Con estos espirituales, J. de la Cruz, es implacable: “A éstos, muchas veces, les acrecienta el demonio el fervor … porque les vaya creciendo la soberbia” (N 1,2,2). No tiene duda en afirmar: “Apenas hay algunos de estos principiantes que al tiempo de estos fervores no caigan en imperfecciones” (N 1,2,6).

Pese a todo, el fervor en la vida espiritual manifiesta siempre un deseo permanente y serio de vivir en actitud de amor y donación de la cual “nace el amor del prójimo” (N 1,12,8) y aumenta “mucho más el deseo de Dios” (CB 11,1), haciendo superar al alma “los actos fervorosos que a los principios del obrar solía tener” (CB 38,5), es decir, “los actos discursivos y meditación de la propia alma y los jugos y fervores primeros sensitivos” (LlB 3,32).

Después que “el Amado visita a su esposa casta y delicada y amorosamente y con grande fuerza de amor” (CB 13,2), el fervor adquiere otros niveles y cualidades. Es a partir de este punto cuando el fervor tiene una dimensión de mediación para la unión con Dios por amor, porque el fervor se convierte en “identikit” del “nuevo amador” de Dios, capaz de “servir a Dios” como nunca hasta el momento lo había hecho. Estos “nuevos amadores de Dios”, para J. de la Cruz, “son como el vino añejo que … no tiene aquellos hervores sensitivos ni aquellas furias y fuegos fervorosos de fuera” (CB 25,11). Por ello, el alma “anda en fervores y aficiones de amor de Dios” (CB 11,4), confirmando cómo el fervor es una consecuencia del amor de Dios que estalla en la Llama de amor viva. “Habiendo entrado el fuego en el madero … afervorándose más el fuego y dando más tiempo en él, se pone mucho más candente e inflamado, hasta centellear fuego de sí y llamear” (CB pról. 3). El alma “no sólo está unida en este fuego, sino que hace ya viva llama en ella” (ib. 4). El fervor ha alcanzado su cima más alta.

En conclusión, para J. de la Cruz, el fervor conlleva el deseo de vivir con ardor la propia vida de amor a Dios y al prójimo, viviendo con alegría y paz la voluntad divina en cualquiera de sus manifestaciones. En sus fases iniciales o más inferiores sirve de estímulo e impulso; en las etapas superiores se identifica con la fidelidad amorosa

Aniano Álvarez-Suárez.